La iniciación literaria de Rodó se produjo a los veinticuatro años de edad y como crítico de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales. Ya se han historiado (Introducción general, 1, 2) las circunstancias en que se publicó esta Revista y el papel que le cupo como fundador y principal redactor de la misma. La Revista Nacional fué su primera tribuna literaria; desde ella proclamó algunos principios fundamentales de su política literaria: la necesidad de preservar la continuidad de la cultura hispánica y occidental, el sentimiento de la tradición literaria hispanoamericana y nacional; allí se reveló su interés, vivísimo, por la literatura contemporánea de lengua española, una sensibilidad alerta para las nuevas manifestaciones del pensamiento y del arte, principalmente francés, y una orientación vocacional hacia el pleno ejercicio de la crítica literaria.
En los escritos publicados en esta Revista se encuentra el fundamento de su obra. Los dos grandes temas que la cruzan: Modernismo y Americanismo, están ya implícitos en casi todos y explicitados en muchos. Esto no significa afirmar que todo Rodó está en estos escritos. Ellos marcan el punto de partida, indican (a veces oscuramente) ulteriores desarrollos; pero por sí solos no pueden representar-como—lo hace, magníficamente, El Mirador de Próspero—las diversas faces de su personalidad literaria. Ya uno de sus más minuciosos exegetas ha señalado que en esta primera etapa de su carrera literaria «Rodó, con ser ya tan severo ensayista, piensa mejor que escribe». A futuros trabajos habría de reservarse el honor de una sazón idéntica de estímulo y pensamiento. El mismo autor, al olvidar muchos en la tarea de selección que culmina en El Mirador de Próspero, ha indicado la más justa valoración.
Nunca pensó en reeditarlos en volumen, y eso que presentan marcada homogeneidad. Y en 1897 separó dos trabajos: El que vendrá y La novela nueva, para integrar su primer opúsculo: La Vida Nueva, I. Más tarde llegó incluso a desecharlos, según se ha visto en el prólogo a este librito.
Esta valoración severa (y exagerada) no fué constante y para su Mirador recogió algunos de los primeros escritos.Así, Juan Carlos Gómez, Ricardo Gutiérrez, Una novela de Galdós, despuésde algún retoque, pasaron al volumen de 1913. Otras páginas fueron arrancadas de sus trabajos originales y recogidas sólo como fragmentos, suficientemente significativos por si mismos: Divina libertad, por ejemplo, que pertenece al ensayo De dos poetas; o Carlos Guido Spano, del mismo artículo; En el álbum de un poeta, separado de un juicio sobre dos libros olvidados, de J. Rivas Groot.
Pero la mayor y más significativa salvación fué la de una serie de artículos sobre Juan María Gutiérrez y temas afines (El Iniciador de 1838, El Americanismo literario, Arte e Historia) que no se limitó a retocar, sino sometió a una verdadera refundición que publicó bajo el título de Juan María Gutiérrez y su época. Ya en el prólogo a El Mirador de Próspero me he referido al valor del ensayo definitivo; en la Introducción general (II, 6) he examinado algunos aspectos de la refundición. Ahora interesa apuntar únicamente que en los quince años transcurridos entre las dos redacciones Rodó ha depurado su sentido crítico, atemperando su entusiasmo original por Alejandro Magariños Cervantes o por Marcos Sastre o por Labardén y reconociendo más cabalmente la originalidad del Inca Garcilaso, la importancia de Facundo o de Martín Fierro; también ha depurado su estilo, madurándolo hacia la sobriedad
Con su peculiar lenguaje ha indicado el doctor José Pedro Segundo las tres maneras de crítica que ejerce Rodó en estos escritos. «Corresponde la primera a la pura traducción de las solas reacciones estéticas de esta actividad refleja del arte: crítica a lo Clarín o a lo Valera y en la que el juzgador se ciñe a discurrir sobre las perfecciones únicamente literarias de la obra que examina; pero, en esta ocasión, sin el mordicante de la sátira policiaca del uno, ni las donosidades de tan alto primor eutrapélico con que se deleita el ingenio paganamente jocundo del último. (...) Hallamos preferentemente representada la segunda manera de crítica en aquella raza de escritos en que el veredicto literario que abarca obras y autores se refuerza y explana con las aportaciones del conocimiento histórico del asunto (historia del autor, historia de las circunstancias del ambiente): género que significó el más sensible título tal vez del diserto y acomodaticio Francisco Villemain y al que había de adherirse más tarde, aunque grandemente enriquecido y perfeccionado con los caudales de su dilatada experiencia, el tributo por tantos conceptos magistral de Carlos Augusto Sainte-Beuve. El indisoluble binomio: el escritor más la obra, propuesto como ineludible perístasis para las disquisiciones del investigador de esta clase, siempre que se entienda aquel primer término como comprensivo únicamente del examen del medio y de la vida en que se manifiesta el autor (y no simplemente la mera difusión de malsanas indiscreciones de alcoba con otras intrigas y enredos de muy rebajada calidad), proviene de la consideración de la fórmula como un interesante acontecimiento habitual y normal, precedido de sus antecedentes y concausas y acompañado a lo sumo de sus concomitantes y consecuencias. (...) El tercer sistema de fallar sobre las calídades de arte de los libros sometidos a su meditada pericia se acomoda a las galas y destrezas que florecen, con tan meridiana ostentación, en los procedimientos del escultórico Teófilo Gautier o del exuberante Pablo de Saint-Victor, y en los que la lujuriosa fantasía del escoliasta y los recursos de su erudición cuidadosa se conciertan para una nueva representación prosificada de la obra en estudio: ¡siempre ingenioso duplicado, y en manos de tan reconocidos maestros, frecuentemente insuperable!, y con el que, luego de concebido el original como su pauta, ¡el inesperado creador nos gratifica con la reproducción gemela del modelo!»
A través de un pausado ejercicio crítico—21 artículos publicados en 27 entregas a lo largo de unos tres años—pueden discernirse cabalmente sus conceptos críticos y rastrearse sus maestros. En la Introducción general (II, 5) he estudiado este aspecto de su obra en detalle.
La recepción que mereció su labor en la Revista Nacional fué entusiástica. Contrariando el conocido dicho, Rodó fué profeta en su tierra. Su ensayo sobre El que vendrá fué reproducido de inmediato en La Razón y con un acápite muy elogioso de Samuel Blixen, el crítico más influyente del momento. Del exterior no cesaron de llegar testimonios de encomio. Leopoldo Alas fué uno de los primeros en reconocer su valía. En un artículo publicado en La Saeta, de Barcelona (25 de febrero de 1897), se refiere elogiosamente a la Revista Nacional y agrega: «Trabaja en ella un señor don José Enrique Rodó, que es un crítico de cuerpo entero, que no está vinculado con ninguna de esas pestes pegajosas que tantos y tantos escritores jóvenes americanos llevan de París a su tierra. El señor Rodó reconoce que el jugo de las letras hispanoamericanas debe tomarse de la tradición española. Perfectamente. ¿Cómo no he de estar conforme con esa idea, si la vengo predicando hace años en todas partes, principalmente en El Imparcial y en Las Novedades, de Nueva York? Críticos como el señor Rodó pueden hacer mucho en América, por la sincera unión moral e intelectual de España y las repúblicas hispanoamericanas; unión que podría preparar lazos políticos y económicos futuros, de los que, a mi ver, ya tiene sentadas las premisas la historia, y que serán las consecuencias que saque el porvenir.» Casi ditirámbica fué la reacción de Salvador Rueda en una carta privada de 31 de mayo de 1897; varias carillas de elogio culminan con este arrebato: «Vuelvo a admirar su alma hermosísima, su amplitud moral, su variedad infinita de ideas, su estilo de una elocuencia que subyuga, su sensibilidad pasmosa, sus dones singulares de analizador, su brillantez de forma que parece trabajada a cincel, y la cantidad de poesía que lleva usted en el corazón. ¡Qué flexibilidad de gusto estético! ¡Qué ausencia de prejuicios! ¡Qué variadísimo paladar literario! ¡Qué retina para ver todos los diversos y encontrados horizontes del arte! Es usted el crítico acaso más amplio y ecléctico de nuestro tiempo.»
Otros aplausos extranjeros—de Rafael Altamira, de Pierre Ville—bastaron para asegurar el triunfo personal del joven crítico en la misma hora de su aparición. (En la sección Correspondencia se encuentra un estudio más minucioso de las relaciones de Rodó con algunos de estos escritores y se transcriben juicios sobre este período de su actividad literaria.)
La mejor edición de los Escritos de la Revista Nacional es la preparada para inaugurar una colección oficial de Obras Completas de José Enrique Rodó, cuyo primer volumen fué impreso en 1945, con Introducción de José Pedro Segundo. En este volumen he reproducido el texto fijado por el doctor Segundo. Algunos de los artículos resultan duplicados de los que Rodó seleccionó para El Mirador de Próspero; pero como casi todos presentan variantes de interés y, en algunos casos, alteraciones profundas, he creído oportuno reproducir aquí su primera forma; el cotejo de ambas permitirá al lector atento advertir las modificaciones del pensamiento crítico y del estilo de Rodó. Muchas de las notas del doctor Segundo se han conservado; están identificadas por sus iniciales J. P. S.
por federico balart
No es ciertamente la cuerda del sentimiento íntimo, delicado, que se manifiesta en la penumbra de resignadas tristezas, de suaves melancolías—que presenta atenuada la intensidad de los dolores considerándolos en el recogimiento de la meditación o en la perspectiva serena del recuerdo, y expresa las emociones del amor con menos fuego que ternura; la poesía que busca por natural afinidad el consorcio de la forma sencilla y opuesta a todo afectismo de estilo y de versificación, el género que da la nota dominante en el concierto de la lírica española de nuestro siglo.
Inicia sus anales la poderosa inspiración de Quintana, el tribuno dantoniano del verso, cuya poesía severa e inflexible parece desdeñar como flaqueza mujeril la expresión de las íntimas congojas y las confidencias individuales.—Tiene el romanticismo por excelsos representantes a Espronceda y Zorrilla. El primero, levantándose sobre el nivel de los dolores que son común patrimonio de los hombres, amargor conocido de casi todos los labios, para dar voz a las nostalgias y desesperaciones de un espíritu excéntrico y soberbio, propagador y víctima de la dolencia moral que enervó corazones y voluntades en la generación literaria de principios del siglo, imprime a aquellas notas de su poesía que traducen sentimientos comprensibles por todos la fuerza de la ardiente pasión y una forma, un tanto declamatoria, de imprecaciones y sarcasmos.—Zorrilla, el colorista de la tradición, el poeta de la melodía y de la imagen, mucho más brillante que sentido, más dedicado a procurar el halago eufónico de la versificación y los efectos de la pompa descriptiva que el íntimo estremecimiento de la emoción, rara vez es el poeta que habla directamente al corazón que sufre con palabras que no se les muestran teñidas de colores o engastadas de pedrería.—La sinceridad lírica renace bajo los auspicios de un espíritu poético que puede ser considerado como la viva antítesis de la ostentosa verbosidad del anterior. El poeta de las Rìmas es el gran intérprete del sentimiento individual en la España del siglo xix , el soberano dominador de la forma pura y sencilla y el sentimiento espontáneo y caudaloso. Pero el aislado soñador sevillano, de quien, por la índole tan poco meridional y castiza de su inspiración, ha podido afirmarse, con expresiva paradoja, «que nació proscrito», no ha tenido en España ni émulos ni continuadores. El aislamiento melancólico en que aparece su personalidad no se desmiente por la multitud de los imitadores y secuaces que el genio del maestro enteramente deslumbra.—En Campoamor domina el pensamiento sobre los afectos. Tiene a menudo el «don de lágrimas»; no le es en manera alguna desconocido el secreto de la emoción—porque sin cierto grado de sensibilidad, como sin cierto grado de fantasía, no hay poesía posible ni poeta que pase de coplero—; pero siempre será, ante todo, el poeta pensador que filosofa en verso y tiende sobre las cosas la escrutadora mirada delanálisis al mismo tiempo que la radiación luminosa del lirismo. Personificará ante el porvenir la alianza definitiva de la poesía que piensa, que reflexiona, con el verso castellano. Por otra parte, tiene la sencillez externa de la forma—y es modelo en este respecto—; pero le falta, en general, la sencillez del sentimiento y del espíritu. En los cuarteles de su escudo de poética nobleza podrían figurar una lente de aumento y una alquitara, simbolizando todas las sutilezas y alambicamientos del pensar y el sentir.— El último impulso original y poderoso comunicado en nuestro siglo al desenvolvimiento de la lírica castellana es el que parte del poeta del Idilio. Debe convenirse en que es una estrecha apreciación la de la crítica que no le atribuye sino una sola cuerda de bronce, por más que en ella haya que oírle para admirarle en la integridad de su genio. El mismo Idilio es un ejemplo de que sabe hacer sentir también pintando amores y tristezas; pero aun allí no los canta líricamente y en forma personal, según acertadamente observó Leopoldo Alas: los manifiesta narrando o describiendo. Y en cuanto a las composiciones de sentimiento individual que a veces interrumpen el carácter de épica objetividad de los Gritos, puede afirmarse con Revilla que son «lamentos que participan del rugido deí león».
Reconozcamos que no es el poeta cuya presentación nos proponemos hacer en la primera de estas crónicas de vulgarización bibliográfica a aquellos de nuestros lectores que desconozcan el libro que la ocasiona, inadvertido hasta hoy por nuestra crítica, el maestro que, con la representación del género de poesía a que aludíamos, venga a ocupar su puesto al lado de los grandes nombres que hemos mencionado; pero afirmemos que es sobre toda duda un poeta original y verdadero que trae, por caracterísitica de su estilo y de su inspiración, el sentimiento delicado y profundo expresado en correctas y sencillas formas.—Es de los elegidos, aunque no sea aún—en este aspecto de su personalidad—de los maestros; y la revelación de un nuevo poeta de verdad, cualquiera que sea su índole y su talla, será siempre una halagadora novedad y una promesa de gratas emociones para aquellos que no podemos ver sin un poco de melancolía, aun cuando nos lo expliquemos como oportunidad literaria de la época, cómo el intolerante dominio de la prosa invasora que absorbe en todas partes la nueva savia intelectual para vivificar el organismo, de la novela y la crítica triunfantes, deja languidecer en solitario destierro a aquella reina destronada que ejercía, con el cetro del ritmo, el soberano imperio del sentimiento y la fantasía de los hombres.
Descendiendo un tanto de las cimas, es menos difícil recordar como precedentes nombres relativamente secundarios, que evoquen en la memoria las impresiones de la poesía cuya índole tratábamos de caracterizar al principio de esta revista, en los anales literarios de la España moderna. Baste citar a Enrique Gil, el dulce y sentido poeta que, resistiendo a las influencias de la escuela del romanticismo fogoso e hiperbólico que su amigo el autor de El Diablo Mundo personificaba en España, mantuvo límpidas la ingenuidad y ternura de su inspiración, la naturalidad del sentimiento y la sencillez de la forma; a Ventura Ruiz Aguilera, que, en medio de la fecunda variedad de las manifestaciones de su numen, dejó probado que era su verdadera cuerda la de los sentimientos tiernos y las confidencias melancólicas; y a Vicente Querol, que manejaba el verso castellano con una corrección y una facilidad tan dignas de nota como la verdad y la delicadeza de los sentimientos que expresaba.
Diremos algo más acerca de la oportunidad de estas reminiscencias, antes de entrar a manifestar las impresiones de nuestra lectura de Balart.
Cuando se trata de generalizar el carácter de la poesía modernísima, tal como le imprimen su sello las escuelas de decadencia que representan en la metrópoli del mundo intelectual la última y alambicada expresión del exclusivismo formal y colorista del autor de Fortunio, y empiezan a imponerse en las tendencias de la nueva generación poética española, es afirmación que por trivial está en todos los labios, la de que el culto supersticioso tributado a la forma y la preferencia concedida a la descripción y la imagen conspiran a reducir a su mínima expresión el elemento íntimo del sentimiento. Impera en poesía la tradición de Las Orientales y los Esmaltes: la fórmula del verso por el verso mismo o por el color, el desdén confesado de todo elemento espiritual que, para valernos de una frase famosa, abandona la estimación de la idea y el sentimiento «a los burgueses».
Una tendencia análoga a la que mantienen en Francia tales escuelas, y derivada de ellas sin duda, tiene en España su más notable y genuina representación en la personalidad literaria de Salvador Rueda, temperamento intensamente colorista, poeta sensual y descriptivo, del que puede afirmarse que ha heredado, adaptándolo a nuevas formas, el secreto de la brillante y colorida expresión de la tradicional escuela andaluza, y crítico que ha teorizado sagazmente en los artículos coleccionados con el nombre de El ritmo sus interesantes tentativas de innovación.
Acontece que cuando las influencias de una revolución literaria atraviesan las fronteras del pueblo donde esa revolución ha tenido origen y se insinúan en la vida intelectual de otro pueblo, el movimiento a que en este último dan lugar evoca casi siempre, en los anales de la literatura propia, el precedente con que mejor pueda la nueva tendencia vincularse para imprimir en ella, en cuanto sea posible, el sello nacional. Es así como en el caracter del realismo español contemporáneo, aunque influído en sus orígenes y tendencias por el naturalismo, se reconoce fácilmente que ha adquirido de su contacto con lo pasado el sabor propio del terruño, y es así también cómo la escuela poética de Rueda se relaciona de una manera ostensible con los modelos y los procedimientos de aquella poesía caracterizada por la adoración de todos los elementos pintorescos y musicales que tuvo en el Góngora de los buenos tiempos su encarnación.
La iniciativa del autor de La bacanal y los Cantos de la Vendimia ha encontrado prosélitos en la nueva generación española; pero aún en los poetas jóvenes, formados bajo otras influencias y extraños a estas inspiraciones del parnasianismo francés que sugiere las novedades métricas de Rueda, como en América las de Darío, domina el verso escultural y descriptivo de Ferrari, el opulento e imaginativo estilo de Shaw, o las derivaciones diversamente modificadas de la escuela del poeta de La selva oscura, caracterizada ante todo por el culto severo de la forma.
En medio, pues, de estas manifestaciones más o menos convergentes del gusto, trae una nota original y digna de loa el poeta que sin descuidar, con indiferencia que acusaría un sentido poético incompleto, el aspecto técnico del verso, antes bien cincelándolo con delicado enamoramiento de artista y sobresaliendo por las calidades del estilo y la pulcritud de la dirección, quiere ser, ante todo, «el devoto de los sentimientos» y acierta a reflejar constantemente en su poesía la hermosura de la naturalidad y la sencillez.
Digna de loa, repitamos; porque aun cuando nuestra preferencia individual no nos vincule al género exclusivamente interno y elegíaco a que Balart rinde tributo y coloquemos sobre la poesía que es contemplación y recogimiento, la poesía que es acción, la que, orgullosa de los timbres de su antigua tradición civilizadora, aspira a representar en la vida de las sociedades humanas una fuerza fecunda y efectiva, uno y otro género de lirismo se dan la mano en cuanto signifique reivindicar, para el fondo esencial de la poesía, la superioridad que sobre lo puramente externo y material se le desconoce por las escuelas que prevalecen.
La nota nueva con que conmueve el ambiente de la lírica el libro en que vamos a ocuparnos no trae aparejada la revelación de un nombre antes oscuro, si bien se identifica con la inesperada reaparición de una personalidad que nos parecía de otras épocas. Federico Balart está bien lejos de ser un desconocido en la república literaria, donde al derecho de ciudadanía del ingenio une desde ha tiempo los fueros de la magistratura del crítico; pero el obstinado mutismo en que permanecía, la ausencia de su palabra autorizada en las controversias que han renovado en los últimos quince años la faz de la literatura contemporáea, y el hecho inexplicable de que los artículos con que por dos veces ha ejercido en la vida intelectual española, en interesantes campañas de crítica dramática, la dirección del gusto público, no hayan adquirido hasta ahora la forma duradera del libro, son otras tantas causas que entre nosotros contribuyen a esfumar los contornos de personalidad literaria tan digna de una notoriedad y una influencia que son a menudo concedidas a guías menos seguros.
Por dos obras casi simultáneamente aparecidas se anuncian, en esta nueva etapa de la actividad literaria de Balart, el despertar del talento poderoso del crítico y la revelación de las dotes ignoradas del poeta.—De la primera, que lleva el título de Impresiones, no nos interesa hacer mención en esta revista, sino en cuanto ella ha contribuído a fijar nuestro criterio y nos ha dado ocasión de comprobar juicios extraños sobre aquel aspecto principal de su personalidad.— Sólo por alguna página, casualmente llegada a nuestras manos, de su última campaña de El Globo y por artículos más recientes, como los de donosa refutación de las paradojas didácticas de Campoamor, éramos conocedores de las altas dotes del crítico antes de la lectura de Impresiones.— Agreguemos únicamente a este respecto que, en la evolución de la moderna crítica española, es Balart el inmediato precursor de Revilla; que, llegado a la juventud en el período literario que siguió al del florecimiento del romanticismo y que se caracteriza en literatura dramática por las tendencias que tienen su más alta personificación en el autor de Un drama nuevo y de Consuelo, hizo sus primeras armas en la crítica de teatros y continuó desempeñándola, como uno de sus más autorizados representantes, hasta el renacimiento romántico traído por Echegaray; y que, a las facultades de pensador y a la vasta y sólida cultura manifestada en sus páginas de crítica por un fondo doctrinal y científico del que ellas adquieren casi siempre un valor de permanente interés y oportunidad que las redime de la suerte generalmente reservada a las críticas del momento, une, por la flexibilidad elegante del estilo y la manifestación comunicativa y amena de la impresión personal, el dominio de las condiciones que aseguran el éxito de la crítica de actualidades.
Durante los años de silencio del crítico, hase verificado en su alma, bajo el inspirador influjo del dolor, la transformación que le ha hecho poeta.
Se explica así que su lirismo no sea variado ni fecundo, pues se limita en lo esencial, y salvo la manifestación de cierto estado de alma de orden más alto que luego consideraremos, porque está en él uno de los aspectos más interesantes de la obra poética de Balart, a la sostenida inspiración de un sentimiento único, de un absorbente e imperecedero recuerdo, en los que se cifra para el poeta toda aquella parte de su vida afectiva que le parece digna de transfigurarse en la onda luminosa del canto y solicitar el tributo de las lágrimas al sentimiento de los hombres.
Es la suya la «usada poesía» que vive de las congojas del dolor, de las melancolías de la ausencia, de la inquebrantable fidelidad de la memoria: los temas inmortales cuya realidad lleva cada uno dentro del alma; que todos han cantado y que renacen siempre con la frescura de la juventud, como si comunicaran a cada nueva mirada del poeta, que se detiene en la contemplación de las manifestaciones invariables del sentimiento y de los viejos dolores de la vida, la mágica virtud del rayo de luz polarizada que transparenta y revela mil secretos encantadores en la interioridad del cuerpo que aparece, cuando se le vuelve a la luz común, vulgar y opaco.—La eterna constancia del dolor que nace de una ausencia irreparable, inspira, con monotonía que fácilmente se perdona, la poesía de Balart. Resuena en unas páginas con la poderosa vibración de los sollozos y con la intensidad de los tonos más sombríos de la alegría, que enlutan las estrofas de Primer lamento y de Ansiedad; se manifiesta en otras endulzada por la delectación contemplativa del recuerdo o por los halagos de la esperanza de la inmortalidad que finge un término a la ausencia—y es este tono de melancolía penumbrosa el que domina—; pero de una u otra manera se halla presente en todas partes, acompaña como sombra del alma el paso errante del poeta entre las ruinas del hogar derruído y pone un velo de melancólica tristeza a cuanto brota de sus labios.—Así, en la manifestación de los inextinguibles anhelos de su espíritu, atraído por las seducciones del misterio, percíbese latente la idea de la dicha perdida, del amor malogrado; se siente vibrar en lo más hondo el íntimo impulso del dolor como sublimadora energía que levanta el alma a las alturas, como escondido acicate que lleva el pensamiento en sus vuelos. Y al reflejar las contemplaciones de la naturaleza exterior que a veces dan motivo a su canto, sigue siendo, en lo íntimo de su inspiración, el poeta subjetivo, el poeta de su propio dolor, que acuerda las armonías de la naturaleza con las que el alma lleva dentro de sí y ve en las cosas materiales el reflejo del propio sentimiento.
Se encuentra hermosamente significada en el epílogo que el poeta titula Restitución esta cualidad de su poesía que atribuye a sus distintas manifestaciones un solo origen, y que hace que todo lo de la tierra adquiera, para los ojos que lo contemplan, un alma, una expresión, un significado misterioso que antes le faltaba, al identificarse con el recuerdo que busca, en cada objeto de la naturaleza un testimonio de la pasada felicidad o un confidente de las penas de ahora.
Pero si uno es el impulso originario de las inspiraciones de Balart y si en este sentido cabe decir, repitiendo el concepto de uno de sus versos más hermosos, que «no sabe más que una canción porque no tiene más que una pena», pueden notarse la repercusión de otro sentimiento y el reflejo de otra luz en su poesía, que se manifiestan a menudo con efícacia y vida propia bastantes para compartir, con la nota del recuerdo personal y elegíaco, la determinación del carácter del conjunto.
A la expresión hondísima del sentimiento que ha consagrado con la unción de las lágrimas la lira del poeta, se une, en efecto, en casi todas sus inspiraciones, identificándose muchas veces con aquél en un solo arranque del alma y suavizando las asperezas del dolor como el perfume de una esperanza última y definitiva, la aspiración de lo absoluto, la emoción religiosa, que vibran con grave intensidad en composiciones del precio de Aspiración, de Ultima tabla, de Nostalgia, y hacen por raro caso de este poeta que comparte su naturaleza de tal con las facultades propias del crítico y procede del mundo intelectual del análisis, el aislado representante de un misticismo que si en las tradiciones de la lírica castellana tiene noble abolengo, no ha suscitado en la España de nuestro siglo, desde la época de Zorrilla y Arolas, otros acentos dignos de ser considerados como precedentes de la inspiración religiosa de Balart que los dedicados en la vasta producción de la Avellaneda al género sagrado, las conmovedoras narraciones en que el cantor de Las mujeres del Evangelio concilio la palabra ingenua de la fe con la expresión de desconsolador pesimismo, y ciertas notas dispersas que pueden señalarse, como la Meditación religiosa, de Tassara, y la inmortal Plegaria, de Avala, en la obra diversamente caracterizada de otros poetas.
Cabe, pues, afirmar que la poesía del autor de Dolores ha galvanizado una fibra hacía tiempo amortiguada y laxa en el corazón de la lírica española y que ha alcanzado una elevada originalidad en uno de los temas que por su misma excelsitud más profanados han sido en todo tiempo por el servum pecus de la lírica: una de los más prodigados en odas académicas y composiciones de certamen; pero tal vez, en nuestros días, el más difícil de hallar unido a la verdad de la emoción, para quien acierte a medir el espacio que separa el verdadero sentimiento lírico de un objeto, de la consideración del mismo objeto como tema retórico o como motivo de expansión de un pasajero y endeble sentimentalismo.
Pero esta parte de las inspiraciones del poeta que estudiamos halas relacionado la crítica con las manifestaciones literarias, ya resonantes y cuantiosas, que pueden tenerse por expresión o indicio de una nueva e inesperada tendencia de los espíritus en este nuestro ocaso de siglo tan lleno de incertidumbres morales, tan angustiado por extrañas vacilaciones; tendencia de reacción espiritual o idealista—en el sentido más amplio e indeterminado—, que sólo se manifiesta por la vaga ansiedad, por la medrosa indecisión de quien investiga horizontes y tienta rumbos, brillando trémula y apenas confesada en ciertas almas descontentas de lo presente, como el toque de un reflejo crepuscular; pero de la que pueden notarse en la literatura española de los últimos tiempos vestigios tales como la idea fundamental de La fe, de Armando Palacio Valdés, el sentimiento íntimo que vibra en aquel hondo estudio de la crisis moral por que pasa el alma de Angel Guerra en la última de las grandes novelas de Galdós, y cierto espíritu nuevo que se difunde, cada vez más franco y perceptible, en la crítica del autor de La Regenta, amortiguando con la sombra de intensas nostalgias ideales el brillo de la sátira y vivificando esa vaga aspiración neocristiana, simbolizada en la hermosa página final de Apolo en Pafos, por la evocación del «mendicante de traje talar» que reaparece en las costas de la Palestina para lanzarse otra vez a la propagación de la buena nueva.
Mientras en el género al que indisputablemente pertenece la supremacía jerárquica en el seno de la actual literatura, corren así las aguas «por el cauce del realismo espiritualista», según la frase de Emilia Pardo Bazán, y cierta parte de la crítica pone el oído al rumor de renovaciones cercanas, trae Balart a la lírica la nota de la suprema idealidad, la del amor de lo absoluto que, antes de leerle, hubiéramos tenido por incapaz de hallar ambiente propio en nuestro espíritu.
Puede observarse a este respecto que las indecisiones y torturas del conflicto moral que tan principalísima parte desempeña en el espíritu de la poesía de Núñez de Arce, y que simboliza, en soberbia imagen, uno de sus críticos identificándole con [el] (51) martirio de las almas que se sienten arrebatadas en el infierno de Dante por vientos encontrados, suelen reflejarse también en la poesía del autor de Dolores con acentos de pavor o de melancolía, que evocan el recuerdo de las Tristezas y de La Duda; pero el conflicto aparece menos difícil y encarnizado en nuestro poeta, y semejantes acentos, tales como resuenan en algún pasaje de meditación filosófica de Ultra o en las décimas hermosamente cinceladas de Ansiedad, acusan sólo los pasajeros desfallecimientos de un espíritu que ha logrado aplacar, tras larga lucha, en su seno, las tempestades de la razón y en el que imperan ya como definitivos estados de conciencia, frente al misterio de la vida, la afirmación y la esperanza.
No nos es dado, dentro de los términos en que debe contenerse esta revista, penetrar en examen más detenido ni abonar nuestro juicio con las transcripciones oportunas; pero citaremos, entre las composiciones que pueden dar idea más exacta y característica de la colección de que forman parte, las tituladas Primer lamento, Soledad, Valle hermoso, por su conmovedora sencillez y la unción de lágrimás que llevan; Nostalgia y Humildad entre las que responden al amor de lo suprasensible; Desde el promontorio, como modelo acabado de descripción; El sauce y el ciprés, por la belleza del pensamiento fundamental que simboliza en el murmullo de los dos árboles que guardan el sueño de la tumba, mirando el uno a la tierra y al cielo el otro, las encontradas solicitaciones de desconsuelo y esperanza con que atrae al espíritu el pensamiento de la muerte; Aspiración, acaso, la más bella e inspirada de todas, por la alteza lírica del vuelo y la vibrante intensidad de la emoción.
En Balart el poeta que piensa y filosofa es evidentemente inferior al poeta que siente; pero aun así, la ya citada y extensa meditación que lleva el título de Ultra y expone el íntimo proceso de las vacilaciones del alma torturada por el misterio, para terminar con la palabra de la afirmación, puede contarse acaso entre las que dan la medida de sus más altos vuelos; y esto a pesar de cierta ostentación de verbosidad oratoria que contrasta con la expresión ingenua y sencilla que es la habitual en él y la que nace espontáneamente de la índole de los sentimientos que canta, y a pesar también de que por la forma demasiado directa de razonamiento o argumentación con que en ciertos pasajes se aparta de los procedimientos naturales del estilo poético suele empañarse con la opacidad del prosaísmo.
Por lo demás, la forma es pura, melodiosa, correcta, en la poesía de Balart. Sin ambiciones de originalidad, sin afectación de clasicismo, sin dejar huellas de un perfeccionamiento laborioso, alcanza casi siempre a una intachable pureza de ejecución y es de los poetas en que los dos elementos constitutivos de su arte se enlazan en perfecta armonía.
Pero insistamos, para terminar, en la afirmación que concreta nuestras impresiones y expresa al mismo tiempo la más notable significación del libro que hemos considerado: el alto precio de la poesía de Balart, el perfume de su íntimo encanto, a la vez que el secreto de su originalidad poderosa—porque cabe decir que la verdadera y envidiable originalidad se identifica en poesía contemporánea con el gusto de lo puro y sencillo—, están para nosotros en que ella va encaminada al sentimiento del que lee por el seguro rumbo de la verdad de la confidencia y la verdad de la expresión; en que se las siente surgir, como generoso manantial de aguas límpidas, de las más hondas intimidades del alma: gran condición para cuantos crean que si hemos de asistir alguna vez a un vigoroso despertar del numen lírico, si está destinado el género que interpreta las confesiones de la conciencia individual a nuevos días de triunfo, ellos no han de lucir mientras no desista de alcanzarlos por el afán de los procedimientos artificiosos y las sensaciones nunca expresadas, para poner sus labios en la única fuente de regeneración que la sinceridad del sentimiento le ofrece.
1894 ( 52).
5 de marzo de 1895.
(introduccion a un estudio sobre literatura colonial)
Cada vez que se trata de buscar precedentes en los anales de la cultura de los pueblos del Plata a determinada actividad del espíritu, o de relacionar las iniciativas y los esfuerzos con que las generaciones que se han sucedido en su historia han contribuído intelectualmente a esclarecerla, aparece con particularísimo relieve, a los ojos de la posteridad, la obra debida a los hombres de aquella época turbulenta y gloriosa que se vincula dignamente por las energías de la idea, el nervio de la acción y la majestad de las virtudes, a la de la emancipación que inmediatamente la precede, y supo compartir con las porfías de la organización y de la lucha política, una labor mental encaminada a objetivos de interés duradero que aún se nos impone como la más alta y honrosa tradición de la intelectualidad de nuestras sociedades, maravillándonos por las condiciones del tiempo en que se realizó.
Un superficial examen sería suficiente para constatar en el legado intelectual de esa época muchos nobles ejemplos que se han dejado caer en el vacío, muchas ideas fecundas que no han proseguido al través de otras generaciones el vuelo alzado en el espíritu de aquélla.
Puede contarse, entre las que no han logrado dominar esta culpable indiferencia latente en la atmósfera moral que respiramos, la obra de aclaración de los orígenes de la actividad literaria de los pueblos de América y las tradiciones de la cultura colonial: objeto interesantísimo de estudio, que no ha pasado todavía del límite marcado por los trabajos de meritoria iniciación que debe a los afanes de una venerable existencia, en la que se personifican, con más exactitud que en la de ninguna otra figura de nuestra historia, el entusiasmo de la labor intelectual y los empeños de la investigación erudita. Y como la ausencia de continuadores de su ejemplo contribuye a que se enlace aún más íntimamente con él el nombre del iniciador, precederemos la consideración de la labor estudiosa dedicada por el doctor don Juan María Gutiérrez a aquel objeto histórico, con el esbozo de su esclarecida personalidad y la sumaria apreciación de las facultades que puso eficazmente al servicio de tan noble tarea.
La juventud del eminente crítico y humanista destácase gallarda sobre el fondo luminoso de una época de renacimiento intelectual.
Cuando la poesía, animada de nueva inspiración, desplegada sobre la frente del grupo juvenil de que era parte Gutiérrez la enseña del americanismo literario y de la emancipación del sentimiento y la forma, con el esfuerzo poderoso de La Cautiva y la palabra de la alta propaganda política, enmudecida desde 1828, alzábase de nuevo, de este lado del Plata, en las columnas de la prensa que empieza con el bien llamado Iniciador y da más tarde, en el diario de Florencio Varela, el símbolo y la imagen de una época que vive indisolublemente vinculada en el recuerdo de la posteridad a su nombre, como el de El Nacional, de Armand Carrel, a las ideas de 1830 o el de La Gaceta de Mariano Moreno a la propaganda inicial de la Revolución, empezó a manifestarse también en esta misma prensa brillante y entusiasta una función del pensamiento que apenas tenía estimables precedentes en las anteriores manifestaciones de la cultura argentina: nació entonces la crítica literaria.
Fué en sus primeras justas donde tuvo punto de partida la reputación de Gutiérrez, aumentada luego con los lauros del poeta en memorabe certamen, y al ejercicio de la crítica se concretó asimismo la actividad de su período de madurez asociándola entonces a los trabajos de investigación que comentaremos.—Sólo en nombre de Alberdi podría disputársele, en esta manifestación intelectual, la representación más autorizada de su época; acaso el ilustre discípulo de Larra fué superior en señalar las relaciones morales y sociales de una obra o escuela, llevó más hondo la penetración del pensador; pero en la crítica de Juan María Gutiérrez hay más desinterés artístico, más pasión por la pura belleza literaria.
Las tendencias que así en las manifestaciones de su crítica como en sus inspiraciones de poeta reveló, atribuyen a su personalidad un significado de conciliación o independencia respecto de las ideas que luchaban en el espíritu de sus contemporáneos.
El magisterio intelectual, en la generación que se agrupaba en 1837 bajo la bandera de la Asociación de Mayo y que apenas salida de los claustros de la Universidad que veía desmayar en su seno las luces de la grande época presidencial, asediada por los recelos de la tiranía, siguió los pasos de los representantes de aquella tradición luminosa en el camino de la proscripción, para concentrar dentro de los muros de Montevideo la vitalidad de una época destinada a superar el brillo de la que la precedió, fué compartido por dos excelsos espíritus dirigentes en los que se personifican las tendencias en lucha en aquel período de interesante animación de las ideas, así como tuvieron en ellos los directores de su propaganda opuestos ideales de reorgarnización política.
Tocó a Florencio Varela, el representante en el seno de su generación del patriciado intelectual de la época de Rivadavia, el heredero de la inspiración del poeta de Ituzaingó, prestar su voz a las postreras influencias del clasicismo, a la reivindicación de las severidades de la disciplina literaria y el culto de la forma. En tanto Echevarría alentaba con la propaganda y el ejemplo la marcha de la idea revolucionaria, identificando a la grande obra que él denominó de fundación de creencias, a la renovación del ideal filósofo y político de una generación, el triunfo del espíritu nuevo en poesía.
Admirador Gutiérrez de buena parte de las novedades románticas y naturalmente vinculado a las tendencias de la nueva escuela, en lo que ella tenía de negación de infecundas limitaciones por el entusiasmo con que su espíritu adhería a todo lo que significara un ensanchamiento del horizonte intelectual, a toda manifestación de libertad y de vida, acertó a conciliar el beneplácito que le merecieron las iniciativas del autor del Dogma de Mayo con el amor, a que nunca renunció, por los antiguos modelos literarios, y vió pasar desde serenas alturas del criterio los apasionamientos de la lucha.
Bajo ese aspecto, la significación que a su crítica y su poesía puede atribuirse es semejante a la que tuvo dentro del romanticismo español, que fué su ambiente literario, la personalidad de otro argentino ilustre: la personalidad de Ventura de la Vega, a quien correspondió representar en el seno de la generación que Lista había educado en el culto de los clásicos y que olvidó después, cediendo a los prestigios del romanticismo naciente, la fidelidad a las devociones de la primera juventud, el más equilibrado consorcio de esas dos influencias armonizadas por la tendencia natural de un temperamento literario dotado de esa clara intuición del orden artístico, de esa «natural urbanidad» del buen gusto, de esas delicadezas de la concepción y de la forma, que fueron también el privilegio de Gutiérrez entre los hombres de su generación.
No han faltado quienes le atribuyesen el papel de un clásico rezagado y vergonzante, pero lo cierto es que sus ideas le aproximaban más al culto nuevo que a la adoración de los viejos dioses.—Hubo también en la revolución de la literatura la Gironda y la Montaña; y acaso no podríamos escoger un medio más certero de sintetizar la peculiar significación de nuestro humanista, que figurárnoslo como un girondino de esa revolución: como un representante del sentimiento de fraternidad en la república literaria, extraño siempre a las iracundias montañesas con que el formidable luchador del Facundo, en las polémicas del otro lado de la Cordillera, arremetía contra las aras de la tradición intelectual personificada en Andrés Bello, a quien trataba, según frase de Lucio Vicente López, «con modales de Atila».
Gran condición del pensamiento de Gutiérrez es ese espíritu de fecunda y luminosa serenidad, el horizonte amplísimo en que se dilatan sus admiraciones y entusiasmos, no limitados nunca por exclusivismos de gusto personal ni por intolerancias de escuela, su capacidad para comprender todas las formas de lo bello dentro del arte literario e identificarse con los más diversos estímulos de inspiración.
Esta soberana libertad del criterio, que no ha de confundirse con la indiferencia doctrinal erigida en principio regulador del juicio de arte por cierto superficial escepticismo estético hoy en boga, ni con las incertidumbres de ese pálido eclecticismo que nace de la flojedad de la convicción o de la ausencia de amor y de entusiasmo por determinado ideal que imprima carácter y dé nervio a la personalidad del escritor, debe tenerse acaso por la más alta cualidad de la crítica y por el más triunfal y hermoso resultado que sea posible al espíritu alcanzar en la contemplación y el juicio de lo bello.
Tanto más límpida y profunda es la visión del pensador cuanto más ha franqueado los horizontes de su inteligencia a lo que el poeta llama «los cuatro vientos del espíritu»; y en tal sentido podría decirse que en la aleación del alma del crítico grande y generoso es indispensable elemento una buena porción de aquella sustancia etérea, vaga, dotada de infinita elasticidad, sensible y dócil a la presión de todos los resortes humanos, fácilmente adaptable a las más opuestas manifestaciones del pensar y el sentir, que veía el gran estético de la Enciclopedia en el alma multiforme del cómico.
Fue Juan María Gutiérrez de los favorecidos con ese altísimo don intelectual; y por eso su figura se destaca noble y serena y hay en su crítica la eterna oportunidad del juicio no empañado por las nieblas de la intolerancia o la pasión.
Pero al respeto de la antigua tradición literaria y al culto de los clásicos que le señalan como una excepción dentro de su época, no le llevaba sólo el espíritu de amplia y comprensiva ecuanimidad de su crítica, sino también el sentimiento, en él vivísimo, de gratitud y de veneración por el legado literario de las generaciones que, modelando en las formas de esa escuela los candorosos y tímidos ensayos de la intelectualidad de la colonia y luego los anhelos y emociones primeras de la vida de la libertad, habían dejado a aquellas que las sucedieron, en páginas generalmente desconocidas o desdeñadas, las ejecutorias de un abolengo intelectual a cuyo esclarecimiento debía concretar el espíritu de Gutiérrez sus esfuerzos más empeñosos.
La afirmación de la realidad y la gloria de este abolengo, oscurecido en lo remoto por la ausencia de formas de publicidad y luego por la vida inestable y tumultuosa que había privado a nuestros pueblos del reposo que exige la contemplación de lo pasado, fué, en efecto, inspiración constante de su vida, inagotable estímulo de su labor.
Sin que le arredraran la pesadez y la tristeza del ambiente histórico en que había de sumergirse para llevar a cabo buena parte de su tarea, ni quebrantara sus bríos de investigador la impresión de hastío inevitable que fluye del contacto con las manifestaciones escritas de tiempos de enervación moral e intelectual, de decadencia o definitiva pérdida del gusto, se aventuró en el dédalo de los documentos literarios del coloniaje, los examinó a plena luz, obtuvo de ellos revelaciones inesperadas y curiosas o intensamente significativas con relación a la historia de las ideas y las costumbres, cuando no positivamente honrosas para la tradición literaria de nuestros pueblos, y puso un noble ahinco en que se destacara todo aquello que significase un rasgo de espontaneidad o atrevimiento de la inteligencia americana, levantada por su esfuerzo propio sobre la imitación servil a que sus condiciones de cultura la condenaban y sobre las limitaciones del horizonte ideal que le era concedido.
Miembro de aquella entusiasta emigración que hizo de Chile una inmensa tribuna amurallada por los Andes, de donde irradiaba la propaganda de la libertad y que llevó consigo el genio de la revolución literaria y filosófica de 1830, dejó a aquel pueblo, como en retribución de la generosa hospitalidad que había brindado a los proscritos, el hallazgo del poema épico de Oña que hoy encabeza los anales de su literatura nacional. Más tarde, en los archivos de la vieja Universidad de San Marcos, desentrañó rasgos preciosos de la cultura y la vida colonial de la Ciudad de los Virreyes; pero consagró, sobre todo, su actividad a la historia literaria de los pueblos del Plata y la estudió con verdadero amor, con el celo infatigable que nace de un sentimiento profundo, desde la crónica de Schmidel y el poema de Centenera, cuyas páginas despejó, en animados comentarios, del polvo secular que las oscurecía; hizo en ella notorios antecedentes de cultura y de producción intelectual olvidados que reflejaron luz sobre los períodos más opacos y estériles de la existencia colonial, como aquel en cuyo fondo hizo destacarse el noble espíritu de Neyra, insuficientemente estimado todavía e ignorado por muchos: personificación de criterio tolerante que, en los antecedentes del liberalismo argentino, precede en varias décadas a la obra de relativa emancipación respecto del absolutismo escolástico que emprende en la enseñanza Maziel, y en más de media centuria a la repercusión de las ideas del siglo xviii , vibrante en las memorias de Belgrano y las oraciones de Funes; puso de manifiesto en la historia de los Estudios públicos de Buenos Aires, oscurecidos en el aprecio de la posteridad por la tridición universitaria de Córdoba y Chuquisaca, timbres propios y revelaciones de espíritu liberal que los singularizan honrosamente en América; se detuvo con particular solicitud ante el movimiento de vago despertar de las energías de la mente y de diversificación de las actividades sociales que se inicia con el período gubernativo de Vértiz, cuya prestigiosa figura diseñó al par de las de Maziel y Labardén; y entregó finalmente, a la atención del historiador, en la laboriosa Bibliografía de la Imprenta de Expósitos, que comentó con observaciones amenas y profundas, una guía invalorable para el estudio de la progresiva transformación de las ideas y sentimientos colectivos, desde la época que se refleja tímidamente en versos cortesanos y opúsculos de devoción hasta las manifestaciones cuantiosas y vibrantes de publicidad que los entusiasmos de la Reconquista indujeron.
Aún con más interés, y desbrozando terreno mucho más grato y generoso en estímulos, como que era el de la germinación inteligente del alma de la patria fecundada por los vientos de la libertad, siguió los pasos de la literatura viril y militante de la época de la independencia, la estudió en sus vinculaciones con la acción y sus inspiraciones sociales, fijó en el lienzo biográfico la imagen de sus hombres, complementando la historia de los hechos guerreros y políticos con la de la actividad del pensamiento manifestada en la prensa, en la instrucción, en el libro, en las instituciones de fin intelectual, y poniendo a la vista el imperio de las influencias morales, la fe profunda en la virtud de las ideas, con que los gobiernos y los publicistas de la Revolución atendieron a estimular las manifestaciones desinteresadas del espíritu y la adquisición de nuevos elementos de cultura en su obra de organización y propaganda.
Es lícito afirmar que una gran parte de la gloria que irradia el pensamiento escrito de esa época ha vivido sólo por él en el recuerdo y el corazón de las generaciones ulteriores.
Desde el amanecer de la inspiración laudatoria de la libertad en las canciones populares de Mayo, hasta las manifestaciones del elevado didacticismo social que reemplazó a la cuerda heroica después que ella hubo vibrado los arrobamientos del triunfo, trazó la historia de la severa poesía que coronó con luminoso nimbo la Epopeya y la hizo amar y comprender plenamente de la posteridad; la fisonomía literaria de Luca, como las de Juan Cruz Varela y Lafinur, perpetúanse esculpidas en el mármol sin tacha de su estilo puro y sereno; el clasicismo de la literatura de la Revolución, en el que un superficial examen sólo veía observancia de rígidos preceptos y amaneramiento retórico, se nos revela, estudiado a la luz de su crítica profunda, como una fuerza de vida, como la imagen de un ideal de gloria y de grandeza moral que cooperó eficazmente a la modelación del espíritu revolucionario, vivificándolo con las inspiraciones del genio heroico y tribunicio de la antigüedad; el resplandor de ideas que circunda a la época gloriosa de Rivadavia y García, irradiando desde la prensa, la tribuna y la cátedra sobre la obra de reforma social que modificaba el viejo troquel de la colonia, tiene vivo reflejo en las semblanzas de algunos de los más señalados obreros de esa labor perdurable que epilogan el magno libro sobre la Enseñanza Superior, y en el estudio de la personalidad del poeta esclarecido que acompañó con sus cantos las conquistas morales de esa época.
No es posible exhibir un título de gloria intelectual más noble y más legítimo que el adquirido de esta constante lucha empeñada por arrancar a las tinieblas del olvido, originado en la ingratitud o la indolencia, el testimonio de los más puros derechos de inmortalidad y de esta evocación de un capitalísimo elemento de la vida de generaciones pasadas que realizó Gutiérrez, no sólo con acierto de sagaz y profundo observador, sino también, en ciertas páginas, con verdaderas intuiciones de historiador artista, de inspirado dominador de los secretos de la narración que reproduce formas y colores.
Estéril y tedioso es el empeño de la erudición vulgar que ama la investigación por la investigación, el pasado por el pasado, el dato nimio y escondido por la sola virtud de su rareza; pero puede señalarse, como hermosa y fecunda entre todas las aplicaciones del espíritu, la obra afanosa del investigador que, inspirándose en elevado pensamiento y guiado por la luz intuitiva que no se suple con las prolijidades de la documentación ni con la evidencia de las cosas externas, penetra en la profundidad del tiempo muerto como para restituirle su alma y acierta a reconstruir idealmente, en presencia de las mudas ruinas de lo que fué, la vida intelectual y afectiva de una generación, la fisonomía moral de una sociedad o la genialidad literaria de una época.
Iniciador en el examen de una tradición de cultura casi por completo ignorada, a la que no podían aplicarse las formas literarias de la narración ni el metódico análisis de la crítica sin antes atender a la ausencia, con que para ello se luchaba, de fundamentos seguros y materiales organizados de investigación, hubo de consagrar forzosamente Gutiérrez a esa ingrata tarea porfías que encaminara, de otro modo, a empresas más altas. Hay en su vasta obra muchas páginas de descarnada erudición; insistentes esfuerzos empleados en lo que tiene de más desapacible la crónica desnuda y lo que la bibliografía ofrece de más árido; pero cuando, a la significación exclusivamente histórica y relativa de la personalidad o del objeto sobre que recaen sus miradas de investigador, se une más alto interés, capaz de cautivar el sentimiento o la fantasía; cuando, trazando la imagen de famoso polígrafo del siglo xviii , nos hace penetrar, por ejemplo, dentro del ambiente hechizado de aquella Lima colonial que constituye una de las más romancescas perspectivas de la historia de América y surge con todos los caracteres de la vida, en el panorama de su narración, el singular aspecto de aquella sociedad en que tan extrañamente se mezclaban refinamientos bizantinos y pequeñeces lugareñas, ingenuidades de pueblo niño y rasgos de decrepitud social, sórdidas manifestaciones de abyección y timbres preclaros de cultura, vemos reflejarse la inspiración del verdadero y grande historiador sobre la fas del erudito y reconocemos que había dotes en él para llevar al estudio del pasado esa poderosa visión del movimiento dramático de la realidad que lo convierte en nigromancía de la fantasía evocadora.
Era éste el campo en que se espaciaba con síngular delectación y reconocía el ambiente propio de sus luces la mente de Gutiérrez. Imaginémoslo dominando más amplios materiales de información y laborando en la serenidad de una vida del todo consagrado a los desinteresados afanes del pensamiento, que apenas han podido brillar en el tumulto de nuestras poco atenienses democracias como fulgores transitorios, y le veremos con fuerzas para sintetizar en vasto cuadro de la progresiva ascensión de la inteligencia americana, ansiosa de la luz, el resultado de sus investigaciones y sus críticas, que hasta hoy constituyen los más notables precedentes de esa magna obra a realizarse.
