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EL CAMINO DE PAROS

EL CAMINO DE PAROS
PROLOGO

En 1918, Vicente Clavel, editor español de Rodó, reunió las crónicas de viaje que regularmente enviara el crítico uruguayo a la revista bonaerense Caras y Caretas en un volumen al que tituló El camino de Paros (Barcelona, 1918). El nombre le fué sugerido, sin duda, por un pasaje del estudio sobre Prosas profanas (1899): «En vano se lamenta Leconte de que hayamos perdido para siempre el camino de Paros.» Aunque el título es eficaz, no es biográficamente exacto. Rodó no iba a Paros, sino a Italia. De allí pensaba dirigirse a Francia, como lo demuestra su correspondencia. Pero si el título no tiene validez biográfica, la tiene, si (y grande), en el terreno poético: el viaje de Rodó era hacia Europa, hacia el mundo de la civilización grecolatina en que se hundían las raíces culturales de América, Italia era, en definitiva, Paros.

En las crónicas de viaje se encierran algunas de sus páginas más hermosas y maduras. Alejado de las inquietudes de la política y del periodismo, que malograron muchas de sus horas, en los últimos años, tonificado por el viaje, su prosa recobra elasticidad, rehuye el lugar común, el amaneramiento, y se alza en un equilibrio sin solemnidad, en una gracia sin esfuerzo. Su mejor estilo es, tal vez, el de estas páginas. Pero no valen sólo como ejercicios de estilo. Valen también por su testimonio de Europa y valen como testimonio del hombre. Rodó sabe decir como buen periodista lo que vió con curiosidad de turista. Sabe atacar la superficie colorida para alcanzar lo que bajo ella vive y perdura. De Barcelona, de las ciudades italianas, deja memorables impresiones.

A lo largo de su periplo, y mientras se aleja cada vez más de la tierra natal, van aflorando en Rodó sus recuerdos de América. En muchas crónicas suena el eco americano: un tango escuchado en Barcelona, las playas de Pisa que solicitan la comparación con las uruguayas, las luchas civiles en Italia que evocan las nuestras, el encuentro con unos estudiantes venezolanos con los que arieliza (el verbo es suyo), la inevitable comparación de cada nueva piedra vieja de Nápoles con las viejas piedras nuevas de Montevideo. En una crónica (Al concluir el año) se resume toda su preocupación americana, esa América que vivía en él, esa América cuyo destino contempla desde 1917, desde el mismo año de su muerte. ¿Cómo evitar la idea de testamento? En Roma, al abrirse un nuevo año, Rodó mira con los ojos de su carne el esplendor de una civilización secular, pero los ojos de su espíritu sólo ven América en el futuro.

A las crónicas de viaje sumó posteriormente el editor barcelonés artículos miscelaneos que ninguna relación tenían con ellas y que en esta edición se han ordenado y completado en una sección independiente El cuidado con que Clavel preparó la edición no fué excesivo. No acertó a recoger todas las crónicas. Quedaron tres, olvidadas en las páginas del semanario bonaerense en que vieron la luz. Otro editor póstumo, Alberto José Vaccaro (Obras completas, Buenos Aires, 1948), llegó a rescatar dos de ellas (El altar de la muerte, ¿Renunciará Benedicto XV al poder temporal?). Pero es ésta la primera vez que se recogen todas en volumen.

Tampoco fué feliz la ordenación de Vicente Clavel, repetida hasta ahora. Rodó había fechado casi todas sus crónicas, indicando asimismo muchas veces hasta el lugar de la composición. La edición de 1918, sin embargo, ha preferido el caos a la cronología. Aquí se ha seguido la ordenación original de Rodó, completada (en casos dudosos) con el estudio de su itinerario y de su correspondencia europea. No se establece la fecha de publicación porque su cronología rio coincide con la de composición, lo que se explica por atrasos del correo o por postergaciones debidas al mismo editor del semanario.

Una palabra sobre la útima crónica. No fué publicada en Caras y Caretas ni siquiera en el suplemento, Plus Ultra. Transcrita directamente del borrador fue dada a conocer por vez primera en La Nación, de Buenos Aires (24 de diciembre de 1922), Allí se respetó algún pasaje en blanco que indicaba un vacío (una palabra). El profesor Roberto Ibáñez, que estudió los manuscritos, ha podido señalar (en el Catálogo de la Exposición Rodó 1947) que las crónica está inconclusa y que las últimas líneas, apenas esbozadas, aluden a la belleza de la bahía de Palermo y al mar de la Odisea por donde la imaginación del escritor ve pasar la barca de Ulises.

I
CIELO Y AGUA

Tengo el sentimiento del mar. Esas afinidades instintivas con las cosas de la naturaleza, esas misteriosas simpatías que parecen recuerdos de una existencia elemental, no me hablan de mi fraternidad con la montaña abrupta, ni la tendida pampa, ni otra de las duras formas de la tierra, sino de mi fraternidad con las inmensas y ondulantes aguas, con el errabundo ser de la ola. Abro el pecho y el alma a este ambiente marino; siento como si mi sustancia espiritual se reconociese en su centro.

Siempre me ha parecido propio de conciencias inmóviles, de caracteres apegados a lo fijo y estático, la incomprensión de la belleza del mar y de lo que hay en él de sugestión profunda. Aquí es el reino de la apariencia pasajera y cambiante; de la indefinida sucesión de líneas y de tonos; donde todo relieve y toda figura, apenas dibujados, se dan en sacrificio al movimiento innovador. La inquieta superficie bosqueja, hace miríadas de años, una forma que no llega a precisar jamás. Diríase la porfía indomable del artista que se abraza al material rebelde, y poseído de una norma interior, cien veces recomienza su obra y otras cien veces la deshace. Diríase también la manera como en la conciencia verdaderamente viva y dinámica hierven, pasan y se sustituyen las ideas, sin petrificarse nunca en inmutable convicción.

Como maravilloso simulacro de las nubes, se levanta en el horizonte la bahía de Río Janeiro. No hay mejor espectáculo para quien llega iniciado por el mar en la visión de lo grande y majestuoso. Si cabe fijar en una parte el pórtico de un mundo, éste es el pórtico de América. Esas sublimes líneas de montaña; esas lujuriantes guirnaldas de bosque, esas inmensas y armoniosas curvas de playa, sugieren la idea arquitéctónica de un mundo que se abre, de un continente que compendia su infinitud y su carácter en un aspecto capaz de ser abarcado con los ojos. Por este arco triunfal debió de penetrar a la Atlántida soñada, para consagrarla en la historia, el genio latino. Aquí, aquí y no en otra parte, debieron de tocar las carabelas de la sublime aventura, y plantar el pendón primero y la primera cruz.

Vuelvo a mi mar y mis olas. Dulce empleo del tiempo es verlas nacer, morir y renovarse, y en la dejadez de un semisueño sentir que la inmensidad invade nuestra alma, y como que la penetra de su espíritu, y no saber, al cabo, si el objeto de la contemplación está en lo infinito de las aguas o está en la profundidad del alma propia. Dulce es entonces asociar a cada ola un pensamiento, una memoria, una ficción, y decirse: ésta, pujante y clamorosa, es la fe que me sostiene, la aspiración que me lleva adelante; aquellas que blanquean allá lejos son los recuerdos de los que me quieren; esta otra, pequeñuela y exánime, que prueba a ser y no es, y se disipa en un leve brinco de espuma, es la promesa que dejé incumplida, el sueño mío que murió de niño, el anhelo que no he de realizar jamás...

He aquí la rada de Bahía, anchurosa y bella. La ciudad, sin el soberbio marco de montañas de Santos y de Río, pero pintorescamente escalonada sobre su pie de ondas azules, evoca en mí la imagen de un Montevideo de los trópicos. Confirmo frente a sus paisajes una impresión del panorama fluminense: de todo cuanto este maravilloso sol delinea y colora, son las palmeras gigantescas, ondeantes, el rasgo que cautiva mis ojos y queda indeleble en mi fantasía. ¿Será sólo para la belleza esbelta y sobria de esa admirable columna natural? Es también, sin duda, porque a diferencia de otras formas hermosas, pero faltas de sentido histórico, de este mundo virgen, aquel árbol enciende en la imaginación su nimbo de embelesante idealidad, su inmemorial prestigio de historia y de leyenda. No hay plenitud de poesía sino allí donde se une a la obra de la naturaleza la vibración, el dejo del sentimiento humano.

Mar y cielo otra vez. La sugestión de la onda ajusta mi soliloquio al tono lírico. Concluyo por ver el mar con los ojos de un griego de la Odisea; con el candor de la imaginación heroica, que le dió un alma y la encarnó en mil formas divinas. ¡Salve, titán cerúleo — dice mi palabra interior—, viejo titán que arrullaste mis primeros sueños, cuando aspiraba a la gloria del nauta y el héroe de mi anhelo era el Simbad de Las mil y una noches! Tú sólo eres libre, tú sólo eres fuerte. No hay lindes que te repartan en patrias y heredades, ni voluntad que te sujete, ni huella que en ti dure. No hay inmundicia que sea capaz de macularte, porque todas las desvaneces en tu infinitud y las redimes con tu austera pureza.

En tus antros ignotos velas los mundos de la leyenda y de la fábula; monstruos, tesoros y jardines azules que guardan para siempre la frescura de la creación. Tus amigos son el cielo y el viento; tienes del uno la profundidad misteriosa y del otro el desasosiego implacable. La fuerza y la gracia están contigo: tuyo es el grito que difunde el espanto adentro de las costas, y tuyo el coro de las Oceamdas, que endulzó el dolor de Prometeo. Con tu salobre aliento vuelves audaz e indómito el ánimo del hombre. A tu lado toda pasión se depura, toda meditación se ennoblece. ¡Salve a ti, titán cerúleo, maestro de almas grandes, inquieto como el pensamiento, amargo como la vida, sencillo como la verdad!

Cae la tarde. Me inclino a contemplar desde la borda, ya los oros y púrpuras de la puesta del sol, ya los alabastros, los mármoles, los ónices que la estela del barco compone con la onda transparente. Balsámica emanación de paz y de misterio parece exhalarse de la so ledad infinita. Veo unas claras pupilas de niño fijarse con dulce estupor en una estrella que aparece. Rumor de voces, apagados ecos de música, remedan la palpitación lejana del mundo. Una mano arroja al viento del mar un montón de papeles rotos, que la ráfaga dispersa en sus vuelos y, a manera de blancos alciones, se pierden en la inmensidad.

 

A bordo del Amazón, agosto de 1916.

II
[PORTUGAL]

una entrevista con el presidente

 

En el palacio de Belem, donde en tiempos de la Monarquía se alojaba a los huéspedes reales y donde la república tiene establecido su Elíseo, visito al Presidente de Portugal.

El sitio es retirado y de hermosas vistas. El palacio, mediana construcción del siglo xvii , está circuido por amenos jardines y custodiado de esa serenidad y ese silencio que, si son ambiente propio para la musa del poeta, debe pensarse que lo sean también para la Egeria de los hombres políticos, como lo fueron para la de Numa.

Don Bernardino Machado, el jefe actual de esta nación, es hombre de conspicuos antecedentes en el desenvolvimiento de la propaganda republicana y en los primeros esfuerzos por la organización del nuevo régimen. Llegó a la vida política con su reputación de antiguo catedrático de la Universidad de Coimbra, la Salamanca de Portugal. Presidió el directorio republicano en los últimos tiempos de la monarquía; fué el ministro de Negocios extranjeros del Gobierno revolucionario, y el primer embajador, en el Brasil, de la recién instituída república. Terminado en agosto de 1915 el período presidencial del famoso historiador Teófilo Braga, fué elegido Machado para sustituirle. Su carácter ecuánime y conciliador ha contribuído grandemente, en sólo diez meses de gobierno, a despejar de tropiezos el camino de las nuevas instituciones. El ilustre estadista ha pasado los sesenta años; pero su palabra abundosa y vibrante y la dominadora vivacidad de sus ojos manifiestan que la llama juvenil arde en su espíritu. Tiene, sobre sus condiciones eminentes de inteligencia y de carácter, el atributo sin el cual la autoridad carecerá siempre de uno de sus prestigios esenciales: la distinción personal. Grave sin afectación, llano sin vulgaridad, de una cortesía en que se reconoce al punto la tradición inconfundible de la raza, don Bernardino Machado es el caballero que gobierna.

Tratándose de un americano que le visita, se complace en recordar que la Argentina, el Uruguay y el Brasil fueron las tres primeras naciones que se relacionaron, en Portugal, con el gobierno republicano. Esto me ofrece ocasión para asegurarle que si la revolución de 1910 fué recibida en América con vehementes simpatías, hay un hecho que aún nos parece más digno de admirarse que la implantación de la república, y es la consolidación de la república.

— En efecto—me dice—, el nuevo régimen puede considerarse, definitiva, absolutamente arraigado en Portugal. La monarquía ha pasado a la condición de una idea histórica. Atravesamos, en los primeros tiempos de la revolución, el natural período de inestabilidad: las fuerzas que el movimiento republicano contenía virtualmente necesitaban diferenciarse, organizarse, ocupar cada una su lugar y asumir la función que le era propia. Esta evolución se ha cumplido y de ella ha resultado el orden. Tres grandes agrupaciones ocupan hoy el escenario político, de las cuales dos colaboran en la obra del gobierno: el partido evolucionista, que es como la derecha de la república, y el partido radical-democrático.

Con pinceladas llenas de expresión pone ante mis ojos la imagen de los dos hombres más representativos de su ministerio: el jefe del evolucionismo, Antonio José de Almeida, espíritu arrebatado y ardiente como un relámpago, en la hora de la lucha, pero dotado luego de un inmenso poder de simpatía, de una de esas fuerzas de atracción que obran independientemente de las ideas, porque vienen de lo hondo de la personalidad; y el caudillo radical Alfonso Costa, una inteligencia de diamante y una voluntad de acero.

— Cada una de las colectividades que ellos representan—agrega—, trae distinto concurso de elementos sociales a la obra común. El evolucionismo ha conquistado la cohesión de las fracciones desprendidas del antiguo régimen y la simpatía de las masas rurales. El partido radical-democrático recibe, sobre todo, su fuerza de la pequeña burguesía. Es, en realidad la pequeña burguesía la que hizo nuestra gran revolución. Tenía para ello mayores aptitudes que las altas clases, con sus tendencias naturalmente conservadoras, y que el pueblo, con su deficiente preparación para acoger de inmediato la idea revolucionaria. Queda, dentro de la república, una tercera agrupación, que no ha aceptado participar activamente en mi gobierno. Es el partido unionista. A pesar de su nombre, no ha querido contribuir a realizar la concentración republicana. Y, sin embargo, yo desearía su cooperación. Sería ésa la colectividad indicada para servir de núcleo de influencia política a los elementos del comercio y la banca; pero estos gremios, en vista de que el unionismo no ha llegado a ser partido gubernamental ni adquirido positiva eficacia, se inclinan a la izquierda radicaldemocrática, que tiene a su frente un financista, como es Alfonso Costa. Cabe dudar, entre tanto, de que a un partido de la índole del radical le venga bien, para sus fines propios, la vinculación con gremios tan propensos de suyo a contener o graduar todo impulso hacia adelante...

Hablamos luego de la participación de Portugal en la guerra. Acababan de regresar de Londres y París dos de los ministros, los señores Alfonso Costa y Augusto Soares, y se atribuía a la misión que venían de desempeñar resultados de trascendencia en lo relativo a aquella participación.

— El actual conflicto europeo—me dice—ha puesto a prueba la unidad y firmeza de nuestra conciencia nacional. Siendo yo presidente del Ministerio en 1914, cuando el estallido de la guerra, fuí al Parlamento a declarar que la nación sería siempre fiel a sus compromisos internacionales, y tuve la satisfacción de ver partir, de las más opuestas fracciones de las Cámaras, muestras de caluroso asentimiento. No hemos descuidado, desde entonces, las actividades que tal decisión nos imponía. La reorganización de nuestro ejército es uno de los esfuerzos de que puede enorgullecerse la república. Ya ha visto usted las manifestaciones de entusiasmo patriótico a que ha dado ocasión la reciente revista militar de Tancos. Según las probabilidades, se acerca la hora de nuestra cooperación en tierra europea, como la prestamos ya en las colonias. Esta preparación cuesta a Portugal ingentes sacrificios económicos, a los que seguirán, sin duda, dolorosos sacrificios de sangre; pero el deber es sacrificio, y perseveraremos hasta el fin en nuestro deber de estar al lado de Inglaterra.

Percibo la entonación de afecto y de respeto con que pronuncia el nombre de esta nación.

— La alianza inglesa—continúa—, que es la tradición internacional lusitana y que responde a nuestros más vitales intereses dada nuestra condición de pueblo colonizador, ha sido confirmada y robustecida, además, como necesario complemento de la política liberal de la república. Nunca la monarquía favoreció, en la realidad de las cosas, esa alianza. El interés dinástico buscaba la amistad de la corona de Inglaterra; pero en las relaciones propiamente internacionacionales, de pueblo a pueblo, la inclinación reaccionaria de aquel régimen le hacía temer la influencia del liberalismo inglés y le llevaba, en cambio, al lado de Alemania. Nosotros hemos restablecido en toda su fuerza la alianza natural. Y ha cooperado eficazmente a ese restablecimiento la orientación internacional de la propia Inglaterra en estos últimos años, con el amplio sentido de solidaridad humana que ha sucedido, en su política exterior, a aquel «magnífico aislamiento» de Chamberlain. La evolución iniciada bajo Eduardo VII, mediante el acercamiento a Francia, a Rusia, al Japón, da ahora sus grandes resultados. Ya no sería oportuno hablar, como característica nacional, del «egoísmo inglés». Inglaterra es hoy una potencia humanitaria.

Apunto el tema de las relaciones entre los pueblos ibéricos; de las posibles trascendencias de una política que las estreche y ahonde.

— El programa internacional de la república—dice a este respecto—incluye la tendencia a una mayor vinculación con España. Las corrientes liberales que predominan, cada vez más resueltamente, en la política española, favorecen en gran manera la realización de ese propósito. Estos dos pueblos linderos han vivido hasta ahora vueltos de espaldas. Ni se han conocido ni han experimentado interés en conocerse. Acaso en España se sabe menos aún de Portugal que en Portugal de España, y es bien poco lo que de ella sabemos. Así como la solidaridad internacional nos ha unido, sobre todo, a Inglaterra, el comercio de las ideas nos ha vinculado preferentemente a Francia. Diríase que cuando salíamos de Portugal para viajar por Europa, atravesábamos la parte del territorio español con los ojos cerrados, y los abríamos al dejar atrás los Pirineos. Esta incomunicación debe cesar. Necesitamos y queremos amistad con España; pero la amistad, la estrecha vinculación intelectual y económica a que aspiramos, no debe confundirse con vanos sueños de unidad política. La idea de una confederación peninsular es una quimera. No sólo por lo imposible de su realización, sino también porque importa un contrasentido histórico. España y Portugal tienen destinos diferentes, genio y vocación aparte. Nosotros constituímos una nación esencialmente colonial y marítima. No ocupamos en el continente sino la estrecha faja de tierra necesaria para asentar el pie y para poder llamarnos una nacionalidad europea. Nuestra tradición, nuestro desenvolvimiento están en la difusión de nuestro espíritu por la redondez del mundo. La obra de la civilización española es admirable; pero, a diferencia de la nuestra, es ésa una civilización eminentemente continental.

(«¿Y la España de Colón, de Cortés, de Pizarro, de Quesada, de Valdivia?», pensaba yo, interrumpiendo mentalmente.)

Luego agrega:

— Es interesante observar cómo las afinidades internacionales que vincularon siempre a Portugal e Inglaterra trascienden a sus emancipadas colonias americanas: la política exterior del Brasil le acerca más a los Estados Unidos del Norte que a las repúblicas de origen español. Donde la unidad de los pueblos ibéricos puede perseguirse sin obstáculo es en la esfera de la comunicación espiritual. Yo desearía que se extendiese a las relaciones entre Portugal y España, y entre Portugal y la América española, una idea que, por lo que toca a la América lusitana, tenemos ya en vía de ejecución: los viajes de propaganda intelectual, el intercambio periódico de conferencias, a cargo de las más caracterizadas personalidades de cada nación y en las que se tenderá a fomentar el conocimiento recíproco de ambas.

Recae de nuevo la conversación sobre política interna. ¿Fué la república una escisión histórica, un absoluto apartamiento del pasado?

— La obra de la república—declara—no significa la reacción contra las genuinas tradiciones nacionales: significa, por el contrario, una enérgica reposición del verdadero sentido de nuestra historia. El nuevo régimen nació de la revolución, pero este impulso violento fué el esfuerzo instintivo de la conciencia nacional contra instituciones que, en realidad, la apartaban de su cauce. Nuestro espíritu histórico es de libertad: fácil es comprobar cómo siempre que la libertad ha aumenguado la decadencia nacional ha sobrevenido.

Luego recojo de sus labios esta lección de la experiencia, que sería asunto de provechosa reflexión en nuestras democracias de allende el Atlántico:

— El arte del gobierno consiste en saber valorizar a los partidos y los hombres: consiste en reconocer y hacer efectivo el valor de cada uno de ellos. Mezquina política sería la que tienda a sacrificar, a anular, a esterilizar los partidos que no sean el propio. Toda fuerza de opinión organizada tiene su razón de ser y su función social, y es necesario que se la tome en cuenta. Lejos de propender a reducir las que existen, cuando se mira de lo alto todas ellas se nos figuran pocas con relación a la complejidad de la obra que ha de realizarse.

Bien me parecen esas nobles palabras para dejar en pie, tal como es, en la representación del lector, la personalidad de este hombre de gobierno. Estrecho su mano con el respeto que fluye tanto más imperioso de los espíritus que, como el mío, no conocieron nunca la cortesanía ni la lisonja. Ha caído la tarde. El sol poniente dora, en la plaza de don Fernando, la frente de bronce de Albuquerque. Me dispongo a admirar de nuevo las grandes cosas de Lisboa: la maravillosa arquitectura de los Jerónimos, los deliciosos jardines de Cintra... Pero quiero, antes de enviar a Caras y Caretas mis impresiones de esta conversación, y por su intermedio, agradecer al estadista ilustre su cordialísima acogida, que, en nombre de la América nuestra, retribuí con mis votos por el porvenir de la república, la felicidad de su administración y la gloria de su pueblo.

 

Lisboa, 1916.

III
[ESPAÑA]

en barcelona

 

Después de rápido paso por la corte, y de un viaje en ferrocarril que me hace pensar, con envidia profética, en los que burlarán a los calores del futuro viajando en aeroplano, llego una tórrida noche a Barcelona, la ilustre y hacendosa ciudad, raíz de mi sangre y objeto siempre para mí de estimación y simpatía, que acrecentaban mi deseo de verla.

Cierto es que la ocasión es la menos propicia para conocer a fondo aquella parte del conjunto social donde están mis relaciones y mis semejanzas. Aquí, como en Madrid, el rigor del verano mantiene fuera de la ciudad a la mayor parte de la gente de letras. Encuentro, sin embargo, entre otros de los mejores, a Rafael Vehils, que, con cariñosa solicitud, se afana por hacer doblemente interesantes y gratos los breves días que paso en Barcelona. Vehils prepara aquí acompañado desde su cátedra de Oviedo por Rafael Altamira, una publicación de la mayor oportunidad e interés: una revista de estudios internacionales, donde, anticipándose a la solución del actual conflicto europeo, con las tranformaciones que probalemente determinará y el nuevo orden que ha de resultar de él, se tenderá a señalar un ideal de política exterior para España, una dirección consciente y sistemática de sus relaciones con el resto del mundo, incluyendo como parte preferente de ellas las que se refieren a los pueblos hispanoamericanos.

Mientras llega la hora de marchar orientado por tan selecto guía, quiero, confiándome al soplo de la casualidad, conocer callejeramente a Barcelona. Salgo, pues, a la calle, y recibo la impresión de haber pasado una frontera internacional. Viniendo de las tierras de la opuesta parte del Ebro, notáis, a la primera ojeada, que el ambiente es otro; que al deslinde geográfico corresponde, en la conciencia social, un cambio de clima. Falta la gracia singular de Madrid, y falta también lo que forma, en la villa y corte española, el reverso, un poco chocante, de esa gracia local. Hay carteles de toros; pero el torero, con sus innumerables variedades, complementos y adherencias, es aquí tipo inadaptado y fugaz, o tiene el buen gusto de quedarse en los alrededores de la plaza.

El pueblo luce, en lo pintoresco y en lo anímico, su carácter propio. La barretina, «la milenaria barretina» de que habla Prat de la Riba en un libro célebre, salpica de rojo las ramblas y las calles. Ese color está en su medio. Rojo es aquí el tono de las almas, rojo el reflejo de la fragua espiritual. Sigo donde me indica el paso de la muchedumbre; pero, como veréis, no sin fruto provechoso. He aquí que descubro mi apellido en la muestra de una casa de comercio, y por vez primera aprendo a pronunciarlo bien... Parece ser, según me explica concienzuda y prolijamente mi honónimo, que, en buena prosodia de esta lengua, la primera o no suena como la clara y neta vocal castellana, sino de una manera que participaría de la o y de la u. Agradezco la revelación de mi hononimo, y pienso cuán cierto es que cada hora trae su enseñanza. Andando, andando, proveo mi cesta de observador. El aire y la expresión de la gente que pasa son como de quien va al trabajo o piensa en él. El obrero marcha con la frente altiva. La belleza de las mujeres es del linaje que incluye plásticos himnos de vitalidad, promesas gratas al genio de la especie. Un frente de casa acribillado de señales de bala, allá en el barrio del puerto, trae a mi memoria que ese género de granizo suele cuajar en este clima borrascoso. Allá también veo, bruscamente erguida sobre el mar, la adusta mole del Montjuich, con su famoso castillo, y comparece en mi recuerdo la imagen del infortunado y mediocre agitador a quien tan deplorable torpeza política dió universal aureola de mártir y consagraciones que ya se han perpetuado, por ahí fuera, en bronce de estatua. Me dirijo a lugar más apacible. La Rambla de las Flores, donde se las vende en graciosa feria matinal, me habla del delicado instinto del pueblo que da vida diariamente a ese comercio sin significación utilitaria. Paso ante dos o tres escaparates atestados de libros franceses, y se me ocurre relacionar con este dato de la calle la explicación de algunas de las características de esta cultura. Me siento ufano de criollismo cuando veo que la más universal creación sudamericana ha trascendido a un rótulo de la Rambla del Centro: el Cabaret-Tango.

