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ESCRITOS POLITICOS

ESCRITOS POLITICOS
PROLOGO

Una misma doctrina sostiene la actividad política de Rodó en el Parlamento uruguayo y su actividad política en la Prensa; un mismo pensamiento político que se va formando, sobre la herencia tradicional del Partido Colorado, y va logrando concretarse en una posición personal que Rodó impone en la lucha enconada de las fracciones políticas (según se ha mostrado en su biografía: Introducción general, I). Lo que varía es la forma de exposición de ese ideario. En la Cámara de Diputados, su palabra tiene un tono más permanentemente magistral y oratorio; en la Prensa, su colaboración oscila entre el discurso pronunciado en hora solemne (y que el periódico difunde) y la nota irónica o mordaz que hasta puede ser firmada Calibán, como sucede a veces, y así revela el tono con que ha sido escrita. Estas consideraciones han fomentado la escisión en dos series de los testimonios de su actividad política. En esta Primera, y bajo el título de Escritos políticos, van los trabajos misceláneos que constituyen su principal aporte periódico. En la siguiente se insertan exclusivamente los Discursos parlamentarios.

No es necesario encarecer la importancia de los escritos que aquí se reúnen en volumen por primera vez. Ellos documentan la evolución política deRodó con una precisión que vuelve inoportuna cualquier glosa. Los cuatro primeros testimonian su adhesión juvenil al cuestismo, pero apuntan ya, claramente, las exigencias de su elevado sentido político. Una discrepancia con el cuestismo aparece indicada en el texto de El Día (1902) sobre El problema presidencial. Rodó resulta vinculado a la política rectora de José Batlle y Ordóñez, a cuya elección presidencial aportaría sus mejores esfuerzos de diputado. El período de su adhesión a Batlle se cierra con la extensa y magnífica carta a Ricardo J. Areco (publicada en El País, 1910); allí traza a grandes líneas el proceso de los últimos diez años de vida política e institucional y apoya, por última vez, la nueva candidatura de Batlle. A partir de esta fecha, las distintas piezas lo muestran distanciándose de él, oponiéndose a la Reforma Constitucional que propone y combatiendo el Colegiado, con el sarcasmo o la imprecación. Lo muestran también acompañando a quienes fueron atacados por Batlle o lo enfrentaron: a José Pedro Ramírez (1913), a Manuel Dubra (1913), a Antonio Bachini (1915). Los dos últimos textos de esta serie explanan la doctrina anticolegialista de Rodó: las raíces con que hunde su pensamiento en la tradición secular del PartidoColorado y la denuncia de un régimen que él creía de ambición personal.

Sólo una de las veintiséis piezas que se publican ahora había sido recogida por sus compiladores póstumos: la carta anticolegialista de 1916 que Hugo D. Barbagelata incluye en su edición del Epistolario (París, 1921). Los otros textos son virtualmente inéditos y han sido tomados de las mismas fuentes originales, como se indica al pie de cada uno de ellos.

I
LA JUVENTUD Y EL PARTIDO COLORADO

La juventud del Partido Colorado no se resignaría jamás a cargar sobre su conciencia cívica la culpa de permanecer indiferente, al aproximarse la definitiva jornada en la lucha de aspiraciones, de sistemas y de ideales de gobierno, que, desde hace algún tiempo, se desarrolla con creciente animación en el escenario político del país.

Ella no llegaría a consolarse tampoco de haber incurrido en la irresolución o en la insensatez de vacilar por un momento entre los combatientes de esa lucha.

De un lado, la representación inequívoca, indudable, del corazón y de los sagrados intereses del pueblo. Del otro lado, las disciplinadas huestes de una oligarquía que pugna por la imposible perpetuación de su entronizamiento y en la que se personifica un régimen que el país abomina y rechaza con todas las fuerzas de su alma, con todas las energías del legítimo interés herido y de la indignación, con el supremo e irrefrenable esfuerzo que la desesperación sabe arrancar de la propia debilidad del cansancio.

Es el porvenir de la República el que se juega en la partida, de manera solemne. Cierta parte del porvenir está en nosotros. Nosotros nos adelantaremos para hablar en nombre del porvenir.

La generación que se levanta, no pretende, por cierto, ser más ambiciosa ni más descontentadiza que las generaciones anteriores, en la reivindicación de sus derechos y en su exigencia de los fundamentales bienes de la vida democrática.

Nuestras aspiraciones no son las de insensatas utopías ni las de idealismos impacientes. Nuestras aspiraciones son las que están en todos los labios y deben estar igualmente en todos los corazones. Son, en una palabra, las del país, que no pide sino el decoro, el orden, la confianza, que ha necesitado hasta hoy para su prosperidad; que necesita hoy para su vida. Son las que invocan y han invocado siempre, lo mismo los hombres de buena fe, como inspiración de su propaganda y de sus actos, que los tribunos falaces y los desleales mandatarios, para burlarlas, traicionarlas y escarnecerlas. Son las que han tenido su expresión, lo mismo en el manifiesto nacionalista de 1872, y en el manifiesto constitucional de 1880, y en el manifiesto colorado del mismo año, sinceros y espontáneos arranques del sentimiento nacional, que en la proclama de los motineros del 75 o en el programa presidencial de 1890, las dos manifestaciones supremas de la ironía y el sarcasmo en la literatura política de la República.

Queremos el gobierno efectivo del Partido Colorado, por el encumbramiento de sus hombres mejores; queremos el régimen de la probidad en el gobierno, que arraigue prácticas honestas e impida peculados; queremos la extinción radical de ese sistema de la usurpación del voto, de la mentira electoral, confesada y alardeada, que nos deprime en nuestra dignidad de pueblo libre y que hará de nosotros—incorporándose definitivamente al organismo de nuestra vida pública, como por derecho consuetudinario—el ludibrio y el escándalo de América. Queremos sustituir la privanza de los caudillos complacientes con el dominio de los hombres justos y capaces.

Convencidos de la fuerza virtual de nuestra nacionalidad para constituir un pueblo organizado y libre; convencidos de que ella ha comprado bien caro su derecho a vivir la vida de las instituciones por sacrificios y por esfuerzos que se renuevan de generación en generación, poniendo a prueba el temple y la vitalidad altiva de la raza; profundamente convencidos de la dignidad de nuestros destinos y de la dignidad de nuestras tradiciones, nosotros renunciamos a la escéptica conformidad de los que abandonan a un porvenir indefinido la solución de nuestros más vitales problemas, y creemos que ha llegado la hora en que una grande, una fecunda, una definitiva transición debe verificarse en la vida política del país.

Confiamos, pues, en la aptitud institucional de nuestro pueblo. A aquellos que, al oírnos, sonrían con la sonrisa helada de la decepción, debemos confesarles que tenemos otra debilidad. Creemos también en la aptitud institucional de nuestro partido.

Formando parte de él, no creemos sei las fibras galvanizadas de un cadáver. Hemos fraternizado en sus asambleas tumultuosas, y lo hemos reconocido fuerte con el sentimiento de su histórica misión y animado de generosos anhelos. Durante los días sombríos, hemos oído resonar en primer término, su voz, contra todas las iniquidades, contra todas las injusticias, en la prensa, en el panfleto, en la tribuna. Hemos visto volver a sus filas ciudadanos que son, por la sola fuerza de su personalidad, un centro potente de atracción para la juventud que busca su puesto de combate en la vida pública. Nos reconocemos suyos, en fin, y sentimos su espíritu en nosotros. Pero esa nuestra propia lealtad nos autoriza para hablarle con la franqueza varonil con que puede hablarse a los fuertes.

Digámosle, pues, al Partido Colorado que el país ha tenido derecho hasta hoy para reclamar de él más de lo que él le ha concedido, y que su actitud en la hora presente será la decisiva de su fuerza y de su honor.

Digámosle que para llamarse el partido de la libertad; para aspirar a perpe tuarse en la vida política de un pueblo con la representación de los ideales más avanzados de la democracia, no basta levantar en alto la bandera de la Defensa, del Paraguay y de Caseros; no basta extender la mano hacia el pasado y mantenerla así, con la actitud orgullosa del que pretende tener en la nobleza de sus blasones una disculpa de su indolencia o una justificación de su incapacidad. Es necesario vincular de una manera efectiva esas tradiciones de gloria en el programa y con la acción del presente; es necesario seguir escribiendo en la realidad la historia del partido; hace falta restablecer en su seno el predominio de los mejores y depurarle de los infieles a su credo, de los que profanen su divisa, de los que comercien con su tradición, de todos los elementos bastardos traídos del fondo oscuro a la superficie por el desorden y la subversión de veinte años. Sin eso, la invocación del pasado y de sus glorias, única manifestación de un vacío partidarismo, será sólo retórica candorosa o embustera—de buena o de mala fe—, al fin, inútil y fastidiosa retórica; porque si no es lícito a las generaciones hacerse un título de capacidad de la obra de los que las precedieron, ni se calma la sed de justicia de los pueblos con el espejismo de las fuentes remotas que apagaron su sed en el pasado, digámosle al Partido Colorado que si la tradición de los partidos no ha de servir para inspirar su acción en lo futuro, esa tradición pierde todo su sentido y toda su fuerza y se convierte en el tinte descolorido de un cintillo; bueno, tal vez, para arrastrar y fascinar a muchedumbres inconscientes, pero absolutamente incapaz para sugerir una idea o un sentimiento en los espíritus un poco levantados sobre el nivel de las muchedumbres.

Aleccionado severamente por la caída desastrosa; fortalecido por la inspiración de su histórica leyenda; colocando ante si la cohorte cívica que merece custodiar su bandera tanto tiempo profanada por mercenarias manos, el Partido Colorado puede aspirar todavía a avanzar con firme paso al porvenir.

Es una grande obra la que se le ofrece, como prueba de su cívica resurrección, una vez que se hayan impuesto las soluciones imperiosamente reclamadas por la conciencia pública.

La paz de 1897―punto de arranque de una evolución que no puede fracasar ni interrumpirse sin precipitarnos en la ignominia y el desastre—recuerda al Partido Colorado con las palabras de su cláusula fundamental, la que le obliga a poner un límite seguro al sistema de la falsificación del sufragio, la más urgente y cuantiosa de las deudas morales que había contraído ante la historia y ante el país.

El ha saldado, debemos creer que definitivamente, otra de sus deudas de honor, restableciendo sobre sólidas bases el imperio de la moral administrativa. Consagre por entero la resurrección de sus tradiciones generosas, llamando a los ciudadanos al ejercicio de la libertad electoral.

Los dos gloriosos precedentes de concordia que tiene en la historia del país la paz que, no hace aún cinco meses, hizo desbordarse el alborozo de todos los sanos corazones, preceden inmediatamente a las más brillantes páginas de nuestra vida parlamentaria, que son a la vez su consagración y su efecto.

La paz histórica de octubre abrió las puertas del Viejo Cabildo a aquella memorable asamblea de 1852, donde los elegidos de una generación excepcional — Manuel Herrera y Obes y Juan Carlos Gómez, Eduardo Acevedo y Cándido Joanicó—saludaron la reanudación del régimen de las instituciones y la consagraron con el civismo y la elocuencia.

La paz de abril congregó, bajo los auspicios de la fraternidad, a aquella brillante Asamblea de 1873, en la que José Pedro Ramírez, José Vázquez Sagastume y Pedro Bustamante, Ambrosio Velazco y Agustín de Vedia, llevaban la voz de otra gran generación, que recogió con diestra firme las armas de las contiendas democráticas de manos de la que había probado la pujanza de su mente y su brazo en la constitución de la nacionalidad y en las jornadas de la Defensa.

La obra santa de la nueva paz necesita ser consagrada, como las anteriores, por la iniciación de un gran período parlamentario, que arroje luz, y no sombras e ignominia, sobre la vida polítiva de la República; necesita ser consagrada por la aproximación de los ciudadanos mejores—de los proscritos y derrotados de los últimos veinte años, de aquellos que nos hemos acostumbrado a ver en la llanura y que viven en ella sin la nostalgia de las cimas—en el seno de una Asamblea que nos resarza de tan prolongada suspensión de la verdad representativa y en la que reconozcamos el cerebro y el corazón de la República.

He ahí la grande obra a la que debe aprestarse el partido que tiene en sus manos la suerte del país y lo que la conciencia pública exige de los hombres que la representan.

Ha llegado el momento solemne de su vida. Es también un solemne momento en la vida de la nacionalidad.

La juventud que ha resistido a la desmoralizadora impresión de los tiempos de abatimiento y decadencia del Partido Colorado, y se le ha mantenido fiel, vencida por la subyugadora fuerza de sus tradiciones, espera que la solución del problema que hoy mantiene al pueblo en angustias—abriendo una era nueva en la historia de nuestra vida política—justificará ampliamente esa fidelidad.

Cuando la histórica bandera explotada durante tantos años para dar visos de legitimidad y de honor a todos los abusos de la fuerza; para encubrir y decorar todas las ambiciones bastardas; para cohonestar todos los atentados y todas las ignominias, propicie serenamente la reconstrucción del edificio institucional, y haga destacarse, libre del polvo que aún la desluce, su tinte vivaz sobre los horizontes de la patria, nos sentiremos altivos, los que nunca dudamos de la posibilidad de su regeneración, por haberle permanecido fieles en la hora de la decadencia y del infortunio.

 

[ El Orden, 10 de febrero de 1898.]

II
¿QUE SERA DEL COLECTIVISMO?

Las agrupaciones políticas cuya cohesión no responde a la fuerza impersonal de una idea, a una aspiración distinta de las aspiraciones groseramente utilitarias que convierten en objeto de medro y lucrativo modo de vida la dirección de los intereses públicos: las oligarquías y los personalismos, no pueden tener jamás, en la derrota y el infortunio, aquella solidez colectiva, aquella energía resistente que es fruto de las influencias tonificantes de la convicción y de la fidelidad a una idea desinteresada.

Ninguna agrupación más unida y armónica que ellas en los días del triunfo y de la prosperidad, porque satisfechas las ambiciones personales de cada uno, llena la copa del festín, no hay lugar a conflictos ni disidencias. Todo lo demás es objeto de un desdén olímpico para los asociados, que abandonan generosamente la marcha y los destinos del país a la voluntad caprichosa del que los dirige y los halaga.

Pero ninguna otra agrupación más inconsistente y efímera una vez que ha descendido a ocupar su puesto en la llanura. El interés es voraz, es impaciente; los sentimientos desinteresados se concilian mucho mejor con la resignación, con la espera, con la conformidad. El corazón puede vivir de recuerdos y esperanzas; el estómago no se satisface con esperanzas ni con recuerdos. Los que tienen ubicado su criterio político en el estómago no serán capaces nunca de despreocuparse de la derrota del presente y marchar tranquilos y confiados al porvenir.

Los jefes de los partidos personales son, entre los hombres, los que más hondo han sentido los golpes de la ingra titud. Esto se explica. Las ambiciones halagadas levantaron sobre los hombros el pedestal de su encumbramiento; esas mismas ambiciones lo dejan caer cuando sus fuerzas no han sido convenientemente reparadas por una cena bien servida. En nuestra historia no escasean, por cierto, los ejemplos.

Don Julio Herrera y Obes experimentará bien pronto (acaso lo estará experimentando ahora mismo), el duro peso de esa ley. No quiso ser el centro de atracción de las voluntades animadas por el deseo del bien, y de los sanos corazones, cuando todo se le presentaba fácil para restablecer de una vez para siempre el imperio de las instituciones libres y levantar bien alto la bandera del Partido Colorado; y prefirió ser el núcleo a cuyo alrededor se congregaran los intereses bastardos y las mismas ambiciones, necesitadas de un cacique que diese unidad y fuerza a la tribu. Aquellos que le hubiesen rodeado si hubiera sido leal a sus promesas, le acompañarían todavía hoy, en la derrota o en el triunfo, porque el prestigio que radica en el bien realizado, nunca se desvanece entre los amigos del bien. Los que le rodearon y halagaron porque fué infiel a su tradición política e hizo burla de las aspiraciones legítimas del pueblo, le abandonarán bien pronto, le habrán abandonado ya en lo íntimo de sus conciencias, y esperarán que llegue la primera oportunidad favorable para contribuir de hecho a su desgracia y a su anulación.

¡Ah, cuando se escriba la leyenda de la ingratitud de los discípulos del doctor Herrera! ¡Entonces El rey Lear, de Shakespeare, y el Papá Goriot, de Balzac, parecerán sólo pálidos cuadros de la maldad de los hijos ingratos, porque las criaturas de ese padre fecundo de nuestra escena política eclipsarán todos los olvidos e ingratitudes del teatro y la novela!

La vieja fórmula de la lealtad monárquica: ¡El Rey ha muerto; Viva el Rey! puede también pasar como la fórmula adecuada de la consecuencia peculiar a los parásitos de la política en todas partes del mundo. Ellos son consecuentes en adhesión incondicional a la autoridad, al poder, a la capacidad de dar prebendas y honores; nunca en su adhesión a las personas por sí mismas, por su significación moral, por las ideas y principios que representan.

El colectivismo murió como partido desde el momento en que perdió sus posiciones en las alturas. El tiempo será rápido en la obra fácil de disolverlo y distribuir los elementos que lo formaron.

Al lado del doctor Herrera quedará siempre—reconozcámoslo en homenaje a su justicia—un grupo de amigos sinceros, entre los que hay hombres de lealtad y de corazón. Pero para mantener unido y fuerte a un partido en la derrota, no hay eficacia bastante en la personalidad política del doctor Herrera. El único medio de recuperar partidarios sería para él la vuelta al poder; ¡y es para volver al poder que se necesitan verdaderamente partidarios!

 

Vincy.

 

[ El Orden, 19 de febrero de 1898.]

III
LA PALABRA DEL DOCTOR SIENRA CARRANZA

El doctor don José Sienra Carranza ha publicado en nuestro estimado colega La Razón una interesante carta política dirigida al señor don Agustín de Vedia, con motivo de las apreciaciones formuladas por este ilustrado compatriota en uno de los últimos números de El Nacional sobre los acontecimientos que han venido a modificar, esencial y definitivamente, la situación política del país.

Tiene derecho a ser oída con respeto la palabra honrada del doctor Sienra Carranza. Su personalidad reúne todos los merecimientos que la virtud cívica y el talento probado pueden dar a los ciudadanos de un pueblo organizado y libre. Sus condiciones excepcionales de publicista, puestas siempre al servicio de la causa del bien, contribuyeron en primer término, en épocas difíciles, a mantener viva la protesta contra gobiernos oprobiosos y a acusar a los criminales del poder ante el tribunal de la conciencia pública. La austeridad de su carácter, llevada hasta el extremo de abstenciones que no siempre pueden considerarse justificadas, y el brillo de su poderosa inteligencia, le destinan a una alta figuración política en el porvenir y hacen destacarse su personalidad entre las que tienen un puesto señalado en la época de la regeneración que acaba de inaugurarse honrosamente en la historia de la República.

La juventud del Partido Colorado cree inspirarse en uno de los tradicionales sentimientos de su gloriosa colectividad política, que nunca se señaló por la exclusión mi la intolerancia, al prestigiar y enaltecer las personalidades que, fuera del Partido, son honra de la patria y pueden ser elementos de primer orden en la obra, que a todos interesa, de su reconstrucción moral y su felicidad.

La juventud del Partido Colorado nunca tendrá anacrónicas prevenciones de bandería para repudiar a los ciudadanos de valer que no figuran en las mismas filas que ella, porque reserva sus prevenciones y sus odios para los enemigos de las instituciones, para los malos ciunadanos.