Unía, en efecto, al amor y la tenacidad de la investigación prolija de los hechos que es lastre de la historia, la aptitud de la generalización y el poder del colorido; pero creía en la necesidad de cimentar ante todo, sólidamente, sobre aquel árido y seguro plantel la ciencia del pasado, y abominaba en ella los vuelos errabundos y livianos de la imaginación, las vanidosas ampulosidades de la historia sin nombres de que habla el autor de La Revolución Argentina. Sobre la necesidad de imprimir a las tareas de iniciación de la historia de los pueblos de América un «caracter particularmente erudito y cronológico» que compensase, según sus palabras, la tendencia que predomina en nuestro espíritu a la vaga generalización «con las rémoras que dan pulso y gravedad a la historia», versa una hermosa página, dirigida a Alejandro Magariños Cervantes con motivo de la publicación de su Bibloteca Americana, que merecería preceder como luminosa exposición de criterio la colección, no verificada todavía, de los estudios históricos de su autor.
En cuanto a las apreciaciones de crítica literaria con que acompañó su exhumación de viejas obras y autores ignorados, puede censurársele cierto exceso de encomio que se justifica, sin embargo, como reacción oportuna.—Predominaba un espíritu de exagerada detracción respecto a las condiciones intelectuales y morales de la vida americana bajo el viejo régimen. Por otra parte, el impulso de innovación triunfante en las ideas literarias producía el desdén por los vencidos, y esto influyó para que no participaran todos los hombres de su época del sentimiento de atencioso interés por la labor y el ejemplo de sus precursores. Juan María Gutiérrez fué a veces extremoso en tal sentimiento, pero esta explicable y bien inspirada benevolencia, esta generosa facilidad de entusiasmo, no impidieron que su diestra guardara casi siempre la rienda firme del buen gusto, ni que fluctuase constantemente sobre sus juicios literarios el reflejo de aquella ática sonrisa que era como el sello de su fisonomía intelectual.
Sólo nos resta señalar otro estímulo poderoso que determinó en gran parte la aplicación del pensamiento de Gutiérrez a aquellas faces de su obra, de crítico e historiador que hemos considerado, relacionándola con una tendencia universal de la erudición en su época.
El romanticismo, vivificando el sentimiento de la tradición, las inspiraciones del pasado, como seguro medio de llegar a lo más íntimo y puro del alma popular en su gloriosa empresa de nacionalizar las literaturas, llevó este mismo impulso al espíritu de investigación y despertó el amor de la crítica y la historia por el estudio tradicional de espontaneidad literaria de los pueblos.
Juan María Gutiérrez, que fué el cooperador más eficaz de los esfuerzos dedicados por el autor de La Cautiva a la creación de una literatura tributaria del espíritu americano y engalanada con los dones de la naturaleza propia, fué estimulado por esa fecunda aspiración a cuyo logro contribuyó productivamente con la delicada leyenda de Caicobé, la hermosa página de idealización histórica que intituló El Capitán de Patricios y la pastoral criolla de Los amores del payador, en su afán de desentrañar del abismo de los tiempos las viejas crónicas que guardaban la repercusión de los fragores épicos de la conquista y las que reflejaban con prosaica llaneza el tedio de la larga noche colonial.
No era posible evocar los lejanos antecedentes de la producción americana en el sentido en que lo hicieran con las reliquias de arte y poesía anteriores al impulso del Renacimiento los mantenedores del espíritu romántico; la reivindicación de la individualidad literaria nacional en lucha con la abstracción del clasicismo, que sacrificaba a la inflexible uniformidad de sus modelos todo relieve histórico y todo carácter de costumbres, verificábase en América sin precedentes cercanos ni remotos; pero, en relación a la eficacia de la labor erudita que había de servir de sólido fundamento a la obra del poeta que interpretase las confidencias del pasado, era indispensable elemento la consideración en aquella embrionaria literatura, donde, además del testimonio histórico de hechos que podían ser inspiración de la leyenda nacional, suele reconocerse, sobreponiéndose de tarde en tarde a la falsedad de los afectos y las formas impuestas por la infecunda imitación y por la imposibilidad de un sentimiento colectivo intenso y eficiente respecto a las inspiraciones de la poesía, el fiel reflejo de las peculiaridades de la naturaleza local y la viva voz de lo que el corazón de América entrañaba.
20 de marzo y 5 de abril de 1895.
El estudio de una personalidad que, a la representación más avanzada del sentido moderno en ideas críticas, a la amplitud de su cultura intelectual y la complejidad de un espíritu donde se reflejan todas las íntimas torturas y todas las indefinibles nostalgias ideales que conmueven el alma de este ocaso de siglo, concilie la fuerza imperativa de la afirmación, «la fe retórica» y el atlético brío que son propios de los luchadores de épocas literarias caracterizadas por la sólida unidad del criterio y la entereza dogmática de las convicciones: de un Johnson o un La Harpe, es objeto interesante de suyo y que se presta a la consideración de las más debatidas y oportunas cuestiones relacionadas con los actuales rumbos de la crítica y el verdadero objeto de su actividad.
Si hubiéramos de determinar la nota que, en las campeñas del escritor de que hablamos, vibra con particular energía e insistencia y el carácter esencial de su crítica, los encontraríamos acaso en la porfiada reivindicación de la legitimidad y la eficacia negadas al verdadero juicio literarìo por el esceptismo estético hoy en boga y en el acuerdo de sus procedimientos con tal afirmación.
Se controvierte en nuestros días la posibilidad de una crítica literaria que corresponda rigurosamente a las significación de los términos con que se la nombra, y ella se mantiene fluctuante entre estos dos puntos de atracción que en diverso sentido la apartan de su tradicional objeto y por igual la desnaturalizan o anulan: o el criterio que se limita a investigar y precisar las relaciones de la actividad literaria con elementos ajenos a la consideración de sus resultados artísticos y desdeña el tecnicismo propio de estos resultados, o bien el individualismo doctrinal, la irresponsable genialidad del que comenta sustituida a los preceptos racionales como base del juicio, y el libre campear de la impresión.
El interés por lo esencialmente literario y la afirmación estética que Leopoldo Alas opone a aquellas falsas orientaciones de la crítica actual pueden particularmente estudiarse en ciertas páginas de Ensayos y revìstas dedicadas a comentar apreciaciones de Cesáreo sobre la lírica contemporánea española y en el exordio de la última de sus obras de crítica publicadas.
Afirma, pues, sin negar a las espontaneidades de la impresión y al sentimiento individual como inspiraciones del género a que nos referimos, lo que hay en ellos de legítimo y oportuno, siendo precisamente Leopoldo Alas ardiente defensor de la realidad del elemento personal e intuitivo, irreemplazable por la fiel aplicación de las fórmulas, que es factor capital en el gusto del crítico verdadero como en la aptitud productiva del artista, y habiéndolo reivindicado constantemente en este último respecto contra la negación absoluta de las adivinaciones e «inconsciencias» de la inspiración que creyeron ver intérpretes nimios de la letra en ciertas afirmaciones preceptivas de Zola; sin desconocer tampoco la licitud de aquellas formas de la crítica que extienden sus horizontes fuera de lo que artísticamente es necesario y que hacen de ella ya una investigación científica del ambiente, ya un estudio de relaciones sociales y políticas, ya materia de observación moral o experimento psicológico, la significación insustituíble y esencial de la crítica literaria como juicio de arte, como referencia de la obra a ciertos principios que el crítico tiene por verdad y en cuyo nombre aprueba o condena, siempre en atención al fin directo de la actividad literaria que es la realización de la belleza.
No tiende este criterio a una reacción que sería absurda; no significa volver a la consideración de la obra bella como objeto aislado, al juicio para el que ni el valor relativo de las reglas, ni la personalidad del escritor, ni el imperio de las influencias naturales y sociales, eran factores que modificasen la invariable aplicación del precepto; pero significa reivindicar, contra la intromisión de elementos extraños al arte puro y libre en la censura estética y contra las variaciones subjetivas de la apreciación, la soberana independencia de lo bello, por una parte, el valor real y objetivo de la crítica y la legitimidad de ciertas leyes, por la otra.
Crítica directamente literaria en cuanto al objeto esencial a que se aplique; impersonal y afirmativa por partir de cierta base teórica de criterio y no de la veleidad de la impresión: tal se propone ser, y es en el hecho, la crítica del autor de Pipá. Por lema de su escudo ha adoptado ciertas palabras de Gustavo Flaubert que pueden ser consideradas, por su elocuencia y su origen, como suprema fórmula de las protestas arrancadas al amor desinteresado del arte y al sentido poético por las modernas tendencias que conspiran a quitar a la crítica literaria su fin directo y su verdadera sustantividad; palabras en que está implícitamente contenida la expresión de la crítica esencial, típica, eterna.
A la sustitución del estudio de la obra por el del escritor, en que Sainte-Beuve se complacía; al análisis fecundo, pero insuficiente, del medio en que se detiene el procedimiento de Taine, anteponía el autor de Salambó la consideración «de la obra en sí», «por su composición y su estilo», como cosa de arte; y es este punto de vista, sancionado en las avanzadas del pensamiento contemporáneo por la autoridad de Guyau, que invoca las palabras mismas de Flaubert, el que debe definitivamente rehabilitarse en concepto de nuestro crítico.
Pero la afirmación de la natural supremacía del juicio de lo bello sobre el de aspectos y relaciones extraños a la verdadera apreciación literaria, que él manifiesta con la insistencia de una convicción ardorosa y en la que se formula el espíritu predominante en su propia crítica, atenta siempre a traducir, ante todo, la emoción estética y el juicio correspondiente a esa emoción, no ha sido obstáculo para que ella ejerza eficazmente su actividad en otras formas y sentidos cuya relativa legitimidad reconoce, ni para que pague su tributo a aquellos géneros en que la tendencia de la época hace del crítico literario, apartándole de su tradicional función de juez, ya un historiador, ya un poeta, ya un psicólogo.
Crítica subjetiva, de impresión personal, que participa de la intimidad de la confidencia y el sentimiento del lirismo, es la que imprime su nota al estudio que de la personalidad artítica de Rafael Calvo hace Clarín en uno de los más interesantes Folletos, evocando antiguas emociones de espectador, y a la semblanza de Camus, de Ensayos y revistas, donde las reminiscencias de la vida del aula sirven de fondo a la fisonomía intelectual que se diseña, subordinándose, en uno y otro ejemplo, a la confesión sentimental el comentario crítico, que semeja en ellos una glosa puesta en las páginas de la propia historia individual.
Crítica esclarecedora de las profundidades de la idea y el sentimiento del artista, de determinación del más íntimo espíritu de la obra y concreción de sus más vagos efluvios ideales, hay en el precioso estudios de Baudelaire, donde también se admira la descripción de los procedimientos técnicos del poeta, en el que caracteriza acabadamente la personalidad del autor de Mensonges—a propósito de esta obra—como observador del gran mundo, y en el comentario de Le Prêtre de Nemi, de Renan, avalorado por sagaces consideraciones sobre el alcance de la idea pesimista del libro y sobre la trascendencia del sistema de exposición dialogada que amó el autor de Calibán, en la relación del pensamiento y la forma.
El elemento biográfico en sus conexiones con el carácter y la obra del artista, el estudio del desenvolvimiento de su producción y de los lazos que la vinculan a la realidad de su existencia y las intimidades de su alma, están tratados de admirable manera en la semblanza de Galdós escrita para la «Galería de celebridades españolas» y en ciertas observaciones del examen de Treinta años de París y el de las Cartas de Julio de Goncourt. Y a propósito de la elocuente exhortación de tolerancia positiva y confraternidad espiritual contenida en el estudio de La Unidad Católica, de Ordóñez (Ensayos y revistas), sería oportuno hablar de la crítica expansiva, emocional, inspirada, puesta frente a la obra, que la sugiere «como una placa sonora», que significa a su manera una producción, que es como el epodo que responde desde el fondo del alma a la ajena inspiración que la hiere, y se manifiesta añadiendo nuevas ideas, nuevas emociones, a las que de ella ha recibido, agrupando, según la imagen de Guyau, notas armónicas en torno de la nota fundamental que se desprende de la obra juzgada.
En las campañas de crítica esencialmente militante que manifiestan las colecciones anteriores a la aparición de Mezclilla puede apreciarse, ante todo, la faz del humorista original, del fustigador despiadado, en la personalidad literaria de Clarín, pero sus obras últimas interesan muy particularmente por la revelación del crítico pensador, en el que predominan ya sobre la facultad de ver lo pequeño y observar lo nimio, sobre la sátira que maneja sutilmente el estilete de la censura minuciosa, o ejercita en la cacería de vocablos las fuerzas del ingenio, el juicio amplio y las condiciones que podemos llamar positivas del espíritu crítico.
Permanece la sagacidad de la observación de la forma y el detalle como atributo nativo de su pluma, pero la relegan a segundo término dotes superiores. No ha de negarse aptitud de generalización y fuerza sintética al espíritu que acierta, a precisar el carácter de un escritor, la «impresión de conjunto» de su obra, la nota personal de su estilo, de la manera como Clarín ha caracterizado—para no citar sino los ejemplos que se presentan sin orden ni elección a nuestra memoria—el peculiar sentimiento de la naturaleza del gran novelista montañés, en el juicio de La Montálvez; el pesimismo épico de Zola, a propósito de La Terre, en páginas que son acaso las más profundas y sentidas que haya consagrado al creador de los Rougon-Macquart la crítica española; el sello propio del realismo de Galdós, juzgando a Miau; el desenvolvimiento de educación espiritual progresiva que manifiesta la producción de Valera, en su semblanza de Nueva campaña; la opacidad psicológica y el radical prosaísmo de Emilia Pardo Bazán, en Museum.
Hay mucho más que la exclusiva habilidad de la censura en la crítica de Clarín; pero por semejanzas menos relacionadas con lo esencial de las ideas y los procedimientos que accidentales o exteriores, por la franqueza agresiva de la sátira, la ruda sinceridad, la participación en ciertos odios literarios, como Zola diría, manifestados en las ruidosas campañas contra el oficialismo académico y la personalidad de Cánovas, hay quienes relacionan con la de Clarín la crítica de Valbuena como manifestaciones de un mismo espíritu reaccionario y trivial, y dirigen sobre el uno las armas que es lícito emplear contra el otro.
Personifica el escritor de los Ripios, con la exactitud de un rezagado de aquellas lides de pluma del siglo xviii que encrespaban en torno a las nimiedades del vocablo, todos los desbordamientos de la pasión y todas las iracundias del panfleto, el género de crítica al que atribuye Menéndez y Pelayo, hablando de los censores retóricos del primer Imperio, la significación de policía de la república literaria: género útil y aun necesario en tal concepto, pero mezquino y pernicioso cuando se le convierte en exclusivo y genera la crítica estrecha de criterio y nula de corazón, la crítica sin interés por el sentido y la esencia de la obra, ni sentimiento expansivo para identificarse con el estado de alma del escritor, ni el don de poético reflejo que responde a las solicitaciones de la inspiración ajena con el acorde vibrar del alma propia, ni la mirada profunda que descubre las intimidades del pensamiento y la emoción, y acierta a leer en la interlínea sugestiva y callada que es como irradiación no para todos sensible de la letra; la crítica detenida en la consideración del elemento formal más exterior y mecánico.
Por lo demás, el sentimiento de la forma no es privilegio de retóricos, sino de artistas. Hay innegable licitud en hacerlo valer como elemento de apreciación literaria, y el crítico que lo desdeñe revelará, sin duda, la misma ausencìa o limitación del sentido estético que el escritor que lo desconozca.
Semejante aplicación de la crítica, que un tiempo fué la crítica entera, está hoy muy lejos de ser su función más noble y elevada, pero reconociendo que ella no puede satisfacer de ningún modo a nuestro espíritu, y que por su índole se presta más que ningún otro modo de juzgar a la profanación y el empequeñecimiento de la crítica en manos de la abominable «posteridad de Don Hermógenes», debe aceptarse la legitimidad de la censura que parte del tecnicismo formal como manifestación eternamente oportuna del juicio literario.
Admitamos, pues, al Clarín batallador de los Paliques y la Sátira, al que ha sido calificado de «Juvenal de las Mesalinas del ripio»; aun cuando cierta nerviosa intemperancia en la agresión personal y un excesivo encarnizamiento con las medianías que complementa la tendencia un tanto autoritaria, que se le ha reprochado, a establecer la indiscutibilidad de los maestros, arrojan sombras sobre aquella manifestación de su actividad literaria, que es a su modo original y fecunda.
En su tenaz defensa de la acción de la crítica externa, nimia, de «disciplina retórica», según se la podría calificar, agrega nuestro crítico a las razones de legitimidad estética que hemos notado, motivos de oportunidad que resultan, en su concepto, de las condiciones de la cultura literaria española.
Nota constante de la crítica del autor de Museum es la consideración decepcionada y pesimista del propio ambiente literario: el desaliento que uniendo sus acerbidades a la de cierto pesimismo más general y más hondo, que se revela en sus producción de los últimos tiempos, hace aparecer bajo la superficie de la sátira, a poco que el sentimiento íntimo encuentra para manifestarse, un favorable conductor en la idea o la realidad que la provoca, un fondo de tristeza por el que ha podido afirmarse que posee Clarín en alto grado la risa de las lágrimas. Renuevan en la memoria ciertas páginas de nuestro autor impresiones que la lectura de Fígaro deja vibrando en ella como un tañido doliente que interrumpen acordes de músicas festivas.—¡Qué reconcentración de inextinguible amargura bajo la sátira nerviosa de aquellos artículos en que considera Larra, en una u otra faz, la decadencia de la sociedad de su tiempo, la limitación de los horizontes, el estupor intelectual, el ritmo invariable, tedioso, de la vida!—La personalidad del escritor reclamaba el grande escenario: la electrizada atmósfera de la sociedad que rodea y estimula el pensamiento de Schlegel en los grandes días de Weimar; la tribuna de todas partes escuchada que difunde la oratoria crítica de Villemain en el centro donde escribe Balzac y canta Hugo; la hoja vibrante de la revista que esparce la palabra de Macaulay a los cuatro vientos del mundo intelectual... Y aquellas páginas que reflejaban la irradiación de un espíritu no menos digno de las cumbres, no menos legítimamente ansioso de la luz, estaban destinadas a perderse, como el bólido errante, en el vacío de una sociedad sin fuerza inspiradora, vacilante en la orientación del ideal, desalentada y enferma... Esta dolorosa impresión se manifiesta por la sonrisa melancólica o el gesto del hastío en cada una de las páginas que arrojaba a ese abismo de indiferencia el crítico inmortal, y estalla, con la vibración potente del sollozo, en la crítica de las Horas de Invierno y la Necrología del Conde de Campo Alange.
Pues bien: en ciertas lamentaciones y desalientos del crítico de ahora, en el prólogo de Sermón perdido, en el de Nueva Campaña, en el vigoroso treno satírico titulado A muchos y a ninguno se reconoce como el eco de aquellas nostalgias de la inteligencia.—¿Cabe en la España actual la repercusión de la elegía patriótica de Fígaro, y en sus hombres de ingenio el sentimiento de soledad, el frío moral del abandono, que identificaba, experimentándole en sí mismo, el gran escritor, con las angustias de quien busca voz sin encontrarla, «en una pesadilla abrumadora y violenta»?... Lo afirmaría quien hubiera de imaginarse la actualidad intelectual española por el traslado que de la laxitud de su producción, el enervamiento de la crítica, la indiferencia y las ingratitudes del público, ofrece a cada paso la sátira amarga de Clarín; pero sólo con la sensación directa del ambiente podría apartarse de lo que es observación y realidad en las tristezas del cuadro, lo que sin duda hay en ellas de proyección de un pesimismo personal que añade a la sombra exterior su propia sombra, al modo como el genial optimismo de Valera parece dejar un toque de luz en todo objeto sobre que se posa el vuelo de su espíritu, y lleva a todas partes la expansión de su íntima serenidad.
* * *
Con las manifestaciones primeras de la modificación del gusto español en sentido naturalista, hace tres lustros, coincide la notoriedad literaria de Clarín, cuya presencia vino a reparar por entonces, en el escenario de la crítica actual y militante, la desaparición prematura de Revilla y fué realzada por la oportunidad de un período de activa renovación de las ideas.
A los constantes empeños de su crítica y a la no menos eficaz propaganda verificada por cierto libro famoso de Emilia Pardo Bazán, que él mismo acompañó con un prólogo, debe atribuirse en primer término el honor de la tolerancia obtenida en el espíritu del público español para la heterodoxia literaria que renovaba allí, como en todas partes, las iras de los «filisteos».
Dos magistrales artículos contenidos en La literatura en 1881: el juicio de La desheredada, de Galdós, al que no sería aventurado conceder en la crítica española la significación que en la novela tuvo la obra a que se refiere como iniciación de rumbos nuevos, y el de Los buenos y los sabios, de Campoamor, donde se dilucidan con criterio original y profundo las posibles influencias del nuevo espíritu literario en la modificación de la lírica, pueden ser considerados como la iniciación de los esfuerzos que al comentario y aliento de tal tendencia dedicó desde entonces la crítica de Leopoldo Alas.
Su naturalismo, que nunca excluyó el criterio amplio y la cultura total que le han llevado a la ardorosa defensa de los clásicos como elemento de educación literaria irreemplazable, se señaló además por cierta «dilatación de horizontes», que, en presencia de actuales modificaciones de su crítica, es oportuno recordar.—El prólogo de La cuestión palpitante, a que aludíamos, tiene bajo ese aspecto una significación merecedora de estudio.
Domina en él una concepción esencialmente tolerante y relativa de la nueva escuela, en el sentido de considerarla como un «oportunismo literario» que no necesitaba negar estéticamente la legitimidad de escuelas diversas o antagónicas, pues le bastaba con que se reconociera su condición de género literario adecuado a las tendencias generales de la época en que se inició; y se manifiesta al (54) propósito de levantar la idea esencial y fecunda que ella entrañaba, sobre las limitaciones que el entusiasmo de la iniciación y la lucha y la preceptiva inflexible del maestro imponían al naturalismo batallador e intolerante de los que podríamos llamar «sus tiempos heroicos».
Para nuestro crítico, el vicio capital de la protesta que dió impulso y dirección a la literatura contemporánea estaba entonces como ahora en la solidaridad contraída por el reformador con el experimentalismo exclusivista, insuficiente en cuanto método de arte, que proscribía toda inspiración psicológica; y es esta fundamental restricción, puesta desde el primer momento por el autor del prólogo citado a la doctrina a que adhería, la que nos revela como natural evolución de sus pensamiento, que no puede calificarse de reacción, su actual tendencia a abrir camino a otras aspiraciones del espíritu literario, a otras oportunidades del sentimiento y el gusto.
Hablemos ya de esta nueva orientación de su espíritu, en la que no se manifiesta sólo, según veremos, una idea literaria modificada, pues responde a un impulso interior más hondo y más complejo.—Por el corazón y el pensamiento del crítico han pasado las auras que traen al ambiente espiritual de la novísima cultura aromas y rumores que parecen anunciar la proximidad de un mundo nuevo.—El anhelo ferviente de una renovación, no ya idealista, sino religiosa, de la vida del alma, anhelo que aparece, como rayo de luz, entre tristezas profundas expresadas con el sentimiento que hay, verbigracia, en el citado comentario de La Terre, que a veces toca en el lirismo de la elegía o en la semblanza, también citada, de Camus: tal es la nota con que se revela el nuevo espíritu de la crítica de Clarín, a partir de Ensayos y revistas.
Ya en ciertas páginas de una colección anterior, en el estudio de Mensonges, a propósito del simbolismo puesto por el ilustre restaurador de la psicología novelesca en la hermosa figura del P. Taconet, que cierra el libro con palabras de afirmación y esperanza, en ciertas reflexiones de la introducción a la serie de artículos titulada Lecturas sobre la libertad del pensamiento en la España actual, y en el examen de Maximina, de Palacio, se nota, vago e incierto, todavía, esa vislumbre de restauración ideal que hoy constituye la más señalada manifestación de su crítica.
Una generosa aspiración de armonía o inteligencia entre los espíritus separados por parcialidades de escuelas y confesiones, pero vinculados, desde lo hondo del alma, por el mismo anhelo de una nueva vida espiritual; un sentimiento profundo de concordia que une el respeto del pasado y de las tradiciones de la fe con el amor de la verdad adquirida, y como inspiración de ese grande impulso de fraternal acercamiento, la idea cristiana en su pureza esencial, en su realidad íntima y pura: así podríamos formular la nueva tendencia que convierte al satírico implacable en propagador de un ideal de tono místico.
En el estudio a que anteriormente hemos hecho referencia sobre cierta obra de apología de la tradición y la unidad religiosas, tal sentimiento vibra más que en ninguna otra parte con honda intensidad, con inspiración comunicativa y poderosa, y el espíritu de la elocuente confesión de anhelos y esperanzas que sugiere la obra al alma conmovida del crítico se condensa en afirmaciones que pueden dar idea de su idealismo generoso, evangélico, al que no cabe desconocer, aun cuando no se compartan sus entusiasmos, un suave aroma de belleza moral: «La tolerancia ha de ser activa, positiva; no ha de lograrse por el sacrificio de todos los ideales parciales, sino por la concurrencia y amorosa comunicación de todas las creencias, de todas las esperanzas, de todos los anhelos.» «Hay una tendencia cuasi mística a la comunión de las almas separadas por dogmas y unidas por hilos invisibles de sincera piedad, recatada y hasta casi vergonzante; efusiones de una inefable caridad que van de campo a campo, de campamento a campamento se pudiera decir, como iban los amores de moras y cristianos en las leyendas de nuestro poema heroico de siete siglos.» «Cabe no renegar de ninguna de las brumas que la sinceridad absoluta del pensar va aglomerando en nuestro cerebro, y dejar que los rayos del sol poniente de la fe antigua calienten de soslayo nuestro corazón.»
En el último de los Folletos literarios, acaso el más hermoso y sugestivo de todos, se formula la misma aspiración de idealidad respecto a la enseñanza, oponiéndose a la idea de directa utilidad como inspiración del propósito educativo, la del desinteresado amor de lo verdadero.
Hay, en relación a la oportunidad literaria y filosófica de estos tiempos, un singular interés en tales manifestaciones de la crítica de Clarín, a las que la necesaria compendiosidad de este trabajo no nos permite consagrar la atención de que ellas son merecedoras, limitándonos a señalarlas al sentimiento y a la reflexión de los que en algo participen de esa ansiedad de cosas nuevas que flota, como presagio de una renovación tal vez cercana, en el ambiente moral de nuestros días.
20 de abril y 5 de mayo de 1895.
El 25 de mayo, el día de América, trae envuelto en sus resplandores de gloria un recuerdo de solemne tristeza, al que no debe permanecer indiferente el espíritu de los orientales.—Hace once años que la desaparición eterna de un hombre que era un símbolo, una personificación, la forma viva de los dolores de la historia de un pueblo y de los más caros anhelos de su alma, perseguidos en estériles luchas, acongojaba el corazón de ese pueblo, en días sombríos, como el eclipse de la luz que es orientación y esperanza, y difundía por América un eco de veneración y dolor.
La vibración sonora de la apoteosis que congregaba alrededor de la tumba de Juan Carlos Gómez a los enviados del pensamiento y la sensibilidad de las sociedades del Plata, para consagrar en imperecedero concurso de elocuencia la gloria de su nombre, no parece haber repercutido al través de tan breve espacio de tiempo en el corazón de la más cercana posteridad. Se busca sin hallarlas una duradera sanción de ese homenaje, una manifestación sensible de esa gloria, y se espera en vano escuchar, cada vez que se levanta en el horizonte el sol del último día del tribuno, la palabra sentida de un recuerdo.
Glorificar la memoria de Juan Carlos Gómez sería, entre tanto, evocar del fondo de nuestra historia la fuerza moral e intelectual de sus días más fecundos en hermosas inspiraciones y elevados ejemplos.
Llevaba el gran ciudadano, en el melancólico ocaso de su vida, la representación más pura de una época que asistía en él a la progresiva desaparición de sus creencias, sus hábitos y sus hombres; pero a la que su espíritu volvía con amor invencible, con inquebrantable fidelidad, presa de ese sentimiento de desolado abandono dentro del ambiente modificado por las ideas que pasan y se renuevan, que es a las ausencias del tiempo como la nostalgia a las ausencias del espacio.
Por eso en su recuerdo revive un jiron glorioso del pasado, y se identifica su existencia a la de aquella generación viril y luminosa que nacida, como primogénita de la libertad, entre el fragor de la Epopeya de América, llegó a la vida pública al desplegarse los estandartes de los bandos para la lucha de nueve años, y modeló su espíritu en las inspiraciones de la revolución literaria y filosófica de 1830: generación sobre la que ya es posible fijar las vistas serenas de la historia y que ha cedido sus más poderosas columnas al embate del tiempo, como grupo de bronce que empieza a revestirse a los ojos de la posteridad del tono luciente y realzador de la pátina.
De los anhelos primeros de su alma, ansiosa de luz; del despertar de las energías de su mente en días heroicos, data en realidad el abolengo intelectual de nuestro pueblo, y el primer espacio franqueado dentro de su tumultuosa actividad para la vida del espíritu.
Faltaban a Montevidea tradiciones propias de cultura. Había dormido en la sombra, oprimida por sus arreos de plaza fuerte, el largo sueño colonial. Había permanecido privada, en el transcurso de las luchas de la Independencia, de la supremacía de la acción y del pensamiento con que otras ciudades americanas centralizaban las fuerzas de la revolución, encauzándolas por el impulso de la propaganda escrita y la tribuna.
Con la presencia de los emigrados de las dos generaciones argentinas, que representaban, frente a la prepotencia de la fuerza bruta, la una los recuerdos de la grande época de Rivadavia y los principios de su política civilizadora, y la otra, el porvenir anunciado por los entusiasmos y las iniciativas de 1837, que trazaron en la mente argentina el perfil definitivo de la nacionalidad, coincide de este lado del Plata la aparición del grupo de hombres nuevos a quienes tocaba rasgar, con la germinación inteligente de su espíritu, la áspera corteza de una cultura aún no formada.
No fué Juan Carlos Gómez el primero en anunciar la presencia de su generación en la esfera de la actividad literaria y la vida pública. Adolfo Berro, levantando bajo la inspiración de la nueva poesía el ara de las devociones del sentimiento, y Andrés Lamas, recogiendo la pluma que habían llevado como intérpretes de la anterior generación Santiago Vázquez, Carlos Villademoros, Antonio Díaz—para discutir los Preliminares de Alberdi a Lerminier o desplegar en El Nacional su enseña de combate—, precedieron al poeta adolescente que se acercaba en 1841 a una tumba prematuramente abierta, y reproducía allí la escena famosa que vincula el recuerdo da la muerte de Fígaro a una inmortal revelación.
Sólo aparece el poeta en este primer período de la actividad de Juan Carlos Gómez, que termina con la expatriación de 1843.
No le contó en su seno la acción de la Defensa; pero una de las páginas más llenas de interés de la historia literaria y política de su tiempo—la que refleja la presencia de los desterrados de los pueblos del Plata en la escena pública de Chile—sirve de fondo luminoso a la plena revelación de su personalidad.
La iniciativa de reforma social y de emancipación literaria, que parte, como anuncio de una época nueva, del seno de la juventud congregada por el autor de La Cautiva bajo los pliegues de la última bandera de mayo que debía llamear dentro [de] (56) la capital argentina hasta la caída del régimen brutal que profanó sus colores, fué obligada a continuarse en el destierro y afirmó sus focos de luz en esta margen del Plata y sobre las costas del Pacífico.
Así, la fuerza de expansión y de propaganda que había sido una de las glorias de la revolución política, iniciada por la generación anterior e impulsada por ella hasta llevar a latitudes remotas, dilatándose como en el sucesivo desenvolvimiento de las ondas concéntricas que levanta el golpe de la piedra sobre el agua dormida, el brazo de sus héroes y la palabra de sus tribunos, realza también esta iniciativa de renovación de las ideas que se formula en el programa de la Asociación de Mayo, vibra en la prensa de Montevideo sus entusiasmos ardorosos y tiene su más alta expresión en las polémicas de Santiago de Chile.
A fines de 1840 atravesaba la Cordillera, después de ser befado y torturado por la «mazorca», un prófugo de San Juan que había llevado la voz del elemento culto y la juventud inteligente en el movimiento suscitado por la repercusión de la propaganda de Echeverría, y trazaba en un descanso del camino, bajo las armas de la patria que abandonaba, estas palabras de Fortoul: on ne tue point les idées.
Aquel proscrito, cuyo nombre debía en breve irradiar al pie de Facundo, era el mensajero de una emigración que Chile vería pronto afluir a sus ciudades, donde los estremecimientos de la máquina de imprimir anunciaron ruidosamente su presencia; y aquel lema profético iba a tener la consagración de la realidad en una propaganda de dos lustros que hizo descender de lo alto de los Andes, sobre el suelo argentino, la voz de protesta de la cultura y la libertad vilipendiadas.
Santiago y Valparaíso reflejan desde el terror de 1840 las luces proscritas de su centro por la barbarie vencedora, y, al amparo de su hostilidad, se continúan en las múltiples manifestaciones de la prensa, el libro y la cátedra, la obra a que colaboran el pensamiento de Alberdi, la crítica de López, los panfletos de Frías, la investigación erudita de Gutiérrez.
Con el anatema incesantemente lanzado sobre la tiranía, comparte la actividad de aquella emigración gloriosa la revelación de la nueva idea literaria. El numen del romanticismo llega envuelto en los pliegues de la bandera de Mayo al otro lado de la Cordillera y lucha allí con la resistencia que personificaba el hombre ilustre con quien reconoce la cultura de Chile al primero de sus educadores, y cuyo espíritu, abierto a todas las luces del saber y favorecido con los dones del entendimiento más difícilmente conciliables, flexible y múltiple como el de un humanista del Renacimiento, era santuario de la tradición intelectual. En el brillante torneo que estas polémicas mantienen, luce en todo su brío la gentileza literaria de los jóvenes desterrados que el Romanticismo tuvo por justadores, el generoso entusiasmo con que llevaban a aquella lucha puramente ideal todo el ardor de las luchas efectivas. Impulsada pos ellos, una cuestión de arte llegó a agitar los espíritus con fuerza de pasión, y una de las sociedades hasta entonces menos espirituales de la América fué acaso el escenario movido que tuvo en el continente la gran querella literaria. La relativa incipiencia de la vida intelectual de aquella sociedad, un tanto encadenada a la tradición de la colonia, un tanto adusta y espartana en sus lineamientos, sirvió de fondo opaco para que se destacase aún más el brillo de esa propaganda, en la que nuestros románticos solían poner cierta arrogancia candorosa, cierta conciencia de su superioridad que le comunicaba a menudo los aires de un magisterio altanero.
Pero hay todavía otra manifestación de la huella imborrable impresa por los desterrados en la vida del pueblo que les concedió afectuosa hospitalidad, y es su intervención en la política interna de ese pueblo, a la que sólo les era dado llevar el concurso platónico de su palabra, desnuda del influjo vehemente y prestigioso que adquiere la idea del tribuno del relieve de su personalidad en la acción.
Bajo este aspecto, la figura juvenil de Juan Carlos Gómez se destaca quizá como la más activa y brillante. Llegado a Chile en oportunidad de fecundas agítaciones del espíritu público, tomó de manos de Alberdi la redacción de El Mercurio, de Valparaíso, que era la personificación más alta de la prensa, y lo hizo vibrar en una vigorosa campaña de oposición, que dió por resultado el primer triunfo alcanzado sobre el poder en los comicios.
Por igual distanciado de la demagogia turbulenta y la oligarquía reaccionaria, sostuvo en Chile la libertad vivificada por el orden, «la política que construye y educa», como la nombraba Sarmiento, y acompañó con su propaganda a preparar la solución que tuvo, en tal sentido, la lucha presidencial de 1851.
Poco después, con la caída de la tiranía, llega a su término la historia de esta brillante participación de nuestros emigrados en todas las manifestaciones activas de uno de los períodos más luminosos de la vida chilena; el renacimiento de la prensa libre y la tribuna reclama en Buenos Aires la presencia de los proscritos argentinos, al par que un horizonte nuevo parece abrirse, disipada la humareda de la lucha, de este lado del Plata; y Juan Carlos Gómez pasa entonces su pluma de El Mercurio a la mano de don Ambrosio Montt, el Aramís de las voluptuosidades de la ironía sutil y refinada, tan singularmente opuesto en el género de las armas que traía a la panoplia del prestigioso diario, a aquella inflexibilidad de la palabra y la actitud, a aquella entonación vehemente y amplísima que dieron contornos al «carácter de Athos» que venía a reemplazar en el concierto de las inteligencias.
Vuelto a la patria, asume Juan Carlos Gómez la dirección del elemento culto y pensador de unos de los partidos que entonces se reorganizaban para proseguir su duelo interminable; vibra de nuevo su pluma de polemista en las columnas de El Orden; resuena su palabra en el Congreso de 1853, el más brillante y poderoso que se destaque en nuestros anales de pueblo libre, al par del que reunió en su seno, bajo los auspicios de una nueva paz, veinte años más tarde, a los enviados de otra generación de noble y turbulenta historia; y termina, después de un pasaje fugaz por las alturas, la actividad de su civismo, con la definitiva proscripción que hoy se prolonga en el sueño de la muerte.
Incorporado desde entonces a la vida argentina, mantiene sin embargo su fidelidad de ciudadano sobre la poderosa tentación de un escenario que le brinda éxitos y honores. Su tribuna es de nuevo y para siempre la prensa. El alejamiento de la acción a que le condena el voluntario ostracismo veda otras formas de manifestación a su palabra y no concede más alto pedestal a su figura; pero en aquel que los acontecimientos le depararon y donde las tempestades de medio siglo le vieron descollar sin que flaquearan sus viejos bríos un momento, selló con rasgos propios sus derechos de inmortalidad. Personifica en los anales de nuestras democracias del Plata al periodista, al tribuno del pueblo constantemente identificado a las palpitaciones de su corazón y atento al rumor de sus oleajes; a la manera como personifica Juan María Gutiérrez al hombre de letras, Alberdi al pensador, Sarmiento al estadista. Hubo en la prensa quienes atesoraron más caudal doctrinario, más honda reflexión, mejor sentido de las oportunidades del presente; pero su palabra se impone sobre todas y llega como la voz altiva de su época al recuerdo de la posteridad, por el poder de transmitir la emoción y el entusiasmo, por la avasalladora energía de la afirmación, que imprime en ella la solemnidad de la del inspirado o el apóstol, por esa fuerza de la sinceridad que no se remeda porque es como el aliento del alma condensándose en la palabra del escritor.
Además, todas las turbulencias de la lucha en que la palabra tiende a la acción inmediata y efectiva; todas las huellas que imprime el hábito de la producción precipitada en el cauce áspero e inestable de las pasiones del momento, no alcanzaron a empañar en su alma el culto innato de la forma. Su escuela de diarista puede condensarse en las palabras, que él mismo invocaba, de Renan: «Todo es literatura cuando se habla con amor de las cosas buenas, bellas y verdaderas.» Llevó lá pluma como un cincel destinado a fijar en el alma de la multitud inscripciones e imágenes; y supo mantener constantemente firme ese cincel, sin que los estremecimientos de la pasión enardecida lograsen apartarlo de la esbelta limpidez del contorno.
Así campea el señorío de la forma en su postrera campaña de El Nacional, sobre la que se tienden las melancolías de creciente nostalgia; y así se le vió resplandecer en las cartas con que defendió su sueño último, su grande y generosa quimera, en la controversia levantada alrededor del monumento de la Florida: conmovedores arranques de su alma, verdaderos modelos de literatura de polémica, páginas de las más poderosas, más vibrantes, más llenas de flúido nervioso que hayan brotado acaso de la pluma de ningún escritor.
Por este don del estilo prodigado en la labor ingrata de la prensa, puede personificarse en él el espíritu literario sacrificado a la necesidad suprema de la acción y la lucha, en la existencia de estas sociedades forzosamente inhospitalarias para las manifestaciones desinteresadas del espíritu; así como puede representarse en su faz de ciudadano, dando expresión a sacrificio más doloroso, la injusta inutilidad prescrita por la desorganización de nuestras democracias a la indomable porfía de la convicción, a los rasgos firmes del carácter, a la inquebrantable tenacidad de la virtud.
Junto a una apreciación más detenida de la varonil personalidad del escritor, habría interés en considerar la suave fisonomía del poeta.
La escuela literaria a que puso sello el autor de La Cautiva tuvo un carácter esencialmente relacionado con las turbulencias de la época, y modelóse en el concepto, que el mismo Echeverría formuló, de una literatura social y revolucionaria; la poesía cobraba nueva inspiración después de haber flotado sobre la Epopeya de la Independencia y consagrado sus victorias, para ser otra vez, en medio de las luchas por la libertad, como la cincelada empuñadura del acero o como el lampo que arrojaba de sí la misma espada estremecida. Pero la cuerda heroica partió entonces su imperio con las primeras manifestaciones del subjetivismo poético y la melancolía romántica, y el verso ahondó en la intimidad de la conciencia al mismo tiempo que seguía siendo un medio de acción.
No era en Juan Carlos Gómez la naturaleza del tribuno la que se imponía con superior intensidad a la manifestación del poeta.—En el silencioso encogimiento de la inspiración tributaria de los ensueños y las lágrimas, que desata el aura del sentimiento individual libre de la presión niveladora e imperiosa del ambiente colectivo—y no manifestándose este sentimiento en el arranque súbito de la emoción ni con la fuerza que estalla en el sollozo de Musset o la imprecación byroniana, sino cuando se ha tendido sobre él el velo de una suave melancolía, y vagan sigilosas las sombras de la meditación o del recuerdo—, era que la íntima naturaleza de nuestro poeta desempeñaba su ley, y acertaba con la nota pura, sencilla, la que llega al centro del alma, ya diese voz a las tristezas de la ausencia, ya espaciara el espíritu en los arrobos de la contemplación.
Su poesía refleja así la exquisita suavidad de los sentimientos que constituía el fondo velado de su personalidad—Nunca entregó a las pasiones de la vida pública sino una parte de su espíritu y supo guardar constantemente intactas del polvo abrasador de la lucha todas las delicadezas del pensamiento y la sensibilidad, el culto de las cosas íntimas que constituye el más preciado de los bienes del alma que el hombre, perpetuamente confundido en las tempestades de la acción, suele sacrificar a la devoradora intensidad de la idea que lo absorbe o la pasión que lo avasalla.
Hemos de terminar, venciendo la poderosa atracción de un tema gratísimo; pero insistiremos acerca de la elevada oportunidad que tendrá siempre, en el silencio del olvido que parece ser la póstuma condenación de nuestras glorias más puras, toda palabra encaminada a una reparación.
Lucio Vicente López, en una oración universitaria que merece eterno recuerdo, señalaba hace pocos años como suprema inspiración regeneradora, en medio del eclipse moral que veía avanzar en el horizonte de América, la obra patriótica de fortalecer en la mente y el corazón de las generaciones que se levantan el amor a la contemplación de aquellas épocas en que el carácter, la individualidad nacional de nuestros pueblos y las fuerzas espontáneas de su intelectualidad vibraban con la energía que hoy les falta, y con el sello propio de que les priva el cosmopolitismo enervador que impone su nota a la fisonomía del tiempo en que vivimos.
El sentimiento de la tradición, el culto del pasado, es una fuerza insustituíble en el espíritu de los pueblos, y la veneración de las grandes personalidades en que se encarnan sus porfías, sus anhelos, sus glorias, es la forma suprema de ese culto.
Entre nosotros, merecen ser honradas las generaciones que han precedido a las que tienen la representación oscura del presente, no sólo a nombre de aquella solidaridad histórica inquebrantable, sino también por un derecho evidente de superioridad.—El interés del porvenir se une a «la voz sagrada de la historia» — siempre vibrante en el corazón de los pueblos que son algo más que muchedumbres—para exigirnos respecto a esas generaciones un homenaje justiciero que sea a la vez inspiración de fecundas enseñanzas y nos lleve a familiarizarnos con el ejemplo de su acción y la confidencia luminosa de su espíritu.
20 de mayo de 1895.
Gaspar Núñez de Arce representa en el desenvolvimiento de la lírica española de nuestro siglo la iniciación de dos notas principales, relacionadas la una con el sentimiento, la otra con la forma, que se armonizan para constituirle en excelsa personificación del consorcio del genio tradicional y castizo de la poesía castellana con el espíritu moderno.
Suya es la gloria de haber consumado la resurrección del verso clásico, cuando él era patrimonio de escuelas puramente eruditas, a la vida del pensamiento y de la inspiración; suyo también el impulso comunicado a la poesía que flotaba en las intimidades de la emoción personal o la vaguedad de la leyenda, para que descendiera, armada y luminosa, a las luchas de la realidad, y representase, como si aspirara a renovar sus viejas tradiciones civilizadoras, una fuerza poderosa de acción afirmada en el sentimiento.
Serían sobrados esos títulos para asegurar la inmortalidad del poeta que fulminó los rayos de Hugo y de Barbier en la tempestad revolucionaria de 1868 y puso de nuevo en descubierto el mármol purísimo de la forma en que labró el cincel de los clásicos; pero el espíritu de Núñez de Arce debía espaciar por más vastos horizontes su vuelo y, cuando su poesía había dejado de respirar la atmósfera candente de las inspiraciones de la lucha y le consideraba la crítica como el poeta de la sola cuerda de bronce, que reproducía la estoica austeridad de Quintana, él iniciaba con el período de su producción que se refleja en los Poemas ese alarde soberbio de flexibilidad que abarca las más diversas cuerdas de la lira.
Pareció después reconcentrarse el espíritu del poeta, para poner mano en la obra que debía ser coronamiento de sus anteriores creaciones y monumento perdurable de su genio: el poema anunciado que ha de condensar en vasta síntesis épica los eternos combates de la razón y las ansiedades de la duda que han sido inspiración principal de su lirismo; y nos resignábamos a su prolongado silencio por la esperanza que alentaba esa promesa verdaderamente deslumbradora, cuando la revelación de una nueva e inesperada ofrenda que pone el lírico excelso en el ara, ha tiempo desnuda, de su poesía, atrae a sí el interés y la admiración del inmenso público que habla a uno y otro lado del Océano la lengua sublimada en sus cantos.
Titúlase Poemas cortos y es un conjunto uniformado en su mayor parte por ciertas condiciones de ejecución, de composiciones de diverso carácter y sentimiento, que consideraremos con la necesaria rapidez de una apuntación bibliográfica.
Una delicadísima narración de forma lírica, sobre la que flota el perfume del recuerdo y la melancólica suavidad de una historia de amores que tiene algo de la ternura profunda y la apacible tristeza del Idilio, ocupa merecidamente las primeras páginas de la colección y es acaso su nota más intensa y vibrante por el sentimiento a la vez que su joya más preciada por la forma.
Nunca pudo comprobarse mejor el arte supremo con que Núñez de Arce logra conciliar al gusto clásico y la acendrada corrección, la vida y la belleza del sentimiento que hace palpitar el mármol inmaculado y deslumbrante del verso, sin que su movilidad enturbie una vez sola la limpidez de la línea, ni el orden soberano de la ejecución necesite sacrificar en ningún caso la espontaneidad o frescura del afecto.
La descripción primorosa, que fué siempre una de las excelencias de la poesía de Núñez de Arce y una de sus notas de elevada originalidad, luce en El único día del Paraíso y en La Esfinge con toques vigorosos.
No sobresale el procedimiento descriptivo de nuestro poeta por esa fuerza de dilatación de la propia personalidad que impone el sello del espíritu a la realidad exterior, por el impulso íntimo que subordina al punto de vista psicológico el orden de las cosas y las reproduce según ellos se reflejan en lo hondo del alma, coloreadas por determinado sentimiento, sino por la serena y amplia objetividad de la visión.
En traducir las misteriosas voces de la naturaleza al habla de los hombres; en depositar las confidencias del espíritu en su seno o armonizar una melodía destacada del inmenso concierto de lo creado con los acordes de aquella otra música interior que, según la Porcia de Shakespeare, lleva cada cual dentro de sí, alcanzan otros poetas un efecto más hondo; y vano saría esperar en tal sentido del numen del autor de La Duda la magia transfiguradora que ejerció sobre lo inanimado la poesía que iluminó la faz serena del lago de Saboya y las noches diáfanas de Isquia con el reflejo del amor y el ensueño, o las adivinaciones del sentimiento que descifra elegías, con Millevoye y con Musset, en el rumor de las hojas que arrebata el viento del otoño y en el murmullo del sauce que vela el sueño de la tumba.
No tiene Núñez de Arce el sentimiento lírico de la naturaleza, pero tiene en grado supremo el arte objetivo de la descripción.
Los campos castellanos y las faenas rústicas del Idilio, después de cuyas admirables descripciones resulta vana la afirmación de Lamartine, que consideraba negada a toda imagen poética la monotonía de la llanura poblada por la mies ondulante que sólo se relacionaba para él a la idea de lo útil; las marinas realistas de La Pesca, que sustituyeron en la poesía castellana, con el traslado de una observación directa y poderosa, el molde convencional de la descripción eternamente tomada al naufragio de la nave de Horacio o a las imprecaciones de Quintana al Océano; la magnificencia de la tarde que rodea, desmayando sobre las calles solitarias de Palma, el paso de Raimundo, y el misterio de la noche que propicia la cita; la playa griega de La lamentación de Lord Byron; el secular torreón del Vértigo; la huerta de Maruja; cierto fragmento descriptivo que aparece en el hermoso tomo consagrado a reunir páginas dispersas de Núñez de Arce por la colección de «Arte y letras»; la pintura de Patmos, donde la severidad y precisión de la línea y el brío conciso de la imagen se destacan realzados por la admirable limpieza de la forma, son imperecederos modelos del género de descripción a que nos referíamos, a los que deben agregarse los que las últimas composiciones del poeta nos ofrecen.
En El único día del Paraíso adquiere vida nueva y relativa originalidad un te ma de los que se vinculan en la memoria a recuerdos de excelsa poesía, sobre cuyas huellas parecería temerario posar la planta.—Semejan aquellos trece irreprochables sonetos una reducción de los grandes cuadros de Milton, encerrando con vigorosa concisión dentro de su marco exquisitamente cincelado el arrobamiento de la primera contemplación de la naturaleza y el éxtasis de la primer plegaria; la tentadora súplica de Eva y el espanto universal que sigue al delito; la peregrinación medrosa en las tinieblas de la noche que los culpados imaginan eterna; y la Esperanza que con el primer destello de la nueva aurora desciende sobre el mundo.
Ha armonizado el poeta el drama íntimo que se desenvuelve en la conciencia de los habitadores del Edén, con los variados aspectos de la naturaleza en los sucesivos momentos de aquel único día; y así la placidez de la aurora se identifica a la candorosa alegría del vivir que inflama el ánimo de las primeras criaturas; la plenitud del sol, al ambicioso anhelo que las impulsa al goce de la ciencia vedada; la melancolía del crepúsculo, al desconsuelo de la proscripción; las sombras de la noche, a las inquietudes del remordimiento y los rigores del castigo.
La Esfinge, a su valor de soberbia descripción realzada por la gravedad imponente y majestuosa de la imagen que se reproduce al final de los tres cuadros, une el de la significación ideal que transparenta. ¿Quién no reconoce, en aquella escena del desierto, el símbolo de la «caravana humana» condenada eternamente a encontrar, por término del horizonte que limita sus luchas y dolores, la pavorosa inmutabilidad del Enigma?
Una preciosa miniatura, Romeo y Julieta, que es de lo más suave y delicado de Núñez de Arce; A un agitador, Grandeza humana, sonetos correctísimos, aunque de menor frescura de inspiración e intensidad de sentimiento, completan, con otros dos esculturales sonetos Al Dolor, el número de las composiciones modeladas en esa forma rítmica.
Son de notarse, en las que hemos citado últimamente, dos poderosas imágenes: la nube inmensa que, condensando las lágrimas arrancadas por el dolor de los siglos, anegaría las cumbres excelsas de los montes, y el cincel que, pulsado por brazo del Dolor, golpea el bloque humano labrando en él el bien por escultura y arrancando del choque con sus duras entrañas las chispas de la idea.
