«REGINA, REGINA PIGMEORUM, VENI»a

Una noche íbamos paseando por una playa arenosa de la costa extrema occidental un hombre de mediana edad, que había vivido casi toda su vida alejado del estrépito de las ruedas de los cabriolés, una joven, pariente suya, de la que se decía que era lo bastante vidente para vislumbrar extrañas luces sobrevolando los campos entre el ganado, y yo. íbamos hablando de la Gente Desmemoriada, como se llama a veces a los habitantes del País de las Hadas, y en medio de nuestra conversación llegamos a un notable paraje que éstos frecuentan mucho, una cueva poco profunda entre rocas negras, bajo la cual su propio reflejo se extiende sobre la arena mojada del mar. Le pregunté a la joven si veía algo, pues tenía bastantes cosas que preguntarle a la Gente Desmemoriada. Se quedó parada durante unos minutos, y vi que se estaba sumiendo, con los ojos abiertos, en una especie de trance en medio del cual la fría brisa marina ya no la molestaba, ni distraía su atención el monótono bramido del mar. Yo grité entonces con fuerza los nombres de los grandes duendes, y al cabo de unos instantes la chica dijo que oía música en el interior de las rocas, muy adentro, y luego un ruido de charla confusa, y de gente golpeando el suelo con los pies como para ovacionar a algún intérprete invisible. Hasta entonces mi otro amigo se había mantenido a unas yardas de distancia, caminando de un lado para otro, pero ahora, al pasar a nuestro lado, dijo de pronto que íbamos a ser interrumpidos, porque oía risas de niños en algún punto más allá de las rocas. Estábamos, sin embargo, completamente solos. Los espíritus del lugar habían empezado a ejercer su influjo también sobre él. Un instante más tarde sus palabras se vieron corroboradas por las de la chica, quien dijo que habían empezado a mezclarse carcajadas con la música, la charla confusa y el ruido de pies. A continuación vio un chorro de luz brillante salir de la cueva, que parecía haberse hecho mucho más profunda, y a gran cantidad de gente menuda,a con trajes de varios colores, entre los que predominaba el rojo, bailando al son de una melodía que no reconocía.

Le pedí entonces que llamara a la reina de la gente menuda para que viniera a hablar con nosotros. Su orden, sin embargo, no obtuvo respuesta. Yo mismo, por consiguiente, repetí las palabras con fuerza, y un momento después la chica describió a una mujer alta y hermosa, que salía de la cueva. Para entonces yo también me había sumido en una especie de trance,b en el cual lo que llamamos lo irreal había empezado a cobrar una apabullante realidad, y tuve una impresión, nada a lo que pudiera llamar una verdadera visión, de adornos dorados y cabello oscuro. Pedí entonces a la chica que le dijera a esta mujer alta que mandara formar a su séquito según sus divisiones naturales, para que pudiéramos verlos. Vi que, como antes, tenía yo que repetir la orden. Los seres salieron entonces de la cueva, y se ordenaron, si no recuerdo mal, en cuatro grupos. Los de uno de estos grupos, según la descripción de la chica, llevaban ramas de serbal en la mano, y los de otro collares hechos aparentemente de escamas de serpiente, pero no logro acordarme de sus atuendos. Le pedí a su reina que le dijera a la vidente si aquellas cuevas eran las guaridas de duendes más grandes de los alrededores. Movió los labios, pero la respuesta resultó inaudible. Le pedí a la vidente que le pusiera a la reina la mano en el pecho, y tras hacerlo oyó ya cada palabra muy nítidamente. No, no era ésta la guarida de duendes más grande, pues había una mayor un poco más allá. Le pregunté entonces si era verdad que ella y su gente se llevaban a mortales, y, si lo era, por qué ponían otra alma en el lugar de la que se habían llevado. «Trocamos los cuerpos», fue su respuesta. «¿Hay alguno de vosotros que haya nacido alguna vez en la vida mortal?». «Sí». «¿Conozco yo a alguien que perteneciera a tu pueblo antes de nacer?». «Los conoces». «¿Quiénes son?». «No sería lícito que lo supieras». Entonces le pregunté si ella y su gente no eran «dramatizaciones de los estados de nuestro ánimo». «No comprende—dijo mi amiga—, pero dice que su gente es muy parecida a los seres humanos, y que hacen la mayoría de las cosas que hacen éstos». Le hice otras preguntas, por ejemplo acerca de su naturaleza, y de su sentido en el universo, pero sólo parecieron desconcertarla. Finalmente dio señales de estar perdiendo la paciencia, pues me escribió en la arena el siguiente mensaje: «Ten cuidado, y no quieras saber demasiado sobre nosotros». Viendo que la había ofendido, le di las gracias por lo que me había enseñado y contado, y la dejé que se fuera de nuevo a su cueva. Al poco rato la chica salió de su trance, y notó el viento frío que venía del mar, y empezó a tiritar.

1893