Por eso, ella ha recibido con júbilo la valiosa palabra de adhesión del doctor Sienra Carranza al régimen inaugurado el 10 de febrero, y por eso confía en que tan expectable compatriota contribuirá bien pronto, con su intervención, efectiva en la obra de reparación politica, a afirmar y consolidar el triunfo de la causa del pueblo.

Una de las vacantes producidas en el Consejo de Estado por la renuncia de algunos de los ciudadanos designados para formar parte de él, sería honrosamente provista con el nombramiento del doctor Sienra Carranza.

Apuntamos la idea, que no dudamos será del todo simpática a la opinión y merecerá ser unánimemente prestigiada por nuestros colegas de la prensa.

En cuanto a los juicios y fundamentos en que apoya tan distinguido compatriota su completa adhesión al Gobierno provisional, creemos que son de una solidez indiscutible, y que demuestran la más clara visión de las exigencias del momento histórico en que se produjo el nuevo orden de cosas y un concepto exactísimo del significado y trascendencia de los últimos acontecimientos.

Como el doctor Sienra Carranza, nosotros vemos toda una revolución en los hechos que dieron por resultado la disolución de la Asamblea, y creemos que es ésa la palabra que traduce de manera más fiel la realidad de un movimiento político impulsado, como éste, por la voluntad popular y acatado por el Ejército, que no llevó de manera alguna la iniciativa. El término de revolución, si por lo que toca a la forma material de los hechos puede parecer a algunos inadecuado, no es sino eminentemente propio y expresivo aplicado al significado esencial de los acontecimientos que han venido a trastornar radicalmente un orden de cosas y sustituirlo por otro enteramente contrario.

Tiene igualmente razón el doctor Sienra cuando afirma que el único reproche que podría hacerse a los ejecutores de la voluntad popular estriba en la demora con que se ha llevado a cabo una idea que los sucesos presentaban, desde el primer momento, como única capaz de satisfacer las aspiraciones del país. Pero este reproche, que ha estado en el espíritu de todos, y que sería indisputablemente justo si entre la teoría y la práctica de los procedimientos políticos no mediasen a menudo largas y difíciles travesías, se desvanece ante la consideración de posibilidad; ante la magnitud de las dificultades y las responsabilidades con que el anhelo del pueblo debió luchar en el ánimo de los que habrían de ejecutarlo. Además, era imperiosamente preciso desvirtuar toda acusación malevolente de miras personales y planes ambiciosos; era necesario llegar a la evidencia en la demostración de que si se sacrificaba una Asamblea obcecada a la suprema necesidad de devolver al pueblo su confianza, su decoro y su tranquilidad, no era sino después de haber agotado todos los medios de convencer a esa Asamblea y obtener, con su sometimiento, que no se interrumpiese el aparente orden regular de las instituciones.

Nosotros creemos firmemente que la solución radical dada a la crisis política de los seis últimos meses ha resultado mucho más ventajosa y mucho más decorosa para la República que la situación que se hubiera creado con la elección presidencial del señor Cuestas por la Asamblea colectivista. Pero no desconocemos que, apreciadas las dos soluciones antes de producirse ninguna, la solución radical podía atemorizar a los espíritus reflexivos y sobre todo a los que tendrían que cargar sobre su conciencia la responsabilidad de los hechos, con la visión de peligros que nadie reputaba enteramente faltos de razón.

Y para que ninguna disidencia nos separe del modo de pensar del doctor Sienra Carranza, también convenimos con él en que el ideal del momento consiste en una pronta restauración del régimen de las instituciones, si bien pensamos que esta urgencia de volver a la vida constitucional está limitada por consideraciones que no deben desatenderse y que se relacionan con la estabilidad y la consolidación de la política nueva, a la vez que con la necesidad de unas elecciones convenientemente preparadas por todos los medios de la propaganda y la organización de los partidos. Un interinato dictatorial en que la suma del poder público se concentre en manos de un solo hombre implica un riesgo tan formidable y una alteración tan profunda en la vida de los pueblos organizados libremente, que sólo puede tolerarse su duración en los momentos álgidos del peligro. Un interinato cuya organización ofrezca casi todas las garantías de un gobierno regularmente constituído, es siempre una anormalidad que conviene abreviar, pero que no encierra, ni con mucho, los inconvenientes de hecho y de decoro de las dominaciones unipersonales. De cualquier manera, creemos que acierta el ilustrado autor de la carta que comentamos, cuando sostiene que la cuestión puramente accidental, de las fechas fijadas constitucionalmente para la renovación de los poderes públicos, no puede ser obstáculo que demore la restitución del país al régimen de las instituciones.

La carta del doctor Sienra Carranza no sólo por el valor de la adhesión personal expresada en ella, sino también por su mérito propio, debe ser atentamente leída (236).

 

[ El Orden, 19 de febrero de 1898.]

IV
LA REFORMA DE LA CONSTITUCION

Entre las trascendentales cuestiones que ha traído al terreno de la controversia la renovación política, se cuenta la de la reforma constitucional, tantas veces puesta en tela de juicio por propagandas que no han encontrado repercusión profunda ni durable en el espíritu público y que han concluído por perderse en el vacío.

Para los más obstinados partidarios de la reforma es un hecho imposible de desconocer que el pueblo no cree en la eficacia de esa solución para sus males y que vería con recelo la perspectiva de una agitación moral como la que provocaría semejante acontecimiento, no compensada por las ventajas que considera muy dudosas. Un partido o una coalición de partidos, que se lanzasen a la lucha electoral levantando la bandera de la reforma, no verían concurrir a sus manifestaciones colectivas un solo ciudadano más que si fuesen a la lucha con la vieja y siempre honrosa bandera del leal cumplimiento de la Constitución, y en cambio perderían seguramente muchas de las simpatías de las clases interesadas, como en supremos bienes, en la estabilidad y el reposo.

¿Se equivoca en esto el gran instinto del pueblo? A nosotros nos parece que hay en la indiferencia o el recelo públicos respecto de la reforma constitucional una buena lección de tino político y de prudencia que podrían aprovechar hombres expectables y experientes, cuya sagacidad reconocida no ha bastado para hacerles ver la importunidad de suscitar tan grave cuestión en los momentos, de sobra llenos de preocupaciones, por que atravesamos.

Cuando ella fué agitada, no ha mucho tiempo, tal vez hubiéramos contribuído con nuestra propaganda a prestigiar la reforma, o por lo menos hubiéramos apoyado la iniciativa de los trámites fijados por la misma Constitución para llegar a ella. No somos fetichistas del Código de 18 de julio, aunque creemos que se le deba una gran veneración, ni desconocemos en absoluto la conveniencia, o la necesidad, de modificarle con arreglo a las lecciones de la experiencia y a las nuevas condiciones de nuestra sociedad política. Lo que absolutamente no vemos es la oportunidad que haya en complicar el problema de actualidad con ese otro, dotado de interés y fuerza bastante para absorber en un momento dado toda la atención de la conciencia pública. Lo que consideramos temerario será el hecho de introducir, en la situación, semejante germen de disidencias y discordias (y no se olvide que es la reforma inmediata, por el procedimiento convencional, la que se pide) precisamente en los instantes en que el interés nacional reclama, ante todo y sobre todo, la unión, la concordia, la armonía de todos los elementos útiles para la obra del bien.

Como justificativo de las impaciencias reformistas se indica la ineficacia de la actual Constitución para encarrilar al país dentro de un régimen constitucional que nunca ha pasado de ser una aspiración generosa, defraudada en la práctica por la sucesión, pocas veces interrumpida, de todas las subversiones y todos los desórdenes. Desde luego, acude a los labios la observación de que un Código nunca estrictamente cumplido y con asaz frecuencia desvergonzadamente violado no puede ser responsable de los infortunios a que han llevado al país las pasiones y los intereses que han burlado sus venerandas prescripciones, y que no hay la posibilidad de un ciudadano bien inspirado y de mediano criterio que no considere como cosa ideal la situación que produciría un cumplimiento algo menos que estricto de la constitución de 1830. Pero además, ¿quién podrá sostener razonablemente que el mal originario de todos nuestros males, la causa eficiente de nuestras vergüenzas y nuestros infortunios, radique en la mala calidad de nuestra ley fundamental, y no en motivos y circunstancias de muy otra naturaleza, cuyo efecto inmediato ha sido precisamente impedir que las leyes se cumplan y sean algo más que vanas palabras escritas sobre un papel liviano?

No busquemos ilusos la reparación de nuestros males en la reforma constitucional, obra útil, y que llegará a ser necesaria, pero que está lejos de ser urgente; ni compliquemos las dificultades y los problemas que requieren una solución inmediata con otros cuya solución precipitada e inoportuna entrañaría una inmensa responsabilidad.

 

Vincy.

 

[ El Orden, 25 de febrero de 1898.]

V
[CARTA ABIERTA A PEDRO COSIO] (237)

Montevideo, 19 de abril de 1898.

Señor don Pedro Cosio.

Mi estimado correligionario y amigo:

Solicita usted el testimonio de mi adhesión a la propaganda política de La Verdad, cuya redacción le ha sido confiada, y de cuyos propósitos me entero por los bien pensados artículos de los números que ha tenido usted la benevolencia de enviarme. Me felicito de que en momentos como éstos, de tan decisivo influjo en el porvenir y la suerte de la República, la juventud del Partido Colorado cuente en el periodismo con representantes tan distinguidos como usted. Pocas oportunidades pueden presentarse más favorables para prestar en la propaganda de la prensa positivos servicios a nuestra colectividad política y a la República. A los que, en esa propaganda, pugnamos por el triunfo del actual orden de cosas no se nos ocultaban ni los riesgos que era necesario afrontar, ni la excepcional delicadeza de la situación que se crearía con la solución radical que aconsejábamos. Pero es indiscutible, aun para los más pesimistas, que las ulterioridades de la revolución del 10 de febrero no han defraudado hasta hoy ninguna de las esperanzas que abrigára¡mos de que fueran superados esos peligros, por más que la situación reclame siempre—y acaso hoy con más imperio que nunca—de los ciudadanos que la dirigen un tacto singular y una elevación patriótica constante. Creo que ese tacto y esta elevación pueden resumirse en una firme tendencia a la concordia. A la concordia entre todas las fuerzas vivas de la opinión, mediante la perseverancia en la obra iniciada con el acuerdo electoral de los partidos, que todos tenemos el deber de prestigiar hasta que sea devuelto al país el régimen de las instituciones. A la concordia dentro del Partido Colorado, a que pertenecemos, por la coparticipación de todos sus hombres de significación y de prestigio en la dirección del partido y en el gobierno de la República. Nada tiene que temer la seguridad del nuevo orden de gobierno de esa amplitud de miras y de esa tendencia generosa. Inflexibilidad en cuanto a los fundamentos de la nueva política, en cuanto a su programa de reforma y de reacción. Benevolencia, olvido, transigencia, para todo lo que no comprometa un principio o una práctica benéfica conquistada; para todo elemento útil convertible a la causa del pueblo mediante una política hábil y reparadora, que cicatrice las heridas que todavía sangran, disipe los rencores que no se han aplacado todavía, y que tienda con todas sus fuerzas a la unión, a la conciliación. En la prensa puede secundarse eficazmente esa política. La jactancia del triunfo debe excluirse de nuestras palabras, y todo resabio de las pasiones de la lucha debe perentoriamente extinguirse mientras la oposición que se haga al nuevo orden de cosas no tome una forma activa y resonante que envuelva un peligro real o signifique una provocación digna de atenderse. Convenzamos a los que no han estado con nosotros de que la obra a que hemos contribuído no es la del entronizamiento de un círculo diferente al suyo, sino la de una amplia idea de regeneración, superior a todos los círculos. Quitemos toda bandera de manos de los intereses bastardos y de las malas pasiones que sufran con el levantamiento moral y material del país, impidiéndoles que identifiquen con su causa la de los méritos agraviados o servicios desconocidos. Restablezcamos, en una palabra, la unión del Partido Colorado, para que sea de todo él la gloria de haber prestigiado al actual Gobierno en su obra de reparación y de paz. Si yo volviese a la prensa, volvería con ese programa de conciliación, que no excluye, por cierto, la intolerancia saludable para con prácticas funestas o personalidades definitivamente destituídas por la conciencia pública de todo derecho a la actividad política, sino que significa asegurar para todos la estabilidad y el amor del suelo sagrado de la patria y sacrificar los agravios de un pasado que sólo significa un momento a los intereses perdurables del porvenir. Esos serán también su criterio y su programa en la campaña política de La Verdad, y en tal sentido le acompañaré con todas mis simpatías y todos mis votos, felicitándole desde ahora por la oportunidad y el acierto de los artículos con que han dado principio a su propaganda. Me es muy grato repetirme su afectísimo amigo,

José Enrique Rodó .

VI
A LA JUVENTUD COLORADA (238)

Ante la disciplina, las agitaciones y las conquistas de nuestros adversarios tradicionales, que aprovechan las disidencias que profundamente hieren al organismo vigoroso de nuestro Partido, la juventud colorada debe levantar como símbolo de unión, fuerza y victoria, la bandera roja que en los días de peligros patrióticos flameó en los muros troyanos de la Guerra Grande, la que en los momentos trágicos de los martirios uruguayos fué salpicada por sangre heroica en Quinteros, la que en las sublevaciones populares de la Cruzada Liberadora encendió el ambiente nacional, como si fuese un arrebol de gloria o como si fuese la púrpura santa y prestigiosa de una alborada de la libertad.

La juventud actualmente tiene el deber y está en la oportunidad de manifestar en un acto público los deseos fraternales de unión que, aunque ocultos tal vez, laten en el seno del Partido Colorado; tiene el deber de iniciar la unión de todas las fracciones en que éste se halla dividido, pues ella es la indicada para realizar aquella iniciativa de concordia. Nadie puede negarle su adhesión, ni desconocer la santidad de los propósitos que la guían en sus expansiones ciudadanas, desde que a la juventud siempre la escudan, contra toda sospecha de egoísmo, la sinceridad, la virtud y la grandeza íntima de todas sus inspiraciones. Y, por otra parte, ella está en la oportunidad de exteriorizar sus anhelos, que concuerdan con los de sus correligionarios, porque las circunstancias excepcionales que hoy rodean al Partido Colorado aconsejan, como salvación única de la estabilidad fecunda y civilizadora de este partido en el gobierno, el acercamiento, y más que el acercamiento la acción unísona y tendente a un solo fin, de todas las fracciones del mismo, que se agitan en el escenario político del país.

Por estos y otros motivos de índole semejante y con la representación que nos ha conferido una asamblea de correligionarios, nos dirigimos a la juventud colorada seguros de su correspondencia, y le solicitamos el tributo moral de su adhesión para un gran banquete que se realizará en un teatro de Montevideo con el propósito único y desinteresado de que sea la expresión sincera de los unánimes sentimientos de confraternidad y unión que dominan en nuestro partido.

Convocamos para esa fiesta del patriotismo y de la unificación colorada a todos los elementos jóvenes que, desde la esfera de una a otra fracción del Partido, rindan culto a los sacratísimos ideales defendidos por Rivera entre las impetuosidades de Cagancha, proclamados por Suárez en medio a los heroísmos de la Defensa, anunciados en Caseros por los clarines de César Díaz, y conducidos por Flores, entre cuadros de héroes, hasta el fondo bravío de las selvas paraguayas.

A nadie negamos nuestra invitación, a todos dirigimos nuestro llamamiento, porque al pie de la amplísima bandera que hoy levantamos desplegada y radiante, todos, como bajo el sol, pueden congregarse y recibir en el alma el toque de luz que nos ha de iluminar con puros resplandores el pensamiento cívico, y que también iluminará el rumbo que debemos seguir, para que, despojados de pequeñas pasiones, y pletóricos de entusiasmos e ideales purísimos, conduzcamos a nuestro Partido a las cumbres de su engrandecimiento, que nosotros identificamos con la felicidad de la patria.

Juan M. Lago, presidente; Víctor Pérez Petit, ler, vicepresidente; Alberto Zorrilla, 2.° vicepresidente; Guzmán Papini y Zas, Antonio Cabral, Guillermo Busch, Domingo Veracierto, secretarios; Ricardo Espalder, tesorero; José Enrique Rodó, Carlos Martínez Vigil, Eduardo Pittaluga, Dalmiro Tió, Ernesto Lagomarsino, Pedro Alburquerque, Emilio Frugoni, Ubaldo Ramón Guerra, Juan Carlos Carve, Jacobo D. Varela, José P. Carve, Juan C. Blanco Acevedo, Félix Polleri, Julio María Sosa, Adolfo H. Pérez Olave, vocals.

Montevideo, noviembre de 1900.

VII
[DISCURSO POR LA UNIFICACION DEL PARTIDO COLORADO]

Permitidme, señores, que en presencia de este gran movimiento de opinión que nos congrega en circunstancias solemnes para expresar un anhelo y formular un voto que necesitaban ya de esta expansión porque desbordaban ya de nuestros corazones, yo posponga todo otro sentimiento al de entusiasmo con que veo fraternizar, aun prescindiendo del motivo que nos reúne, a esta juventud hace tanto tiempo dispersa, sólo unida idealmente en el culto de recuerdos queridos; al del júbilo intenso con que la veo acudir a nuestro llamado y corresponder largamente a las esperanzas que nos animaron a dirigírselo, con la demostración de su voluntad y de su fuerza.

Era a la juventud a quien tocaba pronunciar la primera palabra y comunicar el primer impulso para la realización del pensamiento que nos enciende en entusiasmos, porque siempre fué privilegio del espíritu joven el don de las generosas iniciativas; era la juventud la que debía tomar en sus manos y hacer ondear por encima de todas las disidencias del presente la bandera que simboliza las glorias comunes del pasado, porque la tradición de estas glorias testifica que esa bandera ha flameado siempre con honra y con imperio cuando se la ha confiado a las manos de la juventud.

No ignoráis, señores, cómo los antecedentes de las generaciones que han precedido a la nuestra se nos adelantan y nos obligan en tal sentido con su ejemplo. Nos bastaría escuchar las confidencias de los sobrevivientes de nuestras más altas tradiciones de gloria—de los tiempos homéricos de la Defensa, de aquella que don Joaquín Suárez que la personifica sublimemente ante la posteridad llamó una vez la época de los milagros y los prodigios—para saber hasta qué punto el espíritu de la juventud estuvo entonces sobre el resorte impulsor de los acontecimientos públicos, e hizo sentir sus aspiraciones generosas en la propaganda, en la acción, en el gobierno. Pongamos bajo auspicios de estos recuerdos gloriosos el éxito de nuestra iniciativa.

Nos trae aquí un gran movimiento de concordia; venimos a ser intérpretes de una inmensa aspiración que hemos sentido palpitar con noble y angustiosa impaciencia, dondequiera que la integridad del sentimiento partidario se mantiene por encima de los pequeños rencores del momento. No proponemos ahora, colectivamente, ningún procedimiento político; no manifestamos preferencias por una solución entre las que pueden llevar tales anhelos a la realidad. Nuestro objeto esta noche se limita a hacer solemne manifestación del sentimiento originario, de la idea fundamental, de la unánime aspiración que encontramos como diluída en los aires y vibrante en lo hondo de los corazones, aspiración que luego trascenderá forzosamente a las deliberaciones de los hombres públicos y se concretará en las soluciones de la política; porque es constante, señores, que antes de tomar formas vivientes y concretas en las entrañas de la realidad, las ideas y las aspiraciones colectivas necesitan estremecer el ambiente con el trueno de la voz que las anuncie y comunicarse a los indiferentes y los obcecados con la revelación de su prestigio avasallador.