El soberano dominio de la forma—que en el poeta de Los Castigos no cesó jamás de conquistar nuevos secretos de arte ni de insistir en la selección del procedimiento, robusteciéndose constantemente, aunque menguara su tesoro de poesía esencial, sus fuerzas de forjador de versos de bronce—hase afirmado y depurado progresivamente también en Núñez de Arce y, en tal sentido, los Poemas cortos parecen revelar, antes que decadencia o cansancio del artífice, una labor de cincel más insistente y delicada que nunca.—El ritmo en ellos, constantemente firme y severo; la imagen, relevante; la dicción, selectísima.
Sólo un reparo será lícito hacer a esta pureza formal—y es la adjetivación profusa que se advierte en algunos de los sonetos más hermosos.—La «poesía de Núñez de Arce es un eterno adjetivo», ha afirmado malignamente Valbuena, y debe confesarse que en presencia de ciertas páginas de Poemas cortos la afirmación adquiere visos de acierto. La profusión del adjetivo quita nervio a la frase, diluyéndola en una lánguida verbosidad; y con relación a una forma métrica que desenvuelve el pensamiento dentro de límites precisados por una gradación ideal en la que cada tramo que él asciende debe traducirse por un verso colmado y conceptuoso, prodigar los epítetos más de lo que puede legitimarse como realce necesario u oportuno equivale a trabar la marcha rápida de aquel pensamiento.
Pone término a la colección un comentario poético del monólogo de Hamlet, versificado con esa comparable (58) maestría que despliega Núñez de Arce en el manejo del verso libre, tan desdeñado por muchos.—Puede afirmarse que jamás, en mano de poetas de nuestra habla, la austera y clásica forma donde se ha escanciado en otras lenguas modernas la poesía de Milton, la de Klopstock, la del autor de Los Sepulcros, ha rescatado por la gallardía del movimiento rítmico y la pureza escultural del contorno todo el encanto de que le priva la ausencia de la rima, como cuando se doblega a la inspiración de nuestro poeta.—Constituye el fondo de la composición a que nos referimos una vigorosa protesta de la esperanza de la inmortalidad, como término de una no menos elocuente exposición de las incertidumbres y vacilaciones de esa duda característica del autor de Tristezas que ha comparado un crítico a la duda provisional de Descartes, porque termina casi siempre con la palabra de la afirmación y la fe.—El pensamiento es digno de la forma; pero ese viejo tema de la poesía de Núñez de Arce, quizá un tanto marchito por el tiempo, y en el cual no sería empeño difícil dicernir la mezcla, que advirtió Menéndez Pelayo, de «recurso poético» y retórica, necesitaba ser tratado con nueva y briosa inspiración y concretarse en forma que aportara cierta nota de originalidad penetrante en la expresión o el sentimiento, para que sonara a nuestros oídos de otra manera que como el eco debilitado de antiguas vibraciones de la lira del poeta, cuya impresión permanece imborrable en la memoria. Para quien recuerda, por ejemplo, la descripción de la marcha de las generaciones humanas en La visión de Fray Martín, el comentario del inmortal monólogo no es más que un eco.
Una lisonjera esperanza se une, como tributo final de la lectura de Poémas cortos, a la inefable gratitud de la impresión que deja en el alma el paso de la verdadera poesía. La inspiración del poeta ilustre, que nos parecía vencido por el desaliento, entra acaso en un período de nueva animación. ¡Luzbel bate las alas tras el velo que oculta la obra no terminada del artista; y pronto el cincel que ha de darle el último toque le golpeara en la frente para imprimirle el sello de vida y animarle a volar!
5 de junio de 1895.
La aspiración de comunicar al boceto apenas delineado de la literatura americana un aire peculiar y distinto, que fuese como la sanción y el alarde de la Independencia material y complementara la libertad del pensamiento con la libertad de la expresión y la forma, es una de las energías que actuaron con insistentes entusiasmos, a partir del definitivo triunfo de aquella independencia y en medio de las primeras luchas por la organización, en el espíritu de los hombres que presidieron esa época inicial de nuestra cultura.
La misma aspiración de originalidad se ha manifestado al través de las generaciones sucesivas, determinando ensayos y esfuerzos que, en gran parte, la han trocado en una hermosa realidad.—Ella vivifica, al presente, en todas las naciones de América, un movimiento de opinión literaria que comparte, con las más exóticas sugestiones de la imitación, la actividad productiva; y es lícito afirmar que la idea de esa originalidad del pensamiento americano apenas dejaría lugar a discusión en cuanto a su conveniencia y legitimidad, si ella se mantuviera en una indeterminada penumbra y no adquiriese de la definición que la convierte en lema de guerra de ciertos apasionamientos literarios un significado preciso.
El más generalizado concepto del americanismo literario se funda, efectivamente, en cierta limitada acepción que la reduce a las inspiraciones derivadas del aspecto del suelo, las formas originales de la vida en los campos donde aún lucha la persistencia del retoño salvaje con la savia nueva de la civilización, y las leyendas del pasado que envuelven las nacientes históricas de cada pueblo.
Atribuir la magnitud de una reivindicación del espíritu de nacionalidad a la preferencia otorgada a esas inspiraciones tiene mucho de exclusivo y quimérico. —Es indudable que el carácter nacional de una literatura no ha de buscarse sólo en el reflejo de las peculiaridades de la naturaleza exterior, ni en la expresión dramática o descriptiva de las costumbres, ni en la idealización de las tradiciones con que teje su tela impalpable la leyenda para decorar los altares del culto nacional.—En la expresión de las ideas y los sentimientos que flotan en el ambiente de una época y determinan la orientación de la marcha de una sociedad humana; en el vestigio dejado por una tendencia, un culto, una afección, una preocupación cualquiera del espíritu colectivo, en las páginas de una obra literaria, y aun en las inspiraciones del género más íntimo e individual, cuando sobre la manifestación de la genialidad del poeta se impone la de la índole afectiva de su pueblo o su raza, el reflejo del alma de los suyos, puede buscarse no menos que en las formas anteriores la impresión de ese sello característico.—Por otra parte, no es tanto la forzada limitación a ciertos temas y géneros como la presencia de un espíritu autónomo, de una cultura definida, y el poder de asimilación que convierte en propia sustancia lo que la mente adquiere, la base que puede reputarse más firme de la verdadera originalidad literaria.
La exageración del espíritu de nacionalidad, entendido de la manera insuficiente a que hemos aludido, puede llevar en América a los extremos del regionalismo infecundo y receloso que sólo da de sí una originalidad obtenida al precio de incomunicaciones e intolerancias: el de la literatura que se adhiere a la tierra como una vegetación y parece describir en torno suyo el límite insalvable que fijaba la huraña personalidad de la ciudad antigua al suelo consagrado por sus dioses.
Una cultura naciente sólo puede vigorizarse a condición de franquear la atmósfera que la circunda a los «cuatro vientos del espíritu.» La manifestación de independencia que puede reclamársele es el criterio propio que discierna de lo que conviene adquirir en el modelo, lo que hay de falso e inoportuno en la imitación.
Debe reconocerse, sin embargo, en el movimiento que se esfuerza por mantener la inspiración de las tradiciones y los usos nativos en la literatura de los pueblos de América, un fondo de oportunidad que le hace fuerte y prestigioso.—El no ha de darnos la fórmula de una cultura literaria que abrace todas las exigencias naturales de nuestra civilización, todas las aspiraciones legítimas de nuestra mente, pero puede ser un elemento necesario y fecundo dentro de la unidad de una literatura modelada en un concepto más amplio, y puede significar, en cierto límite, una inspiración regeneradora que fortalezca con el culto de la tradición y el sentimiento de la nacionalidad, la conciencia de pueblos enervados por el cosmopolitismo y negligentes en la devoción de la historia.
La idea de la originalidad literaria americana tiene, de cualquier manera, en la importancia y significación del movimiento a que da impulso, títulos sobrados a la consideración de la crítica. Nuestro objeto, en el estudio que iniciamos, es determinar sumariamente el proceso histórico de esa idea y examinar hasta qué punto puede ella ser el cauce en donde vuelque su actividad el espíritu de las nuevas generaciones.
Una mirada rápida tendida sobre el pasado literario de nuestros pueblos nos preparará para abordar esos dos temas de estudio.—En ella consideraremos, no sólo los precedentes del americanismo, según la acepción que hemos precisado, sino toda manifestación que acuse la existencia de un espíritu propio, ya por la tentativa de inspirarse en los atributos de la naturaleza o de poner en juego los elementos dramáticos de la sociabilidad, ya por la expresión de las energías y espontaneidades del sentimiento público.
* * *
Vano sería investigar, en el espíritu o la forma de la literatura anterior a la Emancipación, una huella de la originalidad cuyos precedentes históricos buscamos.
No era la escuela de la época la que se oponía en primer término a la manifestación de esa originalidad, sino, ante todo, las condiciones de la vida y la modelación de los caracteres.
El principio de imitación de modelos irreemplazables, base de las antiguas tiranías preceptivas, era, con relación al pensamiento y la sociabilidad de la colonia, una fuerza que trascendía de su significado y alcance literario para convertirse en la fatal imposición del ambiente y el molde natural de toda actividad, lo mismo se tratara de las formas de la producción y la cultura que de otra cualquiera de las manifestaciones de la vida del espíritu.
La colonia, privada de toda espontaneidad en la elección de las ideas y la confesión de los sentimientos, enteramente extraña al impulso que encauzaba su vida e inconsciente de la educación que modelaba su carácter, dócil arcilla dentro de una mano de hierro, no pudo sino imitar el modelo literario que venía sellado por la autoridad de que recibía leyes, hábitos, creencias.—El remedo servil estaba en la naturaleza del terreno de que se nutría aquella lánguida vegetación literaria, como lo estaba el gusto prosaico y enervado que, sin dejar de explicarse por las influencias y modelos de la decadencia española, era en gran parte el reflejo de la monotonía tediosa de la vida y del tímido apagamiento de la servidumbre.
Faltaba, para que la literatura tuviera cierto valor de significación social y sintética, la efectividad de un espíritu colectivo, y ella era un resultado exclusivamente personal.
De la inspiración que brota de las pasiones de la lucha, de los entusiasmos de la acción, y se exhala, al modo de la fosforescencia de los mares, del oleaje de ideas que se entrechocan; de la poesía que es como el portaestandarte de un conjunto humano que marcha a la conquista del ideal, no pudo resonar un acento solo en el seno de sociedades privadas de todos los estímulos que realzan y embellecen la vida de los pueblos, como, al decir de Larra, no se produce eco entre las tumbas.
De la serenidad de la atmósfera moral propicia al florecimiento literario, de la serenidad que no excluye la animación del pensamiento ni el centellear de las pasiones generosas, y es la armonía establecida de todas las fuerzas y todas las actividades sociales con campo abierto para el esfuerzo desinteresado del torneo, con vastos horizontes para la difusión tranquila de la luz, no había tampoco los halagos ni las inspiraciones dentro del ritmo rutinario con que los días rodaban a un pasado comparable a inmensa acumulación de aguas muertas, sin que uno de ellos hiciera dibujarse al caer sobre su superficie soporosa el estremecimiento de la vida.
Sin duda, una gran parte de la literatura de la colonia es la expresión de los hechos reales y actuales de la sociedad en que se producía, pero la trivialidad constante de esos hechos que urden la trama de una existencia estéril y monótona quita todo valor significativo a las páginas que los reflejan y las reduce a la condición del diario de una travesía sin percances frente a playas desiertas y brumosas.
Y si el carácter de la producción literaria no podía originarse de la presencia de un espíritu autónomo que informara la vida y la sociabilidad colonial, imprimiéndole sello peculiar y distinto, tampoco era posible que él brotara de la dilatación del alma española al través del Océano que dividía el inmenso Imperio, ni que recogiera su inspiración en las tradiciones y los sentimientos de raza simbolizados en la bandera que tendía su sombra desde el Estrecho a las Antillas, haciendo de ellos el hilo que transmitiera a la pluma del escritor y condensara en el canto del poeta el flúido eléctrico del espíritu de la multitud.
El desvanecimiento progresivo de la conciencia de esa unidad moral en las colonias americanas y la pérdida de todo sentimiento de la gloria y la tradición de la metrópoli son hechos que inspiraron al gran viajero de quien ha podido exactamente afirmarse que realizó a principios de siglo un segundo descubrimiento de nuestra América, observaciones llenas de interés. «Las memorias nacionales —afirma Humboldt—se pierden insensiblemente en las colonias, y aun aquellas que se conservan no se aplican a un pueblo ni a un lugar determinado. La gloria de Pelayo y del Cid Campeador ha penetrado hasta las montañas y los bosques de América; el pueblo pronuncia algunas veces esos nombres ilustres, pero ellos se presentan a su imaginación como pertenecientes a un mundo puramente ideal o al vacío de los tiempos fabulosos» (60).
Y en cuanto a las memorias y las leyendas de las razas que representaban la tradición de libertad salvaje de la América junto a la posteridad del conquistador, sólo con las protestas de la Independencia debía venir la reivindicación de tales vestigios del pasado como cosa propia de la tierra, como abolengo de su historia.— «El colono de la raza europea — añade Humboldt—se desdeña de cuanto tiene relación con los pueblos vencidos. Colocado entre las tradiciones de la metrópoli y las de la tierra de su cuna, considera las una y las otras con la misma indiferencia, y muy raras veces arroja sus miradas sobre lo que fué.»
Mudo y desierto el horizonte del pasado, contenida dentro del cauce de un reposo sin gloria la vida del presente, y velada por una fatalidad ajena a toda intervención de esfuerzos propios la perspectiva del porvenir, no era posible para la vida colectiva la expresión literaria, ni para la obra del pensamiento individual la repercusión del espíritu público que la convierte en luz y fuerza de todos.
La contemplación de una naturaleza cuya poesía desbordante no había sido traducida al lenguaje humano jamás; los rasgos propios que determinaba la lucha de la civilización y el desierto en las costumbres, sólo hubiera sido posible que brindaran inspiraciones de originalidad a la descripción y al relato, si estas formas de arte hubieran reposado para la escuela de los tiempos en la imitación de la vida.
Con la proximidad de la Revolución, ciertas audacia e inquietudes del pensamiento parecen estremecer las páginas de la literatura colonial, como el soplo de viento levantado por un batir de alas. — Una de las manifestaciones precursoras de la definitiva transformación de las ideas y sentimientos públicos es, en los últimos tiempos de la colonia, la vibración creciente de los afectos, las aspiraciones y las necesidades sociales en la palabra escrita; el movimiento de publicidad que iniciaron en el Río de la Plata las memorias de Belgrano y los escritos de Vieytes en la propaganda de la libertad económica y que debía tener su más resonante manifestación de elocuencia en el Memorial de los Hacendados y su más alta nota de sentimiento en el canto de triunfo en que el futuro Rouget de la Revolución ungía la frente de la poesía inspirada en las altiveces del honor nacional y los arrobamientos de la gloria, sobre las calles donde aún no se había oreado el riego de sangre de la Reconquista.—Y como elementos de este ejercicio de aprendizaje del pensamiento propio en vísperas de la época en que él sería el motor de la marcha de la colonia emancipada, nace el amor al estudio de las tradiciones históricas del Virreinato, que no se manifiesta sólo por la investigación y la narración de la crónica desnuda e indiferente, coloreándose en las páginas de Funes, de Araújo, de Rivarola, y en las monografías locales que los primeros periódicos acogen en sus columnas, con ciertos toques de sentimiento patriótico y tradicional, al mismo tiempo que se manifestaban como uno de los temas preferidos de esos mismos periódicos que reflejaron las primeras agitaciones del pensamiento y la adquisición de los primeros elementos de cultura, las descripciones geográficas del suelo que contribuían a hacer conocida la expresión material de la patria que se esbozaba. — Pero aún tuvo una manifestación que más directamente se relaciona con nuestro tema este sentimiento naciente de las cosas propias, y es el diseño de una poesía engalanada con los dones de la naturaleza regional, que Labardén trazó, sobreponiéndose a los influjos de su tiempo y escuela, después de haberse esforzado por calzar con el coturno trágico la leyenda de la América primitiva.
Llegamos ya a la época en que pudo manifestarse sin reatos el espíritu de la colonia transfigurada en pueblo autónomo.—La literatura de la Independencia americana, como la actividad de la época a que dió expresión, fué absorbida por un sentimiento y una idea. Reflejando esta inalterable unidad del espíritu de una época heroica, aquella literatura fué eminentemente nacional; pero no pudo serlo si por nacionalidad literaria ha de entenderse la expresión compleja y armónica de la vida de un pueblo, ni si se exige la condición de la forma propia y espontánea.
Sólo era dado al poeta aspirar al aplauso de las multitudes, si les devolvía en sus cantos el eco de la gloria que ellas conquistaban en la acción.
Todo quebrantamiento de ese tono inflexible hubiera semejado acaso una infracción de la ley suprema que obligaba a la lucha, un testimonio de enmuellecimiento, indiferencia u olvido, como lo parecían en Esparta las tentativas de alterar, con la expresión de la voluptuosidad y el remedo de la gracia ateniense, la severa uniformidad del modo dorio, la melodía sugestiva de la emoción viril del impulso del combate.
Aun dentro de esta limitación, el espíritu nacional de la poesía de la Independencia sólo resulta exacto si se le busca en la pasión que la generaba, en la conciencia del poeta que le daba vida.—Ni el más ligero viso de nacionalidad puede señalarse en la determinación del clasicismo que presta apariencias artificiosas a una poesía que era, considerada por su inspiración esencial, toda ingenuidad y toda sentimiento.
Había sin duda elementos de oportunidad y de vida en este propio clasicismo de la forma, que trascendía en realidad a lo más íntimo del espíritu poético y se relacionaba con las inspiraciones vivificadoras de la Revolución, sellada desde su origen por la pasión del genio clásico, que había renacido para propiciar, como ideal de gloria y de grandeza moral, la marcha de otra revolución humana a cuyo ejemplo se modeló en gran parte la de 1810. Pero la sinceridad del entusiasmo con que los actores del gran drama de América se transportaban en espíritu a la antigüedad y aspiraban a ser continuadores de sus fastos, si bien levanta el clasicismo de su poesía muy sobre el nivel de un vano amaneramiento retórico, no la mantiene por eso menos alejada de la realidad.—Aquellos mismos poetas que interpretaban el amor y el orgullo de la patria parecían cantar devorados por la nostalgia del Tíber y el Eurotas, y faltos de la percepción o del aprecio de las originalidades de la realidad que los rodeaba, sacrificaron la fisonomía peculiar y el elemento distintivamente pintoresco de la lucha a la imitación de las formas consagradas de la épica, sin una pincelada que diese la nota original del escenario y la actitud y el gesto expresivo del actor; sin una i estrofa olvidada de lo antiguo, que guardara la repercusión del galope de la montonera al través de la Pampa inconmensurable, se colorease en los tintes de la naturaleza propia y modelara en bronce el brioso talante del gaucho.
La poesía de la revolución argentina, que Juan María Gutiérrez pudo justicieramente enaltecer en el conjunto de la primera inspiración americana, como la que más estrechamente vinculada se mantuvo a la épica realidad de los tiempos, la que encierra en sí una expresión más sostenida del sentimiento de la nacionalidad y una apoteosis más constante de su gloria, hubo de compensar esta superioridad que hizo de ella un elemento positivo del drama revolucionario con una fisonomía más austera y monótona, menos diversificada por la intervención de otros elementos y formas de poesía que se agruparan como notas armónicas en torno de la nota guerrera, descubriendo, por decirlo así, la carne bajo la coraza, destacando un relieve personal sobre la uniforme expresión de la acción cívica, o esculpiendo en el cincelado puño de la espada una escena de la naturaleza, un cuadro de costumbres.
Terminado con el desenlace triunfal de la epopeya y con el fracaso de la obra de organización que debió poner su cúspide, el imperio de la escuela que había presidido a la manifestación de sus anhelos y sus glorias, ella no transmitió a la que debía reemplazarla una sola tentativa de llegar al alma del pueblo y de empaparse en el jugo del terruño.
Alentaba una hermosa poesía popular, que el poeta clásico consideraba con el desdén del trovador palaciano hacia el romance del juglar villanesco, pero ese desdén la mantenía desvinculada del movimiento literario ostensible y del espíritu del hombre de ciudad.—El clasicismo del siglo xviii , donde tuvo la escuela de los poetas de la Independencia su modelo, había profundizado, hasta hacerlo irreconciliable, el divorcio de la inspiración popular y la erudita, obstinándose en el propósito de formar alrededor del poeta noble y elevado una atmósfera diferente a aquella en que respiraba la multitud. Esta infecunda separación de lo que debió por modo artístico enlazarse en la unidad de una sola humana poesía se reproduce en el aspecto de la activividad literaria de la época de Juan Cruz Varela y Lafinur.—Hidalgo daba voz a la inspiración ingenua y agreste sin los prestigios de la forma que la hacen grata a las imaginaciones cultas; los poetas que glorificaban la obra social de Rivadavia cincelaban la forma culta sin vivificarla por los afectos e imágenes que halagan al sentimiento popular.
No era posible, dentro de la escuela de la época, la reconciliación que había de ser el significado prestigioso de La Cautiva y el secreto de su poderosa originalidad, la obra de nacionalizar el espíritu de la poesía nacida de la cultura urbana y ennoblecer la forma del verso humedecido en el aliento del desierto.
Para que pudiera ser escrita aquella obra de iniciación, para que el acento del poeta adquiriera originalidad expresiva de las cosas propias, era preciso que un vuelco radical de las ideas literarias se verificara, y que salvase los mares el espíritu de una revolución que debía ofrecerse al pensamiento de América con los prestigios de una nueva sanción de su autonomía, en cuanto propagaba a los dominios de la forma el aura bulliciosa de la libertad.
Estaba, en las afirmaciones y en los ejemplos del romanticismo, la grande idea de la nacionalización de las literaturas.
Reaccionando contra la unidad del modelo insustituíble y el precepto inviolable, aquella revolución reemplazaba con la espontaneidad que debía conducir a cada pueblo a la expresión de su carácter propio la imitación que a todos los identificaba en la misma falsedad, y oponía la vinculación del verbo literario con todo lo del suelo, la época y el uso, a la abstracción de un clasicismo que, sin subordinarse a ninguna realidad determinada, presentaba el tipo universal por norma de arte y aspiraba, no a la reproducción directa y concreta de las cosas, sino a la expresión de la verdad ideal, depurada de todo accidente, es decir, de todo rasgo local, de toda peculiaridad histórica.
La poesía dejaba de ser considerada como el patrimonio de ciertas selectas civilizaciones que hacían durar su espíritu en el legado de perennes modelos, y pasaba a ser un don universal, un don humano, cuya originalidad daba en cada una de sus formas históricas la medida de su valor, y cuya génesis debía buscarse en el modo de pensar y sentir propio de cada raza y cada pueblo, en las inspiraciones de su naturaleza, de sus costumbres, de sus glorias.
A aquel impulso igualitario con que la hegemonía del clasicismo francés había derribado en Europa las aras de los viejos dioses nacionales, en arte y poesía, sucede en todas partes donde repercute el grito de guerra de los innovadores la altiva reivindicación del propio abolengo literario.
El balbuceo sublime de la inspiración sepultada por el Renacimiento fué evocado del fondo de la tradición; la «multitud» de Shakespeare se incorporó para difundir por el mundo la gloria de su solar nativo; el Romancero limpió de herrumbre su coraza; la Comedia del siglo xvii volvió a su juventud; y en las brumas del Norte las viejas sagas despertaron para arrasar, con el ímpetu de las tempestades boreales, la mustia poesía trasplantada del parque de Wieland y Voltaire a los invernaderos de la corte.
Levantábanse así las voces de los pueblos que Herder percibía en el rumor de la agitación literaria, y se aspiraba a que las literaturas fuesen la expresión de la personalidad de las naciones, como el estilo es la expresión de la personalidad del individuo.—Un millar de colores se alzaba sobre el blanco frontón de la antigüedad.
El romanticismo, ni entendido como reacción literaria que buscaba sus inspiraciones en el espíritu de una edad cuya evocación no hubiera tenido en América un sentido explicable; ni como escuela de idealismo que llegó a desdeñar, no menos que el sistema de imitación que había derribado, las fuentes de la realidad; ni como expresión artística de aquellos estados de conciencia que tendieron sobre la frente de las generaciones románticas su sombra y se tradujeron en sus poetas en clamores de rebelión individual y de conflicto íntimo, hubiera dado una fórmula satisfactoria y oportuna con relación al carácter y la expresión natural de pueblos que vivían su niñez, que no podían participar de las nostalgias y congojas nacidas de la experiencia de las sociedades, y que necesitaban, ante todo, del «conocimiento de sí mismos» que debía ser, como fué la inscripción del templo clásico, el epígrafe y el lema de su literatura; pero era posible que ellos aprovecharan del principio de libertad racional que la revolución literaria traía inscrito en su gallardas banderas, como punto de arranque en la obra de emancipación del pensamiento propio, y era posible que recogieran del ejemplo de esa enérgica reivindicación de la nacionalidad literaria que el romanticismo suscitó, en todas partes, inspiraciones beneficiosas y fecundas.
La variedad de formas, de sentimientos, de modelos, abría, por otra parte, un campo de elección mucho más vasto, dentro de la imitación misma, y el impulso que, reaccionando contra la reserva aristocrática del espíritu literario, lo difundía, como por una evangelización de la belleza, entre todos los hombres, no podía menos que facilitar la expresión de la índole propia de nuestras sociedades.
La literatura descendía de la Academia y el Liceo para poner la mano sobre el corazón de la muchedumbre, para empapar su espíritu en el hálito de la vida popular.
El poeta americano contó en su obra de crear una expresión nueva y enérgica para la naturaleza y las costumbres con otra gran conquista del romanticismo: la democratización del lenguaje literario, el bill retórico que concedió los fueros de la ciudadanía a esa «negra muchedumbre de las palabras» que Hugo, en Las Contemplaciones, se jactaba de haber confundido, anonadando la distinción de vocablos plebeyos y vocablos patricios, con «el blanco enjambre de las ideas».—Dentro de los límites del lenguaje poético del siglo xviii , con su veneración de la perífrasis y su desprecio del habla popular, la escuela de lenguaje que hacía del Homero de Mme. Dacier un poeta de la corte y llevaba a Shakespeare al destilatorio de Ducis, no hubiera sido posible el sabor de naturalidad de La Cautiva ni la palpitante crudeza del Celiar.
La narración rompía los moldes estrechos y convencionales de la épica de escuela, y se dilataba por la franca extensión de la poesía legendaria, del cuento popular, de la novela histórica o de costumbres, formas mucho más adaptadas a la expresión de las peculiaridades de la vida nacional o local y mucho menos difíciles de modelarse bajo inspiraciones originales y creadoras.
Manifestábase en la lírica del sentimiento de la naturaleza, parte necesariamente principal en toda literatura genuinamente americana, y la descripción animada por la presencia del espíritu, por la poesía de la contemplación, reemplazaba al artificioso procedimiento de la escuela que había inspirado a los didácticos del siglo xviii pálidos cuadros de una naturaleza inexpresiva.
Merced a todas esas manifestaciones de libertad, a todos esos ejemplos e influencias que directa o indirectamente invitaban a la franca expresión de las cosas propias y sugerían la ambición de una originalidad que no necesitaba buscarse sino en las mismas, romanticismo y emancipación literaria nacional fueron términos que se identificaron en el propósito del gran innovador que encendió, en el pensamiento y la cultura de esta parte de América, el fuego de aquella inmortal revolución de los espíritus.
A las notas primeras del subjetivismo romántico en que se inspiraba la suave poesía de los Consuelos, señalando una innovación del gusto literario que se adueñó casi sin lucha del espíritu de la juventud salida de los claustros universitarios en momentos en que los principios y formas de literatura, venerados por la anterior generación, habían perdido el impulso que les comunicara actividad prestigiosa con la dispersión o el silencio de sus hombres representativos, sucedió la inspiración generadora de la leyenda nacional, que abrió, sobre la soledad inmensa de la Pampa, el pórtico por donde debía pasar el poeta culto a recibir las confidencias de la naturaleza salvaje y de la trova plebeya.
Desde entonces, la fundación de una literatura emancipada de todo influjo extraño, vivificada por el aliento de la tierra, por el sentimiento de la nacionalidad, aparece como una de las aspiraciones constantes y ardorosas de la generación que hizo del poema de Echeverría el lábaro de sus entusiasmos literarios y le amó como una poética representación de la patria ausente que evocaba, en las horas amargas del destierro, imágenes queridas y deleitosas memorias.
Es esta empresa de nacionalización la que comparte con la milicia del pensamiento, obligado a hacer aún de las manifestaciones más esencialmente desinteresadas del espíritu un medio de combate y propaganda, la actividad mental de la época que sucedió a la de la emancipación.
Juan María Gutiérrez, Mármol, Balcar ce, el poeta del Celiar continúan y complementan la obra iniciada por Echeverría en la pintura del suelo, la evocación del pasado legendario y la reproducción de las costumbres; la prosa descriptiva se manifiesta llena de color y sentimiento en las páginas de Alberdi y Marcos Sastre; el Facundo da la expresión de la vida del desierto, y los Recuerdos de Provincia, la de la interioridad local y doméstica en los centros urbanos; Vicente Fidel López encierra en la forma narrativa con que el imaginador de Ivanhoe y el de Los novios habían logrado, por las adivinaciones misteriosas del arte, lo que la historia no alcanzara jamás: su intuición poderosa del pasado de América; la poesía popular renace personificada en Ascasubi, que esconde en la vieja forma de Hidalgo la flecha de Giusti y Béranger; y el mismo Alberdi, que había consagrado sus páginas primeras a la descripción de la naturaleza física, reproduce en animados cuadros de costumbres la fisonomía de la vida de ciudad y lleva a la propaganda de la emancipación del espíritu americano, en las diversas actividades del pensamiento, todas las fuerzas de su crítica penetrante y nerviosa.
La consideración de este desenvolvimiento efectivo de la idea que puede en cierto modo calificarse de «afirmación de la nacionalidad literaria» en la obra de la época en que se inició, y el examen de la oportunidad que quepa a la prosecución de tales iniciativas dentro de la labor actual de la literatura de América, serán objeto de la continuación de nuestro estudio.
A principios del siglo, rasgando inesperadamente la atmósfera de afectación y frialdad de la literatura de su tiempo con el soplo de la naturaleza y la pasión, un libro se publicaba en Francia que los corazones estremecidos todavía por el horror de la tempestad que había pasado acogieron con íntima y ansiosa gratitud. —Tenía la oportunidad de la palabra que lleva al oído del enfermo acentos de piedad y ternura; hablaba, en medio de una sociedad sacudida en sus cimientos por el desborde de las pasiones humanas, del encanto de la soledad, del misterio reparador de los desiertos infinitos, y era como un soplo balsámico venido de Occidente para dulcificar el ardor de las frentes abatidas y sudorosas.
Aquel libro: la Atala—precediendo al que por impulso del mismo espíritu asoció a la palabra del hastío y la desesperación la poesía también de la soledad—verificaba en el mundo literario la revelación de la naturaleza de América.
Esta virgen naturaleza, estudiada como escenario de pasiones insólitas y hondas melancolías por el escritor de Bretaña, se manifestaba, poco después, como objeto de distinta contemplación y distinto sentimiento, en las obras del gran viajero cuya figura domina la historia científica de nuestro siglo desde cumbres que tienen la altura del Chimborazo, que fué una vez su pedestal.
El poeta-sabio del Cosmos no había llevado en su espíritu al seno de las selvas y los desiertos americanos el acicate del dolor, ni la inquietud de la personalidad desbordada y rebelde, [ni] (61) el ansia insaciable de René, sino la huella de aquel ambiente sereno y luminoso que imprimió en la cultura de los grandes días de Weimar un sello de universalidad y armonía que no ha vuelto a presentarse jamás y que hizo de sus sabios hombres de fantasía y sentimiento; de sus poetas, hombres de ciencia.
A la obra de la observación y del análisis armonizó el viajero, merced a esa norma de educación esencialmente humana y a la complejidad de su genio propio, una nota contemplativa que se confunde con la idealidad que hay en el fondo de toda investigación elevada en un solo espíritu poético. Grande y fecunda poesía que desciende, al modo de las corrientes majestuosas venidas de las cumbres donde reina la perpetua paz, no del sentimentalismo egoísta que hace girar el espectáculo del mundo en torno a sus cuitas y dolores, sino de las visión amplia y serena en que se conciertan todos los altos dones del pensar y el sentir, todas las calidades y excelencias del alma, manifestando, como un reflejo de la unidad y armonía de la naturaleza inspiradora, el orden supremo del espíritu que la contempla.
Humboldt y Chateaubriand convertían casi simultáneamente la naturaleza de América en una de las más vivas y originales inspiraciones de cuantas animaron la literatura del luminoso amanecer de nuestro siglo; el uno, por el sentimiento apasionado que tiende sobre la poética representación del mundo exterior la sombra del espíritu solitario y doliente; el otro, por cierto género de transición de la ciencia al arte, en que amorosamente se compenetran la observación y la contemplación, la mirada que se arroba y la mirada que analiza.
En la naciente literatura americana debía germinar bien pronto la mismo poderosa inspiración, como una de las formas naturales de la espontaneidad del sentimiento, sustituída al tema convencional y a la imitación exótica.
La nota más intensa de originalidad que puede señalarse en las primeras manifestaciones de poesía americana, con relación a las influencias y modelos de la literatura española, es la que procede del contacto con la naturaleza en que tomó aquélla sus galas, no sólo por la real y poderosa originalidad de esta naturaleza, bastante a comunicar sello distinto y vida propia a la poesía que acogiese a su seno, sino también porque el sentimiento poético del paisaje y la admiración de la belleza natural eran inspiraciones punto menos que desconocidas dentro de la tradición de aquella literatura.
Descartadas las descripciones de la égloga y la novela modelada a su imagen, por la falsedad del modelo puramente ideal y la palidez clorótica del tono; las de los épicos por detenerse en la exactitud desnuda y geográfica, o sustituir un escenario tomado de las reminiscencias de escuela o la propia fantasía a la verdad de la observación; y limitado a derivaciones más o menos modificadas de la misma égloga y al sentimiento horaciano de la soledad el amor de la naturaleza en los líricos, sólo por excepción puede notarse, en la contemplación inspirada de la Noche serena, en ciertos pasajes del Romancero y el Teatro y en medio de la agreste frescura de la lírica popular anterior al Renacimiento, la impresión directa y sentida de la naturaleza exterior.
Los épicos de la conquista apenas habían fijado su atención en la espléndida naturaleza que les brindaba su copa de poesía desbordante.—La Araucana no ofrece otra página realmente hermosa de descripción que la del valle fabuloso que dentro del convencionalismo descriptivo de los clásicos puede rivalizar con la de la isla embalsamada de Camoens y la del alcázar encantado que el Tasso imaginó para su Armida.—La contemplación de la noche en el desierto sólo sugería al arcediano Centenera el pretexto de un vano sueño mitológico. La naturaleza tropical era apenas, para Peralta y Barnuevo, objeto de una enumeración de herbolario.
Ellos dejaron virgen el tema que debía ser hallazgo dichoso del propio espíritu de América.
En los años en que Humboldt visitó la Caracas espiritual y pensadora de las postrimerías del régimen colonial, brillaba en sus tertulias literarias la personalidad de un poeta adolescente que cultivó el trato del sabio y le acompañó en algunas de sus excursiones científicas.—Estaba reservado a aquel poeta, en cuyo espíritu no debía desvanecerse jamás la huella dejada por la palabra del viajero, la gloria de ser uno de los dos grandes iniciadores del sentimiento de la naturaleza de América en su literatura propia; y fué, en gran parte, obra de la virtud inspiradora de aquella amistad intelectual y del ejemplo de los Cuadros y los Paisajes de Humboldt, el sentimiento estético que, acendrado por una larga preparación del pensador y el artífice y estimulado por la inteligencia clara y profunda de la descripción de los clásicos, produjo, como tardía fructificación, el canto majestuoso y severo en que Bello armonizó con la exhortación a la labor y la paz dirigida a las nacientes nacionalidades del Nuevo Mundo, el loor de la naturaleza que les brindaba sus dones.
Poco antes de que la silva de Bello viese la luz en las páginas de aquel Repertorio Americano que fué, como gallarda ostentación de la inteligencia y la cultura de la América libre en el seno de la vida europea, habíanse publicado en Nueva York los versos de un desterrado de Cuba, cuyo nombre debía tener para la posteridad la resonancia del Niágara a que aquellos versos daban ritmo.
El sentimiento de la naturaleza en poesía americana era una realidad consagrada por dos obras de genio, y se manifestaba por dos modos de contemplación esencialmente distintos. En la una, de serena objetividad; de pasión intensa, en la otra.
La naturaleza es para Bello la madre próvida y fecunda que inspiró, por la idealización de la abundancia y la labor, el utilitarismo delicado de las Geórgicas. Para Heredia es el fondo del cuadro que dominan la desesperación de René o la soberbia de Harold, la soledad bienhechora del que sufre, una armonía cuya nota fundamental está en el sentimiento reflejado en los ojos que contemplan.
Bello nos da la perfección en la poesía estrictamente descriptiva, en la representación de las formas sensibles de la naturaleza por la imagen que reproduce todas las variaciones de la línea y todos los tonos del color; pero Heredia, poeta de la intimidad, poeta del alma, sabe traducir al lenguaje de la pasión las voces de la naturaleza y muestra condensadas en las exterioridades de la imagen las emanaciones del espíritu.
A esta superioridad de sentimiento e inspiración debe aún agregarse la superioridad pictórica que resulta de haber Heredia reproducido un cuadro determinado y concreto, y haberse limitado el autor de la Silva a la Agricultura a decorar una composición de índole especialmente didáctica, con ciertos toques descriptivos que no se ordenan en un conjunto armónico y viviente, ni adquieren la unidad de un paisaje real.
Por otra parte, una inspiración derivada del eco blando de las Geórgicas no era la más apropiada para trasuntar la poesía de los desiertos en su magnificencia salvaje, en su majestad primitiva.
Bello entona su canto a los dones generosos de Ceres, a la labor futura que hiciera esclava del esfuerzo humano la naturaleza indómita y bravía, no a la espontaneidad selvática de esta naturaleza, en que estaba precisamente su poesía peculiar.
En nuestros pueblos del Plata, la revelación del sentimiento literario de que hablamos no se manifestó plenamente hasta llegada la época de Echeverría.— Labardén había cantado, en forma mediocre, al Paraná en los últimos tiempos de la colonia.—Los rasgos descriptivos que puedan señalarse en algunas composiciones de los poetas de la Revolución, como simples accesorios del cuadro, se refieren a la perspectiva de la edad de oro que ellos imaginaban en lo futuro, y presagian los dones de la tierra fecundada por la paz.—Así, Luca en su profecía del porvenir de Buenos Aires y el poeta de Ituzaingó tratando análogo tema. La observación de las peculiaridades de la naturaleza indígena había permitido a nuestro Larrañaga imprimir el colorido local en las formas sencillas del apólogo.
Juan Cruz Varela, en un discreto examen del legado transmitido por la época literaria que tuvo en él su más alta personificación a la que se anunciaba en los ensayos de la juventud que había de rimar La Cautiva y escribir el Facundo, constataba en 1828 la total ausencia del tema descriptivo en las composiciones de los poetas de su tiempo, y lo señalaba como una de las notas destinadas a hacer vibrar preferentemente en lo por venir el espíritu de la poesía americana.
La descripción de la naturaleza, realzada por el sentimiento íntimo de su hermosura y las galas de la imaginación que la refleja, ofreció a la pluma de Alberdi sus primicias y tuvo brillante manifestación en uno de los ensayos de la adolescencia que hicieron destacarse, sobre todas, su personalidad en el grupo que se inició en la vida pública bajo la inspiración de las ideas de reforma social y literaria lanzadas por Echeverría.
La tierra encantadora de su nacimiento brindóle el más hermoso de los motivos de descripción que podían haber iniciado el nuevo género, y la novedad y frescura de la inspiración obtenida de un tema inexplotado se unen a la magnificencia de la realidad que la obra reproduce para comunicarle cierta juvenil e ingenua lozanía.
El influjo de aquella mezcla de observación y sentimiento que había convertido, desde Juan Jacobo y Bernardino de Saint-Pierre, el amor de la naturaleza física en una de las más fecundas inspiraciones del arte literario, se hizo sentir por vez primera en la literatura argentina por la Memoria descriptiva, de Alberdi, que tan bien acertó a expresar la sentida admiración de la belleza natural y el arrobamiento de la contemplación melancólica en las Impresiones de un viaje al Paraná con que inició la descripción de la espléndida naturaleza que Marcos Sastre había de reflejar, años más tarde, en páginas de singular hermosura.
La poesía, entre tanto, despertaba, animada de nueva inspiración, reflexiva y serena en el silencio que había sucedido al estruendo de las armas, atenta al eco lejano y melodioso de romanticismo; y ciertas páginas de los Consuelos anunciaban ya al gran promotor del sentimiento literario cuyo proceso de manifestación investigamos, en el intérprete de las intimidades del corazón.
«Leyda, Regreso, Flor del aire—afirma Alberdi, que en su juicio de la obra de Echeverría supo acertadamente apreciar la nota de originalidad que aquel sentimiento comunicaba al espíritu y la forma de la nueva poesía—dejaban entrever, ya en el fondo, ya en los accesorios, la fisonomía peculiar de nuestra naturaleza.»
El verdadero impulso de innovación no se manifestó, sin embargo, hasta el poema que lanzado al par de la idea generosa y fecunda formulada en el credo de la Asociación de Mayo, se armoniza con esta otra iniciativa de reforma para determinar los orígenes de una época nueva en la orientación de los espíritus.
Al significado de aquel poema se identifica hoy la parte segura, inconmovible, de la gloria literaria de su autor, y su legado imperecedero transmitido al porvenir de la poesía americana.
El poeta de la regeneración social y política vivirá, más que por la excelencia de su arte, por la grandeza del propósito y la originalidad del pensamiento que propagó y en el que germinaba la solución futura del problema fundamental de la nacionalidad, la idea que determinó su forma orgánica; el poeta individual de los Consuelos no despertará en el porvenir, como no la despierta ya en nuestros corazones, la resonancia que en el espíritu de la generación a cuyo ser interno dió la expresión de las primeras notas que vibraron en el acento de nuestra poesía, dictadas por el numen de la confidencia y el ensueño románticas; pero la gloria del colorista vive la vida inmortal de la naturaleza y está afianzada en la inmutabilidad del aspecto más característico del suelo, donde ha de afirmarse el mármol que perpetúe su imagen y su memoria.
Mientras se agite sobre el haz (62) de la tierra el alma argentina, serán una parte de su ser y un elemento de la poesía que nazca en sus entrañas la sensación y el sentimiento de la infinita llanura; y mientras ellos sean peculiaridad de su existencia nacional e inspiración de sus poetas, el pórtico de La Cautiva tendrá la eterna oportunidad de la forma que los condensa en molde típico y acabado, a la manera como se perpetuará la imagen de las Praderas en el canto de Bryant o la de la selva del trópico en el poema de Araújo.
Y a la realidad y la intensa vida del cuadro, por las que vive unido indisolublemente a la objetividad de la naturaleza, se armonizan en aquella descripción un sello personal, una nota de sentimiento íntimo que la vinculan con igual fuerza e indisolubilidad al espíritu reflector del paisaje, y hacen de ella la más cumplida expresión de su carácter poético, de su fisonomía moral, de su índole afectiva.
Para quien haya estudiado, en efecto, al hombre, al poeta, al pensador, es cosa fácil reconocer en la soberbia imagen del desierto el tinte de su alma, y es lícito afirmar a la vez que cuando reprodujo aquella escena grave y solemne en su inmensidad, impregnada de tristeza infinita, trazó inconscientemente un trasunto del cuadro que su vida austera y melancólica, pasada en la penumbra del reflexivo destierro, alejada de las tempestades de la acción, vibrante en la propaganda de un pensamiento grande y único, ofrece en la perspectiva de los tiempos a la contemplación de la posteridad.
No de otra manera el vuelo majestuoso y el apacible colorido de la silva de Bello parecen ser el símbolo de la noble serenidad, del desenvolvimiento sosegado y fecundo de su existencia transcurrida en los afanes de un magisterio ejercido sobre hombres y pueblos. No de otra manera ofrece el Niágara, en el vértigo de su caída, la imagen de la existencia procelosa que armonizó con el eco de los hervores del torrente la confesión de su nostalgia y su dolor.
Ese carácter de intimidad, que asoma bajo apariencia de objetivismo en la descripción del desierto, imprime más definidamente su nota al canto en que por vez primera era pronunciado el nombre del Plata con la entonación de la verdadera poesía, y que Avellaneda creía destinado a vivir mientras un pecho humano respirase en sus márgenes, modelo de contemplación esencialmente lírica, apenas alterada por algún toque de descripción más lírica y menos descriptiva que el Niágara, de Heredia, para escoger un ejemplo en que la manifestación individual del sentimiento y la reproducción de la naturaleza exterior están perfectamente compartidas, porque en el canto que hemos mencionado aparecen casi exclusivamente el sentimiento, la impresión, el eco que levanta en el alma la escena que se desenvuelve en torno suyo.
El poeta de la desnudez austera de la Pampa aspiró a ser también el poeta de la altiva majestad de la Cordillera y de la vida lujuriosa del trópico.—Avellaneda, a la florificación del martirio y la robusta afirmación de credo de libertad y cultura por las que merece ser recordado entre las inspiraciones más generosas de su época, une las galas de una descripción excepcionalmente primorosa.—El canto inolvidable, voluptuoso, lleno de luz, flotante en una atmósfera de aromas, rimado con una gallardía que estuvo lejos de ser el atributo constante de la versificación de nuestro poeta, que sirve de portada a la narración, permanecerá entre los más vivos reflejos literarios de las magnificencias del Nuevo Mundo. Hay en la forma una visible reminiscencia del contorno de la descripción pomposa de Abidos en el poema de Byron: «¿Conocéis la tierra encantadora donde el ciprés y el mirto son emblemas de dones diversos de sus hombres?»; pero en el sentimiento y el color, el cuadro es admirable por la imitación directa de la naturaleza; y se armonizan dignamente con él los que en otros pasajes del poema reproducen la majestad del Aconquija, la vegetación tropical iluminada por la aurora y el desmayar del ocaso en las montañas.
Debe añadirse aún a los títulos del gran innovador, como intérprete de la contemplación penetrante y sentida de la naturaleza, ciertos fragmentos del Peregrinaje de Gualpo, boceto en prosa de un poema modelado en el plan del Childe Harold, que no llegó a versificar, y las Cartas íntimas, en que se manifiestan las impresiones de un período de decepcionada reclusión en la soledad de la Pampa, páginas acerbas y conmovedoras que hoy nos parecen más empapadas en la humedad del sentimiento que la mayor parte de la obra lírica de su autor, y en las que el propio abandono de la pluma, librada a la soltura sin reatos de la confidencia, vuelve más hermosa la ingenuidad con que se traduce en palabras la expansión del ánimo inquieto y dolorido en el seno de la reparadora soledad.
La descripción de la naturaleza, que Echeverría convirtió en suprema inspiración de poesía, fué levantada a las más altas manifestaciones de la prosa literaria por el autor del Facundo.
Las páginas de descripción de aquel gran libro forman, efectivamente, un magistral fondo pictórico, el magno cuadro del duelo de la Civilización y la Barbarie, y contribuyen a darle el valor de síntesis épica de la vida de un pueblo.
La imagen de la Pampa infinita que extiende «su lisa y velluda frente» desde los hielos del Sud hasta al región de los bosques—apenas interrumpida en su taciturna soledad por el golpe del malón o el paso tardo de la caravana de carretas—circunda, desvaneciéndose en insondable perspectiva, el escenario; y dentro de él aparecen lan aturaleza encantada de Tucumán, soberbiamente reproducida en un cuadro donde la gracia y la pureza del contorno rivalizan con la magnificencia del color; la árida travesía sobre cuya superficie desolada, como Macbeth en páramo siniestro, surge a la acción del drama la figura sombría de Facundo; el grave aspecto de la Ciudad monástica y doctoral; el paisaje austero y desnudo de los llanos y las serranías de La Rioja.
Comparte con Civilización y barbarie, la más alta representación de la prosa descriptiva en la literatura de su época, la obra en que Marcos Sastre consiguió bajo el título de El Tempe argentino, sus impresiones de la naturaleza en cuyo seno había buscado, en medio de la tempestad de las pasiones desencadenadas, el olvido y la paz.
Es un libro que participa de la naturaleza de las Geórgicas, en cuanto une como ellas al propósito útil, hermoseado por la idealización del retiro y la labor, la esencia poética y el sentimiento delicado.—No están exentas sus páginas de rasgos de trivialidad y de mal gusto, ni de afectación declamatoria, pero la impresión de conjunto es de una íntima sinceridad y una sencillez sentida y suave.—En los capítulos donde prevalece la nota contemplativa suelen notarse huellas de imitación o de retórica. El libro vale más por aquellos que revelan una investigación original y directa de las peculiaridades de la naturaleza indígena, estudiada con verdadero amor y precisión cuidadosa del detalle.—Pone a menudo Marcos Sastre en la observación del mundo irracional cierto interés afectuoso, cierta ternura, que recuerdan la expansión sentimental de Michelet. Hay páginas del Tempe que evocan, según acertadamente observó su prologuista, las impresiones de El insecto y El pájaro.—En suma, como obra de observación y obra de sentimiento, reveladora de las intimidades de un alma ingenua y dulce y los encantos de una naturaleza hasta entonces casi desconocida, tiene la de Marcos Sastre valor propio y merece la atención de la posteridad.
Habíase propagado, entre tanto, y determinaba la nota más intensa y distinta en la poesía de la época, el ejemplo que la gloria de La Cautiva prestigiaba.
Casi simultáneamente a las manifestaciones primeras del sentimiento de la naturaleza local en el lirismo del autor de los Consuelos y las Rimas, Juan María Gutiérrez comunicaba igual inspiración al verso esbelto y grácil de que tuvo el secreto y que fué en sus manos una forma flexible a toda novedad oportuna, a toda discreta innovación, sin mengua de la serenidad constantemente prevenida del criterio y el gusto.
Dentro de la originalidad americana, su sello personal fué conciliar a la manifestación de las tradiciones propias y al sabor de la tierra, cierto suave aticismo, cierto secreto de delicadeza plástica e ideal, que decoran la agreste desnudez del tema primitivo con la gracia interior del pensamiento y el terso esmalte de la forma.—Evocó de la leyenda indígena figuras de mujer que descubren, bajo sus plumas de colores, la morbidez del mármol exquisitamente cincelado y llevan en sus melodiosos acentos algo de las blandas melancolías de la Ifigenia de Racine o la Cautiva de Chénier.—En el paisaje puso la misma nota de deleitosa poesía, la misma suavidad acariciante en el toque e igual desvanecimiento apacible del color,—Dueño de un pincel de seda, se complació en reproducir las tintas tornasoladas del crepúsculo, los cuadros de líneas serenas y graciosas, las marinas estáticas de la calma.—Robó a la naturaleza regional los más encantadores secretos de su flora, y supo representar hermosamente la sensibilidad sutil del «caicobé», el trémulo balanceo de la «flor del aire», a quien la rama agitada por los vientos sirve de columpio, y la lluvia de oro del «aroma» cayendo sobre el suelo abrasado por los rigores del estío.
Deben mencionarse, al par del nombre y la obra del vencedor en el Certamen de 1841, los del intérprete inspirado del odio que fué suprema energía, estímulo supremo, en el alma de aquella generación.
