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PROTEO

PROTEO
PROLOGO

I

Al publicar en 1909 Motivos de Proteo indicaba ya Rodó, desde la primera página del texto, esa condición inconclusa y fragmentaria de su obra y que ya ha sido comentada oportunamente en este volumen (véase prólogo a dicho libro). De ahí los puntos suspensivos que interrumpen algún desarrollo o separan capítulos. En una entrevista de 1911 (La Acción, 2 de junio) habla de los Nuevos Motivos de Proteo y asegura: «Están escritos o bosquejados. Falta extraerlos del mar de papeles en borrón a donde arrojo todo lo que destino a las sucesivas evoluciones de Proteo.» De ese mar rescataba de cuando en cuando alguna página que anticipa en revistas precedida de la mención: «De los Nuevos Motivos de Proteo.» Así, por ejemplo, publica en Mundial (París, julio, 1914) una parábola: La estatua de Cesárea.

A su muerte se llegó a escribir que había llevado a Europa un volumen mecanografiado en que se reunían páginas para una edición europea de esos Nuevos Motivos; así lo han declarado los hermanos del escritor en una nota a su edición de los Ultimos Motivos de Proteo: «Pocos días antes de embarcarse para Europa, nuestro hermano José Enrique nos hizo saber que iba a llevar consigo y se proponía publicar en París, en Madrid oen Barcelona, el libro inédito que vendría a ser la prolongación de sus primeros Motivos. [...] Se acercaba la hora en que el transatlántico iba a zarpar. José Enrique esperaba, con impaciencia, la copia a máquina del libro. Se la trajeron por fin. El tiempo apremiaba; a pesar de nuestros deseos, no pudimos leerla. Y no fué eso lo peor, porque los borradores se marchaban también: el celoso cultor del pensamiento y de la forma se disponía a comprobar, durante el viaje, la fidelidad de la copia.» A pesar de la diligencia de sus familiares, ninguna copia mecanografiada pudo encontrarse entre sus papeles póstumos, recogidos en su última residencia europea; tampoco pudo hallarse traza de que ese original a máquina hubiera sido entregado a ningún editor extranjero o hubiera quedado depositado en algún Banco o en alguno de los hoteles en los que se hospedara. Ninguna obra inédita y ya preparada para la publicación había dejado.

El testimonio de sus hermanos es terminante, sin embargo: declaran haber visto la copia mecanografiada, declaran que Rodó partió a Europa con ella. No ha faltado quienes duden de la existencia de ese original. El doctor Pérez Petit, en su biografía, niega su existencia, pero (infelizmente) no puede aportar otra prueba que una «intima convicción». El problema parece hasta ahora insoluble.

«Desvanecida la esperanza de encontrar la obra perdida—(cuentan sus hermanos en el mismo prólogo)—, dedicamos nuestros desvelos al examen, clasificación, ordenación y copia de los manuscritos que José Enrique había dejado en su mesa de trabajo.» La tarea fué enorme; en unas Indicaciones del doctor Dardo Regules a la misma edición se dice: «El material que compone este volumen no tenía orden ni distribución. Formaba un macizo de páginas escritas, en estado de corrección, sin plan visible ni ordenación de especie alguna. La distribución en tres libros y las designaciones con que ellos aparecen han sido naturalmente impuestas por el espíritu del material que contiene.» A esta labor de los hermanos de Rodó—devota, pero ejecutada sin los necesarios requisitos técnicos—se asoció el doctor Regules, albacea del escritor. En su prólogo él mismo ha contado cómo trabajaban: «Tengo sobre la mesa un montón de manuscritos que provocan, en cierta medida, la emoción de papeles sagrados... Los dejó así—en desorden de trabajo inacabado—el maestro... Y así los he encontrado al cabo de los años, como un testimonio callado y vivo de su espíritu. Me toca, por privilegio de amistad, explorarlos por primera vez. Nadie los ha leído antes. Y la lectura se hace en común con los cuatro hermanos ejemplares: María del Rosario, Isabel, Julia y Alfredo... Alfredo—todo comprensión y todo distinción espiritual—nos ayuda hasta el fin en esta tarea, que acomete con prolijidad conmovedora...»

El resultado de tanta devoción es el volumen titulado Los Ultimos Motivos de Proteo, y subtitulado «Manuscritos hallados en la mesa de trabajo del maestro» (Montevideo, 1932).

II

Parece necesario examinar cuidadosamente esta obra. Los textos reconstruidos por sus hermanos fueron agrupados en tres libros, bajo los siguientes títulos: El libro de la Vocación, El libro del Dolor y El libro de Próspero. No se da otra explicación de la elección de estos títulos que la ya citada («las designaciones con que ellos aparecen han sido naturalmente impuestas por el espíritu del material que contiene»). Es fácil señalar algunas arbitrariedades. Un texto que se titula «El dolor de amor es el primero» aparece en el libro de la Vocación, no en el del Dolor; una parábola, Los dos abanicos, que glosa el despertar de la vocación, no se encuentra en este libro, sino en el tercero, el de «Próspero». Por otra parte, hasta los mismos títulos parecen discutibles: ¿qué tiene que ver Próspero en Proteo?

Apesar de una declaración liminar sobre la ineditez de las páginas reproducidas (salvo expresa mención en contrario), el origen bibliográfico de muchas de ellas no fué claramente determinado por los recopiladores. Así, por ejemplo, un fragmento que pertenecía a una crónica de viaje (recogida desde 1918 en El Camino de Paros) aparece reproducido con la siguiente nota al pie: «Pudo sentir bien de cerca Rodó, al recorrer entonces aquel suelo [de Italia] en que ardía la guerra, las emociones provocadas por los episodios de la hórrida tragedia mundial.» Hay otros ejemplos más notables. La estatua de Cesárea, parábola que Rodó había anticipado en Mundial (según se ha indicado ya), aparece publicada sin indicación alguna y, además, escindido su texto entres fragmentos, uno de los cuales (el inicial) está separado de los otros dos por 144 páginas (véase págs. 181-82 y 326-335 de la edición citada).

Este error de lectura no es único. Un examen atento del texto permite asegurar, en otros casos, que las páginas manuscritas no fueron adecuadamente ordenadas. Un ejemplo: el fragmento que los editores titulan «El dolor de amor es el primero» (págs. 183-84) lleva esta nota: «El original encontrado termina aquí con la página, no habiéndose hallado las hojas subsiguientes de esta interesante producción.»

Contra lo que allí se afirma, la continuación no sólo ha sido hallada, sino que está impresa en las páginas 144-45. Aparece unida arbitrariamente (como si formara parte del mismo desarrollo) a otros dos textos con los que no tiene relación directa y bajo el título: «La lidia del estilo, cuando es recia y honda, transfigura la personalidad.» El texto que la precede versa sobre la lidia del estilo (en efecto), pero el que la concluye, muy breve y sobre el valor proteico del dolor, constituye nada menos que el comienzo — aparentemente perdido—de otro fragmento que los editores insertan en las páginas 183-84. Al reordenar estos fragmentos se advierte una continuidad que su azarosa publicación en el volumen de 1932 impedía reconocer.

Hay ejemplos más transparentes aún. Una parábola, que Rodó había titulado Albatros, se publica entre las páginas 104-126, precedida de tres páginas que constituyen su introducción. Pero su final no se encuentra inmediatamente, sino que, bajo el título «Sólo el recuerdo lírico», está ocho páginas más adelante (páginas 134-38). No es posible no reconocer, sin embargo, su continuidad, ya que el propio texto se encarga de advertirla al comenzar: «La verdad de la naturaleza, recobrando sus fueros tras una desviación artificial en el sesgo de la vida, puede traer, vencedora de los hábitos que ha constituido el tiempo, un despertar de la originalidad malograda. Así pasó en Albatros.»

Un error semejante puede advertirse en la transcripción de otra parábola: Los dos abanicos. A pesar de que la misma continuidad narrativa lo está previniendo, se adelanta su conclusión, con lo que se da el absurdo de que Rodó parezca cerrar un episodio que, dos páginas después, continúa desarrollando. De otro tipo, es el error perceptible en el tercer Libro al publicar dos extensos e importantes textos sobre crítica literaria, separados por otro sobre la creación artística.

Dos de estos errores (el texto ya incluído en El Camino de Paros, la arbitraria fragmentación de La Estatua de Cesárea) habían sido denunciados por Pérez Petit, aunque sin prolongar más allá el examen del libro. Otros investigadores han denunciado ocasionales errores, como puede verse en el Catálogo de la Exposición José Enrique Rodó (Montevideo, 1947). Pero la tarea de revisión total no ha sido completada todavía con la publicación de un texto racionalmente ordenado. La empresa es sin embargo necesaria. De ahí que se haya creído oportuno intentarla en esta edición de sus Obras Completas.

III

Parece importante atender la sugestión inicial del doctor Regules en el sentido de que algunas de estas páginas son «material de una obra en formación». Es fácil reconocer la continuidad de desarrollo y de escritura de muchas de sus páginas, lo que hace pensar que se trate de fragmentos de una obra futura. El propio autor ha enfatizado esa continuidad en sus manuscritos, como cuando escribe al pie de un texto: «sigue Albatros», estableciendo así su vinculación. El sentido de obra planeada se advierte asimismo en una anotación como ésta: «Libro quinto. La transformación genial», en donde se indica la condición de esbozo de capitulo que tiene el texto. También parece interesante la sugestión (no documentada, sin embargo, por el doctor Regules) de que algunas de estas páginas hubieran sido desechadas por Rodó al preparar Motivos de Proteo en 1909.

En su correspondencia se encuentran declaraciones que permiten comprobarlo. En carta a Juan Francisco Piquet (31 de enero de 1904) traza una lista de las parábolas o cuentos simbólicos que proyecta para su Proteo, y menciona entre ellas, una «cuya acción pasa en la Italia del Renacimiento y que pinta la locura de amor de un artista» y que no es otra que Violante de Portinacelli de Los Ultimos Motivos de Proteo. También menciona otras del mismo libro: Los dos abanicos («que relata la curiosa manera como un escritor llegó a concebir la idea de una obra, viendo abanicarse a dos mujeres») y El paladín menudo («en que se refiere el sueño de un paladín de la Edad Media que se imagina sufrir diversas transformaciones»).

Por otra parte, una lectura simultánea de estos Ultimos Motivos y de los primeros permite advertir cierta continuidad e inmediatez de pensamiento entre ambas obras. A veces se trata de una frase que se repite casi textualmente: «La vocación es el sentimiento íntimo de una aptitud» parece eco, o borrador primario, de ésta: «La vocación es la conciencia de una aptitud determinada.» Otras veces se trata de pensamientos que se prolongan y quedan resonando de libro a libro. Pero hay un ejemplo muy notable. Es una página de Motivos (lxviii ) en que se encuentra esta frase: «¿Podrá esta falta de amor exaltarse alguna vez hasta el odio? ¿Será posible que el desvío para con el don superior que recibimos de la Naturaleza, llegue hasta el aborrecimiento del don y el arrebato iracundo contra él?... ¿Por qué no, cuando el instinto de la aptitud se alza y rebela contra la condena injusta: cuando la necesidad, el prurito irrefrenable, de expansión, que suele estar en la esencia de las aptitudes grandes, lucha contra el desesperado esfuerzo que hace la voluntad por domeñarlo y reprimirlo?...» El texto se cierra o interrumpe con una línea entera de puntos suspensivos, lo que indica la omisión del desarrollo correspondiente. Ese desarrollo existe, sin embargo: es la parábola sobre Violante de Portinacelli, que Los Ultimos Motivos recogen en suspáginas 59 a 73 y a la que ya se refería Rodó en la carta arriba citada.

¿Qué concluir de estos ejemplos? Ante todo, la segura coetaneidad de ciertos textos de Los Ultimos Motivos y los Motivos mismos. Luego, aunque con más cautela, la sospecha de que Rodó no los incluyó entre los de su primera selección por considerar (tal vez) que no habían llegado a su necesario y alto perfeccionamiento. Estas páginas habrían sido, pues, desechadas en 1909, conservadas para futuros volúmenes y mayores desvelos de redacción.

IV

Esta hipótesis, formada sobre la base de los mismos textos y las referencias de su correspondencia, se ha visto confirmada en parte por documentos inéditos del Archivo Rodó. Allí he podido consultar un sumario de Proteo que dividía toda la materia de la obra proyectada en cinco libros, al que se agregaría uno de Introducción. Junto a ese sumario se encontraba otro, bastante desarrollado, del contenido del libro quinto: Evolución de la personalidad y las ideas. Sobre el plan de este libro ordenó posteriormente Rodó los capítulos de Motivos de Proteo, como puede comprobarse por el cotejo de ese documento inédito y el sumario de esta obra. (Inserto, a la izquierda entre corchetes, el número del capítulo correspondiente de Motivos de Proteo.)

[I]

La transformación en el tiempo es inevitable.

[II]

 Hay que guiar esa transformación.

[III]

 La curva.

[IV]

De la curva nace la armonía de las edades.

[V]

Los ancianos de Atenas.

[VI]

No siempre la curva es posible.

[VIII]

El niño y la copa.

[IX]

Comentario del niño y la copa.

[X]

Don Quijote vencido.

[LXXX]

Enfermo y alpinista. La fisonomía de Diderot.

[LXXXII]

Goethe, como tipo de renovación.

[LXXXIII]

El dilettantismo.

[LXXXV]

Alcibíades.

[XCVIII]

Los unificados.

[XCIX]

La manzana de Safo.

[C]

Los seis peregrinos de Eubea.

Marino, maestro, forjador.

El jardín inglés.

[CI]

Al través de todas las transformaciones...

[CII]

Influencia del techo.

[CXI]

Rol disciplinario del sentimiento director.

[CXII]

Rol sugestivo del sentimiento director.

[CXIV]

El mito de Hylas.

[CXV]

La tolerancia. Simpatía por todas las ideas.

[CXVI]

Ha de ser dinámico nuestro ideal.

[CXVIII]

No es la fe más inmóvil la más viva.

[CXVIII]

La petrificación del tronco de árbol.

[CXVIII]

 «Creen que creen».

[CXIX]

Auto-sugestión de ideas simuladas.

[CXX]

Cómo definió Rousseau sus opiniones.

[CXXII]

Examen de conciencia.

[CXXII]

Si todos hicieran ese examen...

[CXXIII]

No hay convicción tal que debas dejar de trabajar.

[CXXIV]

Una fe es hacienda acumulada.

[CXXV]

Cada vez que... voces diferentes.

[CXXV]

El orgullo más necio: no variar.

[CXXVI]

¡Apóstata! ¡Traidor!

[CXXVII]

El discurso de Gorgias.

[CXXVIII]

Montano y montanistas.

[CXXIX]

Desde que una idea se cristaliza en partido.

[CXXX]

Inconsecuencia aparente y constancia honda.

[CXXXI]

También los falsos perseverantes son apóstatas.

[CXXXII]

Los amigos de Pirrón.

[CXXXIII]

No se es infiel con el pasado.

[CXXXIV]

De una fe íntima siempre quedan vestigios.

[CXXXV]

Los 3 cuervos de Islandia.

[CXXXVI]

Comentario de los 3 cuervos.

[CXXXIX]

Sin liga de sentimiento no te renovarás.

[CXLIII-V]

V. Hugo. Monti, Peregrino Proteo.

[CXLVII]

Versatilidad que remata en convicción (S. Justino).

[CLVI]

Final-resumen del Libro V.

[CLVII]

Paisaje de otoño.

[CLVIII]

Conclusión.

Un examen conjunto de ambos sumarios (el del libro, el proyectado) permite advertir, ante todo, que en el plan manuscrito no se encuentran todos los capítulos del volumen de 1909. Hay grandes claros, en particular, entre los actuales capítulos X y LXXX. También se advierte que aparecen en el proyecto algunos temas que no fueron incluidos en la edición de 1909: por ejemplo, El jardín inglés. (En esta transcripción no tienen número.) Ambas comprobaciones permiten asegurar que este sumario manuscrito es bastante anterior a la publicación de Motivos de Proteo; que en el momento de redactarlo, todavía Rodó continuaba proyectando una obra orgánica dividida en cinco libros y de la que aquélla sería sólo la quinta parte. Lo que ahora interesa subrayar, sin embargo, es otra cosa. Tres son los capítulos que figuran en el índice manuscrito y no en Motivos. Los tres se encuentran entre Los últimos Motivos de Proteo. Bajo el título equívoco de «El inefable quid personal y el ritmo de los cambios en la obra pictórica» han sepultado sus editores La fisonomía de Diderot (ob. cit., pp. 175-177). En dicha transcripción, por otra parte, se le ha agregado un fragmento inicial que no le pertenece y que versa sobre el valor proteico de la inspiración en el artista plástico. Marino, maestro, forjador se encuentra disimulado bajo el incoloro título: «Concentrado en la actividad monótona de cada ejercicio» (ob. cit., pp. 139-141). El jardín inglés resulta en esta edición: «El bello y ordenado desorden» (ob. cit., pp. 89-92).

El examen de estos ejemplos permite asegurar la coetaneidad de Motivos de Proteo con algunos de estos Ultimos de 1932. Esto no significa que todos sean coetáneos ni (menos) que al no incluirlos Rodó en la primera obra demostrara así su desafecto. Nada de eso. Por otra parte, según apunta el doctor Regules en sus notas, algunos textos revelan (en la caligrafía, en las correcciones) que continuaron siendo elaborados hasta el momento de su partida a Europa. (V. nota p. 315.) Coetáneos o posteriores a los de Motivos de Proteo, casi todos los textos que fueron recogidos en 1932 poseen un indudable parentesco con los del famoso libro, están íntimamente relacionados con ellos, revelan la continuidad del pensamiento de Rodó al centrarse—a lo largo de los años—en ciertos temas.

Puede asegurarse que estas páginas pertenecen a Proteo, son Motivos de Proteo, aunque no sea posible afirmar que son Nuevos o que son Ultimos. En realidad, debe de haber de ambas clases. De aquí que la única denominación adecuada para esta colección póstuma sea la de Proteo, sin calificaciones que la limiten o embanderen.

V

Ya se ha hablado de un plan general de Proteo que se conserva en el Archivo Rodó. Dicho plan distribuye de la siguiente manera la materia del libro proyectado:

  • Introducción . La complejidad natural. El conocimiento propio.
  • Libro I. Las vocaciones.
  • Libro II. Los agentes de transformación moral.
  • Libro III. Origen y proceso de las transformaciones morales.
  • Libro IV. La transformación genial.
  • Libro V. Evolución de la personalidad y las ideas.

Este plan inédito no lleva fecha, pero por las palabras liminares de Motivos de Proteo puede deducirse que es muy anterior a la preparación inmediata de este volumen. En efecto, el plan supone una distribución del material en forma de tratado. Al publicar Motivos es evidente que Rodó ha desechado esa forma y ha escogido la menos rigurosa (pero más sugestiva) de un libro en perpetuo devenir.

Al reeditar las páginas que sus familiares habían recogido con tanta devoción como desorden no era posible pretender imitar ese movimiento libre y poético (de secreta lógica) que empleó Rodó en sus Motivos. Era necesario atenerse al plan primitivo sin pretender disimular para nada sus lagunas o la insuficiencia del material conservado. De acuerdo con este plan, y luego de una lectura minuciosa del volumen publicado por el doctor Regules y los hermanos de Rodó, propongo aquí una nueva ordenación que intenta restituir las páginas a las unidades que el mismo autor había concebido primitivamente. No quiero dejar de apuntar, sin embargo, algunas reservas necesarias. El estudio exhaustivo de la papelería de Rodó no se ha realizado todavía; cuando se cumpla, tal vez sea posible lograr una reordenación más exacta que la que hoy se ofrece aquí. Podrán tal vez encontrarse nuevas indicaciones, nuevos sumarios o planes más completos que determinen ajustes más finos y hasta modificaciones sustanciales; los textos podrán ser aliviados de errores de lectura. No es posible adelantar ninguna opinión segura, por ahora. Parece indudable, sin embargo, que hay que renunciar para siempre a la reproducción total del plan o de los sucesivos planes que tenía Rodó en la mente cuando hablaba de su Proteo.

El libro así reordenado es un nuevo libro. Aunque sus textos fueron ya impresos en Los Ultimos Motivos de Proteo, la azarosa distribución volvía casi imposible la lectura. En esta nueva presentación se ha perseguido, ante todo, la continuidad del pensamiento. También se ha intentado restaurar en la medida de lo posible la continuidad poética. Muchos textos adquieren así una importancia que su desmembramiento ocultaba; otros, resultan enriquecidos por la recuperada coherencia del razonamiento. La estatua de Cesárea aparece ahora recompuesta y en toda su perfecta elaboración. Los textos sobre la función creadora del dolor adquieren por primera vez sentido unitario; las reflexiones sobre el estado glauco (y su contrario, que le permiten a Rodó alcanzar la comunicación con un mundo más profundo y conmovedor que el de su clásica serenidad) sólo ahora logran mostrar toda su significación autobiográfica; las páginas sobre la crítica y la naturaleza del crítico, descuartizadas en el volumen de 1932, resultan mejor integradas y más reveladoras del pensamiento central de Rodó.

Un libro que parecía perdido para la mera y gozosa lectura, que estaba condenado a ser únicamente pasto de eruditos, queda ahora incorporado a la circulación general. No quiero decir con esto que no haya todavía espacios en blanco o fragmentos perdidos. Pero ya es posible practicar una lectura continua y sin mayores tropiezos.

Dos palabras sobre el texto. Con dos excepciones, se reproducen todos los textos recogidos por los familiares. Los dos textos omitidos corresponden, uno, a las crónicas de viaje (como ya indiqué) y donde el lector lo encontrará; otro, Maris Stella , fué inscripto por Rodó en el álbum de una dama y pertenece, por lo tanto, al grupo de sus Escritos misceláneos, al que ha sido devuelto. He incorporado, por otra parte, una página olvidada que Rodó publicó en el semanario bonaerense Caras y Caretas bajo el título Transfiguración (3 de mayo de 1916). Aunque no lleva ninguna indicación explícita que la refiera a Proteo, parece evidente que integra un desarrollo, más amplio, sobre el estado glauco, del que tanto se habla en este libro y al que ya me he referido extensamente en la Introducción general (I, 4). Por estas razones, lo he insertado entre otros textos sobre el mismo tema.

He conservado ciertas peculiaridades de la transcripción hecha por los familiares. Los espacios en blanco que ellos indican han sido mantenidos; también he reproducido las variantes que recogen en notas al pie de la página; sus anotaciones han sido en general conservadas (aunque he debido suprimir las que resultaban superfluas luego de la reordenación de los textos). Para distinguirlas, he empleado las iniciales D. R., que corresponden al doctor Dardo Regules. No he conservado, casi nunca, los títulos caprichosos con que sus familiares identificaban los fragmentos; los he sustituido por otros que aluden con mayor precisión a su verdadero contenido.

 

Nota. En un folleto periodístico dedicado a Rodó y publicado por el semanario Marcha, de Montevideo (mayo 1967), el profesor Roberto Ibáñez anticipa algunas páginas de su restauración de este mismo libro. Aunque es imposible pronunciarse sobre su trabajo hasta que no lo publique íntegramente (lo viene anunciando desde hace unos veinte años), para esta reedición de las Obras completas ya he podido utilizar algunas de las observaciones, variantes y rectificaciones que hace en dicho folleto el profesor Ibáñez. También he incorporado ahora tres de los textos que él ha rescatado de la papelería inédita de Rodó: son los que aquí llevan los numerales LXV, LXVI y LXXI. (1967).

[INTRODUCCION
LA COMPLEJIDAD NATURAL. EL CONOCIMIENTO PROPIO]

[I]
[EL PERSONAJE INTERIOR]

A menudo, esa nueva personalidad que el arte de la educación suscita y puede hacer prevalecer sobre la otra, tomando pie de las inconsecuencias espontáneas de ésta o provocándolas; esa nueva personalidad existe no ya bosquejada, sino casi concluída en nuestro natural: las desviaciones o anomalías de nuestra personalidad se manifiestan entonces, no por singularidades dispersas: ideas, emociones, impulsos de voluntad que no guardan relación concorde con los otros, porque se dan aislados y sin ritmo; sino por todo un orden de hechos de conciencia que abarca, concertada y simultáneamente, toda el alma y que, así por su carácter general como por su duración, semeja una personalidad nueva que se sustituyera durante cierto tiempo a la que había, una segunda alma que eliminase a la que obra de ordinario, un Sosias interior que compartiera el gobierno de uno mismo. Aquellos en quienes esto pasa, de manera intensa y frecuente, pueden decir como Fausto: «Dos almas habitan dentro de mí, y tienden sin cesar a separarse la una de la otra.» Son los temperamentos de contraste, o bien los temperamentos compuestos de Paulhan; los contradictorios alternativos de Ribot. Pero más que peculiaridad de una especie de temperamentos ¿no podría considerarse este dualismo condición casi universal de la naturaleza humana?... La complejidad que está, como ya notamos, en la esencia de nuestra naturaleza, toma casi siempre la forma de una oposición dual, de una doble agrupación de las cosas del alma según opuestas afinidades electivas, que reparte nuestro mundo interior en dos campos rivales. Si esta oposición llega a manifestarse en ocasiones por la eventual preponderancia del más débil, que logra un triunfo efímero y abate transitoriamente al que le tenía en cautiverio, o bien si el casi equilibrado poder de las dos fuerzas que compiten hace que con tanta autoridad y frecuencia prevalezca la una como la otra, la dualidad aparece de bulto, y el alma duple se manifiesta tal ante su propia conciencia; y mediante sus actos, ante las miradas del mundo. Pero no dejará de existir la dualidad porque ella permanezca ignorada de quien la lleva en en sí mismo, ni en el caso de que, por la incoordinación e inferioridad de la tendencia más débil, sólo alcance ésta a demostrarse alguna vez por inhibiciones aisladas, o menguando ocultamente la fuerza que despliega en sus actos la potencia rival, sin que llegue nunca a quedar sola en el alma y dar razón de sí. Es entonces, esta personalidad menor, como esos cuerpos celestes cuya existencia sólo vino a ser sospechada por las alteraciones que producen en la marcha de los otros. Una vislumbre o vago sentimiento de este dualismo parece estar en el fondo de aquellas mismas almas que con más fuerza son conscientes de su unidad personal y su entereza. ¿Quién sabe si para la interpretación que el hombre primitivo dió a la sombra que su cuerpo proyectaba en la luz, y a la imagen que su reflejo transponía en las aguas, hechos en que vió la manifestación de una misteriosa mitad de su ser, independiente de la otra, y que acaso fué luego, en la conciencia humana, el alma, la Psiquis inmortal, la mariposa angélica; quién sabe, digo, si para tal interpretación no concurrió, además de la sorpresa de los sentidos candorosos ante las artes de la naturaleza, cierta oscura conciencia de una lucha de poderes interiores, ya esbozada en el seno de la simplicidad y la naturaleza primitivas?

El genio familiar, el demonio, que la antigüedad pagana aposentó en el pecho de cada hombre; aquella casta de divinidades intermedias entre lo terrestre y lo olímpico, que vinculaban a cada destino individual su sugestión progicia o funesta, son, claramente, el mito en que se concretó la observación de esta dualidad que está en el fondo de las almas.— «¿Puede haber hombre que no haya visto demonios?», preguntaban los adeptos de Pitágoras según aristotélico. Lo que yo entiendo así: ¿puede haber hombre que nunca haya sentido sobre sí mismo la asistencia de un poder diferente del que ordena los pensamientos y los actos de su vida común?... Más clara todavía fue concedida la intuición de esta complejidad a los hombres, desde que ellos se bautizaron; porque la idea cristiana es ya, de por si, la afirmación de la dualidad fundamental de nuestra naturaleza; y el sentimiento de esta dualidad debía favorecer la conciencia y la expresión de todas las contradicciones internas. En las angustias de la tentación y la duda; en las contiendas de la santidad y el pecado, del ángel y la bestia, del barro y el espíritu, el cristiano siente escindirse en dos potencias su alma. Como el jinete de la balada de Mürger, entre el caballero de la derecha y el de la izquierda, así él hace su camino en el mundo, entre el Enemigo y el Amado, entre «el rey de Babilonia y el de Jerusalén»; y esta discordia de que las almas santas nos hablan no corresponde simplemente a una oposición de estímulos exteriores, ni a modificaciones internas, separadas sólo por abstracción y personificadas a fin de imaginarlas. Hay a menudo en ella una realidad psicológica más honda que se refiere a la escisión latente de la personalidad, como en dos personalidades parciales: una, que domina constante o preferentemente; otras, que aspira a dominar, y tiende a ello, sin descanso, en la sombra; quizá en sombra a cuyo hondor no ha llegado nunca la claridad de la conciencia.

Llamemos el personaje interior a este infiel habitante de nuestra alma, en el cual se organizan las tendencias ocultas que, sojuzgadas por las que habitualmente ejercen su potestad sobre cada uno de nosotros, luchan, sin embargo, a fin de prevalecer sobre éstas y algunas veces logran su designio. ¿Hay alma donde no se hospede, más o menos en secreto, este huésped? ¿Hay confesión, historia individual o diario psicológico, donde no se perciba o adivine la huella de su paso?... Miro los lomos de los libros en el estante que tengo enfrente de mí, y escojo al azar algunos nombres. Balzac: ¿hubo personaje oculto en Balzac? ¿Quién puede dudarlo si recuerda al iluminado, al místico, al swedenborgiano, que suele cruzar de inopinada manera, en su obra inmensa, el camino del observador positivista, del profeta de la realidad? Quevedo: allí veo, en un libro, la faz que ríe, niega y se burla: allí, en otro libro, la de la austeridad penitente, la del ascetismo de pensamiento y de corazón.—Maquiavelo: bajo la personalidad manifiesta del florentino contemporáneo de los Borgias, sin ley moral que no sea la del culto de la hermosura y de la fuerza ¡cómo se alza y revela de improviso en él, el censor escondido, el alma opresa templada para la virtud! ¡El personaje interior de Heine! ¿Quién no lo conoce y admira, si el soñador angélico que, rompiendo la dura corteza del escéptico demoledor, asomaba de cuando en cuando, con las rosas del Cancionero en la mano?...

[LIBRO I
LAS VOCACIONES]

[II]
LOS DOS ABANICOS

Espíritu soñoliento y sin sello de vocación o de promesa, era el mío. Poco ejercitaba mi atención e interés; me movía poco, y aun la libertad de mis holganzas, más que la forma activa del juego, solía tomar la del ensimismamiento, o la de una vaga y contemplación.

Cierta tarde permanecía yo en un ángulo de la sala, la cabeza en la mano, entre contemplativo y pensativo, mientras un rayo de sol, cortando al sesgo la estancia, movía frente a mí una danza de átomos. Junto al balcón, doradas por áurea luz, sobre ancho canapé tapizado de oro y celeste, Araminta, mi hermana, y Eufemia, amiga suya, cambiaban confidencias y risas. De sus palabras, atenuadas por la discreción, sólo percibía yo algún eco escapado a la vigilancia del secreto. Pero lo que libremente percibía era, en sus manos ágiles y blancas, el juego de sus abanicos, que ya se abrían o entreabrían, ya se replegaban del todo; ya, escudando los labios, favorecían el paso de una frase más que otras furtiva; ya, agitando el aire a compás, denunciaban, si vivos, interés o emoción que aceleraban el ritmo del coloquio; si lánguidos, la indolente voluptuosidad de la confesión de algún sueño. En el abanico de Araminta había, pintado en (94) el país de fina estofa, un cuadro campestre y pastoral. En el abanico de Eufemia, sobre papel de China, campeaba una escena urbana y galante.

Eufemia tiene entreabierto su abanico: tres de los dobleces del país están patentes, y sobre ellos aparece una figura señoril: estampa (95) de caballero peripuesto y ya maduro. Mis ojos vagos fíjanse, sin quererlo, en él. Reverencia, sonríe, brinda finezas, acaso ofrece amor... ¿A quién? Eufemia cierra su abanico. El que maneja Araminta se abre entonces y muestra un campo artificioso de égloga. Hay una fresca gruta, una fuente, unos mirtos; a trechos, brinca algún cordero enguirnaldado. Pulcros pastores forman corro entre volcados zurrones. Pero he aquí que, con un movimiento de Araminta, esa visión se desvanece. En cambio, Eufemia está tal vez contando un paso de amor; y en este instante, sus labios necesitan escudo. Vuelve a mostrarse el reverenciador sutil, con su marchitez agradable. Ahora se ve que está en una sala de risueños (96) tapices de que habla a una rueda de señoras. No sé qué espontaneidad de mi imaginación sin empleo me lleva, mientras miro, a adivinar lo que les habla. Se abre de nuevo el abanico de Araminta. Y ¿por qué—me pregunto—(ya que ello pasa en... del siglo dieciocho), no será que él invita a una excursión campestre donde se evoque la Arcadia pastoril? Los dos abanicos mecen el aire con desmayo. En el de Eufemia, entre las figuras de mujer, y allí para donde está mirando el viejo eglógico, hay una figura que no es ya de cuerpo de niña, pero que aún no tiene el diseño de la femineidad. Para imaginar cómo la pintó el miniaturista, júntese en candor, curiosidad y deseo. ¿Habrá quien dude—pienso yo—que la invitación galante cubre la codicia de una ocasión en que esta flor de gracia revele el zumo dulce y salaz, y que, para ella sobre todo, están compuestas la donosura de esa reverencia y la melosidad de esa sonrisa? Un ademán nervioso hace plegarse, en este instante, el abanico de Eufemia. Pongo imaginativamente que, concertada la excursión pastoril, las damas parten, con caballeresco séquito, a su Arcadia. Véolas, cual recortadas figulinas, cruzar el aire en dirección al abanico pastoral, que luce abierto de lleno en lleno. La blanca estofa muestra completo el corro de pastores. Al extremo de este corro, una lindísima zagala. Al otro extremo, toca el rabel un viejo rabadán. Se eclipsan, vuelven, por volubilidades de Araminta. Ella semeja Cloe y él Sileno. Plégase a la mitad el país de seda, y los dobleces sobre que están pintados quedan juntos. La crespa barba hirsuta toca en el cuello columbino: las gruesas calzas rozan el leve faldellín gracioso. He aquí que Araminta abre todo su abanico de un impulso. La cohorte alegre que cruzaba el aire llega y se estampa sobre seda, pidiendo sitio al concurso pastoril. Vese un bosque lejos. El cielo, como de país de acuarela, es claro y dulce; y por su diafanidad pasan dos pájaros.

Eufemia, atenta a esa canción que a media voz dice Araminta con su abanico cerrado un aire suave. Finjo mi Arcadia la señal de las danzas candorosas siguen a una el son del rústico rabel. Un juego rápido abre y replega en manos de Eufemia el abanico: pasa el sutil galanteador, pasa su presa, y yo los junto en el giro de la danza. Luego, movidos por manos de Araminta, pasa, con la zagala, el rabadán, Mi complacencia en la ficción sube de punto. Quiero poner un nombre a la zagala; será Hortensia. Otro a la flor que el caballero ansía; será Hortensia y se están narrando los asedios el corazón caduco y ríen de burlas y no de amor. ¿Qué es sino risa la que en este instante hace vibrar, tras los abanicos desplegados la pastora en los en labios de Araminta, la flor de ciudad en los de Eufemia? Cuando la risa acaba, miro en el abanico pastoral las lejanías del cielo y bosque. Hortensia pregunta si el campo hermoso y fragante tiene un límite es de sentir que no le tiene. Hortensia propone: las dos a gozar de su libertad divina, y a buscar por ella el amor misterioso y hechizado de que hablan las canciones y los cuentos? aplaude, y agrega citar para un mismo sitio a los dos galanes a fin de que las esperen en vano, y sólo el uno al otro se encuentren, en tanto que ellas irán en fuga por el campo infinito comparable (97) a dos rayos de sol.

Los abanicos, de nuevo desplegados, escudan nuevas risas. Yo las refiero al fracaso del amor senil en una escena de rincón nemoroso, donde, tras la sorpresa del encuentro, el desengaño compartido busca el alivio de la confidencia. Y luego, cuando mi atención vuelve a la perspectiva clara y honda, que luce en manos de Araminta, es el imaginar la alegre fuga, el vuelo de alondras libertadas al través de la extensión vaga y agreste, sobre los prados en flor, bajo las ondas del viento que se embriaga en la frescura de los cálices y dice cosas dulces y ambiguas. Eufemia ha puesto el abanico galante de modo que toca en él un rayo de sol, y en el papel de China resplandecen los semblantes de las damas y sus trajes. Mientras las pequeñas huyen, mientras los sátiros burlados se duelen, quiero que ellas estén con los pastores de abanico, en juegos de amor; y los caballeros que les di por séquito, con las blancas pastoras. Consorcio

Araminta mueve con un ritmo de scherzo el abanico pastoral. Sobre el azul claro de su cielo, los dos pájaros que pasan ponen un azul más oscuro. Hortensia afirma haber visto levantarse un pájaro azul de la cima de aquel árbol florido y añade que otro pájaro azul la está mirando en este instante sobre aquel Término de mármol. ¿Serán transfigurados príncipes, héroes de belleza y amor, como los que viajan por los cuentos? Dulce aventura. Acaso a las que los sigan y aprisionen, o descubran su refugio ignorado, deberán ellos entregar su corazón. Hortensia y corren detrás de los pájaros azules. El abanico pastoral, puesto a apagar en las mejillas de Araminta la llama de una emoción traidora, pasa del scherzo al prestissimo. Los maravillosos pájaros huyen, se remontan, se abaten; suben a las copas frondosas, rastrean en los sembrados y las matas, liban de paso alguna flor. Sus perseguidoras, ciudadana y zagala, corren como ciervas. El sol las sonríe. Las pelusas de cardo siguen tras ellas a favor del viento que ellas hacen. Dejan verdes llanuras, suaves colinas, frescos sotos. No sólo en los pájaros hay alas. ¿Qué ruido es ese que las suspende, de músicas y juegos?... Tal vez allí está el triunfo. Tal vez está cercano el encantado país que será término y galardón de su osadía... ¡Sorpresa infiel! Siguiendo a los pájaros azules, han vuelto a donde los pastores y sus huéspedes componen, al amor del sol, su fiesta galante. He aquí otra vez la escena pastoril. Ríe Araminta, con risa que a mí me parece sin burla, alegre y buena. En esta risa, pongo yo el desconcierto de las aventurillas recobradas, su confesión, el tierno interés con que la escuchan los otros, y el festejo indulgente que hacen de sus cuitas. Eufemia prorrumpe en una risa más larga, pero cruel. Escena nueva es ésta. ¿No será que el concurso recibe a los sátiros burlados que vuelven después de un día sin gloria? En el abanico de Araminta me figuro ver ahora hendidos cascos por remate del cuerpo del viejo rabadán; y en el de Eufemia, dos finas puntas que coronan la frente doblada en ceremoniosa reverencia. Oigo un acorde bufo, dentro del cual tiembla, y como que no se atreve a concretarse un hilo de dolor. ¡Sileno! ¡Sileno! ¿No fué por como alma griega la melancolía? Entre tanto, flores y guirnaldas dispersas, copas dejadas, tendidas pieles, cestos, y todavía algún eco cercano de canto o de oaristis, atestiguan cómo pastoras y señores, pastores y marquesas, han concertado las Horas y las Gracias. Aquí ambos abanicos, casi a un tiempo, se cierran; y el desenlace de la ficción deslíe en el aire su nota de horaciana o epicúrea, con cierto dejo de sentimentalismo musical: la decepción irónica, para la edad cansada y fría; para la mocedad ardiente, el fruto cierto; a la puericia leve y cándida, el perseguir sus pájaros divinos, mientras se pinta de oro el fruto sin sazón.