Aspira la juventud aquí reunida a la unión, a la reorganización del Partido Colorado sobre la base franca de la reconciliación y la amistad de sus elementos dirigentes; unión que se realice sin restricción de perfidia, sin injustificadas exclusiones, sin preferencias irritantes, haciendo pasar sobre las disidencias de una hora un gran soplo de olvido y evocando, en cambio, con fuerza todo lo que pueda significar un lazo de solidaridad en las rememoraciones del pasado y en los derroteros del porvenir.

Aspira, en una palabra, la juventud, a que se consagre en el hecho el pensamiento que todos llevamos dentro del alma, y es que las disidencias más o menos justas, apasionadas, más o menos de un día no puedan prevalecer sobre la multitud de lazos vivientes e imperecederos que crea, entre las afiliados a una gran colectividad histórica, la fe de la misma tradición, el culto de la patria profesado en los mismos altares, el orgullo cívico cifrado en las hazañas de los mismos héroes, la veneración rendida a la memoria de los mismos mártires, las inspiraciones patrióticas recogidas en las mismas páginas vivas de la historia, y sobre todo eso, la comunidad de espíritu que procede de los recuerdos, porque es en el culto de la tradición y del ejemplo donde se recoge, mucho más que en las fórmulas alambicadas de los programas, la fe de los principios, las inspiraciones vivificadoras de la acción.

Bastaría ese motivo fundamental y permanente para que la unificación del Partido Colorado fuese, en todo momento, una gran idea, una bandera prestigiosa, si no concurriera a reclamarla, otro motivo de oportunidad de la más alta e imperiosa oportunidad.

La lucha decisiva que va a librarse en el presente año entre las dos grandes colectividades políticas del país no tiene más que una solución posible, si el Partido Colorado concurre unido, organizado y fuerte, como en los grandes momentos de su historia, a la contienda de las urnas electorales, para salvar, con su permanencia en el Gobierno, la permanencia del espíritu liberal, en la dirección de los destinos de la República.

Pero si, cegado en mala hora por el vértigo de rencores y las pasiones de los círculos, olvida esa exigencia elemental de la situación por que atraviesa y sólo envía fracciones dispersas a la lucha, entonces la posibilidad oscila entre estas dos soluciones, igualmente comprometedoras: o que abandone el poder, confesando en el hecho de su incapacidad, a pesar de haber tenido elementos para conservarlo, o que traicione su significación y prostituya su historia arrebatando por la usurpación y la violencia lo que habría perdido por ministerio de la ley.

Por fortuna, yo creo que debemos desechar severamente la posibilidad de que permitamos cualquiera de esos males. Digámoslo bien alto, señores, digámoslo bien alto para que todos nos escuchen. El Partido Colorado no quiere conservar el poder sino por los medios leales de la verdad institucional, y el voto libre; y no quiere conservar por otros medios el poder, porque consciente de su fuerza y sabedor de las responsabilidades que le imponen de consuno su programa y su historia, está seguro de que no necesita recurrir a la violencia que desorganiza ni al fraude que envilece para renovar su superioridad y su dominio, que irá a buscar en las fuentes vivificadoras del voto popular.

Bajo los auspicios de comisiones directivas trabajaremos porque organizados y concordes nos encuentre el mes de noviembre alrededor de las urnas del voto público. Se abre, entre tanto, un solemne período de actividades cívicas: sepamos por nuestra parte utilizarlo, y puesto que en la tradición están contenidos virtualmente nuestro programa y nuestra fuerza, evoquemos durante la lucha la gloria de nuestras tradiciones y recordémoslas a cada instante de todas las formas eficaces de la propaganda, pero, entendedlo: no en son de odio ni de bravíos apasionamientos, porque no caben lo odios infecundos del pasado en almas jóvenes, sino por lo que ellas tienen de inspiraciones generosas y significan una obligación sagrada para el porvenir.

Evoquemos la gloria de nuestras tradiciones; y para mantener vibrantes sobre todos nosotros su inspiración y su prestigio, no debemos contentarnos con recordar a nuestros grandes caudillos populares, los que rememoramos y glorificamos siempre, los que se levantan sobre el horizonte del pasado a la manera de altivas sombras legendarias, personificadoras de la voluntad y el corazón de las muchedumbres, y que el criterio de la historia, emancipado de las limitaciones insensatas de un día, reconcerá grandes y necesarios aquí, como sus similares en las primeras expansiones de la democracia de América; porque ellos esculpieron la patria con la pujanza de su brazo, y encaminaron los movimientos vacilantes e inseguros del pueblo en el aprendizaje de la libertad, y habiendo sido pródigos de su valor temerario en la batalla, fueron clementes y generosos en el triunfo.

No nos contentaremos con recordar a nuestros grandes caudillos populares, lazos de providencial mediación, por su suavidad y sus tendencias, entre las espontaneidades de la fibra nativa y las formas regulares de la civilización.

Llena está nuestra historia de nombres que pueden ser ejemplo y símbolo imperecedero para todas las eventualidades del futuro. Los buscaremos en los amales heroicos de la guerra, y los encontraremos en aquella personificación soldado-ciudadano, que se llamó Francisco Tajes, alma verdaderamente «sin miedo y sin reproche», para quien los extremos de la generosidad y del heroísmo eran como una función de su naturaleza; en César Díaz, cuya expectabilidad militar tiene por fundamento el más glorioso de los campos de batalla de la libertad americana; en Garibaldi y en Thiebaud; en Marcelino Sosa, nombre de la abnegación estoica y sencilla, o en aquel bravo y leal León de Palleja, cuya caída en la heroica borrasca del Boquerón es el símbolo trágico de la gloria de tres mil orientales sacrificados a la derrota de la última de las tiranías legendarias de América, desde los campos de Yatay hasta los arenales del Ibicuí.

Los buscaremos en las manifestaciones de la mente gubernativa y del pensamiento propagador, en los Consejos de Gobierno, en la prensa, en la tribuna; y los encontraremos en Santiago Vázquez, el constituyente de 1830, el estadista de 1843; en Lucas Obes, cuyas iniciativas civilizadoras iluminaron nuestro primer período constitucional con un reflejo del espíritu de Rivadavia; en Juan Carlos Gómez, que hizo vibrar a uno y otro lado de los Andes el verbo de la libertad, con la perseverancia de Mazzini, con la gallardía de Carrel; en Florencio Varela, levantado por la elocuencia de su palabra acusadora hasta el merecimiento del martirio.

Los buscaremos más alto: en los modelos de la virtud republicana, de la cívica abnegación; y los encontraremos en estos dos nombres, que señalan en nuestra democracia las manifestaciones más puras del ejemplo: don Joaquín Suárez, numen de nuestra Defensa inmortal, cuya pureza cívica resplandece en la deslumbradora blancura de las nieves eternas en lo alto de aquella montaña del heroísmo, y don Tomás Gomensoro, que, ejerciendo una verdadera soberanía moral en su ancianidad augusta, personificó tantas veces la concordia del pueblo en días de abatimiento. Y si nos fuera necesario resumir en un solo nombre las glorias de los otros; si se nos exigiera que levantásemos en alto, como un símbolo perdurable, una memoria que pudiera, históricamente, identificarse con nuestra bandera, entonces recordaríamos al más grande y fulgurante de todos, al que, como un sello de fuego, llevó estampado nuestro espíritu colectivo en su personalidad titánica, aquel que fué pensamiento y voluntad, y corazón, y que fué todo eso en grado heroico y sublime, recordaríamos a Melchor Pacheco, que favorecido, como ciertos hombres de guerra del Renacimiento, con todos los dones de la superioridad humana, no necesita más que el engrandecimiento del escenario en que se irguió su talla portentosa para levantarse a la altura de La Fayette, de Miranda y de Kosciusko, entre los glorificadores de la libertad universal.

Fortalecidos por la evocación de esas memorias, por la virtud de esos ejemplos, iremos a la lucha. Y para obtener, señores, la suma verdadera de las fuerzas con que concurriremos a ella, es necesario que agreguemos, a la cantidad representada por el total de nuestros elementos activos, la inmesa fuerza moral que representan las simpatías y la adhesión de ese elemento extranjero, vinculado al suelo de la patria, al amparo de la libertad y por los lazos fecundos del trabajo: de ese elemento extranjero, que nos acompaña, que nos pertenece, que es nuestro, decididamente, en su inmensa mayoría: que es nuestro porque nos ha acompañado más de una vez a defender los penates de la civilización común; que es nuestro porque no puede olvidar que nosotros hemos formado en nuestra escuela de sacrificios héroes universales y hemos salido de la Patria cuando ha sido necesario colaborar fuera de ella en una iniciativa libertadora; que es nuestro, finalmente, porque sabe que nosotros hemos inscrito en nuestro programa, sancionando esos dictados de la tradición, que las fronteras que separan a uno de otro pueblo no son más que humanas ficciones y que todo sentimiento exclusivo de nacionalidad se eclipsa y desaparece en presencia de un principio más alto: el de la solidaridad y la confraternidad de todos los hombres dignos de ser libres.

Señores:

Hubo un momento solemne en la historia de los pueblos del Río de la Plata, en el que dos banderas antagónicas, dos fundamentales tendencias de principios de acción entrelazados con fuerza contrapuesta e igual a las raíces mismas de nuestras democracias, entraron a librar su batalla definitiva para resolver el porvenir de estos pueblos en el sentido señalado por la dirección de las banderas del triunfo.

Era la lucha entre el principio de civilización, de libertad, de organización republicana, que significaba el coronamiento lógico y fecundo de la obra de independencia y la incorporación de estas sociedades recién nacidas al concierto de la cultura universal y la fuerza de reacción y de muerte que, desatada desde la Cordillera hasta el Atlántico, en los ejércitos de formidable tiranía, entrañaba, con la posibilidad de su victoria, la amenaza del fracaso y el deshonor para la gigantesca iniciativa de 1810.

Tocó al Partido Colorado, a sus tribunos y sus héroes, resolver la titánica contienda a favor de los principios del gobierno libre, salvando definitivamente para el porvenir los elementos esenciales de la civilización americana: hecho fundamental, en cuya virtud puede afirmarse que existen en nuestro país partidos y ciudadanos de principios que desconocen o repudian esa tradición o apartan la mirada del pasado para no verla, en los momentos en que luchan realmente, como lo han hecho, por la libertad y las instituciones, son en realidad solidarios de su espíritu y la llevan, sin saberlo, en el alma.

Hagamos votos, señores, porque así como a los hombres del Partido Colorado tocó entonces hacer posìble a costa de sacrificios inmortales tan alta solución histórica, los que hoy militan a la sombra de esa tradición gloriosísima, después que hayan consagrado en la cercana lucha el programa de la Defensa y de Caseros con la conquista de la libertad electoral, último esfuerzo necesario para completar la efectividad de nuestras libertades públicas, den a la América de nuestra raza, en los albores del nuevo siglo, el ejemplo de una democracia constituída, organizada y libre, asegurando definitivamente la realidad del régimen de gobierno implantado por los Constituyentes de 1830 y defendido por Melchor Pacheco y por Francisco Tajes, junto a los muros de la inmortal Montevideo.

 

[ El Día, 22 de enero de 1901.]

VIII
EL CLUB LIBERTAD

al partido colorado y al pueblo nacional y extranjero ( 239)

 

En los períodos de agitación cívica y de lucha que concentran la atención general en los altos intereses de todos; cuando la proximidad de las más trascendentales manifestaciones de la vida democrática constituye la oportunidad solemne del día, cuando se presenta, más clara y vivaz que de ordinario, a la conciencia del pueblo, la idea de que no es una muchedumbre privada de carácter propio, sin acción eficiente en sus destinos, sino un organismo destinado por las instituciones y la historia a la vida fecunda de la libertad, los partidos políticos deben mantener vibrantes en todos los momentos la propaganda de sus principios y el recuerdo de sus tradiciones, sin dejar pasar estérilmente una sola ocasión de ofrecer a las actividades del civismo un estímulo enaltecedor y de inclinar a favor de las ideas que ellos sustentan las voluntades indecisas.

Atendiendo a esas exigencias de actuallad, y en virtud de aproximarse una fecha universalmente gloriosa, que tiene para nosotros, como partido, prestigios doblemente acentuados, la Comisión del Club Libertad ha creído oportuno realizar, con motivo de solemnizarla, una manifestación popular que nos congregue de una manera enteramente ajena a toda cuestión debatida del momento, y sea una nueva demostración de nuestra preponderancia en el conjunto de los elementos liberales del país.

La oportunidad de la fecha histórica elegida como objeto de esa manifestación nos parece superior a toda duda. La unánime y entusiasta participación del Partido Colorado en un acto glorificador del 20 de septiembre se justificará siempre por razón de principios y por sentimientos de solidaridad histórica. Al acontecimiento que va a conmemorarse está indisolublemente unida, en el corazón del noble pueblo que recobró por él su entidad nacional y su grandeza, la memoria del más universal y prestigioso de sus héroes populares: de aquel cuya figura legendaria cruza la historia del siglo último como personificación militante de la libertad, como la sombra tutelar de todas las generosas empresas; y siempre que tan alta figura sea, con cualquier motivo, evocada, será imposible al partido de la Defensa de Montevideo dejar de recordar que ella es la del que, al amparo de la bandera nacional, compartió con los hombres de ese partido abnegaciones y heroísmos; que ella es la del que, hablando de este compañerismo con orgullo, llamaba al Montevideo de la Defensa la ciudad de los milagros, asombro y admiración del mundo: la del que afirmaba que su resistencia heroica servirá de norte en las generaciones venideras a todos los pueblos que no quieran rendirse a la voluntad de los poderosos, y la del que, dirigiéndose a la voluntad de su patria, en días de incertidumbre, cuando aún faltaba terminar la obra emancipadora, instábala a inspirarse en la enseñanza y el ejemplo del pueblo oriental, en su valor sublime, para saber al precio de qué sacrificios sobrehumanos se conquistan los bienes de la libertad.

Partiendo de esta indeleble impresión, en todo tiempo confesada, que la grandeza guerrera y moral de la Defensa dejó, como un sello de fuego, en el espíritu del Héroe, y teniendo en cuenta además la inmensa parte que a su prestigio personalísimo hay que atribuir en los sucesos preparatorios de la unidad y la libertad italianas, no se forzaría seguramente el alcance de las relaciones históricas si se afirmara que hubo influencias de la Defensa de Montevideo en el movimiento liberal de 1848 que hizo levantarse a Italia de su tumba; que hubo recuerdos de la Defensa de Montevideo en cada página de la leyenda garibaldina y en las abnegaciones espartanas de Caprera; que hubo plomo de la Defensa de Montevideo en los fuegos de los mil de Marsala, en la campaña homérica de las Sicilias, en Volturno, en Apromonte, en Mentana, en todo lo que hizo posible el episodio que consagró definitivamente la realidad de la utopía secular con la reivindicación de Roma intangible para la Italia una.

Se renovará en la conciencia popular, por la influencia de actos cívicos como el que iniciamos, la impresión de esos hechos que nos enaltecen. Se estrecharán, al mismo tiempo, en virtud de manifestaciones de esta índole, los vínculos de afecto, de confraternidad, de identificación que nos unieron siempre a esa población extranjera radicada en el suelo nacional, que ella honra y fecunda con el sudor bendito del trabajo, y a la que nunca hemos considerado como huésped que se acoge por una hora a la sombra del hogar extraño, a favor de una fría benevolencia, sino como hermana nuestra, partícipe de todos nuestros derechos, colaboradora en todas nuestras glorias, solidaria de nuestra obra de edificación nacional, responsable como nosotros del porvenir y los destinos de la patria, que ella contribuye a formar, con la sangre de sus venas, y a caracterizar, con las tendencias de su espíritu.

Aparte de los indestructibles sentimientos de orgullo partidario y de gratitud patriótica que en este caso nos inspiran, evocando en nuestra memoria la figura del protagonista militar en la epopeya que tuvo su desenlace el 20 de setiembrepensamos que esa otra consideración de confraternidad internacional bastara siempre para justificar la intervención, y aun la iniciativa, del Partido Colorado en cualquier acto de rememoración histórica que, con trascendencias universales por el significado de los hechos que se glorifiquen, provoque en una colectividad de extranjeros vinculados al suelo del país nobles y bien motivados entusiasmos.

La carta orgánica de nuestra colectividad política reconoce en los residentes extranjeros que profesen ideas de libertad la condición de miembros del partido; y con ello, interpreta, indudablemente, una de las más esenciales y constantes manifestaciones de su tradición liberal. Cuando Melchor Pacheco y Obes, representando en París al gobierno de la inmortal Defensa, exponía públicamente los antecedentes de ella y su espíritu, hubo quien le enrostró, como causa de inferioridad para los hechos históricos que enaltecía, la composición colectiva de los elementos aislados en Montevideo alrededor de un núcleo nacional mermado por las deserciones y los heroísmos. Y el gran tribuno, recogiendo la acusación desdeñosa con el júbilo de quien se apodera de un arma que le es torpemente abandonada, mostró cómo podía obtenerse de ella la más alta glorificación para la causa de la ciudad heroica, en cuyo recinto la libertad era defendida como patrimonio y aspiración de todas las razas. Nosotros recogemos también la acusación, levantándola a la categoría de una permanente realidad histórica, que contribuye a nuestro honor y a nuestra fuerza. Nosotros aspiramos a ser hoy también, y a ser para siempre, como fuimos dentro de los muros de Montevideo, un partido cosmopolita; no ciertamente porque desconozcamos ese noble y pundonoroso sentimiento de altivez nacional, que se inspira en la pasión de la patria, y del que el Partido Colorado ha dado a la historia de la República los más altos ejemplos; pero sí porque consideramos que la comunidad en el culto de los Principios liberales, alma de la moderna civilización, pueda dar lugar a vínculos tan fuertes como los del común origen, y enaltecemos, por encima de toda idea exclusivista de nacionalidad, la idea, más amplia y generosa, de la solidaridad humana.

El lazo de perdurable unión que la personalidad del vencedor de San Antonio establece entre las más honrosas y fundamentales tradiciones del partido liberal de la República y el génesis heroico de la Italia nueva no constituye un hecho aislado o casual: es toda una manifestación característica, y se relaciona en los anales de ese mismo partido con otras páginas cuyo argumento memorable y glorioso alcanza también hasta más allá de los límites de la nacionalidad. Son estas páginas, antes que cualesquiera otras, las que ponen, a la colectividad política que las ha producido, en aptitud de reivindicar como cosa vinculada a su tradición el espíritu de rebeldía contra todas las negaciones del derecho, contra todas las dominaciones tiránicas; porque la historia no nos habla de partido alguno, en ninguna latitud de la tierra, que haya hecho más por los fueros de la libertad humana que señalar modelos y ejemplos dignos de convertirse en escuela universal, y transponer las fronteras de la patria, ya con sus armas materiales, ya con las irradiaciones de su espíritu, para ceder a la libertad ajena una parte de los sacrificios propios.

Tales son las consideraciones que sirven de fundamento a nuestra iniciativa y que nos hacen confiar en la excepcional magnitud de la manifestación que se celebrará el domingo 22 del corriente, para la cual invitamos, no sólo a nuestros correligionarios políticos, sino indistintamente al pueblo nacional y extranjero que profese el culto de la libertad del pensamiento y los principios del gobierno libre.

La conveniencia moral y material de que, ni el orden, ni la armonía del espíritu público, resulten perjudicados por manifestaciones que deben estar, además, a la altura de su objeto, nos induce a recomendar a todos cuantos concurran a nuestros llamados que contribuyan a sofocar cualquier grito o manifestación hostil a instituciones y creencias que puedan considerarse en oposición con una de las fases del acontecimiento que se conmemora, recordando—de conformidad con el más hondo espíritu de liberalismo—que si la tolerancia es el complemento necesario de la libertad, la cultura es la forma propia de la tolerancia.

 

Montevideo, septiembre de 1901.