Cúmplese en la gloria de Mármol la ley de reacción inevitable, la «ley de Némesis» de que habla Bourget a propósito del poeta de las Meditaciones, y al desbordado entusiasmo ha sucedido la dura indiferencia. Le separan de nuestro gusto la afectación declamatoria, la verbosidad incontenida, el desaliño habitual, ciertas galas de retórica candorosa, cierta afición por el martilleo monótono del ritmo, y su lectura parece haberse trocado, salvo muy escasos fragmentos, en tarea de erudición.—En las sanciones definitivas del futuro habrá, sin embargo, un despertar de buena parte de aquella gloria, sin duda engrandecida en la opinión de los contemporáneos por la suprema oportunidad que tuvo la evocación del yambo de Arquíloco y Chénier, falto de precedentes de la poesía de habla española, para sellar la execración de la tiranía en la forma más alta e ideal del acento humano; pero suficientemente justa para durar después que se ha desvanecido la pasión que congregaba alrededor del canto del poeta un coro de vibrantes entusiasmos.—La lava de aquellos odios tendrá firmeza de granito para la posteridad; y, entre las más altas manifestaciones del sentimiento literario de la naturaleza americana, se recordarán siempre ciertas páginas del poema en que el bardo de las iras patrióticas vinculó, a sus nostalgias e indignaciones de proscrito, sus impresiones de viajero.
Menos contemplativa y melancólica que la de Echeverría, la índole descriptiva de Mármol es más sensual y ostentosa.— Hay más intensidad de sentimiento en la manera propia del autor de las Rimas, y en la de Mármol, más brío de imaginación—. Diríase que la descripción del uno refleja la naturaleza como las aguas tocadas por la penumbra de la tarde; la del otro, como la superficie del mar bruñido y encendido por el rayo del sol meridional.
Degenerando a menudo, cuando se propone la expresión de lo íntimo, en remedos vulgares o mediocres, el poema de Mármol se levanta a mucha mayor altura en la descripción, y ofrece como motivos de interés a nuestro objeto—además del canto verdaderamente esmaltado por la luz de los trópicos que casi todas las antologías americanas han reproducido, y se complementa, en otros pasajes de la narración, con la imagen de las «coronas de esmeralda» y la «arquería de torrentes» del Tijuca—ciertos fragmentos de lirismo brillante, inspirados en la contemplación del mar y el cielo, y una vigorosa síntesis descriptiva de la «región del Sur», a que se vuelven las miradas anhelantes del desterrado.
Tiene también su puesto de honor en esta reseña el poeta del Celiar, víctima, en parte, de igual reacción de indiferencia y desvío.
La significación del poema que consagró la gloria de su nombre está, más que en la pintura del escenario, en la del actor, considerado atenciosamente, por vez primera, en su psicología y sus costumbres; pero hay otras manifestaciones de su producción que abonan sus títulos de poeta descriptivo.
La nota peculiar que puso Magariños Cervantes en la observación de la naturaleza, tal como luce en las páginas de aquellas obras de su juventud que guardan la mejor y hoy menos conocida parte de su labor literaria, consiste en cierta interpretación simbólica, inspirada en un elevado didacticismo, atenta siempre a traducir la imagen de lo externo en una idea o un precepto moral.
Así, la onda petrificadora del río que envuelve en malla de silícea firmeza cuanto cae en sus aguas, expresa para él la inmortalidad del nombre que la gloria redime del olvido, y el fuego que provoca el incendio inmenso de la selva cuyos despojos fertilizarán el suelo arrasado, la obra destructora de las revoluciones que preparan en las sociedades humanas el orden verdadero y fecundo. Así, las improvisaciones de la cultura triunfante que invade el seno del desierto y levanta, como por una mágica evocación, la ciudad altiva y poderosa sobre las huellas del aduar, tiene su imagen en la isla repentinamente formada del camalote, y la virtud tenaz que triunfa de la multitud indiferente y egoísta, en el manantial de aguas dulces que brota, rasgando el seno de las ondas amargas, en la inmensidad del Océano. Así, la marcha lenta y segura de la idea que labra inaparentemente su alvéolo en la conciencia humana hasta revelarse súbita e irresistible en la acción, se simboliza por la subterránea corriente del Tucumeno al aparecer voraz y poderosa en la superficie; el mandato providencial de la fraternidad de nuestra América, como suelo de una patria única, está en el eslabonamiento ciclópeo de los Andes, y el signo de la idea redentora que encierra, con la más alta expresión del ideal humano, las promesas de la tierra del porvenir, en los «brazos abiertos» del Crucero que preside la majestad solemne de sus noches.
Una consideración de la naturaleza fundada en este constante propósito ideal es ocasionada, sin duda, a las exageraciones prosaicas de la alegoría y el símbolo, vedando la contemplación desinteresada de las cosas que se complace en su propia realidad y belleza, o sustituyendo a la expresión del sentimiento natural y espontáneo un procedimiento de interpretación puramente intelectual; pero como peculiaridad y rasgo característico de un poeta, es interesante y hermosa la idea de vincular por tal medio interpretativo la naturaleza y el espíritu americanos, descifrando en las formas y accidentes más característicos de aquélla la expresión de ideas relacionadas con los hechos presentes o los secretos del porvenir.
Era nuestro objeto reproducir en sus lineamientos capitales la iniciativa generadora de la expresión de la naturaleza física como elemento de literatura genuinamente americana—Otras inspiraciones de americanismo reclaman ahora nuestro interés.
Sería motivo de interesantísimo estudio, del género consagrado por Laprade en páginas que permanecerán entre las más sentidas y hermosas de la crítica de nuestro siglo, una detenida consideración del sentimiento literario de la naturaleza de América que añadiese, al examen de las manifestaciones de iniciación que en parte hemos mencionado, el de los que las continúan y complementan en las obras de las últimas generaciones—Puede afirmarse que ellas mantienen sin decadencia aquella inagotable inspiración de poesía.— Recordemos sólo la visión amplia y sintética de Andrade, su extraordinario poder para los cuadros de conjunto, su pasión hugoniana por todas las sublimidades de la fuerza y la extensión que le hace unas veces el poeta incomparable de lo inmenso, el «poeta de las cumbres», y le lleva otras a sustituir, tal como en el prefacio de la Atlántida, al orden y la verdad de la naturaleza, la arbitrariedad de la imaginación en delirio; el sentimiento intenso y grave con que Ricardo Gutiérrez traduce al lenguaje de las almas «las voces de la tierra y el cielo» en los cuadros de Lázaro y la melodía arrobadora de La Oración; la atmósfera serena, el paisaje luminoso e idílico de Rafael Obligado; la mágica virtud con que se penetra en el el espíritu de las cosas y el arte con que se armonizan verdad y fantasía en las admirables descripciones del Tabaré.
No se manifestaría el sentimiento de la naturaleza menos fecundo en la producción literaria de otras secciones de América ni ofrecerían tema menos interesante de estudio el cántico voluptuoso de Flores en loor de la naturaleza y la vida, la contemplación apasionada de Pombo, la geórgica realista de Gutiérrez González.
En el próximo artículo de esta serie consideraremos el elemento de originalidad y americanismo representado por la expresión de las tradiciones y costumbres propias.
Investigando los orígenes del sentimiento poético de la naturaleza americana, que constituye sin duda el rasgo más espontáneo y característico entre los que imprimen carácter a las letras del Continente, puede afirmarse, en beneficio de esa espontaneidad, la ausencia completa de inspiraciones y modos dentro de la época literaria anterior a la libre manifestación del genio de la colonia trans figurada en nacionalidades dueñas y sesoñas del suelo que engalanan los dones de aquella naturaleza; pero cuando se trata de pasar en revista los antecedentes del elemento de originalidad aporta do, por la poesía de la tradición y las costumbres, a la obra generadora de una literatura esencialmente americana, adquiere aquella época literaria, de su simple condición de testimonio histórico de la primera edad de nuestros pueblos, un interés suficiente para mantenerla viva en la memoria de la posteridad y que la impone a nuestra consideración al llegar a esta parte de nuestro estudio.
Hay en ella, además, un poema al que es debido por todo concepto otro homenaje que el de la mención puramente histórica y fundada en interés relativo, y un alto nombre de poeta, en quien se personifica, en cierto modo, la iniciación homérica de la literatura propia y original del Nuevo Mundo.
No es ciertamente La Araucana, pues aludimos a ella, la plena realización del poema narrativo modelado en las condiciones peculiares de nuestra historia y nuestra naturaleza, que hoy anhelamos como elemento destinado a constituir un día la grande epopeya americana; pero bajo los pliegues de la túnica clásica que envuelve en el poema de Ercilla las formas de la narración, es fácil percibir el latido del corazón salvaje de la América—Puede afirmarse, en efecto, que mucha parte de la esencia poética de la vida de los pueblos indígenas pasó, por intuición admirable, a las páginas del inmortal narrador, y que, en sus descripciones, en sus relatos, en sus figuras, es posible señalar con frecuencia el esbozo de nuestras tentativas más eficaces de americanismo y la anticipada satisfacción de los anhelos de fidelidad histórica y local con que hoy procuramos llamar a nueva vida nuestras cosas pasadas.
Jamás la resistencia bárbara ha adquirido en manos de poeta americano personificaciones más épicas que las de la inquebrantable constancia de Caupolicán, el brillo heroico de Lautaro y la estoicidad de Galvarino.—En el episodio lastimero de Glaura ha de reconocerse el más remoto abolengo del romance y la leyenda inspirados por el sentimiento del salvaje candor, de la ingenuidad primitiva, que destacan sobre el fondo de las vírgenes soledades de América la sombra melancólica de Atala y el destello de infinito amor de Cumandá.—El desenlace en que la soberbia araucana arroja al rostro del esposo cautivo el fruto de su seno en arrebato de ira y de dolor, tiene la verdad intensa y ruda de una escena de Shakespeare, y merecería ser consagrada reproduciéndose indefinidamente, ya en el relato del historiador y en el acento del poeta, ya en el lienzo y el bronce, como el símbolo perdurable de la indómita naturaleza de la raza vencida, que concentra en altivo corazón de mujer, después que el brazo varonil ha flaqueado, el odio supremo que convierte la humillación en causa de locura, y la sublime desesperación de la derrota.
Por el espíritu, además, por el sentimiento que anima aquel airoso relato, dotado casi todo él de la limpidez y la firmeza de la equidad histórica, y adquiere resonancia en el acento generoso del poeta o percíbese en él, íntimamente, como el epodo que acompaña de lo hondo de su corazón las alternativas dramáticas de lo narrado, hay en Ercilla una cualidad que contribuye a destacarle con relieve genial de precursor, vinculándole a afecciones futuras y definitivas, en la tradición de la poesía inspirada por el sentimiento de la historia y las peculiaridades de América, en igual proporción que levanta su nobilísima figura, como hombre de acción y colaborador de la conquista, ante el juicio severo de la posteridad.
La poesía de Ercilla no es el eco del espíritu de los conquistadores, no es la traducción de sus pasiones en ley, ni guarda la repercusión de la rudeza despiadada con que se asentaba la planta del vencedor sobre el pecho exánime del vencido.
La glorificación, la idealización de la conquista española le deben poco, y tanpor lo menos como el significado secundario de la empresa que canta, dentro de ella, contribuye esa subordinación del sentimiento nacional y de las arrogancias del triunfo al imperio de sentimientos más altos, para que La Araucana no pueda llamarse en rigor la epopeya de la conquista, ni sea, con relación a la titánica aventura, lo que el poema de Camoens, símbolo y diadema del genio heroico de una raza, a aquella que representa su gran tributo de civilización. «El héroe es Caupolicán; el tema, el heroísmo araucano», afirma Bello. Y bien puede agregarse que, antes de la explosión de los himnos de la libertad en la poesía de la época revolucionaria, la voz acusadora mantenida ante los opresores en tres siglos de cautividad y el verbo poético de la tradición de autonomía salvaje de la América, estaban sólo en aquellas hermosísimas arengas de los indios de Ercilla, donde el sentimiento de resistencia al invasor resuena y llega a la posteridad con acentos inmortales, con el vibrante entusiasmo de la alocución del paje de Valdivia o la entonación viril de Colocolo.
Real precedente de poesía americana, la epopeya de Arauco no comparte esta significación con ninguna de las que luego explotaron igual glorioso venero de la historía y pretendieron modelarse a ejemplo de ella. Sobre las armas del conquistador no volvió a reflejarse un rayo de excelsa poesía, ni la inspiración que movió a los que aspiraron a consagrar como épicos sus triunfos fué la inspiración generosa que evocaba, en labios del soldado de Millarapué, los más altos ejemplos del heroísmo clásico para enaltecer al salvaje de indómita fiereza, y como que presagiaba, en el seno mismo de la conquista española, el grito de noble protesta de Quintana.—De la empresa de cíclopes que ofrecía por elementos de soberbia epopeya el escenario de la civilización magnificente de Méjico, la figura heroica de Cortés y el cuadro épico de Otumba, no recogió otra ofrenda la grande era literaria de nuestra raza que la del débil poema de Saavedra Guzmán y el cronicón rimado de Lasso de la Vega. En las Elegías, de Juan de Castellanos, tampoco puede apreciar la posteridad sino el interés del documento y la crónica; y en cuanto al continuador americano de Ercilla, cabe afirmar que América no puso ni un reflejo de luz o una nota de color en sus descripciones, ni una inspiración de amor y de piedad en su espíritu, contaminado por los odios de raza que superó noblemente el alma hidalga de su antecesor.
Los conquistadores del Río de la Plata hallaron el «Homero ramplón» de una de sus duras Odiseas, el rimador de una parte de sus porfías y sus glorias en el más desdichado de estos cronistas que, siguiendo temerariamente el rumbo del águila que había dominado las campiñas del Arauco desde las cumbres, tendieron sobre el espectáculo de las realidades más soberbias y capaces de enfervorizar el acento humano el vuelo desmayado de su pobre numen insensible al acicate de lo maravilloso.
El poema de Centenera, donde se hermanan todas las fealdades del verso bajo e inarmónico y de la narración enmarañada y exenta de orden y criterio, constituye, en verdad, un precedente de bien pobre cuantía en la interpretación poética de las tradiciones y peculiaridades regionales, y sólo en su carácter de ingenua iniciación de temas destinados a reanimarse en lo futuro por las evocaciones legendarias del genio poético de un pueblo interesado en la idealización de sus recuerdos históricos, es él merecedor de la atención y el interés que por órgano de su más caracterizado representante le ha concedido la crítica argentina.
Puede, sin embargo, un espíritu que se aventure en el erial prosaico del poema, iluminado por el don de hallar lo bello y lo característico en las realidades opacas de la crónica, obtener de sus páginas inspiraciones capaces de vivificar el romance y la leyenda, hallazgos de una candorosa poesía que asoma a veces, bajo la tosquedad e inepcia de la forma, como corteza a un tiempo ruda y balsámica.
El episodio en que se destaca la figura apasionada y gentil de Liropeya, la heroína del amor salvaje, que Juan María Gutiérrez consideraba destinada a iluminar eternamente las sombras de la crónica de la conquista, y que Adolfo Berro depuró de las escorias prosaicas de su imagen primera para concederle, en su romance más gallardo, la forma definitiva con que aparece a la posteridad, es esencialmente más poético que el de Glaura o Tegualda, y merece ser tenido por clásico entre las formas hasta hoy explotadas de la tradición indígena, de «la leyenda vestida de plumas de colores».
En suma, no es posible relacionar con este oscuro abolengo de las manifestaciones literarias del descubrimiento y la conquista la moderna expresión de las tradiciones y los albores históricos de nuestros pueblos en su poesía nacional, de otra manera que como se relaciona con la verdad adusta y descarnada del documento y del testimonio escrito de las cosas, la forma bella que la redime de su nativa oscuridad y la transfigura en tema de arte; pero no es menos cierto que hasta la aparición de las páginas primeras de una literatura vivificada por el amor de la naturaleza propia y el sentimiento de la nacionalidad en tierra americana, no hubo mejores antecedentes de americanismo literario, ni los superó, en caso alguno, la desmayada poesía de la colonia.
La literatura de la conquista—entendiendo por tal el grupo épico de los poemas que narran sus esfuerzos y celebran sus triunfos y las crónicas en que dura el testimonio de sus actores—ostenta, en medio de su informe rudeza, de su mediocridad habitual, de sus desmayos prosaicos, una viril animación, un grande espíritu de vida.
Hay en ella el desorden de la improvisación, la deformidad del mal gusto, todas las máculas y todas las imperfecciones que son propias de la ausencia de arte, y aun de la inferioridad del ingenio; pero es indudable que la consideración del conjunto inspira un sentimiento muy distinto del desdén o el hastío No ha de juzgársela, para poderla admirar, con el rigor del criterio literario, sino atendiendo a que la razón de su grandeza está en su calidad de campo inmenso y abrupto donde se estampa, como garra de ieón, la huella de una de las empresas más heroicas, más sublimemente aventureras de la historia humana.
A medida que se avanza en el tiempo, a medida que la quietud de la noche de servidumbre y de paz sucede al épico fragor de la conquista, vuélvese el campo de investigación más árido e ingrato, más infrecuente al descubrimiento de una nota de real inspiración, y el tedio de una prosa enervante se extiende en el horizonte de la literatura colonial como una bruma.
Aun los recuerdos históricos del primer siglo, el siglo heroico, de la colonización, sugirieron a veces en esta misma lánguida y trivial literatura la ambición temeraria de lo épico, y ocasionaron poemas donde la mísera condición del sentimiento, del color y la forma no se atenúa siquiera por el interés del testimonio directo y del traslado fiel de la realidad que aparece en la obra de los primitivos narradores, minuciosamente observada en sus detalles, aunque no sentida casi nunca en su poesía. Así, la Lima fundada, de Peralta Barnuevo, y la Hernandia, de Ruiz de León.
El pasado no podía brindar sino motivos de composición artificiosa y erudita en pueblos a quienes no les era dado contemplarle con los deliquios de la glocon el sentimiento de la tradición, las entrañas de la sociedad colonial sólo pudo nacer, en condiciones de vida, la abominable literatura de recepciones, de exequias, de fiestas reales, que arropaba vistosamente la lisonja trivial y aparatosa, de las ciudades en que se asentaba el poder de los Virreyes.
Nacida tardíamente, en el seno de sociedades a quienes las singulares condiciola colonización que les dió origen imprimieron carácter de democracias embrionarias, parcas y austeras, sin lugar para el remedo de las opulencias de la corte y modeladas en el hábito varonil de la labor, la literatura del Río de la Plata se halla en gran parte exenta de ese introito de abyección y mal gusto con que precede los anales de la cultura literaria de otras secciones de América el proceso de la actividad de su pensamiento colonial; pero ella hubo de participar forzosamente en tales tiempos de la radical falsedad impuesta por la desvinculación del espíritu literario y las fuentes generosas y límpidas del sentimiento; del ambiente del poeta, clausurado dentro de una ficticia prolongación del mundo español o el mundo clásico, y la atmósfera que embalsamaba una virgen naturaleza con sus agrestes perfumes y una sociedad naciente coloreaba con los tintes originales de su vida.
Hubo, sin embargo, en el seno de aquel movimiento de ansioso despertar de las energías de la mente y de adquisición de los elementos primeros de cultura, que se inicia en la historia colonial de Buenos Aires por el período gubernativo de Vértiz, y tiene su manifestación principal en la apertura de las históricas aulas de San Carlos, un espíritu a quien fué concedido cierto vago vislumbre del ideal literario cuyos remotos precedentes seguimos, y que se esforzó por reflejarle en páginas que la posteridad debe rei coger con solicitud cariñosa.
La personalidad de Labardén no se destaca sólo en los anales de la vida social del Virreinato por la superioridad de su cultura literaria y de las condiciones poéticas de su estilo sobre las de los rastreros versificadores de su tiempo, ni por la diversidad de las aptitudes y la multiplicidad de los servicios prestados al desenvolvimiento moral y material de la colonia que le constituyen en selecta personificación de los elementos de progreso y de vida empeñados entonces en lucha oscura y afanosa para vencer la inercia del pesado bloque colonial; sino, ante todo, por el prestigio de sus nobles esfuerzos en pro de la adaptación del espíritu literario a las condiciones físicas e históricas de pueblo de su cuna.
La aparición de Siripo, trayendo al ambiente mudo y soporoso de la sociedad sin ideal y sin carácter, modelada por tres siglos de servidumbre, una reliquia de su tradición de libertad salvaje, un soplo de sus tiempos épicos, es una nota de originalidad que basta para redimir un nombre de olvido y una época literaria de la condenación desdeñosa que merecería por casi la totalidad de sus legados.
No es lícito afirmar que la tradición indígena hubiese pasado hasta entonces sin dejar la huella de su planta en los anales literarios de la colonia; ni aun que faltase en ellos, de todo punto, la manifestación del contacto entre la mente poética de las razas vencidas y la cultura implantada por el conquistador.— Los Comentarios Reales, donde por verbo de tan espléndida idealización del imperio y de la sabiduría de los Incas, cuya propia sangre inflamaba las inspiraciones del relato, se extiende límpida y majestuosa el habla literaria modelada por los grandes prosistas del Renacimiento, serían suficiente ejemplo de lo último; y las fiestas escénicas o las representaciones dramáticas en que solía exigirse tributo a los recuerdos de la antigua vida americana, en las solemnidades de los grandes centros de la colonización, además de algún interesante ensayo de historia anovelada o interpretación semirromancesca de las cosas de la América primitiva que interrumpe la aridez desapacible de las crónicas, demostrarían la exactitud de lo primero.
Tampoco la originalidad de Labardén puede decirse absoluta con relación al modo literario de la época en que fué escrita la obra que comentamos.
Ya la tragedia clásica, que en manos de Voltaire había adquirido, entre otros elementos de innovación y de sentido moderno, no despreciables toques de color de época y local que diversificaban la solemne uniformidad del tema trágico con la reproducción de costumbres de pueblos desconocidos y remotos, había intentado en Alzira conceder a la historia de los indios de América la dignidad literaria del coturno. Concebida esta obra bajo los dictados del mismo espíritu filantrópico que había inspirado Los Incas, de Marmontel, y el Camiré, de Florian, y forma artísica, al par de ellos, del severo proceso instaurado por los hombres de la Enciclopedia a la conquista española, hubo de escollar, por otra parte, en cuanto al propósito de fidelidad histórica que suele revelarse por aciertos fugaces, en la índole fatalmente abstracta e inflexible de la tragedia y su absoluta incapacidad para la reconstrucción viviente de las tiempos y las cosas que era triunfo reservado al drama de la pasada realidad en nuestro siglo. Igual pecado original de la ejecución, no redimido en parte, como sucede en Alzira, por la alta calidad del ingenio, reduce casi a la descarnada exactitud de los sucesos y los nombres el colorido indígena de la obra del poeta colonial.
Pero el valer y el significado memorable de esta última no han de graduarse ciertamente por el éxito del resultado, ni aun por la originalidad intrínseca del tema, que se hacía pasar de las páginas yermas de la crónica a la idealización de la más noble forma literaria, sino por el amor de las cosas del terruño que en ella se revela y que otras dos composiciones del autor de la tragedia guaranítica nos dan ocasión de comprobar, manifestando la existencia, si no de un propósito consciente y sistemático, de un instinto poderoso de singularidad local y de un temprano sentimiento patriótico, que en vano se buscaría en la prosa rimada de Maziel y de Agüero.
La sátira con que el espíritu sutil de Labardén intervino oportunamente en el debate literario movido por uno de los episodios triviales y los hechos oscuros que daban pábulo a la vana locuacidad de los versificadores de la colonia, en tiempo del marqués de Loreto, luce un heroso arranque de sentimiento que casí llamaríamos nacional y que vuelve realmente inspiradas las estrofas donde el poeta rechaza, a nombre de la condición altiva de su pueblo, la abyección cortesana de la vida pública de Lima. Y et canto por er que fué poéticamente consagrada la naturaleza de esta parte de América, que él personificaba en la majestad del Paraná—ensayando, con el vuelo tímido e incierto del numen apocado por la habitud de la imitación y la retórica, el tema inagotable que señalaría la nota más intensa y distinta dentro de la futura originalidad de nuestra literatura—, constituye a la vez, como manifestación inicial entre nosotros de aquel género de poesía elevadamente didáctica, social, utilitaría en noble sentido, que puso en boga el espíritu revolucionario del siglo xviii y fué instrumento eficacísimo de propaganda y de guerra en manos de los poetas de la Emancipación, la resonancia poética de aquel período de renovación de las ideas y de iniciativa fecunda, que se manifiesta por los anhelos de prosperidad material y de libertad económica, los escritos de Vieytes y la acción benéfica de Belgrano, diseñando sobre el fondo incoloro de la sociedad colonial el esbozo de un enérgico espíritu colectivo.
La evocación de las tradiciones legendarias del pasado de América, que realizó Labardén en la escena, celosamente reservada por los poetas y los preceptistas, para los héroes y pueblos consagrados como una aristocracia de la historia, ofrece, pues, si se prescinde de la severidad, que sería inoportuna, del juicio literario, y se la aprecia relacionándola con ese anhelo de conceder una expresión adecuada a la sociedad y la naturaleza propias, que descubren los versos del autor de Siripo, todo el significado de una audaz manifestación precursora de la obra de nacionalización que sería francamente iniciada en la literatura de América medio siglo más tarde.
10 de julio, 10 de agosto y
10 de noviembre de 1895.
Un libro nuevo de Menédez pelayo nos ofrece la más alta y placentera oca sión en que iniciar este género de revistas que nos proponemos atender asiduamente.—Tienen la información y el comentario bibliográfico entre nosotros una tarea de la mayor trascendencia literaria que desempeñar, no menos en lo que toca a las mamifestaciones de nuestra propia actividad productiva que con relación al libro europeo, cuya irresistible influencia triunfa y se impone sin que la obra fiscalizadora de la crítica la preceda en el espíritu del público. Confiamos, pues, en que la utilidad propia de su objeto bastará a comunicar a las revistas que iniciamos el interés que no alcancen por su desempeño.
Constituye la nueva obra del historiador de los Heterodoxos españoles una segunda serie que añade reuniendo unas páginas dispersas a sus Estudios de crítica literaria salidos a luz hace dos lustros.—Reconozcamos, ante todo, que el recuerdo de las impresiones, en nosotros imperecederas, dejadas por la lectura de aquel primer libro a que el actual se vincula, crea para éste un término de comparación que no le es, en definitiva, favorable; y que no se encuentra en la nueva colección una monografía del precio de aquel inolvidable discurso Del arte de la historia, ni el traslado de la personalidad de un escritor, y el juicio de su obra, verificados con la maestría que en el estudio del poeta del Idilio admiramos; ni una página, de estilo y de doctrina a la vez, como aquella que el discernimiento del verdadero y falso clasicismo, del espíritu helénico y la moderna imitación de sus formas, motiva en la semblanza del autor de La conjuración de Venecia. Predomina en los nuevos estudios literarios la erudición sobre la crítica, aunque sea constantemente esa erudición la original, selecta y fecundada por la intervención activa del criterio y el gusto a que el sabio escritor nos tiene acostumbrados.
Entremos ya a examinar, con la necesaria rapidez de una apuntación de este género, el contenido de la colección, comenzando por aquellos ensayos relativos a obras y autores del viejo teatro castellano, que forman la mejor y más extensa parte de ella.
Establece cierta unidad en el espíritu de esos estudios la tendencia que manifiestan a levantar, sobre el nombre y la gloria de Calderón de la Barca, los de poetas objeto de menos universal aclamación, aunque acaso artísticamente más excelsos. A nuestro crítico corresponde el honor de haber fijado definitivamente i el criterio desapasionado en la apreciación del último y más célebre de los representantes de la gran tradición dramática española, identificado un día con la gloria entera de esa tradición, levantado por impulso de la crítica romántica alemana a la categoría de símbolo más adorado que conocido, más transfigurado ante sus ojos por la pasión de escuela y el efecto imponente y vago del conjunto que objeto para ella de una sólida y depurada admiración. El libro de exégesis calderoniana de Menéndez Pelayo puede ofrecerse como dechado de independencia crítica, de alta sinceridad, de criterio propio y seguro; y en el juicio general y sintético del antiguo teatro español que allí se hace, y sirve de fondo al de la personalidad del gran poeta romántico, se admira el resultado de una investigación directa, original, completísima, realizada, acaso por vez primera en la erudición española, desde los trabajos de iniciación de los críticos inspirados por el moderno despertar del genio nacional, en la más gloriosa de las manifestaciones del pasado literario de nuestra lengua. Como elemento de la obra de revisión y reparación que en aquel libro se esboza, en la crítica del gran Teatro, se manifiesta en sus páginas a menudo el enaltecimiento del arte espontáneo y vigoroso de Lope y Tirso, colocado artísticamente sobre la «grandeza amanerada» de Calderón.—Es el segundo de los poetas citados quien hasta ahora puede reclamar de la posteridad el pago de más cuantioso crédito; el que aún espera de la crítica la apreciación exacta de su genio y del conjunto de su producción, y de la historia literaria, el esfuerzo que disipe, en lo que toca a su vida, las brumas de la ignorancia o la leyenda. El estudio a él referente en el libro que motiva esta nota viene a satisfacer en gran parte tal exigencia de justicia, reuniendo y armonizando el resultado de la labor erudita consagrada en los últimos años por diligentes investigadores al esclarecimiento de la personalidad y la existencia, punto menos que desconocidas, del poeta, y acompañando a esa síntesis de erudición, que se acrecienta con datos personalmente adquiridos, observaciones de crítica profunda con respecto a su obra. Para Menéndez es indudable que el segundo lugar entre los maestros de la escena española le es debido al gran mercedario, y aún se inclina a participar de la opinión de los que resueltamente le otorgan el primero y el más próximo a Shakespeare, «ya que no por el poder de la invención—en que nadie aventajó a Lope, que es por sí solo una literatura—, a lo menos por la intensidad de vida poética, por la fuerza creadora de caracteres, y por el primor insuperable de los detalles». En el examen de la autenticidad de ciertas obras tradicionalmente incorporadas al repertorio de Tirso, cuyo origen aparece oscuro y dudoso, debe singularmente notarse, y tenerse por decisiva, la argumentación que se aduce para confirmar al poeta en la posesión de aquel inmortal drama teológico que se intitula El condenado por desconfiado. Sólo el autor de Don Juan era hombre avezado al estrépito de las aulas y la disputa dialéctica entre los poetas de su nación y su siglo, y sólo «de la rara conjunción de un gran teólogo y un gran poeta en la misma persona pudo nacer aquel drama único, en que ni la libertad poética empece a la severa precisión dogmática ni el rigor de la doctrina produce aridez y corta alas a la inspiración».
El análisis de cierta obra de Arturo Farinelli sobre el influjo del creador del teatro español en el espíritu y la obra de Grillparzer, uno de los primeros, si no el mayor, de los sucesores de Schiller en la escena alemana, a la vez que crítico dramático de genio, se relaciona con otra empresa de reparación que la justiciera crítica de aquel teatro imperiosamente exige y a la que Menéndez y Pelayo consagra actualmente tan formidable esfuerzo como el de ordenar y dirigir la edición total, publicada bajo los auspicios de la Academia Española y avalorada por prolijos comentarios de las obras dramáticas de Lope, Grande, sin duda, es la fama del Fénix de los Ingenios; pero puede afirmarse que ella ha vivido hasta ahora más por virtud de la abundancia prodigiosa de su producción y el eco de su inmenso prestigio en los contemporáneos que por la sanción severa de la crítica y el aprecio consciente de la posteridad. Grillparzer, iniciador de la reacción anticalderoniana en el pueblo donde se inició la apoteosis, puso a la vez con sus estudios la piedra angular del monumento de que es deudora todavía la crítica moderna al más bizarro y pródigo de los ingenios castellanos, y evocó, en cierto modo, a nueva juventud, su poesía, identificando su propio espíritu con ella, «penetrándose de su virtud genial y fortificante», para que el estro de Lope remaneciera, en lo posible, en sus obras. Estudia nuestro crítico, a la luz del citado libro de Farinelli que ocasiona su ensayo, esa interesante identificación espiritual, y nos refiere, guiado por el mismo, las vicisitudes de la gloria del viejo poeta español en la moderna crítica alemana.
Debe reconocerse la oportunidad crítica del propósito a que estos estudios obedecen. A cada modificación del gusto, a cada etapa nueva del espíritu literario, regida por diversos modelos, informada por diversos principios, corresponden distintas evocaciones en las cosas pasadas, diferentes rehabilitaciones y rejuvenecimientos. Convenía la apoteosis calderoniana al espíritu de una revolución que buscaba restaurar en toda forma de arte la expresión del sentimiento nacional y religioso, cautivada además por toda magnificencia de fantasía, por todo efecto de opulencia y grandiosidad, y harto indulgente para perdonar los defectos e impurezas de ejecución artística por la belleza de la idea. El amor de la realidad, el anhelo de la verdad y la vida en la interpretación de los afectos humanos, antes que de la trascendencia ideal y de las esplendideces de la forma, deben forzosamente manifestarse en la crítica del viejo teatro castellano por el triunfo de Lope y del creador de Don Juan, del poeta de la naturaleza vigorosamente sentida y observada y el poeta del poder característico y las realidades risueñas.
Puede en cierto modo relacionarse, con la tendencia que hemos indicado en los anteriores ensayos, la monografía de El Alcalde de Zalamea, que forma parte de la colección, en cuanto reivindica para Lope, desentrañando por vez primera a la luz de la buena crítica su rudo esbozo del sujeto dramático, llevado a entera realización artística por el creador de Segismundo, la gloria de la creación genial, de la invención primitiva, dejando al último poeta la del perfeccionamiento y pleno desarrollo de la idea que en el drama que sirvió de modelo al que admiramos aparece enturbiada por la tosquedad y desaliño de la ejecución.—El pensamiento de protesta, acaso involuntaria o inconsciente, pero real y elocuentísima para la posteridad, que encarna en forma artística aquel gran drama, donde las libertades municipales tomaron, al decir de nuestro crítico, tardío desquite de Villalar, está magistralmente definido a la conclusión de este estudio.
No ofrece menos interés el excelente comentario de La Celestina ya publicado, al par de la monografía anterior, como artículo del Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano. Una nota nueva debe advertirse en la apreciación del espíritu y significado de la famosa «tragicomedia» de Rojas—a quien se inclina Menendez a reputar [por] (64) el exclusivo autor de ella, basándose para desechar el supuesto de dos autores en la poderosa unidad orgánica que la informa—y es la que llama la atención de la crítica sobre la parte romancesca, delicada, sentimental, de aquella obra esencialmente humana y completa, en la que el juicio de los comentadores apenas había apreciado hasta ahora sino el traslado vivísimo de la realidad y la eficacia irresistible del efecto cómico. Desatendiéndose el elemento de pasión que entra como fermento poético en la composición íntima de la obra, desconocíase el verdadero carácter y el más hondo interés de aquella creación de naturaleza shakesperiana. «Poema de amor y de expiación moral; mezcla eminentemente trágica de afectos ingenuos y de casos fatales reveladores de una ley superior a la pasión humana», la conceptúa nuestro crítico; y añade señalando la página en que más delicadamente se manifiesta aquel fondo de idealidad y ternura: «Para encontrar algo semejante a la tibia atmósfera de la noche de estío que se respira en la escena del jardín, hay que acudir al canto de la alondra, da Shakespeare, o a las escenas de la seducción de Margarita en el primer Fausto.»
Tales son aquellas páginas del volumen relacionadas con la historia y la crítica del viejo teatro español. Pasemos a las que abordan temas de otra índole y hagamos mención en primer término del estudio de la personalidad del esclarecido polígrafo balear José María Quadrado, escrito para preceder como prólogo a la edición de sus obras. Duélese Menéndez Pelayo, a propósito de la impopularidad del nombre que encabeza ese estudio, de que la historia literaria de nuestro siglo en España está tal mal sabida y entendida por casi todos, y de que por efecto de inveterados olvidos e injusticias se conceda a cierto número de nombres invariables el valor de tipos representativos de la actual cultura española, enajenándose otros a la estima y admiración de los contemporáneos. Y para justificarlo, la semblanza que da ocasión a tales quejas presenta a nuestros ojos un tipo de venerable excelsitud intelectual, de labor fecundísima, de varia y sólida cultura, de existencia íntimamemente relacionada con la historia de las ideas literarias y filosóficas en la España del siglo xix . Estudiando a Quadrado en su carácter de principal colaborador en la manifestación española del movimiento arqueológico-romántico con que trascendió a los dominios de las artes plásticas y la historia el impulso de la revolución literaria de principios del siglo, y en sus méritos de historiador penetrado del espíritu nuevo con que han aliado los grandes narradores de nuestra edad a las severidades del procedimiento crítico el poder de la fantasía adivinatoria, anticipa Menéndez el bosquejo de páginas que han de servirle para el estudio de la estética española contemporánea en su obra capital. La consideración del aspecto de apologista católico y controversista en la personalidad de Quadrado le da asimismo ocasión para caracterizar y reducir a síntesis luminosa los antecedentes y condiciones de la lucha de ideas latente en el fondo de la guerra civil en que chocaron la España tradicionalista y la revolucionaria durante la primera mitad de esta centuria.
A comentar una obra biográfica que permanecerá entre las más preciadas y duraderas manifestaciones del movimiento de actividad erudita suscitado por tan alta ocasión como la del IV Centenario del descubrimiento de América, en España, está dedicado otro de los estudios de la colección. No se limita este estudio, sin embargo, al análisis; pues se extiende hasta trazar un cuadro general de la literatura en que el objeto propio de aquel libro puede reconocer precedentes, caracterizando los diversos períodos y vicisitudes de la historiografía tocante a la existencia del descubridor y la realización de su empresa, a partir de los propios escritos de Colón, cuyo valer de poesía en aquellas páginas, inspiradas por la contemplación de la naturaleza del Nuevo Mundo o por los anhelos y las emociones de la acción, rememora, así como la lucidez de las intuiciones científicas que esclarecen otras de sus páginas, invocando los juicios y encarecimientos de Humboldt. Observa luego en la Crónica de los Reyes Católicos, de Bernáldez, y las Epístolas y Décadas, de Pedro Mártir de Anglería, la versión procedente de los escritores que trabajaron de inmediato sobre las confidencias y comunicaciones del Almirante, y aprecia el testimonio de los cronistas de Indias en lo relativo a la tradición del magno hecho inicial de la Conquista, desde Fr. Bartolomé [del] (65) las Casas y Fernández de Oviedo, de cuyas figuras históricas traza dos bocetos llenos de interés. La aplicación primera del criterio antiespañol y heterodoxo a la historia del descubrimiento de América en las obras de Raynal y de Robertson; la tarea de investigación documental que iniciaron Muñoz y Navarrete; el método pintoresco y de evocación del movimieno dramático de la realidad, ensayado en el relato de la sublime aventura por los dos grandes historiadores norteamericanos de comienzos del siglo, y la revelación de los precedentes y resultados científicos del descubrimiento en una de las grandes obras de Humboldt, son objeto de la continuación de esta interesante y concienzuda reseña, cuya parte final está dedicada a la erudición colombina de los últimos años, representada principalmente por las indagaciones bibliográficas del norteamericano Enrique Harrisse, que Menéndez Pelayo opone elogiosamente a las declamaciones, tan vacías como popularizadas en cierta parte del público francés, del conde Roselly de Lorgues, incansable propagandista de la santidad del Descubridor.
Conocíamos el juicio sobre Enrique Heine, por haber constituído antes de formar parte de la colección que examinamos, el prólogo a la obra de cierto mediocre traductor del Intermezzo y Cantos del Norte. Es ese breve estudio la confesión hermosa y leal de un convertido. Todos sabemos de los apasionamientos clásicos y ortodoxos del Menéndez Pelayo de la primera junventud; el apologista del genio tradicional de su España; adversario de Revilla en controversias famosas, y el enamorado ferviente de la antigüedad que renovaba en la Epístola a Horacio el himno de triunfo de los hombres del Renacimiento. Todos conocemos la animadversión antigermánica que era el reverso de aquella pasión estética y religiosa de latino. No se ha modificado en Menéndez Pelayo el fondo íntimo y sustancial de las ideas; pero el cincel del tiempo ha pasado suavizando asperezas y corrigiendo imperfecciones por su intelecto constantemente cuidadoso del propio progreso espiritual, y hoy admiramos en el antiguo polemista de La Ciencia Española el espíritu amplio, sereno, comprensivo, personificación de elevadísima tolerancia, modelo de criterio ecuánime y cultura total, que en uno de los tomos de la Historia de las Ideas Estéticas ha verificado incomporable resumen de la filosofía y literatura alemana en su edad de oro, y en el que han podido reconocerse «los mismos à peu prés, las mismas medias tintas, las mismas afirmaciones provisionales» que acusan la influencia del espíritu germánico en un Renan o un Carlyle. La admiración de Heine que en el libro de Menéndez Pelayo se expresa recibe su mayor interés de haber sido precedida por aquel desdén confesado, y merece notarse su significación como testimonio y ejemplo de la más noble condición de la crítica: la de la sinceridad. Y a la determinación sintética y precisa que contiene de la genialidad del poeta, se une en aquel estudio la belleza de la expresión, la gallardía del estilo. ¿Cómo acertaría a condensarse originalmente en una imagen significativa y enérgica el carácter de la sátira heiniana, después de haberla calificado nuestro crítico de «tumulto de polvo y guerra que parece estruendo de muchos caballos salvajes, pero de raza inmortal, lanzados a pisotear con sus cascos cuanto la humanidad ama y reverencia?»
De las influencias semíticas en la literatura española se intitula el estudio que da término a la colección. Compéndiase en él el contenido de una oración académica del erudito filólogo y arabista señor Fernández y González relativa a aquel tema histórico, y termina por una enérgica afirmación de la eficacia y la gloria del influjo ejercido por la cultura oriental en la filosofía y las ciencias de Occidente; afirmación que opone nuestro crítico al celo intemperante de los apologistas e historiadores de su credo y escuela, empeñados en reivindicar para los pueblos y los individuos participantes de su fe la posesión exclusiva de aquellos dones del orden natural que Menéndez Pelayo reconoce «no incompatibles con el error teológico». Hay verdadero interés en hacer notar tales manifestaciones de amplio y generoso criterio conciliado a la integridad de creencia y el dogma, como le hay en señalar en uno de los anteriores estudios, a propósito de la exposición de las ideas estéticas de Quadrado, la huella del espíritu independiente con que penetra «el gran ortodoxo» en aquellas cuestiones de arte y poesía que involucran en el campo de la intolerancia dogmática los secuaces de la falsa estética de un Jungmann, objeto, por parte de nuestro propio crítico, en su obra capital, de una refutación memorable.
10 de septiembre de 1895.
«ecos lejanos», por carlos guido spano.— «bajo-relieves», por leopoldo diaz
Tengo sobre mi mesa de estudio dos libros entre los que establece una relación interna y armoniosa, un estrecho vínculo ideal, la participación en una manera de poesía cuya fórmula puede concretarse en el amor y el imperio de la forma pura. El lazo con que placenteramente los reúno en esta crítica traduce, al mismo tiempo que el orden inmediato que ocupan mis lecturas de entrambos, la analogía del juicio y la identidad de las impresiones.
Titúlase el primero Ecos lejanos y lleva a su frente un nombre de poeta que es un glorioso guión en los reinos del sentimiento. Carlos Guido Spano ha coleccionado las páginas dispersas de su producción de los últimos años y nos ofrece un libro nuevo.
Atendamos al acento del poeta; agrupémonos en torno suyo los que conservamos todavía, en lo hondo del alma, el amor de las idealidades en derrota, como en el idilio de Chénier, los pastores cariñosamente agrupados, con solicitud reparadora del rigor de la muchedumbre indiferente, alrededor del rapsoda errante que habla en el lenguaje de lo dioses, de las cosas bellas de la vida.
Mme. de Staël llamaba a la ancianidad de los varones ilustres «la aurora de la mortalidad». Afirmemos nosotros que alguna vez puede hablarse de una ancianidad que tenga semejanzas de aurora es, sin duda, al tratarse de este poeta delicado, sereno, eterno adolescente del alma, cuya mano se tiende desde las cumbres blancas de la vida para brindarlos con un libro de versos que ofrece toda la espontaneidad, ¡todo el candor y toda la frescura de la producción de la más bella juventud!
Detengámonos un tanto ante el autor del libro que va a ser objeto principal de esta confesión de impresiones. Su personalidad se destaca dentro de la literatura de su época, con los contornos precisos de un temperamento excepcional y de una escuela de poesía apartada de las ideas en ella prestigiosas y prevalentes. Llegó a la escena literaria en momentos en que se imponía triunfal a todos los espíritus una nueva orientación del arte y el gusto; y vió pasar, en actitud de espectador, la legión de los cruzados románticos, desde alturas serenas.—Puede, en cierto modo, afirmarse que fué su musa la Cordelia fiel al clasicismo entre las que aquí respiraron el hálito impetuoso de la tempestad hugoniana. Pero el clasicismo es un término de harta vaguedad. El definía, dentro de nuestras tradiciones poéticas, la escuela de aquellos que habían consagrado en versos solemnes, majestuosos, vibrantes con las resonancias de la lucha, la gloria de la Revolución; y con los poetas de la Revolución no tiene seguramente el imaginador de Amina y de Marmórea más afinidad de tendencias que con los que tremolaron en el torneo de nuestra vida literaria los colores vistosos del romanticismo.—Ellos tenían por ideal supremo de la forma el desorden pindárico y la elocuencia lírica; buscando la amplitud del tono declamatorio, pagaban pleno tributo a la difusión que era pecado literario de la época; en tanto que una de las calidades de la poesía de Carlos Guido es su concentración, su continencia horaciana, y lo característico en su forma es todo lo contrario del lirismo elocuente: es la línea pura y correcta en breves límites. Ellos no hallaban medio de desprenderse de la afectación de la onda académica, especie de pedestal a cuya planta abandonaba el poeta, como fardo innoble y pesado, su naturaleza de hombre, para asumir la gravedad solemne de un numen, sino cuando procuraban la falsa sencillez del madrigal o de la égloga, en tanto que la elevación ideal y la forma pura y escogida se concilian perfectamente con la verdad de los afectos, en el autor de Ecos lejanos.
Independiente el estilo poético de Guido de tradiciones de escuela; educado en esa alta inteligencia de la imitación que no excluye, sino estimula y fecundiza, el impulso de la libertad; concretando lo íntimo y sustancial del gusto clásico en formas personales y propias, el lazo por el que le reconocemos vinculado a los modelos de la antigüedad ha de atribuirse a virtud de la misma revolución literaria que derruyó en su tiempo las aras de un clasicismo falso y un remedo infecundo, y que logró apartar de las páginas del texto griego o latino el prisma empequeñecedor de Boileau.—Mientras el sistema de los imitadores modernos era herido de muerte por la crítica de los novadores, la intuición de lo antiguo, otorgada a los grandes artistas del Renacimiento, volvió a iluminar, más intensa y más pura, ciertas almas.—Desmoronóse el templo alzado en honor de la sabia regularidad y de la indeficiente corrección durante el soberbio reinado que la crítica del siglo xviii proclamaba, sublimándolo sobre los tiempos de Pericles y los de Augusto, edad de oro del ingenio; pero «el amor de Grecia» cobró alas en el ambiente de esa ruina; y ella fué, más que nunca, para los entendimientos capaces de sentir sus prestigios excelsos, Tierra Santa de fervientes peregrinaciones ideales, desde que Andrés Chénier, alcanzando la perfecta visión de un mundo desvanecido, hizo revelación de la divina sencillez del arte homérico, y desde que el evocador de la Elena robada al reino de las sombras sintió alborear en sí, pasada la tempestad que Werther propagó por la tierra, la olímpica serenidad que puso en sus versos el sosiego imperioso de los mármoles y quedó en él como la huella refulgente de la visitación de Apolo redivivo al santuario de su espíritu consagrado para un nuevo culto.
De esta fe poética es iniciador el autor de Ecos lejanos. Como epígrafe de una completa colección de sus versos, vendría bien el hemistiquio inmortal de La Invención que pide pensamientos nuevos labrados en el mármol antiguo.—Tiene del ateniense sacrificado por los escitas del Terror el aticismo en que ha colaborado más la naturaleza que la escuela; y cuando su numen, traspasando los linderos del campo donde se ofrecen los sacrificios de la forma, aspira al triunfo que se consagra con tributo de lágrimas, es para penetrar como él en esa zona crepuscular del sentimiento donde flotan las sombras de las heroínas de Eurípides, el eco de las quejas de Dido y baten sus olas blancas y sedosas los alejandrinos de Racine.—Bajo el tipoy de Nenia, se siente latir un corazón hermano de La joven cautiva. Marmórea tiene la triste languidez de Neera.
De este abolengo ático de su naturaleza poética y su arte, nace como condición fundamental, entre las que contribuyen a imprimirles sello distinto dentro de su tiempo, el señorío de todas las exquisiteces de la dicción y todos los secretos del ritmo.—El noviciado de la libertad literaria se tradujo, para la generalidad de nuestros poetas de América, en la voluptuosa non curanza (66) de la forma, en el descuido, más o menos consciente y confesado, de ese «culto del material», que hoy llega a la superstición e induce al delirio.—Eran los tiempos en que solía tenerse por consustancial a la naturaleza del poeta, el don divino de la composición enteramente fácil y espontánea y de la producción abundosa. Confiábase demasiado en las abstracciones de cierta psicología estética que atribuía una sobrada realidad al mito del «numen» y acaso era tildada de prosaica la porfía difícil y tenaz de la labor.—Diríase que el romanticismo se inclinó a no reconocer sino la «magia negra», la magia no aprendida, en la taumaturgia del Arte. — Era adorado el misterio de la inspiración que desciende al espíritu del poeta envuelta en nubes.—Hoy encontramos más poesía en los afanes de esa lucha hermosa y viril que empeña con el material rebelde el espíritu enamorado de la perfección: la lucha que llevaba la razón del Tasso a la locura, que torturaba el pensamiento de Flaubert, con alternativas de angustia y júbilo infinitos, y que el autor de Levia Gravia ha simbolizado en una imagen soberbia: los afanes del sátiro perseguidor de la ninfa leve y esquiva en el misterio de los bosques.
Fué concedido a nuestro poeta el honor del triunfo logrado en esa lucha, cuando respiraban, los que con él compartieron la representación literaria de su época, vientos de tempestad, vientos de desordenada inspiración, y eran sus versos como soldados vencedores que vuelven del combate, desaliñados y altivos.—Tuvo entre ellos el indisputado dominio de la forma.—No ciertamente porque sea el labrado y blanquísimo panal lo que seduce en su obra por única excelencia; hay también miel regalada que gustar en sus transparentes alvéolos; sabe acertar también, si no con el intenso grito de la pasión, con el lenguaje de las delicadezas del alma que piden propagarse en ondas luz, con la manifestación acabada de os afectos ingenuos, puros, apacibles, exhalaciones de suavísimo aroma que percibirán en sus versos sin necesidad de una aspiración esforzada aquellos que no hayan enervado su sensibilidad en el abuso de los perfumes capitosos y ardientes. La poesía es irradiación de todas las faces del espíritu y, como la naturaleza para cada una de las latitudes del espacio, ella tiene para todas las latitudes del sentimiento, manifestaciones peculiares de vida y hermosura. Al lado de la poesía de la pasión y del dolor, que lleva el alma a las asperezas de la cumbre, admitamos como la vegetación risueña de los valles la que se debe a la serena y plácida concepción de la existencia; tal vez mecida por los deliquios de la voluptuosidad que embalsamaron la amena granja del Tíbur y la estancia sabina, tal vez velada transitoriamente por el celaje de las melancolías más suaves y graciosas. — Pero el aspecto que manifiesta toda la superioridad de la obra poética de Guido, aquel en que principalmente puede ser ejemplar, es sin duda el de las exterioridades del verso; el que admiramos en las cuartetas de Amira, en las de la inolvidable bendición paternal, en el verso libre de La Noche, en las briosas octavas de Adelante.
