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ESCRITOS MISCELANEOS

ESCRITOS MISCELANEOS
PROLOGO

Bajo este título se recogen aquí unitariamente, por vez primera, los artículos, las cartas, los discursos, las improvisaciones, los resúmenes de discursos, las frases para álbumes, cuanto escrito suyo no encontró cabida en alguna de las unidades precedentes ni encontrará en las subsiguientes. Su valor es desigual como su naturaleza. Algunas pá ginas fueron escritas para el instante: para satisfacer una consulta, para expresar un punto de vista; otras fueron creadas para siempre.

Aparecen aquí mezcladas sin enojosas distinciones y sometidas al imperio de la cronología tal como Rodó las fué dando a conocer. Unas y otras valen hoy por una circunstancia que cuando fueron compuestas no pesaba: la de dar testimonio de la actividad intelectual de un hombre.

Entre los escritos de mayor significado — hoy y siempre—se encuentran los dedicados a Artigas. Toda su vida expresó Rodó una enorme admiración por el Jefe de los Orientales. En varias oportunidades manifestó su deseo de dedicarle un ensayo de interpretación biográfica, como los que realizara sobre Bolívar o sobre Montalvo. No pudo llevar a cabo este proyecto. Confidencias amicales aseguran que se lo impedía la existencia de obras con las que no deseaba entrar en competencia: la Epopeya de Artigas, de Juan Zorrilla de San Martín, y el José Artigas, de Eduardo Acevedo. Por esta u otra razón, sólo dejó apuntes o indicios en sus escritos de lo que hubiera podido ser un Artigas suyo. De esos escritos artiguistas se recogen aquí cuatro. Tres de ellos (La batalla de Las Piedras, El monumento de Artigas, La bandera inspirada) son meros esbozos de circunstancias. Donde se descubre nítidamente su visión de Artigas es en una página de 1915: La grandeza de Artigas. Alzándose sobre las circunstancias que podrían haber limitado su pensamiento, apunta allí con penetración la condición única de la faena artiguista, su originalidad americana, su proporción heroica.

No se recogen aquí todos los escritos misceláneos. Muchos han sido desechados por demasiado indiferentes; otros, por reiterar lo que antes o después dijo mucho mejor Rodó. Hay algunos, en fin, que no han podido ser localizados y que deberán esperar su incorporación a esta serie.

Once de los treinta que ahora se publican no habían sido recogidos nunca en volumen de sus obras. Esta circunstancia los volvía prácticamente inaccesibles. Cada escrito lleva al pie la fuente de donde ha sido tomado, que es (casi siempre) la fuente original. Pero no puede asegurarse que en esta pesquisa no se haya deslizado algún error. La bibliografía de Rodó, a pesar de meritorios esfuerzos, está todavía en la infancia.

I
[¿MI AUTOBIOGRAFIA?]

Carta al Director de la revista «La Carcajada»

 

Sr. Pedro W. Bermúdez Acevedo.

Amigo de mi aprecio: Empezaré por confesar a Vd. que de todas las cartas que recuerdo haber recibido en mi vida, la que Vd. ha tenido la amabilidad de dirigirme, es acaso la que me ha puesto en mayor perplejidad. Expone Vd. en ella su deseo de que a la caricatura que se propone dar de mí en su jovial e interesante Carcajada, acompañe algo escrito por mí mismo y que se parezca lo más posible a una autobiografía. Mi perplejidad empezó al llegar en su carta a esta palabra, que leí varias veces, restregándome otras tantas los ojos por si había leído mal.—¿Cómo haría yo para satisfacer su pedido sin limitarme a enviar a Vd. mi partida de nacimiento ni recurrir al expediente de inventarme una novela de aventuras, y cómo contestar, por otra parte, a su amabilidad, con el desaire de una absoluta negativa?

Si yo quisiera aprovechar la oportunidad para hacer una frase, y para declararme, al mísmo tiempo, líbre de responsabilidad en el hecho de no encontrar en mi vida nada que merezca ser objeto de una revelación más o menos interesante u oportuna, adoptaría la solución de parodiar en esta carta un dicho farnoso.—El poeta de las Orientales decía una vez a sus críticos: «No me habléis de lo que hubiera podido hacer, sino de lo que he hecho.» Volviendo la frase del revés y acomodándola a las exigencias de situación, yo, con igual énfasis, le diría. «No me pregunte Vd. por lo que he hecho, sino por lo que hubiera podido hacer.»

Todos los Bouvard y todos los Pécuchet del mundo se reservan el derecho de pensar que ellos hubieran podido ser unos grandes hombres, si hubieran nacido en tiempos menos difíciles y prosaicos que los que les han tocado en suerte. Cada pacífico burgués es libre de declararse atormentado por la nostalgia de Grecia, ni más ni menos que Enrique Heine o Alfredo de Musset, con la segura convicción de que, si hubiera vivido en tiempos de Pericles, hubiera sido un Sófocles o un Fidias.

Dado, pues, que en punto a los acontecimientos narrables e interesantes de mi vida, sólo podría satisfacer decorosamente su curiosidad con esa disculpa vanidosa de no tenerlos, todavía me quedaría el camino de referirme en mis informaciones, no a la vida de los hechos, a la vida exterior, sino a la vida íntima, y darle fiel y exacta cuenta de mis cualidades, de mis defectos, de mis cavilaciones, de mis pareceres y mis gustos.

Pero ¿qué quiere Vd.? Este género de subjetivismo, que me parece tolerable, y aun delicioso, en labios de los poetas, antójaseme ridículo o pedantesco cuando se le da por envoltura el tejido ordinario de la prosa.

No me propongo negar que las confesiones, las memorias, los diarios—todos esos géneros de literatura íntima que tan mal le parecen a M. Brunetière, el antipático y discretísimo censor literario de la Revista de Ambos Mundos—sean, según alguien ha dicho, delicado manjar, muy gustado por los sibaritas del entendimiento. Pero si los tengo por tal, es sólo a condición de que procedan de quienes lleven dentro, o hayan realizado en su vida, algo que merezca la pena de ser sabido de los otros, y a condición también de ser absolutamente sinceros, ferozmente sinceros, con aquel grado de sinceridad que acaso no es legítimo ni razonable pedir sino al que escribe memorias que no han de darse a la publicidad mientras el autor pertenezca al mundo de los vivos.

No me parece odioso el yo como a Pascal: lo que me parece odioso es el falsoyo de las confesiones amañadas pensando en el efecto y adoptando la pose más conducente al visible fin de interesar como los Credos de ópera, hechos para ser cantados ante el público de los teatros. Creo, pues, en el interés de las confidencias literarias, cuando ellas son ingenuas y cuando nos guían por los vericuetos de un espíritu escogido; no me parece que se pierda el tiempo refistoleando y sutilizando, con la porfía de un Amiel, en los propios pensares depensares, cuando esto se hace con sagacidad y con gracia; pero me causa horror pensar en lo que podría llegar a ser este género de literatura personal el día en que se la declara puerto franco y fuera fácilmente accesible para las tentaciones de la tontería.

¿Cuál es, pues, el medio que me queda por ensayar para complacerle?

Aún podríamos salir del paso, planteando Vd. y contestando yo uno de esos cuestionarios inocentes, en los que la indiscreción se limita a averiguar del interpelado cuál es su color favorito, cuál es la flor y el manjar que más le gustan, en qué país desearía habitar, qué autor es el de su predilección, etc., etc. Pero como de todas las maneras que pueden idearse para hablar de sí mismo, ésa me parece la más tonta, renuncio aprovecharla como la solución de mis dudas y la reservo para cuando haya de llenar una página de álbum.

En suma: que por esta vez se queda Vd. sin autobiografía, ni confesión, ni prosa confidencial o subjetiva, ni cosa que lo valga, ya que no hallo camino de cumplir de razonable manera los deseos de usted.

Otra razón, justificativa de mi excusa, se me ocurre, para el caso de que me resolviera a pasar por alto las dificultades de alguno de esos medios de complacerle. Y es ella que, aun dando por cierto que yo no merezca figurar en la categoría de vulgo literario, ¿sería éste suficiente motivo para que alguien encontrara interés en lo que yo me arrojara a decir de mí?

Piense Vd. en que abundan las gentes para quienes nuestra afición a ocuparnos en asuntos de literatura significa sólo un pasatiempo, un entretenimiento inofensivo; una manera de llenar los ratos de ocio, comparable al billar, al ajedrez, al juego de damas, o a la resolución de charadas o logogrifos. Escribir bien es, pues, una habilidad que en concepto de muchas gentes doctas y serias, y aunque ellas no lo digan, no debe de exceder en mucho a la que cabe mostrar aplicándose a cualquiera de esos juegos. Y yo todavía no sé que, por voraces e insaciables que sean la curiosidad y el espíritu investigador de nuestra époa que haya llevado esa universal manía ca, por increíbles que sean los extremos de la información que Pompeyo Gener clasifica entre las grandes neurosis contemporáneas, ellos hayan llegado nunca hasta pedir que sean sometidos a una interview, para obtener la revelación de sus cosas íntimas, un ajedrecista distinguido, un hábil aficionado de juegos de ingenio, o un buen jugador de carambolas.

¿No le parece a Vd., amigo mío, que con todo lo dicho se halla suficientemente justificada mi excusación y que debe usted perdonarla con su habitual y generosa benevolencia? En caso necesario puede Vd. hacer uso de esta carta, presentándola como una prosaica imitación del soneto de Violante, en la que se trata de los medios de escribir una autobiografía y se concluye por no adoptar ninguno.

Deseo a La Carcajada la resonancia y la duración inextinguible del reír de los dioses; y me suscribo a Vd. afectísimo colega y amigo.

 

José Enrique Rodó.

Montevideo, enero de 1897.

[ La Carcajada, 25 de enero de 1897.]

II
[SOBRE EL DEPARTAMENTO DE MERCEDES]

No sin razón se enorgullece Mercedes de haber dado a la patria nombres que dignifican los anales de la intelectualidad nacional y de la vida pública. Toca a la juventud de la prestigiosa ciudad honrar esta tradición local y tender a convertirla en carácter definitivo. La verdadera autonomía de los departamentos, cuyo espíritu permanece hoy oscurecido y acallado por lo imperioso de nuestros hábitos de centralización, no ha de obtenerse sólo por el acrecentamieno de su número de habitantes y la multiplicación de sus fuentes de riqueza—aunque estos medios que se resumen en el progreso material sean, sobre toda duda, los más urgentes y seguros—, sino también por la progresiva formación de centros cultos y dotados de personalidad distinta, capaces de irradiar su influencia y contribuir a formar la aureola luminosa del espíritu nacional por los prestigios de la mente, por la educación de los sentimientos, por todas las manifestaciones superiores de la civilización y la cultura que realzan la naturaleza humana y fundamentan la gloria de los pueblos.

Montevideo, 29 de diciembre de 1900.

 

[ El Diario, Mercedes, 1 de enero de 1901.]

III
DE LA ENSEÑANZA CONSTITUCIONAL Y CIVICA EN LOS ESTUDIOS SECUNDARIOS (253)

Hace veintitantos años, bajo la inspiración de un hombre superior que se consagró a la realización de una grande idea con la perseverancia y el valor moral del apóstol, la instrucción primaria recibía en nuestro país un vigoroso impulso de reforma que la levantó en poco tiempo a una altura no superada, en ese importantísimo órgano de civilización, por ninguno de los pueblos de América.

Corría una época llena de humillaciones y tristezas para el sentimiento cívico de los ciudadanos. No se divisaban horizontes de la vida institucional; habían fracasado las revoluciones populares y había fracasado también la propaganda de la prensa y los clubs. Llegó un momento en que la decepción, el desencanto más profundos, invadieron el ánimo de todos en cuanto a la posibilidad de devolver al país al régimen regular de sus instituciones. En medio de aquella incredulidad sombría, la sociedad volvió sus miradas a la obra de reforma escolar, que realizaba en silencioso retiro José Pedro Varela, y de improviso todas las esperanzas cívicas se reanimaron y convergieron hacia allí. Se creyó entonces que en la instrucción del pueblo estaba, no solamente el secreto de un porvenir más rico y más culto, sino también la solución política del porvenir; se creyó entonces que lo que no se había conseguido por los sacrificios cruentos de la guerra civil, ni por la prédica apasionada de los escritores, se conseguiría mediante la elevación de la cultura pública y del nivel intelectual del pueblo, con la labor perseverante y oscura del maestro de escuela.

Han pasado veinticinco años. La obra de José Pedro Varela, aunque perjudicada después de su grande impulso inicial por la desaparición del reformador y por incurias que felizmente han terminado, continuó su desenvolvimiento y está fundamentalmente en pie. No sería fácil calcular en el presente en qué proporción y hasta qué punto han contribuído los resultados de la reforma escolar a los progresos sociales y al acrecentamiento de civilización y de cultura que levantan la actualidad de nuestro país sobre su estado de hace treinta años. Menos fácil aún sería resolver si entre los frutos benéficos de esa reforma podría contarse alguna influencia apreciable en las condiciones de la vida cívica, teniendo en cuenta que ya empiezan a militar activamente, en el ejercicio de la ciudadanía, y aun en las posiciones del gobierno, las generaciones que formaron su espíritu en las bancas de la escuela vareliana.

Lo que todos reconocemos, lo que todos tenemos hoy por indudable, es que hubo exceso de entusiasmo, de credulidad y de fe, en los que preconizan la omnipotencia de la escuela como factor de mejoramiento cívico, como una fuerza destinada a convertir las multitudes mal educadas en elementos de libertad y de orden, asegurando así la realidad de la vida democrática.

La educación y la instrucción que da la escuela son—nadie puede dudarlo— esencialísimas influencias civilizadoras, y en ese concepto la trascendencia que puede señalarse a la obra de la reforma escolar no reconoce límites; pero en lo relativo a la educación política del ciudadano, no entra dentro de las posibilidades de la escuela, ni de ninguna otra institución que tenga por especial objeto la cultura intelectual, dar la aptitud, el hábito, el temple de la voluntad, cuya ausencia es tan perfectamente conciliable con un nivel elevado de cultura, como lo es una satisfactoria aptitud cívica con una suma muy deficiente de instrucción.

Hubiera empezado, al fundar mi proyecto, por reconocer todo eso; lo hubiera reconocido en primer término, para tener el derecho de agregar en seguida que si instruir en general no es educar cívicamente, si la instrucción no es una garantía de aptitud ciudadana, es indudablemente una circunstancia que favorece en gran manera la adquisición de esa aptitud, y así lo reconoce la Constitución de la República cuando considera que la elementalísima instrucción que supone el saber leer y escribir es una condición indispensable para el ejercicio de la ciudadanía. Pero la conclusión a que, sobre todo, me interesaba llegar es, que, no siendo suficiente la instrucción general, el acopio de nociones científicas generales, para infundir cierta preparación cívica, el valor positivo de la instrucción, en ese sentido, puede realzarse grandemente especializando, concretando una parte de la enseñanza a ese interesantísimo punto, concediendo importancia — toda la importancia que merece—a la enseñanza cívica y constitucional, sin dejar de imponerla en todas partes donde ella sea oportuna. Esta enseñanza — bien lo sé—no dará en ningún caso la completa solución del problema; no bastará para formar ciudadanos; pero será de todos modos un poderoso antecedente para su educación.