IX
EL PROBLEMA PRESIDENCIAL

I
EL PARTIDO COLORADO Y LA PRESIDENCIA FUTURA

Se desmenuza la cuestión a todas horas, en los círculos grandes y chicos; en las antesalas del Parlamento, en los conciliábulos de los partidos, en los corrillos de la Bolsa, en las ruedas de las tertulias, en las cabrioneras de la redacción y en las mesas de los cafés. La gacetilla recoge ecos dispersos de esa conversación soberana y los devuelve a la circulación, con variaciones alegres. Los corresponsales telegráficos trasmiten de vez en cuando, a otras partes, lacónicos y formales augurios...

No se pasa de ahí.

Pero la verdad es que no faltan quienes consideren ya infundado que esa cuestión, que va a absorber nuestra actividad nerviosa durante muchos meses, siga experimentando el pudor de la publicidad más franca y seria; porque si todos estamos contestes en que llegar directamente a discutir la solución personal―proponer y cotejar nombres—es cosa prematura, no existe el mismo inconveniente en que se discutan y establezcan desde ahora las consideraciones que deberán tenerse en cuenta para la solución y las exigencias a que ella debe someterse. Este procedimiento previo tendría, por lo menos, la utilidad de dejar delineado teóricamente algo como «un modelo impersonal» de candidatos, con el que podrían compararse después los nombres que surgiesen, aquilatando de ese modo su superioridad e inferioridad relativa.

Para iniciar esta primera etapa del debate, tenemos indudables ventajas los que esperamos el definitivo planteamiento de la cuestión sin el parti pris de una preferencia personal indeclinable. Utilicemos nuestro desapasionamiento en contribuir a que se esclarezcan serenamente los datos del transcendente problema, y perseveremos en nuestro propósito de imitar a los personajes razonadores de Corneille, no enamorándonos sino después de deliberaciones reflexivas, que encuentren base cierta, así en los resultados de ese esclarecimiento como en una situación ya estable de las cosas.

Aunque la solución de marzo no compromete exclusivamente a los dos grandes partidos políticos del país, sino a esa enorme suma de intereses que se mantienen fuera y por encima de la vida política, son aquellos partidos los que van a contribuir activamente a producirla y a darle más o menos arraigo en la opinión; por lo cual importa que encaremos el problema, ante todo, del punto de vista de sus respectivos intereses.

Comencemos por el Partido Colorado.

La revolución de febrero fué movida por una fracción del Partido Colorado contra otra fracción del mismo partido, a mérito de diferencias radicales en cuanto a régimen de gobierno y a la manera como debían resolverse trascendentales cuestiones de actualidad, de que dependía la suerte del país. Triunfante la revolución, no puede decirse que se produjeran, como consecuencia, el fraccionamiento y la discordia de aquella colectividad, porque ya estaba dividida y discorde; pero sí es indudable que, cumpliéndose un resultado fatal de todo movimiento violento, las disidencias se enconaron, se hizo más honda la separación, y de la suma de los rencores despiertos y los intereses heridos se formó en el seno del Partido Colorado una fuerza poderosa de odio y de resistencia al régimen que se iniciaba. Esta fuerza tendió, desde el primer momento, al desquite, a la contrarrevolución. Por su parte, la política del gobernante encumbrado por el golpe de Estado tendió a la represión, a la inflexibilidad. La discordia, que lejos de atenuarse fué engrosando día a día con el tributo de nuevos y más hondos agravios, hubo de desembocar en sangre el 4 de julio. Y conjurada aquella tentativa reaccionaria, no por eso se modificó la posición recíproca de ambas fracciones. Hasta hoy, no sólo la situación surgida del movimiento de febrero no ha logrado incorporarse el concurso de los elementos que la combatieron en su origen, sino que una buena parte de estos elementos persisten su sus aspiraciones restauradoras, en su actitud de guerra; otra parte guarda distancias en la abstención, y son también oposicionistas, abstinentes o activos, no pocos de los mismos factores que contribuyeron a traer el nuevo regimen.

La situación interna del Partido Colorado es, pues, fundamentalmente la misma que en febrero de 1898. No se ha ganado un ápice de cordialidad.

Sería injusto concluir de ahí, sin embargo, que, dentro de los elementos de la revolución de febrero, no hubo, después del triunfo, quienes tuviesen la intuición de que una de las más elementales conveniencias de la situación creada, y uno de los intereses más altos del partido, estaban en propender a ensanchar las bases morales de esa situación mediante una política conciliadora que desvaneciese el recuerdo ofensivo de su origen y se atrajera la mayor suma de elementos.

Se comprendía por la mayor parte que la inflexibilidad en cuanto al mantenimiento del programa de la revolución, de sus iniciativas reparadoras, de sus reacciones benéficas, de su severidad honrada, podía y debía conciliarse, en lo político, con la sabia tolerancia que nacería de la aplicación de un voto generoso de olvido, tendiente a concentrar, en lo posible, al Partido Colorado, alrededor de la nueva situación.

Esta necesidad apareció aún más clara y patente cuando la perspectiva de la lucha electoral, planteada con el partido adverso, organizado y firme, sin que existiera aún la seguridad del acuerdo que sobrevino, hacía de la conciliación y la concentración coloradas una bandera que sólo podía repudiarse, en el partido, por insensatez o por el anhelo interesado de un desastre.

No entra en mi tema recordar las vicisitudes por que pasó, al querérsela llevar a la práctica, esa idea; ni discernir responsabilidades oscuras, en la pérdida de los esfuerzos, que alguna vez, parecieron llevarla, definitivamente, adelante. Sólo es oportuno aquí señalar el fracaso de las tendencias de unificación, como un hecho actual que tiene aplicación a mi objeto.

La enseñanza que fluye del fracaso de tan generosas tentativas es que, sin la ayuda de una acción simultánea y concorde de parte del poder—sin la repercusión, en lo alto, de las tendencias de esa política unificadora—no es posible obtener la conciliación de un partido que gobierna.

La conciliación colorada se hará o no, en el próximo período presidencial, según el espíritu que anime, respecto a ese desiderátum de nuestra colectividad, al nuevo presidente de la República, y según las facultades que le den sus antecedentes, su prestigio y la manera como haya sido elevado al gobierno, para congregar al partido en torno suyo. Apuntemos este primer rasgo para nuestra esquisse del «perfecto candidato»: El Partido Colorado debe levantar al poder un Presidente capaz de realizar su conciliación.

¿Qué significa la conciliación colorada? ¿Una reacción? ¿Algo que se parezca a la reviviscencia, en espíritu, del régimen debelado por el movimiento de febrero? Nadie puede pretender semejante cosa. En sus lineamientos generales, la nueva situación guardará necesariamente el sello de su origen, determinado por la actual composición de las Cámaras; y sería absurdo pensar que, conscientemente, pudiese volverse un paso atrás sobre las conquistas a pesar de todo realizadas, o perder rumbos en prácticas de administración que el país se ha acostumbrado ya a considerar seguras y definitivas.

Pero no sólo esa perseverancia en ciertas conquistas de administración y otras tendencias es perfectamente compatible con un amplio movimiento de conciliación, sino que, dentro de los numerosos elementos del Partido Colorado hoy más o menos hostiles a la política dominante, sería fácil hallar colaboradores sinceros y utilísimos para continuar toda iniciativa reparadora y propender a otras muchas de parecido alcance moral.

Hay inteligencias, hay corazones, hay voluntades entre los que guardan aún, por convicción o por decoro, su vinculación con el régimen caído, que sería execrable injusticia mantener durante más tiempo esterilizados para la obra del bien, por rencorosa pertinacia; y escasa talla de estadista demostraría en 1903 el hombre que, elevado al gobierno, no supiera aprovechar la oportunidad que le ofrecería el simple hecho de inaugurarse una nueva situación, para disipar rencores caducos y afirmar su posición de gobernante con la adquisición de un gran refuerzo moral.

No se trata, en efecto, de una simple consideración de justicia. Se trata de las exigencias más elementales de la seguridad del gobierno que ha de venir.

Ciego será quien no vea que la perspectiva de una prolongación de la escisión actual, y de las actuales tiranteces y discordias, por cuatro años de gobierno, equivaldría a la inminencia de una situación revolucionaria; empujaría desesperadamente a la violencia a los elementos que verían dilatarse indefinidamente su proscripción moral, y originaría en el país una desastrosa zozobra, capaz de esterilizar los más sanos propósitos administrativos.

Y todavía puede invocarse una razón superior a la seguridad egoísta de la situación que sobrevenga. Es la seguridad del Partido Colorado; la posibilidad de su permanencia en el poder.

Si los partidos han considerado sacrificio patriótico postergar, por medio de dos acuerdos electorales, el ejercicio de su verdadera función cívica, no es lícito pensar que esa solución, transitoria por naturaleza, haya de convertirse en costumbre definitiva y subversiva.

Existe la posibilidad—¡por lo menos!—de que las elecciones de 1904 sean elecciones de lucha. Se habrá planteado entonces, para el Partido Colorado, la cuestión que resolverá de sus destinos, y duelo histórico de las dos grandes agrupaciones nacionales llegará a su episodio más trascendental. Ante esa perspectiva imponente, ¡sólo una inconcebible ofuscación puede exponernos al peligro de que el ciudadano que gobierne en tales circunstancias el país sea un espíritu indiferente o mal dispuesto, para la obra de la conciliación y la organización de su partido!

Esa fecha—1904―es una cumbre que el observador sagaz, investigando el horizonte, no puede dejar de percibir por encima de la cumbre, más cercana y aparente, de marzo, ni puede dejar de tener en cuenta para fijar su orientación.

Si se recuerda que el ejemplo ha demostrado que el partido no podrá unificarse sin que domine en el gobierno una política francamente auspiciosa de esa unificación y una tendencia francamente sistemática de amplitud y de olvido, fácil es presumir cuál sería la situación en que el partido llegaría a los trascendentales comicios de aquel año bajo un gobierno que obstaculizase o desdeñase la obra de concordia, o que no se hubiera preocupado, desde el primer momento, de auxiliarla. La revolución de febrero tendría entonces, como desenlace definitivo y oprobioso, el abandono, por el Partido Colorado, del poder—¡o haría traición a los principios que la justificaron, arrebatando el poder por la usurpación y la violencia, para que se encaramase el más audaz de los que se encontraron allí cerca! En ambos casos, el último resultado sería el mismo, porque, después de cuarenta años consecutivos de gobierno, no es sensato pensar que un partido llegue a prolongar a todo trance su dominación, si no puede justificarla con los títulos de la legalidad en mano.

Concretemos lo dicho, insistiendo en esta condición elemental de todo candidato aceptable: El Partido Colorado debe levantar al poder un presidente que, sin apartarse del programa de la revolución de 1898, sea capaz de realizar en el partido la conciliación.

II
EL PARTIDO NACIONALISTA Y LA PRESIDENCIA FUTURA

Pero no es sólo el Partido Colorado el que tiene en sus manos la solución del gran problema, ni son sus intereses colectivos los únicos comprometidos en esa solución. Un factor poderoso, vinculado sólidamente a la situación actual desde sus orígenes: desde el pacto de paz de 1897; y que ha ratificado esa vinculación por medio del último acuerdo electoral, y que goza de una participación considerable en el Cuerpo Legislativo y en la administración; un partido político dueño, además, de todas esas influencias morales y efectivas, de la fuerza que dan una organización vigorosa, el dinero, y quizá la preponderancia en los elementos conservadores de la sociedad, encarará a su vez la cuestión presidencial, del punto de vista de sus intereses propios, y no lo hará seguramente con la resignación del que está entregado sin recursos a merced de la benevolencia ajena. Disponer de una minoría importante, no difícil de organizar para una acción común, frente a una mayoría cuya fuerza de cohesión, en el gran momento, aparece hasta ahora mucho más dudosa, es reconocerse en aptitud de hacer valer la propia influencia algo más que como la gota de agua que puede caer sobre el vaso rebosante.

Pero el Partido Nacional tiene que limitar sus legítimas aspiraciones de influencia dentro de ciertas condiciones fatales, contra las que sería insensata e ineficaz su rebelión. No me refiero sólo a la condición elemental de que el gobernante pertenezca al Partido Colorado, sino a la de que llegue al poder con el concurso real de este partido—con su beneplácito, con su consagración—, sin el carácter impolítico de una victoria alcanzada, a favor de combinaciones fortuitas o falaces, contra la voluntad manifiesta de la colectividad a que aparentemente le sería conservado el poder.

El elegido del 1.° de marzo debe llevar esa consagración del Partido Colorado no tanto por la proporción colorada de sus votos como por el silent vote de la opinión de su partido y la expresión de su voluntad en los clubs, en las manifestaciones, en la prensa.

Y digo que el Partido Nacional debe reconocer con altura esa necesidad, porque, solidario de la política que conduce al país a la solución legal del 1.º de marzo, no puede ese partido querer fundar conscientemente una situación inestable, enfermiza, una situación de zozobras, una situación en que la fuerza moral no acuda de ninguna parte a ofrecer sólido y franco fundamento al gobierno. Debe creerse que, con el sentido de la estabilidad social y del orden, característico de los partidos en su índole, aquella colectividad reconocerá prácticamente que la solidez y el arraigo de la situación a crearse son una conveniencia común, una conveniencia de la obra a que solidariamente concurren ambos partidos tradicionales, y que con esas condiciones se identifica, en el espíritu de las clases trabajadoras y pudientes, la única esperanza de una era de prosperidad.

¿Cuál es, entonces, el sentido en que podrá ejercer el Partido Nacional la importantísima influencia que le he reconocido? ¿Cuáles son las ventajas que entraña para él esa influencia? ¿Cuál llegará a ser, a fin de cuentas, el resultado positivo de su intervención en la cuestión presidencial?

Resumamos en breves palabras la respuesta. La intervención del Partido Nacional en la cuestión de marzo debe dirigirse a garantir, en el gobierno que suceda al presente, la conservación de sus posiciones políticas actuales, y sobre todo, la inviolabilidad del espíritu de coparticipación, de tolerancia, de alta cultura, de respeto a los derechos de todos, que evite al país la calamidad de un gobierno de represión partidista.

Es natural que el criterio de selección que guíe al Partido Nacional entre las candidaturas coloradas se funde, sobre todo, en la mayor o menor seguiridad que ellas le ofrezcan de una política ecuánime y leal—bien entendido que, ni esa ecuanimidad ni esta lealtad, pueden confundirse con nada que signifique una coacción, ni un compromiso cohibitorio, ni una limitación precisa y subversiva de las facultades legales del gobernante.

El Partido Colorado mismo rechazaría aun cuando le fuera dado obtenerlo, el ejercicio de una política de reacción, de exclusivismo, de recrudecencia partidaria, que pugnaría con sus más señaladas tradiciones; porque si en los peores momentos de su dominación se manifestó siempre dispuesto a compartir con el adversario tradicional los puestos administrativos, y si las persecuciones de sus malos gobernantes no hirieron menos en la carne propia que en la ajena, mal se comprende cómo renunciaría a su amplitud cuando sigue los rumbos de una política reparadora y cuando el país reclama, a una voz, con la ansiedad del sediento, la confianza, la paz, la tregua en la política para la actividad en el trabajo.

Por otra parte, en las candidaturas coloradas tiene que ser una consideración de buen sentido, una sugestión del instinto de conservación, el rechazar toda sospecha de hosquedad partidaria. A nadie se le oculta, en efecto, que una candidatura que levantase bandera en el sentido de la intransigencia de partido sería una candidatura muerta al día siguiente de nacer; no sólo porque la amenaza de su triunfo tendría la virtud de producir instantáneamente la unificación de los elementos nacionalistassino porque las candidaturas coloradas adversas no habrían de desaprovechar los prestigios y los beneficios que obtendrían, seguramente, de reivindicar para sí la representación de una política más amplia.

Ninguna fuerza apreciable puede perder, en cambio, una candidatura con adherir a esta política, si se entiende que hacerla efectiva, al encumbrarse, no significaría dedicarse a componer desde la presidencia el prólogo de un nuevo acuerdo electoral, ni consentir que se menoscabara en lo más mínimo la libertad de acción del gobernante, sino sencillamente, mantener en alto el espíritu del gobierno y renunciar a desalojos y exclusiones que serían semilla abominable de odios. Planteada la cuestión así, el Partido Colorado no puede resistirse a tan justa exigencia del patriotismo. Y sobre esa base de acuerdo, el problema presidencial parece fácil de resolver como resultado de una acción conjunta y solidaria de las dos grandes colectividades que concurrirán a su solución, evitando al país los inconvenientes de que ella tenga el carácter del triunfo de un partido sobre otro.

Consignemos, entonces, esta segunda condición necesaria: La solución del problema presidencial debe garantir al Partido Nacionalista la persistencia de una política de coparticipación, de ecuanimidad y de concordia, aunque sin compromisos que traben al libre funcionamiento del mecanismo institucional y sín coacciones para el Presidente de la República.

Considero que el eje de la cuestión presidencial estriba en las dos cuestiones bosquejadas, cuya solución, en uno u otro sentido, es la que imprimirá sello político a la situación que se cree. Convendrá que las candidaturas se presenten a la lucha francamente comprometidas, bajo ese doble aspecto, por declaraciones explícitas; sin perjuicio de que se compruebe el valor real de esas declaraciones en los antecedentes de la situación personal del candidato y en la significación de su entourage.

Imaginemos que una personalidad de prestigio en el Partido Colorado, capaz de mantener y afianzar las conquistas de la revolución de febrero, llega a levantar resueltamente en sus manos la bandera de la conciliación de su partido, y garante al adversario una política que satisfaga sus aspiraciones razonables, presentando, como prenda de la seriedad de sus promesas, el concurso de poderosos elementos de opinión. Añádase a la fisonomía, así caracterizada, del «perfecto candidato», los rasgos que podríamos llamar «genéricos», en el sentido de que no faltarán presumiblemente en ninguno de los candidatos que entren a la liza con fuerzas apreciables: la honorabilidad personal, la voluntad enérgica, el liberalismo... (porque yo, que no contribuyo a avivar el fuego de la cuestión religiosa como cuestión de actualidad y de guerra, pienso que la manera de que ella se convirtiese en escisión social de incalculables resultados sería la ascensión de un presidente antiliberal); y nadie negará que habremos esculpido imaginariamente una estatua irreprochable a la que sólo faltarán, para andar, la imprecación y el martillazo famosos.

Confío en que la estatua andará. Las circunstancias nos revelarán cuál es el espíritu en que se oculta, o en que permanece hasta hoy deficientemente delineada; y los partidos sabrán descubrirla y animarla, con la intuición del patriotismo.

Pero me retoza en los puntos de la pluma una pregunta indiscreta sobre la suficiencia de las condiciones que he exi gido para el «perfecto candidato»: ¿No sería una bendición del cielo si a todo eso pudiera reunirse que su intelectualidad tuviera un valor cotizable; que la unieran vinculaciones de estima y de confianza a la gente intelectual del país; que se le considerara capaz de interesarse por algo más que una marcha sosegada y correcta; y hasta que hubiera tenido en su juventud alguna de esas devociones, alguno de esos entusiasmos cívicos que, aun cuando sean modificados por los años, dejan como sedimento fecundo un fondo de generosos estímulos?...

La pregunta es, indudablemente, sugestiva. Pero yo, que olvido la disciplina del diarismo y he pasado ya los límites razonables de la hospitalidad, sé, al mismo tiempo, que resistir al prurito de agotar las cuestiones suele ser, en lo que se escribe, una condición del interés y del gusto.

 

[ ElDía, 25 de junio de 1902.)