Frente a la hermosa estatua de Colón en la plaza de la Paz, escucho el razonar de un joven estudiante, que enseña la estatua a un forastero, y le dice:

— Inmensa es la gloria de Colón, e indiscutible la belleza de este monumento; pero nunca se presentará mejor ocasión de recordar el non erat hic locus de Horacio. Si hay un principio de oportunidad, una razón de congruencia histórica, que determine el lugar de los monumentos, Colón no debiera estar aquí Su estatua quedaría mejor en cualquiera otra de las ciudades de España. Cierto es que aquí desembarcó, trayendo en la mano el orbe de oro que puso en las de Isabel y Fernando; pero, en la parte referente a nosotros, ¿representó esto un beneficio? El espléndido obsequio de Colón fué de gloria para la humanidad, de gloria y grandeza para España: para Cataluña fué el triste presente de la decadencia. A Cataluña le hirió, si no en el corazón, en las vísceras del vientre. Eramos árbitros del Mediterráneo; el Mediterráneo era la vía del intercambio universal. Compartíamos con las ciudades italianas, con Venecia, con Génova, el dominio de las rutas que llevaban fuera de Europa. Todo esto desapareció desde que fué transportado al Atlántico el eje comercial del mundo; nos hundimos en la despoblación y la pobreza, y se necesitaron no menos de dos siglos para que iniciáramos nuestro renacimiento. ¿Tiene sentido histórico la estatua de Colón en una plaza de Barcelona? Queda sólo la consideración de que fué aquí donde tocó tierra de regreso e hizo a los reyes de Castilla entrega de su mundo.

Al día siguiente, visitando el Archivo de la Corona de Aragón, que ocupa el viejo palacio de los condes de Barcelona (y que es, por cierto, un dechado de organización, de orden y limpieza, donde hasta el más mínimo grano de polvo parece desterrado por el soplo de invisibles y oficiosos gnomos) me refería el director, a propósito de Colón y su desembarco, una singularidad interesante. Me refería que, revisando una por una las crónicas del siglo xv que se custodian en ese rico depósito, y en muchas de las cuales están consignados con monacal prolijidad los hechos de cada día, no ha encontrado en ninguna de ellas la más insignificante alusión a la llegada del descubridor a Barcelona. Este silencio sería suficientemente extraño para motivar cierta inquietud en cuanto a la autenticidad de un hecho tenido hasta hoy por de tan inconcusa certidumbre, si no existiera, en concepto de quien esto me decía, una posible, quizá probable, explicación: el designio puramente local de los cronistas catalanes se habría negado a considerar como acontecimiento propio de los anales de su gente el arribo de un navegante genovés que venía de ganar nuevas tierras para la Corona de Castilla.

Continúo mis excursiones callejeras. Los barceloneses me hablan con orgullo del Ensanche, que es el barrio moderno; de sus majestuosas avenidas y sus frentes de mármol, y se afanan porque le conozca y admire. Nada más justificado que ese orgullo. Pero no sé si llego a hacerles comprender del todo que a un americano de la parte más nueva de América (y, añádase, por temperamento personal un poco nostálgico e idealizador de lo que queda atrás en el tiempo), debe interesarle, mucho más que todo aquel alarde de espléndida modernidad, la Barcelona que han dejado los siglos; la de las calles estrechas y tortuosas, por donde no pasan tranvías ni automóviles; la que evoca el recuerdo, ya del balcón del trovador, ya del sosiego del convento; la de la Casa Consistorial, y la Audiencia, y la Sala de Contrataciones de la Lonja; la de esa característica plazuela de la Catedral, que, con Rafael Vehils, recorrimos una tarde en que, a la verdad, me creí transportado por encanto a los días de Roger de Flor y de los condes en guerra con turcos y con moros. Dentro del admirable templo me transmitía Vehils una expresión que recogió de labios de Rodin, acompañando al gran escultor a visitar esa joya de vetusta piedra: «El incomunicable secreto del arte gótico consiste en saber modular la luz y la sombra.»

Soberbia y bella es, ¿quién lo duda?, la Barcelona moderna. Mirando de la altura del Vallvidrera o del Tibidabo, donde solía ir por las tardes, domínase, en vasto panorama, la tendida metrópoli, y aparecen en conjunto la magnitud de su desenvolvimiento y la magnificencia de su edificación, en que profusas luces responden a la caída de las sombras, como un inmenso asalto de cocuyos. De las dos ciudades que pueden disputarle el principado del Mediterráneo y que he visto después: Marsella y Génova, la provenzal me pareció más populosa y activa; la ligur, de más típica originalidad; pero Barcelona es más pulcra, más primorosa, más «compuesta». Confieso, sin embargo, que lo que preferentemente ha cautivado mi atención en la moderna Barcelona no es la arrogancia monumental, ni los esplendores de la calle, sino aquellas cosas, de modesta apariencia, que dan testimonio de la actividad espiritual de las generaciones vivas.

Así, por ejemplo, el Instituto de Estudios Catalanes. Guardo de mi visita a este centro de cultura la más grata y duradera impresión. Empiezo por admirar en él la copiosa colección cervantina, la primera del mundo, rica de ediciones primitivas, de ejemplares únicos o raros, y primores de imprenta y encuadernación, de esos que son golosina del bibliófilo. Renuevo, ante las láminas de las traducciones del Quijote, una observación que ya tenía hecha: la curiosa transfiguración, o si queréis, los cambios de patria de la fisonomía del hidalgo inmortal, al recibir de cada interpretación del lápiz el tipo étnico del país a que el dibujante pertenece, de manera que veis sucesivamente el Quijote inglés, el francés, el italiano, el tudesco, y hasta el vascongado y el nipón, todo dentro de la unidad impuesta por el carácter esencial de la figura. Paso después a la Biblioteca, abierta al público. A pesar de un día como no los he experimentado en las costas brasileras, y de una sala muy mal defendida del calor, rebosa ésta de lectores: excelente indicio. Pero la parte más interesante de la institución es aquella en que se realiza, por medio de una sabia organización de estudios, obra intelectual relacionada siempre con los destinos y el interés de Cataluña. Este es un taller de trabajo sincero, sano, abnegado, que yo señalaría a la emulación de la juventud de nuestra América. A todo preside un sentimiento augusto: el sentimiento de la patria, de la patria natural, de la «patria chica», que en este pueblo veo que es la que verdaderamente toca a la íntimo del corazón. Un joven de la primera nobleza catalana, el marqués de Montolíu, trocando sus títulos heráldicos por los del esfuerzo personal y fecundo, emplea aquí la vida en una meritísima labor de filólogo: acumula, pule, relaciona las piedras que un día servirán para erigir el gran léxico de su lengua. Estrecho con leal aprecio la mano de este fuerte trabajador, y tratándose de filología, me complazco en recordar con él la gloria de nuestro gran colombiano Rufino José Cuervo.

En contigua división se prepara el mapa normal de las cuatro provincias catalanas. Luego, manos cuidadosas ordenan pergaminos y papeles con que la contribución de los particulares ha acrecentado este acervo de la cosecha común. Más allá, en la sección de arqueología, me muestran prehistóricos cacharros, algunos de los cuales (curioso caso de conservación), tienen, según me dicen, la exacta calidad y figura de los que, después de tiempo infinito y sucesivas oleadas de pueblos, es uso fabricar todavía en los lugares donde se les ha exhumado. Acullá un médico joven se ocupa en el estudio de las fiebres palúdicas que infestan ciertas partes de la región. Vasto, admirable taller, que es suficiente por sí solo para juzgar cuánto de inteligencia, de tenacidad y de entusiasmo atesora, bajo sus rudos aspectos, el alma de esta raza viril.

Barcelona es fachadosa, ha dicho Unamuno. Mi observación de pasajero no confirma la exactitud de ese juicio, en cuanto él puede tener de negativo para la solidez e intensidad de su cultura. Cierto es que estas gentes cuidan la fachada y no me parece que hagan mal; pero, detrás de la fachada, veo yo, en la casa de los catalanes, el fondo: veo una artística sala, una copiosa biblioteca, un confortable comedor, unos frondosos y bien cultivados jardines. Veo, en suma, aquella entidad que es la raíz de todas las grandezas y el secreto de todos los triunfos: la energía. Y esta energía aparece lo mismo en la forma que se manifiesta por la voluntad, como en la que toma la pendiente de la imaginación. Junto a un visible carácter positivo, calculador, utilitario (no olvidemos que es aquí, en Barcelona, donde fué vencido Don Quijote); junto al poderoso aliento de trabajo que lanza al cielo el humo de las fábricas de Sans, de Sabadell y de Tarrasa, vese persistir el instinto de arte que un día hizo de ese pueblo el propagador, por el mundo, de un ideal de refinada y caballeresca poesía. Mustio está el rosal de los Juegos Florales, y ya no da rosas sino en ambiente de invernáculo; pero la savia que antaño hizo florecer los «serventesios» y los «lays d’amor» se revela por lo que verdaderamente vive: por la espontánea vocación del genio popular, con sus famosos orfeones de obreros; por la producción independiente y noble de un grupo de artistas y escritores, que a la hora actual, hay que contar, sobre toda duda, entre los más fuertes de España. Y es la ocasión de señalar otro carácter de la fuerza, otra manifestación de la energía, que observáis tanto en las altas tendencias de la cultura como en la manera de arreglar un jardín o en el diseño de un farol del alumbrado: el anhelo de la originalidad, la aspiración a producir algo propio.

No diré que esta aspiración no lleve con frecuencia a discutibles extremos. Unos con la sana intención de admiraros, otros con la de desconcertaros y haceros participar de su protesta, os llevan a ver especímenes de novedad arquitectónica y decorativa, de ultramodernismo plástico, como el Templo de la Sagrada Familia, en construcción; la casa que en una de las ramblas más céntricas ocupa el Consulado Argentino, y la sala de conciertos del Orfeó Catalá. Todo ello equivale a la impresión de un choque violento para quien está educado en el gusto de la línea pura y se confirma cada día en el amor de la severa y divina sencillez; pero aún así, se impone en tales tentativas un fondo interesante, si se las toma en su condición de una busca fuera de lo usado, de un olfateo que alguna vez puede ser leonino e indicar que la garra está tendida y que la presa de verdad anda cerca.

Toda esa suma de energías que el ambiente pone ante los ojos se concentra y resuelve en una idea, en un sentimiento inspirador: la idea de que Cataluña es la patria, la patria verdadera y gloriosa, y el orgullo de pertenecerle. Civis romanus sum! Y esto, que es el más íntimo fondo, trasciende y bulle en la superficie con un fervor de fuente termal. No hay quien, con alguna facultad de observación, pase por medio de estas gentes y no perciba, a la primera mirada, el hecho de un impulso interior que las levanta y estimula; de una personalidad común que adquiere cada día conciencia más clara de sí, noción más firme y altiva de sus capacidades y destinos. Cualquiera que haya de ser el final resultado de esta inquietud espiritual, nadie puede desconocer que un sentimiento colectivo de intensidad semejante, es una fuerza, y una fuerza que no es probable que acabe en el vacío. Las trascendencias políticas de tal exaltación de amor patrio son, necesariamente, muy hondas. Hasta ayer se hablaba de «regionalismo». Hoy se habla a boca llena de «nacionalidad». Justo es agregar que, en los más reflexivos y sensatos, esto se interpreta de modo que no importa propósitos de separación absoluta. ¿Y no hay ya quien ha lanzado a los vientos la idea del «imperialismo catalán»; del imperialismo en el sentido de la penetración y la dominación pacífica de España por el espíritu director de una Cataluña que asumiese la férula del magisterio y el timón de la hegemonía?

Todo ello plantea, para el porvenir de la comunidad española, problemas de la más seria entidad. Y de todo ello, que no podría explicarse en pocas palabras, he de hablaros en un artículo próximo.

 

Agosto de 1916.

IV
EL NACIONALISMO CATALAN

un interesante problema politico

I

El movimiento patriótico catalanista, a que aludía en mi artículo anterior, es bien poco conocido en América. Por lo general, se le atribuye allí una importancia y una extensión muy inferiores a las que tiene en realidad. Esta consideración, de decisiva fuerza periodística, y el interés que me había despertado la impresión directa y viva del problema, al oír a quienes lo exponían con calor de alma, como actores en él, me persuadieron desde el primer momento a tomarlo como objeto de una de estas crónicas y a procurar las fuentes de información más apropiadas para transmitir a mis lectores exacta idea del que es, sin duda, uno de los aspectos principales de la actualidad española.

No estaba en Barcelona Cambó, pero hablo con hombres de representación semejante, entre ellos uno de los más conspicuos oradores de la Diputación catalanista, jurisconsulto de grandes prestigios: el señor Ventosa y Calvell. No desdeño, por otra parte, la opinión de los anónimos; promuevo la conversación en el café y en la rambla; busco algún libro, hojeo algún folleto de combate, atiendo a lo que dicen los diarios... Y con lo que leo, con lo que oigo y con lo que induzco, forjo para los fines de mi crónica un interlocutor ideal, a quien haré converger las preguntas que a muchos he propuesto, y en quien me atrevo a esperar que quedará fielmente reflejado el sentido común del catalanismo.

— ¿Cuál es, pues, la significación y el alcance de ese movimiento? ¿Cuáles han sido sus orígenes? ¿Cuál es su posición actual? ¿Cuáles las resistencias que provoca?...

— Para darse cuenta cabal de nuestro espíritu y nuestras reivindicaciones—me dice mi interlocutor—; para comprender por qué y en qué sentido se habla hoy de «nacionalismo catalán», debe empezarse por apartar la falsedad corriente que identifica la «nacionalidad», el ser «personal» y característico de un pueblo, con su realización política en Estado aparte. La nacionalidad no es el Estado. La existencia de la nacionalidad, que es un hecho natural, imposible de modificar por la virtud de los pactos o por la sanción de las batallas, no puede confundirse nunca con la existencia del Estado, que es un hecho convencional, rectificable, fortuito, expuesto a todos los sofismas de la iniquidad y a todas las sinrazones de la fuerza. Una colectividad humana a la que se haya quitado el derecho de gobernarse a sí propia, que haya quedado, siglos enteros, bajo la planta del conquistador; mientras conserve su carácter, sus tradiciones, sus costumbres, todo aquello que espiritualmente la determina y diferencia, es una nacionalidad oprimida, pero es una nacionalidad. Corresponde, pues, este nombre a todas las grandes unidades sociales que, al través de la irrecusable prueba del tiempo, demuestran una personalidad común suficientemente firme y vigorosa para separarlas netamente de las demás. Esta personalidad se manifiesta por el pensamiento, por el arte, por la conciencia jurídica, por la vida doméstica, por las disposiciones y formas de trabajo. Considerada a la luz de tal criterio, la España actual, que es un Estado único, no es, ni con mucho, una única nacionalidad, sino un mal armonizado conjunto de nacionalidades. Alrededor de la hegemonía de Castilla, que razones de transitoria oportunidad justificaron o explicaron a su hora, conviven pueblos distintos, a quienes la tutela castellana ha privado políticamente de su autonomía, pero no ha podido despojar de su naturaleza y su carácter. Cataluña, que dentro de la actual organización española no constituye siquiera una unidad administrativa, es, clarísimamente, una unidad histórica, étnica, viviente; una unidad espiritual, creadora de un idioma y un derecho, inspiradora de un arte, que atestiguan las obras de sus arquitectos y de sus poetas. Es, pues, consiéntalo o no la voluntad de los hombres, una «nacionalidad». «Nacionalismo» llamamos hov a lo que ayer «regionalismo», y está mejor llamado. Veinte siglos de invasiones extrañas, de sucesivos yugos, de imposición de ajenas formas de vida, no han sido suficientes a sofocar la energía pertinaz y rebelde de este principio de originalidad que hay en nosotros. El reapareció, vencedor, tras la conquista romana, y él renace, más pujante que nunca, después de la obra unificadora de Castilla. Puesto que esa originalidad no tiene aún su satisfacción y complemento en la autonomía política, que se nos niega, y en la espontaneidad jurídica, que en parte se nos ha arrebatado, afirmamos ser una nacionalidad oprimida. Y puesto que no nos conformamos con que alcance a nuestros hijos la falta de esos bienes, tendemos a reivindicarlos. La legislación no es la vida de los pueblos, pero la única legislación que concuerda con su vida es aquella que ha nacido históricamente de ellos mismos, y no de imitación ni de abstracción. El Estado no es la nacionalidad, pero cada nacionalidad requiere, para su desenvolvimiento, tener su Estado propio. Considere usted estos principios y verá cuán alto se levanta su concepto de nuestra protesta sobre la idea de una agitación declamatoria y vulgar. En un periódico de Buenos Aires, un escritor de nota pretendía caracterizar, no ha mucho, nuestro movimiento regional considerándolo como un egoísmo colectivo. Nada más ajeno de justicia. Nuestro fin es patriótico, pero nuestra razón es humana. Nosotros afirmamos el derecho de las nacionalidades, en nuestra aspiración de autonomía, como lo afirmamos en el fuerismo de los «bizkaitarras» y en las reivindicaciones de los campesinos gallegos. Como lo afirmaríamos igualmente en Irlanda, en Alsacia, en Polonia, dondequiera que exista una entidad nacional sacrificada a la unidad de un Estado opresor...

Pregunto si este movimiento de ideas procede de largo tiempo atrás.

— Todo lo contrario—me contestan— El nacionalismo catalán es un movimiento recientisimo, es un hecho de ayer. En lo que tiene de renacimiento espiritual, de reintegración de una cultura, alcanzan sus orígenes a la primera mitad del siglo XIX. Pero, en lo que tiene de tendencia, de reivindicación política, apenas hay señales de él sino de treinta años a esta parte. Nadie lo diría al comprobar hoy su arraigo profundo y su fuerza avasalladora. Y es que, en realidad, no se trata de su espíritu esencialmente nuevo, sino de la reanimación de una poderosísima corriente secular que pasó por largo desmayo y recobra ahora su empuje. ¿No es el Tucumeno, ese río de Venezuela, que ya desenvuelto e impetuoso, se soterra durante cierto trecho, y reaparece de súbito, con más caudal y brío que antes? Tal podría ser la imagen de nuestro sentimiento nacional. Mantuvimos, durante centenares de años, una personalidad social enteramente nuestra, en instituciones y costumbres, en arte, en derecho; una personalidad tan característica, tan fuerte, tan inconfundible con la de la nacionalidad castellana, como pudo tenerla el mismo Portugal, aun cuando no la hicimos culminar nosotros en emancipación política. Esta personalidad era consciente de sí y manifestaba el orgullo de sus fueros y de sus peculiaridades. Luego, la ruina material que nos trajo el descubrimiento de América, la obra de centralización política realizada por los primeros Borbones, y la influencia niveladora y seudoclásica del siglo XVIII en toda materia de cultura, nos apartaron de nuestro cauce, nos despojaron de cuanto teníamos de original, y durante largo tiempo pareció como que nos resignábamos con nuestra suerte. El primer anuncio de nuestro despertar, después de tan triste decadencia, se relaciona con aquella universal emulación por los estudios históricos, que, desde los albores del pasado siglo, produjo la revolución romántica. El romanticismo, difundiendo el amor a la tradición y el respeto de la genialidad artística original de cada pueblo, nos volvió a la devoción de nuestras vejeces, de nuestras reliquias, de cuanto, en el pergamino o en la piedra, nos hablara de nuestro pasado, Como la visión de la Italia redimida, como el sueño de la patria germánica, nuestro ideal patriótico empezó por ser un motivo de anyorança poética y sentimental. Renovábamos las ceremonias de los Juegos Florales; aprendíamos historias de trovadores y cruzados, y visitábamos los monasterios semiderruídos, o nos deleitaban las estampas que trazaba el lápiz de nuestros dibujantes para el Album Pintoresco de España. Pero, al cabo, este divagar entre ruinas, este remover de legajos, este tararear de aires antiguos, plácida cosecha espiritual, dió su fermento de energía. Lo que pudo parecer extática contemplación de poetas o inocente recreo de anticuarios, se convirtió en el impulso iniciador de la más trascendental revolución de conciencia que jamás se habrá presentado en nuestra historia. El contacto con la tradición había despertado en nuestro pueblo el sentimiento de su personalidad adormida; había hecho repercutir en sus entrañas el grito de guerra de sus generaciones muertas. Y dirigiéndonos hacia el pasado fué como tomamos el camino del porvenir. Llegamos a nuestro Oriente por el Occidente. Pronto a los tonos de la leyenda y de la elegía se mezclaron notas de más vibrante resonancia. Aribau cantó de Cataluña con valentía de himno. Hombres nuevos recibían desde la cuna un temple de alma enteramente distinto del que había hecho posible el apocamiento «provincial». La patria no fué ya sólo un miraje de los corazones; tendió a ser, cada vez más, una afirmación de las voluntades, una reflexiva y activa concepción de los destinos comunes. Se habló, por primera vez, de autonomía, de regionalismo, del derecho a reponer la legislación tradicional, del deber de cultivar la lengua propia. Las resistencias que pretendieron detener en su arranque este impulso irresistible no hicieron sino exacerbarlo y espolearlo. A los esfuerzos individuales sucedió el espíritu de asociación. La juventud universitaria se organizó, en 1887, con el Centre Escolar Catalanista. Escritores como Muntañola, como Almirall, como Prat de la Riba, como Durán y Ventosa, propagaban las ideas que hoy son el fondo común de nuestro pensamiento patriótico. En 1892 se intentó dar a las aspiraciones regionales su primera fórmula orgánica con las Bases de Manresa. Pero la ocasión en que la corriente de catalanismo se desató por entero fué aquel profundo y saludable estremecimiento que provocó en el ánimo de los pueblos españoles la desastrosa guerra de Cuba. De la borrasca de protestas, indignaciones, repugnancias, sonrojos y reproches, que tal fin del imperio colonial castellano desencadenó en la Península, salió corroborado y entonado el sentimiento de nuestras reivindicaciones propias. Otra oportunidad memorable de nuestra propaganda fué, hace pocos años, la discusión de la ley de Mancomunidades, por la que se autorizaba a dos o más provincias de la monarquía a pactar, para determinados fines, algo como una confederación accidental. Hoy, definitivamente orientados en ideas y propósitos, representamos la casi unánime opinión de Cataluña. El porvenir es claramente nuestro. Somos mucho más que un partido: somos una conciencia nacional en acción...

Manifiesto el deseo de precisar lo que se me ha indicado de paso sobre la faz jurídica del catalanismo.

— Uno de los caracteres—me dicen— que mejor confirman la existencia de nuestra personalidad nacional es, en efecto, la posesión de una originalidad jurídica bien determinada y constante. Fácil es señalar algunas de las particularidades en que se revela. La institución del hereu, del mayorazgo, que considerada abstractamente, puede parecer injusta y perniciosa, pero que responde a un sentimiento de conservación patrimonial, de continuidad de la «casa», profundamente arraigado en el corazón de nuestro pueblo; la institución de la enfiteusis, desenvuelta en nuestra vida agraria con formas peculiares, que facilitan el problema de la propiedad territorial; la amplia libertad testamentaria, muchos otros rasgos característicos de nuestra tradición civil, concurren a demostrar la persistencia de un sentido jurídico original y propio. Como brotado de las entrañas de la nacionalidad, y no de la convención de legistas y codificadores, nuestro derecho es esencialmente consuetudinario. Todo su espíritu podría contenerse en la sentencia de nuestra sabiduría popular: tractes rompen lleys. No pretendemos, por tanto, que sea un modelo universalmente aceptable; él es bueno en nosotros y para nosotros. Y como tal, queremos recobrarlo en su tradicional integridad. Esta moderna superstición de la simetría, que, según dijo Angel Ganivet, domina «desde el trazado de las calles hasta el trazado de las leyes», vino un día en auxilio de la política centralizadora, y se hizo la unificación jurídica de España, abatiendo toda originalidad y todo carácter. A la legislación foral, orgánica y viva, que cada pueblo se había dado en el tiempo, sucedieron los códigos unificados, obra regular de la razón dialéctica. Si algún elemento histórico se mezclaba en esa reforma al criterio puramente razonador, ese elemento histórico era el de la legislación de Castilla, adaptada violentamente a nuestro medio. Propósito tan fuera de lugar como si nosotros hubiéramos querido imponer en Castilla nuestro derecho consuetudinario. Desde entonces la ley y la costumbre marchaban divergentemente en muchos puntos, y esta divergencia no se prolonga sin impotencia de la ley o sin tortura de la realidad. Ejemplo de ello es el permanente desasosiego de vuestras repúblicas americanas, heridas desde la cuna por la escisión de las leyes y los hábitos. Parecidas cosas cabe decir en materia de legislación social y económica. La mayor parte de los hombres que gobiernan en España proceden de las comarcas del centro y del mediodía, separadas por enormes diferencias de desenvolvimiento industrial, de aptitudes y disposiciones, de la de esta costa del Mediterráneo. Carecen nuestros gobernantes de otra base experimental, en lo que se refiere a la producción de riqueza, que la que pueden ofrecerles los trigales de Tierra de Campos o los viñedos y dehesas de Andalucía. Y con este género de observación, pretenden dirigir la actividad económica de regiones donde, como en Cataluña y como en Vizcaya, la industria manufacturera tiene extensión y complejidad semejantes a la de los grandes centros de Europa. Sería como si desde el Uruguay, pueblo pastor, quisiera prepararse el Código Rural para Chile, agrícola y minero; como si en las «estancias» de Buenos Aires se experimentaran leyes del trabajo para los «ingenios» de Cuba...