Por otra parte, el valor de la instrucción cívica es relativo a las condiciones de los pueblos.

En las sociedades políticamente bien organizadas, la realidad, la vida diaria, el ejemplo, el espectáculo permanente de las leyes que se desenvuelven y se cumplen con la regularidad de un orden mecánico, son verdaderas lecciones sobre objetos que, más eficaces que cualquier doctrina constitucional o política, modelan de una manera lenta y segura el espíritu del ciudadano y forman sus hábitos de tal, sin libros, sin lecciones, sin que él tenga conciencia del proceso de nuestras asimilaciones orgánicas. Allí donde las costumbres son ejemplo, es limitado el valor o la importancia del precepto. Pero nosotros, que tan lejos estamos todavía de poder señalar al pueblo la realidad de nuestra vida política, la realidad de nuestras costumbres ciudadanas, como un modelo en cuya observación inspirarse con mejor resultado que en las páginas del libro, no podemos ser tan desdeñosos con el precepto, con el libro, en cuanto factores de educación política, porque es a ellos donde debemos recurrir para encontrar principios y modelos que en la efectividad de nuestras costumbres no hemos sabido consagrar.

Pues bien: la escuela primaria, entre nosotros, reconoce prácticamente la necesidad de la instrucción cívica, la incluye en sus programas; pero no sucede lo mismo con la enseñanza secundaria; la instrucción cívica no pasa los umbrales de la Universidad.

¿Cuál es el motivo—me he preguntado muchas veces—que puede justificar esa omisión, siendo así que las demás asignaturas que constituyen el programa de la escuela primaria tienen su representación correspondiente en el de estudios preparatorios?

Si el niño que concurre a la escuela ve el Estado el boceto, por decirlo así, de un ciudadano, y se preocupa desde entonces de preparar esa manifestación futura de su espíritu, ¿por qué no ha de ver el Estado la promesa, o la realidad, de un ciudadano, en el estudiante que frecuenta las aulas de la Universidad?

La consulta de programas de estudios secundarios de otros países confirmó, en general, mi idea de la oportunidad de añadir a los nuestros en esa enseñanza; oportunidad que en teoría no es menos fácil de justificar.

Con dos criterios, de dos puntos de mira diferentes, puede encararse, como todas las demás cuestiones de educación, la relativa a las materias que deben formar parte de un programa de estudios. Cualquiera de esos dos puntos de mira que se adopte, la conveniencia, la necesidad de la asignatura que instituía mi proyecto aparece igualmente evidenciada.

Hay el criterio utilitario, inglés, que subordina el objeto de la educación a los intereses prácticos o positivos de la vida—a la utilidad, en una palabra—, proscribiendo o relegando a último término todo lo que con ella no se relacione, y hay el criterio que podríamos llamar clásico, según el cual la enseñanza debe proponerse desinteresadamente estimular el desenvolvimiento íntegro y armónico de las facultades humanas.

Con sujeción al criterio utilitario, ¿quién puede desconocer que el conocimiento de los deberes y los derechos del ciudadano, la noción clara de las obliga ciones a que está sujeto y de las prerrogativas que le asisten, es materia de una utilidad tan inmediata como general, desde que la inmensa mayoría de los estudiantes son o han de ser ciudadanos, y muchos de ellos desempeñarán puestos públicos, e intervendrán activamente en la dirección de los partidos, y aleccionarán, como hombres de consejo, a los demás con la palabra y el ejemplo? Agréguese que las tres cuartas partes de esos estudiantes no pasarán por las aulas de la Facultad de Derecho, donde se enseña ciencia constitucional política. Y no so lamente todos esos estudiantes son o están destinados a ser ciudadanos activos, y les interesa en ese concepto lo que tiene de catecismo cívico la Constitución, sino que en todos esos ciudadanos reconoce la ley la facultad de desempeñar funciones públicas, por lo cual les interesa igualmente el conocimiento de las nociones generales de administración y de política que encerraría una explicación razonada de la Constitución de la República, hecha, no con el doctrinarismo científico de una cátedra de derecho constitucional, sino, en lo posible, con el procedimiento práctico y educativo de un «aprendizaje».

Considero que limitar enseñanza tan fundamental, fuera de las elementalísimas generalidades de la escuela, a los programas de la Facultad de Derecho, que no frecuenta sino cierto número de estudiantes, y que cada día frecuentará necesariamente una proporción menor, no sólo pugna con la consideración de que todos los demás estudiantes tienen deberes y derechos de ciudadanos, sino que resultaría igualmnete insuficiente, aunque sólo se considerase esa enseñanza en su aspecto de preparación elemental para tareas políticas o administrativas, que ni la ley ni las costumbres limitan a una profesión determinada.

Si la mayor y más general utilidad debe ser razón de preferencia en la elección de las asignaturas de estudio obligatorio, no sé yo de cuantas podrá demostrarse, en tal sentido, la superioridad sobre la instrucción constitucional y cívica. Es posible—y téngase en cuenta que aplico exclusivamente ahora un criterio utilitario—, es posible que a algún estudiante salido de la Universidad no se le ofrezca en su vida más oportunidad precisa, concreta, de utilizar las nociones generales de química, de cosmografía, de historia natural, de historia política, de psicología, que habrá adquirido a su paso por las aulas (lo cual—cela va sans dire—en nada disminuye la importancia y el valor educativo de esas materias que no pueden faltar en ningún plan serio de estudios); pero es seguro que a todo aquel que concurra a las aulas universitarias, y salga de ellas, para ser abogado o ingeniero, médico o industrial, comerciante o periodista, se le presentará alguna vez la oportunidad de utilizar las nociones de constitucional e instrucción cívica que siendo estudiante haya recibido; no sólo porque tendrá a cada instante deberes de ciudadano que cumplir y derechos ciudadanos que ejercitar, sino porque su condición de miembro de la asociación política en un país democrático le pone en aptitud de ser llamado al desempeño de todos los puestos, desde teniente alcalde hasta presidente de la república.

Resulta, pues, que la utilidad individual de cada estudiante—con sujeción a un riguroso criterio utilitario y aunque se incurra en el utilitarismo de más bajo vuelo—, está directamente interesada en la enseñanza de la constitución de su país y del significado de su condición de ciudadano.

Pero, además, por encima de la utilidad individual o personal, hay otro género de utilidad superior y menos inficionada de egoísmo, género de utilidad que tienen precisamente muy en cuenta los tratadistas de educación que, en Francia, por ejemplo, aplican hoy el criterio utilitario a la dilucidación de problemas de esta naturaleza. Me refiero a la utilidad colectiva o nacional. Es mucha, es quizá excesiva, la importancia que los tratadistas franceses utilitaristas, como Frary, conceden al aspecto nacional en la organización de la educación primaria y secundaria. Incurren ellos en extremos, en mi sentir, inadmisibles, por su prurito de subordinar todas las manifestaciones de la vida al interés nacional, consideración muy importante, muy de primer orden sin duda, pero nunca única ni exclusiva para el que aspire a educarse y vivir sin mutilar ninguna parte de su espíritu.

Sin acompañar a estos publicistas en demasías, reconozcamos a la utilidad nacional, en estas cuestiones, todo el valor que indudablemente tiene. Y bien: si la utilidad colectiva, nacional, debe tenerse en cuenta en la organización de la enseñanza, debe ser una de las aspiraciones capitales en la instrucción que se dé al pueblo y en la que prepare las clases cultas y dirigentes de la sociedad, ¿qué utilidad puede interesar en más alto grado a un país que ha de formar ciudadanos, ciudadanos verdaderos, conscientes miembros capaces de su sociedad política, celosos mantenedores de sus instituciones?

Y olvidaba hacer valer una circunstancia que contribuye a demostrar la necesidad de incorporar la instrucción cívica a los estudios secundarios. En el programa del examen de ingreso que la Universidad exige a los que aspiran a cursar esos estudios, no está incluído nada que se refiera al conocimiento de la Constitución. De manera que cabe la posibilidad de que un estudiante que no haya asistido a escuelas del Estado ingrese a la sección de Estudios Preparatorios, curse todas las asignaturas que ella comprende, pase después a una facultad que no sea la de Derecho y Ciencias Sociales, y entre, por último, al ejercicio de una profesión encumbrada, y a la participación consiguiente en la influencia propia de los elementos cultos de la sociedad, sin que una sola vez haya tenido la obligación de hojear la Constitución de la República, sin haber adquirido el más superficial conocimiento de sus instituciones y sus leyes, sin saber cuál es la naturaleza del régimen representativo, y cuáles las atribuciones propias de cada uno de los poderes del Estado, y cuáles las responsabilidades anexas a las funciones políticas y administrativas.

Nadie ignora que hasta hace unos diez años la historia nacional estaba colocada en igual caso que hoy está la instrucción cívica. Se la enseñaba en las escuelas primarias y no se la enseñaba en la Universidad; con la particularidad de que, aun en las escuelas primarias, solía enseñársela, antes de 1883, con sujección a textos adversos sisemáticamente a nuestras tradiciones patrióticas, depresivos para nuestra dignidad nacional; lo que volvía su enseñanza contraproducente, cien veces peor que su omisión. Hoy se enseña Historia Nacional en la Universidad. Completemos esa reparación; vigoricemos el espíritu nacional en la enseñanza, añadiendo al estudio de los hechos que componen nuestros antecedentes nacionales el de las instituciones que forman como el desenlace o el objeto a que convergen esos acontecimientos al través de la historia.

Creo haber demostrado que la utilidad egoísta e individual del estudiante y la utilidad patriótica y colectiva del país coinciden en cuanto a la necesidad de la enseñanza a que se refería mi proyecto.

Tal es la cuestión del punto de vista utilitario; y, al presentarla, hubiera preferido detenerme en él; porque sé bien que los argumentos de utilidad son los que mayor influencia ejercen en el espíritu de las asambleas políticas, formado en el contacto de lo real y positivo y habituado a considerar de modo práctico las cosas.

Pero si hubiéramos de remontarnos más alto, y prescindiendo de la utilidad inmediata valoráramos la significación de la enseñanza cívica como factor en el desenvolvimiento íntegro, armónico, equilibrado, de las facultades humanas a que debe tender un plan de educación racional, no es dudoso que obtendríamos por resultado confirmar la necesidad general de esa enseñanza, desde que ella tiene por objeto elevadas manifestaciones de la vida social, a que nadie puede sustraerse sin dejar incompletas la expansión y actividad del propio espíritu.

Consideraría mi argumentación terminada con lo que llevo dicho, si esas razones esenciales y permanentes no pudieran complementarse con motivos de oportunidad, de actualidad.

En efecto: después de una larga interrupción de la vida ciudadana, sin partidos organizados para la paz, los partidos, reorganizados, y colaborando en una obra de reconstrucción que sólo está en sus comienzos, han hecho el sacrificio de postergar, por medio de acuerdos electorales, el ejercicio de su verdadera función cívica, esperando que la consolidación de esa obra a que concurren abra un terreno más amplio y más seguro para la contienda pacífica de los comicios.

Pero esa solución, por naturaleza, transitoria, no ha de repetirse indefinidamente. No es posible, ni siquiera deseable, que sea así. Debemos esperar, para una época probablemente cercana, la realidad de la vida institucional, con sus luchas dignificantes, sus despliegues de actividades y energías, sus organizaciones partidarias, sus agitaciones electorales y también con las dificultades y los peligros que ella trae aparejada necesariamente en pueblos inexpertos, para quienes es una tentación poderosa, todavía, la resolución de sus cuestiones internas por la pasión y la fuerza.

Ante esa perspectiva, a un mismo tiempo halagüeña e imponente; en vísperas de tan trascendental evolución, me parece que el más elemental deber nos aconseja preocuparnos de todo lo que signifique oxigenar el ambiente cívico, por decirlo así; entregar a las corrientes de la vida popular ciudadanos conscientes de sus deberes y derechos, sembrando, sobre todo, en el espíritu siempre fértil de la juventud.

Creo que la Universidad puede contribuir muy eficazmente a esa tarea. Se ha hablado muchas veces del espíritu cívico de la Universidad. Se ha dicho, con justicia, que de su seno han salido para la lucha material, para el sacrificio, para el martirio, soldados ciudadanos, cuyo nombre y cuyo recuerdo serán perdurable ejemplo en los afanes por la realidad de las instituciones. Pero reconociendo todo lo que hay de exacto y honroso en esos juicios, es lícito hacer votos porque las trascendencias cívicas de la Universidad no se limiten a la influencia de su ambiente, siempre puro y dignificador, sobre los corazones capaces de nobles entusiasmos, sino que tomen la forma de la enseñanza real y concreta, que prepare ciudadanos para la labor fecunda, modesta y perseverante de la paz, más aún que para los momentos extraordinarios y los grandes arranques del patriotismo.

IV
EL HEROE NO MACULADO

Hemos discutido cruelmente todas nuestras fechas históricas; hemos visto lapidar por manos orientales la memoria de todos nuestros héroes; hemos puesto en tela de juicio la legitimidad de nuestros antecedentes nacionales; hemos dejado propagarse, sobre nuestros destinos del futuro, los más aciagos vaticinios. Pero a pesar de esa conspiración demoledora de la ligereza, el desencanto y la pasión, queda un héroe que nunca ha sido maculado ni discutido: el pueblo, el pueblo indomable y generoso que triunfaba en Las Piedras, en el Rincón, en Sarandí y caía en el Catalán y en India Muerta; y queda un hecho por el cual ha podido siempre vibrar más alto que todas las desconfianzas cobardes, el quand même de la divisa histórica: la persistencia de la nacionalidad oriental, su consolidación y sus progresos, en medio de desastres capaces de aniquilar un organismo que no estuviera destinado a prevalecer y perdurar con gloria en el mundo.

Montevideo, 19 de abril de 1902.

 

LaAlborada», 20 de abril de 1902.]

V
EL CONCEPTO DE LA PATRIA

Cuando, universalmente, la noción y el sentimiento de la patria se engrandecen y depuran, abandonando entre las heces del tiempo cuanto encerraban de negativo y estrecho—aquí—, en los pueblos hispanoamericanos, bien puede afirmarse que la identificación del concepto de la patria con el de la nación o elEstado, de modo que la tierra que haya de considerarse extraña, empiece donde los dominios nacionales acaban, importaría algo aún más pequeño que un fetichismo patriótico: importaría un fetichismo regional o un fetichismo de provincia. Porque si la comunidad del origen, del idioma, de la tradición, de las costumbres, de las instituciones, de los intereses, de los destinos históricos y la contigüidad geográfica, y cuanto puede dar fundamento real a la idea de una patria, no bastan para que el lenguaje del corazón borre, entre nuestros pueblos, las convencionales fronteras y dé nombre de «patria» a lo que no lo es en el habla política, ¿dónde hallar la fuerza de la naturaleza o la voz de la razón que sean capaces de prevalecer sobre las artificiosas divisiones humanas?