X
[CARTA-PROLOGO A

«EL PROBLEMA PRESIDENCIAL DE 1907 Y EL MANIFIESTO NACIONALISTA»

 

por victor albistur] ( 240)

 

Señor don Víctor Albístur.

Mi estimado amigo: Desea usted mi opinión sobre los artículos de propaganda escritos recientemente por usted a propósito de la cuestión presidencial, artículos que con toda asiduidad seguí a medida que se publicaban, atraído, no sólo por el interés palpitante del tema, sino también por la firma de usted, que significa una promesa de cosas bien pensadas y bien dichas.

Dar la nota oportuna, justa, precisa, en medio de un desconcierto de ideas o de un entrevero de pasiones políticas, es acierto que parece muy natural en quien lleva el nombre y ha heredado la pluma de don Jacinto Albístur, a quien los hombres de nuestra generación conocimos en la niñez por nuestras primeras lecturas de la prensa diaria, en tiempos ya lejanos y cuya recordación halaga y fortifica la conciencia cívica, porque nos permite valorar la magnitud del progreso realizado desde entonces, debido, en buena parte, a la propaganda y los esfuerzos de aquella escuela de brillantes publicistas que dieron al viejo Siglo su prestigio magistral y entre los cuales se destacó su padre de usted con tan señalados caracteres.

Participo, en lo fundamental, de las ideas y los juicios de usted, en la parte relativa a la elección de nuevo presidente; y creo que, bajo este aspecto, sus artículos interpretan el común sentir de la mayoría de los elementos sensatos y bien inspirados en la opinión, en este interesante momento de nuestra evolución política.

La actitud de la única fuerza cívica organizada que existe frente a aquella que ha surgido la candidatura Williman; la actitud del partido nacionalista con relación a esa candidatura, es punto que muy a justo título preocupa la atención general, ya que no por la trascendencia que ella pueda tener en cuanto al resultado material, desde hace tiempo asegurado, de la elección del 1.° de marzo, a lo menos por la influencia con que moralmente concurriría la adhesión franca de tan considerable fuerza política, a formar el ambiente de la nueva situación y ensanchar la base sobre que ella ha de asentarse.

Para resolver si esa adhesión puede y debe producirse, es justo hacer notar previamente que, como acto de transacción con el hecho consumado, ninguno en condiciones más justificables y decorosas podría señalarse en la serie de transacciones políticas, que, desde 1886 hasta el presente, se han realizado con el unánime o alternativo consenso de las distintas fuerzas de opinión; porque, si para rodear en determinado momento a ciertas personalidades encumbradas por el giro fatal de los sucesos y ofrecerles concurso con que gobernar honestamente, fué necesario olvidar, en ellas, antecedentes cívicos censurables, y aun repulsivos, y remontarse sobre desconfianzas muy explicables y muy lógicas respecto a la sinceridad de propósitos con que asumían el poder, nada hay en este caso que exija análogos sacrificios de olvido o imponga la violencia de despreocuparse de parecidas resistencias de orden moral. Ni hay sombras en la significación personal del candidato, ni sus antecedentes cívicos y las tendencias notorias de su carácter autorizan la presunción de rencorosas pasiones que dificulten, de su parte, una actitud de amplia y ecuánime correspondencia al acto de noble confianza con que se le honraría allegándole los votos los que no le proclamaron. Pero, aun aceptando la posibilidad de que esta confianza fuera defraudada, nada perdería moralmente en ello la agrupación política que de tal manera hubiese procedido: antes por el contrario, su decepción y sus protestas tendrían entonces mayor autoridad para manifestarse, puesto que, cuantos mayores fueren las facilidades con que hubiere tratado de allanar al nuevo gobierno el camino de las soluciones de concordia, tanto mas ruidoso sería el fracaso moral del gobernante y tanto más abrumadora seria su responsabilidad.

Sentado que en el manifiesto cuyo comentario hace usted se reconoce que en la personalidad del candidato nada hay que determine la razón de una resistencia invencible o que cierre el paso a las esperanzas patrióticas, los argumentos en que el Directorio Nacionalista apoya su negativa a aportar a aquél el concurso moral de los votos de su filiación política sólo tendrían eficacia si, frente a esa candidatura, existiera en pie otra por la cual se hubiera luchado, tomándola como bandera: en ese caso, perseverar en tal candidatura y afrontar con ella la derrota, podría interpretarse como un rasgo de decorosa consecuencia para con el candidato proclamado y para con los principios que en el nombre de este candidato se hubiera querido consagrar. Pero llegando a la fecha de la elección sin candidatura propia, y teniendo que buscarla, no para propender a su triunfo, no para promover, siquiera, a su alrededor un movimiento de simpatías y entusiasmos populares, sino simplemente para perder el voto, es decir: para dar forma a una actitud negativa, esta actitud no puede tener otro significado que el de una resistencia estéril, injustificada como protesta moral, e inhábil como recurso político.

Muy oportunamente rememora usted, a este propósito, el precedente de la actitud de la mayoría nacionalista en la elección presidencial de 1903.

Un error funesto cometió, entre otros, aquella agrupación política, en tan memorables circunstancias. Abandonada por ella, inopinadamente, la candidatura de Blanco; resuelta, en el seno de la mayoría colorada, la competencia de Mac-Eachen y Batlle a favor de este último, fueron solicitados los votos de los electores nacionalistas para robusreverdecen con la perspectiva de la resumado de la candidatura de Batlle. El buen sentido, la política hábil, la elemental noción de los propios intereses, la intuición patriótica de los intereses del país, concurrían a aconsejar, ante aquella invitación correcta, la aceptación franca de tal hecho y la decisión de realzarlo moralmente por un concurso que vinculase al gobernante con la obligación moral de la reciprocidad, en vez de obligarle a acentuar su vinculación con una minoría que, por la fuerza de las cosas, tenía que convertirse en el motor que progresivamente aumentase las distancias entre el gobernante electo y la mayoría que había resistido inflexiblemente su candidatura.

No se hizo así, y no habría temeridad en afirmar que es grande la proporción que toca a aquel desacierto en la génesis de los acontecimientos posteriores que, en mucha parte, han malogrado el éxito de una administración que parecía prometida a menos turbulentos y azarosos destinos.

La situación actual de las cosas, ¿hace presumir que la reproducción de aquella actitud negativa tenga consecuencias análogas y malogre las esperanzas que reverdecen con la perspectiva de la renovación presidencial?

Pienso que no; pienso que, con la adhesión de los votos nacionalistas o sin ella, la acción del nuevo gobierno propenderá a conceder, en amplitud y libertad política, cuanto pueda concederse sin menoscabo del carácter definido y de la unidad de propósitos que requiere todo gobierno digno de tal nombre; pero nadie puede desconocer que esa obra se facilitaría en gran manera con el ambiente moral que crearía, desde el primer momento, la franca benevolencia de los elementos a cuyo favor habría de ejercitarse esa amplitud; y éste es el interés que usted y yo vemos en el voto de los electores nacionalistas, y ésta la razón de la oportunidad a que usted ha querido atinadamente atender con la publicación de su folleto.

Adhiero, pues, a las conclusiones a que usted arriba, en lo referente a la actitud de los electores nacionalistas en la cuestión presidencial; y felicitándole por el acierto con que se ha desempeñado, me suscribo su affmo. amigo.

 

José Enrique Rodó.

S/c. 5 de febrero de 1907.

XI
[DISCURSO SOBRE EL TRATADO CON EL BRASIL]

Distinguidos señores:

El Círculo de la Prensa de Montevideo, que tengo el honor de presidir, no hubiera permanecido, en ningún caso, indiferente a vuestra llegada; porque lleváis en vuestros altos merecimientos personales y en la representación corporativa que investís, los unos como periodistas, como estudiantes los otros, títulos sobrados a los homenajes de nuestra consideración y nuestro afecto.

Aunque vuestra presencia no tuviese otra significación que una visita de amistad, siempre habríamos saludado en vosotros, periodistas, la fuerza militante y laboriosa del pensamiento de un gran pueblo, cuya prensa se singulariza por su hondo sello de intelectualidad; y en vosotros, estudiantes, los mágicos prestigios de la juventud, que, vibrante de inteligencia y de entusiasmo, recoge en torno suyo las esperanzas de un presente ya glorioso para trocarlas en las realidades triunfales de aún más glorioso porvenir.

Pero la ocasión y el objeto de vuestra visita magnifican de tal modo su significado, que la levantan a la categoría de un suceso histórico. La opinión os acoge como los heraldos de la cercana realización de una fausta promesa que, cumplida, no sólo estrechará los lazos fraternales de nuestras dos naciones, sino que será en el tiempo una gloria americana, y subirá más alto todavía, porque marcará una fecha indeleble en los anales del derecho universal.

Ningún símbolo más apropiado para dar forma plástica a ocasión tan solemne que la efigie escultórica de que habéis sido portadores y que reproduce en la perennidad del bronce la cabeza privilegiada en cuyos amplios senos germinó y llegó a su madurez la grande idea que en breve veremos trocarse en realidad.

Era hasta hoy creencia corriente—y la experiencia de la historia parecía, dolorosamente, confirmarlo—, que en las relaciones de los pueblos entre sí la civilización sólo había logrado disfrazar con máscaras falaces el imperio brutal y odioso de la fuerza, y que ninguna de las naciones superiores que amparan la insuficiencia de poder material con los escudos intangibles de la justicia y el derecho, valían internacionalmente como límites del egoísmo implacable que, condenado por la ley moral en la personalidad del individuo, parecía trocarse en legítima norma de conducta, y aun en ideal glorioso, tratándose de la personalidad colectiva de las naciones.

Pero he aquí que en América, en el escenario del porvenir, un pueblo grande por su territorio, por su poder y por sus destinos, quiere un día demostrar al mundo que los sentimientos de desinterés y generosidad son extensibles, en la práctica, a las relaciones internacionales; y con espontaneidad absoluta, sin que medie petición que le mueva ni compensación que le halague, anuncia solemnemente su propósito de devolver a un pueblo hermano lo que por naturaleza era de éste, pero lo que convenciones de validez inexpugnable mantenían en manos de su poseedor.

Y para confirmar que esta iniciativa gloriosa no es la obra fría y astuta del cálculo polítìco, ni es tampoco la inspiración generosa, pero aislada, de un hombre superior que se adelante a los sentimientos de su pueblo, ecos vibrantes de simpatía y entusiasmo la acogen, apenas enunciada, en la opinión de vuestro país, que se reúne para ello en coro unánime y superior a toda diferencia de partidos; como unánime y superior a toda diferencia de partidos es el arranque de afecto y gratitud con que el pueblo oriental corresponde a vuestra nobleza y os ratifica para siempre su tradicional amistad.

Cuando los años pasen, y la posteridad tome la perspectiva de tiempo necesaria para justipreciar la grandeza de los acontecimientos históricos, acaso la política internacional inaugurada por este rasgo extraordinario aparezca, en la historia de vuestra gloriosa nacionalidad, como uno de los cuatro grandes hechos capitales que hayan contribuído a modelarla y a orientar su magnífico desenvolvimiento, caracterizado, más que por violentas transiciones revolucionarias, por el ritmo de una firme y segura evolución: el primero, el grito de Ipiranga, que extendió sobre el vasto dominio colonial la plataforma de un poderoso y opulento Imperio; el segundo, la abolición de la esclavitud, que extinguió la sola nota inarmónica de vuestra civilización humanitaria; el tercero, la proclamación del régimen republicano, que señala el momento de vuestra madurez para el pleno ejercicio de las instituciones libres; y el cuarto, la consagración de un criterio internacional fundado en el principio del reconocimiento leal del derecho ajeno, por sobre las tradiciones y costumbres diplomáticas, como prenda única de paz y armonía entre las naciones.

Recuerdo de los viajes de Humboldt por los trópicos, una página en que ese poeta de la sabiduría expresa el sentimiento de inefable beatitud con que embargó su espíritu la contemplación del cielo estrellado, en aquellas maravillosas regiones, donde la diafanidad incomparable del ambiente no sólo realza el fulgor de los astros, sino que los hace brillar con una igualdad extática, sin las variaciones de intensidad y de color con que ellos lucen en nuestras latitudes, cuando decimos que las estrellas escintilan. Al ver la serena firmeza con que trazáis el rumbo de vuestro porvenir, señalando por una magna conquista cada paso de vuestra historia, diríase que esos eternos luminares del mundo moral que se llaman verdad, justicia, derecho, sentimientos de patria y de humanidad, resplandecen en la profundidad de vuestras conciencias con aquella misma claridad casi solar y aquella misma igualdad, sin escintilaciones con que las luces del firmamento presiden a la majestad augusta de vuestras noches tropicales.

Permitidme, señores, que, al daros en esta casa de la prensa la más cordial y afectuosa bienvenida, salude en vosotros a los Estados Unidos del Brasil; a su ilustre Presidente, el doctor don Nilo Peçanha; a la personalidad eminente del barón de Río Branco, gloria de América; al cultísimo periodismo brasileño; a la juventud que es esperanza y gala y energía de vuestra gran República.

 

[ El Día, 25 de septiembre de 1909.]

XII
[SOBRE LA CANDIDATURA DE JOSE BATLLE Y ORDOÑEZ]

Señor Dr. D. Ricardo J. Areco.

Mi querido amigo: Solicita usted mi opinión sobre el problema presidencial, y mi concurso para la propaganda de El País, e implícitamente, para la candidatura que el nuevo diario viene a proclamar y mantener.

La invitación honrosa y grata en sí misma, tiene para mí doble imperio, porque viniendo de usted, evoca en mí el recuerdo de nuestro estrecho compañerismo y de nuestros comunes esfuerzos en el seno de aquella minoría parlamentaria de 1902, a la que los sucesos depararon, después de memorable lucha democrática, el cometido de interponer la influencia decisiva en la solución de la agitada elección presidencial del siguiente año, produciendo, con la adhesión de sus votos, el triunfo del candidato que gobernó el país, como presidente de la República, hasta el comienzo de la actual administración.

Y es ahora la personalidad del mismo candidato de entonces la que reaparece en igual carácter, y es usted, también, uno de los llamados a actuar más eficazmente entre sus partidarios: coincidencia que ofrece, desde luego, ocasión para hacer notar que ni el paso del candidato por el gobierno, ni las ingratas condiciones de la época que le tocó presidir, han sido suficientes para desvirtuar en su personalidad el fundamental sello cívico que nos llevó, en aquellos días ya lejanos, a optar por su candidatura y a decidir su triunfo, entregando en sus manos la bandera del grupo que constituíamos. Esa candidatura resurge hoy, y no, por cierto, de manera imprevista e inopinada.

Nunca, o sólo en circunstancias de complicación y desconcierto, las colectividades políticas, las fuerzas organizadas de opinión, determinan la designación de sus candidatos por efecto de una búsqueda laboriosa, de un procedimiento analítico, de una comparación prolija de personas. Puede decirse, en general, que cada situación y cada momento traen en sí mismos el declive fatal de los nombres que han de personificarlos en la lucha cívica: y casi siempre la elección de estos nombres se lleva a cabo de manera intuitiva, por espontánea manifestación del sentimiento, porque es la obra de la gravitación natural y certera de las ideas, los intereses y las pasiones que entretejen la trama vital de una situación determinada.

Es así como la orientación y el desenvolvimiento de la actual situación política hicieron dibujarse, desde hace tiempo, en su seno, adquirir día por día creciente intensidad y relieve, y definirse al fin, con incontrastable impulso, la candidatura presidencial del señor Batlle y Ordóñez, como la expresión más característica y prestigiosa del conjunto de los elementos que hoy prevalecen en el gobierno del país.

Pero sólo la pasión obcecada puede fundarse en ello para no ver en la candidatura del Batlle más que el engendro artificioso de una situación erigida en máquina electoral de la que ha de sucederla, fuera de todo impulso popular y de toda fuerza de opinión espontánea. La verdad clara y firme (y cabe reconocerlo aun por aquellos que lo consideran lamentable o injusto) es que esa candidatura, además de su ambiente inmediato en el orden interno de esta situación, tiene hondas raíces, no sólo en el seno del partido político cuyo tributo de popularidad vinculó el gobernante de 1903 por obra de los mismos acontecimientos que le granjearon la animadversión apasionada del partido adverso, sino también dentro de ese vasto círculo de opinión y de intereses, ajeno por naturaleza a las cuestiones políticas, y que sólo atiende al resultado de estas luchas desde el punto de vista de lo que ese resultado importa a las conveniencias generales de la sociedad. Y debe agregarse todavía que, por un raro consorcio de circunstancias, este arraigo de la candidatura que ustedes vienen a mantener, se extiende, por una parte, a las clases conservadoras, para quienes el prestigio del orden administrativo es siempre el que más subidamente realza la personalidad del hombre público, y por otra parte, a los elementos de trabajo, que, por primera vez, durante el gobierno de Batlle, adquirieron en el país una conciencia colectiva y dieron muestras de una acción co mún independiente de la organización de los partidos y subordinada directamente a sus propias aspiraciones sociales y económicas.

Que, frente a adhesiones entusiastas, esa candidatura levante oposición, y oposición apasionada, no es anormal ni debe deplorarse: es, por lo contrario, natural y plausible, dentro de la lógica de las cosas humanas, y dentro de las actividades y costumbres de la vida cívica. Lo anómalo y lo vituperable empezarían allí donde esa oposición saliese de las formas regulares de manifestación que le señala el orden institucional, para conducir las pasiones a un término de resistencia y desacato que sólo se legitima contra la tiranía, o contra la concusión, o contra la amenaza de la disolución social.

Pero bien sabe usted que se arguye, para cohonestar de antemano los últimos extremos de la resistencia, que la perspectiva de una política de persecución, de odio y de vejamen, contraría las más legítimas y angustiosas exigencias del espíritu público, y subleva, humanamente, las pasiones de aquellos que habrían de soportarla.

Y para comprobar la realidad de esa nefasta perspectiva, se toma como fundamento el antecedente de los acontecimientos luctuosos que ensangrentaron al país durante el anterior gobierno de Batlle y que imprimen su fisonomía a la historia de ese gobierno.

Hay, en semejante argumentación, un doble sofisma, que consiste, por una parte, en convertir, con brutal injusticia, en responsabilidad y culpa unipersonales, el resultado de errores, culpas y fatalidades, de muy largo y difícil discernimiento; y por otra parte, en inferir de ahí la repetición de iguales circunstancias, de idéntica política y de análogas aciagas consecuencias, por la vuelta al poder del hombre en cuyo carácter quiere exclusivamente señalarse la explicación y la raíz de aquellos trágicos acontecimientos.

Quien recuerde la situación de las cosas—la posición relativa de los elementos que actuaban en el ambiente político de 1903, el espíritu de cada uno de ellos, la encrucijada en que estaba puesto el país—, habrá de llegar, si serenamente reflexiona, a la conclusión de que la guerra civil era un término tan fatal y tan inevitable de todo aquello, que no se concibe fuerza humana capaz de impedir que ella estallase, o de inmediato o a la larga.

Concédase cuanto se quiera sobre la posibilidad de retardar, o de paliar, con los medios del poder, esa fatalidad implícita en los términos de aquel estado de cosas. Siempre quedará en pie el hecho indestructible de que la situación política de que se hizo cargo el Presidente de 1903 venía maculada por el pecado original de un régimen insostenible y monstruoso—esencialmente precario—que, tolerable como solución de circunstancias, era una subversión imposible de prolongar como equilibrio estable.