Pásase después a hablar del idioma... Y al llegar a este punto no puedo menos de oponerles observaciones y argumentos que me replican del modo que veréis, entre otros desenvolvimientos del tema, en el artículo siguiente.

II

Quedábamos, al interrumpir mi artículo anterior, en que se pasó a tratar del idioma, y en que, al llegar aquí, no pude menos de confesar mi resistencia instintiva a la idea de la preterición del castellano. Renové y me sentiría dispuesto a renovar todavía las observaciones que una vez dirigí a Santiago Rusiñol en Montevideo:

—¿No ofrecería grandes ventajas para todos que mantuviéramos la unidad de nuestro mundo hispanoparlante? ¿No es de ustedes también, después de la larga convivencia, el idioma en que ahora conversamos? ¿No han contribuído ustedes con su tributo espiritual, a la formación y a la gloria de la lengua que a todos nos vincula? En la transfiguración del castellano, cuando la grande aurora del Renacimiento, ¿no es nombre representativo el nombre de Boscán? ¿No fué maestro Campany en la lengua de Castilla?

— Para nosotros—me contestan—, la reivindicación del idioma es enteramente inseparable del fondo de nuestro problema nacional. Si hay en nosotros el substratum de una nacionalidad, como firmemente creemos; si hay una personalidad común plenamente caracterizada y definida, y esa personalidad se ha dado en el transcurso de los tiempos su lengua propia, no podría ésta abandonarse y sustituirse sin dañar la más esencial integridad del carácter a que ha servido de expresión. Bien sabe usted que no es el idioma una forma vana, una cáscara caediza. Es la fisonomía del genio colectivo: es el capullo que teje con su propia sustancia el alma popular. De aquí que el primer cuidado de todos los conquistadores, de todos los usurpadores, en los pueblos que ponen bajo el yugo, sea el de tender a proscribir su habla natural y a imponerles la lengua que los acostumbre a la voz de mando del boyero. De aquí también que la sumisión, la decadencia del espíritu regional de Cataluña coincida con la desestima del catalán en las altas esferas sociales, y que la primera señal de nuestro despertar haya sido la rehabilitación de nuestro idioma como instrumento de cultura. Habla usde que la convivencia con Castilla nos ha connaturalizado con el castellano, porque nos oye hablar corrientemente en él a los hombres de ciudad. Si fuese usted al campo, si entrase en el terruño del «payés», vería que para seguir una conversación habría menester de intérprete. Y sin embargo, se obliga a los campesinos catalanes a demandar justicia, a educar a sus hijos, a recibir la instrucción militar, en una lengua que para ellos es extraña. Nosotros reivindicamos el derecho a usar nuestro idioma propio en las relaciones de la actividad jurídica, de la actividad municipal, de la actividad docente: nuestro clarísimo derecho a hacer de la lengua «natural», lengua «oficial». Reivindicamos, cuando menos, la facultad de optar por cualquiera de los dos idiomas en los usos de la vida pública, como se opta en Bélgica, como se opta en Suiza...

Intento una objeción aún:

— ¿No favorecería grandemente la difusión del pensamiento de ustedes el hecho de que lo expresaran en una lengua que es medio de comunicación entre ochenta millones de almas? ¿No magnificaría esto el escenario de sus escritores y de sus poetas, teniéndolos ustedes de tal mérito como un Verdaguer, como un Guimerá, como un Oller?

— En la expresión literaria, menos que en ninguna otra, no es posible prescindir de la lengua que aprendimos en la cuna y está como entretejida con la urdimbre de nuestra sensibilidad. No es posible señalar el matiz, lo preciso, lo recóndito, el timbre de la emoción, el relieve de la imagen, sino en el habla que se hereda por naturaleza. Pudo filosofar en castellano Balmes, porque la filosofía es materia de abstracción. No hubiera podido Verdaguer escribir en castellano la Atlántida. Por lo demás, la fuerza de irradiación de una obra del espíritu depende, principalísimamente, de lo que ella lleva adentro, más que de la facilidad del idioma en que esté escrita. Recuerde usted el caso de Ibsen. Escribiendo en una lengua tan poco difundida y tan difícilmente accesible, logró una universalidad y una influencia como no las hubiera conquistado mayores trabajando en cualquiera de los grandes idiomas generalizados en el mundo. Pero, en último término, tampoco nos encastillamos nosotros, por lo que toca al porvenir, en posiciones absolutas. La libre competencia, la natural y espontánea operación de la vida, harán que definitivamente prevalezca el idioma que demuestre mayor energía vital, que mayores ventajas asegure para los fines de la utilidad y para los del arte. Si ha de ser este idioma el de Castilla, séalo en buena hora. Lo que nosotros resistimos es que esto se resuelva de antemano y como imposición política.

— ¿De qué manera—pregunto después— podrían conciliarse las aspiraciones autonómicas de ustedes con el mantenimiento de la unidad española?

— La idea de que a cada nacionalidad corresponde necesariamente un Estado, no significa que los Estados nacionales no puedan asociarse entre sí, formar Estados compuestos, permanentes mancomunidades políticas. Mientras esto se haga con respeto a la personalidad nacional de cada parte, nada se opone a la fundamental concordia de intereses que exija o legitime esa asociación. Allí donde dos o más nacionalidades coexisten dentro de un Estado simple y único—que es actualmente el caso de España—, puede afirmarse, sin más averiguaciones, que hay una nacionalidad opresora y una o varias nacionalidades oprimidas. Pero cuando la diferencia de nacionalidades está reconocida y consagrada por la justa diferencia de Estados, puede esa variedad tender a armonizarse dentro de una unidad superior. Somos, en una palabra, federales. Federación y regionalismo son, políticamente, términos que se confunden.

— De Barcelona — recuerdo —era Pi y Margall, el profeta del federalismo español.

— Sí—me contestan—; pero aquel federalismo del 73 apenas tiene de común con el nuestro sino el nombre. Aquel federalismo pactista de Pi y Margall era teorizador y abstracto; el nuestro es eminentemente real. El partía de la razón, nosotros partimos de la naturaleza. No reparamos en las conclusiones de una doctrina de derecho; reparamos en que España es naturalmente federal. Carácter puro y austero, pero sin calor humano; inteligencia robusta, pero absolutamente lógica. Pi y Margall no sentía la federación sino como el desenvolvimiento de la idea que nos convence en el libro o en la cátedra; no se preocupaba, en realidad, de los problemas que para nosotros constituyen el más apremiante interés, la más íntima esencia del regionalismo. Nunca pensó que su república federal fuera incompatible con la persistencia de la división administrativa que prevalece desde 1833; de esta convencional división en cuarenta y nueve provincias, que importa un verdadero descuartizamiento de las patrias regionales, sacrificadas a una supuesta conveniencia de la administración. Con las provincias arbitrariamente recortadas en el mapa de España por las Cortes de la Regencia — o con otras que se determinarían por igual procedimiento facticio—, componía Pi y Margall el cuadro de su federación republicana, artificial y simétrica como un tablero de ajedrez. Nosotros, en cambio, tomamos la norma de nuestro federalismo en el hecho: en el hecho de la existencia dentro de España de regiones naturales, claramente diferenciadas por la historia, por las cotumbres, por la lengua, por el espíritu jurídico, como Cataluña, como Galicia, como Navarra; regiones que hay que reconstruir políticamente, devolviéndoles la integridad que les usurpa aquella división territorial. Y cada uno de estas regiones, reconstruídas y devueltas al pleno goce de su originalidad social y política, sería una unidad, una unidad real, y viviente, en el conjunto de la confederación que anhelamos.

— ¿Cómo se concretaría—pregunto—la fórmula de organización para Cataluña, si ustedes fueran llamados a proponerla desde ahora?

— Nuestra última finalidad es la autonomía; la autonomía entera y cabal, con libertades comunales, parlamento propio, legislación civil fundada en la tradición y la costumbre, y uso oficial de nuestra lengua. Nuestra finalidad inmediata, o si prefiere usted, nuestro programa mínimo no tiene límites que lo determinen, porque depende de la extensión que consienta la oportunidad al ejercicio de nuestras reivindicaciones. Mientras no se nos empuje a formas más violentas, aceptamos los medios de la evolución y su consiguiente ritmo. Reconocemos todo lo que es justo al tiempo, a la ocasión, al compás del pedir y el obtener en materia política. Yerra, pues, quien en principio nos tilde de revolucionarios. Pero en lo que somos inflexibles es en que todo aquello que se nos conceda, mucho o poco, se nos conceda leal y verdaderamente; vale decir, que en las facultades autonómicas, grandes o pequeñas, que se nos vayan otorgando no medien intervenciones que las desvirtúen, revisiones o instancias que las desvanezcan.

Ignoro yo si estas palabras, que venían de hombre muy arriba del nivel de la vulgaridad, interpretan fielmente el ánimo colectivo. Me inclino a suponer que el tono de los más, es menos moderado y sereno. Por ello me ofrecía excelente oportunidad, para tentar un vistazo sobre los más recónditos «adentros» de la cuestión. ¿Existe aquí, siquiera sea como horizonte remoto o como eventualidad prevista, la idea de la radical separación, de la completa independencia? ¿Hay sobre esto lo que podríamos llamar un «sobreentendido» general? Quien se proponga llegar al fondo preciso, en pregunta tan ardua, obtendrá, me parece, una impresión algo confusa. Por una parte, les oís reconocer que la larga convivencia histórica ha determinado entre Cataluña y Castilla una solidaridad que da indestructible fundamento al hecho de la unidad política española. Por otra parte, les escucháis loas entusiásticas de las pequeñas naciones independientes, de la contribución que les debe el progreso humano y de la bienaventuranza que les está prometida dentro del nuevo orden internacional que ha de suceder a la guerra. Creo, sin embargo, que el pensamiento de los más representativos e influyentes, sobre ese delicado punto, podría concretarse de este modo: —No deseamos la separación; pero la separación llegará a ser inevitable si las resistencias a nuestro ideal de autonomía no ceden de su presente obstinación.—O en otros términos: —Antes mil veces la emancipación absoluta que el mantenimiento indefinido del régimen actual.

Para abarcar toda la significación de tal principio, es necesario añadir que domina en el ánimo de la mayor parte de estos hombres la convicción de que el actual régimen centralizador no será modificado esencialmente en España mientras ellos, como grupo político, no entren a participar del gobierno central; mientras manos catalanas no intervengan en la dirección de los negocios españoles. El movimiento regionalista catalán no se detiene en la órbita de los intereses regionales: aspira a la expansión, a la influencia nacional, porque las considera indispensables para asegurar con eficacia aquellos mismos intereses. Uno de los más reflexivos y serenos entre los diputados del catalanismo, me repetía estas palabras, que no ha mucho habría dejado caer en los consternados oídos del conde Romanones: Ogobernamos en España o nos separamos de España.

— ¿Tienen justa noción de lo que revelan estos síntomas los gobernantes de Madrid?

— En los gobernantes de Madrid no suele ser la experiencia madre muy fecunda de inspiraciones políticas. El Tanto monta de la clásica empresa no ha dejado de ser la contraseña de la arrogancia castellana. Inglaterra rectificó su sistema colonial con el ejemplo de la emancipación de Norte América. De entonces acá, la unidad de su vasto imperio, cimentada en bases de libertad y de confianza, no ha sufrido quiebra de consideración. Irlanda ha obtenido ya justicias y satisfacciones que la persuaden a esperar la hora del definitivo desagravio. El sistema colonial que, no la voluntad de España, sino de los que dominan en España, mantuvo en las Antillas, fué, hasta el último momento, el mismo fundamentalmente que había provocado un siglo antes la revolución hispanoamericana. Otro tanto cabe decir en cuanto a las autonomías regionales, que no son, en el fondo, una aspiración distinta de la que movía a las colonias. El problema permanece en su posición original. Ha faltado en los consejos de la monarquía el hombre de Estado que lo mirase de frente y con ánimo resuelto, y repitiera, por lo que toca a Cataluña, a Vizcaya, a Galicia, el Ireland a nation de Gladstone. ¿Somos nosotros los que aproximamos el conflicto a la pendiente de las soluciones violentas?...

Hablando de estas cosas, paro la atención en un juicio que, aunque sin directa relación con el fondo del asunto, considero interesante apuntar. Alguien recordó que los reyes constitucionales «reinan, pero no gobiernan», y pareció querer aplicar el sentido de esa proposición al actual monarca de España.

— ¿Que no gobierna Alfonso XIII? — replicó al punto el mismo elocuente diputado a quien aludí hace poco—. ¡Pues ya lo creo que gobierna, y demasiado! El único que le contenía dentro de los límites de su autoridad era Maura, a quien él profesaba alto respeto. Los que han venido después se han afanado, por complacencia personal o por interés político, en abrir ancho campo a la soberana voluntad. Y hoy «el chico» interviene en los asuntos de Estado mucho más de lo que fuera de orden. Bien es verdad que, en general, no hace mal uso de esta sobra de poder, y que el pueblo, aun aquí, en Barcelona, le quiere.

Pregunto si tiene el regionalismo solidaridad con las ideas republicanas; si considera que la sustitución del régimen monárquico favorecería sus tendencias y propósitos.

— No nos preocupa mayormente—me dicen—el problema de la forma de gobierno. Nuestro designio es de nacionalidad, es de patria; es anterior a esa determinación de instituciones. Con monarquía y con república, cabe la satisfacción de nuestros anhelos, y cabe también su desconocimiento y opresión. ¿Quién duda, por ejemplo, de que una monarquía federal sería para nosotros infinitamente preferible a una república unitaria y centralizadora? Hay entre nosotros definidos monárquicos y republicanos; pero prevalecen en número los que no conceden a esta cuestión sino un valor relativo y subordinado al interés circunstancial de nuestra aspiración de autonomía. Y la mayor parte de los que tal piensan, pudiendo elegir, en los momentos actuales optarían quizá por la conservación del régimen establecido.

— En nuestro tiempo—continuó—, toda posición política supone un criterio para resolver o encarar las denominadas «cuestiones sociales». ¿Cuál es el criterio social del regionalismo?

— Aplicamos a ésas, como a todas las cosas, nuestra idea fundamental de relatividad histórica y jurídica. No nos interesan las fórmulas generales y abstractas: buscamos el conflicto y su solución dentro de las condiciones positivas de la experiencia local. De los partidos dogmáticamente revolucionarios, socialistas y anarquistas nos apartan manifiestas incompatibilidades. No sólo porque en el espíritu que nos anima el amor de la tradición es una fuerza poderosa, sino principalmente porque ellos niegan o desvirtúan lo que hay de inmortal en la idea de la patria, mientras que toda la razón de ser de nuestras reivindicaciones descansa sobre la realidad indestructible del sentimiento patriótico, del principio de nacionalidad.

De tal manera alcancé a interpretar las ideas capitales del nacionalismo catalán. Y mientras reflexionaba sobre eso que había oído, y me parecía como que lo repitiera y comentara la voz de la Rambla populosa, un doble clamor sentí levantarse en mi conciencia de espectador sereno, pero no indiferente:

¡Hombres de Cataluña! Equilibrad vuestro entusiasmo con una reflexiva abnegación. Mantened, amad la patria chica, pero amadla dentro de la grande. Pensad cuán dudoso es todavía que el sentido moral de la humanidad asegure suficientemente la suerte de los Estados pequeños. No os alucinéis con el recuerdo de las repúblicas de Grecia y de las repúblicas de Italia. Considerad que no en vano han pasado los siglos, y que hoy son necesarias las capacidades de los fuertes para influir de veras en la obra de civilización.

¡Hombres de Castilla! Atended a lo que pasa en Cataluña. Encauzad ese río que se desborda, dad repiro a ese vapor que gime en las calderas. No os obstinéis en vuestro férreo centralismo No dejéis reproducirse el duro ejemplo de Cuba; no esperéis a que cuando ofrezcáis la autonomía se os conteste que es demasiado tarde... Mirad que esa fuerza que hoy amaga con la rebelión, puede ser para vosotros, pacificada y conciliada, una gran potencia de trabajo, de adelanto y de orden. Mirad que en su misma altiva aspiración de predominio hay un fondo de razón y justicia, porque pocas como ella ayudarían tan eficazmente a infundir, para las auroras del futuro, hierro en la sangre y fósforo en los sesos de España.

 

Agosto de 1916.

V
[ITALIA]

recuerdos de pisa

 

Hay un particular matiz de tristeza que me parece propio de los pueblos que un día fueron poderosos y grandes y que han perdido la actualidad de la gloria, pero no la dignidad de los hábitos ni la idea de sus tradiciones. Es la tristeza de la casa de hidalgos de donde ha desertado la fortuna sin llevarse consigo la distinción ni la altivez. Es un sentimiento melancólico que se filtra al pasar por los «dejos» de la grandeza secular, por la costumbre adquirida del respeto ajeno; por la conciencia, a un tiempo abrumadora y enaltecedora, de una historia que no ha de superarse nunca... Algo de esto se me figuró percibir en Portugal, donde las saudades de la gloria pasada ponen como una suave penumbra en el carácter de las gentes y de las cosas. Y algo de esto también percibo en el silencio y la quietud de Pisa.

Pisa la batalladora, la hacendosa, la inspirada; la que custodió, por tres siglos, contra la barbarie sarracena, el mare nostrum de la civilización, y reconquistó a Cartago para los herederos de Roma; la que soltó a los vientos de Oriente las velas de sus barcos y llevó a los cruzados al rescate del sepulcro de Cristo; la que, con los mármoles de sus arquitectos y sus estatuarios, anunció en la noche la aurora del Renacimiento; la que, ya abatida de su prosperidad, ganó aún otro género de gloria y enseñó al mundo, con el más grande de sus hijos, los secretos del cielo... Ahora duerme, pero su sueño es admirable.

Todo concuerda armoniosamente en ella para sugerir una impresión de tristeza noble, de elegía en tono heroico. El Arno, atravesado a largos trechos por los puentes que unen los dos barrios de la ciudad, pasa lento y opaco. Parece que recuerda, parece que piensa... La soledad, el silencio, dulces númenes por que suspiráis en otras partes, no necesitan ser buscados en esta sede de meditación: ellos os esperan a la puerta. Las maravillas monumentales que atraen el paso del viajero están reunidas todas en el punto más apartado y desierto de la ciudad. El Campo Santo es, artísticamente, la mitad de Pisa, y él os presenta la idea de la muerte en su forma más sencilla y austera. La inclinación del Campanile es también, a su modo, expresión de abatimiento, de laxitud meditabunda. El mismo cielo, este cielo ideal de la Toscana, contribuye aquí al carácter que señalo, porque manifiesta su más divina transparencia en la agonía de la luz. Yo no he visto en parte ninguna morir la tarde de manera tan soberanamente bella como en Pisa. Mirando desde la curva del Lungarno, veis al Oriente, sobre la ciudad oscura, la montaña, que se envuelve en un suavísimo velo de rosa, mientras, como cincelada en el oro del ocaso, resalta la vieja Torre de la Ciudadela y se aureola con la última llamarada de sol, de modo que las encendidas troneras de la torre semejan las dos pupilas de un gigante, que os miran... os miran... hasta apagarse en un morendo de adiós.

Junto a toda grandeza caída veréis alzarse el improvisado favor de la fortuna. El mar, también infiel con Pisa, la dejó paulatinamente sin puerto, retirándose empujado por las arenas del Arno; y sobre la ruina de su florecimiento comercial, se levantó a la animación y a la riqueza la cercana Liorna, ciudad de tiendas y almacenes; ciudad sin arte, ni recuerdos, ni sugestión ideal aunque con playas balnearias muy hermosas, que no bastan para conquistarme a mí, de la margen oriental del Río de la Plata. Mientras Liorna trafica y lucra, Pisa la morta reconcentra la melancólica mirada en su gloriosa Plaza del Duomo, lugar de hierba y de sol, campo de soledad, donde guarda sus alhajas de mármol: el Duomo majestuoso, el incomparable Baptisterio, el oblicuo Campanile y el Campo Santo, historia de piedra y tesoro de arte. No incurriré en la trivialidad de pintaros estas cosas, que entran en el orden de las que son familiares a toda persona de alguna lectura, descritas como están, desde las reseñas de las guías hasta el comentario de los maestros. Duomo, Baptisterio y Campanile tienen por carácter común los cordones de columnas sobrepuestas formando remontados pórticos; y nada iguala la levedad, la gracia, la armonía de ese desenvolvimiento aéreo de las columnas, que multiplican, sobre el fondo de radiante luz, sus esbeltos fustes blancos, y parecen levantar en su vuelo todo el cuerpo de la obra, de modo que no aparecen pesar sobre la tierra.

Si se tratara de encarecer la belleza de este Campanile, preferiría, sin duda, no haber visto luego el de Florencia, joya finísima que el César Carlos V hubiera deseado preservar bajo un fanal; estupendo alarde de Giotto, en que el mármol adquiere la delicadeza y el primor del marfil pulido y taraceado. En cambio, pienso que Florencia trocaría sin vacilar el Baptisterio de su Duomo, a pesar de las puertas de Ghiberti, por este prodigioso Baptisterio de Pisa, agigantada copa de Benvenuto; rotonda la más bella y majestuosa que hayan visto mis ojos ni conciba mi imaginación. El dibujo del Campo Santo cabe en pocas palabras: cuatro muros de mármol y un recuadro de tierra, rodeado de otras tantas galerías, que abren sobre él sus arcos ojivales. En las galerías, pinturas desvanecidas por el tiempo y mármol de estatuas y sepulcros. Nada más que esto. Pero ¡qué digno y pe netrante sentimiento en esa suprema sencillez! ¡Qué feliz abandono en el florecer desordenado y libre de ese montón de tierra sagrada, a los pies de los cuatro gigantescos cipreses, tan admirablemente puestos en los ángulos del patio inundado de luz! Y en las esculturas funerales y los apagados frescos, ¡qué mundo de evocaciones, de emociones, de ideas, para quien se acerque a ellos, ya con el entendimiento del arte, ya con el entendimiento de la historia!

Por la noche, recorrida esta ciudad añeja y triste, la medio oscuridad a que se reduce el alumbrado desde el principio de la guerra, completa admirablemente su carácter. Abandonándome entonces, sin rumbo, por aquellas callejuelas tortuosas, entre aquellos muros de castillo, bajo aquellas arcadas vetustas, yo experimentaba la ilusión de que bogaba contra la corriente del tiempo. En este andar contemplativo, cualquier insignificante accidente, un ruido de pasos, el temblor de una luz detrás de una ventana, el acorde de un instrumento musical, que el eco diluye en el silencio, surten en la imaginación el efecto de mágico conjuro, y bandadas de recuerdos acuden a desenvolver la impresión real en una soñada perspectiva. Yo sentía iluminarse en mi interior, con más fuerte colorido que nunca, todo el cuadro de esta maravillosa Italia del crepúsculo de la Edad Media; toda la vida legendaria y dramática, cívica y guerrera, enamorada y devota, de estas ciudades donde el mundo feudal dió de sí los primeros fulgores de la civilización moderna. Me representaba, viendo cómo todo habla, en la estructura de la ciudad, de la prevención para el peligro y la defensa, el perenne hervor de discordia, el implacable desgarramiento de los bandos, blancos y negros, güelfos y gibelinos, y la imagen de nuestro reciente pasado americano se levantaba en mi memoria como término de comparación. Si la América de la primera mitad del siglo xix , con las alternativas del tumulto popular y de la tiranía aquietadora; con el mal domado fondo de barbarie, sobre el que cruzan magníficos relámpagos de heroicidad y sacrificio, de virtud y abnegación; con la soberanía natural del caudillo, del conductor de multitudes, que aquí era el capitano del popolo o el podestà, encaramado por un golpe de audacia, para mostrar alguna vez, como sucedía en el caudillo nuestro, la garra leonina, y levantarse, con los Burlamaschi y los Castruccio Castracani, por sobre la línea que separa al condotiero del César. Claro está que pone una diferencia, en medio de las semejanzas, el creador aliento de arte que soplaba entre las convulsiones de aquel caos.

Dos sombras flotan a mi alrededor desde mi primera mañana de Pisa: la sombra de Dante y la de Byron. En la Plaza de los Caballeros, que antes se llamó de los Ancianos, Foro de la vieja república, una inscripción en una casa ruinosa, que hoy ocupa humilde taller de imprenta, dice así:

Qui sorgeva la Torre dei Gualandi

La tragica morte

del conde Ugolino della Gerardesca

le die il titolo della Fame

e suscitó nel divino Alighieri

lo spegno ed il canto

donde il ricordo del miserando caso

si eterna.

La pavorosa torre que vió el caudillo güelfo y a sus hijos perecer de hambre; el proscenio de la más trágica de las escenas que arrancó a la realidad de su tiempo el soberano poeta de lo divino y de lo humano, no existe desde hace más de dos siglos. Pero la imaginación reconstruye la torre fácilmente, inspirándose, allí donde estuvo, en la plástica energía del episodio dantesco. Las cosas circunstantes no se oponen a esa representación. Al lado veis el que fué Palacio de los Ancianos, transformado, al gusto del Renacimiento, por Vasari, y convertido ahora en Escuela Normal. A la derecha, la iglesia de los Caballeros ocupa el lugar de la «de San Sebastián», donde se reunió el consejo que pronunció la infame sentencia. Gozo, pues, de la visión en su alucinante plenitud. Oigo el chirriar de la llave que se cierra tras los sepultados vivos; veo el grupo macilento que pide pan, y se me figura que retumba en los aires la imprecación desgarradora:

Ahi dura terra, perché non t’apristi!