Los abanicos ideadores han quedado quietos y como en suspenso, porque un rumor de pasos se acerca. El coloquio de Araminta y Eufemia concluye. Yo vuelvo en mí de mi contemplación somnolente. Tomo conciencia de esta operación subterránea de mi espíritu; y un sentimiento nuevo me inquieta.

¿Seré yo autor? ¿Habré compuesto, sin quererlo, el esquicio, de una cosa teatro? Esto pensaba cuando aquella misma noche tomé posesión del escritorio de mi padre, ausente en la guerra del Imperio, y puse manos a la obra. Sería ella una comedia pastoral y lírica, para la que requeriría el auxilio de las notas de Auber y de los pinceles de Había decoraciones de acuarela, arias de amor y bailes rústicos, y mucha música, a la que se transportase el olor del heno apenas cortado, la placidez del amarillo de la paja de Italia, y el son del caramillo; todo ello contenido dentro de una sutil y miniada artificiosidad. Así fué como el instinto de la composición dramática, que se anunció en mí por la pastoral que compuse, cuando tenía quince años, en colaboración con el abanico de Araminta y el de Eufemia.

[III]
ODIAR EL DON QUE SE TIENE

La vocación es el sentimiento íntimo de una aptitud; y es ley natural que casi siempre la aptitud se acompaña de la vocación que la mueve a desenvolverse. Está en el orden de las cosas que quien tiene un mérito lo ame y se complazca en él. Pero no falta el caso de que el que posee una aptitud y tiene conciencia de ella, lejos de estimularla y honrarla, grato a la dádiva de la naturaleza, pague esta dádiva con indiferencia y desvío. Aun en aquellos que desenvuelven y ejercitan aptitud real, suele el aprecio que hacen de sus dones ser punto menos que nulo y estar muy por bajo del que consagran a otra aptitud inferior que en ellos concurre, o a una, ilusoria y vana, que piensan poseer. Por otra parte, la tiranía de una pasión, de un interés, de una ciencia, como en el asceta que reprime y sacrifica sus talentos, juzgándolos vanidades del mundo, puede inhibir el sentimiento de la vocación y hacerla objeto de desestima y olvido. Pero ¿podrá esta falta de amor exaltarse alguna vez hasta el odio? ¿Será posible que el desvío para con el don superior que se ha recibido de la Naturaleza llegue hasta el aborrecimiento de este don y el arrebato iracundo contra él? ¿Por qué no, cuando el instinto de la aptitud se alza y rebela contra la condena injusta, cuando la necesidad, el prurito irrefrenable de expansión que suele estar en la esencia de las vocaciones grandes, lucha contra el desesperado esfuerzo que hace la voluntad por dominarlo y reprimirlo? Escuchad, a este propósito, una historia.

[IV]
VIOLANTE DE PORTINACELLI

La condesa Violante de Portinacelli fué una soberbia flor del Renacimiento italiano. La Venecia de entonces no reflejaba en sus espejos soberbios ni en sus aguas dormidas imagen más bella que la suya. Asentábase bajo esta belleza aristocráticamente, sensibilidad escogida, como pareja augusta que merece lo hermoso del palacio; pero era la forma, la belleza misma, lo que en aquella época de la resurrección gloriosa de los mármoles la alzaba al rango de un símbolo dominador. Señalaba la perfección serena de su cuerpo, el ápice ideal en que termina la estatua y empieza la hermosura viva. Si se la suponía ensimismada, era la diosa; si un poco ebria, el despertar del alma en la carne. Tal como apárecía en la eterna fiesta de su tiempo, ya no era mármol, aún no era palpitación.

Así, suspendida entre la tierra y el cielo, Donna Violante culminaba sobre el sueño de arte y amor de gentilísima cohorte, sociedad de nobles helenizados, artistas pulcros y mercaderes entendidos en letras que cifraban en ella el resurgimiento de la divina antigüedad, y veían, en la altísima calma de sus ojos, el amor del Fedro y el Convite; en la armonía de su cuerpo, el arquetipo de la forma, posado sobre el mundo; la paz olímpica en su frente; el numen de la persuasión en sus labios, y en sus maneras y actitudes, la concordia de números pitagóricos.

El pintor Doménico Casavanti era, como otros hombres de su tiempo, un alma primitiva y refinada a la vez; mitad de pendenciero impenitente, mitad de fino artista. Su padre había sido tallador de piedras preciosas en Perusa. Doménico tenía cinco años cuando un día tomó de sobre la mesa descuidada del tallador un puñado de piedras, y echándolas al aire, por donde pasaba un rayo de sol, prorrumpió en tales gritos y demostraciones de júbilo que, al acudir a él, le creyeron presa de un delirio. Como le prohibieran jugar en adelante con las piedras, enfermó de contrariedad y deseo. Así se reveló en el niño la pasión del color.

Quince años tenía y se encontraba, una noche de carnaval, en la vía del Corso, de Roma, cuando, respondiendo al simulacro de un enmascarado que le amagaba por burla con sable de madera, le hundió en el corazón el estilete que ocultaba en su seno. Así se reveló en el adolescente lo fiero de la índole. Favorecido por Clemente VII, Doménico pintó desde muy joven y con afición vehementísima; pintó con atrevimiento de luz y de color que reproducían, por coincidencia de temperamento, el brillo, para él desconocido de los venecianos. No pocas veces la mancha de pintura alternaba en sus manos vigorosas y finas con la sangre de una querella. Guerreó también, en aquel tiempo en que la guerra era hermosa; se hizo soldado en servicio de la Liga Santa; acompañó al duque de Urbino en el asedio de Génova; y es fama que se empeñaba en disputar a Benvenuto Cellini el mérito de haber sido quien disparó la bala de arcabuz que, en el asalto del castillo de Sant Angelo, mató al condestable de Borbón.

Después de haber abierto fácil paso a su nombre con dos cuadros paganos: una Euterpe y unas Menades Vendimiadoras, pintó para la iglesia de un convento de Padua una angelical Santa Lucía. Luego quiso realizar su deseo de conocer a Venecia, de cuyos pintores oía encomiar la magnificencia y brío de color. Hospedóse en la ciudad ducal en casa de Ticiano Vecellio.

Una tarde, asomándose a uno de los balcones que de la casa daban al canal silencioso, purpurado en aquel momento por el sol que moría, Doménico vió pasar en lenta góndola a Donna Violante.

Había ido él en busca de maravillas del color a Venecia. La línea pura, apenas tocada por la vida, ganó su espíritu a traición. Se enamoró Doménico, y fué con esa intensidad concentrada, a un tiempo ardiente y tímida, que la pasión de amor suele asumir en las naturalezas violentas. En vano sujetó él el primer ímpetu de este amor en su alma, como se sofrena al bridón al columbrarse la pendiente temida. Toda el alma se incendió de amor. Y este incendio, cual si un fuego purificador lo animara, pareció limpiar a aquella naturaleza bravía de tosquedades y fierezas, o la redujo, más bien, a lo más hondo y escondido. La amistad de Ticiano abrió a Doménico las casas patricias de Venecia. Conoció así a Donna Violante, que cautivóle aún más que le había cautivado ya con su hermosura, con su distinción y majestad serenísima. Cierta noche se conversaba, entre los muros radiantes de una sala, de la estatuaria y la pintura. Había presentes pintores y estatuarios; estaban Vecellio y Jacobo Sansovino; y después de oír, en sabia controversia, a estos maestros, cada uno de los circunstantes manifestó su sentir en el problema de la rivalidad entre ambas artes. Tocó a Donna Violante su turno.

— La pintura—dijo Donna Violante―es como esos sueños o imaginaciones con que los hombres débiles de voluntad se contentan, en ilusión contemplativa; mientras que de la estatua, real y sólida, diría yo que es el sueño del hombre fuerte; convierte en objeto la acción y adquiere la firmeza de la realidad.

Palideció Doménico, como si le hubieran punzado en una fibra muy honda, en tanto sonreía Jacopo Sansovino con halago, y Ticiano Vecellio preparaba la réplica cortés. Desde entonces hubo un cruel torcedor dentro de la pasión que enajenaba a Doménico; su vocación, su arte, su promesa de gloria, no tenían la predilección de quien podía darles el solo aliento eficaz, el solo premio apetecido. Pero este torcedor exasperaba su pasión como un acicate. Y mientras la ciudad soberbia y luminosa, y las telas de sus maestros aparecían ya apenas como en vaga nube, a los ojos del artista vencido, cada hora ganaba para él, en avasalladora omnipresencia, la imagen que iluminaba aquel amor; cuanto más secreto, más profundo; cuanto más sin esperanza, más sin freno.

Sucedió que por aquellos días llegaron de Chipre a las costas de Levante unas naves cargadas de riquezas exóticas con destino a mercaderes y nobles de Venecia. Uno de los mercaderes, sabio trocador de su opulencia en vida de placer y cultura, cnvió a la condesa bandejas de frutas raras y exquisitas, y preciosas plantas de Oriente, de esas en que hay torneo entre el capricho del color y el del aroma. Descollaba sobre todas las plantas una muy enmarañada y verdioscura, traída, con su terrón, en tiesto de arte, y en la que el follaje macizo sustentaba una única flor, que parecía esculpida en mármol moreno. Se acercó Donna Violante a tocarla, y no bien había puesto la mano sobre ella cuando, de entre el globo de hojas que la circuían, surgió de súbito escondido reptil—víbora o áspid joven—y en un relámpago ciñose, como negra pulsera, al brazo desnudo. Ella se estremeció, dió un paso atrás, y, desplomándose sin tiempo de exhalar una queja, quedó como una estatua yacente sobre el pavimento de mármol. Si fué caso fatal o medio calculado para vengar desdenes, se supo. Así murió Violante de Portinacelli, a imagen de Cleopatra. Cuando Doménico se enteró de esta muerte, lo que sintió fué como una rebelión de todas las fieras del mundo en la profundidad de un alma dilatada en lo infinito de la sombra; fué rabia de energúmeno; fue tormento bastante para amargar una cien vidas.

Después hubo en su alma una de esas transfiguraciones frecuentes del dolor espiritual y grande, que, al perder su primitiva braveza, se sublima a calmas de eterna, inmortal melancolía, donde la contemplación del bien perdido asume un encanto de suave voluptuosidad. Cernióse para él la imagen de Violante de Portinacelli en las cumbres donde el Gibelino vió a Beatriz, donde a la dama de Aviñón el Petrarca; leyó por vez primera en la biblioteca de Ticiano los libros de amor de Marcilio Ticino y León Hebreo; quiso vivir para la tristeza y la contemplación, y se propuso que, expulsado todo otro sentimiento de su alma, fuese su vida como la hebra de luz que une a través de la distancia infinita estos dos puntos entre los que nunca deja de haber correspondencia: la estrella, eterna imagen, y el reflejo de la estrella en el sosiego de la onda.

Embargado por tan petrarquescos pensamientos, sintió el artista que sólo en el retiro y la soledad podría realizarlos, y buscó, como en su tiempo, casi todos los quejosos del mundo, el más inviolable y mayor de los retiros. Su Santa Lucía habíale ganado el afecto de los monjes del convento paduense, en cuya iglesia estaba la inspirada pintura.

Doménico golpeó un día a las puertas del convento, que era de los de institución más contemplativa y silenciosa; dijo a los monjes haberle herido el rayo de Dios; y quedó allí bajo el escudo de silencio y paz que apetecía. Para lograr la absorción completa de su alma en el culto póstumo de amor, pensó Doménico que debía, antes que toda cosa, apartar de sí el sentimiento que hasta entonces había dado norte a su vida: el sentimiento de su arte. Pero, además de este celoso egoísmo con que se manifestaba en él el imperio de la pasión vencedora, y además de que su consagración voluntaria a la tristeza, como a una fidelidad inquebrantable, le impulsaba a repudiar todo lo que pudiera ser motivo de interés y halago para él mismo, Doménico quiso apartarse de su arte por otra razón más íntima y sutil, con esa sutileza del fanatismo de amor, que saca bálsamo o veneno de cuanto asocia al objeto de su culto; quiso apartarse de su arte por aquel fallo de Violante de Portinacelli, que traslucía, para las apariencias del color, el desdén olímpico del mármol.

Entonces, entre su voluntad, o la pasión que la movía, y lo espontáneo e inconsciente de su naturaleza, comenzó una lucha brava y tenaz.

Doménico reflejaba, sin quererlo, en su alma de artista, la belleza derramada en las cosas, las sentía, la trocaba por acto reflejo, en cuadros, vistos en visión interior, que apartaba de su atención con brusco y cruel arranque; se sorprendía, en ratos de abandono, a sí misma, admirando tal contorno armonioso, tal matiz deleitable, tal sorprendente efecto de luz; y la resistencia implacable que oponía a esta insurrección heroica del instinto reproducía en él algo semejante al drama de la conciencia asediada por las tentaciones de la sensualidad y de la duda, que estorban la concentración del alma del asceta en amor único y sublime.

Todas las energías indómitas que había replegado el encantamiento de amor a lo más hondo de su alma despertaron, concitadas por la voluntad para su obra de sojuzgamiento; y después de mil alternativas de esperanza y angustia, llegó un día en que creyó haber inmolado en el altar de su pasión la víctima preciosa. Faltábale, empero asegurar su triunfo con un golpe final.

Tenía allí cerca un testimonio de sus sueños de artista, testimonio del que recelaba como de una sombra a cuyo favor pudieran prepararse alguna vez la resurrección y el desquite de esos sueños. Su Santa Lucía irradiaba, desde el altar que le estaba consagrado, la beatitud de su mirada dulcísima, en que Doménico realizara su obra maestra de expresión. Todo el amor con que la había pintado trocóse en desconfianza y aborrecimiento. Rival posible de la imagen que le llenaba el alma ahora; rival posible si la vanidad o la muerta afición se reanimaban, debía perecer la imagen celeste. Doménico logró quedar oculto en la iglesia conventual una noche; llegó al altar; vertió el aceite de la lámpara sobre el paño y lo incendió, sonriendo, y se le iluminó el rostro más que al reflejo de las llamas que rápidas crecieron. Cuando las llamas, formando hoguera ya, treparon hasta el borde del cuadro y la imagen quedó velada por el humo, Doménico, temeroso de que le sorprendiesen en medio del incendio, volvió a su celda, de donde no tardó en salir, llamado por clamores de alarma. Ardía la iglesia; huían los monjes en tumulto; un fuego inmenso enrojecía la frente de la noche; y Doménico, inadvertido en medio de la general desolación, pudo seguir con palpitante júbilo el desate de las mil lenguas de oro vivo, y sentióse contento del arrojo de su voluntad, y adquirió al fin—ahora sin desconfianzas ni recelos—la conciencia de su triunfo sobre sí mismo; porque pasa a menudo que sólo después de consumada la acción, si ésta es audaz o difícil, se confirme del todo, para el que la ejecuta, la realidad de su intención. Vencido el fuego, no sin dejar una parte del convento en ruinas, pocos días pasaron hasta que un pensamiento loco y suspicaz brotó en la mente de Doménico.

En la complacencia, en el júbilo, en la satánica voluptuosidad con que había presenciado el incendio destructor de su obra, y que le parecían la prueba definitiva de su emancipación respecto del pasado ideal de su existencia; en la sensación dicnisíaca con que había visto a las llamas cundir, retorcerse, agigantarse, conquistar los aires, llenar de heridas negras los muros, ¿no se había mezclado, como oculta causa concurrente, el placer de contemplar la luz, el color; la enoción de belleza; el placer de admiración del artista; aquella misma fatalidad, acaso indomable, de su ser, que había juzgado dominada y rendida en el propio instante en que quizá era más dócilmente su instrumento?... La pasión y la monomanía son fecundas en este género de suspicacias martirizadores. La que hizo nido en el cerebro de Doménico fué como sugestión pérfida y cruel que renovó la lucha en que él se figuraba haber vencido. Como antes, la simple visión pasajera de las cosas le cautivaba el alma con el sentimiento de lo característico y hermoso que había en ellas, sin que pudiera cerrar los ojos internos que lo percibían; como antes, el automatismo de la imaginación, pintaba tercamente cuadros que su conciencia reflejaba con angustia; como antes, durante el sueño, que devuelve al espíritu su libertad, el espíritu jugaba con la luz y el color que había juntado a hurto por el día; como antes, en fin, la ira y la obstinación sublevaron para la bárbara pelea todos los fieros impulsos de su voluntad. Después de mil esfuerzos inauditos que apenas si rendían el triunfo aparente de una hora; humillado ante sí mismo, desacatado por sus propias fuerzas, Doménico se abrazó con desesperación infinita a una idea última, que realizó con espantosa impavidez.

Nuevo Edipo, se saltó los ojos; y cuando el dolor y la fiebre de la mutilación dejaron de ofuscar su conciencia, saludó a la sombra libertadora, a la sombra que sería eterno dosel para la imagen única que quería en su pensamiento: la saludó con la voluptuosidad acre y altiva de haber pagado tal precio por su libertad. En noche de desvelo, ¿a quién no ha ocurrido alguna vez oprimir sobre los rebeldes párpados las manos, y deleitarse en ver cómo la leve presión hace surgir del fondo de los ojos variadas notas luminosas, espectros de color, que llaman fosfenos, y que ondulan y varían de forma y de matiz, a medida que la presión que los provoca cambia de intensidad o de sentido?... Pues en el fondo de la sombra eterna en que Doménico creyó encontrar al fin la satisfacción de su odio, la imaginación, sublevada contra la voluntad; la imaginación, vengadora de las rotas pupilas, encendió, con indecible espanto del maniático, fosfenos como esos que la ilusión visual finge en las sombras de la noche, como esos no, sino infinitamente más maravillosos y radiantes; tanto más radiantes y maravillosos cuanto con más desesperado esfuerzo pugnaba la autoridad de la conciencia por dominar el libre juego de la fantasía. Fosfenos en que toda el alma del pintor parecía escaparse, como la sangre de la herida irrestañable; fosfenos en que se congregaban las tintas infinitas dispersas en el ámbito de la naturaleza; cuantas gradúan en el cielo azul; cuantas el mar asume; las que desata en sus victorias y agonías el fuego; las que desbordan de la urna de oro del crepúsculo; las que en la carne humana estampan el rubor, el miedo, la ira; las que decoran las plumas de las aves y el pelo de las fieras; las relampagueantes en que estalla el alma de las piedras preciosas; las magníficas que enciende el beso del sol en el metal; las lozanas que en hojas, flores y frutos bruñe el aire campestre; las de la tormenta y la bruma; las que la pátina del tiempo pone en las estatuas, las monedas y las ruinas. Todas ellas se fundían en infinitos matices y cambiantes; y ya se dilataban en imaginarios planos, luminosos u oscuros, como mares tranquilos, ya se concertaban en variadísimas formas, de seres reales, o de cosas fantásticas, o de arabescos caprichosos, que agotaban todas las posibilidades de la línea, como los tintes todas las posibilidades del color. Jamás la gloria del día tuvo en el mundo apoteosis más frenética. Entonces el artista apóstata, por locura de amor, el trastornado por la serenidad de la estatua, el asesino de sus ojos, llegando al paroxismo en el odio de aquel don inmortal de «ver» lo hermoso de la luz, que estaba en su sangre y en sus tuétanos, abrió en su celda, una noche, la ventana ojival, cuya reja cedió a un esfuerzo hercúleo; y después de golpear con ambas manos sus ojos sin pupila, como empeñado aún en ahuyentar imágenes tercas, se precipitó en las sombras del aire.

[V]
[UNA APTITUD QUE DESAPARECE DE SUBITO Y MISTERIOSO MODO]

Una vocación verdadera y honda es una fuerza que mueve en cierto sentido. No ha de considerársela como acicate de una sola facultad, como tendencia que pueda explicarse abstraída de las demás que concurren en nosotros: ha de considerársela como la misma personalidad en movimiento. De aquí que la realización activa y concreta de la vocación, el camino por donde toma, la manera como se infunde en obras que, reaccionando a su vez sobre ella, la precisan y aclaran; todo esto es cosa tan personal y falta de equivalente fuera de como todo lo que radica en la incomunicable originalidad del temperamento propio. Una aptitud que desaparece del alma de súbito y misterioso modo, sin que ello pueda explicarse ni por natural decadencia, ni por la modificación de las condiciones de la vida, ni por desmayo de la voluntad, ni por cambio vicioso en los procedimientos de arte; extinción fatal e instantánea de una luz por un soplo desconocido, es caso doloroso y extraño, del que no faltan ejemplos.

La antigüedad nos habla (98) del retórico Hermógenes, que llegó a una extrema vejez, y cuya superioridad de espíritu acabó con la primera juventud para no volver nunca. Y si en esto del retórico griego cabe suponer la huella de una enfermedad de la mente, como en lo que refiere la tradición de Alberto Magno, castigado mientras peroraba (99) en su cátedra de Colonia, con la repentina desaparición de su elocuencia y de sus luces, otros nombres dan más patente ejemplo de este misterio. Sea el de aquel Rafaellino del Garbo (100)...

[LIBRO II
AGENTES DE TRANSFORMACION MORAL]

[VI]
[FELICIA]

Supón que eres tú mismo el agente hipnotizante. Y que eliges por paciente de la experiencia a Felicia, a tu hermana menor; la de naturaleza más sencilla, la de ánimo más igual, la menos interiorizada en cosas del mundo. Una mirada intensa..., quizá la mera orden de dormir, con voz en que haya imperio; y ella se abisma en ese sueño con movimiento y con sentido, en que una pasividad automática reemplaza a la superintendencia de la voluntad. «Felicia—dices tú mientras sus ojos y su cuerpo toman la rigidez de los sonámbulos—, ¿sabes que vas a dejar de ser Felicia? Serás aquel bizarro militar que viste ayer en una ilutración de Black and White. Ea, ya ha sucedido..., ya lo eres...» Ella parece adquirir nueva fisonomía. Un gesto en ella insólito se imprime con fuerza tal en su semblante, que figura modelarle de nuevo. ¿De dónde han venido al alma de Felicia valor, altivez, resolución, que es lo que ese gesto declara? (101). Pronto acabarás de ver cómo la personalidad que en ella conocías no existe ya, se ha desvanecido o disuelto, y es otra la que, usurpando su lugar, se sirve de su forma corpórea. De la personalidad primera subsisten sólo los hábitos mecánicos del movimiento y del lenguaje, necesarios para dar un medio de expresión a la que la sustituye; o si algo más subsiste, serán los elementos irreductibles, esenciales, del alma, que, permaneciendo los mismos, componen en conjunto una personalidad del todo distinta de la otra, como pasa que en dos palabras sean las mismas las letras, y la disposición y el sentido diferentes. Estas que llamaríamos partículas elementales, desbaratada su anterior ordenación, como la de unas letras o unas notas, se han ordenado nuevamente dentro de una asociación sistemática que tiene por el sentimiento del valor, del pundonor, de la fiereza, y que, debajo o en derredor de ese sentimiento, hace girar una completa alma personal. No hay ni una sola incongruencia, ni una sola manifestación desacorde, en la realización activa de esta alma, que puedes poner a prueba de mil modos. Cuando convenga a la identidad de su carácter, manifestará indiferencia o desamor por lo que agradaba a Felicia. Es el león puro, el soldado de naturaleza. Si le hablas de trajes o joyas de mujer, se encogerá de hombros. Si le muestras los papeles de piano de Felicia, te dirá acaso que sólo gusta de marchas militares. Si le ofreces menuda copa de malvasía o de mistela, opondrá: «Es demasiado débil licor.»

Marcha con paso rítmico y resuelto. Habla y mira como quien tiene el hábito del mando. La transformación personal se propaga a las percepciones del sentido; no ve la nueva persona lo que en realidad se encuentra a su alrededor, sino que, por alucinación, ve lo más adecuado al medio que está en relación con ella. Así, señala ahora en el aire una bandera desplegada, atiende a un son de clarines y tambores, responde a vítores, agita (102) una espada que no tiene (103), sigue con mirada anhelante el galope de un escuadrón que pasa. Luego, encarándose contigo, se pone a contarte sus recuerdos; el estreno (104) que como soldado tuvo, las campañas que hizo, los triunfos que ganó. Te habla de lo que se siente cuando retumba dentro del ánimo novel el primer trueno de la pólvora; de cómo el fragor de las sucesivas descargas ahuyenta, a un tiempo, el miedo del corazón y la sensibilidad del oído; de cómo la furia del combate engendra placer; de la gloria, que se saborea y emgriaga, cual bebida hecha de sangre y vino nuevo; de la herida que por primera vez muerde las carnes y cuya aspereza se mitiga por el bálsamo de honor que la endulza; todo ello con admirable propiedad de descripción y con elocuencia soldadesca. Das muestras de dudar de la verdad de su relato: se exalta, sube la voz, te fulmina con miradas de desprecio. Llevas adelante tu contradicción a lo que afirma. Buscas lastimarle en lo íntimo del honor del soldado. Le tratas de cobarde o traidor. Llega un momento en que, la faz purpurada por una ola de sangre, los ojos puro fuego, trémulas las alas de la nariz, que dilata una respiración ruidosa, avanza a castigar la ofensa que le infieres. Mientras se viene a ti, recobras el gesto sugestionador y el tono autoritario. Le miras con fijeza. «Si eres el cura de esta parroquia», le dices. Y aun nos has acabado de decirlo, cuando ¿qué ha sido del guerrero? ¿Qué mano aérea ha arrebatado aquella máscara que modelaba la marcialidad, que encrespaba la cólera?... La cabeza cae mansamente sobre el pecho; el cuerpo, hasta ahora erguido, se inclina hacia adelante, y, precediéndolo, se tienden las dos manos juntas; los labios se decoloran y reprimen; el fuego de los ojos se apaga, su mirada toca al suelo, ungida de una mansedumbre de luz. Desde este instante, el cambio de un alma en otra alma, y el maravilloso desenvolvimiento de esta última en forma real y viva. Considera esto bien: al conjuro de una palabra tuya, un alma nueva que nace. No un sentimiento solo ni un estado de espíritu, ni un monoideísmo inmóvil; no, un alma entera; es decir, una fisonomía moral, una forma de sensibilidad determinada, un cierto temple de voluntad, una cierta (105) perspectiva de recuerdos, una determinada impresión de experiencias y costumbres...

Y la identidad de este organismo psicológico se mantendrá a través de todas las emociones que provoques en él. Sus alegrías, sus tristezas, serán las tristezas y alegrías que estén bien en la personalidad de un viejo párroco, grave y dulce. Le refieres los relatos de guerra que hizo el personaje anterior, y mueve la cabeza con abominación de la ferocidad humana. Le lees una canción erótica, un trozo de novela, y los juzga con prescindencia de otra relación que la que puede interesar al moralista. Manifiestas no compartir su fe; te considera dolorido y piadoso, e intenta adoctrinarte, en una exhortación llena de ternura. Le ofendes, lo soporta con resignación evangélica. Te lamentas de pobre, hace ademán de ponerte una moneda en la mano. Luego, te refiere los cuidados y atenciones del culto; la necesidad que tiene de reparar el deterioro de un altar, la enseñanza de niños, a que consagrará la tarde de ese día, la fiesta cercana del patrono, el sermón que ha de ir preparando, el llamado que espera de casa del enfermo. Queda de súbito en silencio y como absorto, la mirada puesta con obstinación en un punto del aire. Su cabeza se abandona hacia atrás, se entreabre su boca, sus labios tiemblan con vibración apenas perceptible. Si le interrogas y te escucha, te dirá que está adorando esa imagen de su Dios, que tiene delante. No la ves tú, pero él te señala prolijamente el sello de angustia que hay en el rostro del Crucificado, su palidez de lirio, los estigmas sangrientos, la niebla luminosa que parece exhalarse de los contornos del cuerpo y de la cruz. Vuelve a su éxtasis. Cuando está de él en lo más hondo y desmayado, buscas de improviso sin mirar y le dices: «Eres la Haydé, bailarina (106) del café cantante.» Y tu última palabra muere cortada por una risa alegre y un zapateo bullicioso.

La mansa luz de los ojos sacerdotales hase espesado en derredor de un punto ígneo que, en el centro de cada ojo, parece vibrar sutiles dardos. La cabeza antes lánguida se ha afirmado sobre los hombros como columna suelta (107) vuelta a su centro. Todos los músculos de la cara se han dilatado, abriendo paso a una expansión interior. Tienes delante a la diva plebeya en cuerpo ajeno. Va, viene, con infantil vivacidad. Se dirige al cercano espejo, se ve hermosa y se admira. Ahora arregla tules y vuelos ilusorios de su traje. Ahora ensaya un paso de danza. Ahora coge de sobre la chimenea un ramo de flores o se allega a ti para mirar la piedra del anillo que tienes. Si le pones una pluma en la mano, escribirá la respuesta a una misiva galante, y si le das un libro te preguntará, para aceptarlo, si hay en él cuentos o canciones alegres. Poco trabajo (108) te costará referir (109) sus aventuras; cuando le hables de la guerra o la iglesia, te interrumpirá con un mohín; y a toda pregunta que le hagas, en todo caso en que la sometas a prueba, ella responderá como cuadre a la verdad de este carácter adventicio, pero no por ello menos distinto e intenso. Es la mujer de teatro con la realidad con que

Ve cómo saluda a los espectadores ficticios que cree tener delante de los ojos y distribuye miradas y sonrisas entre otros tantos postulantes de amor que ella descubre en su concurso de aire. Danza, provoca, y cuando sus movimientos pasan la valla del pudor y te duele abusar del automatismo de la conciencia de Felicia, tú la emancipas del encanto hipnótico, haciendo que despierte. Es otra vez Felicia. De los personajes que han pasado por su alma no guarda vestigios, ni recuerdos. Como tú no se lo digas, no sabrá nunca que su persona ha servido de para evocaciones tan raras.

Es otra vez Felicia, con su sencillez, con su candor, que vuelve en sí, como de un sueño sin sueños.

luego el cura. ¿Qué es lo más asombroso en esta transmutación de alma? ¿El don adivinatorio, la intuición por cuya virtud el alma real sobre que operas concibe, como el dramaturgo que forja un alma imaginaria, todo lo pertinente al desenvolvimiento del tipo personal que le propones? ¿O la forma activa en que esa concepción se manifiesta, de modo que la conciencia de Felicia no la ve imaginariamente como cosa diferenciada de su «yo», ni aun la representa como un actor consciente de lo ficticio de su juego, sino que se transporta a ella; y a ella, y nunca a la personalidad suspensa de Felicia, refiere la noción de su existencia real?...

Tú, sin el hornillo de Wagner, te has arrogado la función de creador con mejores visos de triunfo. Has hecho mucho más que cuando se impone a la conciencia del hipnotizado un acto, un sentimiento inconexo, divergente de la propensión de su carácter natural; y se ordena bailar al hombre grave, beber vino al abstemio, reír al melancólico, blasfemar al creyente, enmudecer al locuaz, o pelear al pacífico. Tú has creado almas; almas como las que modela la naturaleza del instinto y completa la adaptación lenta y tenaz de la costumbre. Y la eficacia de tu voluntad es, para esta obra, indefinida. Por igual medio como transformaste sucesivamente a tu «sujeto» en guerrero, en sacerdote, en moza alegre, le convertirás después en niño, en artista, en sabio, en marino, en usurero, en príncesa, en labradora, en mendiga. Como una pelotilla de cera entre dos dedos de gigante, así el alma en que, bajo la fuerza de tu voluntad, la reduces a la simplicidad de ser; a la indeterminación primitiva de la mónada y escoges, para personalizarla en lo infinito de los modos posibles... ¿Hay prodigio mayor bajo los astros?

[VII]
[VOLUNTAD Y FATALIDAD]

Fuera de lo que interviene de necesario o fatal en nuestra vida por ajeno, aun indirectamente, a toda determinación voluntaria, una inmensa parte de nuestro destino cae también dentro de los términos de la necesidad, no porque esa parte no esté vinculada a la trascendencia de actos nuestros, sino porque estos actos, como criaturas autónomas, han tomado una dirección diferente de la que calculábamos, o han entretejido tramas rarísimas con las cosas de afuera, o se han engrandecido y vuelto númenes gigantes, con potestad soberana sobre nuestra suerte, cuando no los considerábamos más que fugaces larvas, destinadas a morir y disiparse en el aire, no bien salidas como de un sueño de la voluntad. Nuestros actos, desde el preciso instante en que son, no sólo dejan de pertenecernos, sino que tampoco llevan en sí propios la seguridad de un desenvolvimiento adecuado y consecuente, al modo como la ecuación algebraica lleva en sí el desenvolvimiento infinito de la curva. Nuestros actos tienen, como nosotros mismos, su fatalidad; tan independiente de la intención de que se engendran, como irreducible a lógica o justicia. Muchos, nacidos de la más briosa volición y que deliberadamente encaminamos a influir en nuestro futuro, se pierden, faltos de eficiencia; mientras alcanzan inmortal repercusión en nuestra vida, otros, juzgados por nosotros mismos como indiferentes y triviales, y que proceden, más que de cumplida resolución, de esa vaga penumbra que media entre el pleno sol de la voluntad y las tinieblas de la actividad automática.

* * *

Nealces quiso una vez pintar un carro de los juegos de Olimpia, del que tirase un brioso caballo de Tesalia. Tomóle en el instante de detenerse y vencedor; y más que en la pintura del carro y del atleta, en la del noble bruto fué donde apuró la magia de su arte. Ya había colmado sus deseos en cuanto a reproducir la fiera actitud, el cuerpo sobre los acopados cascos, la tirantez de los remos y finos; la palpitación del pecho anchuroso; el cuello, que con altivez echaba en derredor las crines ondeantes; y fulgurando en la cabeza descarnada y pequeña, el fuego de los ojos. Sólo faltaba aún poner en las fauces la espuma que debía brotar del hervor del generoso aliento. Pero Nealces iba a hallar su suplicio en este rasgo final. En vano se acogió, primero, a la inspiración; luego, al estudio. En vano se empeñó en la esponjosidad de los copos blancos, vaporosos, que desbordasen de los labios y el freno, y alrededor de los cuales flotara un hálito apenas condensado en el aire. Una y otra vez corrige en esto la huella del pincel rebelde, que otras tantas veces le burla. Llega un instante en que, vencido por la impaciencia y el despecho, y expulsando de su corazón la estima de su obra, Nealces tira el pincel, que va a dar sobre la superficie del lienzo. ¿Cuál no será su asombro cuando ve que de este toque casual queda una mancha que, acertando a caer en el punto donde el rasgo que le desesperaba era preciso, imita, con la más pasmosa ilusión de la realidad, la espuma del caballo, en el color, en la disposición, en el diseño, dando maravilloso fin al cuadro que hubo de dejar el impaciente artista inconcluso?

 

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[VIII]
EL PALADIN MENUDO

Hondo debió de entrar la mirada de Arnolda de Castello en el corazón novel de Reinaldo, cuando éste, acallando dentro de sí un clamor supersticioso, prometió traer para ella, de cumbre siniestra e inviolada, cierta única flor, frágil, blanca y divina, que allí brota en alto misterio y que jamás tocaron las manos de los hombres.

Reinaldo no sabía aún qué fuerza nueva sublimaba hasta ese punto su ánimo. Nunca hasta entonces, Amor había ganado el centro del corazón del caballero ni encadenado su albedrío. Quizá fué a la conquista de la flor con imaginación de que le movían capricho o soberbia. Partió, hizo en un vuelo su camino, y como, al llegar, la noche velase en sombra al monte espantable, hubo de esperar, para subir, la claridad del nuevo día. Durmióse, en tanto, al pie del monte. Suave era la noche y cariciosa. En sueños, vió venir hacia él un paladín menudo, no más alto ni grueso que si estuviera en la puericia, armado de armas tan relucientes que de sí propias parecían despedir la luz; y tan primorosamente hechas, que en su comparación nada valían los más fuertes y pulcros arneses de Toledo y Damasco. Llegó con cierta presunción pueril, calada la visera; y tras caballeresco saludo, hizo a Reinaldo indicación de prevenirse. Correspondióle este; tendidas las espadas, la del paladín incógnito vibró, desde el primer instante, con celeridad y destreza que suplían con creces la mengua de su talla y acusaban alguna misteriosa virtud. Pero lo que desconcertó a Reinaldo, sobre todo, fué que, a medida que el combate avanzaba sentía ceder su voluntad a tan extraño hechizo, que le hacía transportarse con el alma a la de su contendedor, sentir en éste y no en sí mismo el estímulo de pelea, cooperar con anhelo a las más sutiles intenciones de él; y mientras la defensa de Reinaldo quedaba de esta suerte librada al poder maquinal de la costumbre, como pasaría en el brazo de un sonámbulo guerrero, su pensamiento y su corazón militaban fatalmente en contra de su brazo. Cayó, herido quizá; sintió cual si se sumergiera en honda sombra. Luego, como recobrando el sentido, reabrió los ojos a la luz, y allí donde buscó con la mirada al paladín de poco cuerpo, vió a un cazador de cetrería que, atendiendo al aire sereno, tenía en la diestra un halcón capirotado (110). Presa de fuerza inmaterial y súbita, Reinaldo sintió en el mismo instante remontarse su espíritu, mientras quedaba su cuerpo exánime en el suelo, y allá, en lo alto del aire, se halló reencarnado de improviso, recibió impulso de unas alas, y vió haberse trocado en un cuervo. Notó el desvanecimiento de su corazón en la penumbra del instinto; conoció la sensación soberana de que se acompaña el ímpetu del vuelo; probó el acicate de la voracidad en la crudeza de la entraña. Ya se abatía sobre una tímida paloma, cuando el halcón, libertado de su capirote, rasgó como una flecha el espacio; llegó hasta él; le asió con ambas garras agudas; partióle el cráneo con el pico, y descendió a dejarle, ensangrentado y moribundo, a los pies del cazador.