Un presidente más grato a la mayoría de los nacionalistas, o que hubiera estado en condiciones de desplegar otra política, habría quizá salvado en paz su período de gobierno, mediante el mantenimiento artificioso de aquel régimen de anormalidad, que consistía en perpetuar en el país, frente a frente, dos estados y dos ejércitos. Pero el mandatario que le hubiera sucedido, o el primero que, después de él, hubiera intentado poner término a una situación en que el desdoblamiento del Estado corría riesgo de convertirse en costumbre inconmovible y derecho consuetudinario, hubiera tenido que afrontar la rebelión y la guerra; porque no está en la lógica de la naturaleza humana que un partido político fuerte y entonado por los mayores triunfos que haya conseguido, material y moralmente, desde su descenso del poder; disponiendo de armas y milicias organizadas, y de una parte del territorio nacional que le estaba vinculada como feudo, y de intervención oficiosa en la designación de funcionarios públicos, y teniendo a su frente a un caudillo aguerrido y prestigioso: un partido político en permanente pie de guerra, se resignará sin protesta a abandonar los medios de ese poder anormal, pero efectivo y eficaz, que había puesto en sus manos la temeridad o la necesidad angustiosa de un momento.

La guerra civil era—lo repito—la gravitación ineluctable de aquel orden, o desorden político. Dentro de esa absurda manera de coparticipación, el más mínimo roce era el conflicto, y el más mínimo conflicto era el estallido espontáneo de la guerra.

Tuve oportunidad de decirlo en el Parlamento, cuando votamos, con respecto de esas mismas condiciones, la paz efímera de marzo de 1903; y no pasó mucho tiempo sin que los sucesos lo confirmaran.

No importa que se discuta la mayor o menor oportunidad, el mayor o menor acierto, con que Batlle haya procedido en cada uno de sus actos de gobierno, antes y después de la fatal liquidación. Dejemos sólo en claro—porque es lo que interesa—esta fatalidad original de la situación que recibió en herencia, y comprobemos en ella el grado de verdad y de justicia que puede haber en acumular exclusivamente sobre la cabeza de de un hombre la responsabilidad de aquel desenlace inconjurable de extravíos, errores e imprudencias comunes a casi todos los que actuaron, de una y otra parte, en las ulterioridades de la paz de 1897.

Juzgar los acontecimientos políticos de un período de gobierno—y el mismo sentido general de su política―como actos dependiendo de la sola voluntad del gobernante, sin tener en cuenta el punto de partida y el escenario que le han tocado en suerte, es un error muy grave y muy vulgarizado. Es el error que lleva a muchos todavía a formular su juicio sobre la gestión administrativa del doctor Herrera y Obes—una de las correctas y hábiles que haya presenciado el país—sin relacionarla con el hecho fundamental de la tremenda situación económica a cuya liquidación hubo de presidir: herencia no menos faltal y abrumadora, en sus líneas, que la que, políticamente, recibió Batlle de la situación que le precedió.

¿Cuándo podría inferirse, del carácter de reivindicación partidaria que los sacesos imprimieron al gobierno Batlle, que ese carácter coincidía con la previa intención y con la intransigencia natural del gobernante? Cuando los antecedentes conocidos de su actuación, en otras circunstancias, en otras condiciones, en otras épocas, confirmasen, como nota esencial de su personalidad, la intolerancia de partido y la resistencia a toda acción conjunta, o a toda relación cordial, con los que hoy se consideran separados de él por insalvable distancia. Pero los antecedentes políticos de Batlle, antes de su encumbramiento, lejos de corroborar aquella nota, son constantes, más bien, en el sentido contrario. Esos antecedentes nos lo muestran, en 1886, cooperando a un movimiento popular en que las divisas tradicionales se eclipsaban por la solidaridad en una causa superior; y en 1897, contribuyendo a sentar los funda mentos de una situación política erigida sobre la plataforma de una pacificación que daba el triunfo moral al partido revolucionario; y en años anteriores, e inmediatos a su presidencia, obrando de acuerdo y armonía con los elementos dirigentes de ese mismo partido, dentro de los lincamientos de la política de coparticipación encarnada en la presidencia de Cuestas; y una vez llegado a su propio gobierno, iniciando sus actos oficiales con un decreto que disolvía regimientos y aligeraba sus medios de defensa, lo que acusaba, con la ausencia de toda sospecha de agresión, el claro propósito de vivir en paz y lealtad frente al adversario que aún tenía armas, feudos y caudillo.

¿Por qué no hemos relacionar con estos antecedentes la disposición de espíritu en que debe inferirse que reasume Batlle el poder: hoy, que de la anormalidad política que él hubo de liquidar en su primer gobierno, no quedan ya ni huellas; cuando no hay feudos que reivindicar, ni armas que suprimir, ni compromisos morales con minorías de partido, cuando la ausencia y el tiempo han interpuesto sus influjos reparadores; cuando todo—desde los intereses más caros del país hasta los propios intereses de la situación que se cree—invita a la paz, a la ecuanimidad, al olvido, a la concordia?...

Esta consideración, ya que no baste a determinar la adhesión activa de los que permanecen alejados del candidato por los recuerdos de la lucha, debe bastar, cuando menos, a determinar de parte de ellos una expectativa serena.

El deplorable error que en 1903 negó a Batlle los votos nacionalistas solicitados para confirmar moralmente una candidatura ya triunfante y de digna significación personal: el error que dejó sola, al lado de Beatlle, una minoría de nacionalistas a los que no era justo exigirle que repudiara, y cuya presencia debía ser, por la naturaleza de las cosas, el torcedor que más reavivase y enconase los recelos de la mayoría, alejando toda coyuntura de conciliación; y este otro error, más reciente, que en 1907 reprodujo la misma negativa frente a otra candidatura triunfante y de digna significación personal ¿se reagravará ahora con una resistencia indeclinable, no a contribuir al triunfo de la candidatura ni siquiera a confirmarla con los propios votos, sino simplemente a mantenerse en esa actitud de espera y de reserva que ha sido la concesión hecha tantas veces a personalidades infinitamente inferiores y frente a perspectivas mucho más desnudas de esperanza?...

Sólo esa actitud que, refrenando las pasiones, mantuviese toda resistencia dentro de la ley y todo cargo e inculpación dentro de cierta moderación decorosa, daría derecho luego para decir al candidato vencedor, que la iniciativa de las conciliaciones debe venir de lo alto y que el primero en olvidar debe ser el que goza las satisfacciones del triunfo.

Es indudable que, para mover a tal actitud a los adversarios sinceros de Batlle, mucho puede hacerse en la manera como se plantee su candidatura ycomo se lleve adelante la propaganda de ella; y por eso yo me regocijo de que sea usted quien, en digna compañía, tome en sus manos la bandera de esa propaganda, porque, mantenida por ustedes, no puede tener otro sentido que el muy amplio y elevado que es oportuno y patriótico imprimirle. No vienen ustedes a la prensa para oponer a la negación intransigente y enconada, a la persistencia del rencor y el agravio, la afirmación arrebatada por el agravio y el rencor; sino para demostrar que, en el ambiente de la candidatura que levantan, esos impulsos regresivos no existen, y que el pensamiento que se agita en torno de ella es pensamiento de porvenir, de paz y de labor fecunda, y no de apego estéril a recuerdos de discordia y de luto que sólo pueden ser eficientes para el odio y la ruina.

Extender esa convicción, que ya existe en nuestro espíritu; extenderla a los demás, reforzarla en el espíritu propio, y conseguir que se habitúen a oírla formular sin demasiada desesperanza los que dudan de buena fe, y aun los que están resueltos a dudar: ése es el más alto servicio que pueden ustedes prestar a la candidatura de que son abanderados; ésa es la parte más interesante de la tarea que ustedes emprenden.

Yo abrigo, como ustedes, la convicción serena de que, a estas alturas del problema político, la candidatura de Batlle, surgiendo incontrastable, afianzada sobre la sólida base de arraigo y de prestigio que tiene en la estructura de la actual situación, y que es antecedente necesario de la estabilidad de todo gobierno; ennoblecida por los altos títulos cívicos que nadie puede sensatamente desconocer al candidato, como ciudadano y como gobernante; y definida por el programa de equidad, de amplitud y de concordia que le imponen, de consuno, las exigencias nacionales y el interés de su propia seguridad y de su libre y eficaz acción gubernativa, es una solución que ha de robustecerse constantemente en la conciencia pública, venciendo cada día un recelo, una duda o un agravio.

La cooperación del nuevo órgano de publicidad a esta tarea preparatoria no puede menos de ser recibida con simpatía; y en ella le desea el mejor de los éxitos su amigo affmo.

 

Josè Enrique Rodó.

 

[ El País, 10 de junio de 1910.]

XIII

[ADHESION A LA CANDIDATURA DE CARLOS VAZ FERREIRA]

Sres. Guillermo Otero, B. Reyes Pena y C. Mussio Fournier.

Muy señores míos: Han manifestado ustedes deseo de conocer mi opinión respecto de los trabajos que se proponen iniciar en representación de un fuerte núcleo de la juventud universitaria, con el objeto de llevar al doctor Carlos Vaz Ferreira, mediante los votos del Partido Colorado, a una banca en la próxima legislatura.

Accedo complacido a los deseos de ustedes.

Sobre el éxito de esos trabajos tocara resolver, en oportunidad, a las comisiones constituídas del Partido Colorado, a las que incumbe entender en la proclamación de candidaturas, y cuyas decisiones obligan, por razones de solidaridad y organización, a todos lo que pertenecemos a dicho partido.

Pero esto no puede ser obstáculo, en manera alguna, para anticipar una opinión puramente individual. Y mi opinión individual, en este caso, es de profunda simpatía y de espontánea adhesión al propósito que ustedes persiguen.

Personalidades que, como la de Carlos Vaz Ferreira, honran, intelectual y moralmente, al país, honrarían al parla mento y a la colectividad política que las encumbrase con sus votos. No importa que no figuren activamente dentro de ella. Basta que no le profesen hostilidad, ni sean opuestas, en sus ideas fundamentales, al espíritu y las tendencias que en esa colectividad dominan.

Aplaudo, pues, la iniciativa de ustedes, como digno tributo de la juventud al mérito indiscutible, y deseo que ella se vea coronada por el éxito.

De ustedes afectísimo,

 

José Enrique Rodó.

S/c. 21 de julio de 1910.

 

[ ElSiglo, 10 de agosto de 1910.]

XIV
CORONA FUNEBRE DEL DOCTOR JULIAN GRAÑA (241)

La plena justicia en el juicio que formamos sobre los hombres sólo es posible a cierta altura de la vida: cuando nuestro conocimiento de la naturaleza humana tiene una base experimental suficiente para establecer parangón entre el carácter individual que ha de juzgarse y el término medio de moralidad y de bondad que la observación nos ha permitido apreciar en el común de los caracteres.

Volviendo la mirada a lo pasado, fijándola luego en lo presente; apurando recuerdos, planteando y resolviendo comparaciones, digo con toda verdad que uno de los corazones más nobles que me haya sido dado conocer en el mundo es el que latió en el pecho del malogrado ciudadano a quien el piadoso recuerdo de los suyos teje hoy la modesta corona de este libro.

Participamos juntos en las luchas cívicas y las tareas parlamentarias de un interesante período de nuestra vida política. Cien ocasiones se presentaron en que pude poner a prueba el juicio que, desde el primer momento formé sobre la excepcional calidad de su carácter y la delicadeza exquisita de sus sentimientos; y cada ocasión me dió motivo para valorar aún en más tan raras dotes y para atribuir a su corazón y su carácter nuevas excelencias.

La abnegación era, en Julián Graña, el rasgo dominante, el sello personal: una abnegación tan espontánea, tan sencilla, tan fácil, que parecía manifestarse sin clara conciencia de sí misma, como cosa de la naturaleza más que como resultado de una disciplina moral. Eliminaba su nombre, su personalidad, su parte legítima de recompensa y de fama, siempre que podía. Jamás he conocido hombre más sinceramente modesto, ni que experimentase una satisfacción más desinteresada en el triunfo de una idea, en la feliz consecución de un propósito elevado, en la justicia tributada al mérito de otro. Por exceso de esta negación de sí propio, llegó a ser injusto consigo mismo, privando a su nombre, que es hoy el de sus hijos, de un género de prestigios que podrían merecidamente realzarlo en el concepto de la generalidad.

Porque en Graña no había sólo un carácter superior y un corazón nobilísimo: había también una clara, una hermosa inteligencia. Los que trabajamos y luchamos en su compañía, recordaremos siempre aquella madurez de juicio, aquella precisión de criterio, aquel como seguro instinto de la verdad y la equidad, con que, después de oír en concentrado mutismo la opinión de los demás, cerraba una discusión dando la nota justa definitiva—casi siempre en pocas palabras—, que, cuando no se imponían de inmediato al convencimiento, quedaban labrando en el espíritu de todos.

Pero era inútil pedirle que hiciese valer estas facultades suyas en forma alguna de publicidad, hablada o escrita: y no, ciertamente, porque le faltase el don de la expresión. Cierta vez, en una reunión política, uno de nuestros compañeros, a quien Graña había expuesto detenidamente, en antesalas, su opinión sobre el punto que había de tratarse, no se resignó a que dejara de exponerla en público, y le forzó a hacerlo, aprovechando el momento en que acababa de hablar uno de los oradores para decir, dirigiéndose al Presidente: «¡El doctor Graña ha pedido la palabra!»...Y Graña, a su pesar, habló; y su discurso fué el mejor, el más oportuno y convincente de todos, y tuvo la influencia decisiva que merecía. Para algunos, fué aquello una revelación; pero no para los que le conocíamos de cerca y le oíamos diariamente en círculo de amigos o en el seno de las Comisiones parlamentarias.

Pocos hombres de su generación hubieran podido aspirar a más probables éxitos en la vida política, si no le hubiera faltado ese estímulo de ambición personal del que ni siquiera tuvo la corta proporción en que tal estímulo deja de ser un defecto para convertirse en una cualidad del hombre público. Reuníanse en el excepcional conjunto de condiciones propicias al encumbramiento: carácter moderado y bondadoso, sin menoscabo de la energía; inmaculada reputación moral, inteligencia equilibrada y clara; posición independiente; hondo arraigo de vinculaciones y prestigios en una importante zona del país; simpatías en todas partes, malquerencia en ninguna. Si a todo esto se hubiera agregado la condición de aspirar, para sí y para el lustre de su nombre, ¿qué no hubiera podido ser ya, aun muriendo tan prematuramente como estaba destinado a morir?...

El prefirió (¿y quién sabe si no obró como sabio?...) la semioscuridad y el silencio. Sus últimos años pasaron en absoluto retiro, después de renunciar voluntariamente a toda posición en la vida pública. Su salud precaria no fué ajena tal vez a esta resolución, aunque ella reconozca más hondos fundamentos en aquel desvío, que siempre le caracterizó, por todo cuanto fuese poner de manifiesto su personalidad. Murió antes de la madurez, dejando huérfano un hogar a que consagraba todos sus afectos; y esto es lo realmente triste de su historia... Que no brillara como pudo brillar; que no ascendiera a donde pudo ascender en fama y honores: ¿qué importa eso, al fin, si nos levantamos un poco sobre el punto de vista de nuestras ambiciones y nuestras vanidades?... Pero la muerte arrebatada, que deja vacíos y dolores que no son vanidad, es una pena cierta, en el destino de este hombre inteligente y bueno; y para llorar esa pena se unen a las lágrimas de la orfandad y la viudez las de la amistad herida en el afecto verdadero que él mereció en vida y que rodeará por siempre su nombre y su recuerdo.

 

Montevideo, octubre de 1910.

XV
[SOBRE LA REFORMA CONSTITUCIONAL]

Señor Director de El Siglo.

Comenta su ilustrado diario, en el número de hoy, el informe de la Comisión de Reforma Constitucional, y manifiesta su extrañeza porque, siendo yo el autor de una fórmula donde se establece que las reformas no entrarán en vigencia hasta el período presidencial siguiente a aquel en que hayan sido sancionadas, no he expresado en ese punto mi disconformidad con el proyecto de la Comisión en el que se omite dicha claúsula.

Pues bien: tratándose de la breve salvedad con la que se acompaña una firma en discordia, no he hecho constar de una manera expresa mi insistencia en cuanto a aquella parte de mi fórmula—aunque sigo creyéndola, si no esencial, conveniente—porque considero que lo fundamental, en cuanto a garantías respecto de la obra de la Convención Constituyente, está en asegurar un procedimiento de ratificación que aleje el peligro de una presión ilimitada de las pasiones e influencias de determinado momento. Y a esto concreté por lo pronto, mi salvedad.

Puede resultar ello insuficiente del punto de vista de las suspicacias de que viene haciéndose eco El Siglo, sin fundamento que se conozca; pero, como se comprende, ni la Comisión ha podido anticiparse a tales suspicacias, ni, aun cuando hubiera sabido de ellas, les hubiera dado mayor valor. Son las mismas—e igualmente vanas—que se hacían flotar en el ambiente cuando la reforma constitucional proyectada a raíz de la paz de 1904; y entonces dije en la Cámara, con notorio asentimiento de la misma, lo que repetiríamos ahora y siempre: que la reelección presidencial, en un país de las condiciones políticas del nuestro, es una fórmula tan absolutamente reñida con toda previsión y toda sensatez, que jamás podría ser el ideal de una comunidad política que aspire con sinceridad a radicar un régimen de instituciones libres.

No es principalmente ese peligro hipotético de una tendencia favorable a la reelección lo que me determinó a incluir en mi proyecto la cláusula contra cuya supresión reclama El Siglo, y precisamente por eso no la limité—como El Siglo desea limitarla—a los artículos referentes al término de las funciones presidenciales, sino que la extendí a todo el cuerpo de la Constitución porque, dada la influencia exorbitante que nuestras costumbres políticas han concedido siempre al Presidente de la República, ese exceso de influencia personal puede ser considerado, con igual razón, inconveniente en muchos otros puntos que no sean la reelección ni la duración del cargo mismo, sino que se refieran, por ejemplo, a sus atribuciones, y en general, aun a aquello que no tiene aparente relación con tan alta magistratura. De aquí la referida cláusula de mi proyecto, que no sería en ningún caso inútil, pero que perdería mucha parte de su interés si se adoptase, como propenderé a que se haga, un procedimiento eficaz de ratificación.

Saludo al señor Director atentamente.

 

José Enrique Rodó.

 

S/c. 8 de noviembre de 1911.

[ El Siglo, 9 de noviembre de 1911.]

XVI
[SOBRE EL DOCTOR ALFREDO L. PALACIOS]

Montevideo, 4 de abril de 1912.

Señor don Julio David Orguelt. Buenos Aires.

Estimado señor y amigo: He tenido la satisfacción de recibir la afectuosa nota en que, a nombre del Comité organizado para prestigiar la candidatura del doctor don Alfredo L. Palacios al cargo de diputado nacional, y en términos que agradezco, se me dirige usted, solicitando de mí una palabra de simpatía y adhesión a los trabajos de ese Comité.

Puedo darla y la doy porque el carácter independiente y amplio que ese Comité reviste, excluyendo la participación forzosa en el orden de ideas a que está vinculada la personalidad del candidato, legitima las adhesiones que procedan de otros motivos y fundamentos que la comunidad de ideas.

Puedo darla y la doy porque, en la vulgar agitación de intereses y pasiones que imprimen su fisonomía a las luchas políticas de estos pueblos, es siempre hermosa y ejemplar una nota de idealidad y generosos entusiasmos, como la que ofrece esa juventud, agrupada en derredor de un hombre, en virtud de prestigios que no tiene relación con los provechos y halagos de la política.

Puedo darla y la doy porque—independientemente de toda doctrina social determinada y de todo propósito sistemático—la fuerza de opinión, de trabajo, de vida, que representan los millares de obreros comprendidos en el orden de esa sociedad, tiene derecho a influir eficazmente en la resolución de los destinos comunes y a llevar, por tanto, al Parlamento a los intérpretes de sus anhelos y reivindicaciones.

