LOS BRUJOS

En Irlanda se oye hablar poco de las fuerzas más tenebrosas,a y aún es más raro encontrarse con nadie que las haya visto, pues la imaginación de las gentes se recrea más bien en lo fantástico y lo caprichoso, y la fantasía y el capricho perderían la libertad que es su aliento vital si los asociaran tanto con el mal como con el bien. En realidad me he encontrado con muy pocas personas en Irlanda que traten de comunicarse con las fuerzas malignas, y las pocas que he conocido mantienen sus fines y prácticas totalmente ocultos de aquellos entre quienes viven. Son principalmente empleados y oficinistas modestos, y se reúnen a practicar su arte en una habitación cubierta de colgaduras negras, pero no diré en qué población se halla esa habitación. No quisieron dejarme entrar en ella, pero, al ver que no era del todo lego en la ciencia arcana, me mostraron en otro sitio lo que eran capaces de hacer. «Venga a vernos—me dijo su jefe—, y le mostraremos espíritus que hablarán con usted cara a cara, y bajo formas tan sólidas y pesadas como las nuestras».

Yo había estado hablando de la capacidad de comunicarse con los seres angélicos y feéricos—los hijos del día y del crepúsculo—en estados de trance, y él había afirmado que deberíamos creer tan sólo en lo que podemos ver y sentir al hallarnos en nuestro estado anímico habitual y cotidiano. «Sí—dije yo—, iré a verles—o parecidas palabras—; pero no me dejaré poner en trance, y sabré, por tanto, si estas formas de que usted habla pueden tocarse y sentirse con los sentidos habituales en algún grado superior al de las formas de que hablo yo». No estaba negando la capacidad de otros seres para asumir una envoltura de sustancia mortal, sino solamente que parecía improbable que simples invocaciones, como las que él decía, pudieran hacer otra cosa que sumir el espíritu en trance.

«Pero—dijo él—, las hemos visto mover los muebles de aquí para allá, y desaparecen a una orden nuestra, y ayudan o perjudican a gente que no sabe nada de ellas». No estoy reproduciendo las palabras exactas, sino la esencia de nuestra conversación con tanta fidelidad como me es posible.

La noche convenida me presenté sobre las ocho, y me encontré al jefe, solo, sentado casi completamente a oscuras en una pequeña habitación negra. Iba vestido con una toga negra, como la vestimenta de un inquisidor en un dibujo antiguo, que tan sólo dejaba a la vista sus ojos, los cuales asomaban por dos pequeños agujeros redondos. Sobre la mesa que tenía delante había una fuente de latón con hierbas ardiendo, un cuenco grande, una calavera llena de símbolos pintados, dos dagas atravesadas y ciertos utensilios, cuya utilidad no logré averiguar, con forma de piedras de molinillo. Yo me puse también una toga negra, y recuerdo que no me quedaba del todo bien, y que me dificultaba considerablemente los movimientos. El brujo sacó entonces un gallo negro de un cesto, y le cortó el pescuezo con una de las dagas, dejando caer la sangre dentro del cuenco grande. Abrió un libro y dio comienzo a una invocación, que no estaba ni en inglés ni en irlandés, y que tenía un sonido grave y gutural. Antes de que hubiera terminado, otro de los brujos, un hombre de unos veinticinco años, entró y, tras ponerse asimismo una toga negra, se sentó a mi izquierda. Yo tenía al invocador justo enfrente, y al poco empecé a notar que sus ojos, que brillaban a través de los pequeños agujeros de su capucha, me afectaban de un modo extraño. Me debatí con fuerza contra su influjo, y la cabeza me empezó a doler. La invocación proseguía, y durante los primeros minutos no ocurrió nada. Luego el invocador se levantó y apagó la luz de la entrada, de modo que no pudiera filtrarse ningún resplandor por la rendija de debajo de la puerta. Ahora no había ninguna luz a excepción de la que procedía de las hierbas de la bandeja de latón, ni se oía sonido alguno a excepción del que provenía del murmullo grave y gutural de la invocación.

Poco después el hombre que estaba a mi izquierda empezó a tambalearse, y exclamó: «¡Oh, Dios!». Yo le pregunté qué le aquejaba, pero él no tenía conciencia de haber hablado. Un momento después dijo que veía una gran serpiente moviéndose por la habitación, y se puso considerablemente excitado. Yo no veía nada con ninguna forma definida, pero me parecía que en torno a mí se estaban formando unas nubes negras. Sentí que habría de caer en un trance si no luchaba contra ello, y que el influjo que estaba provocando este trance estaba en conflicto consigo mismo; en otras palabras, que era maligno. Tras un forcejeo logré librarme de las nubes negras, y de nuevo pude observar con mis sentidos habituales. Los dos brujos empezaron ahora a ver columnas negras y blancas desplazándose por la habitación, y finalmente a un hombre con hábito de monje, y los dejó enormemente desconcertados que yo no viera también estas cosas, pues para ellos eran tan sólidas como la mesa que tenían delante. El invocador parecía ir aumentando paulatinamente su poder, y yo empecé a tener la sensación de que de él emanaba una corriente de oscuridad que estaba concentrándose a mi alrededor; y advertí también ahora que el hombre de mi izquierda había entrado en una especie de trance mortal. Con un último y gran esfuerzo aparté las nubes negras; pero al darme cuenta de que eran éstas las únicas formas que habría de ver sin entrar en trance, y al no sentir gran pasión por ellas, pedí que encendieran las luces, y tras el necesario exorcismo volví al mundo normal.

Le dije al más poderoso de los dos brujos: «¿Qué habría sucedido si uno de sus espíritus se me hubiera impuesto?». «Habría salido usted de esta habitación—me contestó—, con su carácter sumado al de usted». Yo le pregunté por el origen de su brujería, pero apenas le saqué nada de importancia, a excepción de que se la había enseñado su padre, y de que una de las palabras que había repetido varias veces era árabe. No quiso decirme más, porque al parecer se había comprometido bajo juramento a guardar el secreto.

1893