Nueva sombra veló el sentido de Reinaldo. Volviendo en sí, halló su espíritu flotante, ajeno a toda cautividad y toda forma, y no vió ya halcón ni cazador, sino un tierno, blondo niño, que, en el pórtico de una mansión señorial, tendía los brazos al aire, con gesto y ademán de deseo. Reinaldo sintió al punto como si la aspiración de una invisible boca le atrajera e infundiese su ánima en una forma corporal; y luego conoció que estaba en la prisión de un cuerpo sin calor ni aliento de vida; cuerpo leve, minúsculo, del que cuatro extremidades fláccidas colgaban, y en el que una cabeza mal segura tañía con su fluctuación un repicar de cascabeles. Al propio tiempo, adaptándose como cera blanda a este molde, su alma, despojada de las potencias y luces racionales, se redujo a una simplicidad más puril, a un candor alegre e inmenso, no traducible en lengua de hombres, que convenía con la expresión que había pintada en el rostro del polichinela. Brincaba éste entre las manos del niño. Tras corto juego, la cabeza mal segura cedió a un arranque de las manos curiosas, y he aquí que con la muerte del polichinela, el alma de Reinaldo quedó de nuevo en libertad. Cuando otra vez volvió de lo indeterminado y oscuro, halló que estaba al pie de una tapia ruinosa; y junto a ella vió tumbada una enredadera marchita, a la que el desplome de aquella parte de la tapia había privado de asidero. Su débil tallo palpitaba cual si le angustiasen ansias de subir, Reinaldo sintió entonces infiltrarse su espíritu en el suelo, y tomó allí forma y ser material en unas raíces poderosas, que, asomando al haz de la tierra, echaron hacia arriba un grueso tronco, por donde subió el alma de Reinaldo, difundiéndose luego en ancha y frondosísima copa. Adormecióse en la paz del ser vegetativo, beata somnolencia, encantamiento natural, no privado de secretas ternuras; tímido albor del alma sobre la condición de las cosas. Mientras tanto, la enredadera se asía al tronco del árbol, y ciñéndole en nudo estrecho, trepaba hasta su bóveda sombría. Luego hizo más fuerte el lazo de amor, convirtióle en cíngulo férreo y lacerante, y al par que ella cobraba nueva vida, el árbol desmayaba, hasta que, seco y desnudo, entregó el alma al soplo del viento. Era la de Reinaldo, que vagó en nuevas sombras, a cuya término no vió ya más la enredadera cruel. Se halló flotando sobre una ciudad desconocida; y vió allí dos altos maderos que juntaban en su cima un travesaño; un hombre adusto velaba al pie de esta armazón siniestra. Su mirar era innoble; su frente escasa, sus facciones míseras, mostraban cómo puede nacer de torpeza la maldad. Cubríale el cuerpo roja túnica, en la que había estampadas armas que parecían ser de reyes. Luego Reinaldo vió comparecer una anhelante multitud que se situaba a poco espacio de aquel hombre y advertía que era arrebatado su espíritu hacia ella, y que al llegar encarnaba en un cuerpo humano y varonil, y que le tomaba un sayón de cada lado para llevarle a donde estaba el hombre de innoble mirar, que era el verdugo. Mientras vencía el corto trecho, probó Reinaldo cien turbulencias espantosas: odio rebelde, remordimiento acusador, visión de airados espectros, ferocidad, espanto: todo como quien tiene conciencia de ser reo de una hórrida culpa, y alma tal como para haberla cometido, y sabe que marcha a la muerte ignominiosa. Después, sintió una tosca mano que se apoderaba de él, una fuerza que le sujetaba, un nudo que cortaba el paso de su aliento; y con el postrer despojo del sentido, un bárbaro clamor que saludaba su agonía. De vuelta de la sombra, nada vió que se pareciera a la ciudad ni al verdugo. Vió un ser monstruoso, cuyo cuerpo, semejante al del león, remataba en cabeza de mujer; vió pavorosa Esfinge, que inmóvil sobre su pedestal, tan alto y negro como si fuera un hombre de la Noche, ponía la vista allí donde estaba el alma de Reinaldo. Como una espada, sintió ésta penetrar en su seno la pregunta sin voz de aquellos ojos. Y sin perceptible transición, se halló animando un cuerpo débil, anciano, venerable; su espaciosa frente era bóveda que agrietaban hondas arrugas; sus ojos parecían volver hacia adentro la mirada; sobre su exiguo pecho caía en madeja una barba saturnina. Tenía delante un atril sobre el que descansaba un libro abierto; y a su alrededor, en anaqueles negreados por los años, había instrumentos de herméticos estudios. Reinaldo conoció la emoción de la sabiduría; la hosquedad adusta del misterio; la sumisión de la rendida verdad; cuanto compone la alternativa interior de luz y sombra, de orgullo y desaliento en los afanes de esta lucha sublime. Todo su ser se absorbió en ella; y por si el cansancio le tentaba a ceder, allá, en lo excelso de la noche, la Esfinge muda, la Esfinge de mirada espantable, velaba, con los ojos siempre fijos en él. Debajo de cada nueva verdad que él removía, se alzaba, como los insectos que acaso salen a luz cuando se remueve una piedra, negro enjambre de dudas; y el pensamiento abrasaba su cuerpo miserable hasta que, convertido en ruin pavesa, el alma se arrancó de su seno y fué a perderse en la hondura de la sombra, bajo la atroz y quieta mirada de la Esfinge. Había reencarnado el alma de Reinaldo en diferentes formas, y siempre según convenía a la necesidad o el deseo que hallaba delante. Había sido pájaro, para el cazador; árbol, para la enredadera; juguete, para el niño; reo, para el verdugo; sabió, para la Esfinge... En este punto volvió Reinaldo de su sueño. Ya el sol levante doraba la cumbre misteriosa. El se aprestó a subir con ánimo divino, holló la ríspida pendiente, y a cada paso que daba sentía doblarse su valor.

Surgió ante él brava espesura, él la franqueó sin reparo. Fiero dragón vino a su encuentro, él lo ahuyentó con decisión viril. Nubes infectas, con el pestífero hedor de las arpías, emponzoñaron el aire, la agitación de la espada abrió paso al viento puro. Las voces del abismo forjaron ruidos más terribles que el estruendo y el clamor de cien batallas; adelante, adelante el valeroso caballero. Sierpes gigantes, lagos de fuego, brumas tenebrosas; fueron todos obstáculos que superó con voluntad sublime y fuerza o arte sobrehumanas. Un rompimiento inmenso de luz…, un vergel que se humilla al vencededor heroico... Llegó adonde estaba la flor: la flor fué suya. Era tan frágil y tan leve que parecía ofenderse del aliento. Volvió con ella, anticipando en imagen dulce y pertinaz, la gratitud y halago de su dama. Cerca ya de donde debía entregar tan cara ofrenda, vió Reinaldo dos hombres que reñían en un crucero del camino. A poco oyó una angustiada voz que le llamaba, y percibió al mismo tiempo que su padre, el conde don Beltrán, era quien, tendido en tierra, herido acaso, pugnaba por contener los golpes de un malhechor que le ponía la rodilla en el pecho. Contra el leal impulso de la Naturaleza, Reinaldo sintió su corazón sobrecogido de timidez y espanto: pensó en la delicadísima flor que no sufria abandono, ni movimiento falto de medida; tembló como una mujer; huyo a esconderse como un corzo y ensordeciendo a los mortales ayes de su padre, el deshonrado caballero buscó un atajo por donde recobró su camino. Cuando pasó el temor, ocupó su puesto la vergüenza. Lleno de despecho y angustia, preguntóse Reinaldo, cómo sin tener dos corazones, pudo ser, en el término de un día, pujante y bravo, más que un león; cobarde y vil, más que un milano.

Y entonces se acordó de un sueño (111).

Decíamos, pues, que según una primera consideración de las cosas, la influencia del amor está determinada por la calidad del objeto, y no tiene en sí valor propio sustantivo, porque tal como el amado es y tal como necesita y sueña a quien le ama, así lo rehace y educa, con la más poderosa y multiforme de las fuerzas.

 

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[IX]
[ARTE Y ECONOMIA DEL DOLOR]

Reprodúcese por el dolor en la vida individual lo que en la historia de los pueblos, cuando irrupciones bárbaras caen sobre los centros de la civilización, y, difundiendo a su paso el desconcierto y la ruina, abaten en pocas horas la obra de las generaciones y quebrantan el orden de la sociedad, y dejan tras sí por mucho tiempo la confusión y el horror de la sombra. Tal vez, prevalecerá la barbarie para siempre; tal vez acabará la misma sociedad, y el desierto vendrá a extenderse sobre (112) donde fué un imperio famoso. Pero quizá también, libre de miasmas pestilentes la civilización que había; repuestos, con la sangre nueva, la fuerza y el candor gastados, y combinándose para lo futuro los elementos de una dichosa originalidad, un orden mejor y más enérgico resurgirá, como una floresta, del polvo de las ruinas. Esta es la imagen del período de anonadamiento que dejan tras sí los grandes dolores. Todo parece trastornado en el alma; todo desquiciado e incapaz de volver a su término habitual; la existencia, sin objeto ni rumbo; la voluntad, sin normas; pero, por bajo de esto, si la conciencia alcanzara a las misteriosas profundidades del abismo interior, percibiría el sordo fermentar con que se prepara una vida renovada y fecunda, por obra del mismo impulso que mueve, como operación preliminar, aquel desorden y que restablecerá, mediante asociaciones nuevas, la unidad y finalidad de la vida, dejándola acaso más firme y mejor concertada que antes. El sufrir es de todos; el saber sufrir no es de muchos. Porque también hay su arte y economía en esto del dolor. El hombre fuerte a quien el infortunio ataje en su camino ha de considerarle como haríamos con un pájaro sagrado al que fuera lícito sacar su alimento de las venas del hombre. No le espante, pues, ni huya en él con la fuerza que consiste en hundirse en el bullicio del mundo y ofuscar la claridad de su conciencia; antes bien extienda el brazo y dé lugar a que se sacie, y así que esté saciado y que por ley natural feabandone, déjele ir y ya no mire para atrás a ver dónde está el pájaro, prolongando de modo ficticio su presencia por alucinaciones de la melancolía y del temor. Sólo a esta doble condición de no ahuyentarle, valiéndose del aturdimiento o el sofisma; de no detenerle tampoco falsamente por morosidades de la imaginación, el sagrado pájaro dejará en las venas de donde tome sangre un principio activo y salubre.

[X]
[EL DOLOR RESTABLECE LOS FUEROS DE LA NATURALEZA]

Una porción de inevitable «comicidad» se nos entra a todos en el alma a favor de las leyes de convención que rigen la sociedad de los hombres: artificiosa escuela, donde, entre la parte que cedemos de nuestro propio ser y la que se nos agrega, sin consistencia, de lo ajeno o flotante, desaparece a menudo bajo una vana corteza la verdad de nosotros mismos. Pero el dolor nos devuelve a esta verdad; el dolor restituye (113) los fueros de Naturaleza. A su contacto abrasador disípase cuanto no era más que un agregado sin raíz en lo hondo del alma; como fuego que devora una túnica ligera y manifiesta la carne viva y desnuda. No otra cosa quiso expresar quien dijo que el dolor pone al descubierto la parte infantil que hay en cada uno de nosotros.

Ese género de engaño con que nos fingimos a nosotros mismos entusiasmos, convicciones, ideas, que no radican sino en la indolencia de nuestra reflexión o en el artificio de nuestra fantasía; el engaño de aquellos de quienes puede decirse que juegan a sentir y pensar, y luego que estan en ello, creen que en realidad sienten y piensan, ¿quién se lo descubre a ellos mismos sino el dolor, que es un término de comparación insustituíble para discernir lo hondo de lo vano y que patentiza, por la intuición más clara y enérgica, la distancia que va del juego a la verdad?... Y ahora surge en mi memoria una sombra, ahora veo un padre generoso y bueno, arrastrado al furor de la civil contienda por esas ilusiones de fe y amor, por esas torres de viento, que nacen de seducción y encanto recíprocos, y toman, a la distancia, semejanza de ideas; le veo llorar ante un sangriento cadáver, muestra de cómo el mismo impulso de vértigo paró en el sacrificio sin honor y sin fruto; y le veo que mide el abismo que separa la verdad de este dolor, de la mentira de aquel mareo de pasión y vanagloria...

[XI]
[LA IRONIA PUERIL Y EL DOLOR]

Suele la juventud del alma traer en sí, como el agrio de la fruta nueva, una forma de la ironía, que no es aquella, penetrada de piedad y dulzura, que el tiempo pone a veces en el tiembre del corazón de los desencantados bondadosos; que no es tampoco perversión de voluntad, o indicio de un aciago interior de las entrañas; sino una cándida, casi pueril malevolencia que nace de incomprensión del mundo y de la natural sugestión del instinto, formado el nuestro, como está, desde lo remoto de las generaciones, por siglos de dureza y crueldad, cuyo eco llega de esta manera al alma virgen, en onda atenuada y leve.

Es como un juego de maldad, una disposición a ser cruel en las cosas pequeñas una ineptitud para comprender aquel género de daño que no hace sangre, ni provoca lágrimas; y todo esto puede quedar incorporado para siempre al fondo de la personalidad, dando lugar a una limitación mísera y fría, que ya no se atenuará después con la gracia de la ligereza juvenil. Es necesario desarraigar a tiempo esa maleza, propia de sitios secos; es menester partir el corazón de ese cachorrillo acostado a la sombra del alma; y esta función de ennoblecimiento cúmplela el primer austero dolor. Cuando el primer llanto del dolor sube del pecho, sale anegado en él el espíritu de la vulgar ironía, y acaso la sustituye aquella otra, ungida de piedad, que es de los más suaves bálsamos del mundo; y el respeto por los sufrimientos sin grandeza, la ternura por la debilidad, la benevolencia ante la culpa, la caridad nimia y prolija (114) que atiende al bien que se puede dispensar con una palabra, con una mirada, con un gesto, desde que rompe ese llanto llegan a ser cosas conocidas para aquel que las ignoraba.

Todo lo que es engaño y vanidad en nosotros cede a este grande agente de verdad. Como al histrión o al disfrazado en pompas alegres, a quien, en medio de sus juegos festivos, hiere un zarpazo de la realidad traidora, por algo que oye o ve y de súbito lo más y amargo de la vida, haciendo palpitar su corazón con agitado impulso bajo el color del traje de máscara, y diluyendo acaso en lágrimas ardientes el carmín y el albayalde del rostro: de esta manera nos sorprende a todos el dolor en la real escena del mundo.

[XII]
[EL VANO Y ARTIFICIAL DOLOR]

La falsedad que primero caerá muerta y deshecha en tu alma al empuje del dolor cierto es la del vano dolor: remedo, simulacro, con que tu fantasía te atormenta a menudo, mientras el sufrimiento de verdad no ha hundido en tu corazón la garra viva; hasta tal punto la naturaleza humana parece hecha para el contacto frecuente del dolor.

Allí donde una convicción robusta no alienta, la credulidad supersticiosa suele poner una fe degenerada; allí donde el dolor que viene de lo real, como flecha del arco del mundo, no ha tocado aún en lo vivo, la imaginación suele sacar de su propio seno sombras con que componer a esa vida intacta su indispensable claroscuro. Esta tristeza que nace sin moción exterior y puebla de fantasmas tu mente, te da la amargura de la pena, pero, como apariencia que es, artificial y ficticia, no su fecunda iniciación. Para romper esa máscara, esa niebla, esa parte vana de ti; para poner al desnudo la roca honda y firme de ti mismo, allí donde esas falsedades la enmohecen y encubren, sólo en el dolor real hay bríos eficaces. Porque, desde el momento en que él entra vencedor en tu pecho, huyen los dolores fingidos, y queda sólo el que, por su realidad, es capaz de revelarte algo que no sabes de ti mismo o del mundo; y aun después que este dolor verdadero se disipa y te devuelve la calma, él deja de su paso, en lo hondo y radical de tu ser, una esencia sutil que te preserva de las imaginaciones de la melancolía, y que proscribe las tristezas sin origen ni objeto, como pungente aroma que limpia de gérmenes nocivos el aire. ¿Quién llorará por sutilezas de su pensamiento una vez que pruebe la verdad del dolor?

[XIII]
[EL ACICATE DEL DOLOR]

Esa mentira que llamamos soberbia, sombra larga de ocaso con que se agiganta nuestra pequeñez, eco atronador de un gemido, ¿quién la reduce sino el dolor, por quien lo induradero (115) de nuestras vanidades se nos revela con verdad tangible y luminosa, y por cuya vigilante frecuencia nos apercibimos a esperar la vanidad final, el término preciso (116) como la tormenta por los pájaros que anuncian las mudanzas del aire?

Esta otra común falsedad que consiste en olvidarse del misterio del mundo y desdeñar las voces graves con que las cosas que nos rodean nos preguntan sobre la sombra de donde salimos y la sombra a donde vamos; esa falsedad que nos encierra (117) dentro de lo temporal y sensible, sin un pensamiento trascendente, sin una nostalgia de lo alto, quizá sin una emoción de idealidad y de ternura, ¿quién la deshace como el dolor, de cuya inspiración nacieron siempre los supremos desprendimientos respecto de los bienes efímeros y las más puras consagraciones a la incorruptible virtud de las ideas? ¿Dónde, para la elevación del espíritu a alturas religiosas, habrá tan sublimador acicate como él? ¿Cuándo se piensa más en lo que sale fuera de la averiguación de las cosas naturales, que cuando la amargura del corazón sube a provocar ese inmortal apetito de la mente?

[XIV]
[ARTE PROTEICA DEL DOLOR]

Diríase que ese incomparable obrero, cuya mano de obra es nuestra propia sustancia, maneja instrumentos infinitos y conoce todas las artes de fuerza y de destreza. Ya es como un brutal forjador, ya como un orfebre minucioso. Ya deshace a golpes de maza el material con que lidia y lo modela a recias pulgaradas. Ya lo trata con mordientes sutiles y lo esculpe con menudo y lento cincel. ¿Qué habrá de (118) más eficaz que su maestría para probar la docilidad (119) de la arcilla de que estamos hechos? En el abatimiento, te comprime (120). En la ira y la desesperación, te golpea. En el hastío, te aplana. En la duda, te despedaza. En el pavor, te hiela. En la pasión de amor, te derrite. En el remordimiento, te atenacea. En la melancolía, te acaricia bruñéndote. Y de la continuación y de cada una de estas operaciones suyas, nace una reforma en ti.

Por eso, tiene medios para (121) volver fuertes a los blandos (122) y delicados y suaves a los fuertes. Con igual arte endurece la fibra de los corazones tímidos que hace entreabrirse, en madurez de amor y benevolencia, las entrañas más duras; maravillosa alquimia capaz de trocar el terrón de frágil barro en la más firme roca, y el bien templado acero en la cáscara de la almendra mollar. Misterioso es el modo como él ejercitará su arte proteica sobre el alma que escoge (123); pero es seguro que ésta no saldrá de sus manos sin la señal que, de una u otra suerte, revele el genio del artífice. Y si después de pasar (124) por un dolor verdadero y hondo, no te reconoces, en algo, diferente de antes; si no te sientes más áspero o más tierno, más simple o más sutil (125), más turbulento o más tranquilo, di entonces que la corteza de tu pecho es de tal condición que no hay martillo que la forje, ni lima que la melle, ni berbiquí que la taladre, ni asperón que la pula; porque donde fracasa la industria del dolor, la naturaleza humana es material que sólo gracia divina puede reducir a artificio. Recordemos, en la pintura, a Rembrandt, a Meyerbeer en la música. En cuanto a Rembrandt, de los tiempos en que más aciaga fue su vida datan sus cuadros más gloriosos. Cuando la muerte le arrebató al amor de su Saskia; cuando la vil necesidad le forzó a disipar sus mármoles antiguos, sus lienzos, sus estampas, sus joyas, sus medallas preciosas, el genio de Rembrandt, como exaltado por el dolor sobre la sensual apacibilidad (126) de su ambiente, se anima de estímulos más fuertes y tenaces. Fué entonces cuando nacieron los Peregrinos de Emaús, El samaritano. Los síndicos... Y en general, su arte, en lo que tiene de más hondo y humano, ¿cuánto no deberá al dolor real, «aprendido»; cuánto de su intensa expresión, y de aquella originalidad suya del contraste entre la luz constantemente amenazada, precaria, moribunda, y la invasión mortal de las sombras?

[XV]
[EL TRABAJO DEL DOLOR SOBRE LA FISONOMIA]

Del brío de este grande agente transformador juzgarás si imaginas su influjo sobre las hondas realidades del alma por el modo como alcanza a transformar la carne y la apariencia.

Nuestra fisonomía es, en manos del dolor, como una blanda máscara que la continuidad de su trabajo modifica; endureciéndola, para siempre quiza, en la expresión y los rasgos que sustituye a los de la naturaleza. ¡Qué prodigiosos reto ques del barro vivo; de la forma animada! Esas frentes sumisas, que sellan indelebles arrugas; esos lánguidos ojos, de pupilas inciertas, de mortecino mirar, acaso enrojecido por el dejo y la frecuencia del llanto; esas mejillas maceradas; esas narices a las que se ha sacado filo; esos labios exangües, flojos y entreabiertos; esas palideces transparentes; esas livideces terrosas; esas cervices mal seguras; esos aspectos ya de espiritualidad cuasi divina, ya de estúpido anonadamiento; esas prematuras canas... ¿Qué otra fuerza puede imprimirse, hasta este punto, en carne nuestra... (127) cuál otra así la virtud, plasmante y modeladora, de la vida? ¿Cuándo el placeramigo alcanzará a fijar, con tal riqueza de expresión, con tal poder (128) de permanencia, las huellas de su paso?...

[XVI]
[LA FECUNDIDAD CREADORA DEL DOLOR]

Ninguna fuerza más eficaz que la del sufrimiento para traer a la luz de la conciencia y poner en la vía de la acción tesoros que el alma lleve en sí misma sin sospecharlo. Gran transmisor (129) de vocaciones, el dolor depara a veces vocación briosa y precisa al que aún no la ha hallado propia; o sustituye por la vocación verdadera una falsa; o bien confirma, levanta y perfecciona la verdadera. Nuestra reacción voluntaria contra la inferioridad a que el dolor nos condena suele ir, con potencia nunca manifiesta hasta ese instante, más allá del punto en que el infortunio nos tomó; de suerte que no sólo tiende a recobrar el bien que nos fue quitado por éste, sino que logra acaso plantar su bandera aún más alla, adelantándose al baluarte cuya reconquista se propuso. Arranca esta reacción, de nosotros, dobles fuerzas; porque acrisola las que ya teníamos, y porque suscita a veces nueva calidad de energía, nueva vocación, nueva aptitud.

Aquel sacudimiento, trastornador de las más hondas raíces de la herencia y del hábito, que el amor produce, y por (130) el cual hace pasar de lo potencial a lo real de nuestro ser tanta ignorada riqueza, muévelo también el dolor y con no menos milagroso acierto. Para la creación artística, más que para cualquiera otra forma de humana actividad, el dolor es acicate que provoca a menudo el primer impulso de la invención, y otras muchas veces la sublima a alturas no vislumbradas por la mente hasta en tonces. Algo hay en la esencia de este majestuoso sentimiento que lo guía, con magnético tino, a la expansión, a la comunicación, al anhelo de declararse y hacer compartir sus congojas a otros corazones que aquel en que toma su origen. Mientras el alma donde el genio duerme, ignorante de sí mismo, sin que la necesidad de producción lo estimule, permanece virgen de penas hondas, puede prolongarse indefinidamente esta inconsciencia; pero cuando el dolor acude, el alma busca en la manera de expresión que le es congenial, sea ésta la palabra, el color o la armonía, el medio de reflejar fuera de sí el dolor que no cabe en su seno y que ansía ganar, llevado en alas de la imagen, la capacidad de otras almas. In doloribus pinxit, escribió Schiller al frente de una de sus composiciones más bellas. ¡Cuántos no pudieron ponerlo de epígrafe de su primera obra, la que los reveló a sí mismos o les granjeó la corona del mundo!

Representar el propio dolor con la limpieza y el relieve de la imaginación artística; depurándolo de cuanto en él se contiene de trivial e insignificante; convirtiéndole en ejemplar luminoso, objeto de deleitable contemplación aun para el mismo que fué su víctima y su ara antes de dejarle trocado en mármol divino, es obra que ejerce un maravilloso efecto de apaciguamiento y liberación sobre el que es capaz de acometerla. Bien lo sabia el alma olímpica de Goethe cuando se libertaba para siempre de alguno de sus grandes dolores, volcando la historia de la cuita en un libro, que empezaba a trabajar así que entraba en el período de interior turbulencia. Por este medio, después de haber sido él cosa del dolor, el dolor pasaba a ser cosa suya.

El mismo precipitado afán por apartar de la mente la idea del dolor, y rehuirle, afán que para la vida del sentimiento hemos considerado dañoso, es a menudo, en la esfera de la inteligencia, sugestivo y fecundo. Refiere Sainte-Beuve cómo Pascal, durante los sufrimientos de sus últimos años, lograba mitigar su rigor, abstrayéndose en difíciles problemas; y con tal motivo trae a cuenta el aforismo de Hipócrates: «Cuando un doble trabajo se realiza en nuestra organización, aplicándose a partes distintas, el más enérgico oscurece al más débil.» La reconcentración del alma en las porfías de la verdad, o en las de la invención artística, puede sacar de una suma de atención que acumula fuerzas capaces de prevalecer sobre el más encarnizado dolor, manteniéndole aparte de la claridad de la conciencia.

[XVII]
[EL DOLOR EN LAS MENTES SUPERIORES]

Mentes superiores hay que, separadas hipotéticamente (131) del dolor, rehaciendo, sin sus dolores grandes, las vidas en que resplandecieron, como por la estrategia (132), no se conciben ya sino empequeñecidas y (133) truncas.

¿Qué hubiera sido el inmensurable poeta que vió lo más alto y lo más bajo, y por quien veinte generaciones humanas cobraron voz con que hacerse oír en lo futuro; qué hubiera sido Dante a no mediar el sino fatal que desbarató todos los planes de su voluntad; todas las imaginaciones de su esperanza? Piensa Cartyle que la crónica de Florencia hablaría entonces de un excelente corregidor más, de otro podestá probo y enérgico; y en cambio diez siglos de la humana historia habrían quedado para siempre mudos. Yo me figuro a Leopardi en ambiente de salud y de dicha. En este Leopardi rehecho sin más proporción de amargura que la que es común en lo humano, veo que persistiría la ciencia del filólogo, veo que persistiría también el arte exquisita del poeta que arrebató a la musa antigua el secreto de hacer, del verso, mármol puro; pero ¿sería este mármol alabándico, negro como la noche, que en el retiro de la aldea desde entonces célebre, esculpió el lírico de la infelicità; sería el mármol con alma, donde el que no es capaz de percibir la euritmia de la forma, todavía se rinde a la cadencia del sentimiento sublime, como en la (134) estatua musical de Demetrio, que, por un misterio de su construcción, daba de si sones armónicos, o como en aquella otra estatua de Egipto, que, cuando el sol la cariciaba, gemía?

[XVIII]
[EL DOLOR DE AMOR]

El dolor de amor es el más fecundo y milagroso de todos: dos omnipotencias convergen en él. Del dolor de amor nacen conversiones y vocaciones infinitas. Francisco muestran con el ejemplo cómo la santidad es a menudo aroma de esta flor espinosa. Dostoyevsky se acoge al consuelo de la poesía cuando con el sentido y el alma en las horrendas prisiones de Siberia, él nos refiere cómo este sufrimiento de carne viva desarraigó en él otro de aire y de sombra: singular aprensión, invencible angustia, mortal e inexplicable miedo, que, al caer de la tarde, se apoderan de su ánimo, y tenían su corazón en peligro. Nada hasta entonces había podido conjurar estas funestas inquietudes: sólo el vivo dolor, aquel que muerde en la entraña, aquel que exprime el zumo del corazón, desvaneció, para siempre, su remedo estéril, nacido de las rarezas del eslavo.

En el más grande cuadro de las humanas miserias, grita un orgullo melancólico: «¡Quien sabe de dolor, todo lo sabe!» Y cada paso que avances en el mundo, verás más clara la razón de ese grito. Vía de superior conocimiento es el dolor; lección sagrada; ciencia última, que completa y consagra toda ciencia. Imagínate un apóstol que no ha sufrido aún por «su» verdad. Acumula en él todos los dones de la sabiduría, todas las luces de la convicción, todas las energías del ánimo. ¿Podrá decirse que conoce «del todo» su verdad, si por este conocimiento perfecto hemos de entender penetrarla hasta tocar corazón con corazón, y como ensimismarse con ella?... La luz que da el amor para la intuición que aventaja a la vista de la mente, ¿será tan grande y perspicua, como cuando el dolor exalta y apura la fuerza del amor? La segunda iniciación del apóstol comienza con el camino del martirio; y entonces es cuando se le descubren dulcísimos misterios de su verdad, que ella reservaba para moderación (135) de sus angustias. Algo hay en lo hondo de toda fe, de todo grande amor ideal, que ignora aquel que aún no ha padecido en su servicio. El dolor viene; y como el tórculo que aprieta el papel sobre los moldes para que se estampe la huella, o como el fuego que hace eficaz el hierro del estigma, imprime, por indeleble modo, en el alma, ese último inefable secreto.

[XIX]
[EL DOLOR Y LA CREACION]

... como Jenofonte había tomado (136) el punzón y las tablillas de Clío, cuando hubo menester aquietar (137), olvidando, su corazón de padre. Un joven mustio recorre, como empeñado en huir de sí mismo, los pueblos (138) de Europa, lleva consiguió un recuerdo inestinguible y un dolor inconsolable; perdió a los veinte años su amor; anhela la muerte nace de pronto un pensamiento que y lo subyuga; y he aquí que vagando por las calles de Roma, ese viajero trepa un día a la colina de la plebe, y ante el concurso que forman para él los monumentos de siglos, jura libertar un mundo. América es la esposa que ocupa, en su (139) gigantesco corazón, el sitio vacante.

Jorge Manrique no fué más que el poeta cortesano, hasta que (140) el cariño filial, enfervorizado por el fermento del dolor, no le arrancó del alma las Coplas de que vive pendiente su nombre. Mucho había escrito Young en la juventud y la madurez; pero sólo cuando, al llegar a sus (141) últimos años, el dolor le hiere en el centro de sus afectos, Young produce las Noches, y nace para la posteridad. ¿Y Alfredo de Musset?

El dolor de amor es el primero; pero otros de menos noble alcurnia (142) valen también como eficaces estímulos. El sufrimiento que nace de un inmerecido agravio, de una condenación o inculpación injusta, mueve...

Cuando el abate L’Epée es fulminado por la excomunión, nace en su alma el propósito de consagrarse a su piadosa empresa de la enseñanza de los sordomudos. Cuando Bernal Díaz del Castillo lee, en la vejez, la historia de Gómara, donde ve preteridas sus viejas proezas y su gloria, se siente tentado a armarse escritor, para vindicarlas, él que nunca había tomado hasta entonces la pluma; y así escribe su vibrante y graciosa Crónica. La pena del desengaño, la fea realidad palpada bajo la idea o el ídolo en que se creyó, convierte acaso la voluntar a más firmes derroteros, como cuando Malte-Brun, propagandista político, primero de ser geógrafo, ve desenmascararse a Bonaparte, su ídolo, el dieciocho de Brumario; y abandona la arena cívica y se consagra a la ciencia, donde le esperaba la gloria. La pesadumbre que nace de la pérdida de bienes materiales, impulsa a Fourier al apostolado como en la antigüedad había impulsado a Zenón a la filosofía, haciéndole pasar al pórtico de Stoa.

El dolor propio, o bien el ajeno compartido por una viva simpatía, son el secreto de transfiguraciones en que la aptitud del artista y el poeta, ya revelada, pero contenida dentro de mediana altura, se levanta extraordinariamente sobre sus sombras augustas, como las nubes que han de dar de sí la tempestad.

[XX]
[PRAXITELES Y LA CORTESANA]

Preguntó cierta vez la cortesana al artista cuáles de las obras que él tenía en su taller amaba más o reputaba mejores. El escultor escudriñó lo más íntimo de su corazón, apuró la precisión de su juicio, y hubo de callar, sin respuesta que viniese francamente a sus labios. ¿Quién se maravillará de esta incapacidad de elección, si entiende de la calidad del amor que se tiene al hijo y a la obra?... Pero Friné era sabia y fina. Se obstinó en penetrar, más adentro que la propia conciencia del artífice, en el sentir del artífice sobre las creaciones de su genio y quiso descubrir la preferencia que acaso existía en lo más profundo de su ser, aunque él mismo la ignorase (143). Un día, vinieron a decir a Praxiteles que se incendiaba su taller y que ya no era tiempo de salvar más que algunas obras que allí había. Todo era ficción de Friné. El dolor usurpa a Praxiteles el alma. «¡Mi Sátiro, mi Eros!—exclama, en su confusión y su congoja—: ¡que salven a lo menos mi Sátiro y mi Eros!» Movida, por el sacudimiento de la emoción, en lo más hondo, el alma del artista había volcado, en su conciencia, como lo calculaba la astuta cortesana, el sentimiento de preferencia, el juicio de elección, que existían en la oscuridad de lo inconsciente.

 

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XXI
[LOS SIGNOS DE LA ESCRITURA]

Era costumbre en San Francisco de Asís recoger del suelo, con esmero piadoso, todo papel escrito que encontraba, aun cuando este papel fuese un desecho o una triza, y no contuviera sino una frase trivial, una palabra trunca, quizá una sola letra. Ocurría a menudo que le tildasen por esta nimiedad o quisieran averiguar su objeto; a lo que el santo respondía: «Dejadme reverenciar las letras, puesto que de esos signos se compone el nombre de Dios.» Trazados por torpe o maliciosa mano, alineados en significación de cosas fútiles o abyectas, o aislados sin sentido propio, los signos conservaban aún, para el mejor de los cristianos, su dignidad inmanente. Por el hecho de prestarse a nueva ordenación, de modo que contribuyeran a expresar el nombre divino; y respetando el pensamiento en lo esencial, añadamos nosotros: cualquier nombre benéfico, cualquiera idea justa. Para el santo toda letra era amable.

XXII
[LA MANCHA DE HUMEDAD]

Pasaba en compañía de un amigo, hace años, frente a la ruinosa pared de un edificio, cuando señalándome aquél una mancha de humedad que sombreaba un gran trozo del humo, díjome, mientras me hacía detener el paso:

— ¡Mira qué admirable cabeza para una bruja del Macbeth, si algún artista de esos que, cumpliendo el precepto de Leonardo, están atentos a estos caprichos de la casualidad, la viera y supiese hacerla suya!...

Miré y no vi sino la mancha informe, extendida al azar sobre el blanco sucio del muro. En vano mi acompañante instaba mi atención: yo sólo una informe mancha veía. Entonces, acercándose a ella y siguiendo con el índice el contorno: «Repara—me indicó—en la frente estrecha y las greñas hirsutas; mira en esta línea la corva, innoble nariz; observa el ojo oblicuo, los labios contraídos en un gesto de odio; ve aquí el flaco pescuezo...» Y al compás que mi acompañante me indicaba, la figura iba ordenándose en mi percepción, y una fisonomía, entre risible y siniestra, brotaba de los contornos de la sombra, completados por algunas grietas del muro.

Después que logré asir con la atención la forma representativa en que podían, efectivamente, concertarse, mediante un poco de buena voluntad, aquellas líneas confusas, la percepción de esta imagen en la mancha de humedad fué tan inmediata y clara para mí, que apenas concebía cómo pude dejar de notarla a la primera indicación de mi amigo; y cuantas veces, desde entonces, pasé frente a aquel ruinoso muro, ella se destacaba, infaliblemente, a mis ojos, de manera superior a mi voluntad, la cual en vano se esforzaría por volverme a la simple percepción de una mancha.

Esto puede corroborarse por la observación común. ¿Quién es el que descifrando, por ejemplo, uno de esos gráficos enigmas, en que se trata de encontrar una figura que se forma del blanco de las otras, no habrá notado cuánto supera al esfuerzo de la voluntad dejar de discernir la figura secreta, en la visión del conjunto, una vez que se ha acertado con ella?

No es otro el modo como una lectura intensa y eficaz te impone para siempre un concepto del mundo y de la vida. Un libro enérgico, si coincide con propicia ocasión, tanto más cuando aún no hay en tu alma una idea neta y fija del mundo, el cual equivale entonces para ti a la mancha de humedad donde no ves nada representativo y concreto, es el acompañante que enseña a ordenar tu concepción de la realidad dentro de una imagen precisa. Nada será capaz de sus tituir en ti esta imagen por lo indefinido anterior. Nadie podrá emancipar tu pensamiento del orden que le fué impuesto con ella, si no es quien tenga arte para hacer que descifres una nueva y más patente figura en la mancha de humedad...

[XXIII]
[EL LIBRO MODELADOR DE HOMBRES]

¡Qué inmensa y varia vida, qué inmensa y varia fuerza en ese mundo de papel liviano, subido sobre el mundo real, como sobre el caballo el jinete!