Hay dos supremas manifestaciones de la belleza poética en la forma—según la poesía, que reúne y armoniza en cierto modo las calidades de las demás artes bellas, se incline a participar del dominio de las artes del dibujo o de la indeterminación del espiritualismo melódico.—Por una parte, la línea firme, el ritmo vencedor de la inmaterialidad de la palabra, el culto de las apariencias materiales y tangibles del verso que dan la sensación de contornos mórbidos de estatua, el arte de la imagen precisa, dotada de relieve, que puede hacerse pasar de la estrofa al mármol o al bronce; el procedimiento, en fin, que pone en manos de los poetas, ya el martillo y el cincel del escultor, ya como símbolo de los primores parsanianos-el diamante del grabador de piedras finas.—Por otra parte, el tejido tenue y aeriforme de los líricos en quienes tiende la poesía a la vaguedad sentimental de la música; el de las rimas de Bécquer, el del lieder (67) heiniano; semiclaridad de crepúsculo, levedad etérea, graciosa suavidad de una forma desdeñosa el afecto plástico y el «número sonoro»; pero que, modelada para expresar las vaguedades del ensueño y la aspiración de lo inefable, encuentra su arte propio rehuyendo la severa precisión de la línea, espiritualizando los contornos de la imagen y la expresión, a la manera de muy trémula y vaporosa atmósfera del pensamiento, que parece pugnar por desasirse de los límites de toda concreción y toda forma, o de levísimo incienso que aspira a la inmaterialidad.—Carlos Guido es de los que aman y señorean la primera manifestación de poesía; de los que trabajan el ritmo como el mármol, el pensamiento como inscripción lapidaria y la imagen como escultura.
He querido rememorar la significación individual y peculiarísima de este poeta que representó, dentro de su generación y su tiempo, una nota insólita, y que aún la hace vibrar, en nuestro ambiente helado, cuando de los cantos que tenían el imperio de las almas en su juventud sólo resuena en nuestra conciencia un débil eco—Ha personificado el culto indeficiente de la forma, cuando las sugestiones de una época de improvisación de una literatura y las influencias de la escuela conspiraban para imponer cierto vicioso amor al desaliño; la amable serenidad del sentimiento, cuando vibraba en toda lira la repercusión de universales tempestades del ánimo; el desinterés de un ideal de poesía levantado sobre la ruda acción de la existencia e inmutable entre el oleaje agitado de la muchedumbre, cuando el poeta se armaba para descender, gladiador en nuestras discordias, a la arena del circo y era su voz el vaso de bronce donde se amplificaban las resonancias del combate.
El nuevo libro del intérprete de las quejas de Nenia nos lo exhibe aún en esa actitud, en esa atmósfera que se colora de un celeste diáfano y suave, presidiendo a la manifestación de una poesía siempre joven, de una idealidad siempre serena, de un espíritu que es todo luz y todo armonía. Reproduciré, sin orden, las notas marginales que encuentro en mi ejemplar de la colección elegantemente editada por la Casa de Peuser — renovando así las impresiones de una gratísima lectura (68).
América, que abre la colección a modo de pórtico amplio y majestuoso, es una Atlántida clásica, que ofrece, si se la pone junto a la del poeta excelso de las cumbres, el efecto de la sencillez del templo griego parangonada con la magnìficente irregularidad de la pagoda. El artífice habituado a todos los refinamientos de la delicadeza plástica e ideal que dan la íntima nota de su estilo pone en esta soberbia composición las líneas firmes y severas del cincel que trabaja el mármol destinado a dominar sobre las calmas y tormentas de la muchedumbre, para hablar a sus ojos con la expresión de un símbolo tutelar o de un glorioso recuerdo.—Rosa blanca, refundición de una de las más delicadas composiciones que lucen en otra colección poética de Guido, pertenece al género de La Inocencia y Cuento de Flores, que, como la forma primitiva de aquélla, embalsaman ha tiempo, desde privilegiado rincón de la memoria, nuestro espíritu, y tiene la intención del apólogo conciliada con la galanura del verso más espiritual y refinado.—Sub-Umbra, que es un alarde de briosa y juvenil inspiración queriendo ser una nota desmayada de impotencia, luce en el ritmo y en la imagen un donaire infinito.—Musgo, Melancolía, Soledad, sobre las que se proyecta la penumbra de un tono elegíaco atenuado, a veces religioso, dan ejemplo de cómo aún las acerbidades del desaliento y el dolor ostentan, al resbalar por el cauce terso y pulido del verso que labra nuestro poeta, el impulso leve y gracioso de una onda que arrastrase, entre sus blancos copos de espuma, flores marchitas y despojos de alas destrozadas.—Las traducciones de los dos sonetos intercalados en La fils du Titien, de Alfredo de Musset, y que modeló el poeta de las Noches en la espiritualidad refinada del amor petrarquista, adquieren, de la similitud del molde labrado en nuestro idioma con la forma toscana, todo el aire de dos páginas ignoradas del Cancionero.—La figura épica de Pringles, destacándose sobre el medallón de bronce de otro soneto irreprochable, encuentra, quizás por vez pri mera, una digna consagración de su gloria, desde el esbozo rapidísimo, pero procedente al cabo de mano genial, que reproduce al jinete heroico en algunas líneas del Facundo.—Al pie de Bajo-relieve se ha detenido también el lápiz cuyas huellas me guían en esta evocación de impresiones. Son veinte versos de una absoluta sencillez, que encuadran una descripción apenas bosquejada, sin la íntima vibración del sentimiento, sin el halago de la rima... Pero ¡qué gracia ideal en su estructura, qué supremo buen gusto, qué clásica y perfecta sobriedad! Para decir, de la manera propia del poeta, nada más que aquello, y decirlo de manera que encante y enamore, es necesario poseer el secreto que permite al elegido de las Gracias concentrar en un rasgo único y como trazado al pasar sobre la arena del camino toda la esencia bella que otros se afanan vanamente en buscar al amparo de los grandes temas. Apréciese singularmente en esta página la morbidez elegante, el sello de distinción patricia que imprime constantemente nuestro poeta a la voluptuosa modalidad de su expresión.—Cuando ensaya su musa, educada en la contemplación del ideal ateniense, la tonalidad plebeya de la trova y canta, en estrofas admirables de agilidad y de brío, la altivez de la raza y el amor del terruño, hace pensar su estilo en la manera peculiar de ciertas deliciosas composiciones de Juan María Gutiérrez, el poeta de la originalidad local conciliada con las supremas delicadezas de la forma, en quien la esencia de americanismo poético se filtraba al través de urdimbres de rosas y de mirtos. Parécenos ver entonces una enredadera de nuestros bosques salvajes abrazando la columna esbelta de un templete.
Un toque rápido, una estrofa labrada con la preciosa concisión del epigrama antiguo, para servir de engarce a una lágrima, de resonancia a un grito de admiración o de piedad, de contorno a un pensamiento ático, a una ofrenda galante, a una imagen leve y graciosa, resalta a veces en la blanca soledad de una página. El sello de su origen se reconoce siempre en estas notas ligeras, ya sean un tributo puesto en la tumba del cantor de Granada, ya salude el poeta la gloria eterna de Roma, ya levante su mano para enjugar, en el martirio de Ischia, el llanto de Parténope, o solicite frescos lirios de Arauco, para ornar una frente pura.
Hemos pasado por el taller del viejo escultor; vengamos al del artista joven, donde aún se festejan los desposorios del cincel y la piedra.—No es, por cierto, el taller de un ignorado: el nombre de Leopoldo Díaz ocupa, ha tiempo, para los que aspiramos a la superioridad espiritual del buen gusto, puesto honroso en la más distinguida selección de las amistades de la inteligencia.—No tiene el culto de la forma, entre los nuevos cinceladores rítmicos de nuestra habla, un iniciado más fiel No tiene la actual generación de poetas, en esta parte de América, nombre más alto.
Personifica, entre los nuestros, la tendencia de poesía para quien la perfección es el sueño supremo y el triunfo último, y reserva a esa audaz y fascinadora tendencia días de gloria.—Duego de todos los secretos del ritmo, no le ha sido vedado el paso que conduce a las fuentes de la emoción y de la idea. Su Byron es un perfecto modelo de esa alianza. El sentimiento intenso y generoso arde en el seno de la forma impecable, como el ascua encendida en brasero de magnífico bronce.
Titúlase el nuevo libro: Bajo-relieves y un solo molde métrico impera en todas sus páginas. «La invención de Guido d’Arezzo», la forma selecta y bien ceñida en la que el pensamiento avanza por grados, como destacándose sobre un fondo crepuscular, desde la sombra a la plena luz del verso último, ha halagado al don de habilidad técnica del poeta, que la domina, posesionado de su fuerza y su gracia, con altivez de vencedor.
Sobre los primeros sonetos luce el nombre de Grecia. Es a menudo un asunto de la Fábula de belleza inmortal e inagotable—un dios o un mito—el que se destaca sobre el fondo luminoso del verso, comparable a las gemas más clásicas donde se entallaron escenas mitológicas. Bien la carcajada de Zeus que hace estremecerse el Olimpo; bien Eros, sobre la cumbre, bañado en sangre entre sus flechas de oro; bien Afrodita, que brota de las blancas espumas o el brazo fuerte de Diana tendiendo el arco vengador.—Sísifo, Tanatos, Belerofonte, Edipo y Esfinge son de una belleza austera y admirable; pero triunfa singularmente el cincel cuando la figura reclama la suave morbidez de la línea. Así, Leda, Pasifae y Bacante.
En Roma domina casi exclusivamente el cuadro histórico, tratado con el nervio dramático y la intensidad de color de que dan ejemplo Heliogábalo, Sila o Silencio de Tarquino.
Por los Acantos, se siente pasar la vibración del alma moderna. El verso adquiere un tibio soplo de vida, un estremecimiento nervioso. Ya no es la flor de mármol, insensible o inerte, sino la viva flor arrancada de su tallo para que luzca en urna cincelada.—Muerta y Reclusa tienen, para mí, la savia poética necesaria para vivificar muchos poemas; en la Vieja Canción hay un vago y delicioso perfume; Stella y Distante son de una delicadeza infinita.—A veces, en los propios Acantos, triunfa sobre el sentimiento, que es la calidad por que se singulariza la serie, la preocupación de la línea y del color. Vense entonces, dentro del marco repujado con primores de orífice, el cuadro del Crepúsculo, el de la Noche; la pálida flor que languidece entre el hielo; Véspero naciente en la profundidad de las sombras azules; y el perfil de la Dogaresa que entona al desmayar de la tarde su rondel sobre la góndola que boga en el canal silencioso.
Toma Leopoldo Días, entre otras condiciones del sentimiento y la plástica, al autor de Trofeos, el alarde de flexibilidad en la adaptación del colorido y del gusto a variados tiempos y lugares, que permite a Heredia pasar, sin detrimento de su intuición admirable de la historia en su elemento dramático y sensible, de los cuadros romanos de Trebbia y La tarde de batalla a la bizarría puramente española de Los Conquistadores del oro o del Romancero, y el exotismo japonés de Samourai.—El sonetista clásico pasa al norte, después que ha probado su cincel en el mármol sagrado de las ruinas y lo ha teñido con sangre al recortar con él un jirón del seno palpitante de nuestras inquietudes y nuestros dolores; y entre las brumas plateadas de los Nibelungos, ve pasar el escuadrón de las vírgenes guerreras y la bandada blanca de las Wilis; la aparición de Elsa y su caballero legendario; Parsifal sobre el fondo tremante del incienso, y la Princesa en que Tannhäuser soñaba, dormida en su féretro como tumbergia silenciosa.—Luego, la ciudad ideal que puebla la multitud de Shakespeare le abre sus puertas. Sobre la esbelta escalinata de catorce tramos marmóreos ascienden las dulces heroínas. Cuando ellas pasan, el verso adquiere el corte airado y la sombría tonalidad de la ola borrascosa, al evocar el horror de la sombra sarcástica de Banquo y la infinita desesperación del rey que llora junto a Cordelia moribunda.—Me parecen de los más hermosos e inspirados de la colección, estos dos sonetos que quintaesencian, para encerrarle en pomo de metal precioso, el absintio de las cosas más acerbas del trágico.—Admiro también el esmalte oriental y el ritmo voluptuoso de La Sulamita y Salomé; la crispación de fiera que se dibuja en los versos de Herodías; la casta sencillez de los que parecen modelados en la blanca túnica de Ruth.—En los Ciclos noto un esfuerzo de condensación aplicado a temás inmensos, que no se aviene con la naturaleza íntima del poeta ni con el molde métrico que usa; ambos más adecuados al motivo capaz de contenerse en formas breves y correctas, a la imagen de contornos claros y precisos, al pensamiento marcado con un sello profundo, que a la indefinida amplitud de las grandes generaciones históricas. Lucha allí, con la insuficiencia del límite impuesto por la técnica, la fuerza de expansión de temas que acaso se resistirían al poder sintético de Andrade.
¡Culto del verso por el verso! ¡Adoración estéril de la forma!—oigo clamar, condensándose las notas de indiferencia de censura que han llegado a mi oído a propósito de la genialidad de Bajo-relieves.—¿Dónde está la palabra que nos adoctrine en nuestras dudas, que nos aliente en nuestros afanes, que nos conforte en nuestros dolores, en esta poesía de contornos perfectos, que sólo deja en nuestros labios, ansiosos del licor refrigerante, el contacto glacial del vaso cincelado y vacío?... ¡El poeta, abanderado en nuestra luchas, pertenece a la idea, pertenece a la acción; y la poesía que merece los triunfos y la gloria es aquella que aspira a representar, como algún día, en la vida de las sociedades humanas, una fuerza civilizadora, una fuerza fecunda! Yo, que he participado, y aún participo, de esta fe en el sublime didacticismo de la palabra de los poetas, creo ante todo en la libertad, que Heine proclamó irresponsable, de su genio y de su inspiración. Cuando escucho exigirles que se interesen—bajo apercibimiento de destierro—en lo que Jesús llamó las disputas de los hombres, recuerdo a Schiller narrando la historia de Pegaso bajo el yugo. El generoso alazán, vendido por el poeta indigente, es uncido por groseras y mercenarias manos a las faenas rústicas, símbolo de la directa utilidad y el orden prosaico de la vida. El se revuelve primero para sacudir el yugo que desconoce, y desmaya después de humillación y de dolor. En vano se fatigan sus amos; le desuncen, convencidos de la imposibilidad de domeñarle, y le arrojan con desprecio como a cosa inútil. ¡Pero el antiguo dueño, que vagaba triste como él, le encuentra un día en su camino; sube, lleno de júbilo, entre sus alas desmayadas; y en tonces un estremecimiento nervioso recorre los flancos del corcel rebelde a la labor, se despliegan sus alas, sus pupilas flamean, y tiende el vuelo hacia la altura con el soberbio brío, con la infinita libertad de la inspiración levantada sobre las cosas de la tierra!
¡Hermoso símbolo de la soberana independencia del Arte! Comprendiéndolo en su sentido profundo, dejemos al corcel alado la voluntariedad de sus vuelos, a la Poesía la fuerza de su libertad, y seamos siempre gratos al beneficio de sus dones divinos, ya ella nos aparezca como deidad armada y luminosa en nuestras luchas, ya se retraiga en la dulce intimidad del sentimiento, ya extinga en sí la llama de la vida, ¡como adurmiéndose sobre lecho de mármol, y deje sólo en nuestro espíritu la caricia helada de la forma! (69).
10 de diciembre de 1895.
Sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto. Sin cierta amplitud tolerante del criterio, no hay crítica literaria que pueda aspirar a ser algo superior al eco transitorio de una escuela y merezca la atención de la más cercana posteridad.
Temperamento de crítico es el que une al amor por una idea o una forma de arte—nervio y carácter de sus juicios—la íntima serenidad que pone un límite a los apasionamientos de ese amor, como lo fija a las tempestades de la tierra la paz de las alturas.—Recuerdo haber escrito alguna vez que en la alcación del alma del crítico grande y generoso es indispensable elemento una buena porción de aquella sustancia etérea, vaga, dotada de infinita elasticidad, fácilmente adaptable a las más opuestas manifestaciones del pensar y el sentir, que veía el gran estético de la Enciclopedia en el alma multiforme del cómico.—Agregaré que la más elevada aspiración de un espíritu literario ha de cifrarse en la ciudadanía de la ciudad ideal que imaginaron en Weimar los dos geniales colaboradores de Las horas y a la que debía llegarse por la armonía de todos los entusiasmos y la reconciliación de todas las inteligencias (70).
Leopoldo Alas traduce acertadamente en máxima de crítica la frase famosa de Terencio: «No me es ajeno nada de lo que es humano.» —El mejor crítico será aquel que haya dado prueba de comprender ideales, épocas y gustos más opuestos.
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Si hubiera de graduarse el nivel a que alcanza en la clasificación de las inteligencias el espíritu de cada escritor, tomando por base sus aspiraciones respecto a la crítica que ha de pronunciarse sobre sus obras, yo propondría la fórmula siguiente: «El escritor de noble raza es aquel que ambiciona, ante todo, ser comprendido. El vulgar escritor es aquel que procura, ante todo, ser elogiado.»
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El ministerio de la crítica no comprende tareas de mayor belleza moral que las de ayudar a la ascensión del talento real que se levanta y mantener la veneración por el grande espíritu que declina.
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Reservad la benevolencia de la crítica para juzgar las caídas de los grandes y no la empleéis en cohonestar la inepcia de los pequeños.
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Lo que Bentham define, en los Sofismas políticos, «la disposición absolutamente necesaria a la naturaleza humana que nos lleva a admitir sobre la palabra de los demás, no solamente hechos, sino también opiniones», puede oponerse a menudo a las ventajas del examen libre y personal y de la espontaneidad del pensamiento y el gusto, en los críticos poco reflexivos o poco audaces. Pero con relación al nivel vulgar de la crítica privada de la superioridad que es necesaria para aspirar a alzarse en rebeldía contra las leyes del común pensar y sentir, ese imperio de las opiniones autorizadas es una sana fuerza conservadora que mantiene el orden en los dominios del pensamiento. Sin el límite que ella opone a la ingenuidad de la ignorancia y el mal gusto, críticos habría que llamaran hombre de genio a Jorge Ohnet y fastidioso a Cervantes.
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El crítico que al cabo de dos lustros de observación y de labor no encuentre, en aquella parte de su obra que señala el punto de partida de su pensamiento, un juicio o una idea que rectificar, una página siquiera de que arrepentirse, habrá logrado sólo dar prueba, cuando no de una presuntuosa obstinación, de un espíritu naturalmente estacionario o de un aislamiento intelectual absoluto.
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La crítica de Boileau podría simbolizarse en una aula de muros austeros y sombríos donde una palabra de entonación dura y dogmática impone la autoridad de un magisterio altanero.—En la crítica de Villemain, o la de Valera, respiramos un tibio y perfumado ambiente de salón, donde se conversa con donaire exquisito sobre cosas de arte.—La de Taine nos lleva a un magnífico laboratorio, en el que un experimentador opulento, que es a la vez hombre de selecto buen gusto, ha puesto la suntuosidad de un gabinete de palacio.—La de Gautier nos conduce por una galería de cuadros y de estatuas.—Leyendo a Macaulay, nos parece hallarnos al pie de la tribuna, bajo el imperio de una elocuencia avasalladora.—Con Menéndez Pelayo, penetramos en una inmensa biblioteca.—Con Sainte-Beuve y Bourget, nos allegamos al archivo íntimo que guarda condensada el alma de un autor.
Hay también, allá en los arrabales de la ciudad del pensamiento, un tugurio estrecho y miserable, donde un mendigo senil ve pasar, con mirada torva y rencorosa, a los favorecidos con los dones y triunfos de la vida: juventud, fortuna, belleza.
Es la crítica por quien dura y maldice eternamente, en el mundo literario, el espíritu de Zoilo.
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La lucha del «contenido inefable» que existe en todo espíritu, con la insuficiencia del verbo limitado y rebelde, que hacía anhelar al poeta de las Rimas poder trocar el «idioma mezquino» de los hombres por otro que diese a un tiempo sensación de suspiros y de risas, de notas y colores, suele atormentar también el espíritu del crítico, al esforzarse por traducir en palabras ciertas reconditeces del pensar, ciertas delicadezas de la emoción estética, ciertos matices del juicio.—Tiene, entendida así, un sentido profundo de la frase con que termina el autor de Apolo en Pafos su examen de cierto libro de Pereda: «La crítica debiera auxiliarse a veces de la música. Sólo con una melodía muy tierna y dulce podría juzgarse de la belleza más recóndita de la última parte de La Montálvez.»
10 de enero de 1896.
Hablaba Fígaro de las traducciones de comedias y concluía, después de anumerar las condiciones exigibles a quienes en tal empresa literaria se aventuran: «Todo esto se necesita, y algo más, para traducir una comedia—se entiende, bien— porque para traducirla mal no se necesita más que atrevimiento y diccionario.» «Por lo regular el que tiene que servirse del segundo—agregaba con su habitual donaire el grande escritor—no anda escaso del primero.»
Labor equiparable a la de las traducciones literarias se me antoja en gran parte la de las colecciones y antologías por la aparente facilidad con que disimulan a los ojos de los inexpertos las dificultades que deberían hacerla tarea reservada a la pericia de los doctos.
Cuando a un criterio escaso o inseguro se deben; cuando no van guiadas por un propósito fecundo y no son precedidas por la labor que imponen la investigación, el método, la crítica, sólo pueden ser útiles las compilaciones literarias para servir de amparo y refugio al entendimiento que, incapaz de crear, ha de contentarse con las apariencias materiales de haber creado.—Cuando hay una idea, cuando hay un orden que guíen la elección, y que hagan de ella en todo caso la sentencia de un proceso de crítica, adquieren las compilaciones la dignidad de las obras singularmente serias y fecundas y representan como una definitiva sanción del juicio literario respecto a los autores y las obras que admiten.
En el caso primero, puede bastar para la tarea del colector con la habilidad del Cortadillo de Cervantes, cuya ciencia y oficio eran los de cortar muy delicadamente de tijera, y puede bien suplir a la ausencia del criterio y el gusto, el atrevimiento que Fígaro asociaba al diccionario de los traductores.—En el segundo caso, supone la antología una preparación y un pleno dominio de aquel campo donde se han espigado los modelos que ofrece, que casi autorizarían al colector para escribir la crítica y la historia de la literatura o el período literario cuyos frutos ha aspirado a seleccionar.
Del antologista a quien no impulsan otros móviles que el propósito literario del lucro, o simplemente las tendencias de nuestro moderno prurito de publicidad y la ambición inocente de ver campear su nombre en la portada de un libro, al hombre de talento que, semejante en este acto de altruísmo literario al traductor de buena ley, pone todas las fuerzas del propio espíritu en la obra de revelar, realzar y difundir ejecutorias de la nobleza ajena, va la distancia que media de don José Domingo Cortés a Marcelino Menéndez Pelayo.
Una selección de poesías, que en manos del colector del primer orden resulta facilísimo empeño, porque es labor puramente mecánica, obra oscura, es materia de la más noble labor intelectual entendida como dentro de la poesía de nuestra habla la entendieron Fernando Wolf y Manuel José Quintana, Agustín Durán y Böhl de Faber, Eugenio de Ochoa y Juan María Gutiérrez.
Conciliar con las exigencias de la representación armónica y total de todos los estilos y tendencias, y la sujeción a un método histórico, las imposiciones imprescriptibles del buen gusto; hacer que se destaque, por elección de los ejemplos, la nota propia y personal de cada autor; dar fiel idea del tránsito de una a otra época o escuela literaria; lograr, en fin, que de la armonía del conjunto resulte, claro y distinto, el traslado de determinada manifestación de literatura dentro del límite que en el espacio y el tiempo se ha trazado: todas estas cosas debe proponerse el autor de antologías que quiera hacer de su obra algo más que un libro de lectura y deleite o una acumulación inorgánica, y todas debe obtenerlas para que ella constituya en verdad, según exige el propio autor de la que va a ser objeto de esta crítica, trabajo previo y poderosísimo auxiliar en la historia de una literatura.
Sugiérenos estas consideraciones la aparición de un nuevo tomo de la Antología de líricos americanos que publica, bajo los auspicios de la Academia Española, el sabio historiador de las Ideas Estéticas.—Ofrece para nosotros este cuarto tomo, con el que llega a su término la colección, el interés de hallarse en él comprendida la parte reservada a los poetas de nuestra nacionalidad en ese vasto Cancionero de América.
Pasemos a exponer nuestras impresiones de su lectura.
* * *
La historia de nuestra poesía nacional ofrece, en sus orígenes, un valor expresivo del carácter y la constitución social de nuestro pueblo de entonces, que no es cosa fácil hallar, por aquel tiempo, en otros pueblos de América.—Hidalgo y Figueroa comparten la personificación de nuestro más remoto pasado literario, significando admirablemente, en su espíritu Y su obra, con exactitud que les imprime carácter de personajes representativos, como diría el autor de Los Héroes, la interesante dualidad de la sociedad del tiempo en que actuaron.
El autor del Diario del Sitio dió expresión a las últimas resistencias del espíritu urbano y español; espíritu que dejó para siempre en su poesía, como un sello imborrable, la impresión de la vida trivial, humilde, prosaica, sometida a un ritmo lento y monótono, del centro colonial; así como en la arquitectura risueña y sencilla de sus versos pareció reflejar más tarde, el viejo poeta del Himno, un poco del aspecto de la ciudad cuya crónica de cincuenta años palpita pintoresca y animada en su producción constante y fecundísima.—Hidalgo, en tanto, creaba la forma en la que hubiera podido cantarse la «epopeya de la montonera».— Merced a él, además de llevar la representación de las aspiraciones democráticas y de los instintos indómitos del pueblo por nuestro modo de colaboración en el drama revolucionario, fuimos también demócratas, plebeyos, en literatura.—La tradición de Artigas, el recuerdo de los montoneros que habían inoculado la sangre bravía del desierto al organismo de Mayo, pueden bien enlazarse con los coloquios de los gauchos que Hidalgo hacía platicar en su lenguaje ingenuo sobre las cosas de ciudad, a la manera como el clasicismo solemne y majestuoso de Luca y de Varela armonizaba cumplidamente con la cultura de la época de organización que empieza en 1821 y representaba, con sus tendencias a un elevado magisterio social, como la poética consagración de la política de Rivadavia.
Uno y otro, el poeta modelado en el espíritu de la sociedad colonial y el poeta de la libertad de las cuchillas, aparecen, en la introducción del libro que me ocupa, relativamente bien comprendidos y juzgados.
La fisonomía picaresca y vivaz de Figueroa, que así en lo intelectual como en lo físico recuerdan motivadamente al colector la de don Manuel Bretón de los Herreros; su destreza incomparable de versificador; su optimismo regocijado e ingenuo; su vena abundantísima encuentran la más justa y acertada expresión en el análisis, tan breve como sustancioso, de que se hace objeto a su personalidad literaria.—Sólo como poeta sagrado me parece que se le elogia con tibieza.— En cuanto a Hidalgo, las dificultades que poesía tan llena como la suya del alma de determinada parcialidad humana y tan apegada a los ápices del localismo ofrece para la inteligencia plena de sus versos por todos aquellos que no los reconozcan como la expresión de algo propio—o de algo, por lo menos, que duerme en las reconditeces de su naturaleza moral, como un vestigio atávico, y se despierta obediente a la áspera evocación de aquellos versos rudos— explican bien la insuficiencia y la fugacidad del juicio que se le consagra.—A pesar de ello, la poesía gauchesca es apreciada por el crítico en su fresco sabor de naturalidad, en su sencillez agreste y hermosa, en su sentimiento a veces profundo; y el Fausto, de Del Campo, y el Martín Fierro, de Hernández, de los que se habla en la sección argentina, son presentados con casi todos los encarecimientos que esas felicísimas invenciones merecen.
De las páginas concedidas a Hidalgo y Figueroa se pasa en la colección a las que exhiben la dulce y candorosa poesía de Adolfo Berro, representante entre nosotros del advenimiento de la época literaria que tuvo el romanticismo por carácter y escuela, y por impulso la presencia de la emigración argentina que incorporó a nuestra cultura naciente las fuerzas de su espíritu, encerrando, durante cerca de tres lustros, el brillo y la animación de una intelectualidad de resplandores atenienses en el marco de bronce de una acción espartana.
Opino que las composiciones de Adolfo Berro que se incluyen en la colección han sido elegidas con acierto, y me parecen igualmente atinados la presentación y el juicio del autor.— «Fué, más que un poeta, la esperanza de un poeta.» Sería imposible concretar la justa apreciación de su personalidad en menos palabras.—Pero el nombre y la obra del piadoso cantor de todos los miserables y todos los irredimidos no tiene nada que temer de estas veracidades saludables del juicio póstumo.—Siempre ha de admirarse en él la flor del ingenio noblemente orientado y tempranamente marchito y hay, además, en su concepto del arte y en su forma condiciones que nunca merecerán ser olvidadas.—La sencillez y el candor—los dos caracteres de la expresión y el sentimiento que reflejan en su poesía la imagen de un espíritu a quien sería dado definir con cierto austero apotegma de la juventud de Víctor Hugo: El poeta como el orador es «vir bonus» — pueden señalarse por ejemplo oportuno en nuestros tiempos y sin abrigar el temor de que haya nadie que se sienta impulsado, como lo fué alguna vez el pobre poeta «que vió llegar las sombras de su noche en el albor del día», a los extremos infantiles de la ingenuidad.
Nuestra tentación, desde que el autor de la Atlántida desplegó sobre nuestro espíritu, ya de suyo inclinado a todas las opulencias de la forma y el color, la audacia fascinadora de sus vuelos, suele ser la afectación declamatoria, la hojarasca brillante, el alarde inmoderado de fuerza, a menudo puramente retórica y ficticia, lo que llamó Argensola «el follaje ambicioso del ornato».—La artificiosidad decadente ha vertido, además, en nuestro vaso, aún no bien cincelado por el tiempo, algunas gotas del filtro mágico y sobreexcitador que viejos pueblos beben en copa bizantinamente trabajada.—Conviene que hagamos aspirar, de vez en cuando, a nuestro espíritu, la dulce serenidad, los aires puros, las fragancias agrestes, que van siendo de día en día más extraños a nuestro medio intelectual. Adolfo Berro, cuya mente de poeta no ha de estimarse por el valor de su obra realizada, a la manera como no se enaltece el nombre de Elbio Fernández o de José María Vidal tomando por único fundamento sus páginas escritas, ni se gradúa la admiración debida al carácter de Prudencio Vázquez y Vega por la magnitud de su rapidísima acción, debe durar eternamente en el espíritu de la juventud que realice lo que en él fué promesa y esperanza, como una memoria noble y querida.
Alejandro Magariños Cervantes está juzgado en el prólogo de la Antología que comentamos con una exactitud y una justa proporción de elogios y censuras que vienen a fijar sólidamente el criterio de la posteridad sobre tal poeta, a quien el voto de la crítica, o por decir mejor, el silent vote de la opinión literaria, entre nosotros, o bien enaltece, sin leerle ni estudiarle, ni más noble y reflexivo fundamento que la fuerza de inercia de la gloria que le rodeara en vida, o bien considera bajo el imperio de una reacción desatentada que tiende a amenguar más de lo justificable y oportuno la razón de tal gloria.
Ciertos aspectos del poeta, poco estudiados en relación al interés que ellos ofrecen (sirva de ejemplo la insuficiente apreciación del poderoso concurso prestado por el autor del Celiar, como cantor de la naturaleza y las costumbres, a la obra iniciadora de una originalidad americana en poesía); ciertos errores de información (Palmas y Ombúes, por ejemplo, son para Menéndez Pelayo la colección completa y definitiva de los versos del poeta) no menoscaban sino en mínima parte el acierto y la verdad del conjunto.
Pero si juiciosa y definitiva considero la página que consagra el comentador a la personalidad de Alejandro Magariños Cervantes, juzgo desacertada la elección de los versos que el colector escoge en su vasta obra por modelo.—Ondas y nubes me parece de las composiciones más fugitivas y triviales del viejo poeta, en quien admiramos ahora, más que el positivo valor del poeta mismo, la personificación patriarcal y venerable de una época de ruda iniciación y de entusiasmos generosos en los anales de nuestra literatura nacional.
Aparte la mediocridad absoluta de esos versos, ellos no ponen en manera alguna ante los ojos del lector la imagen fiel de la poesía de Magariños Cervantes, ni dan idea de su elemento peculiar y su sello característico.
La condición más interesante y más hermosa de su fecunda producción; aquella por la que vive indisolublemente vinculada a los recuerdos de medio siglo de luchas, de sacrificios y dolores, es el ser obra viva en favor de una regeneración y un ideal, labor de misionero, o de soldado, o de tribuno, algo así como la tremulación, en fuertes manos, de una enseña de fraternidad y de civismo; condición por la cual no se ha manifestado sobre el haz de la tierra, donde ese noble guión de los sentimientos colectivos onduló, un generoso esfuerzo, o un recuerdo de gloria, o una alentadora esperanza, que no haya encontrado eco y repercusión en la palabra del poeta, vibrante según la imagen de quien tomó de sus manos la lira consagrada para las glorificaciones del sentimiento nacional, como el «corazón de nuestra historia».— Ondas y nubes, entre tanto, es la manifestación de un lirismo gárrulo y vacío.
Si alguna vez me tocara penetrar en la obra del viejo cantor de las jornadas de la Defensa, para hacer destacarse del nivel de conjunto aquellos trozos que en mi sentir merecen ser señalados a la atención del coleccionador, no iría a buscarlos, ciertamente, en los que manifiestan la irreflexiva imitación de los modelos románticos, ni en los acentos íntimos, flotantes por lo general en una zona donde ni la tempestad ruge poderosa y siniestra ni un sol triunfal pone los tonos ardientes de la vida, sino en aquellos otros que constituyen la realización de un generoso programa de poesía viril y pensadora, o en los que fueron madurados al calor de los primeros anhelos de conceder una expresión original y genuina a las cosas de nuestra naturaleza y nuestra sociedad.
Elegiría ciertos fragmentos de Los hijos del genio que me parecen animados de inspiración noble y robusta, o el Derrotero, que es una hermosa profesión de fe de la poesía americana; elegiría La Gloria, donde se realiza y describe con toques de un pincel brillante y animado la odisea del explorador; elegiría En las Piedras, donde percibo algo del soplo a un tiempo heroico y candoroso que bate la frente de aquel niño inmortal de Víctor Hugo que pide pólvora y balas sobre las ruinas desoladas de Quío.
Llego en mis comentarios a la parte para la que reservaba el tono de una enérgica desaprobación.—Los reparos que he puesto no han sido hasta ahora sino la exposición insegura, incierta, de mis dudas. Al llegar aquí, me yergo, a mi pesar, y levanto franca y confiadamente mi protesta.
Falta un nombre en la Antología.
Juan Carlos Gómez, que en concepto de muchos debió ocupar en esta parte de ella puesto de honor, no es siquiera aceptado a participar de la representación del sentimiento lírico de su pueblo.—Proscripto él mismo, en la realidad de la vida, y aun en el sueño de la muerte, que duerme en tierra extraña, estábale reservada de esta manera, a su obra de poeta, la dura suerte de una proscripción no menos injusta.
Me doy exacta cuenta del pensamiento a que obedece y el plan en que se encuadra la obra que ocasiona esta crítica; subordinada a una rigurosa selección que limita, por la misma amplitud del campo que ella barca en el espacio y el tiempo, el número de autores aceptados en cada parte de la Antología; y respetando de buen grado este criterio del colector, que me parece el único practicable, o el único oportuno en su obra, adviértase que no le hago cargos por la exclusión de Pedro Pablo Bermúdez, en quien reconozco el primero que consagró esfuerzos audaces a la victoria de una poesía empapada en el sentimiento de la tradición y el juego de la tierra; ni de Melchor Pacheco, por cuya personalidad tengo veneración casi idolátrica; ni de Enrique de Arrascaeta, en quien no todo dejó de superar el nivel de la mediocridad; ni de Heraclio Fajardo, a quien concede la Antología la semihospitalidad de la mención en una nota; ni de Fermín Ferreira y Artigas, que electrizó a una generación con su palabra de tribuno y todavía nos conmueve con no pocos de sus acentos de poeta.
Si considero injusta la proscripción de que se ha hecho objeto a Juan Carlos Gómez es porque creo que difícilmente podía haberse excluído de la colección nombre que más la honrara y que reuniese más valor representativo.
La Libertad, que para Menéndez Pelayo no parece ser sino una insoportable declamación versificada, es la que se invoca en primer término, como documento de prueba, en esa dura sentencia de exclusión.
Toda defensa de aquel canto puede ser sospechada de una parcialidad inevitable y generosa en labios de quienes lo recitamos y lo amamos desde la niñez.— Tres generaciones antes de nosotros lo han llevado en su espíritu, asociándolo, como una promesa, a sus anhelos de un futuro mejor, esculpidos sus versos en la más segura intimidad de la memoria; tres generaciones lo han entonado en todas las horas solemnes de su acción y en medio de todas las sensaciones profundas del civismo, como un Credo: en los entusiasmos febriles de la lucha, en las horas amargas y frecuentes de la decepción, en las soledades sombrías del destierro, en las iluminaciones fugaces de la esperanza.
El imperio de esta tradición constante y prestigiosa, que ha incorporado al número de las cosas queridas del sentimiento nacional el viejo canto del tribuno, es seguramente un obstáculo difícil de evitar para que nosotros nos alleguemos a juzgarle con la severidad del criterio desapasionado.
«En nuestros pueblos, decía una vez Miguel Cané—y a propósito de la misma avasalladora influencia de la palabra de Juan Carlos Gómez—la impersonalidad literaria es imposible.» Hay un lazo fatal, en el limitado escenario de nuestras democracias, por el que se vincula indisolublemente a la existencia y la obra de cada uno, su palabra, su prédica, su exhortación.
Cuando José Pedro Valera canta a la muchedumbre anhelante de los niños que la enseñanza congrega y conduce al porvenir bajo su égida de luz, la estrofa resuena en nuestro espíritu con unción evangélica, el verso adquiere alas de su vinculación con el recuerdo de la acción redentora; y cuando se lee a Juan Chassaing, saludando en la bandera de Mayo el símbolo del ideal a cuyo honor consagró las energías de un alma pura y fuerte, para los que conocen la vida y el ejemplo del ciudadano, tienen aquellos versos una repercusión moral que indudablemente supera al afecto aislado de una inspiración que no alcanza a las cumbres.
Es indudable que el prestigio de La Libertad ha reposado, en mucha parte, para nosotros, sobre ese pedestal labrado por la acción a la palabra; es indudable que los esfuerzos, y las prédicas, y los dolores, de medio siglo de una constante personificación de la inteligencia incorruptible que flota como un lampo de luz sobre las maldades triunfantes y ten tadoras de la vida, han contribuído a formar alrededor de aquella composición una atmósfera electrizada y luminosa; han puesto en sus acentos una poderosa vibración que no hallará, de seguro, en la letra inanimada quien no recite aquellos versos llevando la imagen del poeta en la memoria y el culto de su ejemplo en el corazón. ¡Pero yo confío en que aun allí donde no alcance esta influencia prestigiosa a que no podemos sustraernos, los alejandrinos de La Libertad resonarán con la entonación de la verdadera poesía en aquellas almas capaces de apasionarse por los buenos y verdaderos pensamientos que el cincel de una forma hermosa ha acariciado!
Que hay en ellos pasajes que hoy nos suenan a declamaciones de colegio; que los deslucen en alguna parte ciertas notas de lirismo infantil y ciertas galas de retórica candorosa, no seré yo quien lo dude. Pero la vida interna, el soplo ardiente que constituyen a aquel canto en un vivo organismo lírico, lo redimen largamente a mi ver de todos sus pecados de la forma y todas sus faltas contra el gusto. Podría comparársele con un corazón que, al palpitar, da sones melodiosos.—Es, además, tomando el americanismo poético en un amplio sentido, una composición esencialmente americana. No tanto por la rememoración feliz de la Epopeya, que hace vibrar sones heroicos y triunfales enfervorizando la corriente hasta entonces majestuosa, serena, de la narración; no tanto por aquellas estrofas de poderosa síntesis descriptiva en que aparece la naturaleza del Nuevo Mundo brindando su seno próvido a la libertad proscripta de todos los climas y los tiempos, cuanto por significar, por su misma ingenuidad y su mismo abandono, el sentimiento intenso de la libertad que dominaba en el espíritu de pueblos que acababan de conquistarla, al precio de un inmenso heroísmo, luchando por su ser de naciones, y aun derramaban sangre por estrecharla con abrazo viril en el orden de su vida interna.
La libertad que habían cantado los poetas americanos hasta entonces era la diosa clásica, la libertad que tuvo por atributos el gorro frigio y el ramo de laurel, y fué adorada en la cúspide del Aventino.—No era este intenso amor, este ardoroso y humano sentimiento, que se manifestaba, independiente de toda vestidura simbólica, en el canto que El Nacional de 1842 lanzó a los vientos en vísperas de la Defensa, cuando era llegada, para la generación gloriosa de su autor, la hora de la acción y del civismo.
Y no es La Libertad el solo título de poeta que pueda ofrecerse a la sanción de la posteridad en nombre de Juan Carlos Gómez.—Yo encuentro intensa poesía en sus composiciones de sentimiento personal que a Menéndez Pelayo le parecen selladas por el amaneramiento de una escuela. Y no la encuentro de la estirpe que vive exclusivamente vinculada a ciertas convenciones de los tiempos y ciertas oportunidades del gusto, sino de aquella que se encamina derechamente a lo más íntimo del alma, de la que es idioma grato y comprensible para los hombres de todas las latitudes y de todas las épocas.—Gotas de llanto será siempre leída con emoción y con deleite por cuantos sepan de la poesía que nace del recogimiento del recuerdo.—Ida y vuelta es un romance de una delicadeza encantadora, donde ni el verso ni el espíritu descubren rastro de artificiosidad o afectación. Agua dormida me parece de las cosas más bellas con que una naturaleza a un tiempo viril y delicada ha podido expresarse en el lenguaje de los poetas. Cedro y Palma, Reminiscencias,Auna ausente, son algo más en mi sentir que inspiraciones de un pasajero sentimiento romántico.—Juan Carlos Gómez, a la manera de Nicomedes Pastor Díaz, uno de los tribunos de más varonil y resonante elocuencia que hayan hollado en nuestro siglo la tribuna española, y a la vez el más sentimental, el más íntimo, el más suave, de los poetas de nuestra habla que preceden a Bécquer, ofrece ejemplo de una mente de publicista que es toda bronce y toda fuego en la vida de la polémica y la acción, extrañamente asociada a una vena lírica que brota, mansa y rumorosa, en la región de las supremas delicadezas.
Tales son las observaciones que se nos ocurren respecto de la selección verificada en nuestra poesía y el juicio formulado sobre nuestros poetas por el autor de la Antología de líricos americanos.— Agregaremos, como consideración final, que no debe juzgarse por el acierto bien inconstante y discutible, que manifiesta esta parte de la colección, el revelado en el vasto conjunto de la obra.—Ella ha llegado a término y ofrece a la crítica americana un interesantísimo asunto que abordar.—Acaso nos lo propongamos nosotros algún día; pero anticipando desde ya la fórmula que concreta nuestro juicio y nuestras impresiones, nos será permitido dirigir un aplauso y una protesta de gratitud, con los que interpretamos seguramente el sentimiento de América, al autor de la Antología, que viene a solemnizar y consumar la incorporación de la obra de sus poetas al común acervo de la lengua española.
Los merece también, y no se los escatimamos por nuestra parte, la Academia, que ha tomado bajo sus auspicios esta empresa literaria de positiva significación para el afianzamiento de la amistad de nuestros pueblos con la metrópoli, que puede aspirar todavía a recuperar gran parte del influjo perdido, por errores y pecados comunes, en la dirección de su pensamiento y en la educación de espíritu.
El intercambio de ideas y de ingenio; las corrientes mensajeras de la actividad de la vida intelectual; el amor revelado en la consideración de las cosas de los unos por las mentes selectas de los otros, son vínculos más fuertes, más seguros, que los que pueden originarse de la organización oficial y artificiosa de las instituciones que velen en cada zona de la vasta unidad castellana, a modo de vestales, por la integridad, o la inmovilidad, de la lengua.
Emilio Castelar, manteniendo constantemente viva la palabra de la reconciliación y la unidad eterna de la raza en las más altas cumbres de la tribuna; don Juan Valera, interesando, a favor del aticismo y la espiritualidad de las Cartas Americanas la atención del pú blico español en los nombres y obras de la actual literatura del continente; y Marcelino Menéndez y Pelayo, saliendo triunfador de la primera tentativa encaminada a armonizar las inspiraciones superiores de nuestros poetas, en un conjunto ordenado bajo las prescripciones más seguras del criterio y del gusto, han realizado los tres esfuerzos más eficaces y plausibles entre los que han podido consagrarse al buen éxito de obra tan noble y tan fecunda como la de estrechar los lazos de fraternidad intelectual de España y América.
25 de febrero de 1896.
(para la «revista literaria» de buenos aires)
Montevideo, 1 de abril de 1896.
Sr. D. Manuel B. Ugarte, de mi aprecio:
Me exige usted, como retribución de la brillante página con que ha favorecido a la Revista Nacional, mi prometido concurso para la que usted dirige.
Grato de veras a esa exigencia, para mí muy honrosa, y decidido a complacerle, había escogido por tema de mi colaboración las impresiones de mi lectura de esa interesante Revista Literaria.
Llegada, empero, la hora de dar cumplimiento a mi promesa, percibo la desproporción entre la fecundidad de asunto tan vasto y halagüeño y la premura con que escribo.—Prefiero, pues, por hoy, entregar a los rasgos fugaces de esta carta una sola, aunque quizás la más intensa, de mis impresiones: el interés y la simpatía que me merece uno de los muchos aspectos encomiables de la obra tan inteligentemente emprendida por usted.
Aludo al sello que podemos llamar de internacionalidad americana, impreso por usted a esa hermosa publicación, por el concurso solicitado y obtenido de personalidades que llevan a sus páginas la ofrenda intelectual de diversas secciones del Continente.
Lograr que acabe el actual desconocimiento de América por América misma, merced a la concentración de las manifestaciones, hoy dispersas, de su intelectualidad, en un órgano de propagación autorizado; hacer que se fortifiquen y se estrechen los lazos de confraternidad que una incuria culpable ha vuelto débiles, hasta conducirnos a un aislamiento que es un absurdo y un delito, son para mí las inspiraciones más plausibles, más fecundas, que pueden animar en nuestros pueblos a cuantos dirigen publicaciones del género de la de usted.
En los Juegos florales de 1881, donde fué coronado el poeta de la Atlántida, la palabra elocuente del doctor Avellaneda resonaba para pedir, como una consagración de la unidad de la raza española en este continente de sus esplendores futuros, una institución literaria que, a la manera de los juegos de la Hélade antigua, abriese al genio y al estudio un vasto teatro de expansión, con auditorio de cuarenta millones de hombres, desde el Golfo de Méjico hasta las márgenes del Plata.
Mientras el pensamiento de aquel esclarecido hombre público no pase de una aspiración brillante y generosa, mientras una grande institución de ese género no prepare, por la unidad de los espíritus, el triunfo de la unidad política, vislumbrada por la mente del Libertador, cuando soñaba en asentar sobre el Istmo que enlaza los dos miembros gigantes de la América la tribuna sobre la que cerniese vencedor el genio de sus democracias, son las revistas, las ilustraciones, los periódicos, formas triunfales de la publicidad en nuestros días, los mensajeros adecuados para llevar en sus alas el llamado de la fraternidad que haga reunirse en un solo foco luminoso las irradiaciones de la inteligencia americana, por la fuerza de la comunidad de los ideales y las tradiciones.
En tal sentido, su propaganda y sus esfuerzos me parecen merecedores de un aplauso entusiasta.
Ustedes tienen, por el escenario en que descuellan, por el centro en que escriben, la más brillante oportunidad para vincular a su nombre el honor de la iniciativa en obra tan fecunda y de tan vastas proyecciones, desde esa Buenos Aires, encaminada sin duda a representar en lo por venir, como lo representa acaso en el presente, la personificación más selecta de su estirpe, el primado de la civilización latinoamericana en las múltiples manifestaciones de la cultura, del arte y de la ciencia.
El más eficaz y poderoso esfuerzo literario consagrado hasta hoy a la unificación intelectual de los pueblos del Nuevo Mundo partió de tierra argentina, y está representado por los trabajos de investigación, de divulgación, de propaganda, con que la incansable y fervorosa actividad de Juan María Gutiérrez tendió a formar de todas las literaturas de América una literatura, un patrimonio y una gloria de la patria común.
La labor del maestro espera continuadores que la lleven a término fecundo, y yo abrigo la persuasión de que, a continuar como hasta hoy el vuelo ascendente de la Revista que usted con tan animoso espíritu dirige, ella ha de recordarse con honra el día en que sea posible comprobar el definitivo triunfo de esa aspiración en que le acompaño con mis simpatías y mis votos.
Grabemos entre tanto, como lema de nuestra divisa literaria, esta síntesis de nuestra propaganda y nuestra fe: Por la unidad intelectual y moral de Hispanoamérica.
Créame su afectísimo amigo.
25 de abril de 1896.
Dos caracteres, dos manifestaciones muy diversas de poesía, alternan en las páginas del libro que motiva esta carta: la poesía que es sentimiento, la poesía que es color.
Place a su numen, en las horas serenas, detenerse en la consideración de las exterioridades brillantes y graciosas, de las escenas amables de la vida, de los aspectos del mundo material sencillos y risueños.
Como pintor del paisaje, como poeta de la descripción, caracteriza a usted una nota de franco y vigoroso realismo.
No busca usted, en la infinita variedad de la naturaleza, los cuadros excepcionalmente bellos, o excepcionalmente grandes, para pedir ilusoriamente de prestado a la magnificencia de los temas lo que de sí debe dar la inspiración; ni espera usted, para cantarla, aquellos instantes en que a la contemplación de las realidades externas se asocia la efusión del sentimiento íntimo que deja en ellas un reflejo de su luz o un toque de sus sombras, haciendo de la misma naturaleza confidente del alma que se acoge a su seno.
Ha sido concedido a su numen el don de la objetividad descriptiva, de la visión desinteresada y directa de las cosas, que para muchos importa sólo una desviación de los procedimientos naturales del arte del sentimiento y la palabra, empeñada en una estéril rivalidad con las que tienen el dominio de lo plástico; pero que para mí vale tanto como cualquier otra forma o inspiración de poesía, siempre que la luz transfiguradora de lo bello, que hace chispear la lágrima cristalizada por el arte, se refleje también en el relieve de la línea o sobre la mancha de color.
Destierra usted de su descripción la ampulosidad, la vaguedad; ama usted el detalle y sabe bien que, aun en los más humildes y desdeñados rincones de la naturaleza, hay siempre una inspiración segura para quien acierta a rasgar la corteza vulgar y prosaica de las cosas, con la mirada en que va un rayo del sentimiento y la mente del artista.
Ya emule el verso el cromatismo del pincel, como en la descripción animada y resplandeciente de Colores; ya sea su tema, como en La Mancha—que ganaría con la corrección de cierto abandono prosaico del estilo—un juego de niños ingenua y sencillamente poetizado; ya tome el escenario de la calle, como en la composición intitulada De paso, una escena tosca y plebeya, o bien traduzca como en los Croquis de viaje, donde noto rasgos tan agradablemente superficiales y graciosos como el de Bulle, al idioma, del poeta las impresiones del turista, prevalece constantemente en las descripciones de usted el mismo amor por lo sencillo y lo gráfico.
Su manera de descripción me recuerda la del mas meridional y colorista de los actuales poetas españoles, el lirismo pictórico de Rueda, a cuya feliz evocación parece haber rejuvenecido la genialidad de la vieja lírica andaluza, armonizada con las influencias del moderno prurito literario de pintar.
Singularmente en composiciones del género de El tren, La siesta, La faena y La lluvia, percibo esa semejanza y me parece que la nota vivaz y luminosa del pincel que coloreó los Cantos de la Vendimia y la Sinfonía Nacional imprime vida y carácter a sus cuadros.