Y finalmente, puedo darla y la doy porque la personalidad del doctor don Alfredo L. Palacios reúne en sí sobrados títulos y merecimientos con que aspirar al sufragio de sus conciudadanos y con que honrar la tribuna a que se le encumbre: por sus prestigios oratorios, por su intachable probidad cívica, por su perseverante y esforzada labor, y por esa noble consecuencia que le ha hecho quedar fiel a los ideales confesados en la primera juventud, con despreocupación de los éxitos y honores que la política normal brinda a los hombres de sus dotes intelectuales y de sus energías de luchador.

Yo les acompaño, pues, con mis mejores votos—aunque estos votos míos no sean de los que valen en el comicio—y fío en que el sentimiento popular hará justicia a esa y otras candidaturas semejantes, realzando así la hermosa significación de este despertar del civismo argentino: despertar que a todos nos conforta, porque revela que el pueblo de Mayo, no satisfecho ya con su portentoso desenvolvimiento material, vuelve ahora los ojos a aquel orden de energías morales en cuya ausencia la prosperidad de las naciones no tiene otro declive que la enervación, la decadencia, y en último término, la propia ruina material.

Transmita usted mis saludos a sus compañeros, y créame su affmo. amigo.

 

José Enrique Rodó.

 

[ Diario del Plata 7 de abril de 1912.]

XVII
LOS PALADINES DE HOY

No es tan fácil como se cree el arribar a la cómoda vida del parasitismo oficial. Amén de las antesalas interminables, que poco a poco desgastan el sentimiento orgulloso que late, más o menos rebelde, o modesto, aun en el espíritu más lleno de timidez; a pesar de las genuflexiones deprimentes, del servilismo de la actitud y los tantos vencimientos que se padecen desde las antesalas ministeriales hasta las canonjías de las oficinas públicas, el absolutismo de círculo ha creado nuevas sumisiones, nuevas modalidades de vasallajes mezquinos a las alturas, todo por el afán de «hacer méritos» para surgir no importa cómo. Lo esencial es escalar la cúspide.

No me refiero a aquellos empleados que en la jerarquía del presupuesto no gozan de los dispendios desenfrenados de los árbitros del tesoro público y cuyos merecimientos jamás se toman en cuenta, sino a ese tipo de hoy, de factura novísima, infatigable palaciego que se multiplica—por sus órganos—en las propagandas de los clubs y que se balancea de común en un alto sitial, sin más ideales u opiniones que las que limita a la exhibición chillona de los colorines de sus corbatas o el cárdeno manifiesto de claveles en el ojal y hasta en la seda de los pañuelos.

Imprescindibles en todas aquellas manifestaciones que suelen destilar a cuál más frenética de servidumbre, ellos son los que con la prédica del ejemplo, engreídos en la triste, pero dorada figuración de un éxito fácil, tratan de marchitar el ideal de la juventud no contaminada todavía; ellos son los que, validos de la influencia corruptora de que disfrutan, han implantado el fraude en los comicios—para rubor del ciudadano íntegro—hasta venir a parar—¡oh bochorno!—a la mentira de nuestros sufragios.

Tales son los merecimientos que les consagra en el ánimo del galanteado. De allí arranca su valimiento. Dispuestos siempre a aplaudir hasta las menores acciones del ídolo, a secundar sus caprichos, aun aquellos descabellados y fantásticos, que a cada hora conmueven la sociedad en sus más hondas raíces, han llegado a caer tal vez en la ceguera inaudita de que la república carece de otras energías que puedan encaminar su porvenir por senderos de progreso y de paz, sin innovaciones extemporáneas, sin aparato bélico y sin intransigencias omnímodas.

Por fortuna la sensatez, rayo de luz, rasga a veces esa penumbra incierta del mañana que un optimismo patriótico impone desconocer: el optimismo generoso que ha salido a flor últimamente en un núcleo de la juventud de Canelones. Rasgo aislado, es verdad, pero tal vez pueda provocar otros dentro de la apatía cívica del momento.

Gestos como ése confortan el espíritu ciudadano, y nunca tan digno de elogio viéndolo relucir al margen de las genuflexiones de los postulantes de las alturas, que en su delirio de abatirse ante el Supremo sueñan, quizás, para éste, el comando vitalicio y la toga cesárea...

Su parasitismo les hace temblar de pavor ante la idea de una franca renovación. Adheridos a la planta que vigoriza su nulidad, un sordo terror les sobrecoge a la presencia de un sembrador, que no quieren distinguir en parte alguna, pero que constituye su pesadilla.

Y éstos son los paladines que rompen lanzas, convulsos de entusiasmo, ante los estrados del éxito.

¡Y estos son los heraldos repúblicos que anunciarían a trompa tañida, locos de júbilo, la muerte del civismo, si vieran camino del cadalso a la democracia!

 

Calibán.

 

[ Diariodel Plata, 8 de abril de 1912.]

XVIII
NUESTRO DESPRESTIGIO

el caciquismo endemico

 

Todavía ha de pasar mucho tiempo para que en Europa desaparezca el prejuicio que hace aparecer a una gran parte de las repúblicas americanas como semillero de revoluciones, como países fecundos en motines, disturbios y masacres de todo género.

La fama viene de atrás. La figura trágica de los cabecillas que luego de arribados al poder, por la sorpresa de las bayonetas la mayoría, se convirtieron en césares absolutos: Rosas siniestros, Francias sombríos, García Morenos a lo Borgia, ayer; Zelayas, Castros, Alfaros, Reyes no ha mucho; estas siluetas de terror y arbitrariedad son las que han contribuído al descrédito que se cierne sobre el Continente, no obstante las notas aisladas de progreso, de orden, que al presente dan algunas repúblicas.

Pero basta una recorrida a vista de pájaro por nuestras nacionalidades, para que surja la consideración, bastante triste, de desencanto acaso, de que la extinción del prejuicio europeo está lejana aún.

Allí tenemos en México el desenfreno revolucionario en todo su vigor, hasta temerse para aquella república fuerte la deprimente intervención yanqui.

Todavía el eco nos trae, de aquella Sainte Barthélemy de Quito efectuada en los jefes revolucionarios, el frenesí de las turbas ensañadas en los cadáveres de los prisioneros; y el ánimo se consterna ante esa regresión a épocas de barbarie o a las degollinas de manchúes en la china contemporánea.

Sin ir muy lejos, en el Paraguay se bate el record de los problemas políticos insolubles, hasta el punto de que esa tragedia interna caiga en ocasiones bajo el dominio del chascarrillo.

En el Perú se ejecuta a obreros inermes cuyo único delito consistía en la protesta contra el rudo trato de los caporales y la mezquina retribución de un jornal irrisorio.

La autonomía exagerada que ha dado origen al caciquismo en los estados del Brasil, y a las revueltas lamentables de Ceará, Pernambuco y otros puntos, al bombardeo de Manaos, a los motines de la Armada, constituye una seria interrogación para aquella república, hoy, cuando la gran figura de Río Branco ha desaparecido del escenario y su palabra de concordia no repercute.

En la propia Argentina, ¿no hablóse hace días del estallido de una revolución? Fortuna fué que la actitud del presidente Sáenz Peña, insólita en esta América donde las elecciones son un mito, actitud que ennoblece ante la historia su administración, conjurara el conflicto.

Si de nosotros se trata, sucede algo peor. Nuestros recientes progresos y la tregua de paz que gozamos, no han bastado para elevarnos a la consideración unánime de los estados florecientes. Se nos confunde tristemente con el Paraguay, acaso por la vecindad o por la consonancia guaranítica de los nombres.

Tanto es así que días atrás un importante diario madrileño publicaba un telegrama que decía poco más o menos: «Los revolucionarios paraguayos atacaron la capital. Reina pánico en Montevideo.»

Y luego hablemos de congresos y conferencias, y propaganda del país en el exterior.

De este desconocimiento en que yacemos en tierras que están ligadas a la nuestra por razones de historia, lenguaje, raza, etc., tienen en gran parte la culpa los representantes diplomáticos que enviamos sin discernimiento, algunos de los cuales sólo se ocupan del confort y aparato de sus personas, instalando en las legaciones escenarios, salas de baile, de juego; pero sin acordarse de colgar un mapa del país siquiera, en algún rincón.

Todavía pasará, pues, algún tiempo para que la Europa se entere de lo que atesoramos, de las energías que se despliegan en este Continente joven surgido como una promesa a las aspiraciones de todos.

Mañana, cuando el telégrafo en vez de transmitir el bochorno de las revueltas armadas, los destrozos de las guerras civiles o el resultado de las corridas de toros en algunas capitales—Lima, Caracas, México—, cuando en vez de propalar los retrocesos propague los progresos que se alcanzan, los veneros que se explotan, las energías que se despiertan, entonces, sí, vendrá la consideración mundial y con ella la confianza del crédito.

La sensatez patriótica realizará este ensueño.

Entre tanto, confesemos que la nueva vía interoceánica que abren al Norte los yanquis, con separarnos geográficamente, nos acerca más al foco europeo.

Y esto ya es algo.

 

Calibán.

 

[ Diario del Plata, 29 de abril de 1912.]

XIX
[HOMENAJE AL DOCTOR JOSE PEDRO RAMIREZ](242)

Rodeado y aclamado por la concurrencia el señor José Enrique Rodó, fué obligado a hablar improvisando un elocuentísimo discurso, que en parte reconstruímos a continuación.

Manifestó que, obligado a hablar por el pedido insistente de la concurrencia, se limitaría a expresar la satisfacción que embargaba su espíritu al comprobar que no eran sólo los triunfadores los que merecían homenajes, sino también los que no contaban con otros medios de acción y de influencia que el prestigio de sus talentos y virtudes: aquellos que, en su retiro modesto, suelen ser el centro a que convergen todas las miradas en las horas angustiosas y de incertidumbre para el pueblo.

Dijo que la manifestación no honraba al doctor Ramírez, sino a la sociedad de Montevideo, que demostraba con su actitud que nunca las pasiones de la demagogia podrían extinguir en su espíritu el sentimiento de respeto a todo lo que significase una verdadera, una noble, una grande tradición nacional.

Agregó que con la fuerza material, con la autoridad de hecho, coexiste una fuerza moral, una autoridad ideal, que también gobierna a las sociedades humanas, y que tiene por elementos el respeto de las virtudes ejemplares, la admiración a los talentos superiores, la gratitud a los servicios eminentes; y que esa autoridad ideal es mucho más segura y duradera que la del poder material, porque ésta es esencialmente mudable, mientras que aquélla se agiganta acrisolada por el tiempo y llega triunfal a la posteridad, en cuyo tribunal augusto-concluyó—, no tienen jurisdicción las voluntades un día prepotentes, ni las pasiones de la injusticia y el odio.

 

[ Diario del Plata, 20 de abril de 1913.]

XX
[HOMENAJE AL CORONEL MANUEL DUBRA](243)

Cediendo a insistentes pedidos de la concurrencia, hizo luego uso de la palabra el señor José Enrique Rodó, quien, interpretando un sentimiento de todos los presentes, invitó a brindar por los conciudadanos del Partido Nacional que habían asistido al homenaje; noble y levantada actitud, fundada—dijo—no sólo en motivos de solidaridad cívica en la protesta contra el atentado policial, sino también porque se trataba de honrar, en la persona del coronel Dubra, al soldado ciudadano, al soldado en quien la condición de tal no tiene poder para amortiguar la fibra de los sentimientos cívicos ni para ensordecer el alma al eco de los clamores populares; al soldado que debiendo optar entre su posición y su conciencia, hizo abandono de su posición y vino a reclamar su puesto abnegado y oscuro, entre los que combaten al lado de la causa popular. Concluyó brindando por el porvenir del Ejército Nacional, del Ejército de la Patria, que es la Patria misma armada para la defensa de sus derechos y el desenvolvimiento de sus energías, sin exclusivismos de bando que pudieran prevalecer sobre el común sentimiento de amor y de altivez que debía cifrarse en las almas nacionales.

[ Diario del Plata, Montevideo, 21 de diciembre de 1913.]

XXI
[HOMENAJE A ANTONIO BACHINI](244)

En presencia de los actos con que se ha celebrado la colocación del marco fronterizo que señala los límites de la República, en la parte rectificada por recientes convenios, los ciudadanos que suscriben piensan que quedaría incompleta la significación de esos actos sin uno en que se recordase especialmente vuestro nombre y el honor de vuestra participación en tan memorables acuerdos internacionales.

Así como al encarecer unánimemente, por elevado y generoso, el histórico rasgo de la diplomacia del Brasil, nuestro pueblo no considera menoscabar, en lo más mínimo, la justicia con que aspiraba a la restitución de su soberanía en los límites que le han sido reintegrados, así también la indudable espontaneidad con que aquella gran nación ha sellado en un pacto nobilísimo el reconocimiento franco y cabal de nuestros derechos, no excluye en la menor parte la estimación de los merecimienos vinculados a la labor perseverante y patriótica con que la diplomacia de nuestro país, interpretando aspiraciones nunca extinguidas del sentimiento nacional, mantuvo en todo tiempo la afirmación de aquellos derechos y buscó insistentemente la oportunidad y la forma de llegar a su reivindicación. Y al evocar ahora esos honrosos precedentes, para armonizarlos dentro de un mismo sentimiento de consideración y gratitud, la conciencia pública tiene justa noción de la eficacia de la acción personal con que el eminente ciudadano a quien va dirigido este homenaje concurrió a asegurar el resultado favorable a aquel viejo anhelo nacional, en el transcurso de las gestiones que inmediatamente precedieron a su realización definitiva.

No podíamos contribuir a que permanecieran sin un claro y expreso reconocimiento servicios de tal entidad. Sabemos bien que los espíritus de la superioridad del vuestro, que llevan en sí mismos la inspiración de su conducta y de su obra y el estímulo que los mueve a persistir en ellas, no experimentan la necesidad de las sanciones externas con que se consagran públicamente méritos y virtudes; pero las necesita la conciencia popular para honrarse a sí propia y para mantener sin eclipses una norma de justicia social que, por encima de las desigualdades materiales del éxito, instituye el ejemplo educador de las generaciones que se forman. Honrando los altos servicios que han dado lugar a esta demostración, se nos ofrece la oportunidad de honrar con ellos antecedentes cívicos e intelectuales que delinean el contorno de una de las primeras personalidades de la República. Pueda nuestra palabra de amistad contribuir a arraigar en vuestro ánimo la convicción de que esos antecedentes y esos títulos significan un valor que nunca ha de perderse en el recuerdo y la estima de vuestros conciudadanos.

 

[ La Razón, 1 de junio de 1915.

XXII
CUESTIONES INTERNACIONALES. ¿INTERVENCION EN MEXICO?

[de un editorial atribuido a rodo ( 245)]

 

En principio, toda intervención extranjera en asuntos internos de un estado soberano, máxime cuando estos asuntos no tienen complicaciones de hecho que hieran directamente las inmunidades o la dignidad de otros Estados, debe excluirse y repudiarse con resuelta energía, haciendo de esa exclusión uno de los fundamentos esenciales de toda política internacional americana. Aceptar transacciones o condescendencias en la aplicación de ese principio significaría un gravísimo precedente, que, más que a nadie, debería alarmar a las naciones de escasa extensión territorial, condenadas—si ese criterio quedase autorizado— a la afrenta de las intervenciones de afuera, siempre que la apreciación, justa o injusta, de sus vecinos poderosos creyera llegada la oportunidad de inmiscuirse en sus querellas internas.

La política internacional de los Estados Unidos del Norte tiene antecedentes conocidos, en cuanto a su ingerencia en las cuestiones domésticas de los pueblos de este Continente. El propósito de intervención que ahora se insinúa, resultaría en cualquier caso lógico y consecuente con esa orientación histórica de la política norteamericana, pero para los demás pueblos del Nuevo Mundo — consultados con cortés oficiosidad — se presenta la ocasión de resolver si les toca cooperar, directa o indirectamente, al desenvolvimiento de una norma internacional que tienda a establecer, en América, algo como una tutela protectora y filantrópica de los fuertes y ordenados sobre los débiles y revoltosos.

Que, valida de la superioridad de su fuerza, la poderosa nación del Norte haya efectuado sus intervenciones desenmascaradas, como en Cuba y Panamá, y ejerza una intervención constante y encubierta en los negocios públicos de otros Estados hispanoamericanos, es cosa que no constituye gran baldón para las demás repúblicas del Continente, si se considera que no les es exigible con justicia una acción internacional proporcionada a los medios y recursos de su enorme vecino. Pero que todo eso vaya a continuar y completarse con el asentimiento expreso y la colaboración complaciente de los propios pueblos de la América Latina, es una aberración que jamás podrá disculparse y contra la cual deben prevenirse seriamente los gobiernos consultados para dar forma al propósito interventor de que se habla.

 

[ El Telégrafo, 4 de agosto de 1915.]

XXIII
[HOMENAJE A JULIO HERRERA Y OBES] (246)

Señores:

La tumba a cuyo alrededor nos congregamos tiene la virtud de evocar dentro de nosotros, a la vez que una imagen personal, la visión y el sentimiento de una época:

Desaparecida o retirada del primer plano de la vida pública aquella generación gloriosa que recibió la toga viril dentro de los muros de la inmortal Montevideo, otra gran generación la sucede en nuestra historia; otra gran generación, menos heroica y quizá menos austera que aquélla, pero admirable de brillo intelectual, de valor cívico y de gallardía de carácter. El nombre de Julio Herrera y Obes la personifica en sus rasgos más distintivos e indelebles y en las más bellas cualidades de su espíritu.

Hay dos aspectos sucesivos, y por igual interesantes, en la figuración de ese hombre superior: el aspecto del publicista y el del hombre de gobierno.

Desde que, en los albores de su juventud, se adelanta en nuestra escena cívica, desplegando por lábaro la tradición de la Defensa, que había asimilado en el ambiente de un hogar ilustre, y destacando de un golpe su personalidad de escritor, la influencia moral e intelectual de Julio Herrera es una fuerza sin la cual no se explicarían treinta años de la historia de la República.

Como ninguno o muy pocos de sus contemporáneos, prevaleció por la triple eficacia del talento, de la atracción personal y de la energía varonil. Poseía en su pluma, penetrante y ática, un instrumento de propaganda y un arma de combate que no han sido superados en las lides de nuestro periodismo. Poseía, en las seducciones de su cultura exquisita, un medio de dominación, que lo mismo se ejercía sobre las inteligencias cultivadas que sobre el ánimo de los hombres del pueblo. Y reunía a esos atributos selectos la voluntad entera y el valor civil que le llevaron a afrontar, impávido, persecuciones y castigos, cuando los ciudadanos eran entregados, en una barca miserable, a la furia de los elementos, y cuando las imprentas caían despedazadas al golpe aleve de la Mazorca.

Así se caracterizó durante la primera mitad de su existencia, desde las campañas juveniles de El Siglo, con que amonestó en la victoria a su partido restaurado, hasta las maduras campañas de El Heraldo, con que lo reorganizó a la sombra de sus tradiciones liberales. Representante de una generación poderosamente influída todavía por el romanticismo literario y político de 1830, puede decirse que él tuvo, más que el fervor romántico, la elegancia clásica: la armonía de líneas, la actitud serena y sonriente, con que resaltan las figuras de los «demagogos» y los retores, sobre el fondo del pórtico de Atenas.

Un día, el escritor, el polemista, el hombre de letras, el desterrado de la barca Puig, el parlamentario de 1873, sube a las alturas del gobierno, alzado en hombros de su partido, como resultado de una evolución política a que él había dado orientación con su talento poderoso y como personificación de las esperanzas del país, que imaginaba en él al predestinado para fundar definitivamente el régimen de las instituciones, y que realizaba esta esperanza con el orgullo de ver destacarse alguna vez en la más encumbrada posición de la República a uno de los más altos exponentes de su intelectualidad y su cultura.

