I
Una mujer de Mayo me dijo una vez: «Yo conocí a una sirvienta que se ahorcó por amor a Dios. Echaba de menos al cura y la orden,a y se colgó de la balaustrada con una bufanda. Nada más morir se puso tan blanca como una azucena, y si hubiera sido asesinato o suicidio se habría puesto morada igual que una mora. Le dieron cristiana sepultura, y el cura dijo que nada más morir ya estaba con el Señor. Así que no importa lo que uno haga por amor a Dios». No me extraña que disfrute contando esta historia, pues le gustan todas las cosas santas con un ardor que hace que le acudan con presteza a los labios. Una vez me contó que todo lo que oye describir en los sermones lo ve después con sus propios ojos. Me ha descrito las puertas del Purgatorio tal como se aparecieron ante sus ojos, pero no recuerdo nada de la descripción excepto que no pudo ver a las almas en pena, sino solamente las puertas. Su espíritu se recrea continuamente en lo agradable y hermoso. Un día me preguntó cuáles eran el mes y la flor más hermosos. Al contestarle que no lo sabía, me dijo: «El mes de mayo, por la Virgen, y el lirio de los valles, porque no pecó nunca, sino que brotó puro de las rocas. —Y luego me preguntó—: ¿A qué se deben los tres meses fríos del invierno?». Yo tampoco lo sabía, así que me dijo: «Al pecado del hombre y a la venganza de Dios». El mismo Cristo no sólo era bendito, sino que a ojos de ella estaba perfectamente proporcionado como hombre, tan unidas van en sus pensamientos la belleza y la santidad. Era el único hombre que había medido seis pies de altura exactos, todos los demás miden un poco más o un poco menos.
Sus ideas y visiones de los habitantes del País de las Hadas son también agradables y hermosas, y nunca la he oído llamarlos los Ángeles Caídos. Son personas como nosotros, sólo que más guapos, y esta mujer se ha asomado muchísimas veces a la ventana para verlos conducir sus carros por el firmamento, uno detrás de otro formando una larga hilera, o a la puerta para oírles cantar y bailar al aire libre. Cantan sobre todo, según parece, una canción llamada «La catarata lejana», y aunque una vez dieron con ella en tierra, jamás piensa mal de ellos. Cuando servía en el condado de King era cuando los veía más fácilmente, y una mañana, hace poco, me dijo: «Estaba anoche esperando al señor levantada y eran ya las once y cuarto. Oí un golpetazo justo encima de la mesa. “Típico del condado de King”, digo, y me entró una risa que casi me muero. Era un aviso de que llevaba ya allí demasiado rato. Querían el sitio para ellos solos». Una vez le hablé de alguien que había visto a un duende y se había desmayado, y me dijo: «No sería un duende, sino alguna cosa mala, nadie se desmayaría ante un duende. Era un demonio. Yo no me asusté cuando los demonios casi me hicieron salir disparada por el tejado, con cama y todo. Tampoco me asusté una vez que estaba con alguna faena cuando oí que algo pesado y blando como una anguila subía por las escaleras dando chillidos. Probó todas las puertas. Donde yo estaba no pudo entrar. Lo habría hecho salir volando y dar la vuelta al universo como una centella. Había un hombre en mi pueblo, un tipo bravío, que sometió a uno de ellos. Salió a la calle a encontrarse con él, pero debían haberle dicho las palabras. Pero los duendes son los mejores vecinos. Si tú te portas bien con ellos, ellos se portarán bien contigo, pero no les gusta que te pongas en su camino». Otra vez me dijo: «Siempre son buenos con los pobres».