Patria es, para los hispanoamericanos, la América española. Dentro del sentimiento de la patria cabe el sentimiento de adhesión, no menos natural e indestructible, a la provincia, a la región, a la comarca; y provincias, regiones o comarcas de aquella gran patria nuestra son las naciones en que ella políticamente se divide. Por mi parte, siempre lo he entendido así. La unidad política que consagre y encarne esa unidad moral, —el sueño de Bolívar—, es aún un sueño, cuya realización no verán quizá las generaciones hoy vivas. ¡Qué importa! Italia no era sólo la expresión geográfica de Metternich, antes de que la constituyeran en expresión política la espada de Garibaldi y el apostolado de Mazzini. Era la idea, el numen de la patria; — era la patria misma, consagrada por todos los óleos de la tradición, del derecho y de la gloria. La Italia, una y personal, existía—; menos corpórea, pero no menos real; menos tangible, pero no menos vibrante e intensa, que cuando tomó contorno y color en el mapa de las naciones.

 

[ Almanaque ilustrado del Uruguay, 1906.]

VI
[SOBRE AMERICA LATINA]

La América Latina será grande, fuerte y gloriosa si, a pesar del cosmopolitismo que es condición necesaria de su crecimiento, logra mantener la continuidad de su historia y la originalidad fundamental de la raza, y si, por encima de las fronteras convencionales que la dividen en naciones, levanta su unidad superior de excelsa y máxima patria, cuyo espíritu haya de fructificar un día en la realidad del sueño del Libertador: la magna confederación que, según él la anhelaba, anudaría sus indestructibles lazos sobre ese istmo de Panamá que una política internacional de usurpación y de despojo ha arrancado de las despedazadas entrañas del pueblo de Caldas y Arboleda.

Montevideo, 1906.

 

[ Caras y Caretas, Buenos Aires, 25 de agosto de 1906.]

VII
EL EJERCITO Y EL CIUDADANO

Si por militarismo entendemos un régimen de subversión política en que la superioridad brutal de la fuerza vale, a aquellos que por oficio la tienen en sus manos, para reprimir la voluntad popular y sustituir con su usurpado predominio el regular funcionamiento de las instituciones, bien puede asegurarse que el militarismo constituye, no sólo un momento ya pasado en el proceso de nuestra formación política, sino también definitivamente pasado: ajeno a los peligros del presente y del porvenir. Entre el ciudadano y el soldado, toda razón de desvío y desconfianza ha desaparecido. Años van ya que vemos en las armas del ejército, no la amenaza, sino, por el contrario, la más firme custodia de la vida institucional. Propendiendo a aumentar su poder y realzar su prestigio, sabemos que contribuímos a fortalecer la seguridad de nuestros intereses más caros, la grandeza y el nombre de la patria.

He alcanzado, de niño, los tiempos en que el paso de un batallón por las calles públicas, alarde de una fuerza abominada, repercutía en el corazón de los ciudadanos con vibración angustiosa, de humillación mal sufrida, de sordos enconos: tal como ha de repercutir el son de las llaves del carcelero en el ánimo del presidiario, o el chasquido del látigo del có mitre en los oídos del galeote. Me enorgullezco de poder agregar que he llegado a la vida cívica en tiempos en que ese estrépito marcial, llenando los aires, levanta los corazones con estímulos de simpatía y de respeto, como los que se experimentarían en presencia del brazo robusto de la patria, que se extendiese para hacer ondular su símbolo sagrado, la bandera de sus victorias, sobre la cabeza del pueblo.

Y la confraternidad, la identificación, entre el ciudadano y el soldado, ganan terreno día por día. El militar es ya, cívicamente, una fibra del corazón del pueblo, que participa de todas sus palpitaciones y vibra, sin disonancia, en sus congojas como en sus regocijos; el militar es socialmente un hombre culto, con quien se comparten los primeros puestos en todas las manifestaciones de la vida civil, en todas las formas nobles y superiores de la actividad, en todos los certámenes de la inteligencia. Esa benemérita institución de la Academia Militar, donde han formado su personalidad jefes y oficiales que honran a las nuevas generaciones, tiene, sin duda, principalísima parte en la obra de reforma que ha rendido por fruto la dignificación y el prestigio de la carrera de las armas. Los periódicos que tienen por objeto dar voz y orientación al espíritu de la milicia, acompañándola en sus estudios y abogando por sus legítimos intereses de clase, secundan eficazmente los propósitos de la Academia; y por el medio seguro de la publicidad, contribuyen a que se realice esa comunión, cien veces fecunda, entre la conciencia del gremio militar y la de los elementos civiles. No menos contribuyen a ello los jóvenes militares que aplican su preparación e inteligencia al ejercicio de la pluma, realzando con esta vocación accesoria los prestigios de su vocación guerrera; y me es agradable aprovechar esta oportunidad para mencionar el laudable esfuerzo con que dos distinguidos oficiales, los señores Onetti e Ibarra, acaban de refutar, en defensa de su carrera y de sus ideales de soldados, la tesis antimilitarista de Hamón.

Pero el sello de la reconciliación definitiva entre el ciudadano y el soldado, entre el ejército y el pueblo, no será puesto mientras no se lleve a realidad el deber cívico del servicio militar obligatorio, cuyo cumplimiento hará que el ciudadano se sienta permanentemente dentro de la institución militar, y como parte de ella aprenda a comprenderla, a respetarla y a honrarla.

En tanto que la situación de las cosas humanas no se modifique fundamentalmente, la fuerza material será una condición inexcusable de respetabilidad y de influencia en la sociedad de las naciones.

El país tiene derecho a ser fuerte. Los ciudadanos, ya militares, ya civiles, tienen el deber de cooperar a que halle satisfacción ese derecho del país.

 

[ Almanaque Ilustrado del Uruguay, 1910.]

VIII
[LA ILUSION AMERICANA]

El estudiante de provincia que sueña con ir a doctorarse en la metrópoli, el mozo de pueblo que nunca se apartó de la sombra de su campanario y anhela conocer el mundo, suelen forjarse de la ciudad, objeto de sus sueños, una idea alambicada, sublime y muy superior a toda realidad. Con el fácil optimismo de la inocencia, ellos se figuran la ciudad como la realización de un orden perfecto, donde todo está nivelado por lo alto: donde todas las casas son limpias, cómodas y hermosas; todas las mujeres espirituales y elegantes; discretas y delicadas todas las conversaciones; todos los objetos, de gusto: donde el mérito corre siempre parejas con la fama, y la misma maldad y el mismo vicio se presentan constantemente en formas interesantes y novelescas.

Obra en estos mirajes la natural exorbitancia de la imaginación candorosa y aguijoneada por los prestigios de lo desconocido; pero obra además la tendencia, no menos terca y congenital a la naturaleza del hombre, de no conformarse con las imperfecciones de la realidad que lo rodea y de mantener, mientras la experiencia no le fuerza definitivamente al desengaño, la esperanza en una esfera de realidad donde lo ideal y soñado sea posible. Cuanto de feo, de ruin y de mezquino, ya material, ya moralmente, halla el lugareño o provinciano de nuestro ejemplo en su lugar o provincia, lo atribuye a la inferioridad de este menguado marco dentro del cual vive, lo considera propio exclusivo de él, y no duda, ni por un momento, de que los escenarios grandes y encumbrados del mundo se hallen inmunes de tales sombras e imperfecciones.

Claro está que no se equivoca en muchas de esas diferencias que anticipa entre la aldea que conoce y la ciudad que ignora; pero no es menos seguro que se engaña en otras muchas y que la presencia de la soñada realidad le obliga luego a rectificar gran parte de sus cándidas imaginaciones y a reconciliarse quizá con el recuerdo de su terruño, convenciéndose de que las ciudades son aldeas en grande, de que los cortesanos son lugareños bien vestidos, y de que no pocas de las ruindades, de apariencia y esencia, que le causaban enojo en el lugar donde nació, no eran, como suponía, desventajas de la vida del lugar, sino defectos y limitaciones inherentes a la naturaleza humana y a la condición de las cosas terrenas, aunque en la aldea se manifiesten en forma frecuentemente más grosera, desapacible o incómoda, que en los centros de la civilización.

En el juicio que los americanos formamos de nosotros mismos, de nuestra inferioridad y nuestro atraso, y de las excelencias de las sociedades lejanas que nos sirven de modelo, ¿no intervendrá con harta frecuencia el género de la ilusión a que me he referido?... ¿No intervendrá un poco del engaño del mozo de pueblo que imagina la ciudad como la realización de un orden perfecto y atribuye a miserias de su lugar muchas de las pequeñeces y fealdades que son la esencia de las cosas y de los hombres?...

 

[ Apolo, enero de 1910.]

IX
[HOMENAJE A ADOLFO POSADA] (254)

No hace mucho tiempo nos congregábamos casi todos los aquí presentes en torno de una mesa como ésta para rendir un afectuoso homenaje a otro enviado ilustre de la Universidad de Oviedo: a Rafael Altamira. Y la relación que cabe establecer entre aquella memorable visita de Altamira y la del maestro que hoy nos honra, no se refiere sólo a la comunidad del centro intelectual de que ambos insignes huéspedes proceden: se refiere también a la armonía, a la semejanza de la impresión que quedarán del uno y del otro. Lo mismo de Posada que de Altamira—continuó—puede afirmarse que, si antes de venir se les conocía y admiraba, aun fuera del círculo de los que con fiel vocación piensan y estudian, después de haberlos oido y después de haberlos tratado se les admira aún más, y esta admiración abarca un círculo mucho más extenso y se manifiesta realzada por un sentimiento de afecto y de amistad, todavía más precioso que la misma admiración para el feliz cumplimiento del propósito que los trajo a estas Américas. Y la explicación de esto es que si Posada y Altamira son maestros por el talento y el saber: por aquello que cabe apreciar mediante los libros, son también maestros por el «carácter»; por aquello que no cabe apreciar sino por el contacto directo con la misma personalidad. Son maestros por el carácter: maestros en sentido absolutamente contrario al anticuado concepto que se personifica en el «dómine»: maestros en el sentido, que incluye, como condición fundamental y rasgo típico, la «simpatía», supremo don para enseñar y educar. Por eso, la labor de esos dos hombres será eficacísima para llevar adelante la obra de la unión intelectual y moral de españoles y americanos. El momento es propicio para esa obra. La conciencia americana empieza a reconocer firmemente—y mil signos lo revelan—que si hay un género de amor propio colectivo, necesario y fecundo, que es el sentimiento de la patria, hay otro género de amor propio colectivo, no menos necesario y fecundo, que es el sentimiento de la raza. Y este sagrado sentimiento de la raza, del origen, del abolengo histórico, unirá perdurablemente la conciencia americana a la conciencia española. España y América sienten con creciente imperio la necesidad de reconstituir idealmente, en lo espiritual, en lo del alma, la unidad quebrantada en lo político, desde la natural madurez y emancipación de las colonias. Este sentimiento, esta aspiración, no había tenido hasta ahora una forma de manifestación más eficaz que la de las corrientes de intercambio intelectual y de comunicación de cultura que la benemérita Universidad de Oviedo ha iniciado, y que han de persistir con progresiva intensidad y animación. Estos movimientos de aproximación intelectual nos revelan a los americanos que hay en la España actual mucho digno de ser conocido y estudiado; nos revelan que hay una «España nueva»: nueva no en un sentido de oposición a la España tradicional y gloriosa, sino como complemento de ella; adaptación de las energías características de la raza a las condiciones y las tendencias de la vida moderna. Es esa España la que hoy vemos personificarse en Posada, como ayer en Altamira; es ella la que nos envía, con sus nombres ilustres, su propio espíritu y el mensaje de su amistad. Permitidme que al levantar mi copa por el huésped y el maestro, que dejará indeleble en nuestro espíritu la impresión de su enseñanza luminosa y de su noble carácter, os invite a que brindemos también por la España nueva; por la España hermana de América en el amor de la libertad y en la orientación de su cultura; por la España que da al mundo científico la gloria de Cajal; por la España que reúne en la Universidad de Oviedo espíritus como Leopoldo Alas, Posada y Altamira; por la España de Costa y Unamuno; por la España que, mediante la labor perseverante, rítmica, paciente―menos deslumbradora quizá, pero más fecunda y oportuna hoy que las proezas herocias—, marcha a reconquistar su preeminencia histórica, para gloria común de la raza que reconoce en ella su solar ilustre y el centro inconmovible de su conciencia colectiva.

 

[ LaRazón, 4 de octubre de 1910.]

X
[LA BATALLA DE LAS PIEDRAS]

Siempre que un grupo de orientales se mueva para hacer algo noble y grande en la paz o en la guerra, irá a su frente, mandándolos, la sombra de Artigas. ¡Cada niño que estudia y forma su inteligencia y su corazón para la patria es un soldado de Artigas que marcha a conquistar el porvenir!

¡Gloria a Artigas, ganador de batallas y protector de escuelas!

[ La Tribuna Popular, 29 de mayo de 1911.]

XI
[SOBRE UNA UNIVERSIDAD LIBRE]

Señores miembros de la Comisión provisoria pro-Universidad libre.

Mis estimados amigos: Cuando, en el transcurso de la reciente agitación universitaria, surgió de un grupo de jóvenes la idea de constituir un centro de estudios con el carácter de Universidad libre, manifesté a los que tuvieron la amabilidad de pedir mi opinión sobre esa idea que me parecía conveniente diferirla hasta tanto que, resuelto aquel conflicto mediante el esclarecimiento desapasionado y fidedigno de los hechos que lo hubieran motivado, se estuviera en aptitud de juzgar si había efectivamente razones para justificar la resistencia a concurrir a las aulas oficiales. Me movía a pensar así la consideración de que, nacido aquel pensamiento al calor de las protestas estudiantiles, la institución proyectada tomaría, desde su origen, un sentido de oposición, de discordia cismática, respecto de la Universidad oficial, lesionándose los prestigios de ésta, como consecuencia de un conflicto que podía ser transitorio o no obedecer a causas suficientemente graves.

Pero, desaparecida, por el momento al menos, la agitación universitaria, veo que la idea persiste; y según me lo han manifestado ustedes en nuestra última conversación, ella tiene en el propósito de sus iniciadores un carácter distinto del que yo le atribuía, fundado en las circunstancias que la sugirieron o alentaron. No se trata de una institución disidente de la Universidad del Estado, sino complementaria de ella. No será su objeto restar a esa Universidad elementos y fuerzas, sino contribuir solidariamente a un mismo fin de enseñanza y de cultura, con las energías de un organismo nuevo, que confirme y amplíe la acción del organismo oficial, ya utilizando en las tareas de la cátedra la inteligencia y el saber de otros hombres de estudio alejados hoy del profesorado, ya valiéndose de los mismos que integran el magisterio universitario.

