LOS VIEJOS DEL CREPÚSCULO

En el lugar, cerca de la Punta del Hombre Muerto, en Rosses, donde una caseta de timonel abandonada mira al mar por dos ventanas redondas como si fueran ojos, se levantaba en el siglo pasado una choza de barro. Hacía también las veces de torre vigía, pues un tal Michael Bruen, un viejo que había sido contrabandista, y que aún era padre y abuelo de contrabandistas, vivía allí, y cuando, después de caer la noche, una esbelta goleta francesa entraba sigilosamente en la bahía, tras costear Roughley, su misión consistía en colgar una linterna de cuerno en la ventana que daba al sur, para que la noticia corriera a la isla de Dorren, y de allí, mediante otra linterna de cuerno, al poblado de Rosses. Pero salvo estos mensajes luminosos, tenía muy poco trato con la humanidad, pues era muy viejo y no pensaba en otra cosa que no fuera la salvación de su alma, encorvado siempre sobre su rosario español. Una noche había estado de guardia horas y horas, pues soplaba un viento suave y favorable y La Mere de Miséricorde traía un retraso excesivo. Al final ya estaba a punto de echarse en su camastro de paja, pues sabía que no se atrevería a doblar Roughley y echar el ancla después de que hubiese amanecido, cuando divisó una larga bandada de garzas reales que volaban lentamente desde la isla de Dorren hacia las lagunas que, medio asfixiadas por las cañas, se encuentran detrás de lo que llaman el Segundo Rosses. Nunca antes había visto garzas reales volando sobre el mar, pues son aves costeras, y en parte porque esto le sacó de su modorra y más, si cabe, porque el dilatado retraso de la goleta había vaciado su despensa, descolgó su herrumbrosa escopeta, que tenía el cañón sujeto con un trozo de cuerda, y se encaminó hacia las lagunas.

Muy poco después llegaba junto a las garzas que, en gran número, se erguían con sus patas levantadas en las aguas poco profundas; y agazapado tras los juncos de la orilla comprobó la carga de estopín de la escopeta, y encorvándose un momento sobre su rosario murmuró: «San Patricio Bendito, tengo unas ganas enormes de pastel de garza; y si no permites que falle te rezaré todas las noches un rosario hasta que me acabe el pastel». Después se tendió en tierra, apoyó la escopeta sobre una piedra de gran tamaño, y apuntó a una garza que se erguía sobre la suave hierba de la orilla de un pequeño torrente que desembocaba en la laguna; pues tenía miedo de coger reúma si intentaba vadear, cosa que hubiera tenido que hacer si disparaba a una de las que se hallaban dentro del agua. Pero cuando miró por el cañón la garza había desaparecido y, para su asombro y terror, un hombre que parecía de una edad infinitamente avanzada se alzaba en su lugar. Bajó la escopeta, y la garza estaba otra vez allí, con la cabeza agachada y su inmóvil plumaje. Levantó la escopeta, y apenas lo había hecho cuando el viejo se alzaba de nuevo ante él, y hasta que no bajó la escopeta por segunda vez no se desvaneció. Dejó la escopeta en el suelo, se santiguó tres veces, rezó un Padrenuestro y un Ave María, y casi en voz alta murmuró: «Algún enemigo de Dios está pescando en el agua bendita», y acto seguido apuntó con sumo cuidado y muy lentamente. Hizo fuego, y cuando el humo se hubo disipado vio, arrebujado sobre la hierba, a un anciano y una larga bandada de garzas reales que volaban hacia el mar. Bordeó un entrante de la laguna, y al llegar al pequeño torrente miró al suelo y vio una figura envuelta en ropas descoloridas, de antiquísima factura y manchadas de sangre. A la vista de algo tan diabólico meneó la cabeza. De pronto las ropas se movieron, un brazo se alzó hacia el rosario que colgaba de su cuello, y unos dedos largos y descarnados casi tocaron la cruz. Se echó hacia atrás gritando:

—¡Brujo, no dejaré que toques mi santo rosario!

—Si me escuchas—replicó una voz tan débil que era como un suspiro—, verás que no soy ningún brujo y me dejarás besar la cruz antes de que muera.

—Te escucharé—contestó él—, pero no dejaré que toques mi santo rosario. —Y sentándose en la hierba a cierta distancia del anciano, cargó de nuevo la escopeta, se la puso sobre las rodillas y se dispuso a escuchar.