Hay el libro movedor de revoluciones; el libro conductor de multitudes; el deberador de tiranías; el evocador y restaurador de cosas muertas; el que publica miserias ignoradas; el que constituye o resucita naciones; el que desentraña recónditos tesoros; el que avienta fantasmas y melancolías; el que levanta sobre las aras dioses nuevos. Hay el libro que, hundido como un gigante en sopor, bajo el polvo de los siglos, se alza un día a la luz, y con el golpe de su pie estremece al mundo. Hay el libro donde está presente el porvenir, la idea de lo que ha de trocarse en vida humana, en movimiento, en color y en piedra. Hay el libro que se transforma a la par de las generaciones; inmortalmente eficaz, mas nunca igual a sí mismo: el libro de que se puede preguntar: «¿Qué sentirán leyéndolo los hombres en los tiempos futuros?», como se puede decir: «¿Qué sentirán, aún no sentido por nosotros, ante una puesta de sol, o ante la sublimidad del mar y la montaña?» Hay el libro, cuyo nombre permanece significativo y arrebatador, como una bandera que ondea en las alturas, cuando ya pocos leen en él otra cosa que el nombre. Hay el que salva a un pueblo del olvido, o de ver rota su unidad en el tiempo, o de que le sea quitada su libertad; y el que multiplica, en la red del miserable, los peces; y el que a pacienta los dulces suecos, gratos al alma del trabajador y a la príncipe: los sueños, suave, balsámico elemento de que necesita también orden del mundo.

Pero aún hay otro género de libros, por el cual lo que ese frágil y maravilloso objeto tiene de instrumento de acción, de energía manifiesta en lo real, obra en más hondos talleres de la vida; y es el libro modelador de caracteres, artífice de la voluntad, propagador de cierto tipo de hombres; aquel que toma, como un montón de cera, una o varias generaciones humanas y, con fuerza plasmante, las maneja, entregándolas a las vías del mundo, marcadas de su sello invisible y perdurable.

[XXIV]
[LA IDEA TROCADA POR EL LIBRO EN FUERZA VIVA]

Cuando la gloria antigua llegaba al punto de donde ya es fuerza decaer, un escritor reunía en un libro la memoria de los varones que la personificaron, y ordenaba, en dos coros paralelos, los de Grecia y los de Roma. Por estas páginas, impregnadas de la comunicativa esencia de la antigüedad, el escritor llamado a propagarla de deleitable modo en el tiempo, cautivó sin pensarlo la voluntad de multitud de hombres que vinieron muchos siglos después, y para quienes fué tal libro como el molde donde volcaron su concepción del deber y la vida. Las generaciones revolucionarias del siglo dieciocho templaron su carácter en la lectura del Plutarco. La Francia de Dantón, la América de Bolívar, fueron soñadas, por los que las realizaron, con los colores del biógrafo de Queronea. En los entusiasmos de reforma; en las ansias de libertad, en las esperanzas de fama, en la prefiguración de venganzas y victorias, este libro puso el color, el relieve, la materialidad de que la idea ha menester para trocarse en fuerza viva. Y cuando ésta rompe en heroísmo y en gloria, son, en parte, las imágenes del Plutarco, las que vuelven al mundo por el camino de la acción y el ejemplo. El Plutarco está en el espíritu, y todavía más en «la plástica», de aquellas dos Revoluciones; él se enlaza a la marcialidad de sus héroes y modela la actitud estatuaria de sus tribunos.

[XXV]
[GRANDE INSTRUMENTO DE REFORMA INTERIOR ES EL LIBRO]

Grande instrumento de reforma interior es el libro; pero no principalmente por su eficacia intelectual y el poder de convicción que atesore; sino por su intensidad en el sentimiento y la imagen; no principalmente por lo que argumenta, sino por su valor, y su vida, y por lo que hay en él de voluntad subyugante, y de la hechicería del corazón; no principalmente por la fuerza propia de la idea, sino por la virtud que la idea, pintada y animada, adquiere para tocar los resortes con que se despierta la emoción y se provoca el movimiento.

Acaso nunca hubo libro de abstracto y frío filósofo que, sin interposición de otros libros, hiciera modificarse un alma humana; pero la doctrina se convierte en fervor y redención, o en vértigo y locura, cuando el artista se la apropia, soltándola luego a los vientos de la vida; y artista llamo aquí a todo el que, con sus escritos, su prédica o su ejemplo, viste de hermosura y claridad una idea.

Una doctrina nueva es como el verbo de un Dios, que, para revelarnos su ley, precisa tomar cuerpo en carne humana, y andar, vivo y tangible, entre nosotros y hablarnos con parábolas, y hacernos llorar con su pasión. Esto es el libro del artista, cuando junta un designio ideal a su belleza: la vida y la pasión de una idea encarnada para revelársenos.

No hay concepto intelectual que, por sí solo, nos mueva a la práctica y la acción, ni que, sin el auxilio de la imagen, nos enamore. Cuando el místico siente necesidad de defender la idea de lo infinito y lo eterno, objeto de su amor, de la competencia de los bienes terrenos, reales y sensibles, ha menester prestar a aquel supremo, indeterminado bien, una forma imaginaria, un divino cuerpo, que humille y oscurezca la belleza de las cosas del mundo. Tal es la visión del extático; y el arte la reproduce, para cada idea, en cada uno de nosotros, encendiéndonos en la fe y el amor de un pensamiento que arranca de la oscuridad de la abstracción y levanta sobre el altar donde se le ofrenda la oración y el sacrificio.

[XXVI]
[CADA FRASE PONE EN MOVIMIENTO UN NUEVO MUNDO]

Desvanecido todo lo que es interposición de cosas muertas, hojas de papel, letras mudas, la obra parece leída en el alma misma del poeta y en el instante de la creación, sagrado y misterioso. Cundiendo en reverberaciones infinitas cada frase pone en movimiento, dentro del alma, un mundo nuevo. Cada palabra rasga la oscuridad de la abstracción y se convierte al punto en una visión imaginaria, que llega a simular la sensación de los ojos; unas veces a modo de vaporosa aparición, hada sutil, nacida del aire en que se esfuma; otras veces como imagen de y precisos contornos abierta por el cincel sereno en la límpida firmeza del mármol; otras como criatura palpitante y sanguínea, cuyo gesto potente se dibuja sobre el oro del sol, entre el clamor y el aliento de la Naturaleza.

[XXVII]
[ESTE ES EL LIBRO VIEJO Y MALTRATADO, CON QUIEN CONVERSE DE NIÑO]

Tengo, aquí, un libro, viejo y maltratado, cuyas tapas, de tela que fué negra, han dejado de estar unidas sobre el canto que, descubierto, muestra los surcos de los hilos; la impresión es pulcra y como de noble prensa de antaño; en el papel, muy blanco y endeble, hay pintas de humedad; de portada, sólo queda señal de que la hubo; y por cada veinte hojas impresas, tiene el libro una cartulina, en la que está grabada, con varios accidentes (144), una figura varonil, a un tiempo caucásica y salvaje, que visten pieles toscas y rodean apariencias (145) de un agreste y feraz naturaleza.

Conversé con este libro en mi infancia. Conversar con un libro significa mucho más que leerle; híceme amigo suyo, colaboré con él, desde que puse a su letra mi música interior; y hoy que ya no le leo si no es en mi memoria, le venero como a un trabajador heroico y bueno (146) con quien de niño hubiera jugado sin sospechar su grandeza. Este libro es el Robinson, la Ilíada del esfuerzo individual, el lábaro de la conquista de uno mismo.

¡Gloriosa historia la de este forjador de voluntades!... Sencillo, ingenuo, como es, él ha formado héroe, sabios, hombres fuertes y justos; ha disciplinado ejércitos de almas, para el combate de la vida; ha recorrido el mundo como un agathodemón de tentaciones buenas. Por lo que tiene de acicate de la voluntad, en cuántos ha depositado el germen temprano de aventuras gloriosas, como en Renato Caillé, el explorador de las soledades africanas, embriagado de heroícos anhelos en la (147) pubertad con la lectura del Robinson! Por lo que tiene de representación de la vida de la Naturaleza, ¡en cuántos ha infundido el amor por los secretos de esta Madre y su poesía, como en Bernardino de Saint-Píerre, para quien fué aquella lectura la ocasión que definió para siempre el sentido de su existencia!

[XXVIII]
[INFLUENCIAS CONTRADICTORIAS DE LAS LECTURAS]

Hay veces en que las influencias contradictorias de lecturas igualmente intensas, que comparten la afición y el hábito, se entrecruzan en un espíritu, sin ceder las unas a las otras, y persisten en un vivo conflicto, determinando para la vida entera de aquél una especie de duplicidad.

Muchas incongruencias personales pueden contribuir a explicarse de esa suerte. Rousseau, a quien Carlyle llama la más portentosa de las contradicciones, es perfecto ejemplar de esas naturalezas que se caracterizan por la asociación de los contrastes. Todo lo fué alternativamente: afectuoso y adusto, humilde y soberbio, cobarde y varonil (148). Ello estaba tal vez en el fondo de su organización natural; pero ¿quién dudará de lo que ayudó a fomentar esta propensión divergente aquella dualidad de sus primeras lecturas, perdurables en su pensamiento y su corazón, de que él nos habla en una página de las Confesiones? Por una parte, el sentimentalismo vago de su tiempo le entró en el alma con las novelas de mademoiselle de Scudéry, de Gomberville, de Richardson, germen quizá de cuanto hubo de sofístico y muelle en su posterior concepto del mundo. Por otra parte, la iniciación severa de Plutarco le abrió las puertas del civismo antiguo y le naturalizó en Esparta y en Roma: de aquí sus ráfagas de estoicidad, su pasión de independencia, su afición por la virtud sencilla y fecunda. Relacionando esos dos opuestos fundamentos, ¡cuánto se aclara y simplifica la complejidad contradictoria de Rousseau!

Una influencia semejante obra acaso para lo múltiple y disperso del alma de muchos de nuestros contemporáneos. Cien fuerzas diferentes nos solicitan, desde los libros que nos conmueven e interesan, nunca bastantes en número para nuestra curiosidad y nuestra capacidad de simpatía; con frecuencia, nuestras primeras lecturas, las más decisivas, carecieron de orden que graduara su desenvolvimiento en el tiempo y las subordinase a una norma de la razón; los estados de almas que nuestros poetas nos transmiten, los caracteres que la invención textual o novelesca propone a nuestra imitación, nos llevan sin ritmo por mil partes distintas; y no es, ciertamente, raro (149) entre nosotros, el de aquel cuyo espíritu fluctuará para siempre entre dos centros de atracción que pueden referirse a dos libros, que el azar juntó en su adolescencia, o a dos persistentes devociones literarias.

[XXIX]
[LAS TRANSFORMACIONES ILUSORIAS DE LA LECTURA]

...esa tendencia a romper, por cierto espacio de tiempo, la unidad consecuente y monótona de la personalidad, escapando de la prisión de uno mismo y ejercitando la parte de Proteo que hay en el alma de cada uno de nosotros.

Nuestra identificación imaginaria con los personajes del novelista o el poeta, no sólo nos transporta a menudo a condiciones de vida distintas de las que la severa realidad nos impone, sino que, produciendo la misma mutación ilusoria por lo que respecta a nuestro ser interior, hace que aparezcamos, por una hora, ante nuestra propia conciencia, conalma y corazón diferentes de los que recibimos de la naturaleza; nos hace tomar el alma y el corazón del personaje y nos franquea de ese modo una parte de la inmensidad de espíritu que queda fuera del estrecho circuito del propio. Es una emoción tan interesante y viva, por lo menos, como la opuesta de reconocer en el libro, con la limpieza y la luz que añade el arte, el reflejo de nuestra realidad personal. Quizá es una suave hermosura, el encanto de un recuerdo trivial, la sugestión de un sueño de dicha; quizá un halago de la vanidad; quizá el timbre ideal e inexplicable de un nombre; mil afinidades e impulsos, conscientes e inconscientes: todo esto se funde en mi amor, tal es su contextura. El tuyo y el de cada uno de los otros tiene su contenido propio y diferente. Y cualquiera de esos elementos que en mi amor o en el tuyo se funden: admiración, recuerdo conmovido, esperanza, vanidad, sugestión trivial, prurito inconsciente... es a su vez complejísimo conjunto, que, por su finalidad, toma la semejanza de lo simple. Así la total complejidad de nuestro ser se reproduce, en cualquiera de nuestros sentimientos, en la más pasajera manifestación de nuestra naturaleza moral; quizá quien es Bayardo se complace en pasar al alma de Dafnis: quien es Manón, prefiere la historia de Virginia; quien es Homais, gusta del libro que le lleva a ser, por una hora, Aquiles o Romeo. Así, mediante el fibro, participan, por cierto tiempo, que sustraen al encadenamiento de la realidad, los melancólicos del humor de los joviales, los activos de los arrobamientos del ensueño, los contemplativos de las emociones de la acción, los malvados del sentir recto de los justos, los poderosos de la sencillez de los humildes... ¿Y quién duda que estas transformaciones ilusorias son cañas de torneo que pueden cambiarse en lanzas de una transformación definitiva y real?

[XXX]
[SI QUIERES SABER SI HA CAMBIADO EL RITMO DE TU ALMA...]

Hay libros que por su acumulación de vida refleja; por su complejidad e intensidad; por lo que equivalen al contacto con la naturaleza misma; por el modo como parecen darnos la visión de la totalidad de las cosas, sirven para que probemos en ellos todos los filos de nuestra sensibilidad, de nuestro ánimo, de nuestro juicio.

Leídos en la infancia, en la adolescencia, en la juventud, en la virilidad, ¡cuán diferentes se nos muestran y muestran de reflejo, la imagen de nosotros mismos! Leídos en la desilusión y la derrota, en el triunfo y la prosperidad, ¡qué de nuevas cosas nuestras nos hacen conocer en cada uno de esos casos; cuánto secreto sacan a luz de nuestro mundo íntimo, como si aumentaran en nosotros lo diáfano, sereno y perspicaz de la visión de la conciencia!

Si quieres saber si ha cambiado el ritmo de tu alma, y hace ya tiempo que leíste, la vez última, el Quijote, tómalo y léelo otra vez.

 

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[XXXI]
[LA EMBRIAGUEZ]

A menudo, la fisonomía artificial con que aparece transformada nuestra personalidad no se distingue de la natural y propia sino en la intensidad de su gesto o la armonía de sus líneas. El carácter real permanece, pero lo magnifica una general exaltación o bien se deforma, en caricaturesca apariencia, como el semblante de quien se mira en una esfera azogada.

Otras veces es todo un carácter adventicio, una nueva personalidad, lo que la embriaguez suscita y mueve. Esta personalidad presenta claros y mágicos contornos. Acaso es animosa, mientras aquella a quien se sustituye es tímida; acaso es regocijada, mientras la otra, melancólica; acaso soberbia, mientras ésta humilde. Quizá es única en pareceres, en amores, en odios. Es como huésped intruso que ha usurpado el puesto del Señor a quien la servidumbre (150) acata y reverencia. No busques inferir de qué modo se manifestará este peregrino huésped en un alma, si sólo la personalidad real de ella conoces. Todas las diferencias, todos los desacuerdos, son posibles entre la personalidad que ha creado la naturaleza y desenvuelve o modifica el hábito, y la que evoca, de misterioso centro, la embriaguez. Y lo más singular aún e interesante es que, con frecuencia, esta última parece la natural y primitiva: con frecuencia parece ser la misma personalidad creada por la naturaleza, que, rotos los límites donde la tenía contenida el hábito, reaparece su expresión franca y desnuda; o bien, sin llegar a descubrir tan hondo asiento del alma, se desprende de ella la corteza superficial, que componen aquellos artificios con que ella siempre se disfraza, en parte, ante la mirada de los otros y aun ante la de su propia conciencia, y el alma ve clara la verdad de sí misma, y acaso la dice sin reparo; y de este modo se cambia, no el hombre real en una ficción, sino un hombre falso habitualmente en otro real, aunque sea efímero; de donde nacen la sinceridad y la verdad que la embriaguez suele poner en labios de los hombres (151).

[LIBRO III
ORIGEN Y PROCESO DE LAS TRANSFORMACIONES MORALES]

[XXXII]
[UN TONO DE ALMA PERDIDO]

Hay un género (152) de transformación moral que para muchos sería más apetecible sueño que el de adquirir todos los bienes del espíritu, del poder material o la fortuna. La transformación consiste en recobrar un tono de alma que se ha perdido. Consiste en triunfar de la corriente del tiempo, y volver a ser por el alma, lo que en el pasado se fué. ¿Cabe este sueño en lo posible?

No, desde luego, cuando el alma cuya vuelta anhelamos nos ha sido efectivamente (153) quitada por la acción natural e ineluctable del timpo; por el desenvolvimiento interno y orgánico de nuestra realidad espiritual; o bien, por límites de la fatalidad exterior, de los que fuerzan, persistentemente, a una desviación en el derrotero de la vida y en los vientos del alma. Pero frecuentemente, sí, cuando el alma perdida, siendo la verdad y el suelo firme de nuestro ser, ha cedido a engaños o violencias que sólo superficial y aparentemente la han relegado y sustituido. El cambio (154), de que sabemos ya, de un alma verdadera por otra vana y ficticia, que usurpa el lugar de aquélla mediante tentación del ambiente u otros estímulos de falsedad, es caso asaz común en la vida; y así, en no pocas ocasiones, lo que tenemos por obra fatal de la naturaleza en el agotamiento de una manera (155) de alma, con sus resortes de sensibilidad y de acción, no es sino el embargo artificioso y forzado de esta alma por influencias que una costumbre somera organiza y asienta, sin trascender a lo hondo. Lo natural y propio sigue siendo lo antiguo, aunque no ya en acto, sino en virtualidad o potencia. Conjurado el sortilegio que la tiene encantada, la verdad de la naturaleza recobraría sus fueros y la vieja alma reflorecería. No siempre el adiós que damos a entusiasmos, amores y esperanzas es, pues, imposición de la Némesis fatal que sanciona (156) el ritmo del tiempo; sino culpa de nuestra debilidad en ampararlos, o de las reformaciones de alma que engendran la falsa adaptación a un cierto género de vida (157).

[XXXIII]
[ALBATROS]

En mis tiempos—dijo el escritor—y llamo siempre míos a los de mi oscuridad y mi pobreza, porque son los de la esperanza, más hermosa que la realidad, y los del combate, más alegre que el triunfo; en tiempos de mi descubrimiento de la vida, doce inquietos bohemios, probables artistas y escritores, formábamos un grupo comprendido dentro de la gran confederación juvenil que, en los barrios de estudiantes y grisetas, levanta perpetuamente, de espaldas a la adversa Fortuna, la canción del desinterés de la utopía y de la gracia.

Todos éramos meridionales los del grupo: unos de la Provenza, otros del Rosellón otros de Niza; todos, fieles al alma de la tierra, la anhelábamos extender por el mundo, trocada en formas y emociones de arte; y bajo el cielo gris del bulevar, indiferentes a tantas señas de olvido, paseábamos, como su música los nómadas tamborileros, el canto de las cigarras que anidaban en lo cálido de nuestros corazones.

Este perenne toque convocador mantenía nuestra unidad y nuestro entusiasmo. El repercutía en el son de nuestros versos, en la coloración de nuestras pinceladas, en el tono de nuestras melodías, en el reír o el llorar de nuestros cuentos; a él se acordaban la elegía de nuestros recuerdos y el himno de nuestras esperanzas. Componíamos una sola grande alma, radiante de sol íntimo, en la que todo cuanto es atributo de la Juventud recibía un soplo que lo acrecentaba del fondo de nuestra naturaleza; una energía en candorosa libertad, para la que el intento de trepar a la gloria no era mayor que el de escalar un tejado.

De esta ufana legión formaba parte un joven que había llegado a París siendo muy niño, en compañía de un hermano, escritor, y de una hermana, mujer de varonil sentido de negocios, muertos ambos cuando empezaban a hallar propicia a sus sueños distintos la hospitalidad de Lutecia. Llamábamosle, sus camaradas, Albatros. Albatros era un espíritu dulce y afectuoso, de esos en que la bondad fluye como el agua mansa y continua de una fuente, y era, además, un temperamento delicado de artista, si bien aún sin el carácter definido y concreto que acusa la conciencia segura de una vocación. Planeaba dramas que no llegaba a escribir, componía cuentos y poemas que casi siempre rasgaba después de habérnoslos leído, y contribuía a la obra de los otros con la fina sugestión de su crítica. En lo físico le singularizaba, sobre todo, su andar torpe, vacilante, como de ebrio, al que debía el nombre que le dábamos; venía este nombre de aquella página de las Flores del mal, donde, para simbolizar la ineptitud divina del poeta cuando desciende a lo prosaico del mundo, se evoca la imagen penosa del albatros, que, cazado por la gente de mar, arrastra en la cubierta del barco su cuerpo sin gracia ni gobierno.

Nuestro grupo, a pesar del ímpetu conquistador de su salida, no resistió inmune, como comprenderéis, la obra disolvente del tiempo. Tras los fervores de la iniciación, el desaliento abría brecha en el corazón de los más débiles, el triunfo encumbraba a los mejores o más afortunados, y aun sin triunfo ni desaliento, la natural ondulación de la vida separó a los unos de la sociedad de los otros. Albatros fué de los que se apartaron primero, y fué el primero de los que apostataron. Acaso en la esfera inútil e impaciente de un espontáneo arranque de su fuerza interior que le descubriese por entero a sí mismo. Albatros dejó entrar en su alma a la duda. Por otra parte, la miseria giraba fosca a su alrededor, desde que, ya disipada la exigua herencia que sostuvo por corto plazo su vagar de bohemio, había de ganarse el pan con una pluma de amanuense. Añadid que, infundida en aquella naturaleza de artista, sensible e imaginadora, existía una tendencia muy viva de ambición material, cierta incapacidad de resignarse, como nos resignábamos los otros, a la pobreza sazonada con la sal gratuita de los sueños; una adoración del oro mágico y tentador, idolátrica fuerza que le hacía detenerse extasiado frente a los escaparates de las tiendas de lujo, seguir con emoción dramática el relato de las especulaciones audaces y monstruosas, y apartarse en la calle, con irresistible respeto, ante el vientre lucio del burgués a quien venía de desollar en versos rampantes.

Llegó un día en que Albatros, que hasta entonces había sido el más puntual a toda cita y quien más copioso combustible de ideas arrojaba para prolongar y avivar nuestras conversaciones, comenzó a hacer frecuentes sus ausencias y a distraerse a menudo cuando hablábamos, como era regular, de arte, de libros y de autores. Investigamos, pero sólo nos fué posible suponer, para solución del enigma, alguna historia de amor, sobre la que pesase un deber exquisito de misterio. El mismo parecía autorizar con sus sonrisas tal explicación, y ella nos mantuvo en engaño hasta que una noche presentóse, en la rueda que formábamos en nuestra mesa de café, Bompard, un marmitón de los diarios, que era como el Hermes entre nuestro Olimpo yel mundo, y nos saludó con el aire de quien se dispone a hacer una revelación trascendente.

—¡La apostasía de Albatros!—clamó cuando le interrogamos, y nos dió luego la razón del anuncio. Albatros nos abandonaba y abandonaba a nuestros dioses; Albatros se había embarcado para Arge lia, no, como hubiera podido imaginarse, a recoger colores de exotismo en su paleta de escritor, ni, como Tartarín, en busca de heroicas aventuras, sino, sencillamente, a cultivar en paz la prosa de la vida y a cambiar su marchito traje de bohemio por una blusa de trabajo, en el escritorio de unas minas de hierro que iban a ponerse en obra, allá por las montañas de Orán.

Al día siguiente recibíamos una larga carta de Albatros. Nos confesaba en ella su deserción; la justificaba irónicamente como un acto de supremo idealismo, con argumentos que Gorgias no hubiera desdeñado, y terminaba diciéndonos, entre melancólico y festivo, que nos constituía en herederos de su parcela de gloria. Era cierto, pues; ¡nuestro cenáculo tenía ya su apóstol traidor!

El episodio, vulgar en la historia de los descorazonamientos que van cazando, como fieros halcones, sueños y quimeras de artistas, se repitió después con más de uno de los que quedaban. Le olvidamos así que perdió su novedad para nosotros. Pasado cierto tiempo, la casualidad nos hizo saber que Albatros, quien, seguramente, nadie llamaba ya por este nombre, trabajaba con ejemplar y flemática constancia, se había casado de la manera más prosaica del mundo, y ajeno a todo sentimiento de disconformidad con su faena, veía ex tenderse, recto y despejado ante sí, el camino por donde se llega, sin los heroísmos de la fábula, al vellocino de oro.

Ningún otro eco percibimos de esa existencia hundida voluntariamente en la sombra; la huella del tiempo cortó muchos de los hilos espirituales que nos vinculaban a las cosas de aquella dulce adolescencia, y vino un día en que, no ya el episodio, sino la imagen misma de Albatros se alejó de nosotros con la bandada de recuerdos emigrantes que, un año y otro año, la impiedad inocente de la vida ahuyenta de nuestra memoria.

Entre tanto, había concluído en nuestra literatura el noviciado: la contemplación, el «juego», el ensueño; y los que, perseverando, alcanzamos a la notoriedad, conocimos la prosa de la milicia literaria, de la literatura por obligación y por oficio; prosa tejida de emulaciones que malefician la amistad, de transacciones con el vulgo, de esfuerzos sin inspiración, de fracasos que son injusticias lacerantes, de triunfos que son remordimientos, de desconfianzas respecto de uno mismo, de desencantos sobre la admiración fingida o vana de los otros…; prosa más mísera, y aún más vulgar, que la de aquellos géneros de trabajo que conceptuamos prosaicos por esencia, porque en ella es el oro de idealidad de un sueño grande lo que se trueca en el sucio «vellón» de la realidad.

Transcurrieron así diez, veinte, treinta años. ¡Cuántos desplomes, cuántos hundimientos, cuánta ruina, en la arquitectura de mi vida interior! De la lontananza de juventud de que os he hablado, ya no llegaba a mí más que un rumor sumiso y melancólico, en el que alguna vez la atención del recuerdo hacía resaltar una nota vibrante, nombre o historia, para volverla a perder luego. Cierto día, entrando a la oficina del periódico donde scribía entonces mis crónicas, hallé puesta en mi mesa de trabajo una carta en cuyo sobre había, dibujado a la ligera, un sátiro barbudo persiguiendo a una ninfa. Esta imagen movió en la profundidad de mi memoria vaga reminiscencia de la que brotó, como entre nubes, recuerdo de Albatros. Era aquél el emblema con que él hacía sellar, en nuestro tiempo, el papel de su correspondentro y que se proponía, cuando fuera autor, reproducir en la portada de sus libros. Abrí la carta: ¡era, efectivamente, de Albatros! La firmaba con este nombre evocador de nuestro compañerismo y nuestra juventud, y con el dejo vehemente y gracioso de su estilo confidencial de antaño, me pedía que fuera a verle aquella tarde en su alojamiento de una casa de huéspedes.

Tal vez, a recibirla en otra ocasión, no hubiera yo hecho caso de esa seña de aparecido, pero aquel día la disposición de mi ánimo era benévola y sentimental. Ocurrí, pues, a la cita. Desde el fondo de frío y desaliñado cuarto de alquiler, Albatros, a quien al punto reconocí, me tendió los brazos sin levantarse de su asiento y me abrumó con sus preguntas antes de que pudiera dirigirle las mías.

Estaba atáxico, casi imposibilitado de andar. Su cabeza, en que la cabellera intacta había florecido hasta semejar toda nieve, se tenía noblemente erguida sobre los hombros, y con su movilidad nerviosa parecía haber ganado para sí la fuerza que faltaba en las extremidades heridas. Las facciones mostraban los naturales signos del tiempo, pero no los que yo hubiera imaginado, de la vida vulgar y monótona. Cierta vaga ternura, cierta espiritualidad incesante, como la que suele irradiar de la palidez de los enfermos, ponía una luz en los contornos de su fisonomía.

Me refirió su historia de aquellos treinta años. no había en ella un pasaje que divergiera gran cosa de los otros. Nunca más había pensado Albatros en los sueños de su inocente juventud, ni había tomado un libro que le hablara de idealidades, ni la propia realidad del mundo, en lo que no se rozaba de inmediato con la estrecha norma de su vida, había llegado a su conciencia sino en lánguidos ecos, que él dejaba pasar como los ruidos indiferentes de la calle. Permaneció en las minas de Orán hasta que su interés le movió a trasladarse a Bona, para negociar por su cuenta en el comercio del hierro. Trabajó allí con varia fortuna, vió aumentar y reducirse su caudal distintas veces, y concluyó por apartar de los azares de la especulación lo suficiente para vivir en una holgada medianía. Llegó así al declive (158) de sus años. Quedóse viudo poco después de que la enfermedad le hirió, dejándole, decía él con sonrisa melancólica, como los leones de Milton, prisioneros de limo elemental, y fué entonces cuando determinó volver a París y pasar, lo que le restase de vida, consagrado a la evocación de sus recuerdos de este teatro de nuestras quimeras juveniles.

Pero el rasgo precioso es que era una evocación cierta y activa esta que Albatros se proponía realizar; no era una simple contemplación del tiempo muerto, sino una vuelta real, que anhelaba ahora de lo hondo de su alma, al culto de sus viejos dioses: los libros, la intimidad con la belleza, quizá la propia obra literaria. En su origen, este pensamiento había sido el término final de una angustiada deliberación. «Inválido, ocioso, sin familia—habíase dicho—, ¿qué podré hacer de mi pena sino engañarla con el opio sutil de la lectura?» Luego advirtió que, como consonancia sentimental del pensamiento, nacía, para decidirle a ejecutarlo, una dulce e imperiosa solicitud del corazón, y que del sepulcro del pasado distante, ese escondido impulso traía, a lo actual y vivo de su alma, mil olvidados estímulos, deseos y emociones. Cuando llegó a París, sintió alentarse aún más la inesperada llama. Me hizo saber su plan. Buscaría, para instalarse, un piso, muy claro y muy alegre, y desde el cual se pudiera divisar alguna parte del barrio donde había florecido en esperanzas nuestra altiva pobreza. No quería ir a habitar al barrio mismo, pues vislumbrándolo de lejos, lo podría imaginar cual si fuese aún como era entonces. Trataría de formarse un seguro propicio al placer del arte, la conversación y la lectura. Se rodearía de libros, de revistas, de algunos cuadros de mérito. Ya había dado orden de que compraran para él una biblioteca, muy copiosa y selecta, que vendían herederos de un erudito. Pero lo que sobre todo deseaba, era que restableciésemos, en lo posible, nuestra (159) sociedad juvenil y que, cuantos quedábamos de los que habíamos sido en junta bulliciosos bohemios, nos congregásemos en aquel restaurado Olimpo que él preparaba y removiéramos allí las cenizas del pasado dichoso.

La idea me ganó el corazón, como bálsamo que pedía aquella desventura y por lo que a mí mismo me prometía de apacible. Acepté, de buen grado, la tarea de convocar, para ese fin, a nuestros amigos dispersos, y en los más la reaparición de Albatros, descrita con los colores en que puse todo el empeño de mi imaginación, provocó interés y simpatía. No tardó él en anunciarnos que ya ocupaba habitación estable alta y aislada como una cumbre. Allí tenía dispuesto el centro que había de reunirnos: una sala espaciosa que se abría sobre un terrado y recibía de frente el sol de la tarde. La luz que doraban las paredes atestadas de libros alegraba primero, con el lucir de hojas y flores, el jardín de tiestos que había en el terrado. Presidiendo en la sala, figuraba la vuelta de Apolo hiperbóreo cuando, en aéreo carro de cisnes, desbarata el hechizo del invierno y difunde nueva belleza y nueva vida.

¡Qué resurrección maravillosa de un alma, presenciamos las tardes de nuestros coloquios, en la palabra de Albatros! Con el gracioso desorden de la intimidad comentábamos ideas, sentimientos, lecturas; y entre el temple de espíritu que manifestábamos nosotros, en nuestros juicios e impresiones, y el que Albatros revelaba en los suyos, se definió, desde el primer instante, una oposición que dió su profundo interés de testimonio humano a la sociedad de aquellas horas. Recordad lo que os dije sobre nuestra experiencia de cuánto hay de vulgar y de prosaico en el «oficio» de la literatura. Imaginad, además, el estado de alma de escritores que han gastado, durante la fuerza de la vida, su espíritu como un instrumento de trabajo, y en quienes la naturaleza ha pasado por todos los alambiques del pensamiento y de la sensación. Representadnos así, frente a la ingenuidad de nuestra propia adolescencia, traída a luz como por arte de magia.

Picados de ese escepticismo del gusto que nace de un exceso de refinamiento, de una malicia histriónica adquirida en el abuso de la crítica y en el hábito mañoso de anticiparse a las burlas de la realidad, veíamos, ya sencillez pueril, ya falsedad, afectación: inconsciente o calculada retórica, en cosas donde Albatros, con sentido quizá más certero por más natural y candoroso, percibía la palpitación de la verdad humana o la gota de transparente poesía.

Por nuestros labios, los grandes nombres de las letras solían pasar con inflexiones de ironía o displicencia; vulgarizados, empequeñecidos, por esa afición a patentizar el reverso de toda efigie gloriosa, que es como se manifiesta el enfriamiento del gran don de admirar, don que es juventud y fuerza de alma; empequeñecidos, no sólo por esa nuestra decadencia de corazón, sino también por nuestro conocimiento de las mil pequeñeces de realidad humana que la observación, hecha de cerca, descubre, necesariamente, en la persona y la vida de los grandes; empequeñecidos, en fin, por la desvalorización forzosa de la obra con el tiempo, con el análisis constante, con las modificaciones del gusto. Pero en labios de Albatros esos mismos nombres sonaban como envueltos en la confesión de amor o en el misticismo del rezo; como se los pronuncia en la edad del enentusiasmo; como los nombres de los dioses saldrían de labios del pagano de los tiempos de fe, cuando, acercándose al bosque o a la fuente, nacía en las almas la esperanza de ver surgir una divina aparición de aquel misterio sagrado.

Y con la misma vehemencia que adoraba, aborrecía. Nuestras viejas burlas goliardas, nuestras pasadas irreverencias de escolares rebeldes, contra los maestros que representaban, siendo nosotros principiantes, la tradición abominada, o la crítica perseguidora, o la fluctuante timidez, todas las iras heroicas de nuestra «bohemia», resucitaban en el arrebatado raudal de su palabra. ¡Cuántas enormes e inocentes injusticias reíamos en ella, como reímos, viendo reproducirse en los juegos de los niños nuestros retozos de la infancia, o descubriendo, en el fondo de una vieja alacena, un libro del colegio con las hojas manchadas por cien travesuras del lápiz o la pluma! La esperanza soñadora, la fe ciega, el desconocimiento de todo razonable límite en los planes de trabajo y combate, que nos proponía, eran también de los signos de aquella milagrosa primavera interior. Cada uno de nosotros había concretado, desde hacía muchos años, sus fuerzas a un campo restringido, y no muy alto, dentro de la actividad literaria, y en él había formado, definitivamente, su nombre; uno en la crónica, otro en la crítica de actualidades, otro en la comedia ligera, otro en el manejo exclusivo y primoroso de ciertos ritmos líricos; alguno, que un tiempo había soñado con reanimar la epopeya trascendental, en la traducción de autores exóticos. Pero en Albatros la vocación rediviva se levantaba, con la libertad y la audacia de los veinte años, a las alturas de la grande invención; calificaba él de encogimiento tímido la rebaja que habíamos impuesto deliberadamente a nuestros vuelos, y empeñado en que de nuevo buscáramos, dentro de nosotros mismos, filones que sólo habíamos descuidado, en su sentir, por débil o torpe voluntad, ya nos indicaba, en la interpretación simbólica de un cuento, la larva ideal de un nuevo Fausto, ya nos movía a poner mano en un vasto ciclo novelesco, o imaginaba una trilogía dramática ruda y sublime, con la que daríamos la forma triunfal del teatro futuro, un teatro de aire libre y muchedumbre popular, como en los viejos tiempos de Atenas.

Su alucinante juventud tenía caracteres de esos que parecen inseparables del concurso de ciertas condiciones orgánicas. Experimentaba, por ejemplo, la necesidad juvenil de leer en alta voz los versos y la prosa elocuente, declamándolos, imprimiéndoles, a veces, una entonación; realzándolos siempre con la gesticulación y la mímica, como en el enajenamiento de las grandes lecturas de la adolescencia, cuando leer con sugestión y arrebato equivale casi a «representar» lo que se lee; cuando la intensiddad de la imagen reflejada, tendiendo, como toda enérgica figuración de la mente, a convertirse en movimiento y acción, necesita del ademán, del gesto y del grito. Así lograba hacernos participar de algunas de las emociones que él directamente recogía en la letra muerta, si ella era fría e ineficaz para nosotros.

Pero lo interesante, lo conmovedor, lo escogido, en aquella resurrección de un alma sepultada durante treinta años bajo una lápida sobre la que había prosperado, a modo de planta advenediza, un alma nueva, era el sentimiento finísimo de todo lo que hay de idealidad y de ensueño en el germinar de una vocación literaria, cuando aún no se han entretejido en ella fealdad y prosa de egoísmo; y era, al mismo tiempo, el candor, la frescura, el encanto, como de descubrimiento y de sorpresa, que asumía en él la impresión de las cosas delicadas y hermosas, como a favor de una virginidad del corazón. ¡Con qué melancólico recogimiento veíamos humedecerse de lágrimas sus ojos, dóciles siempre al entusiasmo, a la simpatía de arte, al dolor cristalizado en poesía, nosotros, que ya apenas teníamos lágrimas ni aun cuando nos las pedía el dolor real, aquel que muerde y daña de veras! ¡Y con qué envidia le veíamos fascinarse con el interés de una ficción y olvidar el paso del tiempo en la ansiedad de la lectura, nosotros en quienes los resortes del interés y del deseo apenas cedían ya más que a la presión de alicientes vulgares de la realidad!