Por otra parte—también según referencias de ustedes—el programa de la nueva institución, sin dejar de desarrollar cursos completos, concederá preferencia a la ampliación de los temas más importantes dentro de cada asignatura, en conferencias que interesen, no sólo al gremio estudiantil, sino a la generalidad de las personas deseosas de instruirse.

Definida y explicada así la idea, creo que ella no puede merecer más que adhesión y aplauso. Tiene muchas faces buenas y ninguna mala. Aun suponiendo que cierta rivalidad llegara a establecerse entre la Universidad libre y la oficial, esa rivalidad, mientras se contuviera en los límites de una saludable emulación, redundaría en beneficio de entrambas y, por lo tanto, de la juventud estudiosa y de la cultura del país.

Pasando ahora de la teoría a la práctica: ¿Hallarán ustedes la cooperación moral y material necesaria para llevar a cabo sus propósitos? ¿Lograrán reunir la suma de elementos suficientes para fundar y mantener una institución de la naturaleza de la que desean?

En cuanto a esto, no me atrevo a ser augur; pero mucho es ya que ustedes tengan la firme esperanza del triunfo, porque la esperanza juvenil es una fuerza que suele arrasar todas las dificultades, electrizar todas las indiferencias y burlar todos los pesimismos.

Saluda a ustedes afectuosamente.

 

José Enrique Rodó.

Montevideo, 1.° de mayo de 1912.

[ Diario del Plata, 4 de mayo de 1912.]

XII
SOLIDARIDAD

[sobre la prensa del uruguay]

 

La prensa de Montevideo ha logrado dar forma permanente y orgánica a la solidaridad gremial de los elementos que le están vinculados con la fundación del Círculo, que lleva, desde hace cuatro años, su representación.

Nacido en medio de desconfianzas y de dudas, en un ambiente por naturaleza reacio al espíritu de asociación y a la perseverancia en el esfuerzo, ha resistido, ha durado y se ha consolidadado. Pero no es su mayor o menor prosperidad, no es un desenvolvimiento material, más o menos rápido y venturoso, lo que constituye el más preciado triunfo de esa institución. Es el hecho de que ninguno de los diarios de Montevideo deje de estar representado en el núcleo social, ni haya roto o desconocido sus naturales vinculaciones con él. Atravesando por entre las pasiones bravías que son casi la normalidad de nuestra vida nacional y que se reflejan necesariamente en la prensa, el Círculo de los periodistas ha demostrado que es posible que exista, para ellos, una casa común en cuyos umbrales desaparezcan o se acallen las competencias, las hostilidades y los rencores; una casa bajo cuyo techo se confundan y participen en una acción concorde, que sea escuela de tolerancia y de respeto, aquellos mismos que vienen de discutir públicamente sus diferencias religiosas, sociales o políticas; una casa que sea como el cuerpo en que se infunda ese espíritu de solidaridad gremial que tiene derecho a prevalecer sobre las solidaridades del partido, de secta o de nación, porque responde a la forma más positiva y más fecunda de la fraternidad humana, que es la fraternidad en el trabajo.

Todo lo que interesa a la prensa interesa esencialmente a la sociedad; y no como puede interesarle una actividad parcial, confundida entre sus actividades múltiples, sino más bien como un complemento o una prolongación de todas ellas: como un alter ego de la personalidad social. La dignificación del espíritu de la prensa, por los hábitos de recíproca cultura y por la conciencia de una armonía superior que subordine todas las transitorias disonancias, es un hecho social de la más alta y fecunda trascendencia; y no cabe duda de que el progreso de las costumbres y las ideas, de treinta años a esta parte, lleva con acelerado impulso a la radicación de aquel ideal de periodismo civilizador, que sea de todas veras una fuerza en la educación de nuestra embrionaria democracia.

Si cada escritor, grande o pequeño, de los que contribuyen a la magna obra común, tuviera clara conciencia de su parte de responsabilidad y de eficacia en los resultados morales de tal obra, no habría, entre los millones de palabras que entregan a la circulación las hojas impresas cada día, una palabra sola que no fuese una sugestión benéfica, y no se orientase en algún sentido superior.

 

[De La Prensa del Uruguay; folleto impreso en Tipografía O. M. Bertani, 1912.]

XIII
MARIS STELLA (255)

Escribo, por un movimiento casi insconsciente de mi pluma, ese epígrafe alado, frente de las páginas que me toca llenar. Lo acepto, desde luego, no bien seguro de por qué él ha brotado espontáneamente de mí, pero sí de que responde, sin yo saberlo, a una idea.

¿Será tal vez porque se asocia inevitablemente a este albúm la imagen vista al pasar, de privilegiada criatura, cuya belleza, suave y selecta, parece destinada a evocar, en lo que tiene el amor de la hermosura antigua, la eterna visión de Anadiomena—la surgida del mar—reflejando en la profundidad serena de sus ojos los tintes glaucos de la onda?

Ese es, sin duda, el motivo de mi reminiscencia. Pero, además, hay entre el significado ideal que se expresaría poéticamente, por la «estrella del mar», y la significación del alma femenina, tal como la concebimos bajo la inspiración de inextinguibles anhelos, una relación que no es, por cierto, difícil de encontrar.

¿Qué otras palabras podrían sugerir, en efecto, idea más justa de los contornos ideales con que se dibuja la aparición de la mujer, en la perspectiva de la esperanza o entre las brumas del recuerdo?

La estrella sobre el mar; es decir: la serenidad sobre el tumulto, la mirada sobre la soledad, el consuelo sobre el abandono, la sonrisa sobre la tristeza, la luz sobre el abismo.

No de otro modo fulgura el alma femenina sobre todos los aspectos de la realidad, oscuro mar en que bogamos. En la naturaleza, tiene la mujer la representación de la belleza superior, de la que condensa en sí todas las otras, de la que les sirve de corona y de símbolo, de la que concilia la hermosura que nace de las perfecciones de la forma, con la que nace del reflejo del sentimiento.

En el espíritu de las sociedades humanas, suyo es el supremo imperio de la delicadeza, del refinamiento, de la gracia, que extienden sobre las formas y las costumbres de la vida el esmalte exquisito de la espiritualidad; y suyo es, en el alma de las sociedades también, el imperio de las dulces consolaciones, de los olvidos bienaventurados, de las treguas benditas: suyo el dominio de la serena idealidad adonde no alcanzan las tormentas; suyo el de la concordia a cuyo seno van a disiparse todos los odios, de la esperanza bajo cuya sonrisa se renuevan las energías de la decisión.

Es universal y constante ese dominio. Para que ella despliegue su seguro poder y para que sea gloriosa la parte que le toca desempeñar en los destinos del mundo, no necesita ni la oportunidad de los momentos encumbrados, ni la resonancia de los escenarios majestuosos.

Es la heroína y la artista de todos los momentos. Allí donde ella falta, faltarán siempre la suprema consagración, la sanción última, ese inefable y delicado aroma de la vida que no se sustituye con nada, como no se sustituyen sin inferioridad el soplo de los campos y la luz de los cielos. Ella tiene en sus manos el telar en que se teje todo sueño. Sin la recompensa de sus sonrisas prometedoras, la gloria misma debe parecer dura y fría como el mármol, y sin el consuelo de sus estímulos fecundos, el desengaño tiene toda la inclemencia de la irremisión. Es a ella a quien pertenece mantener vivo un fuego tan sagrado como el que Prometeo robó al secreto de los dioses: el pago del entusiasmo varonil, con que se forman las razas fuertes, con el que se conquistan las cumbres desde las cuales se reina sobre el mundo. Maestra en el dolor, puede ser que ella sea responsable de gran parte de los dolores humanos, pero es indudable que lo compensa con exceso brindando, para los demás dolores, lenitivo inmortal. Representa, para honor de la tierra, una soberanía que se impone sólo por el encanto y el amor. Representa una suave magia idealizadora, sin la cual el impulso del instinto brutal, que duerme acurrucado, en nosotros, en lo hondo del alma, pronto a incorporarse siempre, carecería al despertar de la virtud que lo aquieta y lo domina.

Por eso ella no debe lamentarse de su inferioridad utilitaria, que es la condición de otra utilidad de especie superior, ni debe renunciar a su debilidad, que constituye su timbre aristocrático en la naturaleza.

Esa debilidad aparente es, en definitiva, una fuerza poderosa en la vida de la humanidad, como lo es la debilidad encantadora del niño, que, obligándonos a una continua efusión de benevolencia, mantiene vivas en nosotros las fuentes más preciosas para la frescura de la vida interior.

¡Irresistible fuerza de la gracia, de la sensibilidad, de la ternura!... Hay algo eternamente infantil en el encanto de lo femenino. La naturaleza ha hecho compañeros al niño y a la mujer. Ellos lo son en la posesión de ese privilegio divino y lo son en la realidad de la existencia. Mientras nosotros, sometidos a la ley severa de la acción, personificamos el presente, con sus impurezas, con sus angustias, con sus limitaciones, ellos personifican respectivamente el porvenir inmaculado que sonríe, y el alma próvida que lo prepara, en la sombra, con sublime cariño antes de soltarlo a volar.

Pero conceder a la mujer, antes que ninguna otra corona, la corona inmortal del sentimiento, no significa ciertamente considerarla negada a los afanes de la inteligencia y de la voluntad, si bien, en ellos, su valor se determina, no tanto por lo que realiza aparentemente en el mundo, cuanto por lo que sugiere y lo que inspira.

En esta esfera de colaboración anónima, abnegada, ¡qué inmensa parte sería necesario atribuir, en los triunfos mejores de que nos envanecemos, a la oculta participación de la mujer! Su espíritu se ve flotar, como la nube, alrededor de toda cumbre. En toda grande obra varonil, se adivina su presencia cercana. Inspiradora, tiene el sentimiento de la oportunidad. Censora, tiene el instinto del buen gusto. Consejera, tiene la obsesión de la clemencia. Educadora, tiene el secreto de la persuasión.

Es cierto que fuera de esa intervención inaparente pero real, en las intimidades que no llegan casi nunca a la superficie de la historia, caben también en espíritu de mujer todos los heroísmos de la acción y todas las fulguraciones del genio.

Entonces, adquiere el alma femenina la grandeza de un símbolo. Ella resume en su obra la de legiones de trabajadores varoniles. Se llama Hipatia, y condensa el pensamiento de una civilización. Se llama Juana de Arco, y personifica la conciencia de un pueblo. Se llama Mme. de Staël, y revoluciona la literatura de un siglo. Se llama la Lucrecia antigua, y da a la libertad su numen vengador. Se llama Mme. Roland, y desata el rayo en la tempestad de su tribuna.

En todo eso es el alma de la mujer, grande y hermosa. Pero yo la prefiero en la actitud serena de la contemplación, en la dulce dignidad de su recogimiento: levantando sobre nuestras borrascas su serenidad inviolable, y sobre nuestras dudas su esperanza infinita; resplandeciente; resplandeciente y pura como la «estrella del mar» que acaricia la cerviz rebelde de las olas; hada de amorosa bondad, de cuya sonrisa descienden, a la oscura realidad de la vida, el perdón para la culpa que llora, el bálsamo para la herida que sangra, el entusiasmo para el brazo que combate, y la inspiración para la frente que piensa.

[ La Democracia, 18 de abril de 1912.]

XIV
[EL MONUMENTO DE ARTIGAS]

Montevideo, 18 de enero de 1913.

Sr. D. Augusto Gozalbo.

Estimado señor: Diré a Ud. en breves palabras lo que pienso sobre el punto a que se refiere su consulta.

Sin autoridad de técnico que valorice en este caso mi juicio, pero con impresión sentida y profunda, soy partidario del boceto de Zanelli por espontánea sumisión al imperio de la belleza indiscutible y soberana.

El fallo del Jurado, en la parte que concierne al referido boceto, me parece de todo punto inaceptable. No admito que, tratándose de una concepción de esa sencillez armoniosa y perfecta, se pida al artista que la rectifique, en nombre de una vaga exigencia de «carácter nacional» que sería difícil precisar en su significado oportuno.

El género superior de realidad que puede exigirse en una imagen estatuaria, representación de un carácter personal, se satisface siempre que ella sugiera eficazmente la verdad ideal de ese carácter. Y yo creo que, juzgando con amplitud y sin inoportunas preocupaciones de nacionalismo, esas líneas de admirable sencillez y belleza sugieren la verdad ideal del carácter de Artigas y dan la expresión de su personalidad.

En lo fundamental estoy, pues, de acuerdo con el sentido de la protesta que Ud. me leyó, aunque no la recuerdo en la precisión de sus detalles para poder afirmar igualmente mi conformidad con todo lo que en ella se expresa.

De Ud. afectísimo amigo.

josé enrique rodó.

[ El Día, 31 de enero de 1913.]

XV
[CARTA A LA ACADEMIA ESPAÑOLA]

Montevideo, 28 de febrero de 1913.

Excmo. Sr. [Alejandro Pidal]:

He tenido la honra de recibir, aunque con retardo independiente de mi voluntad, la atenta nota en que se me comunica mi designación como miembro correspondiente de la Academia Española, y el diploma que me acredita en tal carácter.

Aprecio en su muy alto valer tan señalada distinción, y la agradezco profundamente; tanto más cuanto que, por encima de la benevolencia que para conmigo representa ese inmerecido favor, veo en él una prueba más del interés que la Academia Española consagra a todo cuanto importe confirmar y robustecer los lazos de unión intelectual entre la madre España y sus emancipadas hijas las naciones hispanoamericanas.

Siempre he sido yo ferviente partidario de esa unión, fundada en la naturaleza y en la comunidad de ideales y destinos. He procurado contribuir a ella en la medida de mis fuerzas; y si de algún estímulo hubiera menester para perseverar en la misma obra, lo recibiría, muy eficaz, del acto que generosamente me vincula a la ilustre institución encargada de velar por la integridad y pureza de la gloriosa lengua castellana.

El vínculo del idioma común es tan importante y poderoso que, con sólo asegurar la persistencia de ese vínculo, se asegura para lo porvenir la unidad espiritual de los pueblos que hablan aquel idioma. Grande es, pues, la influencia que en el terreno filológico puede ejercerse para estrechar las relaciones entre España y América. La confraternidad literaria será el fundamento inconmovible de una confraternidad más honda y esencial.

Renuevo a esa ilustre corporación las protestas de mi mayor agradecimiento, y ofrezco a V. E. las seguridades de mi respetuosa consideración.

 

José Enrique Rodó.