Horas más tarde, me muestran, al través del Arno, sobre la margen izquierda del río, la casa donde, según la tradición, se hospedó el altísimo poeta acogido en Pisa por el vencedor Ugoccione della Fagiola, cuando lo más recio de la lucha entre güelfos y gibelinos. Durante su permanencia aquí, escribió gran parte de su tratado político De la Monarquía y aquella carta suya de tan vibrante «Italianidad» a los electores del sucesor de Clemente V. Por entonces también, mecía en su pensamiento el Purgatorio: no la parte más llena de fuerza, pero sí, quizá, la más empapada de suave y comunicativo sentimiento, en la sublime trilogía; la parte en que dió ser poético a sus más nobles y encantadoras criaturas, amables sombras que me parece ver vagar entre las copas de los árboles que circundan la casa donde, posiblemente, fueron concebidas: Pía la infortunada, Nella la fiel; Lía y Matilde, dulcísimas maestras, y sobre todas, la celeste Beatriz.

En cuanto a Byron, sabido es que vivió diez meses en Pisa, poco antes de ir a doblar la frente en el regazo de la Hélade materna. Una lápida que veo sobre un muro, en el Lungarno Medíeco, evoca en mi memoria la figura del misántropo lord y los recuerdos de su paso por la ciudad de la inclinada torre:

Giorgio Gordon Noel-Byron

qui dimoró

dall’autunno del 1821

all’estate del 1822 e scrisse sei canti del

«Don Giovanni»

Esta vieja mansión, que consagró la presencia del poeta, es el Palacio de Lanfranchi, nombre que los tercetos dantescos envuelven en su imperecedera resonancia, citándolo entre los de los cómplices del terrible arzobispo Rugiero. Atribuyen el diseño del palacio a Miguel Angel. El mármol de la fachada tiene ese color indefinible, que no sé cómo llamar, si no me dejáis que diga «color de tiempo». De allí, pues, salió para el mundo la más bella de las reencarnaciones de Don Juan. Y allí vivió Byron mismo su más interesante episodio de amor. Esas paredes, que parecen de una tétrica cárcel, fueron testigos de su famosa aventura con la condesa de Guiccioli, la única mujer que, por algunos años, encadenó su inconstancia: flor de delicadeza, de gracia y de melancolía, cuyo aspecto casi infantil sugirió la leyenda de la amante impúber, que aún se suele repetir vanamente a pesar de los veintrés años cumplidos que, a la fecha de estos amores, se le han contado a la heroína de la historia. La condesa de Guiccion, que tenía un escogido sentimiento literario, prefería inspirar hermosos versos a escribirlos, y la Profecía de Dante, que es de las obras menores contemporáneas del Don Juan, fué sugestión venida de ella. Por lo demás, la vida del romancesco personaje, durante su temporada de Pisa, no dejó otros recuerdos que la de un lord castizamente metódico y fiel a los sports. Al declinar la tarde, salía, en cabalgata de amigos, por la Porta delle Piagge, prolongación del Lungarno Mediceo, o con rumbo a las Cascine de San Rossore, donde se adelantan hacia el mar hermosos bosques de pinos. Antes de la vuelta, solía detenerse para tirar a la pistola, ejercicio en el que cifraba uno de esos piques de vanidad que los grandes ponen a menudo en sus habilidades pequeñas. Cuando regresaba del paseo, la jovial expresión o la displicente frialdad de sus saludos mostraban a las claras si había ganado o perdido la partida.

Fué aquí donde pasó por la mente del autor de Don Juan la idea de ir a buscar libertad y sosiego en la recién emancipada América española. Pero se cruzó la insurrección de Grecia: Grecia fué nuestra rival y quedó de preferida. Y fué asimismo aquí donde concertó con Shelley, que viajaba como él por Italia, y con otro escritor amigo, Leigh Hunt, la publicación de un periódico en Londres.

Sabedlo, compañeros de profesión, los que no lo sabíais. El espíritu más rematadamente aristocrático de la literatura del siglo xix militó también en nuestro gremio. ¡Lord Byron redactor de periódicos! (Recuerdo el tono despectivo de Mommsen para caracterizar a Cicerón: ¡Era un «periodista»!...) Sí, por cierto; y su periódico se tituló como el de cualquier moderno paladín del libreprensamiento provinciano: se tituló El Liberal. El liberalismo estaba entonces en su fresca aurora, y tenía para las almas de elección el singular prestigio de las ideas que aún no han pasado a incorporarse a los bienes mostrencos del sentido común. Los micifuces y zapirones de 1822 eran, por lo general, conservadores. El rebelde Harold, aunque no hubiera opinado contra ellos por su generosa pasión de libertad, se les hubiera opuesto por soberano instinto de contradicción. ¿Y a que no acertáis cuánto duró el periódico de Byron? ¡Tres números! Bien es verdad que sobrevino, para malograr la empresa, la arrebatada muerte de Shelley.

Shelley, el pagano por el pensamiento y por el arte, el intérprete del furor de Prometeo, el no superado precursor de la apología satánica que conoció nuestra generación en las letanías de Baudelaire y el himno de Carducci, halló la muerte, con el vuelco de la barca que le conducía, en el golfo de Spezia. Byron quiso tributar a su hermano en rebelión y en genio un funeral antiguo. A la orilla del mar homicida, sobre la desierta playa de Viareggio, con las montañas apuanas por fondo, hizo encender la hoguera mortuoria. En ella vió consumirse el cuerpo del poeta, menos su corazón, que resistió a las llamas y fué conservado en espíritu de vino. Terminada la austera ceremonia, se lanzó de un ímpetu al mar, y nadador intrépido como era, llegó braceando hasta su schooner, anclado a varias millas de la costa. ¿Qué lector americano habrá que no recuerde con orgullo que el yacht de Byron se llamaba Bolívar?

Pero aún esperaba al indomable Harold en este sombrío palacio de Lanfranchi un dolor más agudo. Pocos días antes de alejarse de él, supo la muerte de su hijita de cinco años, Allegra, que educaba, en el convento de Bagno Cavallo. La paternidad fué siempre como un hilo de aguas dulces en aquel corazón de soberbia y amargura. Cuando volvió del doloroso estupor que la condesa de Guiccioli refiere en sus memorias, escribió a un amigo de Londres para que su ángel fuera enterrado en el cementerio de Harrow, donde él solía vagar en su niñez meditabunda, y quiso que en la lápida se inscribiesen estas palabras, tomadas al Libro de los Reyes: Yo iré hacia ella; ella no vendrá más a mí.

Esos recuerdos se despertaban en mi espíritu mientras, antes de abandonar a Pisa, la recorría de nuevo en serena tarde de Otoño. Me inclino con el pensamiento al pasar por una casa cuyo frente reparan: es la vieja Sapienza, donde enseñó Galileo y estudió Carducci y que aún mantiene sus prestigios; admiro, cruzando uno de los puentes, la filigrana de mármol de Santa María de la Espina... y vuelvo, una vez más, a la Plaza del Duomo, y me extasío ante el Baptisterio, que cada vez encuentro más hermoso, y me sumerjo en la divina serenidad del Campo Santo, cuyos cuatro cipreses me parecen ya viejos amigos a cuya sombra no sería ingrato dormir.

Noble es la tristeza de Pisa, pero por noble llega más a lo hondo del alma; y como penetrado del llanto de las cosas—sunt lacrimae rerum—empezaba a sentirme excesivamente melancólico, cuando he aquí que, de vuelta a mi alojamiento, me envuelve de improviso una onda fervorosa de juventud, de alegría, de entusiasmo y de patria. Es un grupo de jóvenes venezolanos, que siguen en esta ilustre Universidad sus estudios de medicina y que, conocedores de mi presencia, me forman, para mis restantes horas de Pisa, el más afectuoso y grato acompañamiento que yo hubiera podido imaginar. «Arielizamos» en sobremesa platónica; recordamos largamente la América lejana y querida, y les oigo, con íntimo deleite, sobre aquel fondo de grandezas muertas, levantar los castillos de las tierras del porvenir.

En la ribera izquierda del Arno, donde está el barrio relativamente moderno y donde, en correspondencia con esa modernidad, se levanta la estatua de Víctor Manuel, la ciudad adquiere cierto movimiento, cierto ruido; cierto resplandor de vidrieras, y, por lo mismo, se descaracteriza un tanto. Allí podrían holgar los futuristas de Marinetti, que piden, según acabo de leer entre los lemas de su periódico, la «modernizzacione violenta delle cita passatiste». ¡Y no hay duda de que esta ciudad entra en el número de las señaladas de ese modo!

Un aspecto callejero de la Pisa actual: pisanos y pisanas gustan extraordinariamente de la bicicleta. Estas modernas máquinas, no rara vez dirigidas por leves pies femeniles, cortan en raudos zigzags la soledad de la vetusta Vía del Borgo o de la Plaza de los Caballeros, donde aún se figura la imaginación en tiempos de Ugolino. No me parece mal. Pero confieso que preferiría, dentro de tal marco, literas y carrozas, o los caballos de la paseata que interrumpe «el triunfo de la Muerte», en el famoso fresco del Campo Santo.

 

Florencia, octubre de 1916.

VI
DIALOGO DE BRONCE Y MARMOL

Escena : La «Plaza de la Signoria», de Florencia.

 

personajes

El «David», de Miguel Angel.

El «Perseo», de Benvenuto Cellini.

Coro de Vestales.

 

Perseo .

Soy el orgullo heroico. En mi frente de bronce resplandece la heredada majestad de Zeus, y mi gesto y mi ademán esculpen la voluptuosidad sublime del triunfo. Sé que soy fuerte, augusto y hermoso, y deseo saporear la gloria y provocar el amor, y difundir el miedo. En la fruición de mi hazaña trasciende como un anticipado desdén de los peligros que querrán limitar el desate de mi fuerza y de mi ambición. Llevaré la cortada cabeza de la Medusa, que levanto en la mano, a que campee en el escudo de Atenea. De la hirviente sangre de la furia nacerá el caballo alado, fiel a los poetas, que me dará la velocidad del relampago. Mío será cuanto sueña la imaginación de glorioso, de noble, de divino. Seré debelador de monstruos, rey por mi esfuerzo, conquistador de tesoros legendarios, libertador caballero de princesas cautivas. Castigaré la inhospitalaria soberbia de Atlas; arrebataré las manzanas de oro al jardín de las Hespérides, y gozaré después de la más alta presea, la más dulce sanción del heroísmo, en el enamorado seno de Andrómeda. Todo ello lo columbro en este instante de mi vida, y todo se refleja en la expresión de mi olímpico ensimismamiento. ¡Bello es el mundo para escenario de los Héroes; bella la participación del hombre y del dios, la juventud eterna, la energía radiante y soberana!

 

David.

Soy el heroísmo candoroso. Veo que hay en mí una fuerza y una gracia que imperan sobre los demás; veo que los hombres me rodean para que los guíe a la victoria, y que, cuando paso, las mujeres se vuelvan a mirarme. Pero yo ni lo busco, ni sé en qué consiste esta atracción que tengo en mí. Hoy es un día de prueba. La mañana está clara; el aire, fresco y animador. Mis rebaños quedan pastando en el desierto. Voy al encuentro del gigante que desafía al pueblo de Israel. Para ejecutar esta vindicta, no he querido casco ni coraza. Frente y pecho desnudos, y ardiendo en ellos una llama de fe; por armas, las piedras que he recogido del torrente y la honda que llevo al hombro, voy a batir la soberbia de Goliat. Confío en el brazo del Señor, porque El es justo y no le aparta de su pueblo; confío en el brazo del Señor porque El puso ya en los míos fuerza para exterminar al oso y al león que acechaban mis rebaños. Proféticas vislumbres me hablan de un trono que me espera, de una Sión que he de magnificar, de un imperio que se abrirá a mi paso; pero yo sólo sé que únicamente Dios es grande, y que para ensalzarlo nací con dos virtudes: una que me impulsa a combatir como las fieras del bosque, sin escudo ni espada, y otra que me mueve a cantar, como las aves del cielo, sin reflexión ni vanidad.

 

Perseo.

Hermano mío, hablamos como si no nos poseyera el encantamiento del arte. ¿Quién te trocó en mármol eterno?

 

David.

Quien me encantó en el mármol fué un hombre en el cual reconocí mucha parte de mí mismo. Era de la casta de los que pelean con gigantes y saben la manera de publicar la grandeza de Dios. Apareció en la corte de los Médicis cuando de ella irradiaba sobre Italia el nuevo amor de belleza, y desató su genio a encrespar el mármol en figuras titánicas y el color en oleadas sublimes. Era el revelador de las formas gigantescas, de las fuerzas sin humana medida, de las visiones proféticas y trágicas. Un mundo le obsedía; el de mi raza y mi edad, el del pueblo de Dios y la peregrinación del desierto y la Ley de justicia, porque este mundo era fuerte y austero como él. Su avasalladora energía se dilataba, como la inspiración de los Profetas, en la sombra y el dolor. Aquel soberano dueño de la gloria pasó por la vida real en soledad y tristeza, sin sonreír ni aun a las imágenes de su fantasía; y esta tristeza era la de la reminiscencia platónica, era la nostalgia infinita del que ha contemplado en otra esfera la belleza ideal y no encuentra cómo aquietarse en el polvo de la tierra: Oh, che miseria e dunque l’esser nato!... Al bajar la pendiente de la vida, encarnó ese sueño de belleza en el recuerdo póstumo de una de las más nobles figuras de mujer que haya divinizado el barro humano: en el recuerdo de Victoria Colonna, y este contemplativo amor le ungió poeta, y de sus cantos se levantó una nueva personificada Idea al coro angélico de Beatriz y de Laura. Cuando toda su generación se había rendido a la muerte, él quedaba de pie, como el roble que desafía las tormentas; favorecido con el don de una homérica vejez, y siempre inclinado sobre el mármol, y siempre solo, y siempre triste. Llamábase Miguel Angel Buonarroti.

 

Perseo.

Miguel Angel... Mi encantador le decía el Divinísimo.

 

David.

¿Quién fué tu encantador?

 

Perseo.

Quien me encantó en el bronce fué un hombre de dos naturalezas: mitad enviado de las Gracias, mitad aborto de las Furias. El día en que nació este hombres, los escondidos gnomos, los genios elementales que, en las entrañas de la tierra, guardan las cuevas de las piedras preciosas y las vetas del metal, celebraron danzando la Navidad del venido para su gloria. Cuando niño, recibió de las potencias ocultas el favor de ver una salamandra en la transparencia del fuego. La maravillosa virtud que en sí traía se mostró apenas tuvo cerca un cincel: era este hombre el predestinado para extender a las sustancias preciosas el yugo de la Forma, ya impuesto a los mármoles y bronces. De sus hechizadas manos saltaban, como las chispas de la hoguera, medallas, copas, relicarios, anillos, candelabros, de nunca vista beldad. Entrelazada con esta llama de oro, ardía en su alma la llama sangrienta de la venganza y de la ira. Con el primor que cincelaba el mango de un puñal, hundía la hoja en el pecho de un hombre. Era un arrebatado asesino, cuyos dedos habían sido hechos para un hada. Su maléfico instinto se remontaba alguna vez hasta el impulso heroico, como en su defensa cuando el saco de Roma, y hasta la astucia épica, como en su evasión del castillo de Sant Angelo. Pontífices y reyes se lo disputaban. En la corte donde él asistía, circulaban las tazas más preciadas y las monedas más bellas. Y con los fieros ímpetus del energúmeno, alternaban en aquella alma monstruosa las contriciones del penitente, los transportes del místico, los alumbramientos del visionario. Concluyó en ministro del Señor, sin dejar de esgrimir ni la daga del bravo ni el cincel del orfebre. Se llamaba Benvenuto Cellini.

 

David.

¡Por qué no durarán como este mármol y ese bronce las manos que nos encantaron!

 

Perseo.

¿Recuerdas cómo fué tu encantamiento?

 

David.

Fué cuando aún se dilataba en Fjo rencia el resplandor de los primeros Médicis. El gonfaloniero Soderini quería emular su munificencia y su pasión de arte. En la «Opera» de Santa María de Fiore yacía un enorme bloque de mármol, donde cierto escultor, Simón de Fiesole, había intentado labrar una estatua colosal, sin estampar más que las huellas de su impotencia y de su desaliento. Soderini anhelaba por ver arrancado a aquella mole el coloso que allí había por crear, y dudaba entre valerse, para acometer la empresa, de Leonardo de Vinci o de Andrea Contucci. Pero por aquel tiempo volvió a Florencia Miguel Angel, vió la montaña de mármol, miró luego adentro de sí y prometió la obra. La idea que brotó en la mente del artista, colocado entre la enormidad de piedra y el sentimiento de su fuerza interior, fué mi imagen juvenil. Me evocó en la más bella hora de mi vida; en la vaga conciencia de mi predestinación; en la promesa de la gloria más hermosa que la gloria real; en la esperanza del triunfo, ¡cuánto mejor que el triunfo cumplido! Obtuvo así la imagen de la energía inmaculada, del candor heroico. Luego, se abrazó con la piedra, y por espacio de tres años sentí cómo el golpe del cincel inoculaba cada día en la blanca entraña del mármol una chispa de mi ideal. Cuando se consumó el encantamiento, conocí que esta inmortalidad en la forma bella es la verdadera beatitud. Me levanté a una paz que no podría expresarse en el lenguaje de los hombres. Aquel Miguel Angel casi adolescente, que me había llamado a nuevo ser, llevaba aún en el alma el beso de la Florencia medicea, el sello de un ambiente impregnado de la serenidad platónica, sello de serenidad al que pronto había de sobreponerse la reacción de su genio impetuoso y sombrío. Por eso renací trayendo en la frente algo de la calma de los dioses y los héroes aqueos. Por eso me parezco a Apolo. Más tarde, en la bóveda de la Sixtina, el Miguel Angel de la madurez me figuró de nuevo; pero allí participo del soplo de una tempestad de formas y colores: allí tengo el arrebato de la acción, aquí el sosiego de la idea. Y ahora, cuéntame tú tu encantamiento.

 

Perseo.

Me levantó en el vuelo de su fantasía Benvenuto Cellini, obedeciendo a un mandato de Cosme de Médicis. La gloria del escultor, que le buscaba, fascinó al artífice del oro, y él se consagró a mi imagen con toda la vehemencia de su alma. Fuí primero un fantasma en su imaginación; luego me dió una vida palida en el modelo de yeso, y se dispuso por fin a cautivarme en el duro y sempiterno metal. Abrió espacio para el molde en su jardín de la calle de la Pérgola, desarraigando árboles y viñas; la obra comenzó. ¡Oh, qué vulcánico trabajo, qué conmovedora historia la de mi encarnación en el bronce! Benvenuto, poseído de la furia creadora, solo al principio, con unos pocos obreros después, siempre sin medios suficientes para la faena material, se movía dirigiendo la influencia del fuego, y pasaba cientos de veces del entusiasmo a la desesperación y del embeleso a la ira. En ciertos momentos, lágrimas de sus ojos se evaporaban en el líquido bronce. Yo asistía, desde el fondo de su pensamiento, a aquellas convulsiones de inspiración, de rabia, de dolor, y en verdad te digo que era una hermosa tempestad. Con tiernísimas plegarias por el logro de la soñada imagen, alternaban en sus labios juramentos de muerte para enemigos a quienes atribuía los tropiezos de su obra. Había llegado a idolatrarme como a un hijo que hubiera de defender contra mortales peligros. A veces necesitaba apartarse de mí para montar un diamante o cincelar una copa. Un Ganimedes de mármol vi nacer y formarse cerca de mi cuna de fuego. Pero a mí volvía siempre con anhelante ardor. Un día, inclinado sobre la hornalla, aureolado del rojo resplandor como un cíclope, manejaba gruesos leños de pino con que avivar el adormido elemento, cuando he aquí que una llamarada inmensa se levanta y el taller entero se incendia. Con desesperados esfuerzos llega a reparar el daño, pero pronto la angustia y la fatiga le postran rendido por la fiebre. Piensa que va a morir y sus palabras son para confiarme a sus amigos y pedirles que yo le sobreviva. En esto, alguien viene a decirle que la obra no se pierde, que el bronce se ha cuajado falto de calor. Benvenuto salta instantáneamente del lecho; recobra por encanto salud, agilidad y fuerza; viene a mí, remueve el fuego mortecino; arroja, trastornado, en la mezcla campanil los platos, las fuentes, la vajilla de estaño de su mesa, y ve correr el bronce otra vez, y respira, y triunfa. La estatua se ha logrado: con milagrosa proporción, la suma de metal ha sido la justamente requerida para completar el óvalo de mi cabeza. Dos días después, una clara mañana de primavera, yo recibía el beso del sol en la Logia de las Lanzas. Cosme de Médicis se asomaba a una de las ventanas del Palacio. Anhelante multitud se aglomeraba frente a mí y me admiraba. ¡Ah, jamás dejará de resonar en mis oídos de bronce el eco de aquella inmensa aclamación del pueblo de Florencia, saludando el triunfo de la Forma armoniosa como la entrada de un rey o el botín de una batalla! Al paso de Benvenuto la multitud se descubría como al paso de un héroe. Por muchos días persistió este entusiasmo, y los maestros y estudiantes de Pisa, que entonces gozaban de sus vacaciones, llenaban, cada mañana, de versos laudatorios las columnas vecinas a mi pedestal. Bello, bellísimo tiempo...

 

David.

Yo presencié tu triunfal epifanía.

 

Perseo.

Dulce tiempo que fué... ¿Te acuerdas de aquel hervir pintoresco de la vida en las abiertas logias, centros de conversación, de arte y de filosofía, como los pórticos de Atenas? ¿Te acuerdas de aquel zumbar, como de abejas oficiosas, en derredor de un antiguo mármol recobrado, de un amarillo códice devuelto a la luz? ¿Te acuerdas de las procesiones, de las máscaras, de las pompas mitológicas, cuando la juventud representaba en las calles, inmenso teatro descubierto, la apoteosis de la alegría y de la fuerza?

 

David.

Tú no viste más que el ocaso; yo vi la radiante luz del mediodía. Yo asistí en su plenitud al imperio de la renovada antigüedad. Yo oí flotar en el viento el rumor de los convites platónicos, en torno al simulacro del Maestro, en los jardines de Fiésole, coreado el dulce razonar de los iniciados por la vibración armoniosa de los pinos. Ante mí se detuvieron Rafael, Leonardo de Vinci, Andrea del Sarto. Vi, antes que tú vinieras, cincuenta años de gloria, con mis verdaderos ojos, que aquí reflejaron por tres siglos el sol; porque yo, que te hablo, no soy sino una sombra, una sombra de piedra: mi «yo» de verdad padece prisión en un museo.

 

Perseo.

¿Qué cosa es un museo?

 

David.

Una cárcel para nosotros; una invención de las razas degeneradas para juntar, en triste encierro común, lo que nació destinado a ocupar, según su naturaleza, ambiente y marco propio, cuando no a dominar en el espacio abierto, en la libertad del aire y el sol.

 

Perseo.

¿Qué resta, si no es vuestra inmortalidad, de aquel divino tiempo?

 

David.

La idea, en el imperecedero espíritu del hombre.

 

Perseo.

El hombre ya no existe. La criatura armoniosa que dió con su cuerpo el arquetipo de nuestra hermosura, y con su alma el dechado de nuestra serenidad, pasó, como los semidioses de mi raza y como los profetas de tu gigantesco Israel. Los que hoy se llaman hombres, noble título que quisieron llevar tu Dios y los míos, no lo son sino en mínimas partes. Todos están mutilados, todos están truncos. Los que tienen ojos, no tienen oídos; los que ostentan dilatado el arco de la frente, muestran hundida la bóveda del pecho, los que tienen fuerza de pensar, no tienen fuerza de querer. Son despojos del hombre, son vísceras emancipadas. Falta entre ellos aquella alma común, de donde nació siempre cuanto se hizo de duradero y de grande. Su idea del mundo es la de un sepulcro triste y frío. Su arte es una contorsión histriónica o un remedo impotente. Su norma social es la igualdad, el sofisma de la pálida Envidia. Han eliminado de la sabiduría, la belleza; de la pasión, la alegría; de la guerra, el heroísmo. Y su genio es la invención utilitaria, y conceden las glorificaciones supremas al que, después de una vida dedicada a hurgar en la superficie de las cosas, regala al mundo uno de esos ingeniosos inventos con que el Leonardo de nuestro siglo jugaba, como con las migajas de su mesa, entre un cuadro divino y una teoría genial.

 

David.

¿Cuál es tu consejo en la nostalgia?

 

Perseo.

Lo que no han mudado los hombres: el cielo, el aire, la luz.

 

David.

¿Y tu mayor suplicio?

 

Perseo.

Oír el comentario de los viajeros.

 

David.

¿Cuáles, de los que te miran, te comprenden?

 

Perseo.

Los de muy arriba y los de muy abajo: los que vienen trayendo en el alma una idea con que compararme, y que generalmente permanecen mudos, y los niños vestidos de harapos que, en los brazos de las mendigas, se acercan a tocar las estatuitas de mi pedestal y manifiestan, sonriendo, su alegría: Come é bello!

 

David.

¿En qué reconoces a los que son dignos de mirarte?

 

Perseo.