Era, en suma, el alma intacta de Albatros la que nos devolvía aquella aparición jamás soñada. Y era, con ella, nuestro propio «yo» de otros tiempos, el yo vibrante de juventud, tal como le veíamos reproducirse en el florecer del alma de nuestros discípulos, pero (y así es como adquiría su originalidad) radicado esta vez en nuestro antiguo campo de ideas, de pasiones, de gustos; envuelto e impregnado en nuestro ambiente de los veinte años. Nuestra impresión fué, en el fondo, de dolor egoísta, porque el careo con aquella imagen de un pasado que resucitaba nos hacía conscientes de nuestra triste decadencia. Y en el estupor de esa impresión, no comprendíamos del todo cómo la fuerza y la delicadeza de la sensibilidad literaria podían manifestarse con más intensidad que en nosotros, que a cultivarla habíamos consagrado la vida, en aquella pobre alma de enfermo, para quien el amor de las letras no había sido hasta entonces sino un episodio olvidado de la juventud, un episodio sobre el que pesaba toda una existencia de vulgaridad y de codicia, con rigor que parecería comparable al del abismo de las aguas sobre la barquilla que se hunde en alta mar.

Era, sin duda, que la parte con que entraba en nuestra naturaleza la vocación de lo bello había ocupado, sin interrupción, la superficie, lo manifiesto y activo de nosotros, y había recibido así, como las ramas que de la planta salen fuera de la verja, el polvo del camino, las profanaciones de los hombres, las injurias de la realidad, en tanto que en Albatros la personalidad germinante del artista, al desaparecer, al abismarse en lo inconsciente, proscrita por la conversión prosaica de su alma, había quedado ilesa, en largo desmayo, allá en lo hondo resguardada por esta misma oscura vencedora, la personalidad vulgar, que le servía como de urna o de escudo, evitándola el roce grosero de la vida, para que un día resurgiese en la plenitud de su fuerza y de su gracia, a modo de los brotes del trigo que las nieves de ciertos climas preservan bajo su blanca cobertura, o como los frescos de Pompeya guardados por lavas seculares.

Bien pronto sintió Albatros la soledad de su alma entre nosotros, y supo entonces que el ambiente a que él había imaginado volver, o a que imaginariamente volvía, el de nuestra juventud bohemia, el del dichoso y turbulento pasado, era para nosotros cosa desvanecida, muerta, tan remota de toda posibilidad de evocación como la agostada lozanía de nuestros semblantes o la perdida elasticidad de nuestros músculos jóvenes. Sólo embargándonos en la contemplación del recuerdo, aquel ambiente nos sugería algún impulso de nostalgia. Nuestra conciencia actual se adaptaba sin dificultad a nuestro nuevo medio, interior, gris, empañado de prosa triste e impura, porque él se había acumulado dentro de nosotros merced al declive suave del tiempo. Pero en Albatros, que súbitamente había vuelto al entusiasmo y al anhelo, en un campo cuya pendiente de decepción no sospechaba, también de modo súbito penetraron la realidad y el desengaño. Sobre su alma cayó entonces mortal melancolía. Intentamos, para disiparla, fingir que participábamos de su inocencia, de su optimismo, de su fe, pero no tardó en percibir la falsedad de esa comedia piadosa. Volvió, pues, a su reconcentración y su silencio, mientras la enfemedad remachaba los grillos invisibles en sus piernas exánimes y parecía ascender a lentos pasos como la enredadera que se aprieta a las columnas de una ruina.

Aún tuvo el alma aparecida del bohemio una reanimación, y a la manera de la luz que antes de extinguirse despide un postrer lampo, fué cuando pocos días le separaban de la muerte. Su palabra volvió a ser entonces fácil e inspirada. A su memoria acudían, aún con más afluencia que otras veces, las citas, los versos preferidos de su juventud, las reliquias de nuestras lecturas fervorosas de antaño. La emoción con que daba nueva vida a estos recuerdos era en aquellos días más ingenua que nunca; el comentario con que los, para que percibiéramos como él toda su esencia, más fino y penetrante. Mayor era también el aliento con que nos señalaba el porvenir, y el vuelo de su imaginación más ambicioso. Nos proponía, en desbordada efusión, planes de drama y de novela; analizaba sutilmente los que le referíamos, y como si tuviera el anuncio de su cercano fin, se complacía en derramar a manos llenas todas las flores de aquel vergel de encantamiento que le había brotado en el alma.

Después, ya en las vísperas del último día, una preocupación tanto más conmovedora cuanto más nimia para quien la considere sin la unción del iniciado. Siendo joven había puesto siempre vivo amor en el refinamiento y la hermosura de las apariencias materiales del libro. Esta afición renació entonces; nos habló con minucioso deleite de cómo haría él imprimir una obra que escribiera, y en la elección del tipo, del papel, de la forma, de la calidad y color de la cubierta, del lápiz afamado por el que haría interpretar las creaciones de su fantasía, se solazaba con ese primor voluptuoso de mujer, con ese interés de niño que juega, sólo comprensibles del todo por quien haya dado a imprimir en la adolescencia un primer libro y haya tenido el alma trémula en la sensación indefinible de esperarlo. Prefigurando la exterioridad elegante de una obra que ya no podría escribir, Albatros parecía ocupado en disponer para su alma candorosa de artista, próxima a desaparecer con él mismo, un tocado hermoso de muerta. Cuando, al declinar del día siguiente, quedó fulminado por el acceso mortal en la butaca, donde había pasado inmóvil todo aquel sueño, nos contaron que oprimía entre las yemas de los dedos una hoja del y acariciaba la morbidez de ese marfil impreso, como se acaricia, en el enternecimiento del adiós, una mano suave y querida.

— ¡Pobre Albatros!—concluyó el escritor—; mientras íbamos tras sus despojos, nosotros, que también lo éramos de su dulce e irreconquistable pasado, y en tanto que veíamos languidecer en el ambiente la llovizna de un día triste de octubre, yo sentía que me angustiaba el alma un pesar de tono desusado y complejo: un pesar diferente del que experimentaba al ver partir a nuestros compañeros desaparecidos en la madurez, la fecundidad y la gloria; diferente también del que sentía al recordar a nuestros camaradas muertos antes de dar fruto sazonado; al poner una siempreviva en la tumba de los discípulos que nos arrebarata el amor homicida de los dioses en las promesas de su juventud.

[XXXIV]
[RECUERDO LIRICO Y RECUERDO EPICO]

La verdad de la naturaleza, recobrando sus fueros tras una desviación artificial en el sesgo de la vida, puede traer, vencedora de los hábitos que ha constituído el tiempo, un despertar de la originalidad malograda. Así pasó en Albatros. Pero fuera de este caso de regresión persistente a la verdad interior, ¿no cabe, aún en aquellos que no han sido falseados en su desenvolvimiento por la formación de una sobrepersonalidad ficticia, ciertas fugas del alma contra la corriente que la lleva adelante; ciertas horas de resurrección ideal de las realidades muertas, con su color y su aroma, con su frescura y su eficacia, de manera que restituyan transitoriamente el ser a un «yo» sumido en los abismos del tiempo? Tanto valdría que preguntásemos si no cabe recordar con sentimiento y energía. Cuanto ha sido, puede volver a ser merced a la prenda que nos deja en su imagen: éste es hechizo de la memoria, cuyo acompañamiento sentimental vincula siempre cierto poder de evocación y realización de las cosas desaparecidas; poder que, en organizaciones muy sensibles al prestigio alucinador del recuerdo, alcanza hasta igualar, y aun superar en intensidad y fuerza, la faz subjetiva de la realidad pasada. ¿Tienes el recuerdo lírico o épico? Sabes que en términos de escuela, lírica es la representación de la subjetivo, de lo personal, de lo íntimo: es aquel género de visión poética que reproduce las cosas tal como se reflejan en del sentimiento, el cual las tiñe de su color, y las magnifica o empequeñece, y las transfigura o deforma. Epica es, en cambio, la visión impersonal y serena; la manifestación de la realidad exterior, sin huellas de una influencia sentimental que altere la verdad objetiva de la imagen.

Pues bien: ambas maneras de representación son también aplicables a la índole de las imágenes del recuerdo, determinándose por el habitual predominio de una de ellas el estilo de la memoria de cada uno.—La memoria lírica evoca las cosas del pasado con el subjetivismo de quien toma una idea o un hecho como inspiración para un himno, un madrigal o una elegía. Quien tiene la memoria lírica vuelve a sentir en presencia del recuerdo lo que sintió en presencia de la realidad; vuelve a vivir el instante que recuerda, con todo su cortejo interior de representaciones y emociones.—Dulcísimo privilegio, la memoria épica, deja extinguirse toda participación del sentimiento. Quien tiene la memoria épica evoca sólo la realidad desnuda del hecho a que se refiere el recuerdo, sin su repercusión interior de pena o alegría; de amor o repugnancia; como si se tratara de cosas de la vida de otro, o de las falsedades de un sueño que se recuerda en la vigilia. Suele (160) ser grande la fuerza de retentividad en este linaje de memoria; puede retener con exactitud y plasticidad patentes las circunstancias materiales, con precisión fidelísima la acción, con prolijidad sutil palabras e ideas; pero la repercusión sensible, el eco íntimo que todo eso suscitó originalmente en el alma de quien lo recuerda, no es más capaz de vuelta que el humo. En la relación de la vida moral, este recuerdo que llamamos épico presta a ser eficaz agente de arrepentimiento, corrección y mejora (161); porque, reproduciendo el hecho culpable sin reanimar los estímulos de pasión que perturban la claridad de la conciencia, lugar al juicio sereno, que fundamenta la abominación de la culpa y suscita quizá el propósito de enmienda.

El recuerdo lírico es Alfredo de Musset gustando, en horas quitadas al dolor, los dulces dejos de la dicha perdida, con el sentimiento que mueve la protesta de su Souvenir inmortal contra la desesperada afirmación de la Francesca de

Nessun maggior dolore

Che ricordarse del tempo felice

Nella miseria...

El recuerdo épico, en su extremo punto, es Amiel, refiriendo en su Diario íntimo cómo la vinculación solidaria con el propio pasado es nula en su vida sentimental; porque, a la manera de los témpanos que el deshielo suelta y ahuyenta, (162).

El recuerdo épico puede ser también, aunque por otro estilo que el lírico, inspiración de arte; porque, si excluye la emoción que reproduce plenamente el estado primario de sensibilidad, no excluye la simpatía humana con lo recordado; y es, en efecto, inspiración de arte el recuerdo épico en el artista que trabaja sobre episodios de su propia historia, cuando los maneja en forma objetiva, ya de novela o poema, ya de drama; como si la interpretación se aplicase a realidades de la existencia ajena, o a observación difusa, concentrada y plasmada por la imaginación. Esta facultad de separarde todo sentimiento personal la propia vida para remontarla a las alturas del asunto épico fué carácter del genio de Goethe, que puso en la contemplación artística de las pasiones de su juventud la serenidad del aristócrata que domina, desde el balcón de la casa patricia, el espectáculo de la encrespada muchedumbre.

Caben ventajas, excelencias y gracias peculiares en el modo épico de recuerdo; pero sólo el recuerdo lírico, sólo el recuerdo del corazón, es el que tiene privilegio de comunicar a los bienes, que en la realidad caducan, cierta inmortalidad y juventud perenne, y de reproducir la vida pasada en nueva vida.

[XXXV]
[PARA QUIEN TIENE EL RECUERDO LIRICO...]

Para quien tiene el recuerdo lírico, esta condición de la memoria concertada con el apartamiento de la realidad presente, y en la vida absorta y profunda, puede ser una persistente (163) fuerza de regresión transformadora: casi una reviviscencia en lo pasado.

¿No has oído decir cómo la sugestión del hipnotizador suele manifestarse también en el sentido de retraer el alma del sujeto a una época anterior de su vida, operando en su memoria la evocación de un recuerdo que vuelve a ser para él la realidad viva y actual; recuerdo que, a su vez, evoca por asociación los hechos de conciencia concomitantes y el tono de vida general e íntimo, y recompone así, para mientras dura el sueño, el alma entera, tal como fué; en una prodigiosa «vuelta» de la juventud o de la infancia?

Algo que se parece a esta resurrección sugerida de un «yo» de otro tiempo pueden obtener ciertas almas por su capacidad de atención y simpatía respecto de las imágenes de lo que fué. Y si en ellas la absorción de un instante tiene virtud de reanimar un recuerdo, hasta reproducir toda la emoción y el acompañamiento de aquella pasada realidad, como esos musgos que después de permanecer años enteros, muertos, entre las hojas de un herbario, resucitan rociándolos con unas gotas de agua; si aun en lo corporal, el recuerdo intenso de una herida de antaño llega, en algunas complexiones, hasta reabrirla y hacerla sangrar (¡mágica y portentosa fuerza!): el cultivo ahincado, sistemático, de los recuerdos de una parte del pasado, en la soledad y la habitual concentración de la vida, ¿no podrá dar, hasta cierto punto, carácter de continuidad y permanencia a aquella «realización» de las imágenes de la memoria?

Sí, por cierto; ¡y cuántas almas que la soledad ampara, cerrando los ojos de la mente para la realidad que las rodea, como cerramos los del cuerpo para evocar mejor la imagen de algún objeto material, gozan en el embebecimiento y beatitud del recuerdo, el beneficio de una muerte en cuanto a las cosas del presente, y de una resurrección en tiempos mejores!... De quien así se consagra a la vida interior del recuerdo, ¿es una simple metáfora decir que vive en lo pasado? ¡Oh monasterios, oh refugios de decepcionados y vencidos! Aquel que traspasara vuestros muros y lograse penetrar el secreto de las almas que los ojos sumisos reflejan (164) bajo las capuchas y las tocas, ¡cuántos sorprendería de estos encantamientos en que se vive contemplando en éxtasis una visión mundana, levantada sobre el paso del tiempo; y cómo vendría a saber que vuestra soledad y vuestra paz son para muchas almas que os habitan, y que sólo por tal consuelo os buscaron, como aquel país maravilloso de las leyendas de Rubruquis, donde el viajero joven conservaba intactas para siempre la juventud, y la fuerza y la gracia que tenía al punto en que había entrado en él!

Otras almas hay que la necesidad sujeta a las faenas y disputas del mundo y que con este ejercicio maquinal, donde no ponen más que lo muy exterior de sí mismas, alternan, apenas han pasado de vuelta el umbral de la casa, esa embriaguez de la memoria, ese ensimismamiento que las restituye al goce de una dicha perdida: almas que son como sería un libro en cuyas páginas pares sólo hubiera fríos guarismos o venales anuncios, y cuyas páginas impares contuviesen cuentos de hadas o suaves y divinos versos. Cuando cesa el trabajo afanador; cuando la libertad vuelve del seno del silencio y la calma, entonces se incorpora en la imaginación redimida, como en el despertar del bosque durmiente, la hermosa princesa, que es aquí la recordación de una lejana historia. De esta manera, muchas almas enamoradas de un pasado que se llevó consigo su alegría y su amor resuelven afirmativamente, por lo que toca a ellas mismas, la proposición de Mefistófeles: «¿Lo pasado existe? ¿Hay diferencia entre lo que fué y la pura nada?» Existe, sí, para quien te lleva en el pecho, ¡oh dulce cítara de Eunomo!; y el recuerdo que consagra su inmortalidad y su eterna frescura es, por su misterioso poder sobre nosotros, una de las piadosas artes de Proteo.

[XXXVI]
[LA CITARA DE EUNOMO]

¡Vida, vida refleja del recuerdo, que es como la cigarra de Eunomo!—¿Conoces la leyenda bucólica?—Eunomo y Aristón, citaristas, quisieron probar (165) sus fuerzas de tales, tocando de concierto (166). Era en el campo; junto a donde Eunomo se hallaba había una mata de aligustres. Eunomo llegó a pulsar con demasiado brío, e hizo estallar una de las cuerdas de su cítara. Aún no colgaba la cuerda rota, ni su lamento se había oído siquiera, cuando, de entre la mata, saltó sobre la caja sonora una cigarra, que, cantando en la justa entonación de la cuerda, la suplió con tal arte que, prevenido así el fracaso, quedó por Eunomo la victoria.—Cítara de muchas cuerdas es la de nuestra sensibilidad. El tañer de la vida las hace estallar con los desastres de la fortuna y el cariño, después de arrancarles mil concentos. Cuando disfruta el alma del beneficio de que hablábamos, por cada cuerda rota salta, de entre la frondosidad del mundo interior, una cigarra ágil y canora, que perpetúa, en inmortal remedo, el son proscrito. Esta cigarra es el recuerdo empapado en la esencia del sentimiento (167). Rotas todas las cuerdas, aún, para esas almas de elección, el concierto de las cigarras mantiene la cítara, en otras almas muda; y ella sigue sonando, sonando, de modo que sólo se ha perdido la materialidad de las cuerdas deleznables

[XXXVII]
EL LEON Y LA LAGRIMA

El pythónico Astiages, proscrito por tiranos cuya ruina predijo, vivía, ciego y caduco, en la soledad de unas montañas riscosas. Le acompañaban y valían una hija, dulce y hermosa criatura, y un león adicto con fidelidad salvaje al viejo mago, desde que éste, hallándole, pasado de una saeta, en el desierto, le puso el bálsamo en la herida.

De la hija del mago decía la fama una singularidad, que era sobrenatural privilegio: contaban que en lo hondo de sus ojos serenos, si se los miraba de cerca, en la sombra de la noche, veíase, en puntual aunque abreviado reflejo, el firmamento estrellado, y aún cierta luz, ulterior al firmamento visible, que era lo más misterioso y sorprendente de ver.

Ciaxar, sátrapa persa, que removía en el tedio de la saciedad las pavesas de su corazón estragado, ardió en deseos de hacer suya a esta mujer que, en el misterio de sus ojos, llevaba la gloria de la noche. Todas las tardes, acompañada de su león, iba la doncella en busca de agua a una fuente que celaba el corazón bravío de un monte. Ciaxar hizo emboscarse allí soldados suyos; y para el león, fue un sabio nigromante con ellos, que prometió dominarle con su hechizo. Aquella tarde el león se adelantó, como siempre, a explorar la orilla breñosa; y no bien hubo asomado la cabeza entre las zarzas, recibió en ella emponzoñada aspersión que le postró al punto, sumido en un letárgico sueño. Cuando, ignorante y confiada, llegó su dulce amiga, prepitáronse los raptores a apresarla; buscó ella con espanto a su león; se abrazó trémula al cuerpo inane de la fiera; y al reparar en que yacía sin aliento, dejó caer sobre el león una lágrima, una sola, que se perdió como el diamante que cayese dentro de pérsica alcatifa, en la espesura de la melena antes soberbia, ahora rendida y lánguida.

Ya apoderados los esclavos de la hermosura que codiciaba su señor, el nigromante decidió llevarle, por su parte, otra presa. Aproximóse con hierático gesto al león dormido, tendió hacia él las manos imponentes mientras decía un breve conjuro, y el león, sin cambiar una línea en forma ni actitud, trocóse al punto en león de mármol; tal, que era una estatua de realidad y perfección pasmosas. Cortaron bajo la estatua un trozo de tierra que, convertida en mármol también, sirvió al león de zócalo o peana, y con tiro de bueyes llevaron al animal petrificado al palacio del señor.

Cuando apartó éste su atención de la cautiva, admiró al león y quiso que se le pusiera, como símbolo, enfrente de su lecho. León que duerme, potestad que reposa. Desde alta basa, bajo el bruñido entablamento, quitando preeminencia a los unicornios de pórfido que recogían, a ambos lados del lecho, las alas de espeso pabellón de púrpura, el león en actitud de sueño, dominó la estancia suntuosa.

Pero, en lo interno de esa estatua leonina, algo lento e inaudito pasaba... Y es que, en el instante del hechizo, a tiempo de cuajarse en mármol la melena del león, la lágrima que dentro de ella había se congeló y endureció con ella y quedó trocada en dardo diamantino y agudo. La lágrima, entrañada en el mármol, fué como una gota de un fuego inextinguible dentro de durísimo hielo; fué como imantada flecha cuyo norte estuviese en el petrificado pecho del león. La lágrima gravitaba al pecho, pero venciendo a su paso resistencia de sustancia tan dura, que cada día avanzaba un espacio no mayor que uno de los corpúsculos de polvo que hace desprenderse, del mármol en trabajo, el golpe del martillo. No importa: bajo la quietud e impasibilidad de la piedra; en el silencioso ambiente, o entre los ecos de la orgía; cuando las dichas y cuando las penas del señor, la lágrima buscaba el pecho.

¿Cuánto tiempo pasó antes que con su lenta punzada atravesase la melena, hendiera la cerviz sumisa, penetrase al través del espacioso tórax y llegase a su centro, partiendo el corazón endurecido?

Nadie puede saberlo... Era alta noche. Hondísimo silencio en la estancia. Sólo la vaga luz que alimentaba el aceite de una copa de bronce. Bajo la púrpura, el señor, decrépito, dormía. De pronto, hubo un rumor como de levísimo choque; duro latido pareció mover, al mismo tiempo, el pecho del león y propagarse en un sacudimiento extraño por su cuerpo. Y cual si resucitara, todo él revistiose en un instante de un cálido y subido tinte de oro; en el fondo de sus ojos abiertos apuntó roja luz; y la mustía melena comenzó a enrularse como mar en donde el viento hace ondas. Con empuje que fue al principio desperezo; después, movimiento voluntario; luego, esfuerzo iracundo, el león arrancó del zócalo los tendidos jarretes, que hicieron sangre, manchando la blancura del mármol; y se puso en pie. Quedó un momento en estupor; la ondulante melena encrespóse de un golpe, rasgó los aires el rugido, como una recia tela que se rompe entre dos manos de Hércules... Y cuando, tras un salto de coloso, las crispadas garras se hundieron en el lecho macizado de pluma, quien estuviera allí sólo hubiera visto bajo de ellas una sombra anegada en un charco de sangre miserable; y hubiera visto después los vidrios de colores, los entablamentos de cedro, los lampadarios y trípodes de bronce, que rodaban en espantosa confusión, por la estancia, y el león, rugiente, que revolvía el furor de su destrozo entre ellos, mientras la lágrima, asomando fuera de su corazón, como acerada punta, le teñía el pecho de sangre.

[LIBRO IV
LA TRANSFORMACION GENIAL]

[XXXVIII]
LA TRANSFORMACION GENIAL

Fue enseñanza de los pitagóricos que «los hombres adquirían un alma nueva cuando se acercaban a los simulacros de los dioses para recoger sus oráculos». Y Montaigne, que no creía en la fatalidad de la naturaleza moral como ella queda constituída una vez en la personalidad de cada uno, interpretaba la doctrina antigua, no en el sentido de una regeneración o gracia persistente, sino como significación de un alma adventicia, transitoria y prestada para mientras el mortal permaneciera ante el simulacro del dios. Rememoró la idea de la escuela de Samos y el comentario del escéptico, porque me ofrecen el modo de expresar, por una fórmula intuitiva, el concepto que tengo de esas fulguraciones del espíritu humano que llamamos genio, inspiración y heroísmo. Yo concibo toda superioridad genial como una aptitud de transformarse o transfigurarse accidentalmente, como levantándose para determinado objeto, y sólo para él, sobre los caracteres usuales de la propia personalidad; sea porque se exalten a supremo grado estos mismos caracteres, sea porque los sustituyan, por algún espacio de tiemotros distintos, como en quien de veras asumiese alma y personalidad nuevas. En la infancia del mundo, la imaginación humana propendió naturalmente a ver en cualquier orden de superioridad sublime la intervención de un poder extraño a la personalidad del privilegiado con ella: una revelación, una obsesión benéfica, el favor misterioso de un numen. El conocimiento del hombre no desemejante de los otros en las relaciones comunes de la vida, y dueño sin embargo de desplegar, en cierta manera de pensamiento o de acción, una eficacia más [que] humana, contribuyó, sin duda, a sugerir la idea de esa dualidad sobrenatural. La habilidad del taumaturgo, la potestad vaticinante del augur y del mago, la iluminación del vidente, el arte expiatorio del sacerdote, la invención del poeta, identificáronse, en el concepto antiguo, como manifestaciones de una misma fuerza sagrada: era aquel rapto de enajenamiento o delirio que infundían los dioses en las almas para moverlas a ejecutar las grandes cosas. Aún nos cautiva ver fluir en las páginas del Ión y del Fedro la doctrina de este divino «inconsciente», levantada de las formas candorosas de la credulidad popular a la excelsitud de las más bellas concepciones y las más dulces palabras que hayan regalado el oído de los hombres. El maravilloso instinto significativo de la fábula griega negó la vista material a Tiresias, la personificación del adivino; atribuyó a las opiniones y los pronósticos del loco el don de la infalibilidad, como procedentes de una luz que visita de preferencia los espíritus donde la razón no alumbra.

El entusiasmo, el entheos motor de las grandes acciones y los grandes pensamientos, ¿no es, según la propia etimología de la voz, la divinidad interna que enfervoriza el pecho donde habita? En los prodigios de la voluntad, como en los de la mente, el impulso superior a la conciencia del electo obra por la intervención demoníaca, que, en la epopeya, alienta la obstinación de Aquiles y guía los pasos de Príamo a la tienda del vencedor. Del mito de Dyonisos, símbolo de la exaltación potente y fecunda que hierve en el alma de los hombres, como en las entrañas de la naturaleza, tomó modernamente Nietzsche su concepción de la embriaguez, entendiendo por tal un dinamismo arrebatador y glorioso: toda superioridad humana en acción es una embriaguez que inspira Dyonisos, un acrecentamiento accidental de fuerza y fervor, adquirido ya en el estímulo de la sensualidad, ya en el de la fiesta, ya en el del combate, ya en el del triunfo, ya en el de la atmósfera vernal o el de las yerbas y venenos; pero que tiene, en todos estos casos, por virtud indistinta, ensalzar al alma sobre la incapaz y tímida cordura de la personalidad común.

No conozco embeleso intelectual más inefable que el de descifrar el lenguaje figurado de una de las leyendas, y de los mitos, y reconocer en su sentido esencial cómo la intuición de la primitiva inocencia humana anticipó la verdad que luego confirman, por diferente vía, los procesos de la severa razón. La naturaleza la supedita y arrebata a un fin que sólo en parte se define y anticipa en idea. El genio, donde más cumplidamente se revela, es como el esposo incógnito de Psiquis, que sólo la visitaba en la sombra. Radica la actividad genial en esa selva oscura del alma, indefinida, más allá del mundo interior, ambiente y regazo de la conciencia reflexiva; cuya existencia transparenta la propia actividad psicológica común, en la raíz y el mecanismo de sus funciones habituales. Antecedentes y condiciones de los actos que la conciencia ilumina a cada instante, en la percepción sensible, en la asociación, en la memoria, en las espontaneidades de la sensibilidad moral, denuncian en cada uno de nosotros la presencia de la energia que trabaja fuera de la luz de lo consciente; y no porque esos actos no trasciendan de los pasajeros y nimios accidentes de nuestra vida individual es menos raro, en realidad, el misterio de su origen que el de los prodigios de la inconsciencia que raciocina, profetiza o inventa. Pocas observaciones me parecen tan dignas de ser señaladas a la meditación y a la conducta de los espíritus sinceros como esta honda observación de Hartmann: «Vulgar prejuicio es pensar que lo que ocurre día por día es enteramente claro y sencillo por el hecho de ser frecuente y usual.» ¡Qué mundo de sugestiones y advertencias se contiene, si pensamos en estas palabras para guiar al espíritu en la consideración de lo que le rodea! El misterio no has menester ir a buscarlo en lo muy alto ni en lo muy hondo; en el cielo ni en el abismo: a cada paso que das, a cada mirada que fijas, allí está presente y formidable el misterio; allí la pregunta que no tiene respuesta, la pared que cierra el camino, la intuición de lo precario de todo saber. Como, junto a cada objeto, su sombra, así, junto a su idea, el misterio; y muchas de las limitaciones más lamentables y mezquinas de la razón común que, trazando el surco de la vida trivial, se encoge de hombros ante esa obsesión de lo desconocido, quintaesencia de las religiones y perpetuo acicate del pensamiento superior, consisten en la ineptitud que la familiaridad y el hábito crean para percibir la grande y desconcertadora rareza de las cosas... Aun prescindiendo del cooperador inconsciente que es fuerza reconocer en el fondo de muchas de las modificaciones y comunes de nuestra vida psíquica, fácil es ver cómo el espíritu vulgar despliega, en circunstancias anormales, facultades y potencias que se relacionan más de cerca con la naturaleza de las iluminaciones y adivinaciones del genio. Es el repentino e infalible presagio con que nos anuncia el corazón lo que ha de venir; es la comunicación que une, al través de la distancia, dos pensamientos y dos corazones; es la solución buscada tenazmente y en vano, o la determinación de la voluntad por largo tiempo indecisa, que un día se manifiestan de súbito; es el conocimiento o la capacidad que yacen latentes en el alma de quien, sin sospecharlo, los posee, hasta que a la evocación del delirio o la locura, se revelan en su maravillosa plenitud.

Aún no se han desvanecido los ecos del tiempo en que una escuela literaria que significaba una reacción contra anárquicos extremos de libertad y desaliño excluyó de sus cánones la inspiración y el numen, negándolos, no sólo ya como entidades míticas, sino también cuando se los interpretase como la posibilidad, en el sentido, puramente humano, de la improvisación feliz y la ignorancia creadora; y de este modo, limitó las energías capaces de producir la obra de arte, a la conciencia clara del objeto y la disciplinada fuerza de la voluntad.

Pero aquellas viejas abstracciones proscritas en nombre de lo real, vuelven y se confirman, si no en cuanto a favores sobrenaturales, en cuanto a hondas realidades de la psicología, cuya naturaleza arcana no empece a lo patente y plástico de su manifestación. Y hoy, un concepto más armónico y verdadero de la generación de las criatura artísticas, nos permi te conciliar en ella, como partes proporcionalmente necesarias, el pensamiento reflexivo y la intuición inconsciente, la voluntad tenaz y la inspiración gratuita. Raro será que se deshaga este natural desposorio sin que la obra claudique; o por arrebatada y febril, o por falta de originalidad y vuelo. La voluntad es fuerza eficacísima (¿cuánto no la encarecimos ya, en este como en otros aspectos?) para la realización de la obra, pero la eficacia de la voluntad depende en gran parte de que su persistencia y su brío provocan el desate de la inspiración, que se despierta a su llamado y prosigue su labor y la excede. Esta singular exaltación de donde nacen las bellezas supremas no depende en sí misma de la voluntad, pero la voluntad puede tentarla y excitarla. Así, que el viento sea quien impulsa al barco de vela, no se opone a que el marino maneje y disponga su velamen para poner el barco a barlovento. La atención contraída y porfiada es un principio de sonambulismo; y la frontera entre ambos se pasa cuando el encadenamiento de la razón discursiva, que se sostuvo por el esfuerzo de la voluntad, se continúa por el proceso automático del pensamiento inconsciente. La reflexión puede así suscitar el arranque de la inspiración, como ésta puede promover a aquélla dándole pábulo y motivo. Pero no sólo sería grave error eliminar de las condiciones psicológicas causales de la obra alguno de ambos factores, sino que lo sería también imaginarlos exclusivamente alternativos y separados por lindes infranqueables; cuando lo cierto es que, más que solidaridad, es identificación la que los une: se refunden y se compenetran. No hay discernimiento capaz de establecer de modo fijo los términos de esas dos maneras de concepción. En general, no hay límite psíquico seguro entre lo que procede de la plena conciencia, con sus caracteres de conocimiento y voluntad, y la actividad inconsciente que desenvuelve sus vagas energías en lo hondo de nuestro ser, pronta siempre a intervenir, ya por ráfagas bruscas, ya por mansas filtraciones, en su acción y el contenido de la conciencia. El inspirado reflexiona también y su reflexión está toda penetrada y vibrante del hálito de su inspiración. El pensamiento reflexivo se mueve entonces a impulso del instinto poético como el instrumento en la mano del artífice; como, para aquellos sectarios que se llamaron los monotelitas, la voluntad humana del Cristo, al modo del martillo del herrero, bajo la operación y gobierno de su naturaleza divina. La reflexión animada de sentimiento no es todavía lo esencial y específico de la inspiración, pero la prepara y precede como que se infiltra y entremezcla en ella. Como la meditación religiosa a la pura y verdadera oración, así es la reflexión conmovida a la esencia de la inspiración creadora. ¿Reza quien medita en Dios? No reza, si preguntas a quien entienda de estas cosas santas, pero se pone en la vía de la oración; y además, dentro del espíritu del que ora con profundidad y brío, la meditación se dilata y persiste, remontada y como iluminada. Precisar si en ciertos instantes de la conciencia del artista es el pensamiento reflexivo el que trabaja o son las concepciones de lo inconsciente las que llegan a volcarse en la conciencia, fuera discernir lo indiscernible. Allí donde los grandes ríos se echan en el mar, hay una zona en que las aguas saladas se mezclan con las dulces, y no se sabría decir si aquella parte es mar o río. Pero nada de esto importa negar los momentos en que la intuición inspirada obra por sí sola, sentando los jalones, inconsciente de los más altos dones del alma; en la transfiguración personal con que ellos revisten al que los posee y pone en acto, reaparecen, como término del análisis más ceñido a la observación y la experiencia, entre las adquisiciones de una filosofía ajena a todo elemento sobrenatural. No es ya la visitación del dios que desciende al alma de los hombres; ni es tampoco la potencia que implica un concepto espiritual y poético: «lo sobrehumano surgiendo de lo humano», de Víctor Hugo; «el órgano de lo divino», de Carlyle; el «ángel de la vida interior», de Juan Pablo; pero es el reconocimiento y justipreciación de esa misteriosa parte de inconsciencia que constituye el fondo insondable de nuestro ser; que mezcla sus actividades profundas con las de la voluntad y el entendimiento discursivo y que, con uno u otro nombre, llevará siempre en sí el secreto de nuestros más sublimes arranques, la clave de nuestras más estupendas energías. Pensar sin el instrumento común del raciocinio; sentir sin la percepción usual de la conciencia; hacer sin determinación reflexiva de la voluntad, son indubitables realidades psicológicas, y ellas están presentes, con más claridad y relieve que en ninguna otra parte, en el génesis de la obra del genio. Para la concepción de lo bello, para la realización de lo heroico, nunca fué lo primero la atribución de la conciencia dueña y sabedora de sí.

Ni importa siquiera dudar de la posibilidad del alumbramiento instantáneo en que, como resultado de un trabajo anímico absolutamente ignorado de la conciencia, brota de un golpe a la superficie del alma la creación cabal y viviente, como destacada en luz sobre el vértigo y la enajenación de una hipnosis. Sea que se tamice lentamente a su tránsito por la conciencia, sea que se manifieste en escape irrefrenable y súbito, el soplo inconsciente es siempre la condición esencial de la fuerza inventora y del magnético poder de transmitir la emoción y la fe. En las palabras por donde ese soplo ha pasado queda la gracia inefable, el arte mágica, de las construcciones del animal y los atavíos de la planta; el divino candor que no se contrahace ni remeda, como el del ampo de la nieve y como el de la luz recién nacida. A diferencia del sentido neto y restricto que la pura reflexión infunde en lo que procede de ella, lo característico de la obra de la intuición es dejar abierta una lontananza ideal que nunca ha de rendirse a la pertinacia de los ojos: tal como la semilla lleva virtualmente en sí, no ya el germen de la planta que dará de inmediato, sino los gérmenes de infinitas generaciones de plantas, contenidos los unos en la potencia de los otros, así el verso o la sentencia que nacen de lo inconsciente genial envuelven la virtud germinativa que, en lo infinito de las generaciones, se desarrollará en la conciencia humana con nuevos sentidos, nuevas perspectivas, nuevas sugestiones de pensamiento o de amor.

Hay altos espíritus en quienes esta parte de inconsciencia obra tan predominantemente, tan fuera de todo concurso asiduo de la reflexión, que el resultado genial parece producirse en ellos con la fatalidad del instinto. El don que los sublima es verdaderamente una gracia, en todo el vigor del concepto agustiniano o jansenista.

Su personalidad común permanece de tal modo ajena e incapaz de la obra, que se asombra y maravilla ante ella cuando, después de embargada por la energía creadora, vuelve a la serena posesión de sí misma. Su inspiración es, en la esencia de las cosas, el antiguo numen: el agente divino que, sin que se le espere ni solicite, llega al alma, la inflama de un sagrado furor, y se remonta al cielo, sin dejar huella de su paso. Esta fué la manera de Danton en la tribuna, de Schopenhauer en la especulación filosófica, de Escipión y Aníbal en la guerra, de Agustín Thierry en la historia, de Mozart en la música, de Jorge Sand en la invención literaria. La videncia profética, la vocación apostólica, manifiestan, aún más a menudo, este carácter de impersonalidad. Con ello se relacionan las palabras del Divino Maestro: «Las cosas que yo os hablo, no las digo de Mí mismo, sino que el Padre que está en Mí, Este hace mis obras.» Otras veces, asistiendo alternativamente en el apóstol la parte de intención y la de inconsciencia, aparecen incomunicadas y discordes, un visible abismo las separa; y mientras lo que es inspirado e inconsciente toca en la esfera de lo sublime, lo consciente y deliberado no pasa de vulgar.

De esta suerte, nota Carlyle como, en la palabra de Mahoma, la esencia inmortal y fecunda hierve en las intuiciones que exceden del propósito consciente, y su voluntad y la razón engendran más que la corteza de vena y despreciable impostura.

Si la personalidad es una manera habitual de sentir, pensar y querer, la inspiración genial es una transformación transitoria de la personalidad; que se manifiesta, ora por la desaparición y aniquilamiento de todo carácter personal, ora para que la idea domine única y absolutamente, usurpando el sitio del «yo», como pasa en la abstracción del sabio y el éxtasis del místico; ora por la virtud de desplegar, durante la actividad genial, una personalidad adventicia que difiere de la común en la intensidad y el brío, ya en la pureza y perfección, ya en la naturaleza y sustancia de sus caracteres: la virtud de ser más, de ser mejor, o de ser otro.