XVI
INDEPENDENCIA Y REPUBLICA

El más admirable aspecto de la Revolución hispanoamericana, en su magnífico conjunto de gloria heroica y de grandeza civil, es la manera como la reacción de todas las fuerzas conscientes e inconscientes que concurrieron a producirla y caracterizarla le dió por necesario desenlace el triunfo de una organización política fundada en los más adelantados principios de libertad, y sin la cual la Revolución no habría traído consigo la fórmula del porvenir, resolviendo para siempre el destino de estos pueblos.

Aún la experiencia social no había abonado universalmente la eficacia práctica de la igualdad democrática y del régimen republicano. La educación colonial parecía un antecedente inconciliable con todo augurio propicio a la arriesgadísima ventura de implantar de inmediato aquellas formas de gobierno. En tal situación, bien puede afirmarse que lo inteligente era dudar. Y los que representaban la inteligencia dudaban, en efecto, y proponían términos de transición que asegurasen, con el prestigio de instituciones seculares, la solidez de la improvisada obra. Pero un declive irresistible llevaba el impulso original más allá de donde se detenía la voluntad inteligente; y la instintiva energía de las multitudes que conducían los caudillos trajo el atrevimiento temerario que saltase sobre los límites de la sabiduría y la prudencia.

Así se llegó, de un ímpetu, a la democracia y la república; y cuando estos principios quedaron encarnados en la realidad, los hombres cultos reconocieron que ellos los habían llevado virtualmente en el alma y habían contribuído también a entronizarlos, aunque no les consagrasen, como la muchedumbre popular, aquella fe que mueve las montañas porque no reflexiona ni vacila.

[ Atenea, agosto, 1913.]

XVII
LA PAZ Y LA GUERRA

Querer la paz por incapacidad para la guerra; querer la paz por el sentimiento de la propia debilidad, por el temor de la superioridad ajena es condición miserable de los pueblos que no tienen en sí mismos la garantía suprema de su persistencia y de su dignidad.

Querer la paz por comprenderla hermosa y fecunda; querer la paz con la voluntad altiva del que tiene conciencia de sus fuerzas y reposa tranquilo en la confianza de que lleva en su propio brazo la potestad fidelísima que le tutela y escuda, es la condición de los pueblos nobles y fuertes.

Para descar eficazmente la paz, es menester la aptitud para la guerra. Los pueblos débiles no pueden proclamar la paz como un ideal generoso, porque para ellos es, ante todo, un interés egoísta, una triste necesidad de su desvalimiento. Sólo en los labios del fuerte es bella y gloriosa la afirmación de la paz.

Vergüenza es que un pueblo se habitúa a que le llamen «débil», o llamarse «débil» a sí mismo. No hay pueblo débil, sino el que se rebaja voluntariamente a serlo; porque la fortaleza de los pueblos se mide, no por su capacidad para la agresión, sino por su capacidad para la defensa, y cada pueblo encuentra infaliblemente, en la medida de sus recursos materiales, los medios proporcionados para su defensa, cuando él pone de suyo el elemento fundamental de su energía y de su previsión.

Reconoce su deber para consigo mismo y para con la obra solidaria de fundar el orden y la paz estable en el mundo el pueblo que no cuida de mantener su fuerza material en proporción relativa al desenvolvimiento de su riqueza y de su cultura.

Cuidar de la propia fuerza material, no significa sólo, ni principalmente, aumentar la importancia numérica de los ejércitos, ni los acopios de sus parques. Significa, ante todo, educar, mejorar, intensificar la institución de las armas; realizarla por el prestigio del saber y la virtud; vincularla, cada vez más estrechamente, con el pueblo; hacerla, para él, objeto indiscutido de amor y de orgullo; reconocer su significado social, y señalarle, en el armónico conjunto de las energías nacionales, el puesto que ella merece.

Glorifiquemos en el soldado al hombre de las tradiciones heroicas, al rudo artífice de la patria guerrera; pero es necesario que nos habituemos a ver también en él a uno de los hombres del porvenir, a uno de los tipos representativos de la patria adulta y floreciente.

 

[ Ariel, Año I, núm. 3, septiembre, 1913.]

XVIII
[HOMENAJE A EUGENIO GARZON]

El Círculo de la Prensa no recibe, en vuestra persona, a un huésped, a un visitante, ni a un amigo. Recibe al dueño de casa. Esta es vuestra casa propia, que hemos guardado en vuestra ausencia; y no aspiramos sino a que la reconozcáis al volver, comprobando que ella no ha perdido los atributos esenciales que la hacían digna de vuestro temple hidalgo y de la superioridad de vuestro espíritu.

Como el caballero de otros tiempos, podéis decir que si, presente, honrasteis esta casa, ausente la habéis honrado mucho más; y no es sin un sentimiento de legítimo orgullo como los congregados aquí recordamos que es uno de los nuestros, que es un periodista de Montevideo, el que, en su condición de periodista, ha mantenido en la más alta cumbre del mundo la enseña representativa de las democracias latinoamericanas, destacando la talla del abanderado a la altura condigna del honor de la bandera.

La ausencia, como el tiempo, tiene la divina virtud de asegurar a los hombres la justicia que a menudo les niega la pasión del día que pasa. Vuestra ausencia ha permitido que seamos justos con vos, y que no haya discordancia alguna en el sentimiento de enorgullecida complacencia con que hemos asistido a vuestras campañas de americanismo, tan hábiles, tan eficaces, tan valientes. Y cuando en un momento solemne os hemos visto desprenderos de la posición noblemente conquistada, sacrificar el puesto encumbrado, para mantener incólume la gallardía de vuestra actitud, nuestro orgullo ha sido aún mayor, porque nos ha parecido ver ondear por un instante, bajo el sol pálido de Lutecia, el penacho idealista de estas democracias jóvenes, dueñas del porvenir mientras no hayan perdido los atributos espirituales de su juventud. Y con un sentimiento más circunscrito, y si se quiere, más aldeano, pero por lo mismo tanto más íntimo, nos ha parecido a los orientales ver en ese rasgo vuestro algo muy propio de nuestro carácer antiguo, muy propio de nuestra tradición y de nuestro terruño: para los que pensamos al menos, que nuestro viejo «poncho» oriental puede ser también, como la capa española, símbolo consagrado de altivez y de hidalguía, de desinterés caballeresco y de arrogante generosidad.

El mejor ofrecimiento de esta demostración familiar está en los semblantes que os rodean, en la cordialidad de las manos que se han tendido para estrechar la vuestra. El puesto de honor que debo, en el Círculo de la Prensa, a la benevolencia de nuestros compañeros, os pertenece desde que estáis entre nosotros. Presidís en esta casa. Yo la pongo bajo vuestra prestigiosa autoridad; y os invito a vosotros, periodistas, a brindar por el compañero ilustre, por el escritor espiritual y culto, por el caballero sin miedo y sin tacha, y por el oriental triunfador que ha hecho vibrar con honra en las columnas del Figaro de París, pluma consagrada en las campañas El Heraldo, de Montevideo.

 

[ Diario del Plata, 23 de abril de 1914.]

XIX
EL NUEVO “ARIEL”

El nombre de Ariel significa, en la evolución de las ideas que han preparado la actual orientación del pensamiento hispanoamericano, la afirmación del sentido idealista de la vida contra las limitaciones del positivismo utilitario; el espíritu de calidad y selección, opuesto a la igualdad de la falsa democracia y la reivindicación del sentimiento de la raza, del abolengo histórico latino, como energía necesaria para salvar y mantener la personalidad de estos pueblos, frente a la expansión triunfal de otros, en que llegan a su más alto punto distintas tradiciones humanas.

Tuvieron aquellas páginas la virtud de la oportunidad, que explica su difusión extraordinaria y la repercusión de simpatía que las ha multiplicado en mil ecos. Se escribieron cuando un positivismo bastardeado ejercía aún el imperio de las ideas; cuando el impulso de engrandecimiento material y económico, caracterizando la que llamó Sarmiento nuestra «época cartaginesa», llegaba todavía a un exclusivo aprecio del aspecto utilitario de la civilización, y tendía a legitimar el rasero nivelador que abate superioridades y prestigios sociales para dejar sólo subsistente la primacía del éxito y la fortuna. Se escribieron cuando la preeminencia absoluta del modelo anglosajón y la necesidad de inspirar la propia vida en la contemplación de ese arquetipo, a fin de aproximársele, eran el criterio que predominaba entre los hombres de pensamiento y de gobierno, en las naciones de la América latina: el criterio ortodoxo en universidades, parlamentos y ateneos.

Las notas características que ofrece, en el momento actual, la producción literaria hispanoamericana, en lo que se refiere a la exposición de ideas y sentimientos colectivos, manifiestan que el espíritu de Ariel no era una ráfaga personal y pasajera, sino el signo de una transición que estaba en la virtualidad del pensamiento de su tiempo y que debía generalizarse y prevalecer, porque concordaba con el sentimiento a que ya universalmente se inclinaban las corrientes intelectuales y morales. Hoy, generaciones nuevas reconocen en Ariel la «melodía de ideas», el sentimiento de la vida, que espontáneamente brotan de su propia conciencia. Toca a esas generaciones demostrar que nuestro ambiente americano no es incapaz de contener la ejecución de tal programa en la esfera de la realidad y de la acción. Y entre tanto, suyo es el nombre y suya la bandera, ya que la eficacia y repercusión de una primera palabra es triunfo casi siempre impersonal, por aquello de que tienen su destino los libros.

 

[ Ariel, Año I, núm. 1, junio 1914.]

XX
COMO HA DE SER UN DIARIO

Mucho más que como una actividad aparte, en el conjunto de las actividades sociales, debe concebirse la función del periodismo como un complemento de todas las funciones que interesan, material o moralmente, al organismo social. No ha ninguna que pueda prescindir de ese complemento sin amenguar su fuerza y eficacia. Jamás hubo en el mundo institución tan enteramente identificada con el complejo desenvolvimiento de la sociedad como, en nuestra época, la institución de la Prensa periódica.

No se trabaja, ni se combate, ni se estudia, ni se pasa la vida en ocio y solaz, sin tener algún necesario punto de contacto con la Prensa. Esta universalidad de relaciones determina, desde luego, en el diario moderno, una infinita complejidad de carácter y estructura. Pero si hubiéramos de intentar una clasificación en los oficios propios del diarista, podríamos empezar por repartirlos en estos dos órdenes fundamentales: la información y el comentario.

De ambas aplicaciones, la vedaderamente esencial e inseparable de la índole del diario moderno es la primera. El comentario es, sin duda, cosa más alta y de superior dignidad jerárquica que la noticia, pero de ningún modo representa un interés social más positivo ni más trascendente que ésta. Por mucho que remontemos el concepto de utilidad, siempre quedará subsistente que la utilidad superior de la Prensa diaria radica en ser un medio de información, porque es en tal concepto como el diario desempeña un cometido de comunicación y simpatía social para el que no tiene equivalente posible. El libro, el panfleto, la tribuna, pueden suplir. con más o menos oportunidad y eficacia el comentario y la propaganda de la Prensa. Lo que ninguna forma de publicidad puede suplir es la rápida y extensa difusión de los hechos que vinculan una porción grande o pequeña de interés general.

No se rebaja, pues, la importancia de la Prensa, ni se propende a adaptarla a un bastardeado utilitarismo, cuando se le señala como carácter principal la función informativa. Al paso que el medio social en que se desenvuelve aumenta en magnitud y en diversidad, el interés de esa función sube de punto, porque son más las órdenes de hechos que tienen repercusión en la vida colectiva y en la individual, y es mayor la dificultad de que se difundan de otra manera que por la transmisión escrita de la Prensa. Huelga decir, por lo demás, que dentro de los límites de la información periodística caben todas las formas de exposición que, levantándose sobre la desnuda referencia del hecho, dan a la crónica su amenidad y su interés y obtienen el relativo valor de arte que cabe en esta pequeña historia cotidiana impresa en las páginas del diario.

* * *

Pero si la información ha de tender necesariamente cada día a ser más solicitada y compleja, no me parece menos cierta la necesidad de excluirla o limitarla en algunas de las manifestaciones con que predomina en los actuales usos de la Prensa. Hay, desde luego, una complacencia informativa que no dudo en calificar de perniciosa y brutal, por lo mismo que satisface bajas preferencias del gusto público. Me re fiero a la «delectación morosa» con que casi todo el periodismo de nuestro tiempo busca el detalle, la exactitud fotográfica, el pormenor realista, en la descripción de las escenas de criminalidad feroz; de los hechos donde aparece, en repugnante desnudez, la bestia humana. Aquí la utilidad de la información prolija es nula, y en cambio, la sugestión de crueldad y de torpeza puede ser positiva en el lector vulgar, cuya propensión inculta se halaga. Hace tiempo que, aun en el terreno de la ficción literaria—donde el arte entra como elemento purificador—ha caído en descrédito aquella morbosa predilección del falso realismo por los aspectos repulsivos y odiosos de nuestra naturaleza. El crimen, el vicio, la degeneración deben interesar hasta donde pueden ser motivos de enseñanza, de ejemplo negativo: jamás como alicientes de curiosidad malsana.

Hay una aberración moral que, por prestarse a ser, más claramente que otra alguna, objeto de contagio psíquico, ha uniformado casi todas las opiniones en cuanto al interés humano de eliminarla de los informes de la Prensa. Me refiero al suicidio. Acéptase generalmente la conveniencia de una disposición legal que hiciese obligatorio ese silencio. Por mi parte preferiría una libre convención de periodistas que tendiese al mismo fin, y que acaso sería de resultados más seguros, si se considera que todo lo que es forzado e impuesto parece invitar de suyo a la contravención disimulada, en las formas de alusión y reticencia que escapan a las mallas de la ley.

Otro género de publicaciones en que merecería ensayarse cierta restricción, ya que no una eliminación absoluta, es la de las actas de lances personales, realizados o evitados. Probablemente, subsistirán en la sociedad estos procedimientos de desagravio personal, mientras no pueda aspirarse a una conciencia social más justa y efectiva en sus sanciones morales, de modo que la reparación quede librada a ella.

A lo único que cabe tender, por el momento, es a limitar el duelo a los casos de verdadera gravedad, irresolubles por medios de otro orden. Y entre tanto, si bien la ley debe suprimir o modificar la sanción penal de un delito que no lo es dentro de las costumbres y los sentimientos que hoy prevalecen, también debe la Prensa, por su parte, abstenerse de concurrir a fomentarlo, provocando su difusión por los prestigios del ejemplo y los estímulos de la vanidad.