En que cuando ellos me miran siento como si el fuego de la fragua volviera a arder en mis arterias de bronce, y me transmitiera otra vez el soplo creador, y me comunicara de nuevo los estremecimientos sobrehumanos, las angustias feroces, los júbilos sublimes, de la forma que va a ser, que va a infundirse en las entrañas de la materia oscura y rebelde. Después, en una especie de sueño, veo que renazco en tierras lejanas, entre gentes que no vi jamás, reencarnado en palabras armoniosas, o en doctas lecciones de belleza, o en figuras heroicas que brotan en la piedra y el color, o simplemente en una blanca idea que se queda, con el pudor de las vírgenes vestales, en la soledad de un noble pensamiento.

 

David.

Perseo: ¿volverán al mundo la alegría, la abundancia de la invención, la jovial energía creadora?

 

Perseo.

Cuando los hombres vuelvan a creer en los dioses.

 

David.

¿Con fe de belleza?

 

Perseo.

No, con fe de religión. El mundo se dará nuevos dioses. A la fe en la divinidad omnipotente e infinita sucederá otra vez la fe en divinidades parciales, númenes benéficos y activos, pero de poder limitado, que ejercerán en ordenada jerarquía el gobierno de las cosas, y con los que se entenderán más fácilmente los hombres, porque la limitación de su poder explicará la de su favor y su justicia. Y dioses y mortales colaborarán en la misma obra universal.

 

David.

De mi posteridad nació el que vino a redimir el mundo y es el sólo Dios verdadero. Cristo no morirá jamás.

 

Perseo.

¿Y por qué ha de morir? Bajo el claro cielo de Florencia se conciliaron ya la luz del Evangelio y la filosofía que dictaron los dioses. ¿Ves ese resplandor que dora la frente de mármol de Neptuno? Es el sol que viene de iluminar la altura del Calvario y las rumas de Par thenón.

 

Las vestales de mármol de la logia de orcagna.

¡Apolo! ¡Apolo! Tráenos, para Florencia, nueva inspiración y nueva gloria.

 

Florencia, 1916.

VII
Y BIEN, FORMAS DIVINAS...

(pensando en la sala de la niobe, de la galeria de los oficios)

...Y bien, formas divinas, ideas de mármol, dioses y diosas, semidioses y héroes, ninfas y atletas, ¿qué os falta para la plenitud del ser, para la realidad entera y cabal? ¿Por qué un glorioso entendedor de vuestra belleza sintió exhalarse de vuestros labios inmóviles la melancólica nostalgia de la conciencia y de la vida? ¿Para qué el beso de Pigmalión? ¿Para qué el martillazo de Miguel Angel en la frente de Moisés? ¿A qué vivir, a qué cambiar, cuando se ha llegado a una serena perfección?... Si la vida os hubiera arrebatado en su corriente, el tiempo habría marchitado vuestra juventud, el pensamiento habría quemado vuestra serenidad, la lujuria habría mancillado vuestra carne; vuestra belleza no hubiera sido sino una sombra fugaz, y hoy compartiríais la muerte con la multitud de generaciones humanas que habéis visto pasar y deshacerse, como nubes de polvo que elviento arremolina en derredor de vuestro pedestal.

Vuestro ser está perenne en una expresión, en un gesto, en una actitud. Sois un momento eternizado; la inmortalidad del momento en que vuestro carácter idea, se manifestó por entero en una apariencia y en un acto. Todo lo demás de la vida no es sino redundancia o declinación. Cada criatura humana tiene en su desenvolvimiento real un dichoso momento en que culmina; en que sus facultades y potencias llegan al más equilibrado punto; en que la realidad circunstante le ofrece como mar co la situación capaz de destacar plenamente la fuerza que trae dentro de si y que da el porqué de su existencia. Si en ese momento se detuviera para cada uno de nosotros el vuelo de las Horas, y quedáramos así eternamente, ¿no valdría esto más que el torbellino de for mas sucesivas con que nos precipitamos a la final disolución? Todos merecemos la estatua en alguna ocasión de nuestra vida; todos, hasta los que llevan más hondamente soterrada su chispa celeste bajo la corteza de la vulgaridad, tenemos un instante en que seríamos dignos de quedar encantados en el mármol, con el semblante, con el ademán, con el alma plástica en que volcamos lo más íntimo de nosotros y que no llegaremos, a reproducir jamás. Pasado ese instante, vértice en que coinciden, como a la luz de un relámpago, la realidad y la idea, volvemos al dominio de las formas borrosas de las que sólo puede redimirnos la interpretación del artista, restituyéndonos, por milagro y para siempre, a aquel momento único. Vosotros sois los redimidos, los que gozáis de libertad; nosotros, los galeotes amarrados a los remos del tiempo.

No hay manera mejor de soñar para los hombres la inmortalidad de ultratumba, que imaginarla como vuestro estado: una supervivencia de la personalidad, reducida a sus líneas esenciales, a su valor característico, sin la mezcla de lo accidental y disonante, y eternizada en el momento representativo en que trascendió, toda entera, a la acción. Yo me figuro el mundo que se abre al otro lado de la muerte, como una galería de infinitos mármoles; como una asamblea de miríadas de estatuas, que resplandecen en la luz sin aurora ni crepúsculo. Cada alma, sublime o abyecta, angélica o diabólica, perdura allí en la actitud estatuaria que la determina y diferencia: el santo, en el éxtasis de la oración; el poeta, en el vuelo de la fantasía; el héroe, en el ímpetu de la batalla; el asesino, en el arrebato del crimen. Y de la conciencia de cada una de estas actitudes inmóviles nace la eterna sanción: el testimonio perenne de la culpa en el sentimiento íntimo del reprobo; del merecimiento, en el del justo: infierno y cielo mil veces más eficaces que los de abrasadoras llamas y paradisíacos deleites.

¿Qué os falta, pues, si no necesitáis la sucesión de la vida? ¿La luz de la conciencia que ilumine vuestra eternidad de perfección, para que podáis complaceros en ella?... Pero ¿es que falta en realidad? Esta luz interior que nos hace espectadores de nosotros mismos ¿es singularidad del hombre, o es un radical atributo del ser que, en gradaciones y modos diferentes, abarca desde la conciencia del átomo hasta la del humano pensamiento, para remontarse acaso a luces aún más altas y puras? ¿Qué sabemos nosotros de lo que pasa dentro del animal, de la planta y de la piedra? Sólo comprendemos el género de conciencia que nos fué concedido, y cuando ideamos las perfecciones de la Divinidad la hacemos consciente a la manera de nosotros. Y si la posibilidad de las formas de conciencia es infinita, ¿quién puede imaginar el género de luz que cabe en el oculto ser de la obra bella? ¿Quién afirma ni niega el contemplativo arrobamiento, la inefable beatitud, que cautela acaso la impasibilidad helada del mármol donde perdura la Belleza?

¡Formas divinas, arquetipos de mármol! Si la gota de agua que se desploma confundida en la curva del Niágara mira, al pasar las inmutables rocas de la orilla, no las verá con otro sentimiento que el que yo, gota de agua en el torrente que rueda a la muerte y al olvido, os consagro a vosotros, inmutables en vuestra ideal serenidad. Devorará el tiempo su periódica ración de cosas nobles. Se apagará el color en las telas donde fijó el Renacimiento sus visiones radiantes, y ya sólo vivirán en la copia y el recuerdo. Dejarán de hablarse los idiomas en que hoy se expresan los hombres; y así, de la palabra del poeta no restará sino la idea mutilada en sus connaturales alas de armonía. Pero para vuestra juventud no habrá desmedro, para vuestra gloria no habrá ocaso. Hombres nuevos, cuya concepción de la vida y de las cosas nos produciría, si alcanzáramos a vislumbrarla, el vértigo de lo incomprensible, se detendrán ante vuestra hermosura, que es la hermosura humana en su más enérgica y simple idealidad, y la sentirán cabalmente, como sentirán la belleza de la puesta del sol y la del mar, y la de la montaña. Y luego pasarán esos hombres, y sus imperios serán humo, y sombra sus pasiones, sus verdades, sus leyes y sus dioses, y vosotras quedaréis, serenas como la estrellas del cielo. ¡Formas divinas, arquetipos de mármol!

 

Florencia, 1916.

VIII
LA POESIA DE STECCHETTI

con motivo de su muerte

 

Stecchetti ha muerto, y las vidrieras de la docta Bolonia, lucen, en terracotas y cartulinas, la imagen del poeta, imagen de viejo Sileno, que reclama la guirnalda de hiedra y la tendida copa. Sabido es que, como Panzacchi y Carducci, el cantor de las Memorias boloñesas secontaba entre las glorias locales de la ciudad donde describen sus petrificadas reverencias la Galisenda y la Asinelli.

Confieso que, cuando supe la muerte del poeta, mi primera impresión fué preguntarme: «¿Pero vivía?»... Y es que literariamente había pasado hace ya tiempo. En el retiro de su biblioteca universitaria, callaba, respetando la inconstancia de la popularidad. Túvola como para compensar dotes aún más altas que las suyas. Pocas colecciones de versos habrán logrado, en el mundo, difusión más rápida y afortunada que Póstuma. Fué aquello en 1877. Un día salió de las prensas de Bolonia un libro de pocas páginas, que su prologuista, el profesor Olindo Guerrini, presentaba al público como la obra de un poeta ignorado, muerto al final de la primera juventud, después de aflictivo mal del pecho. Pronto se supo que el autor era el prologuista, cuyo nombre literario quedó siendo el de su fingido «yo», y que, lejos de haber muerto ni hacerlo temer para fecha cercana, era un joven robusto y de temperamento jovial, que prometía, como llegó a disfrutarla, vida larga y dichosa. Apuntemos de paso la singularidad de que el mantenedor de la lírica verista emprendiese su obra mediante una ficción que priva a ciertos caracteres de su lirismo de otro género de sinceridad que el que cabe en un monólogo dramático.

Póstuma es un «cancionero» en que la forma lírica adquiere, como en el arquetipo del poeta alemán, la fuerza concentrada de la gota de esencia; la virtud de la palabra mágica; el poder de evocar en la sensibilidad mil resonancias dormidas, como el golpe de filo que roza la copa de cristal y la deja sonando por sí sola. La sustancia de ese cancionero, si separamos la parte de languideces de moribundo e imágenes de muerte, que no responde al verdadero ánimo del poeta, sino al de su personaje imaginario, no es distinta de la que podrían dar las confesiones de cualquiera juventud alegre y turbulenta: suspiros de amor que se abren paso entre una lágrima fugaz y un despreocupado reír; reproches de engañado, protestas de engañador, sobremesas galantes, melancolías del tedio o de la duda; ávido apresamiento de la dicha, con la conciencia de su rápido vuelo... y por entre todo ello, los dardos de la ironía, levantándose a veces, como en la conseja del Rey Sabio, a teñirse en sangre de Dios.—Un idilio primaveral—Il Guado—que es, a la verdad, de las cosas más bellas que conozco en lengua italiana, y un croquis de la calle—Mendica—donde se infunde el sentimiento compasivo y noble de Coppée, son notas de más suave e inmaculada poesía que las que prevalecen y dan tono general.

Como sucede en muchos otros, este poeta se reveló en su plenitud, desde su primera aparición. Lo que vino después de Póstuma fué poco, y manifiestamente inferior a aquel libro juvenil. En las páginas de versos que añadió al final de Nueva polémica, hay ráfagas de la misma agridulce y sincera intimidad, diseminadas sobre un fondo de más petulancia retórica y más pose literaria. Luego, cuando podía esperarse la obra de la madurez, desconcertó a su público con las Rimas de Argía Sbolenfi, libro caricaturesco, que atribuyó a una histérica poetisa, sedienta de amores, y del que, anticipándose al juicio ajeno, hizo por su propia cuenta la más despiadada disección, en un prólogo que desarma a la crítica, puesto que anula la obra.

La genealogía de Stecchetti sería fácil de determinar, aunque no la confesara él mismo: Byron, Heine, Alfredo de Musset, y mucho más los últimos que el primero, cuyo amargo humorismo tiene un aire de majestad y de grandeza que no se aviene con la sans façon del que imprime su sello a las páginas de Póstuma. Pero para formar cabal idea de los antecedentes de la poesía que se manifestó por ese libro, y sin desconocer lo que pone en ella el carácter indivídual e irreductible, el quid ineffabile de la personalidad que existe, sin duda, en Stecchetti, importa tener en consideración una poderosa influencia de tiempo: la influencia del naturalismo, cuyo imperio se afirmaba universalmente mientras la generación del poeta boloñés hacía sus primeras armas. La sencillez confidencial e irónica de Musset y de Heine, rebajada, vulgarizada por el influjo de aquel monomaníaco positivismo literario que sobrevino como desquite de las fiebres románticas, fué el numen inspirador de Olindo Guerrini. La plenitud naturalista, tan adaptable a la prosa novelesca, era dura de imponer en la lírica, que por naturaleza tiene alas y no es fácil que se domestique hasta el punto de perder el instinto de levantarse sobre el suelo. Pero la autoridad del gusto imperante es avasalladora, y hubo poetas que se le humillaron. Stecchetti fué en Italia el poeta del naturalismo, que él o sus comentadores calificaron de verismo. Como tal, hubo de afrontar memorables guerras de pluma. Buen batallador, lidió con gracia y con denuedo. En ciertas particularidades de estas polémicas, la crítica aprovechó fácilmente los muchos flacos de su coraza. En otras, la razón estaba de su parte, sólo que sus defensas nos interesan hoy medianamente, por tratarse de ideas sobre las que ha cesado o se ha desapasionado toda discusión.

Así, por ejemplo, en lo que concierne al reparo de inmoralidad. La reintegración de los fueros del arte en este punto es pleito desde hace tiempo ganado. No hay inmoralidad en el desnudo, ni en la sinceridad sensual, cuando de representaciones verdaderamente artísticas se trata. Y el límite de la libertad de cada artista está determinado sólo por su mayor o menor capacidad para realizar belleza. El cargo de inmoralidad, que fué siempre la reacción instintiva de los necios y de los hipócritas, contra todo esfuerzo literario audaz, contra toda enérgica y franca imitación de la vida, no podría justificarse, ante la crítica de hoy, sino con razones muy diferentes a la de tal o cual exaltación de los sentidos y tal o cual crudeza de color. Los escritores que todavía hubieron de luchar porque esta libertad se consintiese, y extendieron a la pluma y a la lira el imperio de la desnudez, que siempre fué concedido al arte plástico, merecen bien de las letras. Reconózcanse en buen hora al autor del Canto dell’Odio la parte que en esa reivindicación le corresponda, dentro de su público y su lengua. Y, además, poniendo de lado las Rimas de Argía Sbolenfi, declarada afectación humorística, que no puede lealmente hacerse pesar sobre su nombre, nada hay, en la sensualidad de Stecchetti, de malsano ni de excesivo.

Tampoco habrán de espantarnos, ciertamente, a los hombres de este tiempo, la irreligión del poeta, la guerra que movió a los baluartes de la fe caduca; notas que en anteriores voces hemos oído resonar con mucha más robusta energía y mucha más penetrante sugestión. Sus alardes, un poco pueriles, de incredulidad: sus burlas, nunca muy áticas, de lo divino, pasan sin dejar otra huella que el retozar de una sobremesa de escépticos, mientras que las blasfemias de Shelley retumban todavía como el clamor de los titanes que asaltan el Olimpo, y mientras que calan hasta el centro del alma los ayes de desesperación atea del poeta de la infelicità.

Lo que empequeñece, lo que deprime la poesía de Stecchetti, no es lo que hay en ella, sino lo que falta de ella; no es que haya puesto en sus versos la expresión valiente y desnuda de su sensualidad y de su irreligión, sino que no haya puesto más que eso, y que la sensualidad y la irreligión estén allí como en un límite cerrado, sin un resquicio que descubra en el alma del poeta perspectivas más hondas e ideales.

Se ve que su conciencia se adapta a su pequeño mundo de imágenes voluptuosas o irónicas, como la rana a su charco. No aspira a nada más. Falta en sus rebeldías lo que no falta en los más amargos momentos de Byron, de Musset y de Heine: la nostalgia, confesada o latente, de un ideal perdido, del entusiasmo y la fe que se tuvieron o soñaron; la aspiración indómita, aunque desesperada, a una esfera superior, que el dejo amargo de las realidades humanas provoca en el corazón de donde huyeron los dioses... No hay esta cuerda en la lira de Guerrini; pero nunca parece él más poeta que cuando, como inesperado relámpago, cruza un sentimiento semejante a ésos sobre el fondo de su árida melancolía sensual, y exclama, por ejemplo, dirigiéndose a su hijo:

Io stanco scenderó ne’cimitero,

I tuoi riccioli biondi imbiancheranno.

Povero bimbo, e non sapremo il vero,

o dice, con desolación «leopardesca» a una cieguecita:

La beltà cui tu credi è una menzogna.

Beati gli occhi che son chiusi al sole!

La grande idea de la Italia rediviva, entera y libre; la aparición radiante de la patria evocada del fondo de los siglos con su inmenso séquito de gloria; sueño y realidad que constituyen el núcleo ideal de la tradición poética italiana, de Alfieri a Manzoni, de Leopardi a Carducci, de Fóscolo a D’Annunzio, no mueven un solo grito de entusiasmo, de orgullo, ni de anhelo, en la poesía de Stecchetti, y acaso no pueda decirse otro tanto de ningún otro de los que en esta divina lengua han poetizado, desde hace más de un siglo. Si alguna vez se levantó sobre la expresión puramente individual y puso el oído a los clamores de afuera, fué para recoger el eco de las reivindicaciones sociales, que le interesaban por su conexión con el empuje antirreligioso, la única pasión impersonal que tuvo firme arraigo en su alma.

Pero el verdadero fondo de su naturaleza poética era el egoísmo epicúreo, y así perseveró hasta el fin de su larga vida, en la que nada demostró poseer de espíritu reformable y asimilador, ni en sentimientos e ideas, ni en gustos y formas. El grande impulso de renovación de la lírica que se inició con las tendencias posteriores al naturalismo, y que, en medio de infinitas escorias, trajo tanto que ver, tanto que meditar, tanto que admirar, no obtuvo de él sino una displicente sonrisa y esta farmacéutica exhortación dirigida a las pálidas y extáticas figuras evocadas de los cuadros de Sandro y del Beato Angélico: Bevete il Ferro-china Bisleri!

Fué el poeta de su hora, la hora más desheredada de lirismo que abarque la historia del glorioso siglo pasado. Para las generaciones que vinieron después no era ya ni «el poeta» ni uno de los poetas. Y es difícil que el tiempo traiga el desquite de este olvido. Le apartarán siempre de la predilección de las almas verdaderamente poéticas lo apocado y prosaico de sus aspiraciones, la radical vulgaridad de su naturaleza espiritual, su pobre concepto de la vida, su triste incomprensión de todo lo que no toca de inmediato las realidades del mundo. En suma, dejando aparte algunos rasgos delicadísimos de Póstuma, aquélla es poesía de gallinero. Pero nadie puede negar que en los gallineros cabe también su característica especie de poesía. Imaginad, sobre un cuadro de sol y de verdura, el gallo lucio, altivo y ardiente; con su cortejo de rendidas esposas; lanzando al aire matinal el vibrante clangor de su clarín, y recogiendo, sin perder su garbo ni su entono, los dorados granos desparramados en el suelo. Aquí hay belleza, hay gracia, hay expresión. Sólo que, por encima de ese agradable cercado, está el espacio inmenso, donde el ala del águila parte los vientos y las nubes, y donde cantan, entre las copas de los árboles los pájaros de Floreal.

 

Bolonia, 1916.

IX
ANECDOTAS DE LA GUERRA

Cuando Edmundo de Amicis decía que para consolidar la trabazón de su unidad, necesitaba Italia un gran sacudimiento guerrero, una de esas conmociones heroicas que hacen vibrar, del uno al otro extremo, el esqueleto de un organismo nacional, pensaba en una exaltación de la conciencia colectiva, como la que ha provocado, efectivamente, esta guerra. Italia sabe que pasa por la hora de prueba de que debe salir magnificada y perdurable. El génesis histórico de la Italia nueva requería coronarse con un final más épico y glorioso—en el sentido de la gloria guerrera—que la ocupación de la Roma pontificia. Y a ese final va, consciente y entusiasta, el alma de este pueblo. Percibís a cada paso la seguridad, la confianza, con que tiende a él. Es, el que flota en el ambiente, un entusiasmo diáfano y sereno, al que la misma integridad de la esperanza que lo anima parece privar de los borbotones de aquel otro febril entusiasmo que alterna con la angustia. No hay tiesura marcial, no hay solemnidad trágica. Mientras el golpe del cañón deshace, palmo a palmo, las fronteras, y los hilos de sangre descienden por las vertientes alpinas, el alma despreocupada y ardiente de la raza sigue entonando, en las ciudades bruñidas de sol, su eterna canción de juventud y de alegría. A no ser por la oscuridad nocturna de las calles, en previsión de los ataques aéreos, y por las relativas incomodidades de la presentación a la Cuestura, para la dichiarazione de soggiorno, nada haría sospechar al viajero que no se vive en tiempo de paz. ¡Cuánta mayor tristeza he visto yo difundirse en la atmósfera de Montevideo, durante nuestras temporadas de guerra civil, que en el ambiente de estas ciudades italianas, hasta cuyas puertas llegan las llamaradas del más atroz encendimiento de guerra que hayan presenciado, ni acaso puedan presenciar, los siglos!

El fondo heroico, que encubre esa sonriente máscara, da asidua razón de sí allá donde se lucha y se muere. Cien episodios lo manifiestan cada día. Contados en las reseñas de los periódicos o en las cartas de los soldados; dando motivo al comentario de los salones y de los corrillos populares, son la crónica donde rasgarán mañana su crisálida las leyendas de esta magna gesta patriótica. Un diligente periodista, el señor Giuseppe de Rossi, ha tenido el oportuno acuerdo de coleccionar los más interesantes y significativos de esos episodios, en un volumen que se lee con agrado y emoción.

Hay allí rasgos de temerario ímpetu, de serena impavidez, de conformidad estoica, de astucia inteligente y de atlética destreza. La gallardía del valor personal aparece en casos como el de aquel alpino que, encontrándose él solo, en una exploración, con media compañía de austríacos, la hace frente, escudado en una hondonada, desde donde apunta sus tiros con tal precisión que contiene y ahuyenta a sus perseguidores. O bien, el teniente de artillería que, después de ver sucumbir sucesivamente a tres soldados que enviara en observación de una batería enemiga, no quiere seguir aventurando más vida que la suya, y marcha él mismo a afrontar la muerte probable.

Otros ejemplos hablan de fortaleza de ánimo, de energía en la adversidad. Así, el del cabo que, en el ataque del Freikofel, mutilado de un brazo, se niega a dejarse retirar como herido, y sigue adelante difundiendo voces de aliento y entusiasmo. Así también, el del oficial de bersaglieri a quien una granada ha tronchado las dos piernas, y que, en las convulsiones del dolor, se aprieta los labios con la mano para ahogar sus lamentos, que pueden descorazonar a los que pelean.

¿Y el episodio, referido por D’Annunzio, del artillero que, en la defensa de la Isla Morosina, roto el hilo del teléfono que transmite a las baterías las órdenes del comandante, se ofrece para ir a reponerlo, y entre espantosa lluvia de metralla permanece firme hasta finalizar la operación, después de la cual se desploma con las espaldas rojas de sangre, herido de muerte?

La malicia de Ulises, la travesura épica, tan propia del carácter de esta raza fina y sutil pone frecuentemente su scherzo entre las notas trágicas, y sugiere ardides ingeniosos, como el de los sombreros de plumas y los cigarros encendidos que, colocados en las trincheras, provocan al enemigo a malgastar sus municiones, mientras por allá cerca los soldados huelgan y ríen.

Dos anécdotas hay que me parecen las más bellas: una, por su irradiación de nobleza y de piedad; otra, por el heroísmo precoz, que se aureloa de martirio.

Era en los primeros día de la guerra. A la aproximación de las armas italianas, los austríacos desocupaban una de las pequeñas ciudades fronterizas, y la parte inerme de la población, viejos, niños y mujeres, evitando ser arrastrada en la marcha del extranjero, se apresuraba a escapar, buscando el amparo del ejército reconquistador. Una mujer del pueblo sale, despavorida, de la ciudad, con sus dos niños en los brazos, y en la soledad del campo se orienta, angustiosamente, hacia donde ha visto flamear la tricolor que anuncia la salvadora presencia de la patria. De súbito, la pobre mujer se siente envuelta en el estrépito y el fulgor de la pelea: está entre los fuegos del ejército que avanza y del que se retira. El espanto la mantiene, por un momento, inmóvil y trémula, apretando contra su corazón a los dos niños que lloran. Pero ve la tricolor que se adelanta; que, como un relámpago irisado, abre aquí y allá las nubes de humo, y cerrando los ojos, corre arrebatadamente hacia ella. Los soldados de Italia ven aparecer, ante la boca de sus fusiles, aquella trágica visión de la madre abrazada a su viviente tesoro. Continuar el fuego es probablemente matarla; suspenderlo es alentar al enemigo, que no se da tregua en el suyo. Una voz de mando, que brota vibrante, como sugerida por inspiración común, resuelve toda vacilación: «¡Cese el fuego!»... Y en tanto que las armas se abaten y dos bersaglieri se adelantan a recibir en sus brazos a la mujer que se desmaya de cansancio y de angustia, las descargas del enemigo, reanimadas con el inesperado silencio que las contesta, siembran la muerte en aquellas filas que inmoviliza la piedad.