[XXXIX]
[LA IMAGINACION QUE CREA]

¿Qué misteriosa generación la del personaje épico, novelesco o dramático? ¿Qué divina virtud obra para este acto de creación—el más calificable de tal entre todos los actos de los hombres—que consiste en dar al mundo una criatura imaginaria inmortal: Don Quijote o Don Juan, Otelo o Hamlet; en arrancar de las entrañas del alma propia otra alma, no reflejo de ella, sino autónoma y distinta; hecha de la tela de los sueños, y con todo, dotada de espíritu más brioso, de vida más intensa y pertinaz que los mismos héroes de la historia; individual y una, no con la unidad artifical de la abstracción, sino con la lógica viviente de la naturaleza; persona e idea a la vez; alma que, en la sucesión de los tiempos, obsesionará como un numen, aí pintor, para que interprete y fije su encarnación corpórea; al músico, para que destile su más íntima esencia; al pensador, para que alumbre y analice sus reconditeces; alma capaz de imponerse a la imitación de las que realmente viven en el mundo, de modo que después de tener vida ideal, maravillosamente tejida de palabras, adquiera real ser y cuerpo tangible, modelando según su imagen la personalidad de hombres de carne y hueso, y siendo como el típico ejemplar en que tienen puesta la mirada generaciones enteras? ¿Qué portentoso secreto es este de la imaginación que crea, que arrebata al cielo, como el titán filántropo, la chispa con que se anima a los hombres?...

[XL]
LA ESTATUA DE CESAREA

Cómo habría sido el semblante de Jesús, de que no había imagen conocida, desvelaba a un eremita del Sceto en tiempos de los primeros ermitaños. Unos imaginaban al Redentor en cuerpo hermoso, transparente forma de su espíritu. Otros, por el contrario, le atribuían, con la fealdad del cuerpo, la intención de alentar el menosprecio de los hombres, por cuanto cae bajo del sentir material. De tradición sabia el eremita que en Cesárea, ciudad de Antilíbano, cerca de donde el Jordán toma sus fuentes, uno de los enfermos a quienes volvió el Maestro, con la salud del cuerpo, la del alma, había consagrado a perpetuar su imagen una estatua de mármol. Era aquella de que luego habló en su Historia Eclesiástica el Obispo Eusebio. Hondo impulso de amor sublimaba la curiosidad del eremita, y fué en él vocación irresistible y ardiente de piedad, determinarse a ir en peregrinación hasta la estatua de Cesárea. Duras fatigas padeció, sin que decayera su ánimo, desde su salida del desierto. Llegó a Cesárea, preguntó, y le mostraron los destrozados muros que quedaban de una casa en abandono, y junto a esos muros, plantas silvestres que tejían brava y extendida maraña. Aquí, en la esquividad de la maleza, debía encontrar la imagen de su Dios, si es que ella duraba todavía: poco había preocupado a Cesárea la imagen de un dios más.

Nunca con tal pavor penetró un niño en la nocturna sombra del bosque, cual se internó el eremita entre las plantas; sólo que este pavor tenía dulzuras de deliquio. Se halló, de pronto, ante un pedestal de piedra. Alzo los ojos... La estatua estaba allí, pero ya no guardaba vestigios de su fisonomía. Donde el cincel había esculpido los rasgos del semblante, quedaba apenas una superficie rasa, como la cara de los Hermes arcaicos, oscura y vil profanación del tiempo. El cansancio, que había cedido a la esperanza, se apoderó, con la decepción, del eremita, que cayó sumergido en hondo sueño, junto al ruinoso pedestal. Inmenso anhelo se exhaló, durante el sueño, de su alma, y, difundiéndose por el ámbito del mundo, convocó a las partículas de piedra que habían sido de la estatua, para que, juntándose de nuevo, recompusieran la máscara divina. Ellas vinieron, alzadas del polvo de la tierra, surgidas del fondo de las aguas, suspensas en las ondas del aire... En breve nube, comparable a la que forma el aliento del caballo después de la carrera, se acumulaban ante el eremita y flotaban con vago y desmayado ritmo. Luego, las partecillas fueron más y parecieron la nube de tierra que levanta, del camino, el carro que pasa. Pero nada nacía de ellas que prometiese la imagen por la que su evocador había deseado reunirlas. El, sin embargo, las consideraba con emoción profunda, sólo porque alguna vez habían compuesto la imagen adorable. Fuego de amor derretía la sustancia de su corazón; todo era amor, mientras contemplaba el eremita; inmenso amor que se desbordaba de sus ojos. Tembló una lágrima en ellos. Y entonces, al través de la lágrima, la mirada que era rayo de amor, fué como fuego que hace llama, y a su contacto la nube de leves partecillas se estremeció, como si toda se incendiase de amor. Su agitación incierta adquirió brío; acorde impulso distribuyó, cual si los moviera un soplo sabio, los átomos de piedra; formaron éstos líneas y contornos; y, como el mundo, de la nébula, surgió, del seno de la nube, la imagen. Amor era la norma que, en la estatua, había concertado aquellos átomos de piedra, en la expresión del semblante de que componían simulacro; este semblante, en la realidad, como en la estatua, había sido pura forma sensible del amor. Y penetrados ahora de la misma alma por la mirada de amor que los sujetaba a su hechizo, el orden renació entre ellos, y, con el orden, la divina apariencia. Dulce premio de la contemplación conmovida, la veneró el soñador, en éxtasis que no duró más que un instante. Despertó. La mutilada estatua mostraba su faz, llana e informe; pero el eremita no miró ya para ella, porque en lo hondo de su alma, allí donde lo que el recuerdo estampa es indeleble, llevaba—más patente que como quedó en el cendal de la Verónica—la imagen milagro de su amor.

[XLI]
[LA INVENCION DEL ARTISTA]

Este es el proceso de la invención del artista; ésta la misteriosa generación de lo bello, de que habló el Sócrates platónico: una belleza entrevista que enciende amor, deseo de tenerla, anhelo de fijarla; una congregación de infinitas partes, menudas y dispersas, que el magnetismo del amor atrae y la perseverancia del amor apura; y por fin, un inspirado acto de amor que estrecha en abrazo ardorosísimo esos mil distintos elementos, y del acuerdo y animación que entre ellos pone, saca la apeticida imagen, limpia y luciente, rica de color y de vida.

Allá, en lo hondo del alma de cada uno, duermen las tendidas aguas de la memoria. Sólo un rayo de luz cae sobre esas aguas sombrías; sólo en mínima parte aparecen a la claridad de la conciencia; pero su capacidad es insondable, e indefinidad su aptitud de revelar lo que más profundo guardan. Cuanto ha pasado una vez por los sentidos, cuanto ha brotado de operación interior, cuanto ha tenido ser en la mente, deja por bajo de ella un rastro de su paso, capaz de revivir otra vez y convertirse en representación actual y luminosa. No ya lo que la conciencia alumbró claramente cuando su presentación primera; no ya lo que labró hondo surco en la atención o la sensibilidad; sino aun lo vislumbrado, lo apenas advertido, lo semiignorado, lo visto al pasar, lo que en un mismo punto es y se disipa, desciende a aquel abismo de la memoria latente y yace en su profundidad jamás colmada. De esta manera líneas, colores, sonidos, armonías, palabras, ideas, emociones, duermen en el inmenso depósito, comparable al caos donde está en potencia una creación y aguardan su turno para resurgir, sea como recuerdo concreto, sea como imagen no referida a lo pasado, si logran el favor de un pensamiento que tienda hasta ellos el hilo de una asociación eficaz y los levante al círculo de lo consciente. Cuanto más vario y copioso sea ese íntimo museo, en el alma del artista; cuanto más se le acrezca por la experiencia, y se haga accesible y dócil a las artes evocadoras de la asociación, tanto más fácil será la inventiva del artista y más fecunda.

Cierto día, una percepción o representación dichosa suscita en el alma dotada de sentimiento de hermosura la idea original, la primitiva célula, vago y levísimo esbozo, de un personaje imaginario. Un acto de ilusa insensatez o vano arrojo presenciado de paso por un pueblo; o la fugitiva visión de algún hidalgo escuálido que lee un libro de caballerías junto al estante de sus armas; o acaso una anécdota oída sobre la singular monomanía de un loco; o simplemente, un rasgo, recordado en las soledades de la cárcel, del Amadís o el Esplandián, son la chispa por la que comienza a iluminarse en la mente de Miguel de Cervantes la portentosa figuración de su héroe. Esta primera idea enamora al alma del artista; y del amor, que es padre del deseo, nace el de completarla y realizarla. Acicateada por el deseo de amor, la idea se sumerge y abisma en aquel inmenso depósito de los recuerdos; y como quien remueve el lecho de dormido estanque para traer a la superficie lo del fondo, hace que surja de allí hirviente remolino de imágenes. Todo lo que tiene alguna afinidad con la idea, y es propio para enriquecerla y nutrirla, y formar cuerpo con ella, y levantar su relieve o reforzar su color o intensificar su espíritu, todo despierta y obedece al poderoso conjuro. Mil recuerdo del tesoro de observación consciente e inconsciente que en su azarosa existencia ha acopiado; mil noticias de su ciencia del mundo, acuden al pensamiento de Cervantes para reunirse a aquel esbozo que de su héroe concibió y añadirle algún toque de verdad y de vida. Estos recuerdos, estas representaciones, son las partículas de piedra que, de los ámbitos del mundo, concurren a reconstituir la máscara de la estatua, para el contemplador que permanecía ante ella en mudo anhelo. Lucha acaso el alma del artista en este período de la concepción; lucha acaso y se angustia en su impaciencia de evocar todos los elementos que le interesan y hacen falta, como ardía en ansia y pena de amor la contemplación del eremita. No le basta buscar en lo ya acumulado; en el mundo de sus recuerdos, sino que mientras le inquieta aquel germen precioso que lleva en las entrañas, tiene los ojos muy abiertos a la realidad, para cosechar en ella nuevos rasgos de expresión y carácter y embeberse en vivos reflejos de hermosura, al modo como la madre antigua se rodeaba, cercana al parto, de formas perfectas. Ni le basta tampoco recordar y observar, sino que ha menester meditar sobre lo recordado y observado, de modo que la pluralidad inconexa de sus imágenes se traduzca en síntesis orgánica. Pero la meditación que digiere y ordena; el orden que la meditación es apta para instituir en la obra de la fantasía, no son suficientes aún. Nunca pasaría este orden de orden lógico, de disposición artificiosamente calculada si, magnificando el acierto con que lo compone el raciocinio, no perseverase la inconsciente fuerza del amor, que, como cálido y plasmante soplo, circula por entre las relaciones y conexiones que instituye la mente. Y nunca arribaría a vivir el personaje imaginario; nunca su imagen se movería con la vida personal y enérgica que emula la de los más netos caracteres que vemos en la realidad, si el amor del artista, llegado a su más alto punto, el éxtasis en que culmina inspirado y victorioso; abrazando de un rapto todos los elementos que ya ha puesto en acuerdo; compenetrándolos y traspasándolos, como por el golpe intuitivo de que hablaron los Plotinos y Jámblicos en la iluminación de lo divino, no suscitase finalmente la visión una, simultánea, completa, de la criatura soñada: la alucinación que la pone a pleno sol de la conciencia del artista, y después de la cual ya no es menester sino la voluntad que ejecute y la mano que obedezca. Cuando la llama de amor, desbordando de los ojos que esperan la suspirada forma, ha prendido en la nube fluctuante donde se la busca, la imagen es de definitiva manera y con vida inmortal. La virtud plástica de la concepción depende de la eficacia de este último acto, instantáneo e insustituíble, en el cual los que le antecedieron hallan su recompensa y su fruto.

Todo es así presidido por una misma fuerza en la actividad creadora de la imaginación: el primer deseo que excita a la realización de lo hermoso; la convocatoria enérgica y tenaz que allega los elementos con que ha de componérsele; el rapto inspirado que lo vivifica, y aún la obstinación y perseverancia de la voluntad, que consuma y deja la obra en su punto. Todo ello es presidido por una sola fuerza, aquella misma que, llamándose afinidad, genera las formas armoniosas de los cristales, las estrellas y exágonos en que cuaja la nieve; y llamándose atracción, rige la sublime concordia de los mundos; y llamándose amor apetitivo, reproduce la proporción y belleza de los seres vivientes; y llamándose amor desinteresado e ideal, florece en la divina hermosura de las creaciones del arte.

[XLII]
OBRA DE AMOR ES LA CREACION DEL ARTISTA

Obra de amor es, pues, la función creadora del artista. Y de antiguo se sabe que la fuerza y virtud primeras del amor consisten en transformar al amante en lo que ama; a aquel que sueña con un bien, en el objeto de su sueño; al que contempla dentro de sí un persistente original, de cuya belleza se apasiona, en esa misma ilusoria criatura. De aquí que el fuego de su inspirado amor, en tanto que arde, consuma y anule en el artista al hombre real, y preste a aquél, transitoriamente, nuevo ser, de conformidad con la imagen a que anhela dar vida; de aquí que el acto creador sea como una transformación participante, en que el espíritu y su hechura se hacen uno; y si la inspiración acrece, y rompe los últimos lazos de la conciencia propia y la memoria, sea una entera sustitución de la personalidad.

Esta renuncia, esta eliminación de sí, para que sólo viva lo soñado, es la condición por que se explican la objetividad maravillosa, la indeficiente verdad que admiramos en las grandes creaciones dramáticas o épicas. Cuanto más profunda y penetrada de amor la intuición que transparenta el alma del héroe imaginario, tanto más hondo el ensimismamiento con él; tanto mayor el eclipse de la común naturaleza del poeta como persona adherida a la realidad del mundo.

Cuenta Schiller el asombro y estupefacción que en él causaron sus primeras lecturas de Shakespeare. Habituado a encontrar en el fondo de la obra sino el claro trasunto, el vestigio de una personalidad, por donde inferirla y reconstituirla toda entera, desconcertábase delante de aquella ausencia inescrutable de todo signo personal que no correspondiera al carácter de los personajes; de aquel despojo milagroso, por parte del autor de todo lo peculiar y característico de él mismo; milagro que hace posible un mundo donde, como en el de la naturaleza, figuras diversísimas se mueven netamente determinadas y diferenciadas, y se exhiben, en cruda desnudez, a los ojos que las contemplan; sin intervención de espejo que refleje, de velo que atenúe, de marco que circunscriba y limite. No es sino que en la obra del poeta soberano, siendo ella el prototipo y la cúspide, se realiza con más enérgico poder que en la de otro alguno esa virtud generadora de toda superior ficción artística: el salir fuera de los límites de la individualidad; el morir y renacer de amor en el objeto imaginado.

Y esta transformación personal es más verdadera de lo que supondría quien la desdeñase por tener ella su origen y su objeto en sueños de la imaginación. El natural mecanismo de esta facultad y su parte oficiosa en el conjunto del alma son suficientes para fiar la honda realidad de aquella conversión psicológica.

En la esencia misma de la imagen radica un principio apetitivo, una fuerza elemental de realización, que tiende a trocar lo simplemente imaginado en percepción y creencia; la representación de un acto, en impulso a realizarle; la representación de un afecto, en afecto eficazmente sentido. Supuesto el desenvolvimiento completo de la imagen, tal como se daría por naturaleza, de no oponerse a ello las influencias que normalmente la contienen y reducen a su condición original de pura forma interior, toda representación de la mente llegaría a ser, por su propia y espontánea energía, la sensación o el movimiento que ella figura. Sólo diferencias de intensidad separan la visión externa de la interna; el simple concepto, del asentimiento; la admiración extática, de la imitación activa; el simulacro consciente, de la emoción real; y la vaga simpatía con que nos abstrae una forma imaginaria, de la obsesión y docilidad del sonámbulo que abdica, a favor de la imagen que le ha sido impuesta, el absoluto dominio de su personalidad. Intervenga un deseo poderoso, una viva fuerza de amor que decuplique la potencia usual de la imagen; su duración, su brío, la intensidad de su color; y toda diferencia se disipará, y la imagen se trocará en realidad palmaria y única para el espíritu a quien ella posee. ¿Cuánto no se ha hablado de la verdad con que el artista llega a experimentar por sí los sentimientos que atribuye a sus personajes, a medida que los infunde y desarrolla en éstos; y de cómo se alucina con la figuración de las cosas entre las cuales los coloca, y tal vez se siente tentado a realizar los mismos actos que ellos; y perdido el recuerdo de su persona real, ya no tiene conciencia sino para que la ocupe aquella otra persona que, con exclusivo amor, se representa?... Todos los grandes artífices de almas son, en más o menos proporción, como el novelista que Dostoyevski pintó en Crimen y castigo, coloreándole con las tintas de su propia experiencia: el novelista que mientras trae una obra entre manos, no vive otra vida que la de sus criaturas; o como aquel estudiante que Boerhaave tuvo de discípulo, y cuya imaginación, embargada por la representación intensísima de cuantos males estudiaba, le hacía enfermar verdaderamente de ellos. La imagen que el artista concibe, tiende originariamente a satisfacerse y realizarse, no por las acciones que a ella correspondan, sino por la creación de una apariencia que la reproduzca, dándola a conocer de los demás; pero cuando el ímpetu y caudal de la imagen son tales que ella rebasa del cauce que le presta la creación de la apariencia artística, la imagen se desata también por los otros medios de expansión que en lo humano tiene: el gesto expresivo, la mímica, las lágrimas, la risa, los sacudimientos exteriores que a menudo manifiesta el artista en el momento de la producción, y de los cuales refluye a su alma, en virtud de una sabida ley de solidaridad psicológica, la realidad, más o menos honda y perfecta del sentimiento que aquellos signos declaran. Así, de Dickens se refiere cómo penaba y se alegraba con los hijos de su fantasía: y de Diderot, con qué acerbo llanto deploraba los infortunios de su Religiosa; y la identificación entre Flaubert y sus héroes era tal que, si uno de ellos moría envenenado, él sentía ilusoriamente el sabor y las náuseas del veneno; y Byron mismo, aunque opuesto por su personalidad desbordada y avasalladora a esta facultad de metamorfosis en que consiste esencialmente el secreto de la creación épica y dramática, se recluye, antes de escribir la Lamentación del Tasso, en la mazmorra donde estuvo prisionero el poeta de Aminta; y allí le ven agitarse y hacer extremos de dolor e indignación, como si en verdad hubiera descendido a él el alma de aquel gran infortunado. Un amigo indiscreto penetra un día a hurtadillas en la estancia donde escribe Daudet; halla llenos de lágrimas sus ojos. «¿Qué tienes?», le pregunta. «¡Ay! Lloro al mejor de mis amigos»... Y la hermosa cabeza se abate sobre el papel en que acababa de infundir el último suspiro de Jack.

Toda la escala de los valores poéticos puede establecerse sobre la base de esta fuerza centrífuga de la personalidad, graduándola desde su alborear en el mínimo impulso de emoción benevolente, hasta su coronamiento, que es la completa abnegación del ser propio. Una absoluta ausencia de interés y simpatía para con la imagen que se ha de poetizar equivaldrá forzosamente a la incapacidad radical de desenvolverla. Adelantando un paso, la imaginación que forja caracteres y acciones sin auxiliarse, como de concomitante afectivo, más que de ese leve y superficial interés por lo que va forjando, que está implícito aún en la más elemental e insignificante manera de invención, no reflejará jamás sino la imagen descolorida y tibia de lo que se propone transmitir en forma de arte; no producirá sino la obra de la mediocridad. Una concepción más caldeada de sentimiento; una representación de las cosas que suscite en el alma del que las figura, la moción afectiva, el estremecimiento simpático, propios del espectador que se interesa vivamente en una acción imaginaria, pero sin perder por ello la conciencia de su personalidad; o bien del pasajero que se detiene ante una escena real, de duelo o regocijo, y por simpatía humana la comparte, será capaz de dar de sí obra que conmueva y que dure; pero aún no tendrá vuelo con que levantarse al nivel sublime del genio, a las cumbres supremas de la invención, Pongamos que se hace más intensa y eficaz esta virtud de simpatía; figurémonos que el poeta participa de los sentimientos de sus héroes, no ya como el espectador y el pasajero, sino como quien es movido de la voz del afecto o del estímulo de la sangre: como quien se duele o se alegra con el hermano, con el padre, con el hijo. La fuerza de la imagen subirá de punto; la apariencia de verdad será mayor; y con todo, aún no estaremos en la cumbre. Aún cabe modo de imaginar más alto e inefable; aún cabe la comprensión perfecta para la que no basta ese acorde ae dos almas separadas por el límite que diferencia a dos personas; esa relación trascendente de corazón a corazón, cada uno de los cuales mantiene su ser propio y distinto; sino que se requiere plenitud de amor, simpatía total y desatada: aquella que ya no se contenta con menos que con la identificación absoluta, con la participación en la esencia misma del objeto, con el transporte y embebecimiento de la personalidad que logra el místico en el desmayo de la unión extática; y ésta es, por fin, la concepción del genio, misticismo de la religión de belleza; éste el prodigio de donde nace y se desenvuelve tanta peregrina hermosura. A quien de ese excelso modo concibe no le satisface ver y oír objetivamente, en plástica y animada alucionación, al personaje que imagina; sino que ha menester transformarse en él, ser como él, ser él mismo en tanto dura su sueño: prestarle, como el médium presta al espíritu evocado, el organismo propio, sustraída la personalidad usual. Presta así el genio a su personaje los propios nervios, para que con sus sensaciones los pulse; el propio corazón, para que con sus pasiones lo desgarre; el propio cerebro, para que lo abrase y consuma con la combustión de sus ideas. Por eso es la creación genial hondísimo movimiento interior; parto que a veces mata. Por eso la capacidad de vivir en una tantas vidas distintas, sin que las entrañas conmovidas estallen, ni la razón vencida sucumba, es argumento que milita contra los que consideran al genio asociado por naturaleza a degeneración e inferioridad orgánica. «¿Hay alguien actualmente—preguntaba Taine—, hay alguien que sea capaz de soportar la tempestad de pasiones y visiones que pasó por el alma de Shakespeare?»

Nunca logrará tener vislumbre del misterio del genio quien se imagine como acto puramente intelectual la operación sagrada de donde la obra surge, potente y luminosa. Esta flor costosísima necesita, para producirse, de todo el ser; de cuanto es vida; del organismo entero; de las potencias y sentidos todos de quien ha de darla.

No hay fibra en la carne del poeta, ni gota de sangre, ni pulsación vital, que en alguna manera no concurra a la obra. Concertados en activa y armoniosa unidad, exaltación del natural consenso de la vida, todos los elementos, todas las energías y resortes de la existencia individual, se aplican a magnificar el esfuerzo de que nacerá lo hermoso. Si cupiera iluminar y hacer sensible el misterio del mundo interior, en las horas divinas de la inspiración y el trabajo, asistiríamos con arrobamiento a esa afanosa cooperación de todos los instrumentos de la vida, de todas las células orgánicas, bajo el imperio de una idea que brilla, como chispa de luz, en lo más alto y noble del conjunto que traban todas ellas; cooperación semejante a la de los microorganismos que, sin sospechar el resultado precioso de la solidaridad que los vincula, erigen desde el fondo del océano la isla de coral; o bien, semejante a la de los obreros humildes que, en los siglos de fe, reunidos en polarizada muchedumbre, levantaban los muros de estupenda basílica, contribuyendo cada cual con su piedra y su aliento a la realización de una forma imponente de belleza, no bien calculada ni aprendida, acaso por el propio artífice que los guiaba, más que por arte, por inspiración instintiva y candorosa; a la manera que tampoco existe quizá en la conciencia del genio la idea lúcida y cierta de la obra que realiza y cuyo arquetipo inconsciente preside, sin embargo, con infalible autoridad, desde misterioso abismo del alma, la febril agitación de aquellos innúmeros obreros.

La fuerza de la imagen encandecida de amor, que pone su solio en la mente del artista y allí concentra el movimiento vital para dar ser a una forma sensible que la reproduzca y perpetúe, no es menos grande ni importa menos maravilla que la que, por prodigio de amor también, manifestándose en el contemplativo a quien tiene como en alucinación perpetua las representaciones de su Dios, exterioriza y estampa estas imágenes cautivadoras no ya en papel escrito, ni en tela, ni en piedra, sino en las mismas carnes del alucinado. El pensamiento tenaz de los martirios de Cristo, en los anacoretas del yermo, llegaba hasta hacer brotar en sus miembros y costados, por la acción espontánea de la imagen sobre los vasos sanguíneos, los estigmas de la crucifixión. Las llagas del divino cuerpo, pintadas de ese portentoso modo por la sangre obediente al mandato interior de una idea, se vieron en las carnes de San Francisco de Asís, de Fray Nicolás de Rávena, de Juan de Verceil; y por igual arte, las huellas de la corona de espinas aparecieron en la virgínea frente de Catalina de Raconisso. Pintura así sublime, pintura hecha con sangre de las venas, es la que admiras en la obra de genio, por quien te es dado participar de una visión inmortal.

Si imaginar vulgarmente, sin exaltación de amor, sin atención tiránica, no equivale a tener fe en la verdad del objeto que en nuestro interior aparece, y aun menos a perder la conciencia de la propia persona para identificarse y ser uno con la imagen, es porque la percepción de la realidad circunstante limita dentro de un plano ilusorio las ficciones del sueño, y la vigilante luz de la memoria mantiene vivo el sentimiento de nuestra identidad. Pero en el artista a quien la inspiración genial arrebata, como en el sonámbulo cuya conciencia embarga la sugestión que se le impuso, la imagen crece y se desenvuelve y domina, sin luchar con el parangón de las cosas reales ni con la resistencia de la íntima y consciente realidad de uno mismo. Lo real se aleja de ellos a distancia incomunicable: el sueño queda solo y señero, y él suple a la realidad externa y a la interna. Mientras la idea de su obra no pasa de germen sin determinación ni vida propia, ha menester el artista alimentarla con la sustancia de lo real, y por eso observa e inquiere, y fija en las cosas exteriores una atención más ahincada y perspicaz que la de los ojos vulgares; pero desde el instante en que él se pone a la obra; desde que se concentra y retrae, como la abeja bien provista entre los tabiques de su celda, ya no hay para él, mundo exterior ni memoria de sí, Soledad y olvido son requisitos necesarios a la concepción de la obra grande, como el silencio lo era en la construcción del templo de Salomón; pero soledad y olvido son capullo que el genio elabora con el propio jugo de su alma, aun cuando las condiciones de su existencia objetiva se los nieguen; y así el genio consigue y goza olvido y soledad, aun en el seno de la muchedumbre, aun entre el estrépito y combate del mundo. La vieja torre donde se refugiaba, para sus meditaciones, Montaigne; el castillo de Buffon en Montbard; el torreón donde esperaba a Rubinstein el silencio amigo; la habitación cuya escalera quitaba, luego de retirarse allí con su paleta y sus sueños, Buenaventura de Oberbeeck; la isla solitaria de Ticho Brahe, son límites opuestos materialmente a la repercusión de las cosas de afuera, que el genio suplirá por su propia íntima eficacia cuando le falte posibilidad de valerse de obstáculo real y tangible. La sola imagen obsesora, por su natural virtud de inhibición, tiene más poder de apartar y acallar todo lo que la divertiría de su oficio, que la paz que se busca en refugios materiales. Aísla mejor la sola imagen obsesora que cerrazón espesa, y muros de bronce, y ámbito de abismo. Bajo el imperio de la imagen, los datos del sentido se anulan, porque no concordarían con la proyección objetiva de las formas del sueño; los recuerdos que al «yo» sirven de base, se eclipsan, porque disiparían el encanto y se opondrían a la fe que ella exige en su verdad. ¿Qué preocupación del ánimo, qué fuerza de pasión, qué llamado del deber, prevalecerán sobre la imagen que se ha enseñoreado del espíritu; qué valdrán contra ella agitación civil, clamores de la calle, paso de pompas y cortejos, disputas de los hombres, si el mismo fuego de la hoguera no es contacto suficientemente enérgico para arrancar el alma así hechizada de su absorción; y si ni aun el consumirse de las entrañas mordidas y devoradas por las llamas alcanza a devolver el sentimiento de la realidad al mártir que, impasible y extático, arde y perece en cuanto al cuerpo, y sonríe en tanto, con divina sonrisa, a la imagen en que tiene puesta toda el alma?

Cabe en la universal y diaria experiencia notar el poder de desenvolvimiento que la imagen adquiere por solo su separación de la clara conciencia de uno mismo y de las modificaciones externas de la sensibilidad. Esa prodigiosa fuerza inventiva cuyo triunfo admiramos en la grande obra novelesca o dramática es la manifestación, llevado a punto sublime, de una facultad que pertenece a nuestra común naturaleza: la de imaginar acontecimientos posibles, acciones ficticias; la de proyectar, en concertadas imágenes, la previsión, la conjetura, el temor, la esperanza, el deseo; y si en el vulgo de las almas esta facultad dará apenas débil muestra de sí mientras nos atengamos, para aquilatarla al pálido y precario soñar del hombre despierto, cuando la realidad está presente ante los sentidos y el hilo conductor de los recuerdos persiste; ella se realza y magnifica, en las mismas almas vulgares, no bien queda en suspenso la percepción de la realidad y se interrumpe la continuidad de la conciencia. Durante el sueño todos somos inspirados artistas, fervientes mimos y rapsodas que, poseídos del hechizo de nuestras propias ficciones, creemos, sin asomo de duda, en su verdad, y vivimos sólo dentro de ellas. La imagen que, durante el sueño, emerge en la soledad del alma, se desenvuelve libre de crítica que la amilane y de objeto real que la contraríe; halla ante sí la espaciosidad del mundo interior como campo sin guardias ni barreras; y de esto nace un ímpetu de invención que aun en el espíritu más privado normalmente de la aptitud propia del artista, suele producir concepciones de vivísima animación y colorido. Lances, escenas, episodios, inventa aquel que sueña, que despierto no siempre sería capaz de imaginar. ¿No ha dicho Maudsley que despliega más potencia dramática un hombre vulgar en el transcurso de sus sueños que un gran escritor en la vigilia? Secreto de esa misteriosa luz interior con que se transfiguran nuestras noches es la virtud de trocar un concepto o un sentimiento que en informe vaguedad oculta el alma, en concretas y movidas imágenes; libérrima y desatinadamente a menudo, pero siempre con teatralidad intensa; y a las veces aun en mentes cándidas u obtusas, ¡con qué eficacia y sagacidad interpretativa de una idea, de un carácter; de un conflicto de pasiones, posible o real; con qué lógica alada, y sutil inferencia, más hondas que la del raciocinio, certeras como las del instinto y la intuición; de donde nace la potestad adivinatoria del sueño, madre o hermana de la potestad adivinatoria del vates!... Y aún más patente aparece esta capacidad de imaginar aislada de la voluntad y la conciencia reflexiva, cuando se la estudia, no ya en el durmiente común, sino en el sugestionado a quien el hipnotizador induce a considerarse tal o cual persona imaginaria: «Eres un clérigo..., un soldado..., un marino..., un avaro..., un hipócrita.... Como en el poeta épico o dramático, esta abstracción que el sonámbulo ha de revestir de forma sensible pone en actividad todos los recursos de su perspicacia, de su experiencia, de su fantasía; como el poeta épico o dramático durante el sonambulismo de la inspiración, el hipnotizado, transfigurándose en el carácter ilusorio cuya idea le obsede, encuentra, por arte intuitivo e infalible, los actos que convienen a la realización de ese carácter, las palabras que son su medio exacto de expresión; los antecedentes que, de conformidad con su índole, debe recordar, como propios: el desenvolvimiento consecuente, la lógica interior, de esa personalidad ficticia que interpreta con admirable fuerza de verdad. Nada fundamentalmente distinto verifica el sujeto de estas experiencias, cuando, con sólo el nombre genérico que se le propone, concibe y anima un tipo personal dotado de color y relieve: que un Esquilo, un Shakespeare o un Balzac, cuando sobre el simple concepto del remordimiento, de los celos, o de la avaricia, levantan el carácter viviente de Orestes, de Otelo o de Grandet. Ha bastado, en aquel caso, que la idea quede sola en la conciencia, fijada allí por mandato irresistible usurpando el lugar de la habitual representación del «yo», para que se revele de súbito la estupenda comprensión simpática de un modo de ser distinto del propio, en espíritu que acaso no se manifiesta de ordinario capaz de una mediana intuición de simpatía. Si, en lo plástico, el pintor y el escultor suelen valerse eficazmente del modelo vivo con cuya presencia corroboran su sentido de las formas: en lo psicológico, un sonámbulo a quien se impusiera la realización activa del carácter que se trata de desenvolver por los medios propios del arte podría acaso comunicar más de una inspiración fecunda al autor dramático y al actor.

El poder característico, en su plenitud maestra, es, pues, una transformación personal, que embebe el espíritu del artista en el de su héroe. Y como elemento que a consumar esta transformación concurre; como aptitud o sentido que ella trae de por sí, tiene el artista, en tanto que enceguece para lo que hay realmente en torno suyo, la perfecta visión del escenario en que el héroe ha de moverse; visión que a su vez confirma y redondea la ilusión de verdad en que reposa aquel cambio psicológico. La descripción, la pintura del mundo exterior, manifiestas en el poema o la novela, tácitas o indirectas en el drama, son, cuando intensas, como el natural reflejo de las cosas que circundan al personaje imaginado, en la retina del mismo personaje, traído a la vida material y sensible, mediante el organismo del poeta: son una visión firme y pertinaz, y no una íntima vaporación interior de imágenes. En las transformaciones sugeridas de la personalidad, correlativamente con la alteración del medio interno, prodúcese una alteración de las facultades perceptivas, por cuya virtud el sugestionado crea a su alrededor el medio externo que concuerda con su nueva y adventicia persona. Verá, el sugestinado, el mar, si se le trueca en marino; una sala áulica, si en magnate; prados y rebaños, si en Pastor; una celda, si en monje, y lo verá todo clara y firmísimamente. Esta percepción ilusoria, en nada desemejante de la real, abunda en minuciosidades y matices como sólo la inmediata realidad parecería capaz de presentarlos a los ojos. El don de describir, enérgico, plasmante, inequívoco, que en la obra superior admiramos, es, en el artista, el equivalente de esa alucinación con que se complementa la nueva personalidad que se ha suscitado en el sonámbulo. No es la figuración conjetural y laboriosa, que procede por partes, y recorre, una tras otra, las fases y propiedades del objeto; sino la iluminación súbita, simultánea, palmaria, la presencia real de las cosas, que nunca el sentido testimoniaría mejor. No es la representación que se presta a ser modificada por el juicio, agregando, excluyendo, atenuando o reforzando rasgos, como pasa con los conceptos de la imaginación común; sino la representación definitiva y absoluta, tal como se da en el sueño, o en el recuerdo muy vivo, o en la aparición del visionario. No describe el genio como quien imagina, sino como quien ve: es el espectador de Horacio que, en la escena vacía, mira y aplaude animados espectáculos que sólo tienen ser en su demencia; es el ebrio de opio, según lo describe Coleridge, que, en imaginando un objeto, lo refleja al punto en el aire; es Regnault, el pintor, cuya memoria, riquísimo almacén de colores y luz, desborda, no bien cierra él los ojos, sobre la sombra donde pinta mil cuadros y paisajes que el alucinado artista ve con realísima apariencia.

Sólo por esta triunfante emulación del conocimiento sensible, con su acción inmediata, con la absoluta creencia que él infunde, se comprenden la verdad y energía de las ficciones plásticas del escritor o el poeta de genio. ¿Quién no recuerda la maravillosa eficacia de las descripciones con que el Dante levanta a plena luz un mundo fantástico, con relieve aún más firme y verosimilitud aún más imperativa que los que caben en las más patentes reproducciones del mundo real? Las cúpulas de la ciudad de Dite; el fúnebre recinto de Malebolge; el lago donde hierve la pez; el pozo, torreado de gigantes, en cuyo fondo están las charcas de hielo; todo es allí neto, preciso y evidente; capaz de convertirse de inmediato en figura, en bulto, en color; ordenado con inefable y no aprendida lógica; puesto en el espacio con exactitud comprobable por número y medida: todo es allí como sólo alcanza a figurarlo la intuición que alumbra, de un relámpago, la plenitud del horizonte; la intuición, que sabe el secreto del orden de la naturaleza, no siendo ella misma quizá sino el oculto poder constructivo de la naturaleza, que obra en el alma sin injerencia de la reflexión. Y esta facultad de animar intuitivamente lo exterior y corpóreo, llega también, como la intuición de lo espiritual, a aquel extremo de identificación simpática en que la personalidad desaparece, abismada en el objeto: el fervor de la descripción es un misticismo panteísta. Así Flaubert dejó escrito, en una de sus cartas íntimas, cómo, describiendo un paseo de enamorados, se sentía alternativamente, no sólo ella y él, sino también los caballos que cabalgaban, el viento que llevaba sus palabras de amor, las hojas que hacían sonar el viento, el sol que los iluminaba.

La transformación de que el artista es el sujeto, mientras concentra su vida en la obra, suele prolongarse y embargar parcialmente la personalidad verdadera, aun después de pasada la fiebre del trabajo y restituído en su espíritu al vulgar ambiente del mundo. El sueño rebosa sobre la realidad, como el río sobre los sembrados. La común ineptitud del artista para las relaciones de la vida real, sus torpezas, sus distracciones, sus olvidos, son la forma negativa de esta retención de la conciencia por los fantasmas del sueño. Si, cerrando los ojos, imaginas por largo espacio mirar a un punto lejano, y acomodas la vista a esa ficticia percepción, luego que los abras no percibirás sin dificultad los objetos que tienes cerca. Esta es la visión de lo real para el artista que ha adaptado su mirada interior a las concepciones de su fantasía. Después de enfebrecerse en largas horas de inspiradísima labor, Balzac sale a la calle, y no reconoce las de los barrios que más frecuenta. Así como de las cosas vistas en los sueños suelen en gendrarse ilusiones de la memoria que nos las hacen tener por positivamente acontecidas, así el genio entreteje a menudo las ficciones de su vida ideal en la urdimbre de sus horas vulgares. Así como en la vigilia suelen despertarse ráfagas del alma del sonámbulo, así la personalidad adquirida durante la ficción reaparece inopinadamente en la conciencia que una vez tuvo de huésped. Hoffmann y la Radcliffe sintieron su existencia atormentada por la obsesión de los espectros a que ellos mismos dieran ser en sus obras. Carlos Lever, en medio de un círculo de amigos, desviándose repentinamente, como quien cede a una sugestión impuesta a plazo fijo, de la conversación que mantenían, los llamaba con los nombres de los héroes que él había creado y les hablaba en relación con los caracteres y refiriéndose a los actos que a éstos atribuía. Aun en la carne, aun en el semblante, puede quedar la huella de la máscara que se puso el poeta y quedar en forma que perdure. Algo aprendido de la expresión amarga de los réprobos, del contacto del eterno dolor, hay tal vez en aquella frente torva, y aquellos labios como sellados y aquel rostro enjuto, que encuadra una capucha ceñida de laurel, junto a la sombra de Virgilio (168).