Así como domina, según lo he notado ya, en sus descripciones, el anhelo de desentrañar y revelar la íntima poesía de lo que parece más esencialmente prosaico a la mirada del vulgo, es frecuente y característico en sus composiciones de sentimiento personal la preocupación de detener el vuelo rápido de los pequeños acontecimientos de cada hora, de las pasajeras emociones, de los leves recuerdos, de los episodios fugaces, aparentemente baladíes; pero que en la historia del alma dejan su huella y van labrando el cauce por donde acaso ha de precipitarse imperiosa e irresistible la pasión, a semejanza de los obreros humildes, los esfuerzos oscuros y las acciones ignoradas, que preparan desde la sombra, en la historia de la especie, los solemnes acontecimientos y las grandes transformaciones.
¿Triunfa usted siempre? ¿Escolla usted alguna vez en la dificultad, propia del género, de comunicar valor de emoción universal, valor humano, al lirismo que expresa la emoción individual?
Aunque en presencia de ciertas páginas del libro hubiera de ser negativa la respuesta, usted lo compensaría sobradamente, ante la crítica más cruel, con sólo exhibir el idilio que se titula Adolescentes, y que es, en mi sentir, lo más inspirado y hermoso de su obra.
Podría afirmarse que todas sus calidades de paisajista delicado y todas sus dotes de poeta de suave sentimiento han llegado en esta composición a la más perfecta y admirable armonía, refundiendo en una sola y dichosa inspiración, que acaso inmortaliza un recuerdo melancólicamente acariciado en la intimidad de su memoria, lo más selecto, lo más hermoso, lo más puro, que ambas excelencias de su espíritu pudieron dar de sí.
Todo, en esa composición, me es singularmente grato: la ingenuidad del sentimiento, la poética naturalidad de la expresión, hasta la forma métrica, el serventesio sencillo y elegante, que Campoamor sustituyó con excelente acuerdo a la estrofa tradicional de la epopeya en el Drama universal y que es hoy, en poesía americana, copa de férvido y brillante lirismo en manos del gran poeta de Méjico autor de Gloria y de Sursum.
Hace ya tiempo que cuento esa que considero mejor de sus composiciones en el número de las que me son excepcionalmente queridas; y al agradecer a usted por esta carta el galante envío de su obra, se me ofrece la ocasión agradable de transmitirle el testimonio de esa predilección.
Llego a las páginas que dedica usted a sus traducciones de selectos versos franceses y que despiertan en mí tanto interés como las anteriores.
Hay quienes conceptúan la traducción labor servil o, por lo menos, secundaria; hay quienes la identifican con las más nobles manifestaciones de la producción. En cuanto a mí, las traducciones poéticas me parecen cosa tan ardua e insegura como el acto de pasar de un pomo a otro la esencia etérea, sutilísima.—Esta mi idea de su dificultad ha resistido, muchas veces, a la lectura de las que llevan la firma de don Juan Valera, de Teodoro Llorente, de Bonalde. Si La prière pour tous no hubiera sido traducida al español por Andrés Bello, apenas creería en traducciones.
Traigo ahora a cuenta esta meticulosidad o, si usted quiere, extravagancia de mi gusto, para realzar la significación del aplauso que debo a usted al llegar a esa parte de su obra, y dar idea de la admiración que me merece el exquisito sentimiento con que ha interpretado usted la melodía arrobadora de la Lucía, de Musset.—El íntimo perfume, la fidelidad del espíritu, me parecen en esa composición verdaderamente irreprochables; y si a ellos se redujeran las buenas condiciones de la traducción, yo la tendría por modelo. ¡Qué lástima que inoportunas asonancias vuelvan la forma defectuosa!
Ha tentado también a sus anhelos de refundir por la traducción, en el propio espíritu, las concepciones bellas de los otros, el soneto triunfal con que el insigne americano de quien puede decirse que ha hecho resplandecer la magnificencia y la juventud del Nuevo Mundo, en el cenáculo de Gautier y de Banville, cantó a la banda aventurera a cuyos ojos ávidos se levantaron una vez, en el confín del horizonte, las estrellas desconocidas que hoy fulguran sobre la libertad y la civilización de nuestra América.
Bien sabe usted que no ha llegado el primero al pie de ese bajo relieve de bronce, esculpido por mano a un tiempo delicada y atlética, para apoderarse de su imagen y labrarla de nuevo, con el cincel de nuestra habla española, a la que el tema de aquel fragmento épico parece adaptarse como a su forma natural.—Miguel Antonio Caro ha traducido Los Conquistadores y la lectura de una nueva versión se asocia inevitablemente en nuestro espíritu al recuerdo de tan formidable precedente.—Pero la tentativa de usted no significa, después de la de Caro, una obra inútil, porque está inspirada en muy distinta inteligencia de la traducción. El clásico de Colombia, además de traducir el soneto, lo ha españolizado. Impera en sus Conquistadores antes el estilo del traductor que el del propio poeta, y es su soneto de la casta de los que salieron de manos de los Góngora, de los Jáuregui, de los Arguijo. Considerado independientemente del original, es, sobre toda duda, soberbio; apreciado en su calidad de traducción, deja bastante que desear.—Usted, en cambio, prefiere el endecasílabo que lleva el sello poético de nuestra raza, y a la soltura concedida, en el procedimiento de interpretación, al voluntario vuelo de que hablaba, a propósito de las imitaciones de los clásicos, Bartolomé de Argensola, la estricta sujeción al metro y a la letra, y sus alejandrinos castellanos, calcados casi uno por uno en los del soneto original, son el traslado fidelísimo del pensamiento y las palabras del autor de Trofeos. Las traducciones de La tumba del conquistador y la Fuente de juventud, del mismo Heredia, armonizan cumplidamente con la belleza de la que he comentado.
Ha elegido usted, en el acervo de otros poetas, y ha acertado a darles también una fiel y brillante interpretación, la fresca y primaveral poesía de la Aurora, de Hugo; el dejo melancólico de los Remordimientos, de Bourget; la imagen soberbia del Albatros, con que el maestro de las Flores del mal simbolizó la ineptitud divina de los poetas en la prosa del mundo; la severa reconvención de Sully Prudhomme ante la frívola vanidad del tiempo perdido; y la canción de Richepin, la balada del corazón de la madre muerta, que es de veras un corazón que va goteando sangre...
Habla tan alto la selección de los originales en pro del acierto de su gusto como, en favor de sus condiciones para esta producción refleja de poesía, la felicidad del desempeño.
En cambio, ¿me permitirá usted confesarle que cuando leo su traducción de El soneto, de Soulary, no me parece que esa travesura, tan ingeniosamente expresada por el poeta, de la idea rebelde y esquiva a las solicitaciones tenaces de la forma, haya sido dominada esta vez por su habilidad de rimador?
Pero no prolongaré por más tiempo la ya impertinente prolijidad de este comentario. Me olvido de que escribo una carta y no una crítica. Sírvanme de disculpa el interés y el halago del tema sobre que he departido con usted y mi afición al estudio de los poetas.
Tratándose de los elegidos para hablarnos en el lenguaje natural de las cosas bellas a los que formamos en el rebaño oscuro de la prosa, yo no concibo la crítica sino como un homenaje tributado a la superioridad jerárquica de los que crean sobre los que analizan. En vano voces que parten a toda hora del clamor bárbaro y plebeyo, pero que suelen descender también de las alturas, niegan y desconocen la razón de esa superioridad. ¡Ustedes ríen de los augures que profetizan la ruina inevitable de la ciudad de que son dueños; ustedes imperan, eternamente vencedores! Hace apenas dos lustros, bajo los auspicios de una escuela que ambicionó dictar la fórmula última y definitiva al arte moderno, proclamaba la soberbia de la prosa una vez más, que el secreto del porvenir era exclusivamente suyo. Entre tanto, nuevas escuelas se han alzado sobre la decadencia de la que confinaba la poesía a los dominios de un recuerdo glorioso, ella ha rescatado a su favor gran parte de su imperio, y hoy va pasando de moda el saludarla con el adiós melancólico de Shakespeare a la reina de los tristes destinos.
10 de mayo de 1896.
j. rivas groot: «la naturaleza». «constelaciones» ( 73)
Es Rivas Groot uno de los jóvenes obreros del pensamiento que, así en el cultivo de la prosa como en los dominios del verso y en el ejercicio de la crítica, presiden dignamente a la renovación de esa pujante intelectualidad colombiana que tiene tradiciones gloriosas en los anales de la literatura continental.
Poca es aquí la resonancia de su nombre y todavía menor la de sus obras.— ¡Los hombres nuevos de la América no se tratan ni estiman sino como personalidades a quienes separan los abismos de la raza o la lengua!—Habíamos apreciado nosotros sus talentos de prosador en el introito suyo que lleva la Antología, ordenada por don Julio Añez, de poetas de Colombia, introito que tenemos por una página admirable, de estilo y de doctrina a la vez.—De su numen de poeta sólo sabíamos por las composiciones con que contribuyó Rivas Groot al propio libro de Añez—y que han sido favorablemente juzgadas por Valera—cuando llega a nosotros el opúsculo en que ha reunido recientemente dos de sus cantos líricos y que nos envía el autor desde Bogotá.
Después de leerle, consideramos que hay profundo interés en este aspecto de su personalidad literaria casi enteramente desconocido entre nosotros: Su verso, viril y grave, se encamina a la mente. Place a su Musa la actitud austera y reflexiva. En él el poeta es una gallarda encarnación del pensador.—Y un poeta pensador, en la nueva generación de nuestra América, cuando los altares de la Imagen y el Ritmo, considerados como preocupaciones preferentes del canto, ven en ella aumentar el número de sus devotos, debe fijar la atención y merece tener el aplauso de la crítica.
* * *
Viejo y fecundo tema es el que ha inspirado al poeta de Colombia la primera composición de las que debemos comentar: la soledad del espíritu frente al desdén de la Naturaleza inmutable y sorda a sus congojas.
¿Quién sintió un alma en la Naturaleza? ¿Cuándo brotó una voz que se desprendiese del concierto de lo creado para acordarse de nuestros anhelos, para responder a nuestras dudas? ¿Quién vió amansarse las iras de la tempestad para festejar su regocijo? ¿Quién vio nublarse el cielo para asociarse a su dolor?
La poesía de este sentimiento y esta idea palpita vigorosa en aquel canto.— Habla la Madre Tierra; y dirigiéndose a la que llama predilecta entre sus criaturas, hace la afirmación de su amor y su piedad.— «Tuyas son, Hombre pensativo — le dice—mis dádivas mejores. Para hacer coro a la voz de tu alma serena o agitada, suenan mis himnos. Para consagrar tu amor ciño mis galas. Y a pesar de tu ingratitud y de tu olvido, cuando vuelves a mí yo te ofrezco un lecho de paz donde reclinar la frente mustia...» — La respuesta del Hombre, la respuesta del poeta, es una triste y severa reconvención. «Tú no eres madre, ¡oh Naturaleza eternamente silenciosa!, para la criatura a cuyas ansias infinitas opones tu silencio obstinado.—Como el destino de tus aves es el vuelo; a mí me destinaste el llanto y la labor.—El campo, para nosotros sagrado, de la muerte, no es para ti, que lo cubres de mieses y de pámpanos, sino la mesa de una orgía. Busco en tu seno el reposo y me postras con tus inclemencias. Llamo a tus cielos y están mudos. Tu calma imperturbable es una eterna ofensa a mi dolor. Y después de lacerar el espíritu con tu desprecio, hieres la carne y nos la arrebatas para ti con el abrazo de la tumba. Se trocará en el jugo de tus plantas la sangre de mis venas y convertirás mis huesos en polvo del camino. ¡Y tú, entre tanto, escucharás que celebran tu eterna juventud el himno de tus olas y el himno de tus astros!» —¿No es la amarga verdad que inspiró a aquel grande espíritu solitario de Los Destinos las lamentaciones de La Maison du Berger?—El la puso en los propios labios de la Madre desdeñosa y helada: «Soy el teatro impasible que el pie de los actores no puede remover.» «No escucho vuestros gritos.» «Vosotros me creéis una madre y yo no soy sino una tumba...» —Tú lo sabías también, ¡oh divino Leopardi!, para quien la Naturaleza era incapaz de la misericordia...
¿Nos deja, pues, una impresión acerba y sombría la palabra del poeta? ¿Es también suyo el pesimismo de Leopardi y Vigny?—No, porque la nota con que da término a su canto, aquella que después de leerle queda vibrante en nuestro espíritu, está bien lejos de ser una nota de desesperación: La Naturaleza, cuyos himnos cantan el triunfo sobre el hombre, la Naturaleza, a cuyo seno ha de volver todo lo perecedero, no tendrá el alma que abre sus alas luminosas a orilla del sepulcro.
Tal es, en el traslado opaco de la prosa, el canto que a nuestro poeta sugiere la que él hermosamente llama Madre Esfinge.—La forma en que le encarna, si no idealmente pura ni correcta, es noble y armoniosa.—En su versificación — para la que usa, buscando con buen acuerdo, dada la naturaleza de su canto, un metro de acompasada solemnidad, el cuarteto de alejandrinos graves, que tiene escasos precedentes en nuestro idioma—, hay cierto sello de novedad que no ha sido adquirido, por ventura, al precio de la armonía y la elegancia.
Pero no le digamos que el más bello prestigio de su arte está en la manera como tiende sobre los hombros de la Poesía la túnica del verso.—Digámosle, ante todo, que sabe hacer pensar y hacer sentir; que su poesía tiene un ala que se llama emoción y otra ala que se llama pensamiento.—Siendo más justos le habremos dicho, sin duda, mucho más.— Los que en tiempos cercanos recorrieron la senda que va de las estatuas esbeltas y delicadas de Gautier a los grandes mármoles de Leconte, amaron en el poeta el don de una impasibilidad que resguardara a las líneas del cincel impecable del peligro de un estremecimiento. Menos paganos, nosotros gustamos de recordarle nuevamente el mito del pelícano, porque, sin dejar de tener idolatría de la Forma, necesitamos al mismo tiempo un arrullo para nuestro corazón y un eco para nuestra tristezas.—Ellos le hablaban para decirle: «Haznos, estatuario, una estatua.—Que llore o ría. Que muestre el gesto del amor, o de la meditación, o del desprecio; pero que sea perfecta y que sea pura.» Nosotros le decimos: «Escúlpenos una elegía en mármol negro, y haz de modo que bajo los pliegues armoniosos de la túnica parezca latir un corazón.» —Llenos de estremecimientos íntimos, al mismo tiempo que de sueños ambiciosos de arte, nosotros quisiéramos infiltrar las almas de los héroes de Shakespeare en el mármol de los dioses antiguos; quisiéramos cincelar, con el cincel de Heredia, la carne viva de Musset (74).
En el segundo canto—Constelaciones—a quien hermanan con el anterior idénticos caracteres de metrificación y de estilo, son actores también la Naturaleza y el Alma.—Pero la Naturaleza no se presenta en él cubierta por el polvo de la tierra sombría, donde tiene su imperio lo deleznable, lo oscuro, sino vistiendo el peplum de plata de los cielos.
Conversa el poeta con los luminares sagrados de la noche.—Es, pues, el diálogo un coloquio de amigos. «¿Por qué — pregunta el poeta—la dulzura piadosa de vuestras miradas?» Y le responden las constelaciones: «¡Porque desde que existís os vemos alzar en vano a nuestro cielo la vista suplicante y las manos temblorosas; porque contemplamos la eterna vanidad de vuestros sueños; porque sabemos que vuestra condena es el dolor!» «¡Oh, no, no todo es muerte y olvido, astros radiantes!», dice entonces el poeta.—Vendrá sin duda la noche de que los siglos son el día.—Las últimas dos olas pondrás su beso sobre la arena de la playa; los últimos dos hombres devolverán su vida al seno ingrato de la tierra. Pero flotará, cuando todo acabe, el aroma eterno del espíritu sobre la flor marchita y deshojada de los mundos; sobre las cenizas de los astros fulgurarán las constelaciones de las almas.
Y así, de la respuesta a la piedad de las constelaciones, como antes, de la reconvención ante la frialdad desdeñosa de la Naturaleza, surge rasgando con un lampo de luz las sombras anteriores del canto, a la manera del blanco copo de espuma con que se corona el agua acerba de la onda, la afirmación de la inmortalidad.
Dicen las voces nuevas que la palabra de los que cantan, de los que sueñan, de los que no dudan, empieza a recobrar, sobre la mente de los hombres, un poco del prestigio perdido por la palabra de los sabios.—Y si la sabiduría del entendimiento no pudo desvanecer el dejo amargo de la decepción y la nostalgia en nuestro espíritu, bueno es que tienda el vuelo al lado de la luz y la esperanza, la sabiduría del corazón.—Cantad, ¡oh poetas!, a los ideales que confortan, a los entusiasmos que reaniman, a los impulsos que levantan.—Dejad, ¡oh caballeros de una luminosa caballería!, a nuestra prosa oscura la acerbidad de sus querellas y a nuestra estéril cavilación sus inquietudes. — Cuando oigáis que negamos, vosotros afirmad; cuando las frentes pálidas y fatigadas se dobleguen al peso del dolor o la duda, levántense las vuestras, señalando a la región de quien acaso nadie sino vosotros puede hablarnos, porque sois sus proscriptos; cuando nosotros arranquemos de nuestras almas, para enarbolarlo como una fúnebre bandera, un jirón más de sombra, vosotros encended, sobre los horizontes de la vida, un nuevo rayo de luz!...
25 de julio de 1896.
andres lamas.—miguel cane
Recordemos cómo nació la prensa literaria entre nosotros.—Llevemos nuestro espíritu a los tiempos en que resplandecía sobre la frente de Montevideo, azotada por ráfagas heroicas, la representación de la inteligencia y la dirección de las ideas en los pueblos del Río de la Plata.
Unificados por la indivisibilidad de una sola y gran patria literaria ha de considerar a esos pueblos nuestro estudio, porque no admite la historia intelectual de aquella época clasificaciones fundadas en las diferencias de nacionalidad que acababan de fragmentar el suelo del viejo Virreinato.
Es de la acción aunada de las dos generaciones que se alzaban simultáneamente en una y otra margen del Río—teniendo por inspiración los mismos ideales, obedeciendo en la propaganda y en la lucha a idénticos propósitos—de donde el movimiento intelectual que tuvo sus manifestaciones primeras en las páginas de El iniciador nace pujante y prestigioso y labra el amplio cauce común en que aquéllas debían precipitar sus energías, sus anhelos y sus entusiasmos.
En los últimos tiempos del período de regeneración que inauguran en la historia argentina los ensayos orgánicos de 1821, una juventud brillante y anhelosa animaba los claustros de la Universidad que acababa de levantar la iniciativa genial de Rivadavia, sustituyendo en ella el molde de la vieja enseñanza colonial, ue tiene su expresión en las históricas aulas de San Carlos y que no había sido modificado esencialmente después de la Revolución, por las que las habían sucedido, con un orden de estudios que recibía su inspiración de los propósitos de reforma social en que aquel régimen civilizador se hallaba empeñado.
Por la eficacia de la educación instituída sobre los fundamentos de esta reforma social y animada de un espíritu nuevo, aquella época luminosa aseguraba sus triunfos del presente con la conquista del porvenir, y ponía su sello a la mente de una generación a quien tocaba custodiar los penates de la cultura vilipendiada, llevándolos consigo en largo y proceloso destierro, frente al régimen bárbaro que debía levantarse sobre las ruinas de aquella obra gloriosa de organización.
Los que salvaban entonces los lindes de la infancia, los hombres nuevos a quien Juan Cruz Varela, el poeta consagrada de las iniciativas de la grande época institucional, había cantado lleno de generoso entusiasmo, no debían ver jamás—o debían verlo sólo cuando treinta años de luchas e infortunios los separaba de aquel amanecer luminoso de su vida— un predominio tal de la inteligencia, vivificando el organismo social como energía impulsora y soberana, resplandeciendo como supremo prestigio de la personalidad y acatada como fuerza efectiva de gobierno—La prensa y la tribuna, que se regeneraban por la adquisición de un carácter esencialmente digno y doctrinario; las tendencias nacientes de asociación intelectual que levantaban centros de propaganda y de cultura, estimulando al pensamiento en todas sus actividades generosas; la cátedra, que difundía en los espíritus la savia nueva del saber; el canto mismo de los poetas, que se incorporaba como una nueva fuerza de acción, afirmada en el sentimiento de las multitudes, a la empresa de regeneración que lo inspiraba, concurría, como otros tantos toques de cincel, a transfigurar la fisonomía heredada de la sociedad de la colonia y creaban una atmósfera nueva dentro de la que el espíritu de aquella juventud pensó asistir a la definitiva realización de la obra de sus padres, consumándose para su porvenir y para su gloria.
Pero cuando hubo llegado la hora de la acción, la escena había cambiado.
Una emigración de estadistas y escritores mantenía consigo, en el destierro, el nervio de la época de organización y de cultura.—El viento de la Pampa soplaba vencedor sobre la frente de la ciudad que había sido glorioso pedestal de Rivadavia. Toda manifestación de intelectualidad y libertad se había extinguido o estaba próxima a extinguirse. Al gobierno de las ideas había sucedido el gobierno de la fuerza brutal. Revivían, bajo sus auspicios, todos los gérmenes reaccionarios ocultos en el seno de la sociedad que la política iniciada en 1821 había empezado a desvestir de los hábitos de la tradición colonial.—Aquella juventud se hallaba, pues, sola y desorientada en tal ambiente.—La realidad que se ofrecía ante sus ojos era como una barrera impenetrable que la separaba de los horizontes que una educación avanzada había descubierto a su espíritu.
Ella reproducía, en medio del estéril sosiego del régimen dictatorial, en medio del silencio y la sombra, las mal comprimidas inquietudes, la nostalgia de acción, los anhelos hondos y ardientes, de aquella otra juventud que se levantaba, privada también de escenario y de tribuna, en las postrimerías de la colonia, y que, excitada por los ecos remotos y legendarios de la Revolución, por las fecundas agitaciones de la propaganda de la libertad de comercio, por los aplausos del mundo que convergían al Foro de Buenos Aires para saludar el esfuerzo glorioso de la Reconquista, llevaba en el alma un hervor que denotaba un sentimiento ignorado por el espíritu de las generaciones anteriores y que debía manifestarse, irresistible y fecundo, en su cercana obra de redención.
No era menos briosa y activa la genialidad de la generación a quien tocaba añadir la obra de la Libertad a la obra de la Independencia. No pudo por mucho tiempo el régimen despótico contenerla en la expansión de su espíritu. En 1837 ella se congregaba al llamado del innovador que había traído a su seno, del otro lado de los mares, el fuego de una gran revolución ideal—la que imprime su sello luminoso a la primera mitad de esta centuria—y levantaba, como los fundamentos del pórtico por donde debía verificarse el pasaje a una época nueva, una idea de emancipación literaria, un programa de regeneración social y una fórmula de organización política.
Pero ya, con anterioridad al año de la memorable protesta, nuevas voces habíanse alzado a pesar del influjo desalentador del ambiente ingrato y oscuro, anunciando la proximidad de aquel estallido generoso del alma de la juventud.
Marco Avellaneda y Juan María Gutiérrez habían hecho su iniciación en la prensa vehemente y tumultuosa del tiempo de Balcarce.—Juan Bautista Alberdi era ya autor de la Descripción de Tucumán, de la Refutación a El Voto de América, del comentario a Lerminier.— La poesía de los Consuelos hallaba tímidos imitadores, y el viejo verso de Hidalgo había renacido en Ascasubi, que tomaba a Béranger el dardo alado de la canción.—El futuro publicista de El Nacional ensayaba, en el panfleto y la invectiva, su prosa ardiente y plebeya.
El impulso que, concentrando y encauzando dentro de una tendencia definida los esfuerzos aislados, fijó de modo solemne y prestigioso la fórmula de las ideas que imprimieron carácter a una época, se manifestó casi simultáneamente, en su aspecto literario, por la aparición de La Cautiva, y en su aspecto social por el pensamiento orgánico que el propio autor de La Cautiva formuló en el Dogma de Mayo.
Aquel poema daba el modelo de la emancipación de los espíritus en la expresión, en la forma. El Salón Literario que Marcos Sastre fundó, también en 1837, fué el centro de donde se propagó la iniciativa y contribuyó principalmente a uniformar en la juventud que animaba sus veladas las aspiraciones y las tendencias.
El pensamiento de regeneración política, que levantó, en medio de las pasiones desencadenadas de los bandos, una bandera de concordia y un programa de organización que debía ser definitivamente sancionado por la posteridad, hízose carne en la institución de la Asociación de Mayo, de la que podría decirse que contuvo en sí la cédula de la nacionalidad futura.
Colaboraba eficazmente también en este doble movimiento un periódico de vida efímera que Alberdi dirigió y cuyas inspiraciones, fundamentalmente serias y fecundas, estaban en curiosa oposición con el trivial significado de su título: La Moda. Ha de buscarse en él el inmediato precedente de El Iniciador.
Todas estas manifestaciones de actividad y de entusiasmo debían forzosamente atraer, sobre la inquieta juventud que les producía, los recelos de aquellos que representaban un régimen que necesitapara su consolidación de la inmovidad de todas las tradiciones de atraso.
Penetró la Mazorca en el secreto de las reuniones donde se controvertía la nueva idea política y social.—Ellas, por otra parte, tendían a un carácter activo que se determinaba a medida que los rigores del régimen de fuerza demostraban la imposibilidad de toda propaganda de reforma.—A la dispersión de los conjurados, que sentían agitarse en su espíritu el numen de una época nueva, siguió bien pronto su ostracismo voluntario o forzado.—Una segunda emigración fué a unirse con la que mantenía en tierra extraña, hacía dos lustros, la gloria viva y la intelectualidad de generaciones anteriores.
Montevideo fué el centro preferido de esa emigración, como lo había sido de la que la precedió en los caminos del destierro. Ella aportaba al movimiento intelectual que iba a tener por escenario el recinto de la ciudad heroica las ideas de 1830 en filosofía y arte y la fórmula constitutiva lanzada por el autor de los Consuelos, como norma e inspiración de su propaganda política.
El elemento pensador de la primera emigración personificábase en Juan Cruz y Florencio Varela.
Tenía el primero la representación dela aristocracia intelectual de la época de Rivadavia. Representaba el segundo la persistencia del mismo ideal político y literario dentro de una generación que debía caracterizarse por ideales nuevos y distintas aspiraciones.
Juan Cruz había tenido oportunidad de proseguir en el destierro su fecunda acción de publicista, acompañando los esfuerzos primeros de nuestra constitución nacional, con la propaganda de El Patriota, bajo el ministerio organizador de don Santiago Vázquez.—Su inspiración de poeta, que había nacido al calor de una época gloriosa y estaba hecha a ser la consagración de sus triunfos, quedó por algún tiempo como en mudo estupor, ante el fracaso de la grande obra que había celebrado. En la severidad espartana de su poesía no halló una nota que se acordase con las amarguras de la proscripción. Pero cuando la juventud de la época nueva llegó a Montevideo, el poeta que había saludado en ella, en días mejores, el porvenir y la esperanza, y a quien muy breve tiempo separaba entonces de la tumba, pudo todavía contribuir al movimiento literario que ella inició, con sus últimos versos, que tienen ya la entonación de la elegía, y que serán acaso los más amados de la posteridad, porque son los que manifiestan, en una forma más ingenua y humana, un sentimiento más profundo.
En cuanto al magisterio intelectual de Florencio, que fué sin duda eficaz y poderoso sobre la generación que entonces se iniciaba, no se manifestó tanto en forma pública y escrita, hasta la aparición del diario que vive vinculado, a su gloria, como por el adoctrinamiento íntimo y verbal.—En su primera juventud había soñado con los lauros del poeta. Su poesía había resonado al par de la del celebrador de Ituzaingó, en iguales formas solemnes y austeras del lirismo, modificada un tanto la difusión oratoria de Juan Cruz por un tono más sobrio y horaciano. Cantó al par de él a los triunfos de la guerra con el Imperio, a los afanes de la obra de organización y saludó la resurrección de Grecia, en nombre de la América emancipada, después de Navarino. En el destierro dedicó cantos de noble y austera inspiración a la concordia, a la paz, a la prosperidad del nuevo Estado que debía ser la escena de su gloria y el suelo amigo de su tumba. Abandonó más tarde el verso y concentró su espíritu en el sentido de la historia de América, a la que pensaba consagrar todos los afanes de su madurez. Su influjo literario fué de moderación y resistencia a la corriente innovadora en cuanto ella relajaba las severidades de la disciplina que estaba en la educación y en la organización misma de su mente. Su naturaleza intelectual era firmeza, sosiego, exactitud. Desconoció, como publicista, otras inspiraciones que las de la razón que impera, augusta y majestuosa, con la paz de las cimas; y aun en una propaganda que vibró en atmósfera inflamada por todas las exaltaciones de la indignación y todos los odios de la lucha, como la que le llevó al martirio y a la inmortalidad, no se caracterizó su palabra por el arrebato y el ardor que acusan la pasión impetuosa, sino por la ecuanimidad, por la serenidad, por la justicia, por todas aquellas condiciones que son el sello de la tranquila fortaleza del ánimo, unida a las vistas límpidas y seguras de la inteligencia.
Esbozábase en ocasión de la llegada de estos primeros proscriptos, y estimulada por su presencia en gran parte, la actividad intelectual de la naciente República.
Constituída la nacionalidad, el signo de su autonomía literaria se personificaba en Francisco Acuña de Figueroa, a quien hubiérase podido llamar aún con más exactitud que el poeta de la nacionalidad que se iniciaba el poeta de Montevideo: la encarnación del espíritu de una ciudad y de su crónica, animados por una poesía risueña y apacible que tenía algo del aspecto de esa misma ciudad—Cuando la plaza fuerte, dentro de cuyos muros había escrito el Diario del sitio de 1812, se alzaba al rango de capital de un pueblo independiente y a la dignidad republicana, cobró de súbito el acento del versificador que hasta entonces había militado en las filas humildes de la tradición prosaica de Iriarte, o la vulgar y villanesca de Lobo, cierto brío, cierta elevación, cierta grandeza, y dieron ritmo sus cantos a las primeras palpitaciones de la existencia nacional.
Mientras la vida pública, en la capital del nuevo Estado, tenía de este modo su poeta—el poeta que ensayaba crear, por sobre el lenguaje del documento, la prensa y la tribuna, una expresión más ideal y más alta para el sentimiento colectivo—reflejábanse con no menos fidelidad la vida íntima y la vida de sociedad del mismo centro en otras formas inagotables de su producción, que seguían el cauce liso y ameno de la estrofa galante o de la sátira deleitosa y sin hiel.—No estaba solo el poeta del Himno en aquella primera manifestación de su actividad literaria.—Carlos Villademoros, Manuel y Francisco de Araúcho buscaban inspirarse también, entre otros que les son inferiores, en los acontecimientos de su época.—Eran sus cantos como un remedo, un tanto candoroso y aldeano, de la genialidad del lirismo solemne y majestuoso que había resonado en América, durante la Revolución, para saludar sus glorias y consagrar sus triunfos.—En esa endeble poesía de circunstancias asociábanse por extraña manera la ingenuidad, el abandono, el candor, todas aquellas condiciones del pensamiento y del estilo que son denunciadoras de la inexperiencia literaria, con el amaneramiento y la artificiosidad propios de una retórica que marcaba el último grado de afectación y decadencia en una escuela moribunda.
Las deficiencias de la organización, la pequeñez del escenario, su inestabilidad en medio a los sacudimientos de la lucha, la misma condición de generaciones que habíanse formado en escuela poco propicia a las manifestaciones desinteresadas del pensamiento—como que las fuerzas de su mentalidad hubieron de confluir con las de su carácter y su brazo en las porfías de la acción—concedían un espacio muy limitado a aquellas tareas del espíritu que no se relacionaban directa e inmediatamente con ellas, y vedaban toda otra forma de expansión, a quien las cultivaba, que la que se acogía tímidamente a las columnas de periódicos que vivían la vida agitada y febril de la pasión, difundiéndola en sus alas de fuego; sin amplitud para reflejar otras actividades de la vida y dar voz a más serenas aspiraciones.
Faltaba nervio en la vida intelectual, faltaba la pasión, faltaba el brío, que una nueva generación estaba destinada a llevar a los torneos de la inteligencia, realzándolos por el doble impulso vivificador de sus ideas revolucionarias y de su genialidad activa y generosa.
Marcos Sastre, a quien en relación al orden de tiempo podríase conceder la primacía entre los hombres que participaron del carácter de este elemento innovador, había incorporado, desde la primera juventud, a la sociedad argentina su acción y sus talentos, prestando allí servicios eficaces a la evolución de 1837 que hemos procurado bosquejar.
Es Andrés Lamas el primero en anunciar, entre nosotros, la renovación del patriciado inteligente y la renovación de las ideas.
Su presencia en la escena pública se anticipa a la de los demás hombres de su generación. Su palabra recoge los primeros ecos de la iniciativa emancipadora que había señalado el pensamiento y la literatura de América, la mente inspirada de Echeverría.
Casi niño, hizo sus primeras armas en la prensa. El Nacional de 1836 fué una bandera prestigiosa en sus manos. Sus dotes de escritor se acrisolaron prematuramente en esa campaña vigorosa que terminó para el diarista adolescente con el destierro político.—Y luego, cuando Alberdi pensó atraer hacia la obra de regeneración social y política en que la juventud de su época soñaba, la voluntad de Rozas, invitándole en los Preliminares de su traducción de Lerminier a ser el brazo que llevase a la realidad aquel pensamiento, publicó Lamas un panfleto de impugnación donde se hacía resaltar la incompatibilidad de todo ideal de instituciones con la tendencia lógica y fatal de la tiranía.—Vuelto a la prensa en 1837, su alejamiento de Montevideo hízose pronto inevitable.—Cuando regresó con el ejército triunfador del Palmar, tomó de nuevo la pluma. Adquirió entonces el boceto casi infantil del escritor rasgos firmes y audaces que le presentaron como el publicista de su generación, como el publicista de una época nueva.
En octubre de 1838 escribía Lamas el proemio de El Iniciador.
Miguel Cané, llegado en 1835 a Montevideo, compartía con Lamas la dirección del periódico, que aparecía lleno de entusiasmo juvenil y de brío, llamando a sí la generación destinada a darle en breve la coloración y la amplitud de una bandera que tendía sobre ella su sombra.
En su programa se definía con viril elocuencia la obra que se presentaba a la reflexión y al esfuerzo de esta generación, y que el periódico nuevo tendría por norma en la propaganda, por lábaro en la lucha.
«Dos cadenas—decíase en un pasaje de él—nos ligaban a España: una material, visible, ominosa: otra no menos ominosa, no menos pesada, pero invisible, incorpórea, que como aquellos gases incomprensibles que por su sutileza lo penetran todo, está en nuestra legislación, en nuestras letras, en nuestras costumbres, en nuestros hábitos, y todo lo ata, y a todo le imprime el sello de la esclavitud, y desmiente nuestra emancipación absoluta.—Aquélla pudimos y supimos hacerla pedazos con el vigor de nuestros brazos y el hierro de nuestras lanzas: ésta es preciso que desaparezca también si nuestra personalidad nacional ha de ser una realidad; aquélla fué la misión gloriosa de nuestros padres, ésta es la nuestra.» — «Hay, nada menos — agregábase—que conquistar la independencia inteligente de la nación, su independencia civil, literaria, artística, industrial, porque las Leyes, la sociedad, la literatura, las artes, la industria, deben llevar, como nuestra bandera, los colores nacionales, y ser como ella el testimonio de nuestra independencia y nacionalidad.»
En su aspecto social, la ejecución de este programa fué el desarrollo, más o menos velado por las condiciones de una propaganda que había de contenerse dentro de los límites de la imparcialidad o la abstención políticas, de la fórmula regeneradora de 1837.—En su manifestación literaria, la idea de la emancipación se confundía, para los que la propagaban, con la idea y los ejemplos del romanticism.—Es esta última faz de la obra realizada por El Iniciador—que se identifica, en realidad, con la primera, pues nunca fueron las aplicaciones de la literatura materia de ocios vanos, sino medio eficacísimo de acción y de reforma en manos de aquel grupo de viriles obreros de una regeneración—, la que debe fijar singularmente nuestro interés en este estudio.
Notemos, ante todo, los precedentes que en tal sentido de su propaganda pueden señalársele, en las páginas que le anteceden de nuestra historia intelectual.
Con anterioridad a la repercusión de las grandes jornadas de 1830, no era aún bastante para alcanzar al ambiente lejano y tempestuoso de nuestra cultura la virtud de expansión del romanticismo que, habiendo atravesado en 1802, como un viento del Norte, las fronteras de Francia, teñía apenas con los tintes inciertos del crepúsculo los horizontes de la Europa Meridional.—Por otra parte, los ecos vagos y remotos de la revolución literaria que pudieron llegar al espíritu de los pueblos de América no traían consigo la manifestación de un ideal capaz de hallar en él propicia resonancia; capaz de armonizar con los estímulos que los sostenían en la lucha y de acordarse con la modalidad de su pensar y sentir.—La nueva escuela, en su relación con las ideas políticas y sociales, era, en su origen, escuela de reacción. Miraba hacia el pasado; amaba la tradición y la leyenda; había ceñido sus armás y afirmado su escudo para tentar el desagravio de las cosas caídas.—Cierto lazo simpático es fuerza que vincule las aspiraciones, las ideas, los sentimientos de libertad, en todas sus manifestaciones; y en tal sentido es indudable que la revolución literaria, expresión de libertad, debía ser grata a los ojos de aquellos que acababan de consumar la revolución política. Por más que la nueva escuela hubiera nacido solidaria, en ciertodo modo, de la protesta alzada en nombre del pasado contra la obra de aquella transformación inmensa, una tendencia lógica debía empujar a los soldados de la libertad a militar bajo las banderas insurrectas de la literatura. Además, la misma Revolución que se esforzaba, después de haber levantado en sus hombros un mundo nuevo, por sostener sobre esos mismos hombros el peso de la clámide, se relacionaba en sus orígenes con cierto movimiento de emancipación de las ideas estéticas.—No fué otra cosa, en las postrimerías del siglo xvii , el debate de modernos y antiguos, sino un torneo donde los brazos que iban a trastornar el eje del espíritu humano acostumbráronse a romper el cetro de la autoridad. Discutiendo a los clásicos, se había preparado el camino para discutir a los reyes. Defendiendo la perfectibilidad de la literatura, se había arrojado el germen de la idea de la perfectibilidad de las sociedades y las instituciones. Perrault precede a Condorcet. La rebelión literaria de los antihoméricos había abierto paso a la rebelión social y religiosa de los enciclopedistas.—Pero no es menos cierto que entre tanto se realizaba la confluencia de las dos escuelas de libertad, y llegaba, para conciliarlas, el «segundo romanticismo» de 1830: lo nuevo, lo indisciplinado, en literatura, podía pasar, en relación a otras actividades del pensamiento humano, por sinónimo de reacción.—En el mármol inmaculado de Corneille y Racine, habían querido esculpir su imagen la República y el Imperio. Boileau seguía remando absoluto en los espíritus mucho después que la cabeza de Luis XVI había rodado por las gradas sangrientas del cadalso.—La idea de la libertad llegaba, pues, identificada con la afectación antigua de las formas, al espíritu apenas emancipado de Améri ca.—Su revolución fué exteriormente clásica. Lo fueron su poesía y su tribuna. La vieja escuela era profesada con aquel grado de intolerancia doctrinal de que un documento literario muy curioso, el manifiesto que precede a los Estatutos de la Sociedad llamada del buen gusto del Teatro, que se fundó en Buenos Aires en 1817, puede servir de ejemplo significativo.
Ciertas auras muy leves empiezan a remover la atmósfera de las inteligencias en la época de Rivadavia.—El clasicismo de Juan Cruz y de Florencio Varela, eco del clasicismo francés del siglo xviii , en toda su pureza dogmática, en todo su absolutismo esencial, aparece atrasado, con relación a su propio tiempo, si se consulta el testimonio de la circulación de las ideas literarias, que guarda en sí la prensa de entonces.—La crítica teatral, en algunos de los periódicos de aquella época, ofrece ciertos atrevimientos dichosos, cierta ansiedad de cosas nuevas, ciertas manifestaciones de libertad, cuyo origen puede buscarse en los primeros y vagos ecos de la crítica innovadora de principios del siglo, en las protestas que el recuerdo de la grande tradición romántica mantuvo, en medio a la derrota de la genialidad nacional, en la crítica española, y aun en el mismo contacto con la doctrina del siglo xviii francés, si se considera que, para espíritus algo dados de suyo a tolerancias e innovaciones, aquella propia escuela de clasicismo, hoy tan uniforme y tan adusta en su perspectiva histórica, tan rígidamente sometida al parecer a una autoridad intolerante, no carecía de asidero donde apoyar ciertas osadías de pensamiento y ciertas aspiraciones de libertad, que tienen precedentes tales como los del Voltaire del Ensayo sobre lo épico y las Cartas inglesas y los relámpagos de genio de la crítica de Diderot.
En poesía, Juan Crisóstomo Lafinur había dado entrada a los presagios románticos de Cienfuegos. El falso Ossián, en el que debe reconocerse uno de los elementos literarios que más eficazmente intervinieron, a principios del siglo, para la formación del gusto nuevo, era colocado en 1821 junto a los mayores épicos clásicos, cuyos poemas ofrecíanse como premio del más hermoso de los cantos de Luca en resolución oficial.
A volver fácil la evolución de las ideas literarias contribuyó por entonces la presencia de un escritor de superior talento y cultura, para cuyo nombre debe existir, aún más que en la tierra de su nacimiento, en nuestra América, recuerdo respetuoso en la memoria de la posteridad.—José Joaquín de Mora, miembro de aquella viril generación que arrojada de España por el despotismo de Fernando VII, nutrió su mente, fuera de la patria, en las corrientes nuevas que a su regreso salvaron con ella las fronteras de esa nación; publicista, crítico, poeta; propagador de adelantadas ideas de enseñanza, de literatura y de organización, durante su estadía de dos décadas en varios pueblos americanos; espíritu del que pudo afirmar la palabra elocuente de Ríos Rosas que «embotó las espinas de la proscripción con el asiduo culto de la inteligencia», tomó a su cargo la dirección de las columnas oficiales de La Crónica, llamado a Buenos Aires por el Gobierno de don Bernardino Rivadavia, en 1827.—El olvidado autor de las Leyendas Españolas no era, en el rigor de la palabra, un romántico. Desde luego, era francamente hostil al romanticismo reaccionario y retórico de Chateaubriand, contra el que tuvo su crítica páginas singularmente acerbas.—Pero sus doctrinas, más viriles y sólidas, de libertad literaria, habían sido adquiridas del contacto con el pensamiento inglés, de cuyo espíritu puede considerársele, dentro de la literatura de su tiempo y su lengua, uno de los emisarios primeros.—El traía consigo, a Buenos Aires, el influjo de aquel animoso movimiento de publicidad y de renovación, que sostuvieron por algunos años en Londres, concentrando allí la más avanzada expresión de la literatura castellana de la época, una parte de los españoles desterrados por la reacción absolutista de 1823 y algunos de los americanos que mantenía en Europa el servicio de los intereses diplomáticos de la Revolución o el ostracismo originado en las primeras luchas civiles.—Y aunque en punto al idioma y con relación a determinados aspectos de la forma literaria, era Mora conservador e intolerante, como lo anunciaba él mismo en el prospecto magistral de La Crónica, era, en lo íntimo y sustancial de su doctrina, más independiente y más laxo que su futuro contendedor don Andrés Bello, con quien comparte el honor del magisterio intelectual que modeló, en el período que antecede a la llegada de los emigrados del Plata en 1841, las formas de la cultura de Chile.
Rápido como fué, su pasaje por el ambiente intelectual de nuestros pueblos dejó, sin duda, algunos gérmenes fecundos que contribuyeron a preparar eficazmente el terreno donde la mano fuerte de Echeverría debía plantar el árbol de la innovación.—La marcha autónoma y la espontaneidad del pensamiento americano, lo mismo en sus manifestaciones literarias que en sus trascendencias activas, fueron ideas que no permanecieron ignoradas de la propaganda y la crítica sagaz de José Joaquín de Mora.
Espesábanse las sombras de la reacción que sucedió al fracaso de la obra de cultura iniciada por aquel período glorioso, cuando tornaba del otro lado de los mares el futuro innovador a quien estaba reservado comunicar a los espíritus, ya puestos en propicia pendiente, el grande y definitivo impulso.—Esteban Echeverría, que había llevado en París una afanosa vida de estudio y de observación desde 1826, había asistido allí a la última etapa de la revolución de las ideas, que precipitaba entonces sus pasos hacia el glorioso desenlace de Julio. Empapada su mente en la irradiación de aquellos días luminosos, cuando puso su pie sobre la nave que había de devolverle al seno de la patria, el poeta joven se creía a sí mismo el mensajero de una regeneración intelectual. Volvió, y halló, en los horizontes que había dejado radiantes y serenos, el silencio y la sombra, la soledad moral, la enervación de las voluntades, el ostracismo de las inteligencias.—La primera tentativa de innovación con que se sobrepuso su espíritu a las brumas de desaliento en que flotaban las almas, no fué para él un triunfo—difícil de alcanzarse con versos en una época de apagamiento intelectual—; no fué tampoco el merecimiento de un triunfo.—Esa obra de iniciación no pasó de ser un tributo pagado al más trivial amaneramiento romántico—en el género de las leyendas de Hoffmann, de los cuentos de Nodier; en el género que el romantiscismo ofrecía de forzosamente exótico e inoportuno con relación a la índole de nuestras sociedades de América—, que no tuvo, y no merecía tener, más que el recibimiento ingrato del silencio.—Pero la histórica significación de aquel ensayo de mal gusto ha de señalarse en que la nueva escuela literaria penetraba, merced a él, en la literatura naciente de estos pueblos, cuando ella apenas había salido en España, con la aparición de El Moro Expósito, de sus manifestaciones indecisas u oscuras.
La primera muestra de sí que dió la fuerza poética a quien estaba reservado animar las soledades de la pampa con la vida inmortal de La Cautiva y la verdadera revelación del nuevo credo—aquélla que pone un límite a los vagos precedentes que rastrea en la sombra la erudición y deja por primera vez una fecha hondamente grabada—, se identifican con la aparición de los Consuelos.— El poeta de una generación estaba allí.— Un numen ignorado aparecía en aquellas páginas, para nosotros lánguidas y marchitas, y que parecieron entonces llenas de vibración, llenas de colorido y de savia. Era la musa nueva, dispensadora de los deliquios de la meditación y del recogimiento; la confidente cariñosa de la individualidad; la poética revelación del mundo íntimo; el espacio franqueado en medio de lo poesía que se nutre de las pasiones de la multitud, para la poesía que habla de los sentimientos de uno solo. La época era favorable a los esparcimientos de la melancolía, como lo fuera en tiempos cercanos para la virilidad altiva de lo épico.—Una ráfaga inesperada y balsámica pareció cruzar la atmósfera adormida; reconoció la juventud al poeta suyo, al poeta que le estaba destinado, y la crítica clásica, que representaban los Varelas, aplaudió.—Bien es verdad que el espíritu romántico y novador de Los Consuelos, encarnado en una forma que no se singularizaba todavía por ninguna de las audacias de la expresión, del ritmo y de la imagen, que debían caracterizar la exterioridad del romanticismo y vestirle con su túnica propia, se presentaba en versos más arreglados y tímidos que audaces que podían bien pasar como una tentativa de restauración de las tradiciones de sobriedad y mesura del clasicismo, a quien la escuela dominante hasta entonces en los poetas de América había llevado a los extremos de la solemnidad oratoria y de la difusión.—Al propio tiempo de tributar, en carta íntima, sus aplausos a la aparición del poeta que se revelaba, Florencia Varela, fijando su atención en el movimiento literario europeo, manifestábase desorientado por la partida de los dioses de su culto; pedía el desagravio para las sombras de Horacio, de Racine y Molière; profetizaba con segura convicción «que Hugo pasaría»; y se negaba a reconocer en la revolución literaria otra cosa que una pasajera desviación y una recrudescencia gongórica.— Más tarde, cuando tocó al publicista de El Comercio de Plata juzgar El Peregrino, de Mármol—y aun cuando redactó el Informe relativo a las composiciones que se presentaron al Certamen de 1841―dejó notar que la revolución de las ideas había labrado cierto surco en su espíritu. Por otra parte, Juan Cruz Varela, escribiendo a don Bernardino Rivadavia en 1836, para exponerle los principios de crítica a que debía ajustar su traducción, que entonces reanudaba, de la Eneida, tenía observaciones de un sentido profundo que denunciaban el influjo de una crítica nueva y penetrante y que levantaban su juicio muy sobre el pensar del falso clasicismo del siglo xviii .
La inquieta juventud que entregaban por aquellos años a la vida pública los claustros de la Universidad, donde la palabra dulce y persuasiva de Alcorta mantenía honrosamente la tradición de un glorioso profesorado, recoge en sus ensayos primeros el eco de la iniciativa y la propaga, más o menos decididamente, en la crítica y en la producción.—Abríanse paso, al par de las nuevas ideas literarias, las corrientes nuevas de la filosofía y el derecho. Lerminier era traducido y comentado en 1837 por Alberdi. José Tomás Guido había dado a luz en 1834 una versión de la Historia de la Filosofía de Cousin.
El arribo a la cumbre en esta que podemos llamar ascensión de las inteligencias es señalado simultáneamente por la revelación literaria de las Rimas, por la profesión de fe tan virilmente formulada en el Dogma de Mayo, por el movimiento de producción y de asociación intelectual de que hablamos en los comienzos de este studio.—Trozados ya los vínculos que supeditaban la nueva orientación de las ideas a una norma de imitación, en la que el principio de obediencia que se había abandonado con respecto a los clásicos era sancionado otra vez con relación a los maestros del romanticismo, impulsábase al pensamiento a una franca emancipación, se refundía el concepto de la nueva escuela literaria dentro de molde americano y se la convertía en obra propia, en el sentido de interpretarla y adaptarla a las condiciones de nuestra naturaleza y nuestro medio social.—Sabemos ya que la emigración de la juventud a quien estaba encomendada la obra de fecundar y propagar la iniciativa impuso en Buenos Aires el momentáneo fracaso de esa obra y que el movimiento de ideas que allí interrumpe, al nacer, la brutal persecución de la fuerza, se reanuda en esta margen del Río, donde libra sus combates y celebra sus triunfos.—El Iniciador, de Montevideo, representa, efectivamente, la última y definitiva jornada del período azaroso, difícil, de la innovación. Las doctrinas que, débiles y desamparadas todavía, le habían dado causa e impulso, tienen, poco tiempo después de su propaganda, la entera representación de la actividad literaria de su época, y aquellos que las habían aventurado no hablan ya como insurrectos que proclaman, sino como vencedores que dominan (76).
Las transcripciones que reflejaban la palabra de los maestros y contribuían a difundir los modelos y los principios de la renovación literaria en que El Iniciador tomaba sus inspiraciones compartían sus columnas con la actividad productiva de la juventud.
Los escritores, los poetas, los publicistas de aquella época luminosa—Hugo, Manzoni, Lamartine, Espronceda, Fígaro, de cuyas críticas se había hecho en aquel mismo año una edición local por las prensas de Montevideo; Lamennais, cuyo apasionado estilo fué a menudo imitado en los escritos de la época; Cousin, Saint-Simon, Lerminier—eran entre nosotros divulgados por las transcripciones de El Iniciador.
La obra propia de sus redactores merece fijar, con algún detenimiento, nuestro interés.
De Andrés Lamas—que en la declaración de propósitos del periódico había trazado firmemente los rumbos de su propaganda, pero que contribuyó con escasa asiduidad, solicitado bien pronto por las agitaciones de la política activa, al posterior desenvolvimiento de ella—, debe recordarse un diálogo lleno de brío e intención, donde recoge los ecos de desdén, de desconfianza o de burla, que manifestaban que la iniciativa innovadora de la juventud había herido, ya los sentimientos de inercia, las raíces aún vivas del pasado, ya la superioridad recelosa de los círculos.
En los escritos de Cané lucen los dones preciosos del estilo; el giro esbelto y elegante, la marcha leve, airosa, de la dicción; la urbanidad selecta del ingenio; las vistas penetrantes del criterio y el gusto.