El otro caso es de un chicuelo heroico, de un «niño sublime». Acosado, en campo abierto, un batallón italiano, por los fuegos de la artillería austríaca, había buscado la protección de un alto muro de piedra. De pronto, entre las matas que orillan el camino, ven los parapetados aproximarse, agitando un pañuelo blanco, un niño, un aldeanito harapiento, teñido de sol y de polvo. Le preguntan qué quiere. «Ayudar en lo que pueda—responde—. Estoy solo. Mi padre, mis hermanos, todos han muerto en la guerra. Yo conozco bien este terreno.» Y trepando como un gato sobre el muro, se pone a avizorar, temerario centinela, el campo enemigo, a fin de indicar el punto de donde partían sus fuegos y la senda por donde convenía tomar para salir de su alcance. Los soldados le instan a que baje de allí. El, impávido, continúa observando; con palabras y señas transmite lo que ve... y en el momento en que se dispone a bajar y cien brazos impacientes se tienden para ayudarle, una bala hace pedazos la inocente cabecita y el cuerpo ensangrentado rueda el pie del muro, entre un irrefrenable grito de compasión y de dolor.

No se sabe su nombre. No queda de él más que del pájaro abatido de la rama por el golpe del granizo. Glorifi quémosle dentro de la advocación simbólica del Gravoche de Víctor Hugo.

X
LA ESPERANZA EN LA NOCHEBUENA

Presencié, desde mi asiento del tren una escena de despedida en que una mujer de cabellos blancos decía a una niña vestida de luto:

—Ve, hija mía, que esta Nochebuena nos traerá la paz.

El tren partió. Y aquellas palabras quedaron vibrando en mis oídos, extrañamente concertadas con el ruidoso alentar del monstruo de hierro, que me parecía repetirlas, silabearlas y acordarlas a tonos distintos.

Luego pensé: «La esperanza humana es como esas enredaderas a las que basta, para centro y sostén, el tenue rodrigón de un hilo. Busca su eje ideal y lo encuentra en una levedad, en un soplo, en una sombra. Por eso persistirán eternamente las infinitas formas de la fe, de que no nos eximimos los incrédulos. Son los rodrigones de nuestras esperanzas.»

La señora de los blancos cabellos anima en la hija o en la nieta la esperanza de la paz, porque la Nochebuena está cercana, y en esa Noche vino al mundo el enviado a poner amor y concordia entre las gentes, aquel cuyo nacimiento celebró el coro que oyeron los pastores: ¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!

Señora: hace mil novecientos dieciséis años que esa voz propagó la buena nueva de una ley de caridad y de gracia. Si desde entonces ha habido gloria en el reino de Dios, lo sabrán los astros del cielo, que no quieren conversación con nosotros; pero de las cosas del mundo sabemos en esos mil novecientos diez y seis años, que suman unos cuantos centenares de miles de días, o sea no pocos millones de horas, y en estos millones de horas no ha pasado, un minuto, uno solo, en que el brazo del hombre no haya estado suspendido sobre el pecho del hombre; en que la sangre, el odio, la matanza, al Norte o al Sur, a Oriente o a Occidente, no hayan mantenido erguida sobre el mundo la sombra de Caín, eterna, inconjurable, soberana...

Guerra para resistir la ley del Dios de amor y guerra para difundirla; guerra para imponerla en climas remotos, para resguardarla del error, para interpretar una palabra suya; guerra entre príncipes que se celan, entre pueblos que se aborrecen, entre clases que se incomodan y, lo que es más triste todavía, guerra entre gentes que ni se incomodan, ni se aborrecen, ni se celan.

¿Qué será, señora? ¿Será que no se explicó, o que no le entendieron? ¿Será que profetizaba cuando dijo que «no traía la paz sino la espada»? ¿O será más bien que hay en el fondo de la naturaleza humana una hez tan áspera y acerba que ni aun la sangre de Dios es miel suficiente para suavizarla?

A través de esa ciénaga de sangre, cerca de dos mil veces ha vuelto a aparecer la Nochebuena, indiferentemente atravesada por los fuegos del sempiterno fratricidio; y es seguro que otras tantas veces, infinitas almas, heridas de aflicción y de angustia, pusieron su esperanza en la noche que le hablaba de la ley de amor y perdón, y soñaron que al paso de la estrella de Belén, el iris tendería su arco y la mancha que enrojecía la tierra se evaporaría. Y la estrella de Belén ha pasado, y la mancha roja ha permanecido indeleble. ¿Cómo hemos de esperar, señora, que esta Nochebuena traiga al mundo la paz, si no es la paz imperturbable y eterna para los que, en esa noche, como en estas que la preceden, caerán con la cabeza rota por las balas, o helada la sangre por el frío de la altura?...

...Pero todo este razonar se viene al suelo, apenas hago llegar hasta él el soplo de una reflexión más honda y reconozco la incongruencia de mi análisis.

Quien está en lo cierto, del punto de vista de la Vida, es usted, señora, y no yo. Tengo la lógica, que no es más que la verdad paralítica; pero en usted habla el instinto vital de la esperanza, madre de toda energía, y al cabo, de toda verdad. De espejismos aún más vanos que el que yo denuncio en la ingenua confianza de usted, está compuesto el fondo de nuestra historia, y merced a ellos nos movemos, respiramos y vivimos. La experiencia secular demostrará que la Nochebuena no tiene virtud para traer la paz al mundo, pero una experiencia más firme todavía, porque empieza con el primer sabor de amargura que probaron los labios de Adán, demuestra que toda humana vida remata en la decepción y en el dolor, que todos los bienes de la tierra son o ilusorios o efímeros; y, sin embargo, los soñamos, les concedemos nuestra fe, y cerremos desesperadamente tras ellos. Cada generación que se va, deja, como la espuma en la playa, la confesión de su desengaño, y cada generación que viene contesta, con terquedad impenitente y sublime, entonando el himno de la alegría y de la acción. Así se realiza el oculto plan a que servimos, así se mantiene el sortilegio del mundo. Sin estas inconsecuencias de la vida, sin estas rebeliones del instinto, nuestra lógica concluiría por secar las fuentes de la voluntad; nuestra razón sembraría de sal la tierra que nos da el pan y el vino. La paz no vendrá esta Nochebuena; vendrá una noche o un día que serán buenos por obra de la fuerza fatal, o bien del tino guerrero; y tras la paz sobrevendrá probablemente la guerra, y luego otra guerra y otra paz, y en este ritmo se sucederán las Nochebuenas, tan indiferentes como las otras a las disputas de los hombres; pero habrá siempre—y debe haber—señoras de cabellos blancos, creyentes y confiadas, que digan a la niña llorosa que tiembla por el padre, por el hermano o por el novio:

— Ve, hija mía, que esta Nochebuena nos traerá la paz.

 

Turín, diciembre de 1916.

XI
UN DOCUMENTO HUMANO

Cuando la toma de Gorizia, cayó prisionero, y con la razón conturbada, un oficial del Regimiento 87, 4.° Batallón, del ejército austríaco. Este oficial llevaba en el bolsillo un cuaderno de memorias, un «diario psicológico», donde había anotado sus impresiones de la vida de campamentos y trincheras, durante el mes anterior a aquel memorable hecho de armas. Del teatro de la guerra pasó ese cuardeno—hasta hoy desconocido para el público—a ciertos círculos intelectuales de Turín.

Debo a la buena amistad del señor Camilo Ferrúa, el conocimiento de ese curioso manuscrito, que con su autorización ofrezco, brevemente comentado, a los lectores de Caras y Caretas. Es, según se decía en tiempos del naturalismo, un admirable «documento humano», una confesión enteramente libre de artificios, donde un hombre sin notoriedad, ni extraordinaria condición alguna, tal vez sin gran iniciación literaria, pero, sobre toda duda, dotado de eficaz instinto de expresión, descubre el fondo de su pensamiento, con la ingenuidad y el aban dono de quien habla para sí mismo, y deja así poderosamente reflejada la imagen de su personalidad, que interesa como todo lo que tiene el sabor de la verdad humana; acertando no pocas veces con la frase penetrante, segura, insustituible, como estampada por el agua fuerte sobre lámina de acero.

En el taller de Leopoldo Bistolfi, rodeados de formas estatuarias que hablan «del dolor y la muerte», leíamos estas páginas también de muerte y de dolor, y el grande artista señalaba atinadamente, en el transcurso de ellas, relámpagos del humour heiniano. Explicables respetos me obligan, y es lástima, a suprimir o atenuar, en la traducción, palabras de brutal crudeza, toques de realismo feroz, que contribuyen a la cruel energía del original.

Comienza el despreocupado psicólogo repartiendo sus dardos entre ambos campos enemigos:

 

«15 de julio.

» Los italianos cantan mientras huelgan. ¿Cantan para darse coraje o porque se sienten coristas de opereta hasta en presencia de la muerte?»

A renglón seguido de esta ironía para la parte de acá, vuelve su arco del lado de Germania, y dispara inrreverentemente sobre el olímpico Júpiter de Weimar:

 

«18 de julio.

» Se dice que el pobre Oin se ha suicidado. Tal vez se ha suicidado de miedo. «Será enterrado en la bocacalle aquel que se dé la muerte por su mano», dice Heine. ¡Ah, los alemanes tienen un solo gran poeta, que es Heine, pero no lo quieren reconocer por suyo! ¿Quién me objeta que Goethe? Ciertamente, Goethe era tudesco, pero ¿acaso era Goethe poeta?... Suele decirse que también era filósofo. ¡Muchas gracias! Porque puso en rima las más sublimes tonterías, era poeta; porque no hay diablo que le entienda, era filósofo... ¡Cuánta más poesía no encierran las estancias de nuestro pobre Wilssen (?) que todas las páginas del Fausto!»

 

La apuntación que sigue es interesante para comprender el estado de alma de este infortunado dentro de la guerra que le arrebata sin llegar a mover su voluntad:

 

«20 de julio.

» Hoy se ha conmemorado el aniversario de Lissa. Jem’en fiche! (Traduzco por esa frase francesa la expresión, mucho más ruda, del original:) Ocasión para misas campales y discursos patrióticos... El capellán ha dicho hoy tantas misas que ha de haberse embriagado de la sangre de Cristo... Banquetes, brindis, vino espumeante, triples vivas... No hay duda: ¡una estupenda cosa el patriotismo! ¿Se me reprobará que yo no lo sienta? Perdón: Yo nací eslavo, pasé la infancia en Viena, la adolescencia en Budapest, tres años en Suiza, seis en París... Dígaseme en conciencia si un pobre diablo como yo, que ni siquiera sabe lo que es, puede sentir sinceramente al patriotismo austríaco!»

Vienen después dos notas humorísticas que parecen de Heine, y tras ellas una pincelada de realidad guerrera, de esas que mueven en la imaginación el asco del heroísmo y la gloria:

 

«21 de julio.

» Hoy el mayor me ha presentado sus felicitaciones. Parece que me he portado como un héroe frente al enemigo; que recibiré una medalla por mi valor, etcétera. (¡Y qué mal le olía la boca mientras me decía todo esto!) Cuando afirma que yo tengo valor prueba ser un asno. Una cosa es tener valor y otra no tener miedo. Yo no poseo más que la cualidad negativa. Pero sería pretender demasiado exigir que un mayor sea al mismo tiempo un psicólogo. Basta con que sea un etnólogo.

 

«22 de julio.

» ¡Hora trágica! Y, sin embargo, es necesario que ría. Un casco de granada ha mutilado de la peor manera a mi asistente. ¡Desventurado inválido que, a diferencia de los otros, no podrá enseñar sus gloriosas heridas a las muchachas de su aldea!

 

«25de julio.

» ¡Hora trágica! El cansancio me había rendido al sueño. Me desperté de súbito, y no por el estampido del cañón. Es que sentía resbalar por las mejillas una sustancia blanda, caliente, que me rozaba los labios... ¡Oh, Dios mío! Eran los sesos de un pobre cabo que yacía a corto trecho de mí, con la cabeza hecha pedazos... ¡Nunca más me libraré en la vida en esta horrible impresión!»

No es menos crudo y enérgico el color de las notas siguientes.

 

«28 de julio.

» He dormido tres días: me siento mejor. Por la noche, salimos a las trincheras. No hay nada que pueda dar idea del hedor de los montones de cadáveres. Se abre la boca para llevar a ella un bocado, y se paladea el aliento hediondo de la muerte. Cerca de mí veo un cuerpo humano destrozado, cuyo negro hígado hierve de gusanos. Voraces moscas vuelan del hígado a la cara. ¡Qué repugnante, qué asqueroso es esto!

 

«30 de julio.

» No es ciertamente una diversión estar en las trincheras bajo el fuego terrible de los italianos. ¡Pródigos como grandes señores estos bellos tipos! Derrochan insensatamente sus municiones, y les pasará al fin como a los franceses y a los rusos. Lo cual me tiene sin cuidado. En cambio, me importa mucho el espectáculo que se desenvuelve a mi alrededor. Cabezas, mochilas, piernas, brazos y pelotones de tierra, palos de las carpas, descuajadas vísceras: todo volando en confusión por el aire. Es una batahola como si el mundo volviera nuevamente al caos. ¡No se puede negar que vale la pena de llegar a estos extremos por la posesión de unas cuantas rocas del Carso!»

Apréciase la intención vengadora de esta apelación a la piedad maternal.

 

«31 de julio.

» Noche terrible. Quisiera estar ya muerto. Creo que es mejor conclusión morir que perder el juicio. Pienso en los pintores de batallas, y pregunto cuál sería el poeta capaz de poner en bellas rimas estos vientres destripados, estos pingajos de carne, estos torsos semideshechos, estos lodazales de sangre, estos sesos fuera de su cráneo... ¡Cuánto daría por traer aquí una madre que tenga un hijo en la guerra!... ¡Ah, si las madres vieran esto, yo digo que al cabo de una semana no quedarían en ninguna parte del mundo reyes, emperadores ni generales! Pero las infelices se imaginan, allá en su casa, que los heridos son cuidadosamente puestos en cura, y que a los muertos se les entierra con un crucifijo entre las manos...

»¡Vivir en este horror y en esta podredumbre! ¡Y luego, aquel sabor de los sesos del cabo, en los labios!... ¡Dios mío, cuando recuerdo esto me parece enloquecer!»

Líneas más abajo:

 

«31 de julio.

» Si un Dios de lo alto viese los torrentes de sangre que corren en las trincheras, diría que la madre Naturaleza paga su tributo periódico.»

Los primeros asomos del trastorno mental alternan con curiosos rasgos de observación y de ironía en lo que ahora va a leerse.

 

«2de agosto.

» El médico opina que no es cosa de descuidar esto que tengo. Yo estoy mal, muy mal, sin duda. Dicen que deliro de noche. El alimento me da naúseas. ¡Siento en todo lo que como el sabor de los sesos del cabo!

 

» 3 de agosto.

» Se me concederá licencia por cuatro semanas. Esto es preferible a todas las medallas del mundo. Hoy, acompañado de Mollner, fuí al pueblo a visitar a una muchacha. Difícil es hallar una armonía de formas como la de esta Gilda. Ni una línea de más, ni una de menos. La Venus yacente de Velázquez no es más bella. Yo prefiero lo macizo y rotundo a la manera de la Margarita de Gorizia.

 

» 6 de agosto.

» ¡Hoy he visto a los soldados de la Landsturn con fusiles Mendel, y no podría expresar la cómica impresión que me ha causado el aspecto de la bayoneta aplicada a ese fusil! Es verdad que los italianos usan todavía la lanza, pero lo antiguo no es ridículo; lo «fuera de moda», sí. A nadie se le ocurrirá reírse delante de un caballero con plena armadura de la Edad Media; pero todos se reirían de un ciudadano particular que se pusiera frac... y pantalón a cuadros.

 

» 7 de agosto.

» Lloraría de este horrible dolor de cabeza. Para quien ha danzado en las trincheras la danza de la muerte, sólo queda abierto un camino: el del hospital de locos.

—¿El general X... en Tarvis? Si queda mucho tiempo fuera de su casa, corre peligro de ser padre otra vez.

 

» 11 de agosto.

» Ayer he tenido fiebre. Me siento muy sin fuerzas. Estoy solo, contemplando la puesta del sol. Los cipreses del huerto se tiñen de púrpura y de oro. Parece que una cosa dura como el acero hubiera chocado contra mi alma y la hubiera roto en pedazos... Veo desde aquí la hortelana que baja a recoger el agua y luego la vierte en la pileta para que la beban los bueyes. Hace como la guerra, que saca a los hombres de su casa y los vuelca en las trincheras para que la muerte se los trague... No concibo cosa más estúpida que esta guerra de medio mundo contra el otro medio, tanto más cuanto que creo que después de ella las cosas quedarán, poco más o menos, como antes. ¡Ah, el cuerpo muerto de Luis XVI está esperando a sus colegas, y si tuviera la cabeza pegada al tronco se reiría!»

Quedan algunas páginas de la lectura difícil, por lo apagado y borroso de la letra.

¿No hay un vivo interés humano, un caluroso aliento de verdad y de expresión en el soliloquio escrito de esa infortunada alma anónima, de ese pobre forzado de la guerra, a quien el huracán de odios que le arrastra lleva de la ironía de su indiferencia antipatriótica al horror y el espanto de la locura? ¿No percibís frecuentemente, al través de su divagar desaliñado y febril, algo como la repercusión de ecos dispersos y flotantes que vienen de lo hondo del sentimiento colectivo, de la conciencia profunda de la humanidad, y que, acaso un día cercano, han de reunirse y rebosar en un inmenso clamor?... La parte más interesante—si bien rara vez lograda—de la historia no es la que se escribe con el pensamiento puesto en el juicio de los otros, aunque estos «otros» sean la posteridad. Es, o sería, la de las confesiones personales que actores y espectadores escribiesen con la absoluta sinceridad del testimonio íntimo y sin pensar que existen en el mundo imprenta y literatura. ¡Cuántas «impresiones» como esas que la casualidad ha puesto en mis manos podrían recogerse en cartas que se perderán para siempre ignoradas, en «diarios íntimos» que se rasgarán cuando haya pasado la situación de ánimo a que sirvieron de expansión y consuelo! ¡Cuántas más quedarán sin signo escrito y sólo sobrevivirán precariamente a favor de la tradición doméstica! ¡Y qué preciosa luz derrramaría un archivo de esos humildes e ingenuos «documentos humanos», para el hombre del porvenir que se proponga desentrañar la realidad oculta en el fondo de este momento extraordinario de la historia del mundo!

 

Turín, diciembre de 1916.

XII
TIVOLI

La corriente del Anio, revolviéndose entre los montes Tiburtinos, se encrespa en bullidoras cascadas y enguirnalda sus márgenes de arboleda frondosa. Asomada a esas alegres aguas, a la sombra de esa perenne espesura, está la antigua Tibur, la Tívoli de hoy, donde la Roma de los Césares disfrutó los ocios de la paz, y donde pasaron dulces horas pontífices y cardenales amigos del bello vivir.

Desde que se tiende la primera mirada por este montuoso horizonte, se disputan los favores de la imaginación la amenidad de la naturaleza y el prestigio de los recuerdos. Si preferís empezar por acercaros a lo que la naturaleza puso de su propia hermosura, llegad, entrando al pueblo por la puerta de Sant’ Angelo, adonde un letrero pintado, que parece de un ventorrillo, sobre una tapia como de cualquier quinta vulgar, anuncia que es allí la Villa Gregoriana. De paso para las cascadas y las grutas, veis levantarse, sobre eminente peñón, las columnas de dos destrozados templos: el de Vesta y el de la Sibila de Tíbur, que añaden a la poesía del paisaje la melancolía de las ruinas. En el fondo del valle, y sobre los lomos de las redondas colinas que forman el marco de este cuadro, aparecen en pintoresco desorden oscuros olivares, salvajes matas, casas rústicas, desgarrados senos de roca y blancas nubes que flotan sobre espumas hirvientes. Graciosas cascatelas os preparan los ojos para la solemne impresión de la Cascada grande. Cae ésta de una altura de trescientos pies, en salto casi vertical, rebotando a mitad de ese espacio, al contraerse y juntarse su garganta de piedra; y para un americano que no ha visto el Niágara, el Iguazú ni el Tequendama, el efecto es de maravilla y emoción. Nunca sentí tan líricamente la belleza del agua; nunca se me presentó tan sincero el entusiasmo heroico de Píndaro en su invocación de la primera Olímpica. Soberbia es la inquietud del mar, pero esta otra inquietud del agua me parece (y no sé si sugiero así lo que pienso) de un carácter más «orgánico», más «personal» que la del mar alborotado. Aquel ímpetu, aquella pureza, aquel clamor, se me figuraban los accidentes de una vida, y de una vida espiritual y consciente. Si en el vapor de las deshechas aguas hubiera brotado de improviso una forma, de dios o de genio, que me mirase; si el estruendoso son se hubiera ordenado de súbito en un himno colosal o en una arenga sublime, creo que no hubiese experimentado espanto ni asombro. Sentía al lado del torrente como un poder subyugador y retentivo, al modo del que hay en la sombra de esos árboles que atraen al viajero y le adormecen; pero esta influencia era benéfica y tonificadora, y me alumbraba la imaginación, y me alegraba el alma, y me levantaba a pensamientos altos y gloriosos. Cuando me aparté de allí, me parecía triste silencio el natural rumor de los campos circundantes, y sosiego mortal su serenidad apacible.

En camino para la Villa de Este, observo la vetusta y característica fisonomía de la Tívoli urbana, con sus torcidas calles, sus ventanas colgadas de ropa que se orea, y sus puestos humildes de hortalizas y frutas. Las mujeres del pueblo, vestidas de encendidos colores, pasan guiando sus valientes burritos, que llevan su carga con la gracia inocente que la ironía humana ha echado a perder en la idea de animal tan lindo y bondadoso. No rara vez advertís en un curtido rostro de muchacha un admirable perfil clásico, unos ojos que os hacen recordar que en estas cercanías está la Albano famosa, gran proveedora de modelos para los pintores y estatuarios romanos. Una nube de chiquillos sale de la escuela, tan triscadores e indómitos como en todas partes. Uno de ellos, feo y tiznado como un diablo, dibuja en la pared, con su lápiz, un canastillo tan bien hecho que viene a mi memoria la anécdota del pastorcito que fué el Giotto.

El cardenal Hipólito de Este, uno de aquellos príncipes del Renacimiento italiano, en quienes la política podría definirse como el arte de hermosear el mundo, dejó de su paso por el gobierno de Tívoli, que le otorgó Julio III, la villa que lleva el nombre de su ilustre linaje. Era el purpurado más rico de su tiempo, y derramó su oro en este palacio, al que infundieron espíritu digno de sus formas la conversación aristocrática y el arte. En las salas, vacías y tristes, duran aún vestigios de los frescos que los pinceles de Zuccari y Muziano consagrados a episodios históricos de la ciudad. Los jardines son de paradisíaca belleza. Cipreses gigantescos, ingeniosas fuentes y cascadas. Lagos y grutas como para ninfas forman el imperio de nobles estatuas; entre ellas, la minervina imagen de Roma, con lanza y casco, y a su izquierda, la loba amamantando a los gemelos latinos. Un órgano hidráulico, que solazó las tardes del cardenal, permanece mudo y como hechizado, en sus mármoles; y sentí de veras su mudez, porque ninguna idea me parece más bella y delicada que esta de ceñir a números melódicos el son del cristalino elemento, de suyo tan lleno de fresca y deliciosa música. Cuando yo tenga una casa de campo (en alguno de los mundos donde pienso renacer), ordenaré a mi arquitecto que me construya uno de esos órganos donde el agua canta al fluir en alegres juegos.

Amplísimo y glorioso panorama se domina desde los terrados de este Edén. Una familia, de Génova o Savona, recorría al par mío los jardines y de pronto oí una voz infantil que decía, con vibrante júbilo, mientras la tendida manecita señalaba el confín del horizonte:

¡Ilmare, il mare!

No es el mar, sino la campiña romana, que se extiende al pie de las montañas sabinas; pero nada, en verdad, más semejante a la dormida inmensidad marina que aquella monótona llanura, donde de tarde en tarde fingen un blancor de olas el reflejo de un techo o el surco de un camino, mientras de todo en derredor se desprende y os llega en onda penetrante y balsámica

Il divina del pian silenzo verde.

Como un faro de ese mar ilusorio, se alcanza a vislumbrar, entre los celajes de la tarde, la cúpula de San Pedro.

A un cuarto de hora de Tívoli, hacia el Sur, está la Villa Adriana. Es ésa una excursión, más que para aficionados al arte, para arqueólogos. Todo lo que en tan inmensas ruinas se cosechó de interés esencialmente artístico: mosaicos, frisos, estatuas, ha pasado a enriquecer cercanos o remotos museos, y singularmente el Capitolino de Roma. Ya sólo cimientos de paredes y truncadas columnas delinean en el suelo como un plano en relieve de lo que fué. Aquí el Teatro Griego, la Sala de los Filósofos, el Teatro Marítimo; más allá, las Bibliotecas, las habitaciones para huéspedes; luego, el Palacio Imperial, con el Triclinio, la sílica, las Termas... «De todo apenas quedan las señales.» Un rebaño de cabras huella pedazos de mármol que se levantaron sobre tanta frente soberbia. La hierba salvaje alfombra la exedra del Trono. Se busca a Fabio, en este campo de soledad, para comunicar la tristeza de la contemplación, y se piensa en el epitafio que compondría si se apareciese en estos escombros, la animula vagula blandula del César viajador y poeta que realizó aquí sueño de arte.

De vuelta de las ruinas, subo a la altura del Belvedere, donde blanquea el que fué convento de San Antonio. Este pedazo de tierra es sagrado para la fantasía. La tradición local fija en este punto la casa de Horacio; no la granja sabina, regalo de Mecenas, cuyo lugar se reconoce también a corto trecho de Tívoli, sino la casa tiburtina, donde pasó probablemente sus últimos años: el apacible seguro encarecido en la oda a Julio Antonio y en la epístola a Septimio. La finca que ocuparon los monjes es ahora propiedad de una señora inglesa, que la ofrece en arriendo, con su extendida huerta y su sencillo moblaje. Espesos olivos la cercan. Enfrente, al otro lado del Anio, se levanta el Templo de la Sibila. De la hondonada cercana llega el rumor de las aguas hirvientes. Domus albuneae resonantis et praeceps Anio.

