La otra noche vino un joven a verme a mi domicilio, y se puso a hablar de la creación de la Tierra y de los cielos y de muchas cosas más. Le pregunté por su vida y sus actividades. Había escrito muchos poemas y pintado muchos bosquejos místicos desde la última vez que nos habíamos visto, pero ahora hacía algún tiempo que no escribía ni pintaba, pues su corazón estaba entregado en pleno a vigorizar y serenar su carácter, y se temía que la vida emocional del artista le resultaba perjudicial. Recitaba, sin embargo, sus poemas con presteza. Los tenía todos en la cabeza. Algunos, de hecho, nunca habían sido puestos por escrito. De pronto me pareció que miraba a su alrededor con algo de ansiedad. «¿Ves alguna cosa, X...?», le pregunté. «Una mujer resplandeciente y alada, cubierta por sus largos cabellos, está de pie cerca de la puerta», contestó, u otras palabras similares. «¿Es el influjo de alguna persona viva que piensa en nosotros, y cuyos pensamientos se nos aparecen bajo esa forma simbólica?», dije yo, pues estoy perfectamente al tanto de los usos de los visionarios y de su manera de hablar. «No—respondió—, porque si fueran los pensamientos de una persona que estuviera viva yo debería sentir el influjo vivo en mi cuerpo vivo, y me palpitaría el corazón y me faltaría la respiración. Es un espíritu. Es alguien que ha muerto o que nunca ha vivido».
Le pregunté qué estaba haciendo, y me enteré de que estaba empleado en una importante tienda. Lo que le gustaba, sin embargo, era vagar por las colinas, hablando con campesinos medio locos o visionarios, o convencer a gentes raras y contritas de que dejaran a su cargo la custodia de sus tribulaciones. Otra noche, estando con él en su propio domicilio, se presentó más de uno a hablar de sus creencias y descreimientos, y a exponerlos, por así decirlo, a la penetrante luz de su espíritu. A veces le vienen visiones mientras habla con esas gentes, y se cuenta que a varias personas les ha relatado circunstancias reales de sus pasados y de amigos lejanos, y que los ha dejado sin habla de puro terror a su extraño maestro, que apenas si parece más que un muchacho, y es tanto más perspicaz que los más viejos de ellos.
La poesía que me recitó rebosaba de su carácter y sus visiones. A veces hablaba de otras vidas que él cree haber vivido en otros siglos, a veces de gentes con las que había conversado y a cuyas mentes había revelado sus respectivas esencias. Le dije que iba a escribir un artículo sobre él y su poesía, y él me dijo a su vez que podría hacerlo si no mencionaba su nombre, pues deseaba ser siempre «ignorado, oscuro, impersonal». Al día siguiente me llegó un paquete de poemas suyos y, acompañándolos, una nota con estas palabras: «Aquí tienes copias de los versos que dijiste que te gustaban. No creo que pueda volver a escribir ni pintar nunca más. Me preparo para un ciclo de actividades distintas en alguna otra vida. Haré inflexibles mis raíces y ramas. No me toca ahora romper en hojas y flores».
Los poemas eran todos intentos de apresar algún elevado, impalpable estado de ánimo en una red de oscuras imágenes. En todos había pasajes excelentes, pero éstos estaban a menudo incrustados en pensamientos que evidentemente para su espíritu tienen un valor especial, pero que para otros hombres son monedas de una acuñación desconocida. Otras veces la belleza del pensamiento quedaba oscurecida por una escritura descuidada, como si de repente le hubiera asaltado la duda de si escribir no era una labor estúpida. Con frecuencia había ilustrado sus versos con dibujos, en los que una imperfecta anatomía no sofocaba enteramente una sensibilidad para la belleza. Los duendes en que cree le han proporcionado muchos motivos, destacando entre ellos el de Thomas of Ercildoune* sentado inmóvil a la luz del crepúsculo mientras una criatura joven y hermosa se asoma quedamente desde la sombra y le susurra al oído. Se había recreado, sobre todo, en los efectos fuertes de color: espíritus que en lugar de pelo tienen en la cabeza plumas de pavo real; un fantasma intentando alcanzar una estrella desde un torbellino de llamas; un espíritu pasando con una esfera de cristal iridiscente—símbolo del alma—medio oculta en la mano. Pero bajo esta largueza de color yacía siempre una llamada a la compasión humana. Esta llamada atrae hacia él a todos los que, como él mismo, buscan la iluminación o bien lloran una alegría perdida. Uno de estos en particular me viene a la cabeza. Hace un invierno o dos, mi amigo se pasaba gran parte de la noche paseando arriba y abajo por la montaña mientras hablaba con un viejo campesino que, mudo para la mayoría de los hombres, a él le confiaba sus penas. Los dos eran desgraciados: X... porque había decidido entonces por vez primera que el arte y la poesía no eran para él, y el viejo campesino porque su vida menguaba sin que le restara ningún logro ni le quedara esperanza alguna. El campesino desvariaba por el prolongado pesar. Una vez estalló diciendo: «Dios posee los cielos… Dios posee los cielos… pero codicia el mundo»; y en una ocasión se lamentó de que sus antiguos vecinos se hubieran ido, y de que todos se hubieran olvidado de él: en cada choza solían arrimarle una silla al fuego, y ahora decían: «¿Quién es ese viejo que está ahí?». «Tengo la corrosión [como se llama en Irlanda a la condenación] encima», repetía, y a continuación se ponía a hablar una vez más de Dios y el cielo. También dijo más de una vez, haciendo señas con el brazo hacia la montaña: «Sólo yo sé lo que ocurrió bajo el espino hace cuarenta años»; y al decirlo las lágrimas de su rostro brillaban a la luz de la luna.
1893