* * *

Pero, aunque el diario es, ante todo, un órgano de información, es también un comentador, un censor, un propagandista. Como esos dos caracteres no se excluyen, sino que se complementan y en cierta medida son necesarios uno al otro, es difícil atenerse exclusivamente a la información sin producir un tipo de diario incompleto e ineficaz, en el que el público concluya por sentir la ausencia de una fuerza que anhela y necesita. Soy partidario, pues, del diario que define su opinión en todo cuanto importe un interés humano, nacional, gremial, o de cualquier otro alcance colectivo, que sea propuesto al debate por hechos de oportunidad. Entiendo la «imparcialidad» de la Prensa como el homenaje de respeto y de cultura debido a todas las opiniones sinceras y a todos los intereses legítimos; pero no admito que esa condición llegue a inhibir en lo más mínimo la franca y definida personalidad del diario. Esto no me impide reconocer que, tratándose del concepto militante por la política, no como movimiento de ideas desenvuelto alrededor de la vida administrativa y legislativa del país, sino como lucha de pasiones y de agrupaciones permanentes o accidentales, pueda haber diarios que, por su representación gremial y su tradición propia, prescindan de la política propiamente dicha, o se reserven para intervenir en ella a título de excepción justificada por la solemnidad de los acontecimientos y por la autoridad inherente a su propia imparcialidad.

Supuesto que el diario, en general, debe opinar, debe aspirar a ser una fuerza en el debate público, ¿cómo entenderá esa participación que le compete? ¿Ha de ser guía ¿Ha de ser reflejo? ¿Se levantará por encima de las corrientes populares como el faro que las domine, o se contentará con ser un aparato registrador por el que se conozca un modo de sentir colectivo? No puede haber diferentes respuestas para esa pregunta, si se la considera desde el punto de vista de la responsabilidad y la dignidad social de la Prensa. El diario debe tender a dirigir y no a ser dirigido, a ser mentor y no vocero; y aun cuando su opinión se identifique fundamentalmente con la de una colectividad popular, siempre debe proponerse ser, con relación a los sentimientos de ésta, como el filtro en que ellos se depuren de sus heces de error, de pasión y de injusticia.

Sería equivocado deducir de ahí una absoluta preterición de lo que piensa y siente en cualquiera oportunidad la mayoría del pueblo. No sólo la impresión de la mayoría tiene siempre el interés de un hecho, sino que es imposible negarle su justo valor, concretado a veces en intuiciones y aciertos superiores a los más autorizados dictámenes del criterio individual. Por eso, sin menoscabo de la independencia ni del pensamiento propio y definido del diario, debe prevalecer en él un amplio espíritu de hospitalidad para acoger todas las opiniones abonadas por la forma de su presentación, ya que no por el nombre que las autorice, aun cuando disientan de la opinión que el diario exponga como suya.

He hablado hace un momento de diarios que tienen por carácter ser órganos de determinados gremios, verbigracia: el comercio, o las industrias rurales. Nada más justificable que esta consagración fundamental y preferente a cierto orden de intereses sociales; pero a condición de que se procure mantener en esas formas del diarismo, a pesar de su especialización, la complejidad de contenido y de interés que satisfaga la noción armónica y cabal de lo que ha de ser «un diario». Opino en esto como en lo relativo a los especialismos de la educación. Nunca fuí partidario de las mutilaciones de la enseñanza secundaria, que tienden a separar de los estudios preparatorios del abogado, del ingeniero o del médico, aquellas materias que no ofrecen relación directa con el orden de estudios que ellos han de cultivar como consagración profesional. Por lo mismo que el abogado no ha de tener fácil oportunidad de volver a interesarse en las ciencias de la naturaleza, ni el médico en los estudios literarios, importa que la enseñanza preparatoria les comunique aquella iniciación general necesaria en todo hombre de elevada cultura, para mantener su solidaridad de espíritu con los demás elementos dirigentes de la sociedad. El diario de gremio debe amoldarse a parecido criterio. Debe favorecer el contacto de su particular especie de lectores, con las ideas, los sentimientos y los intereses que no se vinculan inmediatamente al orden de vida y de trabajo que ellos tienen por profesión. Junto a las secciones en que se especialicen la información y el comentario relativo a los intereses gremiales, han de tener cabida las que transmitan una noción general de las actividades y preocupaciones de otras esferas de la sociedad a cuya idea de conjunto nadie puede permanecer absolutamente ajeno sin desmedro de su cultura y de su misma eficacia profesional.

Por otra parte, un diario no debe considerar limitada su jurisdicción a los temas de estricta actualidad ni de interés utilitario. Estos son, sin duda, los principales objetivos, dentro de la naturaleza de la Prensa diaria; pero la parte de material desinteresado, en que se concede su lugar a las letras, a la ciencia, al arte, a la amenidad o a la instrucción popular, representa un elemento preciosísimo de los diarios modernos, porque contribuye al fin, que también les es propio, de «democratizar la cultura», haciendo llegar los reflejos de ella allí a donde rara vez logra penetrar el libro, y atrayendo la atención, de modo continuo e insinuante, hacia las cuestiones de interés puramente espiritual, que permanecerían en la clausura de la biblioteca o de la cátedra sin ese medio de hacerlas resonar al aire libre, junto a los varios ecos del movimiento cotidiano.

* * *

«El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión», dijo Sarmiento en el pórtico admirable del Facundo.

El mal que aqueja al periodismo moderno es la extensión.

El material proporcionado por el desenvolvimiento, cada vez más activo y más complejo, de los grandes centros urbanos; la comunicación internacional, más asidua y estrecha cada día, con el consiguiente acrecentamiento de interés por lo que ocurre en cualquier parte del mundo; las progresivas exigencias del público lector, a medida que sube el nivel medio de cultura y se hacen mayores las necesidades intelectuales de la mayoría: todo parece concurrir a aumentar indefinidamente la extensión y capacidad de los diarios.

Pero como en este desarrollo material se ha llegado ya a lo excesivo y las crecientes imposiciones de que procede son imposibles de evitar, la fórmula de la futura evolución periodística no puede ser otra que la «concentración»: mantener la sustancia de los hechos y del comentario, con superior densidad, eliminando lo prolijo, lo vano, lo superfluo. Aquella spenceriana teoría del estilo, que se nos enseñaba en cátedra y que reduce el secreto de la buena forma literaria a la economía de atención, es ineficaz y falsa, de todo punto, cuando se trata de penetrar en el carácter de la expresión verdaderamente artística, pero define bien el ideal de la forma peculiar al diarismo, donde la economía de atención y de tiempo es finalidad naturalmente impuesta por un género de lectura que ha de hacerse entre las urgencias del trabajo cotidiano y con clara conciencia de la condición efímera de lo que se lee.

Cada vez más identificada con la vida compleja de una sociedad, pero en forma necesariamente somera y cambiante, la Prensa diaria ha de ser como la sombra del cuerpo social: verdadera y fiel como la sombra, y como la sombra leve y pasajera.

 

[ El Telégrafo, 24 de septiembre de 1914.]

XXI
PARA LOS BIBLIOFILOS

joyas que se venden

Un católogo hermosamente impreso—digna afirmación del gusto del bibliófilo—viene a anunciarnos que se disgrega y se vende una de las más ricas y escogidas bibliotecas de propiedad particular que se hayan formado en los países del Plata.

Esa biblioteca nació en Montevideo, aunque se encuentre ahora en la otra margen del río, de donde viene el anuncio de su disolución. Su poseedor es Emilio Goldaracena.

Ambientes como el nuestro no han consentido hasta ahora sino a título de rareza la aparición de ese refinado tipo intelectual que se realiza en el biblió filo. La complejidad de esta afición superior abarca, por una parte, el amor inteligente de la lectura, con la sensibilidad exquisita del fino catador literario, y por otra parte, la pasión nimia y escrupulosa del coleccionista, prendado de lo raro, de lo costoso, de lo único, y apreciador sutil de los primores que caben en la manera de imprimir o encuadernar un libro. No hay más interesante género de sibaritismo espiritual. Sólo que la dedicación del bibliófilo, como tantas cosas bellas del mundo, es inconciliable con la escasez de dinero, y este universal agente suele tener largos entredichos con las superioridades de la inteligencia y del gusto... El libro rico es joya cara y que requiere, para no desentonar, la compañía de otras delicadas cosas materiales, de las que manifiestan y consagran el bello entendimiento de la vida.

Goldaracena había reunido su tesoro de libros y lo había rodeado del digno complemento de «confort» y de arte. Hoy el tesoro que representa largos años de acumulación afanosa, presidida por una selección inteligente y una fortuna liberal, va a dispersarse en muchas manos. No es sin cierto sentimiento de melancolía como se recorre este catálogo elegante en que, antes de separarse para siempre, los ejemplares preciosos del bibliófilo aparecen en su asociación aristocrática. Y junto con ese sentimiento, nadie que guste de los libros, no sólo por el divino bien de la lectura, sino, además, por la exterioridad del arte a que se prestan, dejará de confesar una tentación de codicia... también un poco melancólica.

¡Cuánta selecta riqueza; qué generoso hervor de firmas gloriosas y de títulos que evocan en la mente todas las emociones de nuestro desenvolvimiento intelectual! Son las cosas conocidas que nunca acabaremos de conocer. Y el catálogo nos las ofrece casi todas, en valiosísimas ediciones de bibliófilo, donde adquieren aquel singular realce que la calidad del vino o del manjar debe al esmalte de la vajilla y al cristal de la copa.

Apenas hay autor francés de primer orden, desde Brantôme y Marot hasta los románticos, naturalistas, parnasianos y decadentes del pasado siglo, que no esté representado por alguna magnífica joya bibliográfica, en que el primor de la tirada especial, las ilustraciones de firma ilustre y la esplendidez de la encuadernación componen el más bello nido con que pueda soñarse para la obra del novelador o del poeta.

Las librerías de Montevideo han de recibir, seguramente, ejemplares de este catálogo, que honra a la tendencia superior de un oriental que supo ennoblecer su riqueza con el amor desinteresado por las cosas del espíritu. Ya que la admirable colección se disuelve, pase cada una de sus joyas a manos capaces de guardarla con cuidadoso amor y de ponerla en contacto, por intermedio de los ojos, con una inteligencia culta y una sensibilidad escogida.

 

Ariel.

[ El Telégrafo, 8 de octubre de 1914.]

XXII
LA TRADICION EN LOS PUEBLOS HISPANOAMERICANOS

Cada año que pasa, la conciencia de estos pueblos nuevos de América se entona con un sentimiento más firme y seguro de la grandeza de su porvenir. La expansión de sus energías materiales adquiere tal brío, su riqueza se acrecienta en tal medida, su civilización se asimila con tal facilidad los elementos convenientes para integrar un organismo de cultura propia y cabal, que el noble orgullo colectivo empieza a florecer en ellos de la manera natural y espontánea con que toda fuerza juvenil tiende a hacer alarde de sí misma. Lejos de ser reprensible, ese sentimiento es una energía necesaria que complementa las demás y un estímulo precioso con que obrar en el espíritu del pueblo, magnificando su capacidad como artífice de sus propios destinos.

Natural es también que ese orgullo colectivo se concrete en la idea y la figuración del porvenir. Si hay algún sentimiento esencialmente americano es, sin duda, el sentimiento del porvenir abierto, prometedor, ilimitado, del que se espera la plenitud de la fuerza, de la gloria y del poder. La formación de los pueblos de nuestro continente como naciones libres ha coincidido con el auge universal de esa concepción del progreso indefinido, que, extraña a toda filosofía histórica anterior al siglo xviii , halló su fórmula primera en Condorcet y ha atravesado triunfalmente todas las transformaciones de ideas de la última centuria, siendo hoy mismo como una fe sustitutiva de las creencias religiosas en el espíritu de las muchedumbres y en gran parte de los que se levantan sobre éstas. Más o menos entremezcladas de ilusión y de candor, no puede desconocerse lo que esa idea encierra en sí de estímulo eficaz para las humanas energías y de inspiración poética y ensoñadora con que alentar los vuelos de la imaginación, eterna amiga de las treguas del trabajo y del combate.

Dejando de lado la evaluación de la parte de verdad que contenga esa tesis optimista, y encarándola sólo en cuanto a su trascendencia activa y práctica, es fácil comprender que el vicio a que naturalmente tiende, en medio de sus muchas influencias benéficas, es el del injusto menosprecio de la tradición; el del desconocimiento vano y funesto de la continuidad solidaria de las generaciones humanas; el de la concepción del pasado y el presente como dos enemigos en perpetua guerra, en vez de considerarlos en la relación de padre a hijo o de dos obreros de sucesivos turnos, dentro de una misma interrumpida labor.

Una idea manifiesta por entero lo que contiene de exclusivo y de falso desde el momento que se organiza en partido y se convierte en acción. Es así como en el carácter y el desenvolvimiento de los partidos liberales y progresistas de Europa, durante el siglo xix , puede observarse bien aquella relativa falsedad implícita en la filosofía del progreso indefinido, falsedad que conduce, en último término, a la obra de escisión, artificial y violenta, de que da ejemplo el moderno jacobinismo francés. Pero en Europa el pasado es una fuerza real y poderosa, la tradición existe con pleno prestigio y plena autoridad. El desatentado impulso que pretende obrar sin ella, encuentra en ella misma la resistencia que lo equilibra y lo sujeta a un ritmo. En cambio, en los pueblos jóvenes de América, la tradición, enormemente inferior como extensión y como fuerza, apenas sí lleva consigo un débil y precario elemento de conservación.

No es sólo por su escaso arraigo en el tiempo por lo que la tradición carece de valor dinámico en nuestra América. Es también por el tránsito súbito que importó la obra de su emancipación, determinando un divorcio y oposición casi absolutos entre el espíritu de su pasado y las normas de su porvenir. Toda revolución humana significa, por definición, un cambio violento, pero la violencia del cambio no arguye que el orden nuevo que con él se inicia no puede estar virtualmente contenido en el antiguo y reconocer dentro de éste los antecedentes que lo hagan fácil de arraigar manteniendo la unidad histórica de un pueblo. Revolucionario fué el origen de la independencia norteamericana, pero ella fundó un régimen de instituciones que era el natural y espontáneo complemento de la educación colonial, de las disposiciones y costumbres recibidas en herencia. En la América española, la aspiración de libertad, concretándose en ideas y principios de gobierno que importaban una brusca sustitución de todo lo habitual y asimilado, abrió un abismo entre la tradición y el ideal. La decadencia de la metrópoli, su apartamiento de la sociedad de los pueblos generadores de civilización, hizo que para satisfacer el anhelo de vivir en lo presente y orientarse en dirección al porvenir, hubieran de valerse sus emancipadas colonias de modelos casi exclusivamente extraños, así en lo intelectual como en lo político, en las costumbres como en las instituciones, en las ideas como en las formas de expresión. Esa obra de asimilación violenta y angustiosa fué y continúa siendo aún el problema, el magno problema de la organización hispanoamericana. De ella procede nuestro permanente desasosiego, lo efímero y precario de nuestras funciones políticas, el superficial arraigo de nuestra cultura.