II
Hay, en cambio, un hombre en una aldea de Galway que no sabe sino ver maldad. Algunos lo tienen por muy santo, y otros creen que está un poco tocado, pero algunas de las cosas que dice le recuerdan a uno esas antiguas visiones irlandesas de los Tres Mundos que se supone que le dieron a Dante el plan de la Divina Comedia. Pero no podría imaginarme a este hombre viendo el Paraíso. A los habitantes del País de las Hadas les tiene especial manía, y describe las patas como de fauno que tan comunes son entre ellos—que desde luego son hijos de Pan—como prueba de que son hijos de Satanás. No admitirá que «se lleven mujeres, aunque hay muchos que dicen que sí», pero está seguro de que hay «tantos como arena en el mar que nos rodea, y tientan a los pobres mortales».
Dice: «Yo sé de un cura que iba mirando al suelo como si anduviera a la caza de algo, y una voz le dijo: “Si quieres verlos te vas a hartar”, y se le abrieron los ojos y vio el suelo plagado de ellos. Cantar, cantan a veces, y bailan, pero la pata hendida no hay quien se la quite». Sin embargo, sentía tanto desprecio por los seres paganos, pese a todos sus bailes y cantos, que opina que «no tienes más que ordenarles que se larguen para que así lo hagan. Fue una noche—dice—que había vuelto andando de Kinvara, y bajando por el bosque de más allá noté que uno se me acercaba, y pude sentir el caballo sobre el que iba montado y cómo levantaba las piernas, pero no hacen el ruido de los cascos de los caballos. De modo que me paré y me di media vuelta y le dije, muy fuerte: “¡Vete!”, y se marchó y ya no volvió a molestarme más. Y conocí a un hombre que estaba agonizando, y se le puso uno encima de la cama, y él le gritó: “¡Quítate de ahí, animal antinatural!”, y se fue de allí. Son ángeles caídos, y después de la caída Dios dijo: “Hágase el Infierno”, y se hizo al instante». Al decir él esto, una vieja que estaba sentada junto al fuego intervino con un «Dios nos guarde, qué lástima que dijera la palabra, y hoy podría no existir el Infierno», pero el vidente no reparó en sus palabras. Prosiguió: «Y entonces Dios le preguntó al Diablo qué aceptaría a cambio de todas las almas. Y el Diablo dijo que sólo se daría por satisfecho con la sangre de un hijo de virgen, así que se le dio eso, y entonces se abrieron las puertas del Infierno». El hombre entendía la historia, al parecer, como si se tratara de algún viejo cuento popular en forma de acertijo. «Yo mismo he visto el Infierno. Una vez tuve una visión en la que lo vi. Alrededor tenía una muralla muy alta, toda de metal, y una arcada, y una avenida recta que conducía hasta él, exactamente como la que llevaría hasta el huerto de un señorito, pero los lados no estaban cubiertos de boj, sino de metal al rojo. Y en el interior de la muralla había avenidas que se cruzaban, y no estoy seguro de lo que había a la derecha, pero a la izquierda había cinco grandes hornos, llenos de almas sujetas allí con grandes cadenas. Así que giré sobre mis talones y me alejé, y al darme la vuelta miré de nuevo hacia la muralla, y no le pude ver el final.
»Y otra vez vi el Purgatorio. Parecía hallarse en un sitio llano, y sin murallas alrededor, pero era todo un fulgor llameante, y las almas estaban allí de pie. Y sufren éstas casi tanto como en el Infierno, sólo que allí no hay diablos con ellas, y tienen la esperanza del Cielo.
»Y oí que alguien me llamaba desde allí: “¡Ayúdame a salir de aquí!”. Y cuando miré, era un hombre con el que había solido tener trato en el Ejército, un irlandés, y de este condado, y creo que era descendiente de King O’Connor, de Athenry.
»Así que primero le tendí la mano, pero después le grité: “Las llamas me abrasarían antes de estar a tres yardas de ti”. Así que entonces dijo: “Bueno, ayúdame con tus oraciones”, y así lo hago.
»Y el Padre Connellan dice lo mismo, que ayudemos a los muertos con nuestras oraciones, y él tiene mucha habilidad para hacer sermones, y ha hecho muchas curaciones con el Agua Bendita que se trajo de Lourdes.
1902