Cerca de allí puede indicarse el sitio que ocupaban las villas de Catulo, de Quintilio Varo, de Mecenas. El paraje está escogido como para abarcar de una mirada todo este hermosísimo contorno.

El testimonio de mi sensibilidad acredita que fué verdaderamente aquí la casa del poeta, porque me siento enteramente horaciano, y pienso que sería dulce cosa quedarse en esta retirada paz, gozando de la «áurea medianía», y escribir, a la sombra de los olivos, un libro transparente y sereno. Y cuando la chicuela del guardián me despide cortando para mí un rojo clavel y un ramo de blancos junquillos, tengo la puerilidad de mirarlos como reliquias, pensando que llevo conmigo flores de la huerta de Horacio.

 

Tívoli, enero de 1917.

XIII
AL CONCLUIR EL AÑO

Para la mirada europea, toda la América española es una sola entidad, una sola imagen, un solo valor. La distancia desvanece límites políticos, disimilitudes geográficas, grados diversos de organización y cultura, y deja subsistente un simple contorno, una única idea: la idea de una América que procede históricamente de España y que habla en el idioma español. Esta relativa ilusión de la distancia, que a cada paso induce a falsas generalizaciones, a enormes errores de lugar, a juicios de que no aprovechan, por cierto, las mejores entre nuestras repúblicas, tiene, sin embargo, la virtud de corresponder a un fondo verdadero, a un hecho fundamental y trascendente, que acaso los hispanoamericanos no sentimos todavía en toda su fuerza y toda su eficacia: el hecho fundamental de que somos esencialmente «unos»; de que lo somos a pesar de las diferencias, más abultadas que profundas, en que es fácil reparar de cerca, y de que lo seremos aún más en el futuro, hasta que nuestra unidad espiritual rebose sobre las fronteras nacionales prevalezca en realidad política.

Es interesante observar cómo se transmite esta sugestión de la distancia, a los americanos que viven en Europa. Yo tuve siempre una idea muy clara y muy apasionada de la fuerza natural que nos lleva a participar de un solo y grande patriotismo; pero aun en los americanos originariamente más devotos de las estrecheces del terruño, de las hosquedades del patriotismo «nacional», compruébase a cada instante en Europa que la perspectiva de la ausencia y el contacto con el juicio europeo avivan la noción de la unidad continental, ensanchan el horizonte de la idea de patria y anticipan modos de ver y de sentir que serán, en no lejano tiempo, la forma vulgar del sentimiento americano. Veis aquí corno el corazón argentino se abre con solícito afán a los infortunios de Méjico; cómo el criollo de Colombia o de Cuba hablan con orgullo patriótico de la grandeza y prosperidad de Buenos Aires; cómo el montañés de Chile reconoce en los llanos de Venezuela y en las selvas del Paraguay voces que tienen consonancía dentro de su espíritu. Los recuerdos o los problemas vivos y actuales que, entre algunos de nuestros pueblos, pueden ser causa de recelo y desvío, se depuran, en el amerícano que ha pasado el mar, y manifiestan transparentemente el fondo perdurable de instintiva armonía y de interés solidario.

La comprobación de este sentimiento en los americanos a quienes he tratado en Europa parece el más grato mensaje que pueda enviar, al concluir el año, con mis filiales votos de amor, a mis dulces tierras de Occidente. Si se me preguntara cuál es, en la presente hora, la consigna que nos viene de lo alto, si una voluntad juvenil se me dirigiera para que le indicase la obra en que podría ser su acción más fecunda, su esfuerzo más prometedor de gloria y de bien, contestaría: «Formar el sentimiento hispanoamericano; propender a arraigar en la conciencia de nuestros pueblos de la idea de América nuestra, como fuerza común, como alma indivisible, como patria única. Todo el porvenir está virtualmente en esa obra. Y todo lo que en la interpretación de nuestro pasado, al descifrar la historia y difundirla; en las orientaciones del presente, política internacional, espíritu de la educación, tienda de alguna manera a contrariar esa obra, o a retardar su definitivo cumplimiento, será error y germen de males; todo lo que tienda a favorecerla y avivarla, será infalible yeficiente verdad.»

En este maravilloso suelo de Italia, donde los ojos leen cómo la unidad de una tradición y de un espíritu, aunque largos siglos parezcan negarle fuerza ejecutiva, concluye por encarnar en realidad inconmovible, me he dicho infinitas veces que, si aún está para nosotros lejana la hora de una afirmación política de nuestra unidad, nada hay que pueda demostrar mejor el boceto ideal de ese cuadro futuro que la aproximación de las inteligencias y la armonía de las voluntades. Y he pensado en la juventud como siempre que pasa por la mente una idea de esperanza y de gloria, y me he preguntado por qué de sus periódicos Congresos de Estudiantes no nacería, con la cooperación de los Estados, una fiesta aún más amplia, aún más significativa: las Panateneas de nuestra liga espiritual; un 25 de mayo o un 12 de octubre celebrados de modo que fuesen continentalmente el ágape de la amistad americana, y congregasen, a los enviados de las diecisiete repúblicas, en junta cultural donde se delinease poco a poco el hábito de deliberaciones más eficaces y de lazos más firmes.

Otro sentimiento despierta dentro del corazón americano la influencia de Europa, y es la profunda fe en nuestros destinos, el orgullo criollo, la tonificante energía de nuestra conciencia social. Despierta este sentimiento porque la comparación con la obra de los siglos, si en muchísimas cosas certifica la natural inferioridad de nuestra infancia, da su justo valor al esfuerzo que ha permitido levantar del suelo generoso, entre las convulsiones y las fiebres de nuestra formación política, ciudades como Buenos Aires, como Santiago, como Montevideo. Lo despierta, además, porque en esta tierra de Europa la historia habla en cada palmo con palabras de piedra, evocadoras de recuerdos y ejemplos infinitos, y las palabras de la historia son la mejor excusación de nuestras inexperiencias y de nuestros errores; el más palmario testimonio del fondo «humano» de nuestros devaneos; la más reparadora explicación de las turbulencias juveniles que vanas filosofías atribuyeran a incapacidades del medio o de la raza. Y despierta, finalmente, aquel sentimiento, porque los tesoros y prodigios de esta civilización creadora, en arte, en ciencia, en ideas sociales, estimulan y engrandecen el anhelo de nuestro porvenir, supuesto que la fuerza virtual existe con la heredada energía y sólo falta el seguro auxilio del tiempo.

Esto pensaba al subir las gradas del Capitolio, cuna y altar de la latina estirpe. El sol de una suavísima tarde doraba aquellas piedras sagradas y aquellos árboles que dicen la mansedumbre y la gracia de esta naturaleza. La guerrera imagen de Roma presidía, allá en el fondo, con gesto maternal y augusto. El soberbio Marco Aurelio de bronce evocaba, en una sola imagen, la gloria del pensamiento latino y del latino poder. Sobre las balaustradas de la plaza, los trofeos de Mario. Más allá, la estatua de Rienzi, del «último tribuno», diseñando su ademán oratorio sobre los jardines donde juegan en bandadas los niños. Y me acerqué a la jaula de la loba que mantiene, allí donde fué la madriguera de Rómulo, el símbolo de la tradición inmensa en tiempo y en gloria; y la vi revolviéndose impaciente entre los hierros que la estrechan. Y me parecía como si, en su presagiosa inquietud, la nodriza de la raza mirase a donde el sol se pone y buscara, de ese lado del mundo, nueva libertad y nuevo espacio.

 

Roma, diciembre de 1916.

XIV
EL CASTILLO DE SANT’ ANGELO

Entrando en el puente de Sant’ Angelo, que da paso, sobre el Tíber, al Barrio Vaticano, a la vieja Ciudad Leonina, veréis alzarse, del lado del naciente, un enorme torreón, en cuya cúspide aparece, a modo de celeste atalaya, un arcángel de bronce. Es el Castillo de Sant’ Angelo, famoso con la denominación de Mole Adriana en los recuerdos de la antigüedad, y con su nombre actual en los del Pontificado; gigantesco nudo que ata las dos mitades de la historia romana; primero, mausoleo de los emperadores, desde Adriano y Antonio el Piadoso, que lo levantaron, hasta Septimio Severo; y después, fortaleza de los Pontífices, desde la cual resistió Clemente VII el vandálico asalto del Condestable de Borbón.

Iba a visitar el Castillo con el sentimiento de su interés tradicional, y su grandeza se me impuso también por los ojos. Gusto, en arquitectura, de la majestad severa y un tanto áspera y ruda; de lo que parece obra de la naturaleza, por la sencilla manifestación de la energía, y obra de cíclopes o de titanes, por el atrevimiento de las proporciones y las formas. Así, pocas construcciones humanas han producido en mi ánimo tan avasalladora impresión y han correspondido tan cumplidamente a mi idea de la belleza arquitectónica, como el Palacio Pitti, de Florencia, con sus inmensos y toscos sillares, que semejan rocas naturalmente superpuestas. El Castillo de Sant’ Angelo es de esa casta monumental. Quìen lo mira desde cierta distancia lo imaginaría un peñón apenas redondeado por la mano del hombre. Y de esta sencillez irradia, en severas ondas, la fuerza. El tiempo ha arrebatado el revestimiento de mármoles que, según parece, tenía originalmente el mausoleo de Adriano; y la aspereza y el opaco tono de la piedra sientan bien al carácter austero y heroico de esta forma gigante.

La entrada del Castillo que os sale al paso viniendo del Puente de Sant’ Angelo se abre sobre un oscuro corredor, donde entre pedazos de mármol, despojos del primitivo monumento, se conservan los bustos de Adriano y Antonio. Luego, por una suave rampa se asciende al que fué mausoleo de los emperadores, compuesto de dos cámaras: una donde un nicho colosal, hoy vacío, contuvo probablemente la estatua de Adriano, y otra donde reposaban las imperiales cenizas en urnas de sustancias preciosas. Los que, en días de necesidad o de saqueo, quitaron esas urnas, arrojarían las cenizas al viento; y esta defraudación del sueño imperial, que imaginó la eternidad del reposo en un sepulcro estupendo, me parece suerte menos triste que la de los embalsamados Faraones que vi en el Museo Egipcio de Turín, arrancados a la quietud de sus Pirámides y expuestos como objetos de curiosidad.

Súbese después al segundo plano del Castillo, y se llega a un patìo—el Cortile delle Palle—, donde descuella, entre pilas de antiguas balas de piedra, un San Miguel de mármol, de Rafael de Montelupo. La fachada de la hermosa capilla que ocupa el fondo de este patio es obra de Miguel Angel. De la capilla paso a visitar unas salas donde se han reconstituído determinados aspectos de la habitación y las costumbres en el siglo XVII: un cuerpo de guardia, un laboratorio y un despacho de farmacia; todo ello con exacto y minucioso carácter de época. El laboratorìo aquel, con sus anticuados vasos y alambiques y el vetusto marco del Castillo, sugiere ideas de alquimia y nigromancia: esperáis ver aparecer la luenga barba y el semblante enjuto de un monje buscador de la piedra filosofal. Una preciosa colección de cerámica italiana y otra de viejas armas y máquinas de guerra dan interés a las cámaras siguientes, una de las cuales lleva el nombre de Sala de la Justicia y era la sede del tribunal que juzgaba, por cuenta del Pontífice, a los prisioneros de Sant’ Angelo. El vecino espacio descubierto, que denominan Cortile dell’Olio, estaba dispuesto en otro tiempo como sala de teatro, y allí se representó, delante del León X, una comedìa de Ariosto: I Supposìti.

Estrecha escalera conduce del Cortile dell’Olio a las prisiones de siniestro renombre, en que padecieron reclusión, entre otros, Beatrice Cenci y Benvenuto Cellini. Imaginad unas angostas cuevas de piedra, donde apenas se diferencia el día de la noche; donde penetráis encorvados y respiráis con afanosa angustia. Pensar que en uno de esos negros sepulcros ha entrado una criatura humana y la puerta se ha cerrado tras ella es pensamiento que me hiela la sangre. Cada cual tiene la imaginación sensible a determinado género de suplicios, como a determinado género de goces. A mí no me espantan—imaginariamente digo—muerte de hoguera, ni de cruz, ni de naufragio, ni entre las garras de las fieras; pero siempre me causó el escalofrío del terror la idea del sepultado vivo; del encierro donde falta aire para el pulmón, espacio para el movimiento, luz para los ojos, y donde un silencio inexorable es el testigo único de la espantosa quietud y de la lenta agonía... Asomado al calabozo de Beatrice, mi imaginación evocaba, entre lejanos recuerdos del drama de Shelley, la deliciosa imagen de la infortunada, que el pincel de Guido Reni trazó, tomando el original de la memoria, y que había admirado un día antes en la Galería Barberini. En la cueva de Benvenuto me muestran, a la luz de una cerilla, un vestigio de aquella mano prodigiosa: Es un esbozo de Cristo resucitado que aún puede distinguirse en la pared, tras un vidrio que lo preserva; esbozo a que él alude en un pasaje de su Vida: un cristo risuscitante vittorioso che io mi avevo disegnati nel muro con un poco di carbone... Luego me complazco en recordar, allí en el propio escenario, la célebre evasión del artífice, y la temeridad de esta fuga me parece, después de conocer la horrible prisión, menos meritoria, o si se quiere, más fácilmente explicable por el acicate de un padecimiento peor que todos los peligros.

Paso de las prisiones a visitar el vasto oliare, o depósito de aceite, donde se conservan alineadas ochenta y tantas gruesas botijas, y el profundo silo o granero, que, después de servir para tal uso, se trocó en horrenda mazmorra, según cuenta la crónica del Castillo, personificada en el guía que me atiende. Por aquí una escalera de pocas gradas lleva a una estancia menuda y primorosa, cuyos estucos el pincel de Julio Romano revistió de caprichosos adornos: es el cuarto de baño de Clemente VII. Llegado al piso superior, donde el Castillo se convierte en apacible alcázar, admiro las habitaciones de otro pontífice famoso, de Pablo III: la llamada Sala Paulina; que decoran frescos del Perín del Vaga y otros discípulos de Rafael; la antecámara, o Sala de Perseo, donde la historia del vencedor de la Medusa se desenvuelve en preciosísimos frescos, obra de los mismos o semejantes pinceles, y el dormitorio, o Sala del Amor y de Psiquis, en la que está divinamente figurada la hermosa fábula de Apuleyo, y donde muebles y cuadros de la época reconstituyen la fisonomía y el ambiente de la alcoba pontificia. Nido de insinuante voluptuosidad, que enciende en mi imaginación todo el cuadro de aquella Roma restituída a los dioses; de aquella Roma neopagana, que excitó el horror de Lutero y que encarna bien la figura de ese pontífice Pablo, en cuya frente caería, mejor que la tiara, la guirnalda de hiedra; Farnesio sibarita y jovial, gustador de mascaradas, cabalgatas y festines; protector de bailarinas y bufones, y excelente bebedor de malvasía y de dulces vinos de Grecia...!—Veo aún una elegante galería, que llaman Logia de Julio II; una espaciosa sala que fué Biblioteca papal, y la Cámara del Tesoro y del Archivo secreto, donde palpo inmensos y fortísìmos cofres, que guardaron el oro con que fué costeada aquella perenne saturnal del paganizado cristianismo.

Subo, por último, a la más alta terraza, y miro de cerca de Werschaffelt, que el ángel de bronce corona, en actitud de envainar la vengadora espada, la adusta majestad del Castillo. Tiendo la mirada en derredor, y veo desplegarse un maravilloso cuadro que no esperaban mis ojos. A mis pies, colosal, augusta, gloriosa, Roma se extiende, bendecida por el azul sin mancha del cielo, por el radiante júbilo del sol; el sol y el cielo de este dulcísimo invierno romano, que parece aún más primavera que un otoño. Como protagonista de la inmensa escena, donde torres, rotondas, pórticos, arcos y obeliscos representan el drama de treinta siglos de historia, descuella la fábrica ciclópea de San Pedro, que de esta altura se domina en su armoniosa integridad, sin que la falta de distancia vele la estupenda cúpula, como cuando se mira el templo donde su propia plaza, ni la interposición de otros edificios oculte el majestuoso frente, como cuando se mira la cúpula desde paraje llano. El Tíber pasa por medio de la vasta metrópoli, con serenidad imperatoria; un cerco de montañas cierra la anchurosa extensión, y verdes cenefas de bosque bordan a trechos sus faldas; pero en panorama como éste la obra de la naturaleza queda abrumada por la muchedumbre infinita y la evocadora virtud de lo que es obra del hombre. Así como otras alturas ocasionan el vértigo de la profundidad material, ésta produce el vértigo de la fantasía, por el torbellino de las imágenes, por el raudal de recuerdos e ideas, que fluyen del amplio circuito, donde cada palmo de tierra está marcado con un relieve de gloria. Se piensa haberse remontado a las cumbres de la eternidad y ver pasar, allá abajo, la corriente de los tiempos, la caravana de las generaciones. Y hay un momento en que, después de abismarme en la contemplación de San Pedro, que tengo a la derecha, columbro en el opuesto confín, sobre el fondo de los montes Albanos, la mole circular del Coliseo, y me extasío paseando la mirada de uno a otro de los dos gigantes enemigos; genios de piedra de las dos civilizaciones que son el fundamento de nuestra vida espiritual y que tuvieron ambas, por excelsa tribuna, por foco de irradiación y propaganda, a esta ciudad verdaderamente única y suprema en la inmensidad de los siglos.

 

Roma, diciembre de 1916.

XV
CIUDADES CON ALMA

Dentro de una unidad nacional tan característica y enérgica, Italia ofrece la más interesante y copiosa variedad de aspectos y maneras que pueblo alguno pueda presentar a la atención del viajero; y esta variedad se manifiesta por la armonía, verdaderamente única, de sus ciudades. No hay en el mundo nación de tantas ciudades como Italia. Grandes naciones existen que no cuentan una sola ciudad: grandes naciones con capitales populosas y desbordantes de animación y de riqueza. Porque una «ciudad» es un valor espiritual, una fisonomía colectiva, un carácter persistente y creador. La ciudad puede ser grande o pequeña, rica o pobre, activa o estática; pero se la reconoce en que tiene un espíritu, en que realiza una idea, y en que esa idea ese espíritu relacionan armoniosamente cuanto en ella se hace, desde la forma en que se ordenan las piedras hasta el tono con que hablan los hombres.

Así entendida la ciudad, madre de toda civilización, foco irradiador de toda pa tria, digo que no hay pueblo moderno en que las ciudades sean tantas y tan «personales» y sugeridoras, como en este pueblo de Italia. De las heladas cumbres de los Alpes a la incendiada cima del Etna; del «amarguísimo» Adriático al Tirreno adormecedor, ¡qué maravilloso coro de ciudades, cada una con tradición y genio inconfundible, con color, relieve y melodía singular, dentro de la suprema consonancia que a todas las vincula como las cuerdas de una lira! ¡Qué inagotable diversidad de impresiones y recuerdos (nombrando sólo los centros que hasta ahora conozco) de la Génova mercantil y democrática, pero llena de pintoresco carácter en su codicioso hervor, a la silenciosa, nobiliaria y taciturna Pisa, y Florencia arrobada en la visión de sus divinos mármoles, y esas pequeñas ciudades de Toscana, como Luca y Pistoja, donde cada piedra es una crónica que os cautiva; y la Bolonia de la prosopopeya doctoral, y Módena, la de las anchas calles inundadas de luz y Parma la sosegada, y la semifranca y grave Turín, y Milán la resonante con el aliento de sus usinas y talleres, y esta gigantesca Roma, ciudad-orbe, ciudad arquetipo, donde todas las demás de nuestra civilización están potencialmente, como los astros del cielo, en el claustro materno de la primitiva nebulosa!

Ignoro hasta qué punto la obra política de la unificación italiana se ha realizado, respetando en lo jurídico, en lo administrativo, en lo oficial, esa fecunda variedad de personalidades sociales; pero ella subsiste y aparece en todo lo que es de la naturaleza, sin que por eso deje de aparecer también el fundamento natural de la unidad política. Y la tardía realización de esta unidad, el apartamiento deplorado durante siglos, favoreció, sin duda, la plena florescencia de esos caracteres locales de esas ciudades con alma personal y semblante indeleble, a las que una centralización prematura hubiera restado gran parte de su fuerza y espíritu, si la formación nacional se hubiese consumado, como en Francia y España, por el impulso avasallador de los monarcas del Renacimiento.

Nada más lleno de interés que observar cómo se refleja en la inmensa amplitud del arte italiano esta múltiple originalidad del ambiente, y cómo cada ciudad produce, de su propia sustancia, su inconfundible forma artística, al modo que cada casta de pájaro su canto y cada especie de planta su flor. Pasáis de admirar la levedad alada, el desenvolvimiento aéreo de las columnas, en los sobrepuestos arcos de Pisa, a la desnuda y austera majestad de los palacios florentinos, que parecen obra de cíclopes; de las arrogantes fachadas de Génova, a los abiertos pórticos y el ornamento ladrillo de Bolonia. El alma de Luca inspira el cincel de Civitali, como la de Parma el pincel de Correggio, como la de Milán a los discípulos del divino Leonardo, mientras la de Módena manifiesta su plástica originalidad en sus pintadas terracotas.

El patriotismo de ciudad, energía tan vital y creadora como puede serlo el patriotismo de nación, es un sentimiento que aún no encuentra en nuestra América condiciones que le den el arraigo hondo y pertinaz que requiere para ser fecundo. Tenemos sólo esbozos, larvas de ciudades, si se atiende al espíritu, al carácter de la personalidad urbana; aunque sean a veces larvas o esbozos gigantescos, con capacidad material para que se infunda dentro de ellos un espíritu gigante. Los centros que un día desplegaron vigoroso sentimiento local, que actuó como una fuerza histórica, y donde se diseñó una enérgica fisonomía de ciudad, han perdido del todo estas líneas tradicionales o tienden a perderlas, por obra de la irrupción cosmopolita que materialmente los ha magnificado. La extinción de aquel celoso amor propio comunal es un hecho que puede haber facilitado graves problemas y reportado claros bienes, pero no sin el precio de grandes desventajas. Formar «ciudades», ciudades con entera conciencia de sí propias, y color de costumbres, y sello de cultura, debe ser uno de los términos de nuestro desenvolvimiento. No hay «civilización» ni «ciudadanía» sin «ciudad». La educación municipal es el seguro fundamento de toda educación política.

La tendencía a regularizarlo e igualarlo todo, que es uno de los declives de nuestro tiempo, induce en la legislación y el gobierno de los pueblos a perniciosos sofismas. Allí donde aparece una excepción, una disonancia, un rasgo diferencial, la propensión instintiva de nuestra democracia es clamar a la injusticia y aplicar el rasero nivelador. Unificar, armonizar socialmente es, sin duda, obra de bien, y más oportuna que en ninguna parte en nuestra América, donde necesitamos formar la magna patria que a todos nos reúna ante el mundo; pero la armonía ha de proponerse conciliar las diferencias reales, no desvirtuarlas y anularlas. El cultivo del carácter local no contradice a aquel designio de unidad. Mantener, en cada ciudad de las nuestras, todo lo que importe, material o moralmente, un relieve de carácter, capaz de convertirse en hábito vivaz y en evocadora tradición; respetar las formas espontáneas y graciosas que el natural desenvolvimiento de la vida toma en cada sociedad humana, por encima de artificiosos remedos, leyes abstractas y simétricos planos, es una norma que siempre deberán recordar entre nosotros los que legislan, educan o gobiernan. Llegaremos así a tener ciudades que merezcan toda la dignidad de este nombre, y haremos que al federalismo convencional y falaz que hoy se estila en algunos de los mayores pueblos hispanoamericanos, suceda, con el andar del tiempo, un federalismo real, viviente, colorido, que reconozca por razón de ser y por energía inspiradora ese principio de civilización a que llamo el «alma» de las ciudades.

 

Roma, enero de 1917.

XVI
UNA IMPRESION DE ROMA

Me pregunta usted—dije a mi interlocutor—por qué afirmo que este ambiente de Roma es una lección perenne de tolerancia activa y positiva, de serenidad y amplitud. Lo afirmo por lo que se refiere al sentimiento religioso, y lo afirmo poniendo preferentemente la atención en los fanáticos de nuestra parte, en los fanáticos del librepensamiento.

No consiste esta influencia apaciguadora en la sugestión de religiosidad que irradie de la infinita muchedumbre de las iglesias romanas. Aún estoy por encontrar en Roma el templo que mueva la imaginación de modo favorable a la emoción religiosa. Ni San Pedro, con su titánica grandeza y su magnificencia deslumbrante; ni San Pablo, con la majestad abrumadora de sus mármoles y granitos; ni San Juan de Letrán, con sus gigantescas estatuas; ni Santa María Maggiore, con la estupenda riqueza de sus capillas laterales, ni otro alguno de los templos del orbe católico, ha tenido la virtud de ajustar mi imaginación al tono religioso de que no me siento, sin embargo, incapaz. Son todos ellos museos preciosísimos, cautivadoras galerías, salas grandiosas, imponentes monumentos; pero falta el ambiente indefinible de misterio y de unción, aquel toque de ángel a que responde el alma con la nostálgica aspiración a lo divino... Las invisibles alas que en la austera semioscuridad del templo gótico os arrebatan hacia la luz que inflama, allá arriba, los gloriosos vidrios de colores, no acuden a vosotros dentro de estas iglesias rehechas y caracterizadas por el Renacimiento, donde podrían, sin incongruencia, hospedarse los dioses del Olimpo.