¿Fué una fatalidad ineludible esa radical escisión entre las tradiciones de nuestro origen colonial y los principios de nuestro desenvolvimiento liberal y progresista? ¿No pudo evitarse esa escisión sino al precio de renunciar a incorporarse, con firme y decidido paso, al movimiento del mundo?... A mi entender, pudo y debió evitarse en gran parte, tendiendo a mantener todo lo que en la herencia del pasado no significara una fuerza indomable de reacción o de inercia, y procurando adaptar, hasta donde fuese posible, lo imitado a lo propio, la innovación a la costumbre. Acaso los resultados, aparentes habían requerido mayor concurso del tiempo; pero, sin duda, habrían ganado en solidez y en carácter de originalidad. Los inspiradores y legisladores de la Revolución, repudiando en conjunto y sin examen la tradición de la metrópoli, olvidaron que no se sustituyen repentinamente con leyes las disposiciones y los hábitos de la conciencia colectiva, y que, si por nuevas leyes puede tenderse a reformarlos, es a condición de contar con ellos como con una viva realidad.

En las generaciones que siguieron a aquélla, una nueva fuerza hostil al sentimiento de tradición se agregó a esa influencia del idealismo revolucionario. Me refiero a las corrientes de inmigración cosmopolita, incorporadas al núcleo nacional con empuje muy superior a la débil energía asimiladora de que el núcleo nacional era capaz. Si la tradición de la colonia pudo ser desconocida y rechazada por los americanos de la Emancipación, porque en el fragor de la pelea la imaginaban irreconciliable con su sentimiento de la patria, el transcurso del tiempo daba lugar a otra tradición, esencialmente vinculada a aquel sentimiento, por cuanto nacía de la idealización de los hechos y los hombres que representaban el heroico abolengo de la patria, al filtrarse en la memoria popular y adquirir la transfiguración de la leyenda. El pasado podía hablar ya con el prestigio de los recuerdos que colorean un blasón y enciende un orgullo colectivo. Por otra parte, aquella pintoresca y original semicivilización campesina que, desde los últimos tiempos de la colonia, animaba a las «cuchillas» y las pampas con el paso vagabundo del gaucho, mantuvo, por muchos años todavía, a las mismas puertas de las ciudades, un rico venero de color y de carácter social, que despertaba en estos pueblos la conciencia de una originalidad histórica. Pero el aluvión inmigratorio, después de confinar al fondo del desierto ese vivo testimonio de una tradición nacional, concluyó por absorberlo y desvirtuarlo del todo, al paso que, en los centros urbanos, diluyendo en la indefinida multitud cosmopolita el genuino núcleo nativo, tendía a debilitar cuanto fuese sentimiento de origen, piedad filial para las cosas del pasado, con tinuidad de caracteres y costumbres.

Asistimos a ese naufragio de la tradición, y debe preocuparnos el interés social de que él no llegue a consumarse. El anhelo del porvenir, la simpatía por lo nuevo, una hospitalidad amplia y generosa, son naturales condiciones de nuestro desenvolvimiento; pero, si hemos de mantener alguna personalidad colectiva, necesitamos reconocernos en el pasado y divisarlo constantemente por encima de nuestro suelto velamen. Para esa obra de conservación, todos los momentos traen su oportunidad; todas las actividades, aun las aparentemente más nimias, ofrecen ocasión capaz de ser aprovechada. Aparte de los grandes estímulos de la historia propia, cultivada y enaltecida como forma suprema del culto nacional; aparte del carácter de iniciación patriótica que debe tener, entre sus más altos fines, la enseñanza primaria y de las energías que en la imaginación y el sentimiento puede mover una literatura que se inspire, sin mezquinas limitaciones, en el amor de la «tierra», no hay manifestación de la actividad común donde no sea posible tender a conservar o restaurar una costumbre que encierre cierto valor característico, cierta nota de originalidad, por insignificante que parezca. La norma debe ser no sustituir en ningún punto lo que constituye un rasgo tradicional e inveterado sino a condición de que sea claramente inadaptable a una ventaja, a un adelanto positivo.

Desde el aspecto material de las ciudades, en aquellas que aún conservan cierta fisonomía peculiar o que pueden tender a recobrarla, sin dejar de magnificarse y embellecerse, hasta los usos y las formas de la vida social, allí donde aún guardan cierto estilo, ciertos vestigios de una elegancia original y propia; desde el culto doméstico de los recuerdos hasta la inmunidad de las originalidades populares en fiestas, faenas y deportes; desde el salón hasta la mesa, todo puede contribuir a la afirmación de una «manera» nacional, todo puede contribuir a arrojar su nota de color sobre el lienzo gris de este cosmopolitismo que sube y se espesa en nuestro ambiente como una bruma.

La persuasión que es necesario difundir, hasta convertirla en sentido común de nuestros pueblos, es que ni la riqueza, ni la intelectualidad, ni la cultura, ni la fuerza de las armas, pueden suplir en el ser de las naciones, como no suplen en el individuo, la ausencia de este valor irreducible y soberano: ser algo propio, tener un carácter personal.

 

[ La Prensa, Buenos Aires, 1 de enero de 1915.]

XXIII
LA BANDERA INSPIRADA

Las banderas, como toda obra de la imaginación humana, pueden nacer de la composición artificiosa que obra reflexivamente y en frío, o de la inspiración espontánea y ferviente que encuentra, de un golpe, el símbolo original, la forma abrazada desde que nace, con entrañable abrazo, a una idea, a un sentimiento colectivo.

En las banderas «inspiradas» parece obrar la misma fuerza estética inconsciente que ordena líneas y colores en las creaciones de la naturaleza. Yo estoy seguro de que, quienquiera que sea el que ideó la tricolor soberana de 1815, no llegó a ella por modificaciones y pruebas sucesivas, sino que la vió proyectarse de una vez, y como sobre la lumbre de un relámpago, en el fondo de su imaginación. La roja diagonal que rubrica los colores celestes imprime a ese lábaro de nuestra independencia primera un sello de originalidad y de energía, que se apodera del corazón, por una especie de violencia simpática. Poned la tricolor de Artigas en un cuadro de banderas: instantáneamente la atención del observador se sentirá solicitada hacia aquella bandera audaz y única, que, por su propia fuerza, se diferenciará y afirmará su personalidad entre las otras. No da la naturaleza colores que puedan sustituir, en la expresión y belleza, a los de la insignia universal y humana de 1789, y no hay modo de concertar esos colores que iguale en sencilla y nueva inspiración al de la heroica enseña de Artigas. Diríase que la turbulenta libertad americana, tomando para sí las consagradas tintas de la libertad, quiso ordenarlas de modo menos simétrico y ritual, más singular y atrevido, como cumplía a aquella rebelde e indomable democracia que, erguida sobre el lomo de las cuchillas orientales, impuso a los destinos de la Revolución de mayo el sentimiento de la igualdad social y la idea de la organización republicana.

[ La Razón, 25 de marzo de 1915.]

XXIV
[CONTRA LA MILITARIZACION DE LA ESCUELA]

Señores Miembros del Comité Estudiantil contra la militarización de la escuela:

Comprendo y justifico el movimiento de resistencia que ha suscitado la proyectada creación de batallones escolares, y me inspira sincera simpatía la actitud de protesta que han asumido ustedes en nombre de la juventud.

No adheriría, por mi parte, a todas las razones que se han aducido, en artículos y manifiestos, contra aquel proyecto, pero adhiero, sí, con toda conciencia, a la conclusión negativa.

No soy de los que juran odio a la institución en que se organiza la fuerza material para la defensa y seguridad de los Estados. El ideal sería, sin duda, su eliminación: el sentido de la realidad obliga a aceptarla y mejorarla, mientras el derecho no sea, en la conciencia de los hombres y los pueblos, una fuerza suficientemente positiva para imponerse por sí sola. Y los signos del momento no anuncian precisamente que ese ideal esté cercano... El ideal inmediato, pues, consistirá en sustituir las formas más bajas y mecánicas de la organización militar por aquellas otras en que la parte abominable y funesta de esa organización desaparece o se atenúa; en que el soldado se separa menos esencialmente, o por menos tiempo, de la condición del hombre libre. Y claro está que, de acuerdo con esa aspiración, soy partidario para nuestro país del servicio militar obligatorio, como medio de producir paulatinamente la abolición de la actual forma de ejército y de hacer del ciudadano, habilitado para la defensa nacional, la única especie de soldado.

Si, a pesar de ello, rechazo una instrucción militar en las escuelas es porque la considero ineficaz con relación al fin que directamente persigue, e inconveniente con relación a fines más altos. Los batallones escolares no valen como aprendizaje positivo; ni determinan hábitos que luego puedan eslabonarse, como antecedente útil con la instrucción y disciplina que forman al soldado. Tal es el dictamen de los que con mayor anterioridad han tratado este punto (véanse, por ejemplo, los artículos de Romero Brest que ha poco se reprodujeron en El Siglo) y tal es, universalmente, el resultado de la experiencia. Pero además, por razones muy superiores a la de esa ineficacia práctica, creo firmemente que la instrucción militar no debe en ningún caso principiarse en la infancia. Para no dañar el espíritu, requiere cierto desenvolvimiento de la personalidad. En el alma del niño, ese género de cultivo repugna a la orientación fundamental de una educación amplia y humana, y contraría, antes que favorece, la formación de las facultades que más interesa estimular y preferir.

Si algo faltase para corroborar la oposición a ese proyecto, puede invocarse todavía una razón de oportunidad. El espectáculo del mundo no deja lugar, en la hora presente, a otra sensación que a la de la monstruosa discordia en que se desangran los más nobles y civilizados pueblos de la tierra. En los espíritus reflexivos y cultos, el efecto de ese inconcebible «salto atrás» es de abominación por la calamidad y la ignominia de la guerra, y de tristeza profunda por la dura necesidad que obliga aún a los hombres a mantener al alcance de la mano los instrumentos con que la guerra se hace y que, a menudo, la provocan. Pero en la muchedumbre, en el hombre de mentalidad primitiva, y desde luego, en la infancia, la sugestión de tal espectáculo no puede menos de ser de sobreexcitación de todos los instintos guerreros, de todas las propensiones de odio, de brutalidad y de crueldad acumuladas en el fondo de la naturaleza humana. Tender, en semejante momento, a llevar el ambiente de la escuela el espíritu de emulación militar, es, evidentemente, el medio más seguro de favorecer una sugestión ya tan poderosa por sí misma.

Instándoles a perseverar en la iniciada propaganda, quedo de Uds. afectísimo amigo.

 

José Enrique Rodó.

[ El Siglo, 4 de mayo de 1915.]

XXV
LA GRANDEZA DE ARTIGAS

La peregrinación anual al Hervidero, que familiariza con un campo sagrado en el recuerdo de la patria el espíritu de las generaciones orientales, se perpetuará como un rito inalterable de nuestro culto cívico. La tradición histórica no tiene en tierra nacional santuario más venerando que esa solitaria meseta.

Hay que ir a erguirse sobre su cúspide para abrir el pecho a la cruda pureza de las ráfagas de pasión patriótica que el ambiente de las ciudades refrena y amortigua. Hay que mirar desde su altura para dominar toda la amplitud del horizonte que abarca, en la historia del Río de la Plata, la fuerza de expansión y propaganda de nuestro credo revolucionario de 1813, la fórmula profética integral de los destinos de la América libre.

Montevideo es la cuna de la patria, en cuanto esto significa un primer núcleo de sociabilidad y civilización, con los elementos esenciales que preceden a la Independencia y que persisten y deben persistir a través de todas las transformaciones. Montevideo es, además, el origen de un espíritu local con aspiraciones a la autonomía económica y política, que obró acaso como el principio más activo en la formación de un espíritu de nacionalidad.

Pero si por cuna de la patria entendemos, no el conjunto de esos antecedentes primeros, sino la revelación entera, franca y eficaz del sentimiento que llamamos propiamente patriótico, y de la idea que lo determina y hace consciente, entonces no está la cuna de la patria en Montevideo, último reducto del poder español y fácil presea de la conquista lusitana. La cuna de la patria está dispersa en la extensión de esas cuchillas casi desiertas donde las «montoneras» heroicas espaciaron su instinto de libertad y su indómita soberbia, fermentos generadores de una independencia y de una democracia; la cuna de la patria está en el terrón del rancho humilde donde tuvo su precario asiento aquella sociabilidad seminómada que se personifica en el tipo legendario del gaucho; la cuna de la patria está en el seno de la virgen y bravía naturaleza, y abarca tanto espacio como las fronteras de la patria misma. Pero si en alguna parte se radica y concreta es en ese original e interesantísimo esbozo de capital independiente que se asentó sobre la mesa del Hervidero y donde Artigas bosquejó, con tosca energía, la imagen de la organización civil que llevaba en la mente junto a las inspiraciones de su acción heroica.

La sociedad europea de Montevideo y la sociedad semibárbara de sus campañas, dándose recíprocamente complemento, fueron mitades por igual necesarias en la unidad de la patria que se transmitía al porvenir. Y el lazo viviente que las juntó dentro de un carácter único es la persona de Artigas, hombre de ciudad por el origen y por la educación primera; hombre de campo por adaptación posterior y por el amor entrañable y la comprensión profunda del rudo ambiente campesino. Son este amor y esta comprensión los que definen la original grandeza de Artigas, el secreto de su eficacia personal, la clave de su significación histórica. Haber profesado con inquebrantable fe, cuando todos dudaban, los principios de la independencia, la federación y la república, bastaría para revelar corazón entero y mente iluminada, pero no bastaría para determinar la superioridad de hombre de acción. Lo que determina esa superioridad es la intuición y la audacia en la elección de los medios: es el mirar de águila por el que comprendió que los elementos necesarios para imponer aquel programa en los destinos de la Revolución estaban sólo en el seno de esas muchedumbres de los campos, a cuyo frente se puso, afrontando las preocupaciones y los egoísmos de su tiempo. Allí, en el ambiente agreste, donde el sentir común de los hombres de ciudad sólo veía barbarie, disolución social, energía rebelde a cualquier propósito constructivo, vió el gran caudillo, y sólo él, la virtualidad de una democracia en formación, cuyos instintos y propensiones nativas podían encauzarse, como fuerzas orgánicas, dentro de la obra de fundación social y política que había de cumplirse para el porvenir de estos pueblos. Por eso es grande Artigas, y por eso fué execrado como movedor y agente de barbarie, con odios cuyo eco no se ha extinguido del todo en la posteridad. Trabajó en el barro de América, como allá en el Norte Bolívar; y las salpicaduras de ese limo sagrado sellan su frente con un atributo más glorioso que el clásico laurel de las victorias.

 

[ El Siglo, 23 de julio de 1915.]

XXVI
CARTA-PROLOGO A
“NUESTRA EPOPEYA (GUERRA DEL PARAGUAY)” (256)

Montevideo, 27 de julio de 1915.

 

Señor don Juan E. O’Leary.

Asunción.

 

Mi distinguido amigo: Interesantísima lectura ha sido para mí la de la síntesis histórica que sobre la guerra de la Triple Alianza ha escrito usted, luciendo en ella dotes de exposición elocuente, de habilidad narrativa y de eficacia crítica, que me confirman en la idea que yo tenía formada de su personalidad de escritor y de la significación que, a justo título, se le reconoce en el movimiento intelectual de su país.