[XLIII]
[LA LIDIA DEL ESTILO Y LA PERSONALIDAD]

Aun cuando la labor del artista no se aplique a forjar un alma imaginada, en quien refunde y desvanece la propia; y aun cuando, si sólo escribe de sí mismo, no tenga el toque inspirador, la virtud de prestarle vida y sentimiento nuevos, ni engrandezca y excite desusadamente los que él ya conoce por suyos, de modo que cree en él una personalidad distinta, si no en calidad, en intención: todavía la labor en sí, la lidia del estilo, cuando ella es recia y honda, da lugar en el artista escritor a una transfiguración de la personalidad, que, como en aquel que fuera presa de ebriedad sublime, disipa la memoria y conciencia de su ser verdadero, le arrebata todo a la obra, y trastorna su naturaleza moral hasta sacar a luz, del alma más inquieta, benéficas reacciones de la inteligencia y la voluntad.

[XLIV]
[LA VANA Y SUPERFICIAL CORTEZA]

Pero la más frecuente razón de disparidad entre el hombre y el escritor es quizá la que consiste en que la personalidad habitualmente manifiesta y en acto no es más que un yo ficticio, no es más que aquella vana y superficial corteza, adquirida en el andar del mundo; mientras que en la persona del escritor el yo innato y natural recobra sus fueros. Las mil diversas sugestiones e imposiciones del ambiente, las mil influencias de falsedad e imitación que tienden a apartarnos de nuestro centro íntimo, ofuscan en el hombre exterior la conciencia de su verdadero ser, y cuanto hace y dice en el mundo es arte de cómico, a quien concluye por engañar, como a los demás, la verosimilitud de sus mismas ficciones. Pero el ser real, si reprimido y oculto bajo esta personalidad parasitaria, nunca muerto, persiste en lo hondo del alma y triunfa en la hora de la inspiración, que, viniendo de este modo en el Musset enervado y aridecido de los últimos tiempos, el favor del numen hacía brotar ráfagas del alma ardiente y sincera que un día fué su alma. Considerado el arte en cuanto obra social, tomado en su relación con la conciencia colectiva, todo él podría ser definido, en cierto modo, como un proteísmo de esta especie. A las grandes épocas de acción suceden en la historia de los pueblos las grandes épocas de arte; y las épocas de arte, que toman preferentemente su jugo de la tradición y la leyenda, son como el recuerdo afectivo y vivamente figurado de la acción: son el imaginario remedo de las energías que el alma popular desplegó en sus magnas empresas, remedo en que se ocupa el alma después de que se ha extenuado el impulso y estímulo de esas energías; después que la realidad de la acción es de estancamiento, o de desvío quizá, respecto de las hondas fuentes del instinto colectivo.

A esta potencia purificadora de la inspiración contribuye (169) la virtud que ella frecuentemente tiene, de evocar y reanimar los recuerdos, imprimiéndoles carácter de realidad actual mediante la reviviscencia de su tono afectivo, de la emoción que acompañó a los hechos, o los estados de alma a que se refiere el recuerdo (170). Un pasado en que fuimos mejores y más puros reaparece así en nuestra conciencia al llamado (171) de la inspiración, con su cortejo de emociones que, en la vida real y por influjo directo de las cosas, no seríamos ya capaces de experimentar.

[XLV]
[LA CAMPANA DE HUGO]

...................................... (172) aquellos frescos abismos, es toda sinceridad y verdad. No pudiendo el ser real desplegarse tal como es, en la actividad de la vida, toma el desquite de crearse una esfera de acción propia e intangible en las concepciones de la mente. Hombres vanos y falsos en lo exterior de su actividad, son así hondamente verdaderos en cuanto escritores. La espontaneidad de los afectos, la ingenuidad de los juicios, la naturalidad de las palabras: toda esa flor de verdad que marchita en el hombre real el polvo del mundo persevera, intacta y pura, en el hombre ideal: en el alma del escritor. De esta observación psicológica es de donde toma su asunto aquel canto admirable que intituló Víctor Hugo La Campana.

Cuando la campana sale de las forjas, la apariencia visual del bronce, limpio y luciente, guarda armonía con la vibrante claridad del son. Luego, levantan la campana a la torre; allí el aire y la lluvia, tenaces enemigos, róbanle lentamente su brillo y su belleza, como la intemperie de la realidad su candor al alma.

Fea es ahora la campana; pero algo queda en ella que no envejece ni profana el tiempo, y es el timbre de su voz. La voz brota de las entrañas del bronce descolorido (173) y maculado, con la nitidez del primer día, cuando el bronce era nuevo: en la voz y por la voz perdura la briosa y bella juventud de la campana. Hermoso símbolo de la incorruptible virtud que preserva en el alma musical del poeta los de que, en su sobrehaz, en el alma que él manifiesta para el mundo, no quedan ni vestigios. Aun después que el hombre se rindió a las impurezas del mundo, limpia y sagrada es la palabra del poeta.

[XLVI]
[LA FISONOMIA Y LA MASCARA]

Como la del artista que se vale del verbo, la inspiración de aquel otro que maneja la línea y el color y los ordena en la creación de una naturaleza encantada, es a menudo fuerza que disloca el eje de la personalidad y pone, al descubierto, una fisonomía en todo opuesta a la máscara que conoce el mundo.

El lienzo que el artista tiene ante los ojos es, entonces, el espacio por donde gira una inteligencia diversa de la que él aplica a los usos de la realidad; el pincel que toma en la mano es el instrumento con que se ejercita una voluntad diferente de la que prueba en lo común de la vida; la paleta de donde saca el color es el corazón cuyos impulsos gobierna una sensibilidad distinta de la que.

[XLVII]
[EL RAPTO DE LA INSPIRACION PICTORICA]

Aquel belga flemático que discurre por las calles de Amberes con la acompasada parsimonia que ves en los burgomaestres de los trípticos; que entra ahora a su casa, donde todo está en orden severo y nimia corrección, y toma de un arca un libro donde anota en perfilados números lo que debe y lo que gana; que si enciende su pipa, se hunde en beata somnolencia, y si habla, salen las palabras de sus labios como un rebaño perezoso, pasará luego a una estancia muy llena de luz, donde hay un lienzo extendido, que manchan inconclusas figuras; y puesto ante esta tela, su sensibilidad cambiará por ensalmo: será impetuoso, apasionado, violento, y del impulso de su mano, y al parece también de la reverberación de sus ojos, como entre el vapor sulfúreo que sahumaba las fauces de la Pitonisa, brotarán sobre el lienzo, no apacibles poemas, parcos de movimiento y color, sino formas donde rebose la brutalidad de la fuerza y la vida: las palpitaciones de la carne espoleada por furores pánicos, la sensualidad gigantesca, la fiebre y el arrebato de la acción, en las figuras portentosamente redimidas de su inmovilidad fatal: las exorbitancias del lujo, las ferocidades del martirio: Rubens es ese flamenco de alma doble. Una dualidad semejante, aunque, en cierta manera, con inversión de los términos, hubo en el alma del pintor David. El visionario de la Convención, el agitador iluso que procede por quiméricos alumbramientos y espasmos febriles, llega a la tela donde ha de evocar su mano un clásico recuerdo o fijar la historia pintada de uno de aquellos mismos días tempestuosos; y la severidad, la precisión, la firmeza olímpica, sustituyen entonces al desordenado curso de las imágenes que su mente no destina a realizarse por los movimientos del pincel. Entre las curiosidades de la psicología anecdótica, dura el recuerdo de un artista que, desesperando de lograr que el que le servía de modelo acertase con la expresión propia del semblante de un moribundo, toma de pronto un puñal y lo hunde en las entrañas del mísero, forzadas de tal modo a dar de sí la expresión que anhelaba. ¿Quién niega la posibilidad de que este homicida fuera, en el círculo de su existencia real, un hombre dulce y bueno?

Miguel Angel, encerrado por su voluntad en la Capilla Sixtina, sin sentir los pasos del día y de la noche, incapaz de sueño y de hambre, pálido, febricitante, convulso, moliendo por sí mismo el color a pulgaradas frenéticas, poseído de santo desatino como aquel de que habló una vez la mística doctora; mientras, al conjuro de su pincel, se desenvuelven, en el fresco enorme, las visiones del Paraíso y el Inferno, vírgenes, ángeles, precitos, luz y sombra espantable, es fulgurante ejemplo del rapto de que es capaz la inspiración pictórica, levantando, cual la del poeta, una personalidad expresa, en la que está la común y ordinaria del modo como el agua que dormía está en la ola sublime.

[XLVIII]
[EL MUSICO ES DESATADO PROTEO]

Aún hay otra esfera de transfiguraciones más hondas y esenciales. El poeta y el pintor evocan formas concretas, que vivifican con su propio espíritu, derramado en efervescencia fuera del molde personal; pero el artista que amaestra las ondas del viento, el que rige los números sonoros, ése, cuando deja su personalidad común, como la ropa en la playa, al borde del océano en que se abisma, queda ágil y capacitado para descender a regiones donde nunca fué consentido el paso a otros; y no sólo, rasgando lo que es corteza y límite en los sentimientos humanos, se identifica (174) con su misma virtualidad y quintaesencia; no sólo ahonda, hasta donde ofrece sujeto, la simpatía que los hace compartibles, sino que se sumerge aún más, y llega a la profundidad remotísima de las afinidades y los estímulos primeros (175): a la profundidad de la vida elemental, en donde todo lo creado es uno, en donde todo habla un solo y transparente idioma, cuyo recuerdo despertará (176) en la conciencia de los hombres a la evocación de la armoniosa teurgia.

Nada como la inspiración del músico grande, para quebrantar en el alma donde asiste, los términos de la propia personalidad y difundirla por cuanto abarcan las posibilidades del ser. Quien se llama Mozart, quien se llama Bellini, quien se llama Beethoven, es inmenso (177) Proteo, cuya esencia incoercible lo mismo encarna en espesura de selva centenaria, que en hervor de desmandado (178) torrente o en bóveda de augusta basílica; lo mismo usurpa el modo de ser de la montaña, que el de la nube vagarosa o el del tenue hilo de lluvia; lo mismo habla por medio de los odres del aire, que por el buche del pájaro, o por los élitros del insecto que vive oculto debajo de la hierba; ya palpita en inocente pecho, ya alienta e inflama unas fauces bravías, ya es frente que piensa más hondo que como se piensa con palabras; ya se distribuye e infiltra en multitud entera; ya toma cuerpo angélico y se arrebata a cumbres donde aspira el frescor de lo infinito y contempla el (179) original de todas las cosas y se embebe en la lumbre de la eternidad.

Por la eficacia transformante de esta arte divina en el alma de los que la escuchan, si han nacido para escucharla, es posible inferir cuál sea su virtud de igual índole en el alma de aquellos a quienes hace don de sus inspiraciones y que beben, en la propia fuente, sus aguas sagradas.

Un maestro (180) de la psicología mostraba (181) no ha mucho, y comprobaba con observaciones muy llenas de interés, la acción realmente hipnótica que la música ejerce siempre, en más o menos grado, sobre los ejecutantes de genio. Desde que Pachmann se sienta junto al piano muda por completo de fisonomía, y como en el hipnotizado a quien se sugiere, con sólo una palabra, emociones que se reflejan una tras otra, con pasmosa plasticidad, en su semblante, así cien almas van estampándose sucesivamente en la máscara del músico, al compás que el torrente armonioso trae consigo ternura, voluptuosidad, ira, entusiasmo, adoración, terror, melancolía. Pero el que ejecuta no es sino el intermediario, el copero que no ha arrancado y pisado el racimo por sí propio: aún más intensa, aún más honda, que la emoción del que ejecuta, es, como ha de imaginarse, la emoción del que crea.

[XLIX]
[LA FECUNDA INCONSCIENCIA GENIAL]

De cuantas son las inspiraciones creadoras, la del músico es aquella en que más cumplidamente se realiza el transporte de alma que un día se explicó por el favor misterioso del numen, y que hoy tenemos por obra de la actividad inconsciente que limita la jurisdicción de nuestra personalidad. El éxtasis, el olvido de sí, la inspiración súbita, la concepción durante el sueño o el semisueño: todas las formas de la inconsciencia genial, predilecta son de la música. Wagner, Mozart, Haydn, Chopin, son ejemplos de fecunda insconsciencia. La parte de nosotros que reflexiona y sabe sus actos, tiene en esta gloriosa actitud del espíritu menos intervención que en otra alguna; y acaso por ello es el instinto musical la facultad superior que más fácilmente se concilia con la inferioridad de quien la posee, cuando éste vuelve a la vida real y a la sociedad de los hombres.

[L]
[LA INSPIRACION EN EL GENIO HEROICO]

¿Quién duda de que si la inspiración es alma nueva, un alma nueva obra también en la actividad del genio heroico? La inspiración de las batallas es, tanto como las otras, enajenamiento, transfiguración y doble espíritu. De la más vulgar arcilla puede valerse la alquimia que produce tal oro. El héroe es, con frecuencia, en la vida común, quien más ajeno (182) aparece a esa misteriosa fuerza que, llegada la sublime ocasión (183), brotará de su alma, como de la nube el relámpago.

El ímpetu arrebatador; la serenidad comunicativa, que derrama un óleo milagroso sobre las olas del miedo; el mirar de águila que ordena y reparte ingentes multitudes y fija allá, adelante, en el espacio, el sitio donde ha de ser el triunfo, son cosas cuya huella suele disiparse en el héroe, sin dejar el menor vestigio por el que se las reconozca, no bien pasa del campo donde tan grande aparece al de las faenas y costumbres de la paz En Marco Antonio admiró la antigüedad (184) la oposición entre el sibarita de Capua y el león de la guerra; en Mario, la impresionabilidad liviana, que le movía en las juntas públicas, y el firme e imperturbable sosiego con que dominaba (185) sobre el estruendo (186) de las armas. ¿Quién reconocería a Murat, el vencedor, el rayo de la audacia (187) heroica, en el rey pusilánime que no acierta a dar un paso por sí en los consejos del gobierno, y se angustia agitado por cien distintos pensamientos sin fuerza ejecutiva? Cuando preguntaban a Napoleón el juicio que tenía formado de Ney, contestaba: «En el campo de batalla es un Dios; fuera de él es un niño.»

Y del propio Napoleón nos refieren las memorias de su médico qué prodigiosa transformación orgánica se producía en él apenas lo rodeaba la tempestad en que presidía como numen. Mientras en la paz su pulso latía lento y desmayado, y la depresión de su espíritu le tenía en permanente malestar, semejante (188) al de quien respira en un ambiente enrarecido, con el primer trueno del combate su corazón recobraba el ritmo que es de naturaleza, toda la actividad de su organismo tomaba doble impulso, y la exaltación del sentido vital le llenaba de una alegría voluptuosa, como debe de pasar en el animal marino que, luego de sacado de su elemento, es devuelto al seno del agua.

 

..........................................

[LI]
[EL «ALMA NUEVA»]

Dos conclusiones fluyen, para nuestro propósito, de estos ejemplos de la virtud conversiva con que se manifiesta o en que consiste activamente toda superioridad humana.

Es la una que si el estremecimiento de entrañas de la inspiración puede modificar hasta tal punto los caracteres de la personalidad, no sólo levantando a altura desusada y sublime los que ya existen en ella, sino anulándolos a veces y suscitando en su lugar otros que en nada se les asemejan y aún que son su viva antítesis, esto abona que la sustancia de que estamos hechos es naturalmente (189) plástica y modificable. Y son las mismas fuerzas de amor, de apasionado interés, de atención subyugadora, de enajenante simpatía, que producen en el genio la mutación dichosa y eficaz de una hora; son las que disciplinadas y dirigidas a un fin sistemático, para el cual se valgan de la alianza del tiempo, tienen el poder de producir en lo común de las almas las transformaciones reales y definitivas. Es la otra conclusión, que la inferioridad y pequeñez de que seas espectador en ti mismo, en el curso de tu vida común, no han de ser causa de que desestimes tus vislumbres de que en lo ignorado y virgen de tu alma radique alguna de las fuerzas superiores que levantan al hombre sobre el promedio de los hombres.

La elección de esos númenes repara poco en las condiciones a que se atendría el juicio del mundo, en la persona del electo. Trípode del genio es la ocasión y la obra a que su actividad se aplica es, no término que quede fuera de él, pasivo objeto a que su alma trascienda, sino complemento con que se integra su personalidad dentro de una síntesis personal más alta. La fase fulgurante puede alternar en él lo mismo con una relativa luz de mediano resplandor que con una opaca del todo.

El «alma nueva» de Pitágoras, ya se la entienda en su sentido sobrenatural y mítico, ya en el sentido humano de una alteración que procede (190) del fundamento (191) orgánico de la personalidad: el «alma nueva» es el secreto de todas las superioridades sublimes.

[LII]
[OTRA FORMIDABLE FUERZA DE AMOR]

¿Hay cosa que en el concepto del vulgo aparezca más distante de cualquier transfigurado encantamiento íntimo que la reflexión del sabio: esa operación que nos figuramos comúnmente fría, tediosa, y limitada a la esfera impersonal de la inteligencia, sin relación con el fondo orgánico y sensitivo de la personalidad? Pero la subyugadora atención que concentra el alma del sabio en el pensamiento de su obra es también una formidable fuerza de amor; y sólo esta poderosa energía fuera bastante para poder estimular con eficacia semejante tensión del espíritu en un sentido duradero y único (192).

[LIII]
[LA MENTE DE ARQUIMEDES]

Siempre que la atención sube de mediano grado, el sentimiento de la personalidad propia desaparece, y le sustituye el de una personalidad aventicia, que se confunde en cierto modo con el objeto o idea en que está puesta la atención.

La antigüedad nos muestra el ejemplo de estos sublimes transportes de la mente, en el caso de Arquímedes, muerto por los soldados de Marcelo, sin que él repare en su presencia, ni cuando allanan la ciudad, ni cuando uno de ellos llega amenazador junto al sabio, en la plaza donde permanece, consagrado a resolver su problema de geometría.

Desde que se absorbió en la resolución del problema, dijérase que la conciencia de Arquímedes no está ya en su cuerpo, el cual queda inmóvil y como suspenso en sus sentidos y funciones: está en el círculo que hay trazado en la arena y sobre el que su pensamiento trabaja. Ocupa la conciencia el centro de ese círculo y lo anima; él es ahora el organismo de ella, su forma corporal. Tocar un solo punto del círculo fuera herir el único órgano actual de la sensibilidad de Arquímedes, en tanto que derribar con la espada esa estatua inerte, que fué el geómetra, y que aparece, baja la cerviz, la barba puesta en el hueco de la mano, fijos los ojos en el suelo, a la vista del romano iracundo, no es dar de qué inquietarse a la conciencia de Arquímedes. El hierro es dueño de matarle; no es dueño de desembeberle.

[LIV]
[LA FACULTAD ESPECIFICA DEL CRITICO]

La facultad específica del crítico es una fuerza, no distinta, en esencia, del poder de creación. La idea de una forma de espíritu que por naturaleza niega y destruye, idea asociada en un tiempo a aquella clasificación intelectual, ha perdido su auge para dar lugar a una concepción según la cual la categoría del crítico, como la especie dentro del género, dentro de la total esfera del artista, participa de todos sus fundamentales caracteres y aptitudes.

En la común contemplación estética hay ya implicado un principio de actividad y cooperación, sin cuya asistencia no se comprenderá todo el carácter y virtud de la capacidad contemplativa. Si se recuerda que, así como la obra de arte es la visión de la naturaleza al través de un temperamento personal, la obra ha de pasar a su vez por el crisol de un temperamento y suscitar la reacción de él para despertar el sentimiento íntimo de su belleza, se concebirá cómo esta emoción y el juicio que a ella acompaña llevan en sí un germen de actividad y originalidad creadora que sólo en grado difieren de las que constituyen el genio del artista. Hondamente sintió Juan Pablo este elemento activo del gusto, cuando afirmó: «El que una vez ha dicho: Esto es bello, aunque se engañe, prueba, con eso solo, poseer la facultad creadora de la fantasía.» Si la comprensión plena y perfecta, aun en la esfera del puro conocimiento intelectual, importa un acto de reconstrucción en cuya virtud el espíritu crea nuevamente el objetivo con la plenitud de sus caracteres y condiciones, la comprensión estética, en la que entra, por mucha parte, como elemento, un impulso afectivo, una emoción de simpatía, participa aún en más alto grado de esa espontaneidad de reacción y de esa virtualidad generadora. El espíritu dotado de entendimiento de lo hermoso que ante la Venus de Médicis o leyendo un canto del Infierno refleja una imagen de belleza hondamente sentida y bien gustada, despliega un poder de actividad y originalidad estética más intenso que aquel que le será necesario para concebir por sí solo una obra vulgar o una obra mediocre. La crítica no es sino la expresión consumada y perfecta de la aptitud de contemplación artística, y ese elemento activo que en la pura contemplación germina, en el gran crítico se magnifica y realza hasta emular la potencia creadora del grande y soberano artista. Más de resalte aparece esta virtud de la crítica inspirada cuando el crítico aplica su arte de escritor a la obra de arte de otro género que el que tiene por instrumento la palabra; cuando un Diderot, o un Taine, o un Teófilo Gautier, rehacen las obras del pintor, quizá con más generosa vida, más fuerza plástica y más idealidad que las que aquéllos hacen de su tela.

El objeto de la contemplación es deudor a la superioridad de quien lo contempla, no menos que lo es el espíritu de éste a la superior influencia de aquél.

Como poema escrito en idioma cuya clave se hubiera perdido; como campana que se tañera donde no hubiese aire, así la obra del genio sin la sensibilidad y la inteligencia del contemplador. Es, en esta manera, el espíritu del contemplador el que gradúa la intensidad y belleza de la obra. No hay una sola Ilíada ni un solo Hamlet; hay tantas Iliadas y tantos Hamlets cuantos son los íntimos espejos que, distintos en matiz y pulimento, ocupan el fondo de las almas. Cada ejemplar de un libro equivale, desde que adquiere dueño y lector, a una variante singular y única. El crítico, que es quien, por su superioridad de ver. tiene para su uso el más precioso ejemplar de cada obra maestra, concurre a que se rectifique y mejore el ejemplar en que lee cada uno de los otros. La crítica profunda de una obra genial ha de poner al lector de esta obra en la condición de aquel que, después de conocer un drama por su simple lectura, lo ve representar por verdaderos artistas. Intima semejanza vincula la función que desempeña el actor respecto de la creación que interpreta, con la que cumple el crítico artista para con la abra que juzga. Uno y otro trabajan sobre naturaleza refleja: sobre naturaleza convertida ya en arte mediante la melificadora industria de otro espíritu; pero así el uno como el otro aportan a la interpretación una parte considerable de espontaneidad, de iniciativa, de invención propia, que no sólo desentraña y realiza bellezas de la obra que de otra manera permanecerían eternamente veladas a los ojos comunes, sino que, con motivo y por sugestión de esta ajena belleza que transparentan, sacan a luz del propio espíritu bellezas consonantes y complementarias que a ellos solos y con plena originalidad pertenecen. Yo siempre he peasado que la virtud activa implícita en la contemplación del crítico puede llegar hasta crear, por sí sola, belleza donde no la hay, viendo y «patentizando» hermosura en obra donde el autor no puso un rayo de esta luz divina, a la manera como el cómico crea y explota por sí veneros de bellezas en el desempeño de caracteres que le da a interpretar un drama nulo o mediano. Cuando el crítico admira y crea (si admira y crea bien) en presencia de una obra privada de real y objetivo mérito, no siempre juzgues pensando que hay en ello insinceridad o aberración: antes piensa que, muchas veces, el crítico, en tanto que admira y crea, descubre sobre motivos que el autor no acertó a utilizar, original belleza; y esta belleza vale tanto así como cuando de cualquier otro modo hubiera llegado a ser; y por ella merece redimirse a la obra de la insignificancia y del olvido con haber dado ocasión para que en espíritu más alto que el del poeta que la compuso se encienda la visión de beldad que éste en vano aspiró a realizar. Como en la filosofía de hermosura de la primera Enéada, el alma alucinada del crítico artista ama entonces su propia belleza en lo que encuentra hermoso, y que sólo por reflejo de aquella anterior belleza llega a serlo. Es alquimia semejante a la del vago y torpe rasguño, de oscura mano, que el grande artista se apropia para levantar sobre sus rasgos informes la obra maestra. Así la novela de Brooke, obra que se transfigura en el drama de Shakespeare; o en el pasillo grosero que da de sí la idea capital del Fausto.

Todas las energías de la sensibilidad que concurren en la fragua de la imaginación del artista para fundir la mezcla campanil de la obra son también fuerzas necesarias a las actividades del crítico. Ni la indiferencia, ni la frialdad, que, de atenernos a un concepto puramente intelectual de la crítica de arte, habíamos de erigir en principios de equidad y de acierto, valdrán jamás, como instrumentos de penetración y de juicio, lo que valen el interés, caldeado de amor, y la perspicuidad de la admiración hondamente verdadera. El crítico, tratándose de la obra de arte como de la acción heroica, es, por mitad cuando menos, una emoción participante. Del entusiasmo cuasi lírico, que arrebata para iluminarse en la consideración de la belleza, una centella de su propia luz, nacieron siempre las grandes intuiciones y eficacias de la crítica artística; desde Longino hasta Ruskin. El alto conocimiento analítico no obtendrá nunca sino los elementos disgregados e inertes de esa unidad viva y orgánica en que consiste la creación artística. La esencia vital, el soplo que por obra se difunde y la anima, no se entregará jamás sino a la mirada apta para llegar a lo hondo de la conciencia del poeta y conocerle como cada uno a sí mismo se conoce por intuición inmediata, transformándose momentáneamente en él; no se entregará sino al conocimiento por amor, por transporte al mismo centro del objeto, que es la manera de conocer propia del artista, la penetración poética, la interpretación a que en la obra del artista damos nombre de creación. Todas las sutilezas y habilidades del análisis, todos los recursos de la sabiduría, todos los prestigios de la forma no suplirán, en el juez de cosas de arte, la ausencia de esa virtud intuitiva e inconsciente, alma del sentido crítico; tan intuitiva e inconsciente como la propia inspiración del artista, de la que no es sino una manifestación particular. Así como la visión genial del poeta se levanta de la percepción de un rasgo aislado, de un gesto, de un movimiento, de una actitud, a la iluminación total y armoniosa de un carácter visto clarísimamente de hito en hito y hasta lo hondo y entrañable de él, así la visión genial del crítico grande reconstruye sobre una página, sobre una frase, sobre una impresión que la palabra fija, el estado de alma de donde surgieron y el alma misma que por tal estado se determina en cierto instante. Es la propia intuición artística, con la diferencia de que tiene por punto de partida el dato reflejo, en vez del natural e inmediato; como es la propia intuición artística la intuición del historiador, con la diferencia de que se aplica a realidad concreta y pasada, en vez de aplicarse a realidad actual y discreta. Todo cuanto cabe decir sobre la transfusión del alma del artista en el objeto de su obra es tam bién indistintamente aplicable al crítico y al historiador. La condición primera y esencial de la visión histórica es lo que con sugestiva paradoja llamó alguno la profecía del pasado; o en otros términos, el sentido inmediato e inconsciente de la realidad que fué. La investigación y el discurso sólo darán de sí la inteligencia de las cosas, no su honda comprensión, que es nunca concedido a esa indiferencia apática que Mérimée paradójicamente incluía entre las artes del historiador, como quien tratar con brutal cortafrío lo que sólo por la acción íntima y entemecedora del fuego puede trabajarse convenientemente. Para consumar el milagro evocador en que la más alta historia consiste, será siempre menester la intuición inspirada a cuya altura el pensamiento científico se transforma en facultad poética.

No hay grande alma de historiador sin alguna parte de aquella ilusión de la memoria y de la conciencia personal que induce al alma enamorada de un tiempo muerto a figurarse dentro de él; la ilusión de una existencia anterior que llenó de misterios de lo heroico la mente de un Shelley o un Ballanche, amigos de la infancia de Antígena.

La visión del pasado tiene, en el historiador de genio, la unidad inmodificable, la verosimilitud imperativa, de una reminiscencia o de una paramnesia. Y a este reconocimiento ilusorio de las imágenes del pasado, únese en el genial historiador la afinación perfecta del instrumento de su sensibilidad y el de su inteligencia, según los modos de sentir e idear, propios del tiempo mismo que alucinadamente recuerda. Su personalidad puede mostrar, en convicciones y pasiones, una forma neta y exclusiva, mientras se mueve su vida real; pero, llegado al campo de la interpretación histórica, toda forma irreductible desaparece, y su sustancia psíquica se vuelve capaz de recibir las operaciones que más la conformen para adecuarla a la identificación con la de otros; como el metal se presta a ser estirado por la hilera, comprimido por el laminador, batido sobre el yunque. De esta manera Michelet, siendo un espíritu radicalmente definido y apasionado en las luchas y los problemas de su tiempo, manifiesta en el cultivo de la historia la más asombrosa facilidad de adaptación. Porque en el historiador, como en el crítico, como en el poeta, el fundamento de la visión genial es el poder transformante con que el amor su fantasía; es la fuerza sublime que nos impulsa a pasar el límite de nuestro ser para participar de lo íntimo y personal del ser ajeno, ya sea éste real o imaginario.

[LV]
[LA DUPLICIDAD DEL CRITICO]

Pero la penetración simpática que ilumina los antecedentes y condiciones que vinculan la obra al espíritu de que ha brotado, y que faculta así para comprenderla plenamente, no es en sí misma el juicio que determina la calidad y quilates de la obra, el juicio que constituye la última y esencial finalidad de toda crítica; sino que es sólo el camino por donde a ese juicio se llega y que asegura su acierto, su equidad, la verdad probable en la apreciación del valor de la expresión artística, luego de adquirido el conocimiento perfecto del estado de alma que en ella se trata de manifestar. Más aún: si la simpatía que hace al crítico participante de la personalidad del autor a quien comenta dominara sola e ilimitada en su espíritu, esto equivaldría a la inhibición de todo juicio, a la imposibilidad de cualquiera aplicación eficaz del criterio y el gusto. Quien, por la virtud transformante de la simpatía, infeuda en absoluto su personalidad a la ajena, padece sugestión que aniquila todo impulso de originalidad y libre examen. Pero es carácter de la organización intelectual propia del crítico, que, a pesar de la identificación simpática con el alma del poeta, quede intacta en aquél la libertad del juicio y del sentido estético. La personalidad ficticia y transitoria que, por imitación de la del poeta, emerge en la conciencia del crítico, no es sino la mitad de la personalidad total de este último, tal como se manifiesta en el acto de la contemplación y el discernimiento. El crítico de sensibilidad simpática es por excelencia el homo duplex, el más fiel ejemplo genérico de escisión o doble faz de la personalidad. Junto al sistema personal que piensa y siente al unisón del alma con quien se pone el crítico en relación de simpatía, vela en su conciencia el sistema personal que hace de espectador sereno del otro. La simpatía que el crítico y el artista han menester como condición primaria de su naturaleza no es sino una superior expresión de esa honda y elemental energía de la vida, que tiende a propagar, por imitación natural y espontánea, de uno a otro ser, ya formas y movimientos, ya emociones e ideas; y este impulso comunicativo, en su manifestación psicológica, no implica necesariamente la unidad absoluta de un estado de alma en que el afecto compartido domine única y despóticamente, como en el sueño de la sugestión, inhibiendo cuanta actividad reflexiva pueda analizarlo y cuanta fuerza de sensibilidad tienda a oponérsele. La participación en determinado sentimiento, medio único de conocerlo y penetrarlo hasta el fondo, no obliga al crítico ni a la aprobación de ese sentimiento ni siquiera a la complacencia en él. Aun sin salir de los términos de la simpatía común, no es rara la ocasión de comprobar cómo cabe sentir en uno mismo la virtud contagiosa de un dolor, una pasión o un apetito, y conocer al propio tiempo lo que ellos tengan de injustificado o pernicioso, permaneciéndose capaz de juzgarlos con serena razón, y tal vez de experimentar, conjuntamente con ellos, un contrario impulso de repulsión y desvío; y en este hecho de observación general se encierra el germen de este género de simpatía conciliable con la superior libertad del espíritu, que en el crítico alcanza manifestación orgánica y perfecta.

Yo suelo clasificar en tres categorías a los lectores de un libro de sentimiento y de arte, según la manera como, en presencia de éste, reacciona su sensibilidad. En el primero y más bajo círculo, cuenta al lector incapaz de abnegación imaginaria; condenado, por la fatal inercia de su «yo», a no considerar la obra ajena sino del punto de vista de una vana generalización de su alma propia; dando por nulo o falso todo lo que no se le asemeje. Sobre este molde están hechos los espíritus negativos y fríos de la lectura vulgar y de la crítica. Si meros lectores, cerrarán con indiferencia o hastío el libro que les pone delante la imagen viva de un alma distinta de la suya. Si críticos, razonarán esta incomprensión, y acaso pretenderán erigir en juicio de valor objetivo, en dogma o ley con autoridad sobre todos, la fórmula de su Propia limitación e incapacidad. Una segunda especie de lectores es la de aquellos que sobreabundan en facilidad y extensión de simpatía hasta el punto de abdicar instantáneamente en manos del nuevo autor que cada día los fascina y seduce, toda espontaneidad de reacción y toda independencia de juicio. La lectura es en ellos como esa semisomnolencia abúlica que precede al sueño del sonámbulo; y sonámbulos son, en realidad, para con el hipnotizador que, desde las páginas del libro, les impone su voluntad subyugadora y su sensibilidad fascinante. El más leve vestigio de aptitud crítica queda inhibido y anulado en ellos por la absoluta enajenación de su libertad. Por último, cuento al lector en quien real y verdaderamente asiste espíritu crítico, que es el capaz de duplicarse psicológicamente durante la lectura. En él se da, para la eficaz comunicación del sentimiento, la docilidad del espíritu a esa fuerza hipnótica del arte que, como en la pasta de la cera o en el lacre fundido para el sello, estampa la imagen fiel, la impresión nítida de un alma ajena, cual si evocara, dentro de nosotros, un alter ego de esta alma con la exacta y sutil reproducción de todos sus procesos mentales y afectivos; pero, por encima de esta personalidad refleja, permanece en el temperamento crítico, como la estrella serenísima sobre la nube que vela el horizonte para nuestros ojos, el criterio que juzga con arreglo a una norma superior de verdad y de arte: permanece la facultad de juzgar, que es la que determina propiamente al crítico, no avasallada nunca por la tempestad de ideas y pasiones que allí, en el propio espíritu, se desarrolla en tanto, bajo ella, por imitación y contagio de lo que pasa en el alma del artista a quien se trata de comprender y valorar. No es éste un hecho fundamentalmente distinto de la duplicidad psicológica del actor o el orador que, en el transcurso de la actividad de su arte, se observan y juzgan, consciente o inconscientemente, a sí mismos. El prurito de análisis que, aplicado a los actos y a los sentimientos propios para considerarlos con objetividad, impersonalizándose, en esa actitud frecuente durante el ensueño que consiste en soñar y a la vez mirarse soñar, es condición característica de las organizaciones cavilosas y contradictorias, como las que personificó La Bruyère en su Hegesipo; esa condición que fué la de un Amiel, espectador impersonal y tenacísimo de su drama interior; esa duplicidad a veces atormentada, a veces voluptuosa, a que se refería Schopenhauer cuando hablaba del interés con que en su juventud se complacía en representarse a sí mismo su existencia como si fuese la de otro, es el propio fenómeno moral que contiene el secreto de la naturaleza específica del crítico; pero aplicado en este caso el espíritu de análisis, no ya a la personalidad real y persistente del analizador, sino a esa segunda personalidad ficticia y transitoria, que en él suscita la plena comprensión del pensar y el sentir ajenos; y no manifestándose de la manera y mórbida que la contemplación de sí mismo, asume en aquellas naturalezas sino firme, serena e imperatoriamente. La alta contemplación objetiva se concilia así en el alma del crítico con su participación simultánea en el subjetivismo apasionado de la aspiración y la lucha. Es un privilegio olímpico.

[Al terminar este párrafo, Rodó agrega: — «Sigue lo de Júpiter y la Ninfa Europa».]

Es un privilegio olímpico. La concepción pagana de los dioses les figuraba capaces de infundir, al propio tiempo, su numen en formas diferentes; de modo que una misma divinidad solía ser, sin mengua de su papel activo, espectadora de sus actos. En un vaso de la cerámica hay una pintura que manifiesta esa duplicidad. Representa el rapto que, enamorado Júpiter, hizo de Europa, la hija de Agenor, ninfa fenicia, cuando, trocándose en toro, el padre de los dioses, fué por ella y volvió con ella, sobre el mar que la separaba del Continente a que la Ninfa dió nombre. El divino toro, ingente y robusto, roza con sus patas trotantes el agua crespa, irradiando el orgullo y la felicidad de su conquista. Sobre el lomo anchuroso lleva a la ninfa arrebatada, que cabalga a la usanza mujeril, con aire sereno, afirmando una de las manos en los cuernos del toro. Un Amor les sigue por lo alto del aire, y y asterias se adelantan sobre el haz de la onda para rendir al dios el homenaje del imperio líquido. Mientras tanto, de pie sobre la cercana costa, el mismo Júpiter aparece, espectador del rapto, en figura humana y augusta, desnudo el pecho, por bajo del cual desciende el mando talar; la rama de roble puesta en la frente, apoyando la diestra sobre el cetro de donde parte el rayo y que mantiene el orden del mundo.