Citemos de ellos: el hermoso juicio de Alejandro Manzoni, lleno de apasionado entusiasmo por el poeta y de anhelantes votos por la resurrección de la Italia: su consideración sagaz de los nuevos horizontes de la Literatura, donde, sobreponiéndose a todo lo que había de escolástico y transitorio en el romanticismo, señalaba como el concepto definitivamente conquistado por él el de la variabilidad de la obra literaria «como atributo del estado y condición de los pueblos», «sometido a la doble ley del tiempo y del espacio»; sus diálogos festivos, en los que, bajo el título de Mis visitas, desplegó certeras dotes de crítica y de observación; sus meditaciones, a menudo profundas, sobre las condiciones y las necesidades del estado social de América recien emancipada.—En una de ellas realzaba con sentida elocuencia los beneficios de la educación popular como suprema fuerza regeneradora. Glosaba, en otro de estos artículos doctrinarios, dirigiéndolas a los hombres de su generación, las palabras póstumas de Saint-Simon a sus discípulos: «¡El porvenir es vuestro!» Y hablaba, en otros—El Pueblo, Aristocracia en Sud-América, Fiestas Públicas—, de la necesidad de convertir en fuerza viva y autónoma la mole inerte de las multitudes, sobre las que no se había disipado el sueño de la servidumbre colonial.
La faz del pensador, del propagandista o del sociólogo se refleja más a menudo que la del crítico propiamente literario en esas páginas.
Y, sin embargo, era la de don Miguel Cané una organización moral profundamente sellada por pasiones de artista. Había sido concedido a su naturaleza, con más generosidad quizá que a la de otro alguno de sus contemporáneos, el amor del arte por el arte, la virtud de la contemplación desinteresada de lo bello, que en los espíritus de una época de agitación, de organización y de lucha, pocas veces lució sin la mezcla impura del objetivo utilitario—aunque fuese de una elevada y noble utilidad—, sin la intervención, en el sentimiento y en el juicio, de tendencias que se relacionaban más o menos directamente con la propaganda y la acción. Su crítica suele ofrecer, por esto, manifestaciones de una cualidad que es raro encontrar en la de los hombres que la ejercieron en su época y a su lado; aunque no se eximiese, según hemos dicho, de la imposición fatal de un ambiente que obligaba a convertir, la misma contemplación y el mismo reposo, en medios y maneras de lucha.—Así, supo reconvenir a Fígaro el criterio del todo extraño a la pura apreciación estética que le dictó su condenación de Antony, haciendo un magistral juicio de Larra.
A Cané, según todas las apariencias, debe atribuirse, en efecto, la página de crítica más duradera y más hermosa que realce las columnas de El Iniciador: el estudio de la personalidad y la obra de Mariano José de Larra, que, escrito en ocasión de la muerte del crítico genial, puede ser considerado como un juicio perfecto, definitivo, que sería lícito trasladar, sin modificaciones, de las hojas fugaces e improvisadas de la prensa, donde vió la luz, a las páginas de bronce de la historia literaria.
Cultivó también, en aquella primera manifestación de sus talentos, la narración breve, el cuento de índole romántica, modelándole en el remedo ingenuo de la afectación sentimental de la escuela. Luego, su espíritu debía fijar su definitiva vocación literaria en el romance, desplegando singularmente las galas de su estilo en cierto género novelesco, que es conversación artística al par que narración. Lienzos y mármoles constituyen en él el fondo del relato, como en novelas de otra índole el escenario de la naturaleza. La crítica de arte alterna con el desenvolvimiento de la acción, como en el libro en que Mme. Staél dió por escena los museos y las ruinas de Italia a las figuras de Oswaldo y de Corina. La forma fácil, esbelta, refleja la entonación de una palabra animada y elegante.
Hablemos ya de los colaboradores de El Iniciador.—Entre ellos, debe citarse a Alberdi en primer término. La crítica de costumbres, arma de las más poderosas y eficaces que sirvieron a la propaganda del periódico, puede considerarse, en la literatura de su época, obra suya.
No es que la sátira careciese de estimables precedentes, dentro de las anteriores manifestaciones de la cultura argentina. Aquella prensa vivaz que controvertió, durante los años de la Reforma, las ideas de organización y de política, lo mismo con el vigor del razonamiento doctrinario que con la punta acerada de la burla, pudo servir de comprobación a la efectividad del rasgo que señalaba don Juan Cruz Varela en la genialidad de su pueblo, cuando afirmaba que, como el caracterizado en la expresión del gran satírico, nacía burlón. Algún durable elemento literario es posible sacar de entre aquella bulliciosa multitud de vocablos amotinados y bravíos que desfilan riendo; no ciertamente por la fina espiritualidad, la elegancia, el atiscismo, sino en el género de aquella sátira española del siglo xviii , tan cerril y tan tosca, pero tan varonil, tan sazonada con las especias fuertes del ingenio, que resonó, como un eco de la carcajada estruendosa de los dioses, en las páginas gruesas del Gerundio, y que podría tener el símbolo de sus procedimientos en el manteo de Sancho o en las tribulaciones del Buscón en la Universidad de Salamanca.
El P. Castañeda es la personificación militante de esta que podemos llamar edad de piedra del donaire argentino. Tiene para nosotros su sátira, como la de las réplicas de Varela y la de los que se agitaron con ellos en medio a esas jornada de Fronda del panfleto y el diario, la curiosidad de ofrecernos algo así como una cómica refracción de los hombres y cosas que tejieron la trama de uno de los períodos más solemnes y más decisivos en el desenvolvimiento orgánico de nuestros pueblos; y hoy las leemos con el interés que se recorre una página de caricaturas de Cham o de Nadar, donde se ven con sorpresa, entregando sus rasgos a la implacable travesura del lápiz, aquellas figuras de otros tiempos que estamos habituados a mirar en las actitudes nobles y dignas con que las fija el grabado y nos las representamos en la contemplación de la historia.
La sátira, pues, era personal o política, cuando dejaba de ser indeterminada y abstracta, Alberdi la hizo social, la animó con su sentido profundo de las exigencias y los intereses de la sociedad en que actuaba; le imprimió el colorido de la localidad y de la época. Duraba un tanto en sus formas el dejo aldeano de la pendencia inmoderada e inculta. Alberdi la familiarizó con las sutilezas de la sonrisa inteligente y las voluptuosidades delicadas de la ironía. El realizó, dentro de pequeño escenario, la obra que en escenario mayor hizo inmortal el nombre de Fígaro, mentor y maestro suyo. Para recoger su pluma le auxiliaban no sólo las dotes nativas de su espíritu, sino también la identidad del ambiente en que hubo de desarrollarse ¡ su acción y en el que se renovaban las impresiones de la contemplación a un tiempo reflexiva y sonriente con que había asistido el crítico ilustre al desconcierto de una sociedad que vacilaba entre la atracción de un ideal que moría y la de otro ideal que no había acabado de nacer... Caracteres, Figarillo en Montevideo, La cartera de F., Sociabilidad, Folletín cómico, El Sonámbulo—cuadros de costumbres que, prosiguiendo la labor comenzada en las páginas de La Moda de 1837, publicó Alberdi en El Iniciador—son sobre toda duda de las mejores y más duraderas páginas que por entonces inspiró en España y América, la imitación de las del autor de Macías, y constituyen el reflejo más directo y exacto de la manera del genial escritor, en sus elementos de observación y realidad, aunque ningún vínculo ofrezcan con otros aspectos, quizá más característicos y dominantes, de su obra. Faltaba a Alberdi aquel fermento romántico que entró por mucha parte en la composición del alma de Fígaro: el pesimismo ingénito con que solía desleír en llanto acerbo la pastilla de color de la sátira. En la naturaleza literaria de nuestro escritor no era nota que vibrase muy alto el sentimiento; y por otra parte, su profunda fe en la virtud de las ideas que dieron norma e inspiración a su crítica no pareció quebrantarse jamás, como en el maestro, por la desconfianza o la duda.
En la crítica literaria, Alberdi merecería ser llamado el más eficaz coadjutor de la obra de Echeverría.—La tarea emancipadora que en la producción poética inició el autor de Los Consuelos, él la emprendió en la doctrina y el análisis; y la realizó con criterio más consecuente y más seguro.—Tuvo, quizá, más clara conciencia que el maestro de las necesidades que debía satisfacer la fundación de una literatura americana, una vez admitido el principio de su espontaneidad.
Trazó mejor que él el deslinde entre los elementos oportunos y los exóticos, que reclamaba la adaptación de la nueva escuela de arte al espíritu de los pueblos de América. Se levantó más alto sobre las limitaciones escolásticas del romanticismo.—Fué, de los nuestros, el primero en hacer de la crítica literaria, no el simple análisis retórico, sino la consideración de la obra bella en sus relaciones morales, en su función social, consideración que domina a veces exclusiva en sus juicios, menos de artista que de pensador, con detrimento del puro y desinteresado amor del arte, que no tuvo en su espíritu la intensidad con que resplandeció en [el] (77) alma ardorosa de Cané o el alma diáfana y serena de Gutiérrez.—Estudios tales como ¿Qué nos hace la España? La emancipación de la lengua, De la poesía íntima, Del arte socialista, La generación presente a la faz de la generación pasada, reflejan bien esa aplicación de la crítica de Alberdi en su campaña de El Iniciador.— Notas constantes que imprimen su sello a estos escritos son la liberalidad, acaso extremosa, del criterio, en puntos de forma y de lenguaje, el afán por la asimilación inmediata de lo nuevo, la guerra tenaz llevada a los reductos de la tradición española y una apasionada inclinación a buscar la trascendencia efectiva, social, de la literatura, considerada ante todo como medio de propaganda y de combate.
Comparte con Alberdi la posesión de las páginas más interesantes y animadas entre las de los colaboradores del periódico el talento vigoroso y flexible de Juan María Gutiérrez.—Habíase realizado ya la iniciación de su nombre en los primeros y efímeros ensayos de la prensa literaria argentina.—Vinculado, por una parte, como elemento director, al movimiento de ideas de 1837, y el más fiel depositario, por la otra, del legado de los poetas y los escritores de la época que había pasado, traía Gutiérrez consigo una nota nueva al concierto de las inteligencias que tuvo de escenario a El Iniciador. Singularizábanle, entre los hombres que imprimieron carácter a su grupo, ciertas dotes selectas de su espíritu: la delicadeza, «el equilibrio ideal», el sens des nuances que eran como los timbres de su aristocracia intelectual; la serenidad, que estaba lo mismo en los veredictos de su crítica que en el ambiente luminoso y puro de sus versos; la tolerancia, que era su virtud literaria y que place encontrar en una época de entusiasmos innovadores.—No era en la crítica un revolucionario de las ideas, como Alberdi; no era tampoco un romántico de la imaginación y el sentimiento, como Cané.—Deteniéndonos un tanto en la contemplación de su figura literaria, la hemos considerado una vez como el lazo vivo que une, dentro del espíritu y la historia de su generación, el significado conservador de Varela con la representación innovadora de Echeverría.—No era tan sólo ecléctico porque se conciliaban de dichosa manera en su naturaleza intelectual el amor de toda manifestación de libertad y todo anuncio de ideas nuevas con cierta instintiva pulcritud y cierta urbanidad ingénita del gusto, sino también porque poseía ese don de insaciable curiosidad, en el sentido más alto, que impulsa al alma a gustar todas las manifestaciones gratas e interesantes de la impresión y a familiarizarse con todas las formas de lo bello. Considerado por esta faz preciosa de su espíritu, es la gallarda y cumplida personificación de la genialidad de una época de iniciación literaria; de despertar de las energías juveniles de la mente, ávida de toda ciencia, apasionada de toda luz...
Comienza la colaboración frecuente de Gutiérrez en El Iniciador por un retrato de Silvio Pellico, tomado en el doble aspecto moral y literario, que hace de introito a la traducción del décimocuarto capítulo de los Deberes del hombre. La figura del cautivo de Spielberg, destinado desde la juventud a la persecución, al fracaso, al infortunio; personificando en la prisión la suerte ingrata de la patria y trazando sobre sus losas frías la resignada afirmación del deber; hundiéndose, cuando liberto, en triste y silenciosa penumbra para llevar el duelo de su idea, debía presentarse iluminada por la aureola de una simpatía irresistible a los ojos de aquella juventud que, como él, sentía hambre y sed de libertad; que condensaba el alma toda en el anhelo de una regeneración difícil y lejana, como la realidad del sueño patriótico de Pellico, y que desplegaba al viento su Iniciador, en cuyas páginas se confundían la luz y la fuerza, los entusiasmos militantes y los serenos reposos de su alma, como el evocador de Francesca desplegara en Milán El Conciliador, que, bajo las manifestaciones de una propaganda literaria, ocultaba el pensamiento de redención política.
Otra página hermosa de este período que podemos llamar de formación en la crítica de Juan María Gutiérrez es, por el pensamiento y el estilo, su estudio de Meléndez Valdés.—Levantándose dichosamente su juicio sobre la preocupación vulgarizada que vinculó, casi exclusivamente, el nombre del poeta al repertorio erótico que ha olvidado para siempre la posteridad, glorificó en su obra lo que la crítica de nuestros días reconoce como más alto título de Meléndez: la iniciación de la poesía social, revolucionaria, pensadora, que atravesando por el alma apasionada de Cienfuegos y la grave razón de Jovellanos, dió en el cantor de Gutenberg el modelo de aquel lirismo que consagró los guerreros triunfos de América y poetizó los principios de su Revolución.—Un atinado examen del campo ilimitado y fecundo que brindaba, para la regeneración de la poesía española y para el amanecer de un arte nuevo en el espíritu del pueblo preferido por el romance y la leyenda, la escuela literaria que había proclamado desde los otros pueblos de Europa la virtud inspiradora de la tradición, realza también los méritos de este estudio notable, donde se imprime a la vez la huella sangrienta del alma del proscrito en dolorosas reflexiones sobre el ingenio a quien persigue el odio de los déspotas y sobre la superioridad que se convierte en causa de infortunios.
Hay otro aspecto de la colaboración de Gutiérrez en El Iniciador que nos revela dotes luego descuidadas de su espíritu. La observación de costumbres, para la que demostró en ciertos cuadros llenos de gracia y de intención condiciones que no cedían en mucho a las de Alberdi, puestas al servicio del mismo pensamiento oportuno de reforma, no volvió a preocupar, después de esos ensayos de la primera juventud, a su espíritu, definitivamente encaminado por los rumbos severos de la investigación y de la crítica.
También sus dotes poéticas tuvieron manifestación en las páginas de aquel periódico.—Gutiérrez y Florencio Balcarce—que no será, solamente, para la definitiva historia de nuestra literatura, como lo es hoy para el recuerdo de la posteridad, el sentido autor de La Partida—, fueron los primeros en hacer eco a la iniciación de una poesía a un tiempo culta y popular, lírica en el sentido antiguo, en el sentido de cantable, que partió de ciertas melodiosas composiciones de Echeverría, y que era como una artística depuración del canto plebeyo representado por las rudas estrofas de Ascasubi a objeto de no hacerlo ingrato o desapacible a los oídos urbanos, sin quitarle por eso el aire y el sabor de la tierra.—Tal es el género a que pertenece la más hermosa de las composiciones que dió Gutiérrez a El Iniciador, si de ella se descuenta La flor del aire, a cuyo colorido, esencialmente americano también, mézclase un tono menos popular y más íntimo: La endecha del gaucho, donde, sin perder su carácter ni su propiedad, se tamiza el acento del paisano al través de una elegancia ática de expresión.— Pero el triunfo obtenido en la originalidad regional de estos ensayos no hizo apartarse al poeta, que estaba vinculado por una admiración y un entusiasmo muy sinceros al lirismo de Varela y de Luca, de aquel estudio clásico que se reveló por el canto vencedor en el Certamen de 1841, y del que hizo alarde después, en otros cantos de una hermosura altiva y solemne, mientras seguía cultivando la poesía de estirpe nacional en composiciones tales como Amor del desierto, Caicobé o Los amores del Payador.—Así, su musa, a un tiempo refinada e ingenua, se balanceaba, como la flor del aire de sus trovas, entre la tradición y la idea nueva, la pureza y la audacia, las formas cultas y el modelo nativo.
Junto a los de Alberdi y Gutiérrez, lucen la mayor parte de los nombres en quienes hoy se personifican la labor y la gloria de su generación.
De Félix Frías se leen muy hermosas páginas de exhortación moral y de doctrina austera, empapadas en la inspiración del cristianismo democrático que había apasionado las almas en la prosa ardiente de Lamennais y de Lacordaire.— Habló, asimismo, sobre Poesía nacional, pidiendo de ella la tendencia activa, varonil, militante, «sublimemente didáctica», que formuló en estas palabras: «Queremos ciudadanos. Queremos la ciudadanía en poesía, en arte, en política, en literatura.» Y bajo el título de La espontaneìdad defendió, al mismo tiempo, la manifestación libre y autónoma del pensamiento americano y la independencia del talento individual como signo del escritor verdadero. La concisión y la intensidad de la frase nerviosa e incisiva de Carlos Tejedor manifestaron, en los artículos que intituló Linajes de hombres y La Guerra, las dotes de su estilo tan profundamente marcado por el sello de su carácter inflexible y viril.—Bartolomé Mitre, casi un niño entonces, entregó al periódico de la juventud sus primeras composiciones poéticas y escribió para él un hermoso elogio de Quintana.—Echeverría, Juan Cruz Varela, Figueroa, contribuyeron a veces al brillo y la amplitud representativa de El Iniciador. Algunos olvidados ingenios, cuyos nombres sólo han podido traspasar para las investigaciones de la erudición los lindes de la época en que figuraron, comparten la ardorosa tribuna y le añaden, ante la posteridad, el interés de guardar en su seno la repercusión de desvanecidas voces, para las que no siempre la muerte literaria puede considerarse estricta e inapelable justicia.
Tales son, pues, los elementos capitales que concurrieron a la obra de El Iniciador.—Su último número, que lleva fecha de enero de 1839, reprodujo, como la fórmula final que sintentizaba el espíritu de su propaganda, la profesión de fe redactada por Esteban Echeverría para la Asociación de la juventud que le reconoció por maestro.—El no había aún desaparecido, cuando nació, bajo la propia dirección de Miguel Cané y Andrés Lamas, El Nacional, de 1838, destinado a librar campañas gloriosas. La vida literaria, al mismo tiempo que siguió reflejándose en las páginas de El Nacional, manifestóse también en otras publicaciones más singularmente dedicadas a ella, pero efímeras. Citemos El Corsario, El Talismán, El Porvenir, El Album, dirigido por Mármol, y la Revista del Plata, donde Juan Bautista Alberdi publicó su Crónica dramática de la Revolución. El movimiento sostenido por estos ensayos de adaptación de la prensa literaria debía en breve tomar una forma más solemne e histórica en el Certamen memorable de 1841.
El Iniciador, que tuvo todo el significado efectivo de su título con relación a aquella etapa primera de nuestra historia literaria, deberá siempre ser rememorado e invocado entre nosotros por las publicaciones que aspiren a dar voz y reflejo a la actividad intelectual de la República, como una ejecutoria honrosa de abolengo.
Tiene el prestigio histórico de la transición intelectual y moral que simboliza y puede ser, a la vez, un modelo de influencias fecundas.—Hay vibración enérgica, hay savia vigorosa, hay entusiasmo comunicativo en sus páginas.—Difícil y desdeñado por muchos en su tiempo, el ensayo desamparado se agiganta a los ojos de la posteridad; porque está en él el punto de arranque de un grande y poderoso movimiento de ideas, que describió, su órbita de uno a otro mar de los que ciñen el mundo americano, difundido por una pléyade luminosa de proscritos, doblando las cimas de la Cordillera para llevar al seno de otras sociedades su impulso renovador; y porque la idea política y la idea literaria que asomaban en él, con la dificultad del germen que rasga apenas la corteza en campo ingrato, debían poner su sello a todas las porfías de la acción, a todas las manifestaciones del pensamiento de una generación excepcional.
Como al hogar paterno, remoto e ignorado, tal vez de formas toscas y humildes, que dejó atrás el viajador que marcha al triunfo y a la gloria, a aquellas formas primeras de su producción y de su propaganda ha debido volverse el recuerdo cariñoso de esta generación que, destinada a fulgurar en lo alto de la cumbre, difundía entonces su luz como la luciérnaga escondida en el fondo oscuro del valle... Hay, para el espíritu reflexivo, un profundo y dominante interés en la visión de los orígenes humildes de aquellas cosas que le imponen su grandeza o su fuerza. El interés y la emoción con que se atiende a las revelaciones de la vida del niño que llevó en su alma la chispa destinada a transformarse luego en la llama del genio, o a la descripción del aduar que encerró en sí las primeras palpitaciones del pueblo a quien estaba reservada la predilección de la historia.—Y habrá algo de esa emoción, de ese interés, en el sentimiento que conmoverá sin duda, en lo futuro, el espíritu del investigador literario o del bibliófilo que recorran, en el silencio de las bibliotecas, las páginas olvidadas de El Iniciador.
25 de agosto y 10 y 25 de octubre de 1896.
«islas de oro».— «la leyenda blanca».— «belphegor», por leopoldo diaz
No creo que me engañe mi pasión por nuestra buena tierra americana, si afirmo que veo en ella—en su presente y emprendedora vida mental—, en la acción entusiasta y animosa de su juventud, toda la vitalidad de la nueva florescencia de la poesía de habla española.
¡Cuánto elemento gárrulo y vacío, cuántas viejas cosas mal restauradas, cuánta ingenuidad pueril en este movimiento modernista que hoy hace vibrar — confundiendo en sí, como todos los movimientos literarios, el canto de las aves y el vocear de las ocas—la vida del verso americano!... Pero también ¡cuántas halagadoras promesas! ¡Cuántas notas inspiradas y altivas! ¡Cuánto talento y cuánta animación capaces de armonizarse en una obra de verdadero arte, en una obra duradera y fecunda!—Para la crítica bienintencionada es una gata tarea, es toda una fiesta del espíritu, señalar y levantar en alto las cosas buenas que trae esta revuelta corriente de publicidad, separar del montón vulgar cada una de las obras que lo merecen.
Leopoldo Díaz—uno de los más gallardos mantenedores en el torneo de la actual poesía americana, uno de los más prestigiosos y acaso, entre ellos, el que puede representar con más justo título el amor de la perfección exterior, el imperio de la forma pura—es también de los que poseen en más alto grado la noble virtud de la perseverancia y la pasión viril de la labor.
Vibrante todavía la huella luminosa de los Bajo-relieves, he aquí que el poeta nos presenta el fruto de su peregrinar por nuevos rumbos, en las Islas de Oro, Belphegor y La Leyenda Blanca.
Ofrece cada uno de esos poemas un género de interés peculiar y exhibe, bajo una faz diversa, el alma del artista.
* * *
De la idea del primero de los Poemas puede hablaros el recuerdo, seguramente no desvanecido, de una vieja lectura. Todos recordaréis, de Bécquer, la Rima en que suena la canción de los barqueros que llaman para el viaje al que pasa, mientras baten sus remos la espuma pintada por el iris: esa eterna canción a la que el poeta contesta señalando, tendidas a secar sobre la arena de la playa sus ropas, como el viejo Horacio los húmedos despojos llevados en ofrenda al dios del mar, que le preservan de los encantos pérfidos de Pirra.—Bien, pues: las Islas de Oro tienen alguna semejanza con las playas a que conducían los barqueros.—En la primera, detiene la marcha del pasajero del mar, el cántico que invita a aquel de los bienes humanos que el batelero de Bécquer consideraba «mejor que la luz y el oro del día y las brumas de plata de la noche». El escenario es el de una encantada Tempe. Teorías de vírgenes discurren por las laderas de celestes montañas. Naturaleza ciñe las galas de una primavera inmortal. Flotan confundidos, en los aires, aromas, cantos y gritos voluptuosos. Pero a veces surge, dominando el monólogo de la onda, un himno triste, que entonan los viajeros para quienes se desvanecieron ya las imágenes con que los llamaron a sí las Sirtes engañosas.—Es la segunda de las islas de oro, la isla del tesoro venal, la que atrae a las naves aventureras, a los ávidos perseguidores del vellocino.—En la canción de los barqueros no sonaba esta nota.—Sobre sus costas coloreadas de fuego, se alza la Torre Azul, donde se atesora todo el oro de Ofir. No tiene por atributos las flores, sino las gemas deslumbrantes. No despliegan, las naves que a ella conducen, blancas velas, sino velas de púrpura.—Y a las playas de la isla tercera, llegan, agitando verdes pendones, los fascinados por la Gloria: héroes y poetas, visionarios y artistas, ambiciosos del laurel y la palma, todos aquellos que sueñan el más embriagador de los sueños.—Avanzan arrullados los unos por cánticos altivos, llena el alma de sol, vibrantes en la diestra las desnudas espadas. Los otros son los pálidos visionarios que lucen una aureola trágica y en cuyos hombros se ve la huella de dos alas perdidas; las mártires que pasan bajo palmas simbólicas, y llevan espinas en la frente, y en los labios la sonrisa suave del perdón. Y del grupo de los visionarios, cuando se han desvanecido sus quimeras falaces, se escapa el lamento helado del Hastío, que es hermano del Odio y de la Muerte...—En tanto, más allá de las islas encantadas, reina la noche del Misterio, la noche del Olvido, eternamente silenciosa... Y, ante ella, siguen las islas fulgurando, y fulguran siempre, como un espejismo inmenso.
Esta preciosa idea se desenvuelve en versos elegantes y exquisitos.—Pero a la poesía inspirada y armoniosa de las Islas de Oro, prefiero yo la exótica y osada poesía de La Leyenda Blanca.
Avido el poeta de originalidad, ansioso de aventuras fuera de las regiones conocidas donde su planta habría de estamparse sobre la huella de cien poetas, sale de nuestros suaves climas, se aleja, al mismo tiempo, de esos Trópicos tantas veces profanados en América por los versos vulgares, y busca—rumbo al Polo—las confidencias de la ráfaga helada que cruza, llena de rumores legendarios, por ciertos poemas bárbaros de Leconte.—La elección de este rumbo extraño descontentará, con frecuencia, aun a aquellos que toleren al viajero el viaje mismo: haber salido del terruño.—Sobre un escenario glacial, como protagonista de una tragedia fabulosa y enorme de venganza, un oso blanco de la estepa, enamorado de la hija de un rey monstruoso que habita en un palacio flotante y mira con un ojo de cíclope... He ahí un motivo de leyenda que no deslumbra por su poética virtualidad. Expuesto así, el argumento de la obra puede pareceros, efectivamente, de un supremo mal gusto o de una extravagancia intolerable. Si la leéis de regreso de un ameno viaje ideal a aquellas regiones deleitosas del Arte que corresponden a las regiones del mundo que hacían suspirar a la Mignon del poeta, acaso no se desvanecerá del todo esa impresión. Si, para corroborarla, llamáis en vuestro auxilio a cualquiera Poética vulgar que doctrine en nombre de la mesura, de la tradición y el buen sentido, la leyenda os seguirá pareciendo extravagante.— Pero emancipad vuestro juicio de recuerdos amables y serenos; olvidad que se han escrito idilios clásicos en el mundo: alejad de vuestra mente a Virgilio, no penséis en Chénier, borrad Jocelyn de la memoria. En vuestro espíritu meridional, poned un poco de aquel áspero fermento del gusto que dan los jugos fuertes y tonificantes del Norte; tened candor; imaginaos que vivís bajo las sombras que dan su prestigio a fúbulas extrañas; sumergíos en las brumas que hacen posibles los espectros, y gustaréis entonces el crudo sabor de esta poesía que, a la manera de un bosque adusto de las heladas latitudes que se os atravesase (79) un camino del Mediodía, os desorientará primero para imponeros su grandeza extraña después.
Claro está que sin la habilidad de la ejecución, sin las sugestiones de la forma, sin el primor del arte, sin el cuidado de la estrecha relación en que está la eficacia trágica del drama con el fondo pictórico de la Naturaleza miserable, aterida, penitente, sería trivial el efecto de lo maravilloso, se tornaría en ridícula la apariencia solemne de la fábula.
Pero el poeta tiene conciencia de tonas las delicadas imposiciones de la idea escogida y sabe obtener de ella un rico tributo de poesía, fecunda, original, que ya resuena en sus versos con la grave y pavorosa voz de las olas y de las tormentas, ya se reviste de tonos melancólicos y suaves que resaltan sobre la ruda austeridad del fondo bárbaro, al modo de cierta misteriosa alga que matiza de rosa la soledad de los hielos infinitos, y reflejan su luz sobre el mismo extraño protagonista de la leyenda, como el oso sensible de Les larmes de l’Ours del gran maestro de los Poemas trágicos.—La descripción tiene toques soberbios y grandiosos, toques de un pincel inspirado que contribuyen grandemente al interés de un poema en que tanto importa el efecto de escenografía. Vago, fantástico y nebuloso el dibujo: el de los contornos de los témpanos enormes, de los áridos acantilados, de las nubes desgarradas y las olas inmensas; una sola nota de color: el blanco deslumbrante sobre el fondo negro de la noche que siempre dura.—En este ambiente espectral, se desprenden vaporosas nébulas de poesía o vagan negras sombras. Hay preciosos pasajes. La invocación preliminar es un soberbio pórtico, que se diría cincelado en el hielo.—Para la presentación de la heroína, parece haber tomado el poeta a la caja de colores de Gautier los campos blancos que deslumbran en alguno de los Esmaltes.—El monstruoso monarca aparece en un fragmento que es otro primoroso cuadro, digno del anterior como contraste sombrío.—No así el lied de los sueños que canta la princesa en sus horas de contemplación y de nostalgia, y en el que noto cierto aire de trivialidad, de usada poesía, que se conforma difícilmente con el aspecto general, de fresca y altiva originalidad, de la leyenda.—En cambio, me parece verdaderamente Virtuoso el himno del Noite que uitona el príncipe amante de Yolanda, mientras devora, yendo hacia ella, las estepas sombrías y suenan las cam pánulas que llevan los rengifos (80) de su trineo. El himno que evoca las furias de los guerreros de Walhalla y la alegría siniestra de Odín.
La Leyenda Blanca es, en suma, una rara y preciosa flor de poesía, cuya especie me parece hasta ahora enteramente ignorada en el invernáculo levantado para toda suerte de vegetaciones exóticas por los cultivadores del arte nuevo de América.
* * *
Desde que, en los días de iniciación y de lucha del decadentismo, Jean Moréas confió al grupo juvenil de sus rapsodas la revelación del prestigio de sus imágenes sugestivas y sus alegorías extrañas, el símbolo es, no sólo una «moda retórica» que triunfa, sino a veces un objeto de fe, en cuyo nombre se predica la renovación y se hace la guerra.—Para muchos está en él la verdadera condición de unidad del verso nuevo, y su imagen podría ser cincelada, dominando, sobre el pórtico de la triunfal e innovadora Poesía, como aparece en cierto pasaje de la curiosa Eleusis, de Mauclair. Para todos, es una divinidad en la mitología peculiar de nuestra época.—La crítica que, juzgando la poesía simbólica de los contemporáneos, cuando ella se le presenta con ambiciones de sistema y de dogma, ya la considerara como una reacción y una anomalía encaminada a contrariar todo el sentido estético de la evolución iniciada en el Renacimiento, ya como fórmula preciosa de un arte nuevo, y aun de un cíclico arte del porvenir, ha de atenerse en ésta como en muchas otras cosas — para juzgarla en cada una de sus manifestaciones particulares—a las leyes sabidas y los cánones viejos.—Y la calificará de viciosa y antinatural forma de arte, cuando, nacida sólo de una arbitraria convención, es difícil, indeterminada y oscura, apta para procurar muy vagos estados de sensibilidad o torturas inútiles del pensamiento, más que una idea o emoción definidas; de hermosa y eficaz, cuando es el símbolo, producto de una concepción simultánea de la imagen y la idea que representa y no del artificio y la interpretación laboriosa; cuando, por la fuerza plástica del símbolo, la relación de semejanza con lo significado aparece clara y traslúcida a los ojos del que lee; cuando, para expresarlo por medio simbólico también, es breve, y fácil, y armonioso, el puente tendido, por la mano del poeta, de la idea a la forma y de lo real a lo ideal.
El autor de Bajo-relieves ha querido ensayar, en el último de sus Poemas, la virtud poética del símbolo. Y ha creado una leyenda tan hermosa por su sentido ideal como por su apariencia y por su arte.
Contemos cómo es la invención simbólica del poeta.
Belphegor, héroe gallardo y animoso, miró un día cruzar un águila blanca por el cielo a la hora en que se apagaban las últimas luces del crepúsculo.—Y el águila, que despertó en el Héroe deseos de volar, anhelos de hacer de ella su nave para llegar al ignorado País de la Quimera, descendió hasta sus plantas y partió llevándole consigo. Tendió su vuelo por cima de los montes, por cima de las nubes; llegó sobre los mares postreros que guardan el eterno enigma del Polo.— Y después de haber volado cien noches y cien días, se detuvo el águila y dejó al Héroe fatigado, frente al mar, sobre una pendiente abrupta, entre cipreses, donde sus párpados se rindieron al sueño. Entonces a su pensamiento descendieron visiones. Llegó primero una forma blanca y nimbada, que surgía como de un vaho de misterio y vestía un manto de espuma. Belphegor reconoció al Ensueño. Llegó después una forma errante y cautelosa, con las alas de sombra y la palidez sagrada de los cirios. El Héroe saludó a la Muerte. Llegó, por último, una visión convulsa y vacilante, que expresaba el terror en el rictus siniestro de su boca, y sobre cuya frente se erizaban los cabellos como puñales rígidos. Y el Héroe conoció al Espanto. Pero luego descendió a él una aparición plateada y luminosa, envuelta en la blanca túnica de un celaje, que era el Amor. Las trágicas visiones, separándose del Héroe que soñaba, murmuraron: «Es un vencido.» Y dijo el Amor: «¡Me pertenece!»
Belphegor despierta y sigue su viaje sobre el águila. Dirígense, por sobre las olas turbulentas, a ignoradas regiones. Hay en ellas una misteriosa selva y una princesa encantada, que, yendo a velar en la selva misteriosa su anillo, quedó cautiva por arte de magia de un endriago. Belphegor, que ama los imposibles, sueña en amar a la princesa y arrancarla a la cautividad, venciendo al arte pérfida.-—Ciñe, para la empresa heroica, su hoja templada en la sangre ardiente de un dragon: recoge el arco y el carcaj de plata, el clarín sonoro y el blando laúd de las endechas. Y penetra entonces en la profundidad del bosque encantado, que se desenvuelve en una extraña espiral y a cuya entrada florecen amapolas negras y rojas que esparcen un efluvio de sueño, y amapolas blancas en las que se enroscan negras serpientes que dan al héroe que pasa una siniestra bienvenida. Belphegor avanza silencioso y solemne. Crujen a su lado las hojas, las aves de la noche levantan su vuelo en torno al viajero, vagos terrores flotan en los aires y los mudos fantasmas se enlazan en círculos sombríos, mientras, tejiendo sus telas, negras tarántulas parecen describir figuras de fatídicas danzas. Pero Belphegor prosigue su marcha entre las sombras. Divisa, en la profundidad del bosque encantado, un lago de aguas dormidas y serenas en cuyas márgenes corre una fosca Quimera entre espadañas. El Héroe llega a él... y prorrumpe entonces en un grito de asombro y de dolor que cunde propagándose en ecos infinitos: ha visto muerta a la princesa del ensueno… Besa Belphegor su frente divina y sus verdes ojos, ciñe sus cabellos con menúfares que se despliegan en la superficie de las aguas, y marcha después a donde el águila le espera. Quiere volver sobre sus alas a la playa lejana, que arrulla el inmenso grito del mar, para que el mar sea el confidente de su decepción... Cuando el ave le deja, obediente a sus mandatos, en la playa, el Héroe queda sumergido en el estupor, en el silencio y el olvido. Entonces, el huracán, las aves que pasan, los monstruos del mar, las voces vagas del abismo concitan a Belphegor a que despierte. Pero cuando Belphegor despierta y vuelve la mirada a su propio ser, ya sólo encuentra en sí, desvanecido el éxtasis pasajero de su ensueño, el vacío y la sombra: un océano de sombra. «Llévame—dice al águila—al espacio infinito, a los abismos insondables donde el alma olvide todo sufrimiento.» Y mientras el águila corta con el filo ondeante de sus alas las nieblas del éter adormido, el Héroe le grita sin cesar: «¡Más alto! ¡Más alto!», hasta que se pierde arrebatado por el vértigo de la altura y todo se esfuma y desvanece ante su mirada y sólo ve lucir las constelaciones sobre su frente, como camelias blancas abiertas sobre el terciopelo de la noche. De pronto, a la manera del ave que rompe la prisión oscura de su jaula, Belphegor se lanza al vacío. El pájaro enorme da un terrible graznido de rabia y de dolor y, recogiendo y oprimiendo al Héroe en sus garras, le suelta luego para precipitarse tras él. Y entonces, como dos visiones, como dos espectros confundidos en una misma sombra, ruedan al abismo infinito el Héroe y el águila.
* * *
He ahí, pues, la simbólica aventura de Belphegor.—El poeta manifiesta, al narrarla, que ha consagrado al pensamiento que trata de poetizar todo su amor de artista; y la ejecución es digna del interés interno del poema. Intensa y poderosa la imagen, rica en fantástica grandeza.
Enfrente de ciertas páginas de versos, se me ha figurado a mí ver un dibujo dantesco de Doré. La versificación, original y primorosa. En nuestro poeta, la habilidad formal fué siempre poderoso rasgo de su talento. Es el autor de Bajo-relieves de los versificadores a quienes han sido revelados aquellos misterios del rimar de que no se habla en los tratados de Poética y que no alcanza a analizar la Prosodia; de los que perciben y saben hacer fecunda la estrecha y misteriosa relación del ritmo con el sentimiento y con la idea; de aquellos para quienes no ha de considerarse el metro como un molde inorgánico y de antemano convenido, en el que sólo se atenderá a ajustar, con rigores de Procusto, palabras y palabras, sino como una fuerza interna que despliega las alas del verso, o las recoge, según el soplo íntimo de cada idea y de cada emoción.—Siempre fué—como decía—poderoso el dominio de la plástica en el talento de Leopoldo Díaz. Pero el estudio rítmico de algunos fragmentos de esta que es la mejor de sus leyendas señala, en esa principal condición de su genialidad, el punto más alto, y bastaría por sí solo a acreditarle de magistral versificador. Cuando el Héroe desciende, entre siniestras bienvenidas, la sombría espiral del bosque encantado, hay una imitación tan admirable de su descenso y de su agitación, en el movimiento rítmico del verso, que no dudo en calificarla de ejemplar, y que me recuerda—pero superándola en mucho todavía—la de cierto hermoso pasaje de El estudiante de Salamanca, cuando Montemar se debate entre los espectros.
Podría exigirse ahora, antes de terminar este comentario, la clave, la interpretación del simbolismo del Héroe y su leyenda. Es de la crítica penetrar en el secreto de la obra de la Imaginación y convertir al lenguaje de la idea lo que en ella se expresa en el lenguaje alado de la imagen. Probando, en dos memorables ocasiones, sus fuerzas en la poesía del símbolo y de las ficciones alegóricas, Gaspar Núñez de Arce quiso ahorrar esa labor de análisis a la crítica; y él mismo confesó el pensamiento que habría tratado de representar poéticamente, en notas que son, después de sus poemas, como el reverso opaco de un disco luminoso, porque contraponen el procedimiento esencialmente prosaico de la abstracción y de la interpretación racional de las creaciones de la fantasía al procedimiento imaginativo y sintético del Arte. Y la crítica, celosa de esta usurpación de sus fueros, le recordó que no era al poeta a quien tocaba hundir en sus propias creaciones el escalpelo de la razón y traducir en idea lo que en forma habrá expresado con anterioridad.—Más la crítica misma, que, evocando viejas palabras, ha de limitarse a decir en ciertas ocasiones: entienda aquel a quien le sea concedido, ¿no puede hallar a veces un alto y escogido placer en guardar a la ficción simbólica del arte su velo transparente—en no desvanecer sobre ella la semiclaridad ideal de la penumbra—en dejar sin traducción vulgar el idioma de formas y colores del poeta?—El afán de los escoliastas—del que se ha dicho que haría trocarse el pliegue trágico de la boca de Dante en una sonrisa burlona— suele ser un afán inútil. A aquel que lea sin que ningún pensamiento, ninguna emoción sienta despertarse en su alma en presencia de las imágenes que componen el símbolo, no se lo haréis sentir revelándole cuál es la idea que lleva en sus entrañas cada una de esas imágenes que no han logrado conmoverle. Y el que ha sentido el símbolo, interpretándolo de manera que diga algo interesante o sugestivo a su alma, no ha de cambiar por la vuestra su interpretación.
Empero, el héroe de nuestra leyenda dirá a todas las almas una cosa semejante y en todas evocará un sentimiento conocido. Cuando Belphegor mira, con la sed de la altura, cruzar al ave legendaria que va a abismarse en las brumas grises del Septentrión, todos recordarán que ellos han esperado alguna vez, sobre la playa, al águila blanca que vuela al País de la Quimera, o tendrán conciencia de que aún aguardan que ella pase. Cuando Belphegor atraviesa, para arrancar de su encanto a la cautiva, el negro bosque del misterio, muchos recordarán que lo han cruzado alguna vez, o sentirán acaso que lo cruzan porque se congregan a su alrededor las sombras que flotan en los aires y les hieren las carnes los abrojos punzantes del sendero... Cuan Belphegor vuelve de su fracasada empresa sobre el águila y busca el olvido, el silencio, y el abismo, ¡cuántos sentirán que también han vuelto de su viaje, y que el propio Dolor es, quizá, un viandante que ha pasado en la ruta trillada de su vida, y que en su intimidad ya sólo queda sombra, sombra inútil ansiosa de refundirse para siempre en la sombra!... De la inquietud que impulsa al alma en pos de las imágenes doradas que la hirieron; de la decepción que pone su mancha sombría allí donde brillaban las doradas imágenes que pasaron; del vacío que empieza cuando han desaparecido los estímulos de la inquietud y se han agotado las lágrimas de la decepción, se compone un ritmo viejo y sabido―como el de los días y el de las estaciones—que sólo deja de cumplirse cuando Belphegor es precipitado, antes de terminar su trágica aventura, por el águila.
25 de junio de 1897.
a proposito de «la loca de la casa», de don vicente fidel lopez
La obra del eminente historiador argentino que, exhumada de los folletines del viejo Nacional, acaba de adquirir forma de libro en Buenos Aires, da en cierto modo carácter de actualidad al recuerdo de otra obra, tan poco leída hoy como memorable en los anales de la literatura de América: al recuerdo de La novia del hereje.
¿Por qué no buscar compensación a la tristeza infecunda de nuestra presente vida literaria, volviendo a veces los ojos a las cosas buenas y olvidadas del pasado, de un pasado tan lleno de inspiraciones y de ejemplos?
Dura siempre la oportunidad de los libros hermosos; y el silencio, en la suerte de la obra literaria, es camarada del olvido.
Eran los tiempos en que empezaba a manifestarse en el espíritu de nuestros pueblos, junto con muchos nuevos signos reveladores de ansiedad de saber y de cultura, el amor de los estudios históricos.
La época anterior—la de las luchas por la Independencia—no legaba, en rigor, ejemplos apreciables en ninguna otra forma de producción literaria que la elocuencia política y la lírica, únicas manifestaciones del espíritu que habían podido ser toleradas en ella por la necesidad suprema y absorbente de la acción.
Ni el arte ni la filosofía de la historia de América podían reconocer precedentes en las páginas consagradas a narrar la crónica de la conquista y la dominación española, por la pluma superficial del Deán Funes, cuya literatura representa, en su tiempo, la persistencia del carácter propio de la cultura colonial, vivificada, en cuanto a las ideas y la crítica, por el espíritu nuevo; pero conservando sus formas características en la aridez desapacible del estilo, en la monotonía sin gracia del relato y en el mérito de la erudición paciente y laboriosa, que es a la labor creadora y la manifestación original de la inteligencia, lo que la virtud pasiva y abstinente del claustro a la eficiente virtud y la acción heroica de la vida.
La generación que sucedió inmediatamente a la que por primera vez aspiró aires de libertad, la que fué engendrada en el transcurso de la Epopeya de América, entraba a la vida pública bajo el influjo de una universal revolución de las ideas filosóficas y literarias, que ampliaba inmensamente el horizonte de su espíritu, y comunicaba nuevo impulso a toda actividad de su mente; y tenía además, como estímulo poderoso para consagrarse al estudio del pasado, el poderlo contemplar con los deliquios de la gloria, con el sentimiento de la tradición de un suelo propio, de una patria libre.
Los dos grandes espíritus dirigentes de la marcha de aquella generación, los dos jefes de grupo político y literario, que con carácter y significado distintos en la dirección de las ideas—conservador el uno, innovador y revolucionario el otro—, trazaron rumbos a su pensamiento y a su actividad: Florencio Varela y Esteban Echeverría buscaron inspiración y fundamento para su obra en el estudio de la historia de América, y procuraron con igual ahinco estimular en el espíritu de la juventud que adoctrinaban el amor de los estudios históricos.
Echeverría, en la perseverante labor que le condujo a aquella grande idea de regeneración social y política que inspiró las iniciativas y los entusiasmos de 1837, y trazó en la mente argentina el «perfil definitivo de la nacionalidad», tuvo constantemente ante sí la tradición y el pensamiento de Mayo para interpretarlos y buscar en ellos el principio que debía presidir al desenvolvimiento de las sociedades emancipadas, y la historia de la conquista y de la dominación española, como necesario antecedente del estudio de la obra revolucionaria.
Entre tanto, Florencio Varela procuraba templar, en su destierro de Montevideo, las amarguras del dolor cívico y de la proscripción buscando en las lecciones del pasado el punto de partida para las soluciones del porvenir, y acumulando los materiales que debían servirle para escribir la historia del régimen colonial y de la Independencia: labor a la que pensaba consagrar el publicista ilustre todos los afanes de su madurez.
Brillantísimos representantes de la animosa generación que se levantaba—Juan Bautista Alberdi, Vicente Fidel López, Andrés Lamas, Bartolomé Mitre, Juan María Gutiérrez—, consagraban a la misma fecunda obra mucha parte de la actividad de su espíritu.
Es verdad que la contemplación serena del pasado reclamaba, a la vez que un reposo que no consentía a aquella generación su vida trágica e inquieta, una perspectiva de tiempo que, con relación a los acontecimientos de la historia verdaderamente nuestra—la de la vida de la libertad—aún no era dable que existiera. Y no es menos cierto que los afanes oscuros y tenaces de la investigación debían preceder, por otra parte, a las tareas, más nobles, reservadas para el artista y para el pensador, en la labor compleja de la historia.
Fué, sin embargo, privilegio de los hombres de aquella época gloriosa adelantarse, en casi todas las manifestaciones de su actividad, a las condiciones del tiempo en que vivieron, como si hubieran querido proféticamente compensar, con la extraordinaria magnitud de su obra, el abandono indolente de las generaciones que vinieron después.—Su estudio del pasado salió, bien pronto, de los límites de la obra de investigación y se hizo obra de ciencia y de literatura.
La Crónica dramática de la Revolución de Mayo, publicada por Juan Bautista Alberdi en la Revista del Plata de 1839, indicaba ya un poderoso esfuerzo en el sentido de buscar la verdad de la historia al mismo tiempo que por la sutil penetración en la trama de los sentimien tos y de las ideas, por la animada reproducción de la exterioridad característica de los hechos.—Debe considerarse esa crónica, no sólo como el primer ensayo eficazmente encaminado a desentrañar la filosofía de la Revolución, sino—lo que importa más para nuestro tema—como la primera tentativa de proceder con el auxilio del arte en el estudio y la reconstrucción del pasado.
Pero la grande y poderosa iniciación de una poesía pintoresca y una filosofía de la Historia, en las letras de esta parte de América, nació pocos años más tarde, del seno de aquel fecundo movimiento de publicidad por el que se anunció ruidosamente, en Santiago y Valparaíso, después del terror de 1841, la presencia de los jóvenes desterrados del Plata.—Y nació, no de la reflexiva preparación del libro que madura en el ambiente silencioso del gabinete y se depura y acrisola por la labor perseverante del arte y la concentración del pensador, sino de una inspiración genial que hizo surgir esos elementos preciosos y durables del seno de un panfleto templado al calor del interés actual y que hacía obra de acusación, de combate y propaganda, como los panfletos de Rivera Indarte y de Frías.— Nació, en una palabra, del Facundo, que tenía precedentes en habla castellana, ni como cuadro de historia pintoresca, ni como estudio de sociología original.
De estos dos fundamentales aspectos gran libro, nos interesa ahora el primero.—La filosofía de la revolución y de la tiranía es, sin duda, profunda y en cierto modo definitiva, en aquellas págipero yo admiro aún más en ellas lo que se debe a poética virtud: la soberamaestría del relato, la fuerza plástica de la descripción, el poderoso remedo de la vida, el arte de magia de la fantasía evocadora.
Ninguno como el autor de los Recuerdos de Provincia podía realizar, entre los hombres de su tiempo, tal obra de intuición, de adivinación, más que de estudio, ni revestirla con la forma potente y original que a ella cuadraba; porque ninguno como él tuvo el dominio de la animación dramática y del color, el arte de las grandes y sugestivas imágenes y el de las síntesis hercúleas y esclarecedoras; ninguno el alto don de «concordar las palabras con la vida», según la fórmula de Séneca, y convertir la letra fría en palpitante encarnación de la verdad.
Discútase, como se ha hecho acaso triunfalmente, más de una vez, el rigor de exactitud histórica del Facundo, y sepárense, para señalar cuáles son los que ha tejido la fantasía y cuáles la realidad, los filamentos de la trama: la historia de una época no dejará, por eso, de tener en la descripción del duelo de la «Civilización» y la «Barbarie» su más dramática y real condensación.
Busque la crítica un Facundo que complazca mejor a la minuciosa severidad del analista; y todavía quedará en pie, para desafiar la obra de la crítica y del tiempo, el valor representativo del personaje, y la soberbia escultura de la personificación heroica del caudillo.
Todo otro Facundo que levante la investigación sobre pedestal de documentos prolijos y el óleo de la erudición consagre, ha de humillarse a la irresistible y avasalladora influencia de aquel Facundo inmortal: de tal modo como el Cid Campeador de las leyendas triunfa y prevalece sobre la desvanecida realidad del Cid de las crónicas y vive por su valor representativo.—Considerado en este aspecto, es el Facundo el tipo artístico más alto en que se ha condensado la poesía real de nuestra historia y en que han tomado forma viva los elementos dramáticos de un interesantísimo instante de nuestro desenvolvimiento social.
Alfredo de Vigny, en el prólogo de Cinq-Mars, admitía que son parcial o totalmente apócrifas muchas de las anécdotas más elocuentes y significativas que la historia recoge; y sostenía en seguida que ella no debe rechazarlas de sus páginas, porque tienen una verdad ideal muy superior a la autenticidad del hecho mismo.—He ahí las infidelidades históricas de Sarmiento: tienen el más alto género de realidad de que habla Alfredo de Vigny.
Como obra de manifestación sintética de un estado social, en la que ha colaborado en cierto modo aquella divina inconsciencia que animó la obra de los épicos primitivos, cuando pusieron, sin saberlo, en sus cantos, el cuadro enorme y múltiple de la vida de su raza y su tiempo, nuestro gran libro puede engendrar otro libro por cada una de sus páginas, y su nombre está destinado a ser legión. Tiene en grado supremo el arte de la concisión narrativa, y hay concentrada en el Facundo la fuerza virtual necesaria para vivificar una inmensa prole literaria, en la poesía, en el drama, en la leyenda. Porque la anécdota histórica, en los procedimientos del arte narrativo de Sarmiento, lleno a la vez de fuerza y de luz, de intención y de colorido, es un relámpago que ilumina las intimidades psicológicas de un personaje, el secreto de una situación, la faz de una sociedad o de una época, y un soplo poderoso que fecunda con sugestiva simiente la mente del lector.