Contribuyen al interés de ese estudio tanto el desempeño del narrador como el tema sobre que versa. He considerado siempre que la guerra entre la Triple Alianza y el Paraguay es uno de los hechos más complejos de la historia americana; y en alguna de sus relaciones, uno de los que imponen mayores torturas de conciencia para completar un juicio cabal y seguro, que, sin olvido de ninguno de los antecedentes y circunstancias con que se vincula aquella gran tragedia, en la vida interna e internacional de los cuatro pueblos que fueron sus actores, permita distribuir con justicia las tremendas responsabilidades que ella envuelve, y fijar, a su respecto, el veredicto histórico.

Hay, sin embargo, dos conclusiones que pueden considerarse definitivamente adquiridas como cláusulas de ese veredicto. Es la una, que la devastación y exterminio del pueblo vencido en esa guerra son un horror que, aunque no entró, sin duda, en el plan deliberado de los vencedores, determina para ellos grave responsabilidad, y se sobrepone, como efecto moral de la victoria, al propósito de liberación, sincero en algunas — no, ciertamente en todas—de las voluntades que prepararon la alianza, o la aceptaron, o la dirigieron en la guerra.

Es la otra que la heroica defensa del pueblo paraguayo constituye uno de los episodios más hermosos, viriles y ejemplares, no ya de la historia americana, sino de la historia del siglo XIX; destacando en cada página rasgos de intrepidez, de abnegación y de estoicismo, bastantes para caracterizar una tradición nacional honrosísima, que el Paraguay podrá reivindicar siempre para su gloria...

Del seno del mismo partido oriental que produjo la cooperación de mi país en la alianza de 1865, partió, veinte años después, la espontánea devolución de los trofeos de guerra, que disipó hasta el último vestigio de agravio entre ambos pueblos y demostró cómo, ya entonces, eran sentimientos arraigados en la conciencia nacional del Uruguay la admiración, la simpatía y el respeto por los altos ejemplos de heroísmo paraguayo.

Así, purificado en el crisol del tiempo, aquel pasado nos une y nos unirá más cada día.

Salude usted a los que me quieren en ese noble pedazo de la magna patria americana y créame siempre su afectísimo amigo.

José Enrique Rodó.

XXVII
EL CENTENARIO DE CERVANTES

España se dispone a celebrar, dentro de pocos meses, el centenario de la muerte de Miguel de Cervantes. Un centenario más, como el de Calderón y el de Velázquez—ocasiones, no muy lejanas, de fiestas semejantes—, no importaría gran cosa. Las solemnidades de la pompa oficial, las declaraciones de la vanidad oratoria, los rebuscos de la erudición pedantesca, bastarían para mantener el consecuente ritual de conmemoraciones de esa especie. Pero debe fiarse en que la sugestión y el estímulo de la oportunidad enciendan en el alma de la juventud española—donde hay prometedoras potencias de meditación y poesía—, la inspiración que concrete en estudio, poema u obra de arte, la grande ofrenda que aún debe España a su más alto representante espiritual, que fué a la vez el mayor prosista del Renacimiento, y el más maravilloso creador de caracteres humanos que pueda oponer el genio latino al excelso nombre de Shakespeare.

La ocasión obliga, con igual imperio, a esta América nuestra. El sentimiento del pasado original, el sentimiento de la raza y de la filiación histórica, nunca se representarían mejor para la América de habla castellana que en la figura de Cervantes.

Cualesquiera que sean las modificaciones profundas que al núcleo de civilización heredado ha impuesto nuestra fuerza de asimilación y de progreso; cualesquiera que hayan de ser en el porvenir los desenvolvimientos originales de nuestra cultura, es indudable que nunca podríamos dejar de reconocer y confesar nuestra vinculación con aquel núcleo primero sin perder la conciencia de una continuidad histórica y de un abolengo que nos da solar y linaje conocido en las tradiciones de la humanidad civilizada. Y esa persistente herencia no tiene manifestación más representativa y cabal que la del idioma, donde ella se resume toda entera y aparece adaptando a sus medios connaturales de expresión las adquisiciones y evoluciones sucesivas. Confirmar la fidelidad a esa forma espiritual que es el idioma y glorificarla en el recuerdo de su escritor-arquetipo, es, pues, el modo más adecuado y más sincero con que América puede mostrar el género de solidaridad que reconoce con la obra de sus descubridores y civilizadores.

No hay otra estatua que la de Cervantes para simbolizar en América la España del pasado común, la España del sol sin poniente. Los reyes que la abarcaron con su cetro, aun cuando mereciesen alguna vez mármol o bronce, no podrían encarnar jamás en mármol ni bronce americano, porque representan la autoridad de que nos emancipamos y las instituciones que sustituímos. Sólo la augusta imagen de Isabel la Católica dominaría sin incongruencia en suelo de América, rescatando en gloria perenne las joyas que costearon la aventura sublime, y figurando como un numen maternal de nuestra civilización. Pero el símbolo requiere en este caso formas más recias y viriles que esa suave fisonomía de mujer. Los portentosos capitanes de la Conquista, los legendarios sojuzgadores de mares y de tierras, tienen un carácter que excluye la plena apoteosis americana, como personificaciones de la ejecución brutal, consumada con sacrificio del indio, que también es carne y alma de América. Los colonizadores, gobernantes o misioneros, en quienes se apacigua y endulza la empresa civilizadora, proporcionan más de una figura capaz de ser glorificada en la parte del Continente a que se contrajo su influencia; pero ninguna de magnitud continental. En cuanto al Descubridor, a España pertenece su gloria, sin duda, pero no su persona; y las estatuas que reproducirán infinitamente su imagen del uno al otro extremo del mundo concecido a su fe no son las aptas para significar el genio original y propio de la civilización trasplantada.

Sólo queda buscar el símbolo personal en el mundo del espíritu, donde esa civilización forja sus normas ideales y sus medios de expresión, y escogerlo en quien tiene dentro de ella personalidad más característica y más alta. Hay, además, entre el genio de Cervantes y la aparición de América en el orbe profunda correlación histórica. El descubrimiento, la conquista de América, son la obra magna del Renacimiento español, y el verbo de este Renacimiento es la novela de Cervantes. La ironía de esta maravillosa creación, abatiendo un ideal caduco, afirma y exalta de rechazo un ideal nuevo y potente, que es el que determina el sentido de la vida en aquel triunfal despertar de todas las energías humanas con que se abre en Europa el pórtico de la edad moderna. A un objetivo de alucinaciones y quimeras, como el que perseguía el agotado ideal caballeresco, sucede el firme objetivo de la realidad, abierta a los fines racionales y a la perseverante energía de los hombres. El mundo imaginario que había dado teatro a las hazañas de los Amadises y Esplandianes se desvanece como las nieblas heridas por el sol, y lo sustituye el mundo de la naturaleza, redondeado y conquistado por el esfuerzo humano; la América vasta y hermosa sobre todas las ficciones, que con su descubrimiento completa la noción del mundo físico, y con el incentivo de su posesión ofrece el escenario de proezas más inauditas y asombrosas que las aventuras baldías de los caballeros andantes.

La filosofía del Quijote es, pues, la filosofía de la conquista de América. La radical transformación de sentimientos, de ideas, de costumbres, para la que el hallazgo del hemisferio ignorado fué causa concurrente, es la que adquiere forma poética imperecedera en esa epopeya de la burla, donde el jovial espíritu del Renacimiento dirige sobre los últimos vestigios de un ideal moribundo las mortales saetas de la ironía. América nació para que muriese Don Quijote; o mejor, para hacerle renacer entero de razón y de fuerzas, incorporando a su valor magnánimo y a su imaginación heroica el objetivo real, la aptitud de la acción conjunta y solitaria y el dominio de los medios proporcionados a sus fines.

Mientras muere vencido el Ingenioso Hidalgo y perece con él el tipo de héroes de las fábulas de caballerías, melancólicos como Tristán, vagos e inconsistentes como Lanzarote, inmaculados como Amadís, se consagra en las tremendas lides de América el nuevo tipo heroico, rudo y sanguíneo, de los Cortés, Pizarros y Balboas, perseguidores de realidades positivas; apasionados, tanto como de la gloria, del oro y del poder. Mientras la armadura herrumbrosa y la adarga antigua y el simulacro de celada del iluso caballero, se deshacen en rincón oscuro, resplandecen al sol de América las vibrantes espadas, las firmes corazas de Toledo. Mientras Rocinante, escuálido e inútil, fallece de vejez y de hambre, se desparraman por las pampas, los montes y los valles del Nuevo Mundo los briosos potros andaluces, los heroicos caballos del conquistador, progenitores de aquellos que un día habrán de formar, con el gaucho y el llanero, el organismo del centauro americano. Mientras se disipan en el aire los mentidos tesoros de la cueva de Montesinos, fulguran con deslumbradora realidad la plata de Potosí, el oro de Méjico, los diamantes y esmeraldas del Brasil. Mientras fracasa entre risas burladoras el mezquino gobierno de la Insula Barataria, se ganan de este lado del mar imperios colosales y se fundan virreinatos y gobernaciones con que se conceden más pingües recompensas que las que rey alguno de los tiempos de caballería pudo soñar para sus vasallos.

Así, el sentido crítico del Quijote tiene por complemento afirmativo la grande empresa de España, que es la conquista de América. Así, al figurar una viva oposición de ideales, dejó escrita ese libro la epopeya de la civilización española, deteniendo, como hechizada, en el vuelo del tiempo, la hora culminante en que aquella civilización llega a su plenitud y da de sí nuevas tierras y nuevos pueblos. Y así el nombre de Miguel de Cervantes, no sólo por la suprema representación de la lengua, sino también por el carácter de su obra y el significado ideal que hay en ella, puede servir de vínculo imperecedero que recuerde a América y España la unidad de su historia y la fraternidad de sus destinos.

 

[ La Nota, Buenos Aires, 21 de agosto de 1915.]

XXVIII
DEFENSA NACIONAL Y SERVICIO MILITAR OBLIGATORIO

La aspiración a la paz, como ideal de organización interna y de armonía internacional, no puede ser discutida: se identifica con el natural desenvolvimiento de la idea de civilización. Todo lo que concurra a demorar la realización de ese ideal, fomentando sin un fin justificable propensiones guerreras, estimulando gratuitamente sueños de gloria militar y avivando odios y recelos de pueblo a pueblo, debe considerarse fundamentalmente nocivo y reaccionario.

Pero lo que se pide por los que desean la implantación del servicio militar obligatorio y la adopción de ciertas prudentes medidas de previsión y defensa nacional, ¿es la militarización del país; es la orientación del espíritu público en el sentido de ideales guerreros y de prevenciones internacionales?

A mi entender, hay en los que así interpretan aquella propaganda lamentable equivocación.

Toda energía con que se profese el ideal de la paz no puede llevar al desconocimiento de una verdad tan evidente como la de que la paz es, y ha de ser por más o menos tiempo, un bien precario en el mundo: un bien que impone, por lo tanto, el deber de habilitarse para defenderlo por medios más positivos y eficaces que la posición inerme del derecho.

Mientras la paz no esté suficientemente asegurada por el progreso de las ideas y los sentimientos colectivos, el deber de conservación exigirá de cada pueblo, no la preparación para agredir, pero sí la capacidad de defenderse. Y mientras se contengan dentro de los límites determinados por esa capacidad, los esfuerzos que tienden a robustecer los medios de acción de la República estarán al abrigo de toda crítica aceptable.

En cuanto al servicio militar obligatorio, tiene un significativo de educación cívica y una trascendencia de organización nacional, que debieran prevalecer, en la mente de los impugnadores, sobre los reparos de que se le hace objeto. Nadie puede desconocer que la actual forma de reclutamiento militar constituye un sistema esencialmente inconciliable con el espíritu de una democracia, puesto que establece vallas infranqueables entre el ciudadano y el soldado, poniendo la fuerza pública en manos de elementos puramente sustraídos a las actividades de la vida cívica y sin verdadero contacto con el pueblo.

Propender a que la fuerza pública esté en las manos del pueblo, haciendo del ciudadano y del soldado dos aspectos de una misma personalidad, es, sin duda, un ideal de civismo, cuya realización no puede ser la obra de un día—ni tal se pretende—, pero que importa preparar desde ahora, empezando por formas intermedias que permitan el mantenimiento del sistema actual hasta tanto que él pueda ser alimentado y sustituído por las milicias ciudadanas.

 

[ Artigas, setiembre 1915]

XXIX
[EL GENIO DE LA RAZA]

Por mucho que los pueblos hispanoamericanos adelanten y se engrandezcan, y alcancen a imprimir a su cultura sello original y propio, el vínculo filial que los une a la nación gloriosa que los llevó en las entrañas de su espíritu ha de permanecer indestructible.

Al través de todas las evoluciones de nuestra civilización, persistirá la fuerza asimiladora del carácter de raza, capaz de modificarse y adaptarse a nuevas condiciones y a nuevos tiempos, pero incapaz de desvirtuarse esencialmente. Si aspiramos a mantener en el mundo una personalidad colectiva, una manera de ser que nos determine y diferencie, necesitamos quedar fieles a la tradición, en la medida en que ello no se oponga a la libre y resuelta desenvoltura de nuestra marcha hacia adelante. La emancipación americana no fué el repudio ni la anulación del pasado, en cuanto éste implicaba un carácter, un abolengo histórico, un organismo de cultura, y para concretarlo todo en su más significativa expresión: un idioma. La persistencia invencible del idioma importa y asegura la del genio de la raza, la del alma de la civilización heredada, porque no son las lenguas humanas ánforas vacías donde puede volcarse indistintamente cualquier sustancia espiritual, sino formas orgánicas inseparables del espíritu que las anima y que se manifiesta por ellas.

 

[ El Diario Español, 12 de octubre de 1915.]

XXX
[SOBRE UNA CATEDRA DE CONFERENCIAS]

Señor Director de El Plata, Dr. Juan Andrés Ramírez.

Mi distinguido amigo: Me entero por la crónica parlamentaria de un proyecto de ley presentado a la sesión de ayer del Senado por el doctor don Blas Vidal, creando en la Universidad una cátedra de conferencias, con el propósito de que sea yo designado para desempeñarla.

Mucho agradezco, en lo que me es personal, esa iniciativa, que considero tanto más honrosa cuanto que procede de un ciudadano de la significación y las relevantes condiciones del doctor Vidal.

Deseo manifestar, sin embargo, que, cualquiera que sea la suerte reservada al proyecto, mi candidatura para ejercer la nueva cátedra debe considerarse absolutamente eliminada, pues, aun suponiendo que existiera la posibilidad de esa designación, quedaría sin efecto por mi irrevocable voluntad de no aceptarlo.

Agradeciendo de antemano la publicación de estas líneas, me suscribo de usted amigo y s. s.

 

José Enrique Rodó.

 

6 de julio de 1916.

[El Plata, 6 de julio de 1916.]

 

fin de los

«escritos miscelaneos»