[LVI]
[LA AMPLITUD DEL CRITICO]

Diferenciar, dentro de lo humano, el espíritu del artista y de su obra, y apurar la diferenciación hasta precisar lo individual y característico de ellos, es tarea previa a todo juicio de arte que aspire a ser justo. Si esa tarea se propusiera alguna vez, aprendería el crítico estrecho que la naturaleza humana es infinitamente más compleja y capaz de lo que él la imagina; sentiría la honda realidad y la virtud poética de estados de alma que él califica de falsos o monstruosos porque los juzga con relación a los límites de su propia personalidad, en vez de penetrar, para habituarse a comprenderlos, el misterio del alma ajena; y hallaría la clave, y con la clave la justificación, de los temperamentos complicados y raros, cuya expresión sincera ha de participar forzosamente de la singularidad de su estructua íntima, en la que el crítico amplio verá simplemente una forma de la naturaleza, no menos digna de benevolencia y atención que las que están vaciadas en más comunes y sencillos moldes. Cuando en el Notre Coeur, de Maupassant, el gran novelista escribe, refiriéndose a las quejas de uno de los personajes para con la protagonista de la novela: «Bien mirado, ¿qué tenía que reprocharle? Nada más que no ser en un todo semejante a él y no llevar en el corazón un instrumento de sensibilidad completamente acorde con el suyo»; formula en pocas palabras la razón de infinitos desvíos e injusticias con que el absolutismo indeclinable de una cierta manera de ser, disfrazándose acaso de juicio impersonal y sereno, apoca y entristece a su alrededor el horizonte de la vida, en la relación intelectual como en las otras.

[LVII]
[LA VIBORA QUE ONDULA]

No ha mucho, fijando la atención en el ondular de una víbora que a pocos pasos (193) de mí reptaba sobre el césped, presentóseme, de manera más intuitiva y plástica que nunca, la dependencia en que una comprensión perfecta está para con la identidad. Verifiqué por mis ojos una observación que de reflejo conocía. Nota un pensador contemporáneo, Souriau, en sustanciosas páginas que ha consagrado a la estética del movimiento, cómo nuestra impresión inmediata del serpenteo de la víbora no se traduce en ese sentimiento de aprobación y complacencia que la gracia mueve desde el primer instante, en nosotros, sino que sólo el análisis sirve de eficaz mediador para que, objetivamente, reconozcamos la gracia escondida en aquellas evoluciones rastreras. Pero apelando a la exactitud del análisis, ¿qué movimiento hay donde mejor concurran los elementos de la forma graciosa que en el reptar de la víbora?... La inapariencia del esfuerzo, el dibujo elegante; el desenvolvimiento ágil y rítmico de las ondas en que se desata el cuerpo leve, sutil, como llama que el viento dobla y agita al ras del suelo, ¿no es esto gracia; no es esto viva, dinámica belleza, tanto como la que brota del despliegue de la armoniosa fuerza humana en las luchas del estadio, o de las alas del pájaro que se remonta, bogando, por el aire? Nuestra ineptitud para percibirlo intuitivamente pace en parte, sin duda, de repugnancia o desafecto, que ciegan la vista perspicua de amor, agente sumo de intelección y simpatia; pero aún más nace de una profunda diferencia de organización, en cuanto a los medios y forma de moverse. No comprendemos sin trabajo el mecanismo por cuya virtud anda el reptil. Nos identificamos fácilmente con los movimientos del cuadrúpedo que marcha, del pájaro que vuela; pero en aquel escurridizo ondular, en aquel deslizarse, con el cuerpo entero, sobre la tierra, sin pies, sin hay algo tan inadaptable a la naturaleza de nuestro organismo, tan extraño a las disposiciones naturales de nuestro ser, que la imaginación es incapaz de reproducirlo simpáticamente en nosotros como cuando ella determina, por la eficacia de la imagen, un principio de actividad imitativa.

¡Cuán a menudo recuerdo esta observación en presencia de limitaciones de gusto, de resistencias íntimas, sinceras, con que aún espíritus superiores puestos frente a la obra de otros, que lo son también, pero por modo distinto, revelan una pasmosa incomprensión, que no procede ni de malicia de voluntad, ni de sensibilidad embotada, ni de odio, sino de insuperables antagonismos de estructura moral!... ¡Cuán a menudo lo recuerdo, y con qué vehemencia diría a todo aquel a sus antípodas de alma, si no supiera que la facultad de transportar el alma propia a la ajena tiene insalvables límites en cada uno de nosotros! Quebrante usted el molde de su personalidad, para comprender la hermosura que cabe en organizaciones distintas de la suya. Si es usted pájaro, gato doméstico, y encuentra un día, a su paso, un ser extraño, que se desliza silbando por el suelo, y del que que es hermoso; procure usted, por un instante, reptar, silbar..., hágase usted serpiente, si ha de sobre lo que hay de hermoso en la serpiente!

[LVIII]
[EL SENTIDO ADIVINATORIO DE LA SIMPATIA]

En toda facultad poderosa de expresión, en el lenguaje de todo escritor artista, hay, además de lo que se significa, lo que se sugiere: el ambiente, la aureola, la irradiación, que circunda a la muda letra y donde está lo más intenso e importante de todo; la impalpable esencia que rebosa sobre la limitada capacidad de las palabras. Es esta parte no escrita la que precisa saber leer quien aspire a la comprensión cabal y honda de la obra, y más que ninguna, el crítico que ha de juzgar de ella; y para tal lectura no vale sino el sentido adivinatorio de la simpatía, el mismo por el cual la mirada de amor de la madre lee y descifra inquietudes, emociones, anhelos, en el semblante del niño que no sabría trocarlos en palabras, y el mismo por el cual llega el sonámbulo a la lectura fidelísima del pensamiento de su dominador, aunque éste calle, por la percepción de la huella sutil que el pensamiento imprime en la mirada, el gesto y la actitud, huella que sus fascinados ojos aumentan y relevan como tras el cristal de un microscopio. Para quien sea incapaz de aquel linaje de lectura, quedará tan ininteligible el idioma del artista, como se cuenta que lo es en la oscuridad de la noche el de ciertos salvajes, que necesita indispensablemente del acompañamiento del gesto y de la mímica para determinar y precisar el sentido de los signos verbales.

Mientras no alumbre esta íntima luz de simpatía, con que se transparenta el alma de la obra bella, toda la tolerancia y benévola voluntad de la crítica no pasarán de epicureísmo intelectual.

[LIX]
[METAMORFOSIS DEL CRITICO]

La superioridad de la tolerancia que hoy asimilamos al concepto de la crítica grande y fecunda, es que, radicando más en lo hondo que la que instituye la pura inteligencia, implica cierta aptitud de metamorfosis personal. La antigua crítica, inflexible y dogmática, radicaba en el principio de la identidad de los espíritus. La moderna reposa sobre el sentimiento de la complexidad y diversidad infinitas de la humana naturaleza. El moderno crítico es, por oficio, el hombre de las perpetuas metamorfosis de inteligencia y corazón; el hombre de muchas almas, capaz de ponerse al unisón de los más diversos caracteres y las más opuestas concepciones de la belleza y de la vida. La fiel imagen de esta generosa virtualidad, clave de nuestra actual idea del crítico, podría señalarse en esa complejísima y multiforme existencia intelectual de Sainte-Beuve, el inasible Proteo, partícipe de todas las modificaciones del pensamiento y la sensibilidad que hallaron eco en el alma de sus contemporáneos, desde el materialismo algebraico del siglo xviii , hasta el desborde de sentimiento y color de los románticos: desde el helenismo radiante, hasta el Port-Royal sombrío.

[LX]
[EL DIALOGO CRITICO]

¿Por qué la crítica no podría escoger a veces, por medio de expresión, la forma dialogada, que tan admirablemente rehabilitó en el pasado siglo Ernesto Renan para la exposición moral y filosófica?... ¡Cuánto valor de sinceridad, cuánto interés, no ganarían muchas páginas de análisis sobre la obra del artista y el poeta, si renunciando el crítico a una falsa seguridad del juicio, que a menudo no importa sino el homenaje rendido sin conciencia a un dogma o a una preocupación, prefiriese manifestar ingenuamente en ellas los juicios contradictorios y las impresiones fluctuantes, que se disputaron el dominio definitivo del ánimo durante la contemplación o la lectura!... Escribiendo este drama íntimo, en el que cada juicio provisional y cada impresión serían la palabra de un actor, podrían dejarse páginas infinitamente más interesantes e instructivas que muchas especulaciones de la estética y muchas de la crítica autoritaria.

[LIBRO V
EVOLUCION DE LA PERSONALIDAD]

[LXI]
[LA FISONOMIA DE DIDEROT] (194)

persistencia en el orden normal de su sensibilidad, en el aspecto diario de su vida, dentro de cada medio de los que, uno tras otro, los subyugan. Pero la disposición para adaptarse y readaptarse indefinidamente no constituye una cualidad, desde que no haya en el alma discernimiento activo, razón voluntaria, que distinga entre las influencias con que el ambiente nos solicita y consienta en las unas y provoque la inhibición capaz de contener (195) y eliminar las otras. Hay también, cual diferente especie del mismo genero, quienes siendo pertinaces e irreductibles en cuanto a los alineamientos generales de la actividad y las costumbres, oscilan extraordinariamente en lo emotivo o pasajero; con tal intensidad de mutación, que toda la máquina de su personalidad cede al impulso de la impresión triunfante, hasta el punto de improvisarse y aparecer por ella una nueva personalidad ignorada.

Pasa, en lo moral, con esta especie de caracteres, como, en lo físico, con ciertas fisonomías que el sello de cada impresión descaracteriza y recompone de tal modo que, según los matices de alma que reflejan, así parecen nuevas y distintas. Se lamentaba Diderot de que ningún pintor de su tiempo hubiera logrado apoderarse de la expresión y sello propio de su fisonomía; de modo que faltaba en sus retratos, aún los mejores, el inefable «quid» personal, la semejanza inequívoca y palpitante. El «gran sanguíneo» señalaba, en la propia condición de su fisonomía, el secreto de esta ineptitud del pincel para reproducirle; porque su fisonomía no era una, no tenía la continuidad de un carácter, no presentaba al ojo del pintor la oportunidad de asir la nota fundamental, el rasgo maestro; sino que, varia y cambiante, como la del mar, plegándose con una sensibilidad infinita al más leve impulso íntimo, y dotada a la vez de una intensidad de expresión que centuplicaba en lo aparente la fuerza real de ese impulso, era más bien un perpetuo cambio de máscaras diversas, en fuga o relampagueo de fisonomías, en que la serenidad, la ternura, el entusiasmo, el júbilo, el dolor, antes que aparecer como modificaciones de una sola, componían o posquejaban otras tantas distintas. Una vida precaria, una naturaleza moral vibrante al menor toque de la realidad y de la idea, aceleraban el ritmo de esos cambios que comunicaban a la carne la plasticidad de puñado de cera o de tierra húmeda; y el Diderot de la mañana solía parecerse tan poco al de la tarde, como el Diderot de la tarde al de la noche (196).

[LXII]
[MAESTRO, MARINO Y FORJADOR]

No ha mucho, un pobre maestro de aldea me hablaba de esta condición de su alma, a que atribuía lo entero y fácil de su sujeción al deber. Empezó por ser obrero en una fragua. Su ensimismamiento silencioso le apartaba de sus compañeros. No cantaba, no conversaba, no reía... El trabajo y el sueño: de vida, solamente el trabajo. Pero ¡qué maravilloso mundo el que él creaba para sí en la monótona simplicidad de la labor! No era sólo el interés vehemente y primoroso con que se consagraba a la obra humilde. Era además una presteza de imaginación que le llevaba a inventar, sobre el destino del hierro que forjaba mil aventuras, mil leyendas. Y era, sobre todo, su visión encantada del fuego que ardía ante sus ojos. Los gestos de la llama, sus matizaciones, en que gemas diversas se revelan y funden; sus desmayos, sus encendimientos... ¡Qué hervor de vida; donde el obrero veía conflictos de pasión, estremecimientos de alma; qué espectáculo siempre nuevo, coreado por el rítmico toque de los yunques, forma sonora, para él, de otro intenso y curioso espíritu de vida... Años después, entró de marinero. Se reprodujo en este oficio su aplicación fácil, tranquila, ensimismada. Al canto del yunque sucedió la voz del viento marino. La animación del fuego pasó a la onda, no menos varia e inquieta. Aquí también, vivas leyendas, ya de amor, ya de odio; una infinita gama sentimental; prodigios de plástica y de espíritu; todo un mundo para la imaginación, toda una historia para el sentimiento. Aquí también, en las posibilidades de la suerte del barco sobre la onda falaz, una mina novelesca donde sonaban sin reposo los picos. ¡Qué torrentes de actividad interior gastada sin mostrarlo, bajo la indiferencia y hosquedad de la contracción silenciosa!... Y cuando su destino voluble le hizo maestro de una escuela de lugar, fué en ella lo que había sido junto al fuego y sobre el agua. También entonces, su vida estuvo en su tarea. Como antes en la llama y la onda, halló un espectáculo capaz para todo el ver de sus ojos, en el alma del niño. Allí, a la vez, vida de sentimiento, curiosidad intelectual, contemplación estética. Allí, en mil conjeturas sobre el porvenir de cada leve esbozo de alma, de cada virgen destino, nuevo acicate para la imaginación, nuevo urdir de novelas... y de esta suerte, concentrado en la actividad monótona de cada ejercicio, aquel hombre, en quien la apariencia mostraba sólo la más simple y estrecha función espiritual, había vivido siempre una vida interior tan animada y tan varia cual si repartiera su actividad en cien sentidos diferentes.

[LXIII]
EL JARDIN INGLES

No vive más quien más años vive, sino quien con superior maestría multiplica y reparte los elementos de su actividad espiritual. La mayor extensión o capacidad de la vida, así como su interés constante y lo llevadero de todo empeño en que se le invierte, del arte de diversificarla y moverla es de donde principalmente se originan. Y no es sólo en el transcurso (197) de los años y por sus sucesivos caracteres y modificaciones, como ese arte halla lugar (198) de mostrarse; sino que dentro del término de cada jornada, en el contenido y disciplina de los días comunes, hay sujeto bastante para su aplicación. La total variedad de la existencia puede tener reducida imagen en cada una de esas existencias diminutas que van del nacimiento del despertar a la muerte del sueño. En la manera de suspender con oportunidad, por cansancio o por hábil táctica, la atención fija en el objeto que preferentemente ocupe a la sazón nuestro espíritu, y acertar a dirigir y utilizar estos pasajeros desvíos de modo que sean otras tantas ocasiones de nueva y siempre vigilante atención, aun en el placer, aun en el ocio, está gran parte de esa sabiduría cotidiana. Está otra parte de ella en mantener las rítmicas alternativas de nuestra sensibilidad; favoreciéndolas, propendiendo a interrumpir (199) los impulsos (200) de la pasión que en tal (201) circunstancia prevalezca, mediante (202) estados de alma de donde ella tome (203) olvido y descanso, y luego nueva energía; como el pintor revela unas tintas por las otras y las sombras por los claros. Consentir, además, cierta libertad a lo espontáneo y natural de nosotros mismos; saber salir fuera de plan; dejar su parte a lo ignorado; soltar el alma a veces, como quien se abandona a uno de esos paseos sin objeto que acaso nos llevan inopinadamente a un rincón de bosque exquisito, o a la puerta de un templo en hora de misterio, o ante un balcón que ya no olvidamos nunca; vagar del alma también propicio al descubrimiento y la invención, que tanto, por lo menos, como del cálculo tiránico, suelen nacer de libre juego: he ahí otra condición de la riqueza y variedad de una vida bien gustada. Desde la edad primera importa que el criterio y el método de la educación tiendan a no sacrificar dentro de una regularidad abstracta todo el estímulo de las espontaneidades e inconsecuencias de la naturaleza. Un plan de vida muy fijo y sistemático estrechará tristemente nuestro horizonte. Una educación trazada muy a regla y nivel, quitará al alma, no sólo gracias que la hermosearían, sino también virtualidades fecundas. Vive más quien más de los gérmenes latentes en su conciencia desarrolla; quien hace resonar más cuerdas de su corazón; quien se comunica con el mundo de la realidad y con el de los sueños por más hilos de interés y simpatía. Hay vidas breves, en cuanto a su extensión temporal, que, sin necesidad de mucho ni muy difundido movimiento, en lo material y aparente, sino sólo merced a su arte de composición habilidosa y varia, abrazan un campo infinitamente más vasto de sensaciones y experiencias, que otras, tan prolongadas como activas.

Yo comparo aquel (204) arte al bello y ordenado desorden con que los jardines ingleses pueden producir la ilusión de una espaciosidad mucho (205) mayor que la real.

[LXIV]
[LOS FALSOS CAMBIOS DE RUMBO]

En la historia de aquella pomposa literatura, que en el país de Irán brotó al influjo del islamismo, cuéntase un caso que, por su expresiva sencillez, escogeré para ejemplo de los falsos cambios de rumbo. Anvari, poeta, ignoraba que este oficio de poetizar diese algún título al aprecio de los poderosos, cuando un día, viendo pasar el resplandeciente séquito del sultán, notó en él un soberbio magnate, de quien le dijeron que era uno de los poetas de la corte. Estimulada su ambición, Anvari pidió ser oído por el soberano, y le cautivó con su estro de modo que pasó a ser, él también, áulico poeta. Anvari había llegado a la cumbre por el camino de su natural condición; y en vez de apaciguarse en el goce de este honor merecido, codició otros laureles, menospreció los que legítimamente había ganado, y se propuso cambiar la gloria del poeta por el saber y autoridad del astrólogo. Pero como Anvari no estaba llamado por el cielo a leer el lenguaje de los astros, sino a entender de la gracia y hermosura que hay en las cosas de la tierra, Anvari leyó mal, hizo siniestras profecías que acongojaron a su pueblo, y cuando fueron desautorizados por la realidad sus augurios, precisó huir de la burla de los cortesanos, y refugióse en apartada ciudad; no tan distante que hasta ella no pudiesen llegar los ecos de su afrenta como antes habían llegado los de su gloria. Infortunadamente para Anvari, la memoria del vulgo, que suele ser onda fugaz para los hechos de que nace algún honor, es resistente bronce para los que empequeñecen o denigran; y mientras él vivió, el vulgo no vió más en él al alto poeta, sino al astrólogo burlado.

Mal pensó Anvari si creyó que los laureles que en la corte habían ceñido su frente, la guardarían en la calle de la pedrea de la multitud.

 

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[LXV]
[GLAUCO, EL ALMA NUEVA DE PITAGORAS]

Tendencias divergentes. Todos las tenemos. Hay veces que se manifiestan con vida e intensidad como para constituir una especie de personalidad aparte. Y ahora sí que llega el caso de hablarte de Glauco.

 

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Sí, es un alma, el alma nueva de Pitágoras...

[De unos apuntes sueltos sobre Glauco.]

[LXVI]
[COMO APARECE Y SE IMPONE]

... Es otras veces una sensación más simple y transitoria: una flor vista al pasar, un timbre de voz, un gesto, un perfume, y aun el oír o leer un nombre antiguo; un nombre solo, de esos que para el sentido son caricia y para la imaginación cifra de un mundo. Esto basta para que la íntima vibración que lo renueva todo traspase el alma y la encienda. Es un relámpago inefable, es como el estremecimiento pasajero, el calofrío fugaz que siente el magnetizado en el instante de abismarse en su sueño; sólo que no trae consigo esa impresión de avasallamiento y laxitud con que el magnetizado se rinde a la voluntad que le sojuzga; sino, por lo contrario, una alegría de expansión y libertad, un mayor aliento de vida, como si se le dilatara el ámbito del pecho, como si espesa bruma se quitase de delante del alma. Y desde el mismo instante en que nace la sensación irresis tible y rapidísima, cunde, se extiende, ocupa mi conciencia entera, y, como usurpándole su centro, congrega y ordena en torno suyo cuanto halla en mí y lo impregna de su color y de su aroma; de suerte que, rehaciéndome todo a su manera, mi alma pasa, y es otra alma la que se abre en el cáliz de la mía.

[LXVII]
[LA VIDA INTEGRAL]

No es solamente una facultad que se corrobora, ni un sentido que se afina y retempla; no es una sola faz de la vida orgánica o moral que se hermosea y transfigura. Es el eurítmico consorcio de todas. Es también ese sentido vital, ese sentimiento hondo y difuso de nuestro ser, esa elemental conciencia orgánica, de donde (206) la vida adquiere su tonicidad: que con su exaltación nos realza y con su disminución nos deprime. Es una mayor fuerza y armonía que viene de esa fuente profunda, y a cuyo paso todo parece vibrar de un modo (207) nuevo, y consonar mejor, porque así como bajo el arco del ejecutante las cuerdas modelan sus formas vibratorias, y de la relación de estas formas diferentes, pero unidas entre sí por concordes números, brota un son individual y continuo: de esta manera, cada víscera, cada sentido, cada facultad, tocados de misterioso arco, dan su adecuada vibración y concurren con ella a un armonioso y perfectísimo conjunto. Grande y activa paz! Por esta arte (208), todas las contradicciones y disonancias del alma desaparecen; vuélvese en orden cuando, dentro de ella, no era más que multitud desconcertada; todas las inclinaciones enemigas dejan de contender, cual si sonara una música que las sumiese en dulce suspensión y arrobo; y el sentimiento en que todas las otras se resuelven es a la vez como si hubiera en el alma más fuerza, y ésta fuese más ordenada, una, y señora de sí misma.

[LXVIII]
[EL ESTADO GLAUCO]

Un sentimiento intenso y poderoso de la energía y el ritmo de la naturaleza, une mi alma con más apretado lazo al orden del mundo, y como que transmite a ella la precisión y consistencia de las cosas tangibles. Pierdo el sentido de lo vago, de lo indefinido y melancólico. Huyen de mí las añoranzas de la duda, los desfallecimientos y languideces del ensueño, las sombras y austeridades de la meditación. Pasa dentro de mí como cuando un sol pujante rasga la bruma en que fluctuaban formas quiméricas y sólo quedan claros y distintos contornos diseñándose en el aire sereno. ¡Triunfal armonía interior en que aún lo delicado y suave que brota del alma parece como una flor de la fuerza; en que aún la non curanza y el arrobamiento y el abandono, vibran potentes, con el firme temblor de los (209) bridones contenidos! Porque no siempre ella se manifiesta en expansión y júbilo radiante. Glauco tiene una faz intensa de luz, y otra de gracia autumnal: su allegro y penseroso. Pero esta faz velada y suave de Glauco, ¡cuán distinta es de la melancolía que nace de nostalgia y vaguedad de sentimiento! No es soñador este divino huésped mío; no llora ausencias en la escena del mundo. Mientras él no se posa en mi alma, ella cede a la irresistible atracción del misterio que nos rodea, al desasosiego que no se aquieta en los términos de lo conocido (210); y éste es uno de los más persistentes caracteres de mi pensamiento y mi sensibilidad.

Aún en el torbellino de la acción, aún en el seno de la multitud, aún en del placer, la idea del enigma indescifrable, suele aparecérseme de súbito; y cual si fuera un llamado imperativo y angustioso, me sustrae a la preocupación del instante. Pero con Glauco esto pasa y se disipa. Cuanto reconozco mío en las ansiedades de un Pascal, en los estremecimientos de un Carlyle, deja de pertenecerme. Como si el viento se tornara, las campanas que suenan del otro lado del abismo quedan mudas. Todo lo de la tierra, en cambio, se magnifica y realza. Me complacen los límites de la naturaleza, amorosos brazos de la Forma, que no consienten aspiración mayor, ni dejan lugar al impulso con que el alma busca su centro fuera de ellos. Bórrase de mí la huella del crisma bautismal, esa que dura en la inquietud de la existencia dominada por la idea del Dolor y la Culpa. No acertaría a decirlo de otro modo, sino que siento la dignidad patricia de la vida con la intensidad con que el trapense siente de ella la mísera abyección.

Creo en la grandeza de la palpitante arcilla humana; en la gloria de la inmortalidad de esta asombrosa fábrica del mundo, levantada para la dicha de los fuertes, para la ostentación de la belleza, para el solaz de los sentidos vibrantes y de la imaginación libre y curiosa. Y tal como cuando demoras algún tiempo en las salas de un rico y noble museo, y entre tanto maravilloso color, y tanta triunfadora línea, y los arneses, y las armas, y los vasos de precioso metal, y las telas joyantes, y las reliquias gloriosas, queda tu alma como engarzada en una onda de luz que te corrobora y alegra de un modo superior y sereno, así Glauco tiende la mirada apolínea entre el resplandor de las ideas y la hermosura de las cosas.

[LXIX]
TRANSFIGURACION

(Fragmento) (211)

 

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Cuando este misterioso personaje se despierta en mi espíritu, fluye con él, y se derrama en el espacio una inmensa onda de fuerza y juventud. Vuelve a ser, para mí, el despertar de los genios elementales, la animación del sexto día, el novitas floritas mundi de Lucrecio. Todo luce y sonríe como si aún no se hubiera evaporado de sobre las cosas la huella del hábito creador, el postrer toque, ternísima sobrehaz de brillo y de frescura, como esa que admiras en el lustre de la manzana, o en el vello del melocotón, o en la humedad de la flor ungida de ro cío. Tal hubo de pintarse la virginidad del mundo en el alma de las razas nuevas, llena como él de candor; cuando el brotar y florecer de los mitos; fraternizando la alucinación y la realidad, al cielo y la tierra. ¡Cómo revive en mi corazón transfigurando el sentimiento que pobló la naturaleza de seres divinos; y con qué asomo de fe, fe de la imaginación, fe como la que se concede a las visiones en el soñar de un entresueño, columbro, donde hay misterio y sombra, los verdes ojos de la dríada, la bicorne frente del sátiro, el fresco seno de la náyade, y allá más lejos un centauro que huye!... En presencia de la naturaleza así vivificada y gloriosa, el alma entera se extasía en la inmensa dicha de ver: ver de la manera como esta acción contiene en su significado el principio de la invención del poeta y del hallazgo del artista y del entender del teósofo y de la intuición del vidente. Ver: don preciosísimo, que Ruskin graduó de más noble y raro que pensar. La luz dibuja y ciñe las cosas con nueva y misteriosa fuerza. Entre el alma y el objeto de la contemplación, componen tan armonioso ritmo como si fuesen la sístole y la diástole de una misma arteria; la estrofa y antiestrofa de un mismo cante, la pregunta y la respuesta de un amoroso coloquio. Ni se contiene lo que entonces siento en la actitud contemplativa. Es una actividad demiúrgica que traspasa los términos de la contemplación. Es aprehender con toda el alma el objeto como una mano que lo moldeara; reproducir por un movimiento interior las líneas del objeto: tenderse y espaciarse sobre la igualdad de la llanura y sobre la calma de la mar; dar impulso al arranque con que se yergue la rígida montaña; deslizarse con la pendiente fácil y morosa; partirse en curvas con la fronda del árbol. Es volcarse, como el agua que toma la forma de la copa, en la concavidad del firmamento; precipitarse, desmenuzado y diligente, como placía a Piero di Cósimo, con la argentina lluvia; caer a plomo con la tajada roca del abismo. Y es, otras veces, embeberse en el alma de un color; participar de su dulzura o de su fuerza, desvanecerse en sus desmayos; encenderse en sus exaltaciones fulgurantes; sentir lo que él clama, o lo que él implora, o lo que él sueña. Porque al par que el contorno de las cosas semeja adquirir nuevo vigor y realce, y enriquecerse y como bruñirse el color, reálzase también la virtud expresiva, el alma secreta que hay, no ya en las cosas vivientes, sino en las que tenemos por inanimadas; y todo habla con una misteriosa voz; y mira, a quien lo mira, con profundos ojos; y tiene para el alma una amistosa confidencia. Nada hay que, por indiferente o disonante, no concurra al poema del conjunto. Y como cuando los sentidos aun nuevos no se han incapacitado para gustar la belleza simple y responder a un toque leve y fugaz, la emoción de lo bello, el encanto y la ambrosía del goce en que no hay impulso apetitivo, fluyen entonces de cosas que otras veces la mirada desadvierte o desdeña; y el alma, como una ninfa, se arroba ante los hileros de una fuente, o la curva que dibuja en el aire un pájaro que pasa, o el temblor de una hoja mal segura, o el salto de niño de una onda...

 

Montevideo, 1916.

 

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[LXX]
[LA NOCHE ESTATUARIA]

Cuando en la soledad, en el silencio, en la calma de la naturaleza, en la paz del espíritu, contemplas la estrellada noche, toda la esencia de sensibilidad que está escondida en las profundidades de tu ser sube a la haz como, sobre la leche que crece con blando movimiento en el cántaro, la espuma suave (212) y tibia. Entonces es cuando se manifiesta y prevalece lo que hay en ti de ese relente penetrante que veinte siglos de imperio de lo sobrenatural, veinte siglos de vagar del alma más allá de los lindes de la naturaleza, han puesto en el ambiente del mundo. Si eres capaz de adoración, ésa es la hora de tu religiosidad. Si el enigma de las cosas te inquieta, es la hora en que oyes con mayor pasmo las proposiciones de la Esfinge. Si eres propenso a un dulce lagrimeo, que no nace de penas reales ni soñadas, al punto sientes su escozor. Si sabes soñar, tus sueños forman entonces ronda alada. Si amas viejos recuerdos, entonces o nunca los evocas. Y aun cuando ni adoración, ni anhelo del misterio, ni sentimiento vago, ni sueños, ni recuerdos te muevan, algo habrá siempre en ti, en la contemplación de tus ojos, más dulce y hondo, más musical, que si (213) contemplas por el día las formas que cincela la luz. ¿Hay un alma ajena a este sentimiento de la noche? Sí, le conozco yo, lo saben algunos árboles amigos, algún alto balcón, alguna playa solitaria; y siendo que los astros divinos atiendan a las miradas (214) de los hombres, tú lo sabes también, ¡oh limpia estrella de Régulo!, la mayor y más hermosa del León, que cuando niño escogí por mía, mirando al cielo, al sentir por primera vez la preocupación del misterio; limpia estrella que desde entonces evocas invariablemente en mí la imagen de la ventana de donde te miraba, el trepar de una enredadera claudicante y la forma de dos manchas de musgo. Sé de la contemplación nocturna en que se ora, de la en que se medita, de la en que se sueña... Pero cuando Glauco alienta aquí en mi espíritu ¡cómo se desvanece todo eso, y cuán distinta es la contemplación de la noche! Aún no hace mucho tendía la mirada de lo alto de una casa sola y dominante, entre campo y ciudad, a la hora en que todo figuraba que sólo los astros no dormían. Glauco iluminando mi alma; un ancho y claro espacio a mis pies; la inmensa bóveda sobre mí, reverberando sin un copo de nube, y una carícia tibia en el ambiente de la noche, no más serena que el corazón y el pensamiento de Glauco.

No hay un impulso de anonadamiento personal, ni un ímpetu de vuelo en la calma apolínea de la contemplación. De arriba no vienen voces de reclamo, ni se despierta la inquietud punzante del destierro en el alma, adaptada a su mirador de un punto del espacio y el mundo, como a un alvéolo, dentro del cual se está también en (215) la unidad infinita. Pasó todo sentimiento de oposición entre el fulgor e inmovilidad de la altura y la pequeñez del suelo sumergido en la sombra. El suelo aparece como anillo engarzado en la armonía indestructible y completa; lo alto y lo bajo están en uno. El suelo y el espectador son como átomos de mármol entrañados en el núcleo del bloque.

La expresión de un ensimismamiento tierno y grave se borra del ambiente. Quietud, pero de indiferencia olímpica. Silencio, pero como el que cela, en custodia de un tálamo augusto, el silenciario. Bella y sublime es, cual otras veces, la noche; pero ya no, a mis ojos, con la vaguedad, con el encanto ideal, que nace de la «presencia» de un infinito ausente, en lo visible, sino firme, bien ceñida y concreta, lo mismo en el cielo que en el aire; como delineada, diríase, con el filo de una de sus altas guijas de luz, en las sombras, depuradas de fantasmas errantes que les roben su limpieza y sosiego. Es belleza de mármol negro, de plata, de ébano, o bien de diamante y barro etrusco. Dura (216) y cincelada belleza, que el juego de la asociación ciñe de una corte de imágenes, no recogidas en el limbo de las visiones misteriosas y aéreas, sino tomadas a lo plástico, consistente y precioso (217): ya un gran bajel con velas de seda blanca y casco negro; ya un palafrén negrísimo, ya un reluciente arco flechador, ya una copa de plata con la flor azul sombrío del ranúnculo, ya la elegancia de un vestido negro que no se lleva por luto. Las luces infinitas no entonan alabanzas de Dios ni miran con amor y compasión a la tierra, sino que ruedan y se enlazan en altísima danza. El ritmo y concierto de esta danza parecen patentizarse en compases mensurables. Imagen soberana del orden. Si la contemplación se detiene en una estrella, acaso piensa Glauco, que, así, serena e inmortal, resplandeció, en los tiempos remotos, sobre las armas que abatieron a Ilión, mientras que guardaba las vigilias atridas de la noche el centinela. Tal vez piensa que vió el divino candor de Nausicaa y a Helena, de funesta hermosura. Y la palpitación de la tierra, el leve ruido del aire, los estremecimientos vagos de las cosas hablan a Glauco del sueño; del sueño tal como es en el don no alterado de la naturaleza, en la frescura luminosa del alma; el sueño, suave atenuación de la vida, defensa de esta luz: el sueño que fué Hipnos; el que no vencen la cavilación malsana, ni el tedio adusto, ni el vano forcejear en los cerrojos del misterio sublime, pero que a la voluptuosidad de amor sí suele rendir su potestad y su imperio.

Es la noche estatuaria. La otra, la que tú y «yo» conocemos, la de los éxtasis de fray Luis o las quejas del pastor de Leopardi, la de los cuatro cantos de Musset, es la noche sinfónica (218).

[LXXI]
[LA LECTURA INSPIRADA]

Magnífico es el espectáculo del mundo visto por los ojos de Glauco; pero aún más que el del mundo que es obra de la naturaleza es el de aquel otro que nace de la fantasía de los hombres: ése que tiene su paradigma en mudas letras y en la imaginación del que las descifra y lee en demiurgo.

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Entonces sí que el placer de la lectura enorgullece y levanta, porque envuelve en sí la conciencia de una cooperación activa en la obra del poeta: de una participación en su eficacia creadora merced la cual el alma no se limita a ver u oír, sino que de su parte pone la fuerza necesaria para completar y consumar la visión con que olímpicamente se recrea. Así la lectura de una escena de Shakespeare, de un capítulo de Cervantes, de una canto de Ariosto, es para Glauco una manera de invención: empresa comparable con la que realiza el artista que interpretando la ficción de un poeta haga una pintura; porque para Glauco cada imagen significada en las páginas de un libro se multiplica en una reverberación de imágenes sugeridas y accesorias, que dan cuerpo a lo que no está en la letra pero sí en el ambiente o la entraña de la letra y añaden con certero e infalible retoque, ya el término que calladamente ha unido en la intención del poeta dos fases de la acción, ya el gesto, ya los colores y las líneas de que se acompaña lo que el héroe dice o ejecuta: las circunstancias materiales de una descripción omitida o esbozada...

Y aún más que la ficción del novelador y del poeta, gloria de la fantasía es entonces la historia: la historia pintoresca, viva, como la escribe Thierry, como la escribe Michelet, como la escribe Taine; cuando Glauco, que lee, juega a ser arconte o patricio o caballero o burgrave; cuando la lectura inspirada es como un galope de centauro paralelo a un muro infinito donde hubiera pintados miguelangélicos frescos con que se transportasen a la continuidad del espacio los sucesivos momentos de una acción.

Y todo lo que, por virtud de la palabra bella, manifiesta fuerza, alegría, exaltación vital, personalidad constante, afirmación audaz, sensación fresca y vibrante, ¡cuán generoso es para Glauco, de su riqueza, cuán franco y sin velo en su hermosura, cuán luminoso y diáfano en la intención poética, género de intuición para la que no valen perspicacia ni saber ni examen sutil, sino sólo la mirada con que mira Glauco!

¡Cómo, desvanecído todo lo que es interposición de cosas muertas, hojas de papel, letras mudas, la obra parece leída en el alma misma del poeta y en el instante de la creación, sagrado y misterioso! ¡Cómo, cundiendo en reverberaciones infinitas, cada frase pone en movimiento, dentro del alma, un mundo nuevo! ¡Cómo cada palabra rechaza la vaguedad de la abstracción y se convierte al punto en una visión imaginaria que llega a simular la sensación de los ojos; unas veces a modo de vaporosa aparición, hada sutil, nacida del aire en que se esfuma; otras veces como imagen de precisos contornos, abierta por el cincel sereno en la límpida firmeza del mármol; otras como criatura palpitante y sanguínea, cuyo gesto potente se dibuja sobre el oro del sol, entre el clamor y el aliento de la Naturaleza!

[LXXII]
[LAS FUENTES DE AMOR DESCONOCIDAS]

Este es Glauco, jovial y pasajera sombra. ¿No podría él, mediante una acción sistemática de mi voluntad, en el sentido de cooperar a los llamados que lo evocan, a las condiciones que le son propicias, adiestrándose a vencer cuanto lo ahuyenta y desvanece; no podría él dominar un día en mi alma, único y continua, hasta donde puede serlo, dentro de nuestra complejidad, la tendencia fundamental de la persona?

Tal vez... mas yo quiero también para mi alma aquella parte de mí que no es de Glauco. Porque con él están la claridad, la paz y la armonía; pero en la austeridad, en la sombra, que dentro el alma quedan fuera de su cerco de luz, hay manantiales y veneros para los que él no sabe el paso... Allí nutre sus raíces el interés por el sagrado e infinito Misterio; allí brota la vena de amor cuya pendiente va a donde están los vencidos y los míseros; allí residen la comprensión de otra beldad que la que se contiene en la Forma, y la tristeza que lleva en sí su bálsamo y cuyos dejos son mejores que la dulcedumbre del deleite... No; no tienes tú toda la razón, ¡oh luminoso y sereno huésped mío, oh pagano que resucitas en mi alma!; y aunque con tu presencia me hace columbrar la gloria de los dioses, yo quiero que dejes lugar dentro de mí para las melancolías de que no sabes, para las inquietudes que no comprendes; para las fuentes de pensamiento y de amor que a ti te son desconocidas!

 

fin de «proteo»