Nuestro gaucho, nuestro centauro legendario, ha inspirado muchas páginas enérgicas y hermosas, que vivirán entre las cosas originales de la literatura de América; pero es todavía en el Facundo donde ha de ir a buscarse la más intensa poesía de ese hermoso tipo, en el que Hegel hubiera señalado la plena realización de aquel carácter de libérrima personalidad que él consideraba el más favorable atributo del personaje que ha de ser objeto de adaptación estética: el que palpita en la indómita poesía de Los bandidos del trágico alemán y refleja su luz sobre la frente de los héroes satánicos de Byron.
Del mismo grupo de proscritos en cuyo seno fué concebido el Facundo nació, con breve diferencia de tiempo, otro libro que señala una ocasión memorable en la literatura histórica de América, y que era la revelación de un ingenio que estaba destinado a levantarla muy alto.
La revolución literaria que hacía por entonces su entrada bulliciosa en el espíritu de nuestros pueblos, y que los emigrados argentinos llevaron consigo al otro lado de la Cordillera para hacerla triunfar en las memorables polémicas de Santiago de Chile, tuvo por una de sus grandes manifestaciones la que consistió en la evocación de la poesía tradicional, en la visión y el sentimiento del pasado, que vivificaron en el drama y la novela un arte nuevo, nacido de la comprensión pintoresca de la historia.
Se había asistido a una verdadera fiesta de resurrección de las edades. En los romances de Walter Scott había renacido, con palpitaciones ignoradas de vida, el tiempo muerto. El grande Schiller lo había llevado al teatro, rompiendo la falsa uniformidad de la tragedia histórica. Los novios y Cinq-Mars trasplantaban la rama rica de savia generosa a las literaturas del Mediodía.—Era como un sueño en el que aparecían con ilusión de actualidad los recuerdos.—Por la nigromancia del arte llegábase en la inteligencia del pasado a donde la virtud de la investigación erudita no alcanzara jamás. La historia misma se animaba con nueva luz y fuerza incógnita y Barante y Thierry hacían en ella la revelación de un mundo nuevo.
¿Por qué la vieja crónica de América no había de estremecerse también al soplo del viento rejuvenecedor que pasaba y no dejaría escapar—como lo había hecho la crónica de la Edad Media—bajo la letra desvanecida de los manuscritos, el tibio aliento de la vida y las iluminaciones del color?
Sería la novela histórica un inmenso campo, lleno de inexplotados veneros de interés, para los que penetrasen en el país encantado de la Conquista y en el aparente erial prosaico del Coloniaje, concillando en su alma las intuiciones del artista con las porfías del investigador.
Por la mente de Echeverría había cruzado alguna vez la idea del drama y la novela históricos, como fuentes fecundas de inspiración para la literatura americana. Florencio Balcarce dejaba entre los frutos de su malograda juventud alguna tentativa de ese género, y Manuel Luciano Acosta había escrito La guerra civil entre los incas, que es una estimable narración.—Pero a tales ensayos, de un interés exclusivamente relativo, debía en breve suceder una obra cuya significación excede, en mucho, la de esos precedentes olvidados que la erudición rastrea en la sombra.
Vicente Fidel López, que había acompañado en Montevideo al gran innovador de La Cautiva, al propagandista social del credo de la Asociación de Mayo, en el estudio de las tradiciones americanas y del génesis y los propósitos de la Revolución, publicó en 184[6] (82), en su destierro de Chile, La novia del hereje.
La forma narrativa creada por el imaginador de Quintín Durward e Ivanhoe, desnaturalizada luego por las audacias de la fantasía aventurera de Dumas, y que, en el idioma nuestro, no tenía sino los débiles precedentes de los ensayos novelescos de Espronceda, de Trueba y Cossío y de Larra, tomaba carta de ciudadanía en América, vivificaba en aquella obra por la más profunda filosofía del pasado y la más penetrante intuición de la historia plástica y sensible, e inspirada en un alto propósito de contribuir a formar y robustecer, por medio de los halagos del arte, el sentimiento de la tradición en el alma popular.
Tal concepción de la novela histórica, considerada, al mismo tiempo, como manera eficaz de vivificar en sus raíces el sentimiento de la patria y el culto de la tradición, y como forma capaz de contener la imagen de las cosas pasadas, aun las más minuciosas y más íntimas, con amplitud a que los recursos de la historia directa no alcanzan, tiene su expresión más exacta y esclarecida, por la más clara visión de las necesidades y oportunidades de la literatura americana de aquellos días, en el prólogo de La novia del hereje.
Con admirable acierto en la elección de la realidad histórica sobre la que debía reflejar la luz transfiguradora del arte, volviéronse los ojos del novelista que soñaba en realizar la obra de Cooper en la América de habla española a aquella Lima colonial que ha sido, y está destinada a ser en el porvenir, una ciudad predilecta para escenario de la poesía y del romance y una de las perspectivas de la historia de América más admirablemente dispuestas para los mirajes encantados de la fantasía.—Y cuando, obedeciendo a la evocación feliz del narrador, volvió la vida de antaño a los muros de la ciudad colonial, donde de tan rara manera se mezclaron, bajo el cielo espléndido del Trópico, sombras y luces, refinamientos bizantinos y pequeñeces lugareñas, ingenuidades de pueblo niño y rasgos de decrepitud social, sórdidas manifestaciones de abyección y timbres preclaros de cultura, pudo decirse que había nacido la novela histórica americana, y que había nacido llena de inspiración, de encanto, de originalidad, como la joven musa reveladora de un mundo de curiosos y peregrinos secretos.
La novia del hereje hubo de ser el primero de una serie de romances de su índole. Era hermoso y fecundo el plan que acariciaba el espíritu juvenil de su autor.—Las empresas guerreras de Zeballos y su influjo en la modificación política y comercial de la colonia; el período precursor de la revolución y la epopeya de las invasiones británicas, que aceleraron el advenimiento del tiempo nuevo; las agitaciones íntimas de la ciudad de 1810 en el transcurso de la acción revolucionaria; la propaganda y la expansión de la idea de libertad llevada por la espada de San Martín hasta las faldas de los Andes del Ecuador; la insurrección de las masas campesinas, que arrojó el fermento democrático en el seno de la grande obra y reveló en la escena la presencia del pueblo, debían dar tema a las sucesivas novelas de la serie ideada. Bien pronto el novelista abandonó, por las graves tareas de la historia, la realización de aquel pensamiento que, aun hoy—después de transcurrido medio siglo—, podría ser acogido como una novedad feliz. Por desgracia, nuestro Walter Scott quedó en su Wawerley; aunque, ciñéndose a la historia directa, tomó a Macaulay por modelo y siguió cultivando el estudio del pasado como un arte.
Pero no faltaron, en su generación, quienes recogieron el ejemplo tentador de La novia del hereje. Para probarlo, bastaría recordar una obra casi enteramente olvidada, que debería vivir en todas las memorias.
La intuición del pasado, el don precioso de devolver la vibración de la vida y el color de la realidad a las cosas muertas y reconstruir las informes ruinas de lo que fué, por cierto privilegio de adivinación arqueológica, fueron también, en grado eminente, concedidos a otra grande alma de aquella generación. — Un investigador artista, un espíritu modelado en el carácter de [la] (83) hermosa y rica complejidad de los hombres del Renacimiento, y en quien los afanes de la erudición paciente y laboriosa se aliaron por caso singular con las inspiraciones del narrador-poeta, penetró con audacias de explorador en el bosque enmarañado y oscuro de la cultura intelectual de la colonia, ávido de hallazgos lisonjeros para la tradición del pensamiento americano, y escribió las primeras páginas de la historia literaria de nuestros pueblos.—Y en su obra vasta y fecunda, al lado de la ingrata e inevitable tarea de preparación, de estudio previo: la tarea que obedecía a la necesidad de desbrozar el campo inculto; al lado de muchas páginas de descarnada erudición y de insistentes esfuerzos empleados en lo que tiene de más desapacible la crónica desnuda y la bibliografía ofrece de más árido, puso también el mármol y el pórfido que duran: la obra de arte que presenta rendidas al cincel las piedras arrancadas a la cantera de la pasada realidad.—El historiador colorista que había en Juan María Gutiérrez puede admirarse, leyéndole, por ejemplo, cuando reproduce sobre el fondo magnífico y extraño de la opulenta Lima colonial la figura gongórica de Peralta y Barnuevo.—Y a esta calidad de su talento, a un tiempo brillante y laborioso, debemos la encantadora narración de El capitán de Patricios, que es en la novela histórica del Plata lo que debe ponerse inmediatamente después de La novia del hereje, por su interés, por su arte y por su originalidad.
El capitán de Patricios es la idealición de un momento singularmente interesante en la historia de nuestros pueblos.—Personifícase en su héroe, a aquella bizarra generación que se levantaba, llena de mal comprimidas inquietudes, atormentada por la nostalgia de la acción, ávida de escenario para su heroicidad y de tribuna para su pensamiento, en las postrimerías de la colonia; y que excitada por los ecos remotos y legendarios de la Revolución, por las fecundas agitaciones de la propaganda de la libertad de comercio, por los aplausos del mundo que convergían al Foro de Buenos Aires para saludar el esfuerzo glorioso de la Reconquista, traía en el alma un hervor que revelaba un sentimiento ignorado por el espíritu de las generaciones anteriores y que debía manifestarse, irresistible y fecundo, en su cercana obra de redención.—Y aquel crepúsculo de nuestro día de libertad está trasladado al cuadro por un pincel que siempre fué maestro en reproducir las tintas suaves del crepúsculo.—El narrador presenta al héroe con una reminiscencia de Racine y a la heroína con una imagen de Virgilio; y hay algo de las blandas melancolías de Dido, o de Andrómaca e Ifigenia—esas nietas de la estirpe de Eurípides, en quienes el dolor parece adquirir la suavidad graciosa del purísimo cendal griego que las cubre—, en el ambiente tibio y perfumado de aquel cuento exquisito.—Por la delicadeza ideal del sentimiento, la gracia del relato, el terso esmalte de la forma; por cierto sello de urbanidad y donosurta, Que no faltó jamás en las manifestaciones de aquel ingenio refinado, de naturaleza aristocrática, de abogado ateniense, el cuento de Gutiérrez, casi ignorado hoy, es indudablemente de las cosas más selectas que pueden figurar en la Antología de nuestros prosistas, y un insuperable modelo en la fusión de la originalidad americana del asunto con la clásica limpidez de expresión.
¿Cuáles son las que a tales páginas se han agregado por las generaciones posteriores a la que, en medio de las turbulencias de su vida de leyenda, encontró espacio para cultivar y enaltecer todas las manfestaciones desinteresadas del espíritu, y supo arribar a una iniciativa, una idea o un ejemplo fecundos, por todos los caminos de su actividad?
Sus hombres hubieron de realizar el duro esfuerzo de investigación; hubieron de construir el pedestal seguro sobre el que podría la Historia afirmar, al mismo tiempo, su arte y su filosofía.—Generaciones aliviadas, en tanta parte, por ella, de esa labor ingrata, ¿no han podido poner su mente con más tenaz consagración en la tarea de convertir el material acumulado en la obra perfecta que complazca, a la vez, al pensamiento y a los ojos? Y, como manifestación preciosa de esta obra, ¿no habrá tenido continuadores la iniciativa de una novela histórica americana, que se anunciaba, hace ya medio siglo, por la original e inspirada narración de La novia del hereje?...
Para buscar la respuesta en la bibliografía de tiempos más cercanos a los nuestros que los viejos tiempos del Facundo sería necesario agregar a las que van escritas muchas páginas más.—La loca de la guardia, que nos ha inspirado esta rápida evocación de antecedentes, merece, por otra parte, ser estudiada y admirada en sí misma.—El tratar de ambos temas, en el espacio que ahora sería posible concederles, exigiría hacer verdadera gimnasia de concisión: y los temas interesantes están para nosotros absolutamente reñidos con todo lo que trabe el libre vuelo de la pluma.
25 de junio de 1897.
Caracas fué la Atenas de América en aquellos tiempos postrimeros del régimen colonial en que las ideas de libertad y de reforma llamaban sigilosamente a las puertas de las ciudades provocando mil extraños ecos en las almas dormidas, en tanto coloreaban el cielo los albores de la Revolución.—Esas huéspedas inquietantes se enseñorearon pronto de la cuna de Bolívar y de Miranda.—La civilización, «que ama al mar», según la frase del poeta, tuvo fáciles vías para llegar al seno de aquella ciudad dominadora de un Mediterráneo americano, sobre el que su hálito fecundo flotaba empapando a la vez los vientos del Norte y del Naciente.—El genial viajero del Cosmos, que realizaba, por entonces, el viaje memorable del que ha podido decirse que tuvo la significación de un segundo descubrimiento de nuestra América, saludó en aquella sociedad juvenil y culta el impaciente despertar de las energías de la mente americana, ávida de toda novedad y toda ciencia, e inclinándose con irresistible impulso a recibirlas, no de otro modo que como la planta que crece envuelta por la sombra se tiende al lado de la luz. Se respiraba en sus aulas el espíritu nuevo. Cundía en ella el amor a todo delicado cultivo del espíritu. Y en sus tertulias literarias se diseñaba el boceto de una gloriosa figura de poeta y pensador, a la que estaba reservada, en la escena de la América libre, uno de los pedestales más altos: la figura de Bello, educador de hombres y naciones.
El recuerdo de esta tradición honrosa de cultura, cuyo florecimiento inspira a la palabra de Humboldt el tono de una sincera admiración, en ciertas páginas del Viaje a las regiones equinocciales, despierta frecuentemente en nosotros, evocado por las manifestaciones de la actividad inteligente de una juventud que se levanta hoy, en la patria del Libertador, tan animada de inspiraciones generosas como dueña de las armas que hacen vencer en los combates reales del pensamiento y en los torneos y las justas del arte.
La comunicación, relativamente estrecha, que la redacción de la Revista Nacional mantiene con los centros de más intensa vida y de mayor influjo en el movimiento literario del Continente permitiéndole triunfar en cierto modo de las dificultades del deplorable aislamiento moral e intelectual en que aún los pueblos americanos viven, nos autoriza para afirmar el alto papel que, en la cultura contemporánea de América, desempeña la juventud pensadora de Caracas.
A ese grupo animoso pertenece el autor de los sonoros y varoniles versos que, a continuación de este improvisado comentario de la personalidad del poeta, publica la Revista Nacional en sus columnas (84). Andrés A. Mata merece que la brillante notoriedad que realza justamente su nombre en el centro cultísimo que su talento contribuye a animar y esclarecer, alcance la sanción de la unanimidad del público inteligente de nuestra habla.
Tengo aquí sus Pentélicas, a las que precede un prólogo magistral de Vargas Vila. El alma apasionada del autor de Los Providenciales y su talento ático eran propios para comprender y definir cumplidamente la poesía que tiene por cauce las páginas que siguen a su proólogo.—Briosa y severa es esta poesía en su entonación, a un tiempo profundamente original y de noble estirpe clásica; correcta, con la desembarazada corrección que no entorpece, sino realza y magnifica, la espontaneidad y la libertad de la forma; y altiva y espartana por el espíritu, por las ideas, por los sentimientos. Corazón de acero en pecho de mármol, diría Teófilo Gautier.
Poesía de pensador y de soldado en la gran lucha de la vida, tiene, sin duda, en esta condición uno de sus títulos más altos. Lo tiene, sobre todo, si se atiende a que la juventud que se levanta en nuestros pueblos no suele preocuparse gran cosa de poner en su poesía motivos para pensar ni para sentir, asaz empeñada, como está, en hacer «campo aparte» de su manifestación literaria, con relación a todas las actividades de la vida que no sean las del libre imaginar y el arte puro.
Muy avenido a que la poesía americana abra su espíritu a las modernísimas corrientes del pensamiento y la emoción, se inicie en los nuevos ritos del arte, acepte los procedimientos con que una plástica sutil ha profundizado en los secretos de la forma, no me avengo igualmente a que, extremando y sacando de cauce el dogma, bueno en sí, de la independencia y el desinterés artísticos, rompa toda solidaridad y relación con las palpitantes oportunidades de la vida yaltos intereses de la realidad.—Veo esta ausencia de contenido humano, duradero y profundo, el peligro ínminente con que se ha de luchar en el rumbo marcado por nuestra actual orientación literaria. Al modernismo americano le matará la falta de vida psíquica. Se piensa poco en él, se siente poco. Le domina can demasiado imperio un vivo afán por novedad de lo aparente, que tiene a la trivolidad muy cercana. Yo le he comparado una vez con el mundo de puerilidades ligeras y graciosas del Japón de Loti; y onfieso que si el arte de América, ha de ser forzosamente todavía un arte niño, un arte de iniciación, prefiero que le podamos simbolizar en aquel niño pensativo del Tentanda vía, de Hugo—pensador precoz—o en el Alcides infante de la fábula que estrangula entre sus dedos la serpiente, a que le veamos jugar, en una escena de bazar japonés, al juego literario de los colores, o solazarse en los jardines de arbustos increíbles y palmeras enanas.
A Rubén Darío le está permitido emanciparse de la obligación humana de la lucha, refugiarse en el Oriente o en Grecia, madrigalizar con los abates galantes, hacer la corte a las marquesas de Watteau naturalizándose en el «país» donoso de los abanicos.—Una individualidad literaria poderosa tiene, como el verdadero poeta según Heine, el atributo regio de la irresponsabilidad.—Sobre los imitadores debe caer el castigo, pues es de ellos la culpa. A los imitadores ha de considerárselos los falsos demócratas del arte, que al hacer plebeyas las ideas, al rebajar a la ergástula de la vulgaridad los pareceres, los estilos, los gustos, cometen un pecado de profanación quitando a las cosas del espíritu el pudor y la frescura de la virginidad.
El poeta de Pentélicas (cosa rara dentro de la nueva generación americana) nada debe a la genialidad del poeta de Azul. Es otro carácter, otra naturaleza. Para comprobarlo, bastaría decir sobre qué canta.
La candorosa altivez del bohemio desamparado y generoso que marcha, sobre las espinas de la vida, a su sueño; la gloria de la redención del vicio miserable por el sobrehumano esfuerzo del amor; la poesía de los odios justos, los que vibran en la indignación del espectador de la iniquidad, en las iras vengadoras de los pueblos, en el hambre y sed de justicia del oprimido; la profética visión de las grandes y justicieras reparaciones del futuro: tales son los motivos de inspiración a que obedece el numen varonil del poeta de Caracas, tales son los hilos de bronce que urden la malla de Pentélicas.
El poeta es, entre artistas, hombre de muchas almas, como se dijo una vez de Buonarroti. El Poeta, considerado en la plenitud de su naturaleza y de su mente divina, es, al mismo tiempo, el héroe, el tribuno, el escultor, el pintor, el músico, el vidente. Pero cada una de estas almas parciales prevalece, al encarnarse en forma viva, sobre las otras, y pone su sello a la naturaleza personal del elegido.—El autor de Pentélicas participa, más que de ninguna otra, del alma de bronce del tribuno.—Su inspiración fluye casi constantemente del contacto con ideas y pasiones que interesan a muchas almas; su entonación es la de la palabra que se cierne sobre la muchedumbre, no la de la que se insinúa en las intimidades de la confidencia; la armonía propia de sus versos es de aquellas que piden, para ser gustadas plenamente, el auxilio de la voz vibrante y poderosa que convierta la letra fría en vivo impulso de las ondas del aire.
Aquellos que hayan educado su gusto en la contemplación del panorama ameno del horacianismo—la poesía de la variedad amable—acaso echarán de menos en el poeta aquel privilegio de varia y flexible adaptación que imprime carácter a la tradición lírica que aman, arbusto aclimatable en tan diversas latitudes del sentimiento.—Un poco estoica, su poesía no está dotada de ese gracioso «eclecticismo» de la sensibilidad.—Conoce el arte de templar el verso para que hiera y no le sabe domar para que arrulle.—La estrofa delicada o galante toma, como involuntariamente en sus labios, el sesgo del pensamiento grave y la pasión intensa. Modificando una imagen de Musset, podría decirse que «aun cuando vuelan bajo, sus alas revelan la costumbre vieja de la altura.» En cambio, cuando increpa, cuando maldice, cuando clama, se reconoce a una naturaleza que desempeña su ley. Es el poeta del yambo, de la imprecación, de la invectiva. Pasa por sus estrofas, a menudo, el soplo de Barbier, de Núñez de Arce y de Tassara.
Nada pródiga del color y la luz, pero firme y severa en los lineamientos, no descompuestos nunca por la crispatura nerviosa de la emoción—mal grado la vehemencia con que el poeta siente y laverdad con que lo expresa—la forma poética, en este Simónides (85) de una joven democracia, armoniza cumplidamente con la austeridad viril del contenido.— Noble y sonora siempre, caracterizada a menudo por el tono que indica la confluencia de la lírica con la oratoria, reviste, con frecuencia también, la majestuosa amplitud del verso clásico: unas veces, remedando en el verso «las líneas puras de un mármol cincelado por Ictinius»; otras veces, tal como el verso clásico salió de las forjas de aquella audaz y batalladora poesía del siglo xviii , que hizo descender la lírica a la candente arena de la Revolución, remozando los acentos de Píndaro y la voz de Tirteo.
No se busque en sus versos el estudio curioso del pormenor, grato a artífices exquisitos; ni, entre los instrumentos propios de su arte, el diamante aguzado del lapidario. Búsquese la huella del recio martillo del escultor. Admírese la fuerza, la majestad, el toque amplio y seguro, «la locución caudalosa que se espacia de una a otra margen del endecasílabo», pa ra valerme de una frase de Yxart, y el rojo verbo pindárico que pone fuerza y luz, como de máquina de guerra, en estilo.
Revelación exacta de la poética individualidad del autor será la vigorosa composición que luce al pie de estas líneas que terminamos, para quien desconozca los versos vibrantes de Pentélicas.—En tierra americana no sobran hoy quienes hagan resonar de tal modo la cuerda áspera del yambo.—¿Habrá quien diga que es porque pasaron ya las cosas merecedoras de la ira sagrada de los poetas en tierra americana?
10 de agosto de 1897.
[para el «almanaque sudamericano»]
Siempre he pensado que la mejor recompensa de los poetas—mejor y más llena para ellos de divinos halagos que las formas ruidosas y deslumbrantes de la gloria—sería la que se hallasen dotados de la virtud de percibir y atraer a sí todos los clamores de entusiasmo, todas las lágrimas de melancolía, todos los impulsos de admiración, que sus cantos, peregrinando entre las almas jóvenes y buenas, arrancan bajo los astros de cada noche y bajo el sol de cada día.—¡Qué hermoso arrullo hubiera llenado de consolaciones y armonías los últimos instantes del poeta querido que hoy lloramos, si a su espíritu hubiera sido otorgado ese beneficio, en la hora suprema, y hubieran convergido, en un inmenso acorde, hacia él todas las vibraciones de las almas heridas por la noble y dignificadora virtud de sus estrofas!
Gritos de trémula emoción que de mi pecho brotaron en algunas de las horas más bellas de mi vida, se hubieran mezclado en el coro de triunfo del poeta. Lo leí de niño, y su poesía, que desde entonces quedó vibrando en lo hondo de mi alma, tiene para mí el secreto encanto de las cosas que evocan recuerdos dulces y queridos. Yo no la podría juzgar como se juzga la de un genial poeta que admiramos, pero a quien no reconocemos como nuestro, que no nos habla del pasado, y cuya poesía no hunde sus raíces en las reconditeces de nuestra vida espiritual y la viste y enlaza como la enredadera a la columna. La poesía de Ricardo Gutiérrez tiene una historia en el proceso de mi vida interior. Cada uno de sus cantos es para mí como una de esas melodías que, escuchadas en momentos dichosos o solemnes, se asocian inevitablemente después al despertar del instante escogido en que vibraron. Cuando una estrofa suya hago pasar ante mis ojos, siento en el alma una ala mustia y aterida que se estremece. Por eso la desaparición del poeta produce en mí la sensación de un abandono y me parece la extinción de una luz sobre mi espíritu.
¡Cuán pocos de nuestros poetas de hoy, aun cuando haya de ser grande y duradera la gloria de sus triunfos, alcanzarán esta devoción de los sentimientos! El poeta, hoy, es, ante todo, el artista, es el orfebre, es el cincelador paciente y empeñoso. Detiénese ante sus puertas el viandante para admirar, en aquella fiesta de la luz, los finos contornos del oro cincelado. Pero, cuando se aleja, lleva sólo la impresión de un deslumbramiento, porque no reconoce ya, en el artífice enamorado del ritmo y del color, a aquel ser, comparable con el pelícano del mito, que arrancaba de sus entrañas palpitantes la imagen viva de lo que llevaban los demás dentro de sí.
Y ninguno entre nuestros poetas ha personificado esta entera condensación del alma de los suyos, este seguro imperio ejercido sobre el sentimiento de una generación, como el del Libro de los Cantos y La fibra salvaje.—Era el poeta de todos, sin dejar de ser, intensa y dominante, el poeta de sí mismo. Había brindado la hospitalidad de su corazón a todas las cosas buenas, a todas las cosas bellas. Naturaleza esencialmente lírica la suya, siempre en sus cantos el impulso del vuelo partía de la intimidad. Pero en su intimidad refundía, convirtiéndole en sentimiento propio, en dolor propio, el dolor de todos los que sufren; en fuerza de su vida, el anhelar de todos los que esperan, la inquietud de todos los que batallan; en calor de su sangre, la ansiedad de todos los que padecen hambre de justicia y el entusiasmo de todos los que persiguen sobre la tierra un ideal.
La individualidad, la vida misma del poeta, límpida y fuerte como el mármol, eran, además, un nimbo de luz sobre su obra.—¡Cuántas veces, corriendo, llenos de ansiedad, el velo que oculta a nuestros ojos la intimidad de la existencia de donde parte la palabra inspirada, sólo nos es dado encontrar el fondo gris de una personalidad moralmente indiferente o borrosa! En nuestro poeta, personalidad, y arte, vida y ensueño se confunden y forman un solo trazo de luz.—Huella por la que puede seguirse el rumbo de su marcha son sus versos. Cantó a la fe en el ideal que regenera y tuvo fe; cantó a la caridad y fué piadoso; cantó al heroísmo y fué soldado. En esta luminosa existencia, la poesía es acción, la acción es poesía. Evocando la imagen del varón bueno y abnegado, es como adquiere sobre nosotros toda su avasalladora virtud el canto del poeta.
Dueño era su numen por igual de las dos grandes manifestaciones del sentimiento lírico: la que se reconcentra en el recogimiento y en la meditación, tímida del tumulto humano, y la que alienta en las inspiraciones del alma colectiva y es tribuna de donde arengar y espada con que lidiar en nombre de todos. Vibraban alternativamente en sus cantos los acentos del hombre íntimo y los del soldado del pensamiento y de la acción. Unas veces, la suave estrofa modelada para el amor y el ruego; la que se ampara bajo aquellas frondas, propicias al misterio, del alma, donde los sentimientos delicados y afectuosos anidan. Otras veces, el verso amplio y fulgurante, el verso de grandes alas, lleno de sol, erguido sobre una cúspide.—Nacían de esta audacia épica el grito de guerra de la Libertad que envía al país del trópico sus legiones, la vigorosa imprecación de Montevideo, el diálogo de El Poeta y el Soldado. Brotaban de aquella reconcentración melancólica la carta, húmeda en lágrimas, a Lucía, el contemplativo sentir de La Oración y la querella apasionada de la Magdalena.
No era el poeta de Lázaro un devoto de la plasticidad y la melodía de la forma, no era un cincelador paciente y obstinado del verso, ni a él alcanzaron los influjos de la evolución, posterior al romanticismo, de la lírica, que levantó, sobre las ruinas de las aras de la emoción y el pensamiento, las consagradas al culto de la perfección exterior. Pero tenía un admirable don instintivo de armonía, un seguro y natural imperio del ritmo, que le autorizaban para sustituir, en la producción, los afanes del procedimiento laborioso con la confianza y la audacia de la libertad. Y el verso brotaba de su mente, alado, ágil, espontáneo, con ímpetu como de lampo de luz que rasga de improviso las sombras, como de vena de agua que salta de la roca herida por pico, como de anchurosa bandera que se despliega de un golpe y flota en los aires a favor de un viento pujante.
Hase observado que uno de los más constantes modos de manifestación del genio lírico está en el don de crear o modificar algún metro, que es como «la nueva copa en que se exprime el jugo generoso de un ingenio nuevo».—Fué otorgado a Gutiérrez este signo escogido de originalidad. El cinceló su copa para el vino de su vendimia, y creó su estrofa propia, su estrofa admirablemente modelada sobre el tono íntimo de su sentimiento, llena a la vez de fuerza y de gracia como el cuerpo del púgil, y que quedó consagrada en la lírica argentina, donde Gervasio Méndez la escogió para mensajera de su abandono y su dolor y la ungió nuevamente con la unción de las lágrimas. En ella están sus composiciones que muchos tienen por mejores, las que son, por lo menos, las más sentidas, las más ingenuas, las más íntimas; y ella llegará a la posteridad, perpetuándose en la métrica de la poesía americana, como forma sensible de la inmortalidad de quien la añadió al Cancionero de la lengua.
Ya había empezado la sanción de la posteridad, en cierto modo, para la figura literaria de Ricardo Gutiérrez, y ella se nos presentaba como una noble figura de otros tiempos, a los ojos de los que le admirábamos en mi generación. Años hacía que la lira del poeta estaba muda. ¿Era, acaso el hastío, el cierzo helado de la vida?... ¿Era, más bien, la amarga protesta contra el ambiente intato, la desolación ante el irresistible avanzar de la ola turbia y plebeya que clamoreaba los triunfos de nuestro período cartaginés?... ¿Quién sabe? El silencio del poeta, que puede ser una forma de la decepción, el desaliento, el desengaño, ¿no puede ser también el signo de su iniciación en una poesía más alta, más gloriosa, más pura? Por encima de la que se traduce en palabras y se comunica al sentimiento de los hombres, ¿no podrá él alcanzar una poesía superior, una poesía que sólo irradie y florezca en su mundo íntimo, donde la rodee la nube impenetrable con que quería velar la mística ciudad de sus elegidos cierto poeta moderno? Ella será como la música de los astros, que el sabio oyó, pero que nosotros no oímos; será como la imperceptible luz que vibra allí donde la pupila humana no ve sino la oscuridad.
Ahora este silencio durará para siempre, pero el nombre del poeta se engrandecerá en la memoria de las generaciones y su poesía adquirirá vida nueva. Andrade tuvo de los contemporáneos apoteosis más ruidosas, pero en su obra, osada e inmensa, verá más ruinas la posteridad. Para lo que edifica la fantasía, hay en el tiempo base menos estable y segura que para lo que labra el sentimiento, siempre uno en esencia. Cuando se ha desvanecido el eco de Las Orientales, aún viven su juventud Rolla y Las Noches, de Musset. Mientras buena parte de la obra de Hugo palidece, el grito de Byron sigue vibrando en las alturas.
¿Quién me recordará que no es una página de crítica lo que he trazado al escribir sobre la muerte de Ricardo Gutiérrez? Si así como el corazón tiene su memoria, y su memoria es la gratitud, también tiene el corazón su juicio, será éste sólo el que yo podría ofrecer para juzgar al noble espíritu que acaba de ascender a la luz.—Era uno de mis poetas. Si le hubiera encontrado alguna vez en el camino de la vida, le habría estrechado la mano y le habría dicho: Gracias. Y él me hubiera entendido.—Pero desde hoy, que sé que no he de verte ya en la realidad, yo te tendré conmigo, ¡oh poeta!, para siempre, en aquella consagrada región de la memoria donde se reúnen, como en un cielo que va cuajándose de luces, las cosas bellas y los seres benéficos y amados que hicieron menos ingrato el duro peregrinaje de la vida y se abismaron en la decepción y en el misterio.
25 de septiembre de 1897.
A Eduardo Ferreira.
La más excelsa de las facultades del artista es la que, haciéndole solo partícipe entre los hombres, de un sublime atributo de la Divinidad, le convierte en generador de seres vivos, sobre los que no tiene poder la codiciosa mano de la Naturaleza y que no han de ser guiados por otra ley que la que en el instante de la concepción les fija e impone el creador impulso de su albedrío. Arrebatar el fuego sagrado que enciende la llamarada de la Vida, será siempre la insaciable aspiración, la martirizadora inquietud del Arte grande, titán rebelde para quien la Naturaleza, dueña de la Vida, desempeña el papel del tirano Júpiter del mito.—Si se concede que las almas de artista componen, dentro de la Humanidad, una aristocracia—un patriciado de las almas—la aristocracia mejor, la superioridad jerárquica entre esas almas, fuerza es reconocerla a las que crean, a aquellas a quienes, ha sido concedido el don genial de la invención.—Hay las que alcanzan a crear un héroe inmortal, o una acción imperecedera en la que intervienen varios héroes, dotados todos ellos de eterna vida—y hay, por encima de ésas, las que vivifican series enteras de ficciones — «multitudes de almas» —, las que realizan con su inmensa obra «un mundo dentro del mundo», aquellas que parecerían inspiradas por una sublime envidia de la Naturaleza y su infinita capacidad creadora.—Comunicar una individualidad y un ser inextinguible a un alma distinta de la nuestra, en la que no reproduzcamos, al idearla, ni nuestro carácter ni nuestras pasiones, y cuya vida ficticia haya de ser tan palpitante y tan intensa como la de las criaturas de la realidad—y aun volcar el alma propia en la envoltura de un héroe imaginado que la perpetúe y la levante sobre la miserable fragilidad de nuestra arcilla, como se perpetúa el alma satánica de Byron en sus Corsarios y sus Laras—es ya ser un creador.—Pero llamarse Shakespeare, Molière, Walter Scott, Dickens, Balzac, y dar ser y movimiento, con soberano empuje, a una multitud entera, en la que, como en maravilloso compendio o substratum del conjunto humano, aparezcan con todas las palpitaciones de la vida, las fases luminosas de la existencia y sus sombras, la virtud y el vicio, el odio y el amor, las pasiones buenas y las malas, es para mí tan alto y portentoso triunfo que el orgullo humano no puede aspirar a una más completa y fascinadora realidad de la tentación del Paraíso: Seréis como dioses, porque en nuestra condición no cabe mejor ni más cumplida manera de crear.
Dos clasificadores laboriosos—los señores Christophe y Cerfberr—penetraron, no ha mucho tiempo, en el seno de la obra inmensa del creador del Padre Goriot y La fisiología del matrimonio, y presentaron luego a los dos mil personajes que tejen la trama de aquella inmortal epopeya de la realidad, cuidadosamente ordenados, estudiados y descritos, como en los diccionarios biográficos de hombres célebres, en un voluminoso Repertorio de «La Comedia Humana».—Algo semejante se hará en el futuro ordenando la multitud varia y enorme de Les Rongon Macquart; algo semejante se ha hecho ya acaso con Dickens; y análoga tarea de clasificación y de estudio realizará algún día la erudición española con ese otro mundo formidable e inmenso de Galdós, que abarca, desde la pintoresca muchedumbre de los Episodios, hasta el revuelto mar de la vida contemporánea, palpitante en la cavidad de cien novelas... (88).
¡Mundo verdaderamente inmenso y formidable! Respecto de Galdós y limitando esta observación a los contemporáneos nuestros, yo sólo me atrevería a señalar en Zola y en Tolstoi (invertid, si os place, el orden en que he escrito esos dos nombres, y acaso haréis justicia) ejemplos de una superioridad de fuerza creadora.—Y, avanzando más, yo no me comprometería a encontrar en la novela contemporánea nombre que, fuera de esos dos, merezca estar más alto.—Es cierto que esta superioridad puede ser triunfalmente contestada, por ejemplo, por los adoradores de Dauded (ídolo mío, aunque no para las ocasiones de las plegarias grandes) en la espiritualidad, en la urbanidad literaria, en la fineza, en el hábil arte de contar, en todas esas condiciones que, dentro de la novela española, podríamos llamar alarconianas, consagrando de nuevo un calificativo que ya tiene su significación distinta y peculiar en la tradición del viejo teatro; pero para mí es indudable que el arte de Galdós respira en un ambiente mucho más amplio y más abierto que el del autor de Numa Roumestan; en un ambiente donde se escucha más cercano aquel soplo de augusta y bienhechora libertad que azota las ásperas cumbres de Cervantes y Shakespeare.—Es cierto que en su filosofía de moralista y de sociólogo echará acaso de menos el lector devoto de Tolstoi la originalidad profunda, la innovadora audacia, el sello personal, la profética intuición de lo distante; pero hay en ella un hermoso sentimiento de amor, un grande instinto de justicia, y hay un criterio constantemente límpido—un criterio ecuánime y sereno—, en el que el buen sentido deja de ser vulgar y se convierte en fuente de sana y apacible hermosura.—Es cierto que sería vano buscar, en los procedimientos de su estilo, la cultura preciosa, el estudio hondo y sutil de los secretos musicales de la expresión, de la plasticidad virtual de la palabra o aquel trabajo de perfección y exactitud que conduce, por ejemplo, a la prosa tersa y transparente de Madame Bovary o de Pepita Jiménez; pero sería difícil hallar, entre los contemporáneos, quien tuviese más identificado con la esencia de su naturaleza literaria, ese grande arte de la «naturalidad exterior», no concedido a muchos de los más jurados naturalistas; el arte de la grande, humana y conmovedora sencillez, que habla a todos embelleciendo el lenguaje de todos, y que llega a inspirar, aun a los refinados y los exquisitos, el envidioso sentimiento de Diógenes, al arrojar de sí la copa hermosamente trabajada, viendo al pastor beber el agua en el hueco de su mano.
Y en la grandeza cuantitativa, y en el inmenso efecto de conjunto de la obra de Galdós, sólo el maestro de Medan puede reclamarle el primado entre los contemporáneos.—La inagotable imaginación del gran novelista incorpora con incesante actividad a la multitud, ya inmensa y gloriosa, de sus criaturas, personajes nuevos que la acrecientan y enriquecen.—La fecundidad, que es la más relativa de las cualidades literarias, equivale a la posesión de un don altísimo cuando escribir significa crear.—Mediana condición en el viejo Dumas, es maravilla en Balzac y en Dickens.—La fecundidad de Galdós es de la alta calidad de la de estos últimos; es de las asombrosas y las grandes, porque es de las que responden a esa irresistible necesidad de producción que se manifiesta con el poderoso impulso de un organismo que desempeña la ley de su naturaleza.
Plantea uno de los personajes de L’Immortel, de Daudet, esta cuestión interesante: Si acaso Robinson hubiera sido artista, poeta, escritor, ¿hubiera creado en la soledad, hubiera producido?», y al doblar de la página otro de los personajes de la novela—el artista Vedrine—resuelve la cuestión contestando a quien le pregunta por qué trabaja, si no ama el aplauso ni la gloria. «Pues por mí—dice el noble escultor—por mi gusto personal, por la necesidad de crear, de espontanearme.» —He ahí la brava respuesta de un artista de raza.—Imaginad al autor de los Episodios en la isla desierta, y su vena asombrosa podría agotarse por la imposibilidad de la observación social, sugestión eterna de su arte, pero no sería por falta de estímulos creadores.—Alarcón personificó en el ocaso triste de su vida, y personifica Tamayo en las contemporáneas letras de España, ese raro dominio de la voluntad sobre la energía instintiva de la vocación, que es necesario para que se resigne o se condene a la inactividad y al silencio el artista que todavía sería capaz de producir.—Perdamos el temor de que Galdós, aun cuando un día la decepción llegue a su espíritu, encuentre en su voluntad la misma fuerza.—¡Ah, no! El grande y querido maestro no se llevará consigo a la tumba—como se jactaba de hacerlo en su retraimiento soberbio y melancólico el autor de El sombrero de trespicos—personajes imaginados que no se hayan hecho carne en el papel.—Galdós necesitará siempre de nosotros, los lectores, para las confidencias de su fantasía.
Aún duraba en nosotros la vibración de la lectura de Nazarín y de Halma. Y he aquí que un grupo nuevo y pintoresco, lleno de vida, de color y de luz, cruza ahora ante los ojos de la crítica, en marcha desde la imaginación del gran creador a refundirse en el conjunto de su muchedumbre imaginada. Observémosle.
* * *
Señala un crítico sagaz, a propósito también de Misericordia, y entre las similitudes que enlazan el genio del profundo observador de Gloria y Doña Perfecta con el de Le Cousin Pons y La piel de zapa, el interés concedido por ambos grandes artistas de la realidad al problema de las dificultades materiales de la vida, como anchuroso campo de observación y rica materia novelable, siempre fecunda en dramática virtualidad.— Muchas son, efectivamente, las novelas de Galdós que giran alrededor del problema económico en la vida burguesa.— Misericordia puede incorporarse a las más originales y más hermosas novelas de este grupo; pero, además, están comprendidos en el campo de observación en que se desarrolla, ciertas extremas regiones de la inferioridad social—ciertos círculos del infierno de la humillación y el abandono—a que había descendido pocas veces el espíritu del autor de La Desheredada.
Considerado con el criterio realista, es el poema prosaico de la escasez y la miseria; de la miseria, en sus manifestaciones moral y materialmente más despiadadas y más duras; desde la osada y franca que se personifica en Almudena, en Pulido, en la tía Burlada—en la turba famélica «que acecha, a la puerta de los templos, el paso de la caridad» —hasta la tímida y vergonzante que se oculta en el desolado retiro de doña Francisca Juárez de Zapata—la empobrecida señora que vive inconscientemente de la caridad que implora para ella a los feligreses de San Sebastián una criada compasiva—o se parapeta tras la elegancia marchita y la mal simulada distinción de don Francisco Ponte, curiosísimo ejemplar de lión caduco, tragicómico traicionado de la fortuna, galán venido a menos, que disfraza los rigores de su decadencia lastimosa salvando con esfuerzo heroico las apariencias de su dignidad pasada y recordando melancólicamente sus aventuras de mundano y sus buenos éxitos de declamador en las románticas tertulias de los tiempos de Flor de un día.
Pero además de llevar en sus entrañas la prosa verdadera de la pobreza miserable, lleva también la nueva novela de Galdós la balsámica poesía de la misericordia.—Encarna esta poesía en la figura, a veces vulgar, a veces sublime, de una anciana humilde y piadosa, que con la abnegación del oscuro y anónimo soldado para quien no se cosechan, después de la lucha, los laureles, es heroína y mártir en la batalla de la vida.—Yo no vacilo en poner esta grande alma imaginada en el número de las más preciosas creaciones de quien ha dado al arte tantas otras que no morirán.—Sí; la Nina de Galdós es una figura que yo incorporaría, sin vacilacìones, a las más originales, a las más nuevas, a las más llenas de interés y más radiantes de hermosura, que sea dado encontrar en el santoral realista:...porque también tiene el realismo su santoral: el de los héroes moralmente hermosos que han sido amasados con el barro de la verdad y la vulgaridad humanas. Como en la Felicité de Flaubert, la vulgaridad tiene en ella el artístico precio que da valor a la tosquedad del material en que ha de trabajarse, cuando esa tosquedad es necesaria o conveniente al efecto que se procura. La ignorancia de la propia sublime abnegación—la naturalidad en la práctica del sacrificio, como en la de cualquier acto trivial y usado de la vida—la conformidad, de mártir o de inconsciente, para admitir la ingratitud y resignarse a la injusticia de la pena, son otros tantos elementos que, empequeñeciendo intelectualmente la figura de Nina, la realzan, por lo mismo, y la engrandecen moralmente, hasta tocar en los límites de la sublimidad.
Nunca de manera más oportuna que a propósito de esta figura de Galdós podría señalarse—como Menéndez Pelayo en la del Pae Apolinar que imaginó el gran novelador de la Montaña— «aquel sello de primitiva grandeza que realza a la fuerza del bien cuando se desenvuelve sin conciencia de sí propia».—Y la absoluta y constante sencillez, la nunca interrumpida llaneza del cauce prosaico en que esta mansa onda de belleza moral se desenvuelve, hacen que ella penetre y se insinúe de tan suave y tan callada manera en el ánimo del lector, que no es sino después de haber avanzado un tanto la acción de la novela, cuando él nota que ha debido adorar, desde las primeras páginas, la adorable santidad del alma de Nina.—¡Arte grande y hermoso—aun para los que nos encontraríamos haciendo examen de conciencia, un poco amigos de lo refinado y de lo extraño—el que consiste en obtener y realizar, sin salirse de los medios sencillos que ofrecen los aspectos comunes de las cosas, las grandes energías dramáticas y los grandes efectos!—¿No ha definido Galdós uno de los caracteres y uno de los secretos peculiares de su talento poderoso, cuando habla, a propósito de la singular fachada del templo aquel en que comienza la acción de su novela, de la necesidad de encontrar y percibir «el encanto y la simpatía que fluyen, a modo de tenue fragancia, de las cosas vulgares o de algunas de las infinitas cosas vulgares que hay en el mundo»?
Después de Nina, la figura dominante del cuadro es, sin duda, la del moro ciego y mendicante, para quien ella, en medio de las angustias con que atiende al socorro de su propia ama desvalida, encuentra todavía tesoros de amor, tesoros de caridad, en su infinita espontaneidad piadosa.—Bien trazado está este personaje, aparentemente fácil de presentar y virtualmente rico en fuerza y en interés; pero, en realidad, difícil y de delicado empeño, si se atiende a la obra magistral que ha sido necesaria para conciliar, en su sencillo carácter, con la exactitud del estudio la belleza moral y la simpatía, y en su propio informe lenguaje, la naturalidad y la verdad con el efecto artístico que no falta nunca en la pintoresca incorrección de sus palabras.—El nuevo libro llega así a valer tanto, en las páginas que Nina y Almudena ocupan, como la obra de su grande estirpe novelesca a que más íntimamente se parece: tanto como Nazarín. Y la pasión del ciego por la anciana misericordiosa—de la que sólo puede adorar el alma abnegada, a la que acaso imagina dueña de una envoltura digna de ella por la juventud y la hermosura—hace pensar en la idea de que fluye la profunda belleza ideal de Marianela.—Como Pablo Penáguilas, el moro de Misericordia cree instintivamente en la armonía necesaria de la belleza del alma y la del cuerpo. Y, ciego para la realidad corpórea, la sombra eterna de sus ojos se convierte para él, como para el enamorado de Marianela, en la dicha de poder amar plenamente, con el alma—con los ojos, únicos en él sensibles, del espíritu—lo que sólo para el espíritu es amable.
Son, sin duda, esos dos magistrales caracteres, lo más hermoso, lo más profundamente interesante, lo de mayor empeño en el libro; pero además, en los accidentes, en las descripciones, en los episodios, en el desarrollo de la acción—lo diremos antes de señalar el mérito y la verdad que hay en algunas de las figuras secundarias—¡cuánto hay que notar y que aplaudir, cuánto hay que irresistiblemente detiene el paso y la atención de la crítica!—. Admirable es, en las primeras páginas, la descripción de la estampa caricaturesca de la iglesia de San Sebastián, «fea y pedestre como un pliego de aleluyas, o como los romances de ciego»; risible preciosidad arqueológica, ante la que el Galdós que recibió en herencia del Curioso Parlante la pasión local y la manía escudriñadora del viejo Madrid, encuentra, para abogar por la conservación de aquella vieja reliquia, la razón ingeniosa de que «la caricatura monumental también es un arte».—Prodigiosos, como imitación artística del lenguaje zafio y plebeyo, son algunos de los «parlamentos» de las mendigas, y están divinamente trazadas sus figuras.—Hay grande habilidad en el relato de pavoroso descenso de la empobrecida ama de Nina. — Tiene un brillante colorido, legendario y fantástico, la relación de las visiones y las ceremonias supersticiosas del moro. Y admirables de estudio y de observación, y llenas de gracia, entre melancólica y burlona, son las páginas en que Ponte alienta los nostálgicos anhelos de opulencia de Obdulia, y ambos disfrazan, en sus coloquios, la miserable realidad, gracias a los sueños dorados tejidos con las reminiscencias de los tiempos buenos y las vanas esperanzas de un futuro imposible... ¡Naturalidad dichosa! Para la realidad de esta manera reflejada, para la observación que de tal manera penetra en las entrañas de la realidad y para el arte poderoso que con semejante energía la representa, ¿quién se atreverá a decir que haya pasado la oportunidad, o que haya de pasar alguna vez; ni quién dejará de sentirse—cuando así se entienden las cosas—tan enamorado de lo real y verdadero como en los tiempos en que equivalía pronunciar, en literatura, esas palabras, a reivindicar un derecho y desafiar para una lucha?—Porque es realista de la realidad inmortal y porque nunca vinculó su arte con lo que en el naturalismo de escuela hubo de exclusivo, de falso y transitorio, e hizo de ese naturalismo una de las más inexplicables—iba a decir una de las más odiosas y más absurdas—entre las intolerancias humanas—nada tiene que temer el arte de Galdós de las oportunidades nuevas, de las reacciones justicieras e inevitables del criterio, el sentimiento y el gusto; y puede ahora conciliar perfectamente con la consecuencia a su firme tradición de realismo, el «espíritu nuevo» que penetra todas sus últimas creaciones y les comunica una alta significación ideal.
Creo haber aludido, en alguna parte de esta crítica, a la profunda verdad de observación y al arte primoroso que hay en algunas de las figuras secundarias que en la nueva obra intervienen.—La de Doña Francisca Juárez y la del a un tiempo lastimero y graciosísimo Ponte, no pueden quedar sin un encarecimiento excepcional, por mucha que sea la superficialidad y rapidez del análisis que se haga del conjunto. Ambas rivalizan en vida y en relieve, y están armónicamente enlazadas en el cuadro por la identidad de los motivos que prestan interés a su situación y por el fondo común sobre el que sus caracteres se destacan, sombreado por los reveses de la suerte y la infidelidad de la fortuna tornadiza.—Para pintar estas fases prosaicas y desconsoladoras de la vida burguesa: las que proceden de los afectos morales de la escasez en las almas formadas en el hábito de la abundancia, o torturadas, por la tentación, con la ansiedad febril de poseerla, fué siempre maestro el pincel del gran observador a quien debemos los dos magistrales estudios de Lo prohibido y La de Bringas.—En tal sentido, la figura de Obdulia tiene también rasgos felices, y magistralmente dibujado está asimismo el carácter de Juliana, cuya mediocridad burguesa de virtud presta a la abnegación de Nina el realce de su contraste con las poco simpáticas limitaciones del «prudente equilibrio» y del «término medio», y cuya entrevista—tan admirable y concisamente narrada—con la criada misericordiosa, en la escena final, es de una hermosa significación y de un profundo sentido.—Aun en las figuras más subordinadas del cuadro—verbigracia, la de los mendigos que aparecen en las páginas primeras, sobre el fondo de aquella tan donosa descripción de la Iglesia de San Sebastián—rara vez deja de poner la mano del maestro el trazo primoroso que la acusa.
¡Pero el gran interés y la gran belleza, el perfume de íntimo encanto que se desprende de la nueva novela de Galdós, y la significación peculiar que la hará destacarse en el grupo que revela y mantiene, a partir de Realidad y de La Incógnita, una tendencia nueva en el constante rejuvenecer de su talento, están en esa admirable creación de Nina—ejemplo que será inmortal, de cosas grandes obtenidas en el arte por medio de cosas vulgares y pequeñas—ejemplo de lo sublime en lo vulgar, que, a la manera de la vieja criada candorosa de Un coeur simple, parece iluminado por una sonrisa evangélica, piadosa, del Arte grande y humano, al inclinarse, desde la cumbre, para reflejar un rayo de su luz sobre los pobres, sobre los débiles y los humildes — sobre aquellos cuya virtud es opaca y cuyo bien realizado no aparece—sobre los desamparados y los ignorados del mundo!
10 de noviembre de 1897.
fin de los
«escritos de la «revista nacional
de literatura
y ciencias sociales»