—Hace no sé cuantas generaciones nosotros, que ahora somos garzas reales, éramos hombres de gran cultura; no cazábamos, ni guerreábamos, ni tampoco rezábamos oraciones, ni cantábamos canciones, ni hacíamos el amor. Los Druidas nos hablaron muchas veces de un nuevo Druida, Patricio; la mayoría le rechazaba, pero unos pocos pensaban que su doctrina era idéntica a la suya propia, sólo que plasmada en nuevas imágenes, y querían brindarle un buen recibimiento; pero nosotros, cuando hablaban de él, bostezábamos. Por último vinieron gritando que iba camino de la mansión del rey, y volvieron a enzarzarse en su discusión, pero nosotros no prestábamos oídos a ninguna de las dos facciones, pues nuestras discusiones versaban sobre prosodia y sobre la importancia relativa de la rima y de la asonancia, de la sílaba y del acento; y ni siquiera nos inmutamos cuando pasaron por delante de nuestra puerta, camino del bosque, con sus bastones encantados bajo el brazo, ni cuando, ya de noche, regresaron con pálidos semblantes y gritos de desesperación; pues el chasquido de nuestros cuchillos grabando en Ogham* nuestros pensamientos constituía nuestro deleite.

»Al día siguiente grandes multitudes desfilaron camino de la mansión del rey, y uno de los nuestros, que había dado un descanso a su buril para bostezar y desperezarse, oyó a lo lejos el sonido de una voz; pero nuestros corazones estaban sordos, y continuamos grabando, y discutiendo, y leyendo, y riéndonos todos juntos. Al poco oímos muchos pasos que venían hacia nuestra casa, y un momento después dos altas figuras aparecieron en la puerta, una vestida de blanco, la otra con un manto carmesí; y reconocimos al Druida Patricio y a nuestro rey. Dejamos a un lado los delgados cuchillos y nos postramos ante el rey, pero la que nos habló no fue la voz fuerte y áspera de nuestro rey, sino una voz de éxtasis: «He predicado los mandamientos de Dios—dijo—en la mansión del rey, y desde el centro de la tierra a las ventanas del Cielo reinó un gran silencio, y el águila flotaba con inmóviles alas, y los peces con aletas inmóviles, mientras los pardillos, abadejos y gorriones acallaron sus lenguas siempre temblorosas, y las nubes eran como mármol blanco, y los camarones se quedaron quietos en las remotas marismas, soportando con entereza la eternidad, por difícil que les resultase. Pero vuestros delgados cuchillos continuaron con su chasquido y, cuando todas las demás cosas guardaban silencio, su sonido se hizo intolerable. Y puesto que habéis vivido allí donde los pies de los ángeles no alcanzaban a tocar vuestras cabezas, ni los demonios podían azotar con sus cabellos las plantas de vuestros pies, haré que sirváis de escarmiento para toda la eternidad; os convertiréis en garzas grises y andaréis meditabundos por las grises lagunas, y revolotearéis sobre el mundo a esa hora en que está más lleno de suspiros; y vuestras muertes sobrevendrán por azar y sin previo aviso, pues nunca volveréis a estar seguros de nada por toda la eternidad».

La voz calló, pero el santurrón se inclinó sobre su escopeta, con los ojos clavados en el suelo, demasiado estúpido para comprender lo que acababa de oír; y así hubiera seguido largo rato tal vez, si un tirón del rosario no le hubiera hecho volver en sí. El viejo sabio se había arrastrado por la hierba y tiraba de la cruz hacia abajo, tratando de llevársela a los labios.

—¡No tocarás mi santo rosario!—gritó el devoto, y con el cañón de la escopeta golpeó aquellos largos dedos marchitos. No debió hacerlo, pues el anciano se desplomó de espaldas sobre la hierba con un suspiro y quedó inmóvil. Se agachó y se puso a examinar la descolorida vestimenta, pues al darse cuenta de que poseía algo que el viejo sabio codiciaba su miedo se había ido disipando y, ahora que el santo rosario estaba ya a salvo, casi había desaparecido por completo; y sin duda, pensó, si aquel manto abrigaba y no tenía agujeros, san Patricio le quitaría el encantamiento y se lo dejaría listo para ponérselo. Pero allí donde ponía los dedos la vieja tela descolorida se deshacía, y entonces sopló sobre la laguna una ligera ráfaga de viento y redujo al viejo sabio y a su arcaica indumentaria a un montoncito de polvo, y el montoncito fue haciéndose cada vez más pequeño hasta no quedar nada más que la verde y suave hierba.