Si cumplió entonces todas sus promesas y satisfizo todas las sanas aspiraciones que convergían en derredor de su personalidad, es punto que sólo ha de resolverse con la perspectiva de tiempo de la historia; pero, entre tanto, hay fases luminosas de su actuación en el gobierno que permiten relacionar, sin disonancia, la significación del Presidente con los laureles del publicista y del tribuno.

Título suyo incuestionable es el de haber demostrado la posibilidad del arraigo del gobierno civil, manteniendo fieles de hecho y de intención, a su autoridad legítima, las armas del Ejército, después de quince años de dominaciones militares; y lo que es más, ganando en el corazón de nuestros soldados un prestigio que todavía hace de su recuerdo y de su nombre uno de los que despiertan en la clase militar de la República más hondas simpatías y más acrisolados respetos.

Administró con alta honestidad la hacienda pública; y obligado a afrontar una de las más críticas y angustiosas situaciones de que haya ejemplo en el desenvolvimiento económico del país, supo sacrificar las transitorias conveniencias de su gestión gubernativa y de su lucimiento personal a los grandes y permanentes intereses de nuestro porvenir y nuestro crédito.

Gobernó con el elemento más culto, honorable y capaz de la República, llamando a participar en el poder a los hombres más representativos de todas las fuerzas de opinión, aun a aquellos que lo habían combatido como candidato o lo combatían como presidente; sin exclusiones mezquinas, sin sórdidos rencores; levantándose, con la grandeza de ánimo y la serenidad mental del estadista, por encima de toda baja pasión, para hacer de las posiciones del gobierno la consagración real y efectiva de las verdaderas superioridades sociales.

Consciente de su altura, no le estorbaban a su lado los que tenían talla como él: y resplandeciendo con luz propia, no temía que el destello de otras frentes eclipsase, allá en lo alto, la aureola que irradiaba la suya.

En oposición a esos títulos preclaros, puede condensarse y ensombrecerse cuanto se quiera el recuerdo de sus errores, aun cuando hubiera de denominárseles sus culpas. Su pedestal quedará inmune; inmune su significación fundamental. No importa que odiosidades injustificables, cuya influencia—triste es comprobarlo—se manifiesta todavía, escatimen a su memoria ilustre demostraciones que se han prodigado en el país a tanto afortunado advenedizo y a tanta encarnación de la mediocridad.

La sanción de los merecimientos superiores, que consagran a las personalidades representativas de los pueblos, no está supeditada, por fortuna, a la voluntad de los gobiernos, ni al fallo de las corporaciones públicas que disponen del galardón convencional de los homenajes y de los honores.

Es el sentimiento popular, y sólo él, con sus intuiciones casi siempre certeras, el que se anticipa al veredicto inapelable de la historia, incapaz de ser en ningún caso falsificado ni forzado, para honor de la conciencia humana y para decepción de los que imaginan que el éxito material concede alguna vez jurisdicción durable con el que consagrar y destruir reputaciones.

La experiencia es constante y llena de consuelos. En tanto que el ala del tiempo abate y avienta en polvo vano el pedestal de barro sobre que se asientan los prestigios vulgares derivados de la prepotencia de un día, la gloria verdadera, como la estatua de reluciente y firme mármol, aparece más limpia y más hermosa después que las tempestades han derramado sobre ella el agua del cielo, lavándola de las injurias de los hombres y de las impurezas de la realidad.

Señores:

No miremos a nuestro alrededor para cerciorarnos de si están aquí presentes todos los que debieran estar; todos los que incluímos con el pensamiento en la amplitud de nuestra convocatoria. Cualquiera que sea el número de los que faltan, no desvirtuará el significado popular de este acto cívico. Cuando un grupo se adelanta a manifestar públicamente lo que sentía en silencio la conciencia nacional—por limitado que ese grupo sea— él se trae consigo el corazón del pueblo.

¡Mientras existan cuatro ciudadanos en cuyo pecho se mantenga vivo el sentimiento de las tradiciones sociales y políticas de la República, el culto de los nombres que las personifican; mientras existan cuatro ciudadanos para quienes el respeto de las superioridades verdaderas—carácter, talento, elevación moral, energía cívica—signifiquen algo más que los halagos transitorios del éxito; mientras existan cuatro ciudadanos capaces de honrar sepulcros como éste que hoy honramos, habrá una norma en las incertidumbres del presente y habrá esperanza en el porvenir de la República!

[ El Telégrafo, 6 de agosto de 1915.]

XXIV
[UNA CARTA ANTICOLEGIALISTA]

Señores de la Comisión Colorada Anticolegialista del departamento de Cerro Largo:

En la imposibilidad de concurrir personalmente a la asamblea política para la que se me ha hecho el honor de invitarme, quiero que algunas palabras mías lleven a nuestros correligionarios reunidos la expresión de mi agradecimiento y de la profunda simpatía con que he acompañado la organización anticolegialista departamental a que esa asamblea responde.

Los que desenvolvemos nuestras actividades cívicas en Montevideo, sentimos, más que nunca, retemplada nuestra energía para la propaganda de las ideas y confortada nuestra fe en los destinos políticos de la República, cuando de los más apartados confines de ella nos llega el eco de agrupaciones ciudadanas, que se organizan, se difunden y prosiguen resueltamente sus tareas, superando los obstáculos que representa en todo tiempo—y más en el presente—la disposición hostil de los que tienen en sus manos la fuerza y el poder.

Y es que la campaña no es sólo—como sin contradicción se le reconoce—fuente inexhausta de la riqueza nacional y horizonte inmenso abierto al trabajo dignificador. Ella es también núcleo de sanas energías morales, de incontaminadas tradiciones cívicas, tanto más nobles cuanto más desinteresadas, porque sabido es que si en la hora de la necesidad o de la prueba es la campaña la primera a quien se impone el sacrificio, en la hora del triunfo y de la holgura es la última en recibir la recompensa.

La extraordinaria gravedad de la crisis política que está planteada en el país justifica la extensión, también extraordinaria, de estas agitaciones del civismo.

El propósito de resistencia que las determina es el más alto que haya podido aunar jamás el patriótico esfuerzo de todos los ciudadanos y de todas las colectividades de opinión.

La conciencia nacional, que sabe que su gran problema político no es de fórmulas constitucionales, sino, ante todo, de espíritu de gobierno y de respeto a la soberanía, sabe también que si la reforma de la Constitución puede contribuir en cierta medida a la solución de aquel problema, no será por el camino de temerarias aventuras, cien veces desautorizadas en la experiencia universal.

La tradición histórica de la República, la tradición histórica del partido Colorado, rechazan la suposición de que el régimen de la presidencia individual haya de rematar fatalmente en despótico personalismo y manifiestan que cuando ese régimen ha estado unido a la voluntad del bien y a la aptitud para el gobierno — sin las cuales todas las instituciones son frustráneas—, no ha dado lugar a que se dude de su esencial virtualidad.

La presidencia individual del general Rivera inició, con tendencias liberales y civilizadoras, la organización de la República, concediendo ancho campo a la acción autonómica de la institución ministerial, personificada en hombres de la talla de don Santiago Vázquez y don Lucas Obes.

La presidencia individual de don Joaquín Suárez, prolongándose por nueve años en la más angustiosa y tremenda de las situaciones por que pueda atravesar pueblo, mantuvo su autoridad sobre los encontrados impulsos de las fracciones que se disputaban el predominio; concilió el acatamiento y el respeto de todos; aseguró el goce de la libertad civil y política, dentro de los muros de una plaza sitiada, e hizo posibles los que aquel mismo gran ciudadano llamó una vez «los milagros y los prodigios» de la i Defensa.

La presidencia individual de don Tomás Gomensoro, después de restablecer la paz y la concordia de los orientales, con un espíritu de fraternidad que hizo para siempre de ese hombre modesto una figura nacional, dió el alto ejemplo de un presidente en ejercicio que asiste a la derrota de su propia candidatura, manteniendo aparte del escenario de la lucha política los medios y las influencias del poder.

La presidencia individual del Dr. don José E. Ellauri, aunque malograda por abominable atropello, alcanzó a demostrar que era capaz de llevar a su realización más alta el orden administrativo, la corrección electoral, la moderación de los procedimientos y la cultura de las formas.

La presidencia individual del Dr. don Julio Herrera y Obes, recibiendo la herencia de las satrapías militares, reivindicó la capacidad de nuestro pueblo para el gobierno civil; consolidó la paz; orientó sabiamente la reacción contra desastrosa crisis económica, y mostró cómo, sin mengua de la autoridad presidencial, puede llamarse a colaborar en el gobierno a los hombres más prestigiosos, más representativos y más capaces de la República.

No es cierto, pues, que todo haya sido fracaso, incapacidad, abuso de poder, extravío de rumbos, en las presidencias que se han sucedido en el país dentro del régimen de la Constitución actual. Cuando ha habido elevadas tendencias de gobierno, y cuando se ha gobernado con la voluntad sincera de contener la propia autoridad en sus justos y debidos límites, la institución de la presidencia ha sido capaz de obra de bien y ha respondido a sus fines constitucionales, aunque con las imperfecciones y las deficiencias imputables no a una institución determinada, sino al ambiente y a la educación de un pueblo que se inicia en la práctica del gobierno propio.

El exceso de autoridad personal es, indudablemente, el peligro a que tiende por naturaleza el Poder Ejecutivo; pero ese peligro aparecería fácil de evitar, sin necesidad de quitar a la presidencia la condición esencial de su individualidad, si se levantara el concepto de la autonomía ministerial, si se pensara en extender la intervención del Parlamento en el desempeño de las funciones ejecutivas, y muy particularmente, si se asegurara la independencia del Parlamento mismo, y por lo tanto la realidad de su existencia y su poder, eliminando la abrumadora presión de los gobiernos en el acto fundamental de la soberanía.

Se invoca del lado del colegialismo, como principal fundamento de la innovación, la enormidad de la suma de gobierno y de ascendiente político que las presidencias individuales acumulan en manos de un solo hombre; y sin embargo, es en el campo en que así se pretende reaccionar contra el autoritarismo presidencial donde ha nacido o reaparecido la doctrina que sostiene—bajo presidencias típicamente «individuales» —la legitimidad de la «influencia moral» que un presidente dotado de esos desmedidos recursos de dominio y de sugestión puede ejercer para inclinar en favor propio los resultados del sufragio.

Completado por la doctrina de la «influencia moral» que le es congénita, ese Ejecutivo colegiado que se renovará en sólo uno de sus miembros, por elecciones anuales, dará a la acumulación del poder público en manos del Ejecutivo un carácter mucho más intolerable que el que ha tenido hasta ahora, porque a la extensión actual de atribuciones legales y de resultados de hecho añadirá garantías de continuidad y permanencia que no caben fácilmente en la sucesión de los gobiernos individuales.

Una voluntad personal salida del núcleo de una oligarquía puede reaccionar en determinado momento, reivindicar la plenitud de su autoridad, formar vinculaciones nuevas, dar oído a los clamores de la opinión; pero el círculo férreo constituído por nueve individualidades, que se escogerían entre lo más neto, significativo y probado del régimen que prevalece en el país, es incomparablemente más difícil que resulte infiel al espíritu oligárquico. La solidaridad de grupo, la vigilancia de los unos sobre los otros, el equilibrio de las aspiraciones personales y la renovación paulatina bajo el patrocinio electoral de la mayoría que permanece en sus puestos, determinarán una fuerza de conservación bastante para ahogar en germen cualquiera veleidad excéntrica de alguno de los oligarcas.

La innovación colegialista parecería, pues, de incontrastable eficacia como medio de asegurar en el país el predominio indefinido de una misma política y de unos mismos hombres, si no fuera que a la posibilidad de esos triunfos sempiternos se oponen fuerzas superiores a los más hábiles cálculos humanos.

Es inconcebible cómo el sueño del poder a perpetuidad, que ha torturado el espíritu de todas las oligarquías, se reproduce en todo tiempo con extraña impenitencia, a pesar de los desengaños de la historia y de las conclusiones de la más sencilla reflexión.

Podrá, una vez más, una oligarquía que declina abrazarse desesperadamente a ese sueño. Todo será inútil. Llegará la hora de su fatal caducidad. Cualesquiera que sean los medios que se ensayasen para impedirlo, serán, en definitiva absolutamente vanos, lo mismo cuando se funden en la represión por la fuerza brutal, que cuando se valgan, como en este caso, de combinaciones artificiosas, de expedientes legales, de instituciones de nueva invención.

Este convencimiento absoluto debe alentar al generoso esfuerzo de los ciudadanos del Partido Colorado que hoy se organizan en los cuatro ámbitos de la República para luchar por la integridad de nuestro régimen constitucional y por la reivindicación de la libertad política.

La palabra de orden que nos transmitamos no puede ser sino perseverar; perseverar a toda costa: permanecer firmes al pie de nuestra bandera de principios, firmes en la resistencia y en la propaganda, aunque el régimen que combatimos haya de prolongarse más allá de toda lógica presunción y de todo antecedente conocido; firmes e inquebrantables en rechazar las argucias y los ejemplos que convidan a transigir con lo que se considera un mal y a participar en lo que se tiene por funesto, invocando falaces esperanzas de evolución y de reacción, que hasta ahora no reconocen el más inconsistente fundamento en el testimonio de la realidad.

Por lo demás, los que para continuar de nuestra parte necesiten saber si la hora del triunfo está cercana, harán bien en satisfacer sus impaciencias y retirarnos su concurso. Queden sólo aquellos que no miden la extensión del tiempo que se pasa lejos de los halagos del éxito y el encumbramiento, cuando se lleva en el alma la fuerza de una convicción.

A los colorados anticolegialistas del departamento de Cerro Largo, a los honorables ciudadanos que presiden su organización; a los elementos cívicos de esa importante zona de la República que, en el seno de otras agrupaciones partidarias, comparten en estas circunstancias nuestros propósitos, envío mi adhesión entusiasta, mis felicitaciones y mis saludos.

 

José Enrique Rodó.

Montevideo, 28 de febrero de 1916.

[ El Telégrafo, 4 de marzo de 1916.]

XXV
[UNA DECLARACION ANTICOLEGIALISTA]

La condenación más explícita y abrumadora que, en nombre del Partido Colorado, pueda hacerse pesar sobre la política que hoy pretende autorizarse con el nombre y la representación de ese partido, fluye de la comparación entre las prácticas, los procedimientos y las tendencias que determinan el carácter tradicional de la colectividad de la Defensa, y los que singularizan la agrupación actualmente constituída en partido de gobierno, con aspiraciones a la inamovilidad.

Nada más radicalmente opuesto a la propensión genial de aquella histórica fuerza partidaria; nada más esencialmente contradictorio con el instinto de sus multitudes y con el pensamiento de sus hombres de propaganda y de tribuna que el régimen liberticida de la disciplina absoluta, con que se convierte a un organismo de opinión en agente mecánico de las determinaciones de una suprema voluntad, lo mismo en las cosas grandes que en las pequeñas, lo mismo en los problemas de trascendental entidad que en los más mínimos detalles de forma y de procedimiento.

En las mayores tribulaciones de la patria; frente a los más formidables peligros y a las más tremendas responsabilidades, el viejo partido de Rivera buscó siempre la luz y el camino por medio de la espontánea y libre manifestación de las ideas; en la discusión donde se acrisolaban ascendientes personales, acusaciones y defensas, resoluciones y arbitrios; todo dentro de la propia comunidad del partido, dentro de sus mismas populares asambleas, henchidas así del tempestuoso aliento de la libertad, tan vivificante para las colectividades naturalmente liberales como mortal para las agrupaciones fundadas en la autoridad, en el dogma, en la paz de los sepulcros.

Allí donde las asambleas de partido se reúnen, no para proponer libremente soluciones y discutirlas, sino para votar sin discrepancias la solución preparada y asegurada sin ellas; allí donde el ideal que se profesa y realiza es la uniformidad mental y la votación canónica, y se considera que una voz disonante es un peligro, y se exige aceptarlo todo, como en la cátedra romana, para no incurrir en nota de heterodoxia, allí puede afirmarse con entera certeza que no está el espíritu de la libertad, y donde no está el espíritu de la libertad no estará nunca la genuina tradición del partido que nació reivindicando los principios del gobierno libre y sellándolo con la sangre de sus héroes y sus mártires, en formidable duelo con la más poderosa y sangrienta tiranía que haya pesado sobre el suelo de América.

 

[ Patria, 10 de junio de 1916.]

XXVI
[CARTA A DON LUIS A. THEVENET] (247)

Señor Don Luis A. Thévenet.

Mi estimado amigo: Mucho me complace el anuncio de que se propone usted abrir nueva campaña periodística recogiendo las ya probadas armas de la batalladora Prensa del Salto, hogar intelectual y cívico donde formó usted su carácter de escritor, conformado luego en el escenario del periodismo metropolitano.

Difícil es el momento en que vuelve usted a la lucha; pero, por lo mismo, lleno del interés y del estímulo que para el diarista de raza tiene las horas de agitación y turbulencia. El verdadero hombre de diario no se adapta sin penoso esfuerzo a los ambientes bonancibles: es ave de tormenta criada para arrostrar el ímpetu de los vientos desencadenados y mojar sus alas en la hirviente espuma de las olas.

Circunstancias críticas y aciagas se han producido en el país desde que usted hace profesión de publicista, pero no recordará usted ninguna en que la magnitud de los problemas que se plantearon y de los peligros que hubieran de afrontarse se haya impuesto a la conciencia ciudadana con tan extraordinarios caracteres de gravedad. Nunca, pues, habrá encontrado usted campo más propicio para la manifestación libre y entera de su vocación de luchador.

Ya se definían los antecedentes inmediatos de la situación a que ha llegado la República, cuando hace pocos años entrábamos, usted y yo, a formar parte de la Redacción de Diario del Plata y contribuíamos a realizar una propaganda que, siendo de imparcial expectativa al iniciarse, pasó muy luego a ser de franca y resuelta oposición. Allí combatimos la desastrosa política de círculo; la exclusión deliberada de las fuerzas intelectuales y morales más representativas del país en la obra del gobierno; el personalismo avasallador de la autoridad presidencial, ahogando todas las autonomías y suprimiendo de hecho todas las divisiones del poder; la exacerbación provocada y funesta de odios que aún humeaban con el vapor de la sangre.

Los planes de reforma social sin orden ni adaptación, ni medida, la inquina demagógica que se saciaba en la tumba de los hombres ilustres; la práctica liberticida de la «influencia moral» en los comicios y en la organización partidaria; la consagración del incondicionalismo como escuela de carácter, y finalmente el propósito de trastornar, las instituciones fundamentales de la República, rehabilitando formas reaccionarias de organización que la ciencia y la experiencia han desautorizado universalmente y que sólo pueden considerarse eficaces para fines de perpetuación oligárquica y de indefinida usurpación de soberanía.

Encuentra usted, para su nueva propaganda, un ambiente de largo tiempo preparado, que facilitará en gran manera la repercusión y eficacia de su palabra. La oportunidad en que recoge usted la pluma concilia, pues, todos los augurios de buen éxito, a que, por otra parte, contribuyen las personales dotes de usted.

De cerca o de lejos, pero identificado siempre con las patrióticas aspiraciones que le animan, asistiré al desenvolvimiento de su nueva campaña, y me será grato cooperar a ella en lo posible, suscribiéndome entre tanto su afectísimo correligionario y amigo,

 

José Enrique Rodó.

 

fin de los

«escritos politicos»