Tampoco aquel respeto con que aquí se impone al espíritu desapasionado la fe religiosa puede proceder de la presencia de recuerdos que certifiquen la pureza de su desenvolvimiento, la consecuente verdad de su realización, siendo así que lo que testimonian estas piedras de Roma es el desigual, y a menudo ignominioso, proceso del Pontificado, y es sabido que la impresión romana, recibida de cerca por el más famoso de los heresiarcas, obró como causa determinante de la ruptura de la fe.

Si Roma, vista con ojos de inteligencia y de sinceridad, por un espíritu realmente emancipado de preocupaciones viejas o nuevas, ennoblece el concepto de la religión que aquí tiene su centro, persuade de la justicia que le es debida como tradición humana, como determinación histórica del ideal, es porque en esta ciudad se manifiesta, con la muchedumbre y la grandeza de sus monumentales tesoros, la capacidad creadora de esa religión, en sus siglos de plenitud y de verdadero dominio; la radiante inspiración del genio católico iluminando el alma de esta raza de coloristas y estatuarios; los veneros de belleza, de idealidad y de amor, que la fe hoy abatida supo arrancar a la conciencia de las generaciones que fueron.

Sólo hay una ceguera comparable a la ceguera de los fanáticos reaccionarios cuando se trata de columbrar el porvenir, y es la ceguera de los fanáticos innovadores cuando se trata de comprender el pasado. En las ideas y las instituciones que ha desamparado el tiempo verán sólo la parte negativa, la razón de su caducidad; no el espíritu de vida que les dió oportunidad y eficacia; no el legado imperecedero que las vincula solidariamente a aquellas que las han sucedido. Si aún hubiera quien creyese en los dioses paganos, se contestaría la belleza de su concepción, la gracia seductora y el sentido profundo de aquel culto de la naturaleza que selló para siempre con sus símbolos la imaginación de los hombres. Es necesario olvidar que la fe católica es todavía materia de disputas humanas y remontarse a considerarla ideal y desinteresadamente, para sentir la belleza inefable de sus formas, la avasalladora grandeza de su espíritu. Y esa amplitud y esa serenidad de visión nunca se logran de tan cumplida manera como cuando se tiene ante los ojos la perspectiva artística e histórica que esta maravillosa Roma desenvuelve.

En presencia de los Profetas y los réprobos de Miguel Angel, las Logias de Rafael, y su Transfiguración, el estupendo San Jerónimo del Dominiquino, y los frescos de Ghirlandaio y de Botticelli, o de cualquiera otra de las obras de genio que perpetúan asuntos religiosos, la mirada que busque el fondo reconocerá, por debajo de la interpretación del artista, la inspiradora virtud de la idea, la hermosura o la grandeza esenciales de la imagen representada, del sentimiento debido a la fe que eligió en el artista el realizador de una de sus íntimas visiones. Como hay en los paganos dioses una belleza ideal que hicieron plástica los mármoles que los figuran, la hay en el sobrenatural cristiano, ya severa y terrible, ya tierna y lacrimosa, y estos cuadros la manifiestan, a pesar de la mezcla de paganismo con que suele enturbiar su religiosidad el espíritu del Renacimiento.

Y si el arte sugiere el respeto por la muerta fe, igual sentimiento fluye de la consideración histórica de este inmenso escenario. Cierto es que la Roma papal, con su apogeo de impura Babilonia y sus postrimerías de rezagada teocracia, comparece en la memoria del observador; pero la actual anulación del Pontificado como realidad política, hace que esos rasgos se subordinen y cedan en nuestra atención a un cuadro mucho más vasto e indeleble: el del triunfal desenvolvimiento de la idea cristiana, desde sus orígenes humildes hasta sus días de inaudita universalidad y de materna preeminencia. La imaginación ve formarse aquí el árbol majestuoso, dos veces milenario: asiste al germinar de su simiente oscura en la sangrienta arena del Coliseo, en la húmeda sombra de las Catacumbas; lo representan, en el arco de Constantino, levantando al cielo el tronco ya espeso y consciente, y luego, en el Palacio de Letrán en el Vaticano, en la iglesia de San Pedro, con sus confesonarios para veinte idiomas distintos, evoca el tiempo en que la copa anchurosa tiende su sombra sobre la redondez del mundo.

Por eso es noble y saludable la influencia de Roma, para los espíritus que vienen a ella sin fe, pero sin odio; por eso afirmo que hay en las sugestiones de este ambiente una perenne lección de tolerancia; una iniciación, en ninguna parte tan perfecta, de sentido histórico, de amplitud humana, de superior y fecunda armonía...

 

Roma, enero de 1917.

XVII
LOS GATOS DEL FORO TRAJANO

Tomando la Vía Alejandrina para entrar en la del Corso, paso todas las tardes junto al Foro Trajano, o si queréis, junto a la Columna Trajana, que es lo único que verdaderamente queda en pie de aquel complejo monumento, acaso el de más sonada magnificencia entre cuantos vió levantarse y caer este sol de Roma. Un paralelogramo cercado, de nivel mucho más bajo que la calle, contiene, entre silvestres hierbas y lodosos charcos, truncas columnas de granito, algunas de ellas arraigadas al suelo, otras tumbadas; y en medio de estas ruinas resalta, entera y majestuosa, la Columna Trajana, de mármol esculpido, en toda la extensión del fuste, con bajorrelieves que recuerdan el sometimiento de los dacios por el magnánimo y glorioso Emperador. Sus cenizas reposan, o reposaron, dentro del pedestal, dispuesto como sarcófago. Sobre el dórico capitel, en vez de la imagen de Trajano que lo conoraba, descuella, desde tiempos de Sixto V, un San Pedro de bronce.

La primera vez que pasé junto al Foro Trajano, ya casi entrada la noche, y me asomé a la oscura hondonada, vi deslizarse entre las rotas piedras y las matas de pasto, una sombra fugaz. A esta sombra siguieron otras y otras, en varias direcciones. Luego advertí que con aquellas cosas pasajeras solían correr unas extrañas lucecillas. ¿Almas de tribunos, de mártires, de héroes, como las que en este venerando suelo de Roma han de reconocer un despojo de su vestidura corporal en cada grano de polvo, en cada hilo de hierba?...

Volví a pasar de día, y las sombras me revelaron su secreto. El ruinoso Foro está poblado de gatos. Allí ha puesto su cuartel general, su concilio ecuménico, su populosa metrópoli, la que llamó Quevedo «la gente de la uña».

Los hay de todas pintas. Barcinos y atigrados, amarillos y grises, blancos y negros. En los cuadros de sol, sobre la fresca hierba, disfrutan, con envidiable e indolente placidez, su dicha de vivir ya gravemente sentados, ya tendiéndose en esas actitudes inverosímiles y absurdas con que encantaban a Teófilo Gautier. Uno, negro como la tinta, inmóvil, sobre una tronchada columna que le forma pedestal, parece una esfinge de ébano. Micifuz se relame sobre un derribado capitel. Zapirón remeda, rascándose «la pata coja de Mefistófeles». Zapaquilda amamanta a sus bebés en el hueco de dos piedras donde ha tendido el césped blanco tálamo. Ignoro si el problema económico de esta comunidad se resuelve mediante la protección del vecindario, o si ella vive de su propia industria con la libre caza de sabandijas; pero observo que todos los asociados están gordos y lucios y que el rayo de sol arranca de los esponjados pelambres reflejos, ya de oro, ya de azabache, ya de nieve.

No quiero a los gatos. Me han parecido siempre seres de degeneración y de parodia: degeneración y parodia de la fiera. Son la fiera sin la energía; son el tigre achicado, el tigre de Liliput; el instinto contenido por la debilidad; la intención pérfida y sinuosa que sustituye el arrebato de la fuerza; la mansedumbre delante del hombre y la ferocidad delante del ratón.

Cuando la corona de los seres vivientes está sobre la frente del león, como en la hermosa fábula de Goethe, la propia tiranía se ennoblece y la propia crueldad cobra prestigios de justicias. ¡Ay del reino animal cuando manden los gatos!

Contemplando a la plebe felina adueñada de aquellos despojos de la grandeza imperial, se me figuró ver cifrado en este caso un carácter constante de las decadencias. Caer en manos de los gatos, ¿no es el destino de todos los poderes que envejecen, de todas las glorias que se gastan, de todas las ideas que se usan?... Luego otra figuración embargó mi pensamiento. Me pareció como si se presentara entre las ruinas el alma de un antiguo romano, y, con la amarga ironía de su orgullo señalase en aquella vasta gatería una pintura de nuestra civilización, un símbolo de nuestra edad.

Somos, para los antiguos, gatos para fieras. Reproducimos su genio y su cultura, como el gato los rasgos del felino indómito y gigante. Para dar voz a otros hombres y otros tiempos, el Ramayana, la Ilíada, la Comedia. Para expresar la democracia utilitaria y niveladora, la Gatomaquia. Carecemos de la crueldad que empurpuró la arena del Circo y maceró las carnes del esclavo; pero tenemos la perversidad del rasguño, de la pupila que escudriña en la noche, de la mano esponjosa que dilata la agonía del ratón. Gatunos son nuestros crímenes. Económicas, tibias y falaces nuestras virtudes, pulcritud de gato. Si se aparece entre nosotros el Héroe, el miedo nos infunde valor y le saltamos a la cara, como nuestros congéneres hicieron con Don Quijote. Suplimos nuestra timidez para afrontar las puertas bien guardadas, con nuestra habilidad para marchar por las cornisas y trepar por los muros.

Las lamentaciones de Isaías, las amenazas de Daniel, las maldiciones de Dante, las quejas de Prometeo Encadenado, retumban en las concavidades del tiempo como rugidos en la selva. Los ayes de nuestros dolores, la declaración de nuestro moderno pesimismo, el clamor de nuestras rebeliones y nuestras esperanzas, ¿no sonarán en los oídos del futuro como maullidos de azotea?

El patriotismo romano, propagandista y conquistador, fué un inextinguible anhelo de espacio, y rebosando sobre el mundo, hizo nacer de la idea de la patria el sentimiento de la humanidad. Nuestro patriotismo, contenido y prudente, egoísta y sensual, ¿no tiene mucho del apego del gato a la casa donde disfruta su rincón?... Oh tú, que te levantas allá enfrente!, sombra del Coliseo, erguido fantasma de la antigüedad, genio de una civilización de águilas y leones: ¿no será esta de que nos envanecemos una civilización de gatos?

 

Roma, 1917.

XVIII
NAPOLES LA ESPAÑOLA

Si hubiera llegado a Nápoles por los aires y con los ojos vendados, como Don Quijote cabalgando en Clavileño, y una vez cerca de la tierra, pero a suficiente distancia todavía para oír el idioma en que habla, o canta, esta estrepitosa muchedumbre, se me hubieran descubierto de improviso las gentes y las cosas, y se me hubiese preguntado dónde imaginaba estar, habría contestado resueltamente:

— En España.

Y esta primera impresión se corrobora a medida que el alma de la ciudad nos hace vislumbrar sus secretos y que la evocación de las piedras seculares enciende en la fantasía la imagen de la España avasalladora y heroica que por aquí pasó y dejó floreciendo su espíritu: Sí; ésta es la Nápoles del mar azul y del dulcísimo cielo con que soñé leyendo comedias de Lope; ésta es la ciudad donde aquel Arco de Triunfo recuerda que entró a reinar el magnánimo Alfonso de Aragón: donde aquella capilla tiene inscrito el nombre de Gonzalo de Córdoba; donde el Duque de Alba erigió esa puerta monumental; donde el Conde de Lemos, el Mecenas de Cervantes, levantó aquel palacio, desde el cual reinó después el innovador Carlos III. En este divino ambiente sintió el amor y la belleza Garcilaso. Aquí don Francisco de Quevedo paseó su amarga sonrisa. Aquí pintó el Españolete, y en sus cuadros está aún el mayor interés pictórico de Nápoles. Estas esquinas vieron pasar a Don Juan, y por sus contornos vaga todavía el son de las guitarras de las serenatas y de las espadas de los duelos.

Esta es la Nápoles aquélla, y su libertad y su grandeza no la han desespañolizado. Ved cómo a cada paso comparece el recuerdo de España en lo que el viajero observa desde el primer instante. La calle más central y populosa, si ya no la más característica, es la universalmente afamada con el nombre de «calle de Toledo», en memoria del preclaro virrey a quien se debe su apertura, y aunque ya va largo que el celo patriótico del municipio trocó ese nombre por el de «Roma», Toledo sigue llamándola, y la llamará hasta la consumación de los tiempos, el uso popular. Otras calles y «puertas» se denominan «de Olivares», «de Alba», «de Medina», la «Rúa Catalana», el «Vícolo del Conde de Mola». Hojead una guía comercial, o fijaos aquí y allá, en los tableros de las tiendas, la armería de Mendoza, la mueblería de Pérez, la botica de González, la peletería de López. Oíd una conversación compuesta en el dialecto de Nápoles, y os recordarán donaires y dulzuras de español de Andalucía o de español americano. Benedetto Croce señala, en un reciente libro, la filiación, claramente española, de las tres palabras de ese dialecto que representan más intraducibles matices de carácter local: lazzáro, guappo y camorrista. Para expresar conformidad dicen americanamente: «¡Cómo no!»; el don antecede, en labios del pueblo, el nombre de persona madura y de mediana o humilde condición. Don Marzio se titula (¿del nombre de un personaje de Goldoni?) el más difundido periódico de Nápoles. Y en lo que importa más que las palabras, en la estructura íntima, en la gracia connatural, en la música y el color de ese dialecto, nos parece percibir, a los que hablamos castellano, que el pueblo que se expresa de aquel modo escuchó y asimiló, por espacio de tres siglos, nuestra lengua.

Llegad a los barrios populares—si es que no lo son todos en esta ciudad de rebosante muchedumbre—: la Plaza del Mercado, Puerta Capuana, la marinera Santa Lucía, de nombre que parece continuarse de suyo en melodiosa barcarola, ¿no son figuras y escenas de ciudad andaluza las que veis? Este hervor fascinante de vida, de alegría y de color: este como canto de gloria que se levanta al Olimpo, y este perenne chispear de burlas y gracejos entre los que pasan, y esta florescencia del piropo, y este hablar con el gesto aún más que con la voz, y más que con la palabra con el tono, ¿no provocan reminiscencias de Triana, del Rastro, de las romerías? ¿No es el sol andaluz el que se asoma a los ojos y encrespa con sus tenacillas de fuego el pelo de las brunas Carmelas, Nanninas y Giesumminas de la plebe? ¿No es divinamente española y andaluza esta visible despreocupación por el día de mañana, por el fruto que se ha de cosechar, esta abandonada confianza en los dones del suelo próvido, de la naturaleza benigna, que derraman sobre ricos y pobres sus dones gratuitos para que vivan como las aves del cielo, que no siembran ni recogen?

También dentro de los muros de Milán tuvo una de sus cuevas, durante más de dos siglos, el león de Castilla; pero en la fisonomía de la Milán contemporánea no existen ya, o no conservan suficiente relieve para que aparezcan a la mirada del viajero, los vestigios de aquella Lombardía reflejada de rojo y gualda que conocemos en las páginas de I promessi Sposi. En Nápoles la influencia española caló más hondo y dejó color más indeleble. Los esforzados castellanos, los aragoneses heroicos, que tienen su sepulcro en estas iglesias, pueden reposar seguros de la perennidad de su conquista. En Santa María de los Angeles, entre dos altares de la izquierda, sobre un nicho hay de uno de esos bravos un epitafio que es un poema. Escuchad:

«D. O. M.—Guarda este mármol las famosas zenizas—de aquel eroe imbencible Dionisio de Guzmán—Cavallero del ábito de Santiago—de los consejos de guerra de Su Majestad—maestro de campo general de los exércitos—de Milán y Lombardía, armada real y este Reyno.— Falleció en 24 de julio de 1654—militó 44 años continuos en guerra viva—en las provincias de Italia, Estados de Flandes, — Reynos de España y armadas marítimas.—Comenzó de soldado y subió a la fuerza de su mérito—a todos los grados de la milicia—ganó a su Rey treinta y una fortalezas—socorrió 18 plazas, peleó y venció 62 veces—fué terror de los adversarios, exemplo de los amigos—asombro de los exércitos y envidia de las naciones—constante en los trabajos, intrépido en los peligros—templado en las costumbres y modesto en las felicidades. — La antigua Castilla le dió noble oriente—la sociedad christiana dichosa vida— su proceder eroicas obras. Nació para honra de su patria—vivió para servir a su Rey—y haviendo muerto para sí quedará inmortal—a la memoria de los siglos futuros.»

Decidme si no trasciende de ese retumbante epitafio todo el alma de aquella España soberbia y andantesca cuya idea encarnó en el caballero de la Mancha, y si no manifiesta, en el énfasis que así habla ante la muerte, la fuerza con que se imprimía, allí donde fijaba su garra, la huella de aquel pueblo de conquistadores. No, no se borrará ya más el sello de España de la frente de Nápoles, hasta que el vecino monstruo plutónico la estreche y la consuma con su brazo de fuego, según la tradición fatídica puesta en hermosa leyenda por Matilde Serao.

Cierto es que el tiempo se lleva en su corriente mucho de lo antiguo, y no faltan laudatores temporis acti, que afirmen con nostalgia que Nápoles va perdiendo su color. Hay en el fondo de esta afirmación una parte verdadera. Nápoles, visiblemente, se transforma. El lazzarone se va. Alientos de emulación y de energía rompen la costra secular de ociosidad, de desaseo y de miseria. Un acueducto colosal, que hubiera honrado a la vieja Roma, trae de las famosas surgentes de Serino y difunde hasta los entrañados rincones de la ciudad, agua rica y salubre. Donde se asentaba el barrio más vetusto e infecto, álzase hoy la soberbia Galería, rival en magnitud y riqueza de la de Milán, y uno de los mayores esfuerzos edilicios de la moderna Italia. Humo de fábricas y usinas empieza a mezclarse, en estos contornos, con el humo volcánico. El hechizo enervador de Parténope será superado otra vez por la maña de Ulises, que retoña en la sangre griega que hay en las venas de Napoles. Una metrópoli industrial, activa y poderosa, se delinea para el cercano porvenir, aquí donde fué el imperio del dolce farniente. Y aunque todavía desentonan. dentro de la admiración y el encanto del viajero, la casa antigua y noble que yace en sucio abandono, y el montón de basura que fermenta al rayo del sol, y el corro de muchachos que juegan en la esquina sus monedas de cobre, y los cornetti de coral ofrecidos como amuletos en los escaparates de las tiendas, y el conventillo al aire libre, y los mendigos implacables, y los frailes pringosos, puede vaticinarse que esta ciudad será el centro que propague nueva vida sobre las hoy yermas regiones del mediodía de Italia y las convide a nuevas Geórgicas, como las del suave mantuano que duerme allá enfrente, a la sombra del Pausilipo.

Nápoles se asea, se enriquece, se educa, pero no se descaracteriza. En lo bueno como en lo malo, continúa siendo esencialmente española. Y con decir que es sustancialmente española, dicho se está que participa de Hispanoamérica, afinidad que aparece de relieve si se establece la comparación con aquellas partes de América cuyo desenvolvimiento, menos impetuoso y acopiador, ha mantenido relativamente intacto el núcleo original. Yo he sentido despertarse y sonreír mi velado instinto criollo reconociendo en las calles de Nápoles cosas que me parecían del terruño, líneas y matices de mi ciudad nativa, en lo que ésta tiene aún de característico, de tradicional, de pintoresco; semejanzas que completa la imaginación con la curva armoniosa de la bahía, cuya entrada custodia, como un Cerro agigantado y flamígero, el Vesubio. Y estas correspondencias de carácter, estos acordes de color, evocaban en mi memoria las palabras que oí una vez a un cultísimo y delicioso sevillano, don Francisco Orejuela, que contaba admirablemente sus recuerdos de viaje:

—No hay más que tres ciudades en el mundo: Nápoles, Sevilla y Montevideo.

 

Nápoles, febrero de 1917.

XIX
EL ALTAR DE LA MUERTE

Noble complemento ideal de este maravilloso cuadro de Nápoles es la tumba de Virgilio. A la orilla del celeste golfo, donde concluye la ciudad y empieza la encantada bahía de Pozzuoli, sobre la colina del Posillipo, dominando el paisaje de más pura y armoniosa belleza que puedan componer en consorcio la tierra y el agua, está la tumba del poeta, y su evocadora virtud puebla de clásicos recuerdos la inmensidad circunstante, desde las cinceladas costas donde tocó la nave de Eneas, y los volcánicos campos que guardaron la entrada del Tártaro y la gruta de la Sibila, hasta el verdor de la Campania feliz, que inspiró el dulce acicalado poema de las mieses y los rebaños. Y luego la imaginación, movida siempre por el póstumo hechizo del poeta, se remonta más allá de las cumbres violáceas y de las nubes de oro, y redondea la visión de la Península gloriosa y edénica, y levanta sobre ella la imagen del que tuvo un sentimiento profético de una patria más duradera que el poder y la grandeza Romana «¡Italiam, Italiam!»

Pero hay en esos mismos contornos una tumba de donde fluye más profundo manantial de poesía; una tumba ante la cual la idea de la muerte se impone al pensamiento con una fuerza subyugadora y una virtud de sugestión mayores que las que ella puede adquirir de cualquier otro humano sepulcro, porque esa tumba es como el propio altar de la Muerte. Allí duerme quien le consagró más puro amor y la representó más bella, porque la amó por sí misma. Allí la Muerte, blanca novia, está en el tálamo con su desposado. Llegad, cuando salgáis de la gruta de Posillipo, a la antigua iglesia que se levanta a la derecha, sobre la plaza de Fourigrotta; y aproximándoos al altar mayor, ved en el suelo una lápida sencilla: es ésa la tumba de que os hablo.

El hombre que allí reposa tuvo uno de los sentimientos más altos y nobles que hayan habitado el barro de Adán. Nació con las dos supremas virtudes de la mente: la que conduce a la Verdad y la que inspira la Belleza. Como los genios de las cavilaciones nuevas y enterizas, como los Homeros y los Dantes, él, en un siglo de análisis y de reflexión, unió a la sabiduría soberana un excelso don de poesía. Y en medio de estas dos alas había un corazón y era el de un ángel. Su ciencia fué inspirada e intuitiva desde la niñez, como la de Jesús ante los doctores, como la de Pascal adivinando la geometría; y sin auxilio de maestro descifraba a los quince años los textos de la cultura helénica.

Penetró en ellos, por bajo del sentido verbal, el sentido estético, la revelación de su exquisita belleza, y nunca hubo, desde que la lira griega enmudeció, quien sintiese y reprodujera con más esencial integridad el secreto de la hermosura antigua. Jamás versificó, en ninguna lengua del mundo, quien diera a la forma lírica vuelos más serenos, pulcritud más inmaculada, diafanidad más celeste, movimientos más ágiles y graciosos. Tampoco alentó nunca en corazón de poeta ansia más férvida de lo absoluto y lo divino, sueño más puro de belleza ideal y de sublime amor. Tenía vivísimo el sentimiento de su superioridad, la vocación de gloria del que sabe que vino al mundo para dominar, para alumbrar, para conducir. Todo en su idea de la vida era promesa y esperanza... Pero la Némesis, envidiosa de los favores divinos, reclamó para sí el cuerpo de aquel hombre. Junto a la perfecta armonía del espíritu puso ella la maldición de la miseria fisiológica, con su triple tormento de dolor, de flaqueza y de fealdad.

Apenas la juventud del poeta sucedió a su niñez sublime, su carne herida de congénito mal dió ejecución a aquel martirio; sus nervios y sus músculos se incapacitaron para todo esfuerzo; su vista se nubló; sus espaldas se encorvaron y deformaron. Fué un inútil, un torturado y casi un monstruo. ¡Y detrás de su frente el genio anunciaba que había tomado el punto de la dorada sazón y en su pecho ardía, con todo el fuego de la adolescencia, el anhelo del amor real y viviente que diese humanas formas a aquella aspiración indefinida con que el alma soñadora del niño había abarcado los ámbitos del mundo y del cielo!...

Junto con la conciencia de su inmenso infortunio, y como fermento nacido de su amargor, pero al propio tiempo con la fuerza fría y analítica en que obra la reflexión de un gran entendimiento, sobrevino en el enfermo y dis forme la abjuración de toda fe y de todo principio afirmativo que diese a la realidad orden y objeto.

La excitación de Bruto menor confesando al morir la vanidad del mundo ideal, fué en lo sucesivo el lema de su ciencia. Y la noche se hizo en la intimidad de aquella alma. Pero fué una noche inundada de tristísima luz, una noche tachonada de estrellas, porque ni el desengaño ni el desconsuelo pudieron disipar en la frente del infortunado la unción de la divina poesía. Por el contrario, la magnificaron y la hicieron doblemente preciosa. Fué entonces cuando lo que había de poeta, de poeta escogidísimo y excelso, en aquel ángel vestido de miseria y fealdad, se reveló con maravillosa plenitud. Y fué la suya la poesía a un tiempo más amarga y más suave que haya anidado en el corazón humano. Todo aquel sentimiento de idealidad, de perfección y de belleza que había exaltado la mente cándida del soñador, se decoloró de esperanza; pero continuó siendo sentimiento de idealidad, de perfección y de belleza. Toda aquella inmensa vena de amor que había corrido, de su impulso primero, a los bienes superiores del mundo, y se había roto en la tremenda decepción, se convirtió a un solo bien, a una sola idea, a un solo anhelo: la Muerte. Fué el poeta sublime de la Muerte. Y como poeta de la Muerte, fué el divino poeta del amor. Nunca hubo mujer, ni deidad, ni patria, ni concepto abstracto del derecho ni aspiración de libertad, gloria o fortuna, que inspiraran más dulces sueños en alma juvenil que en aquel poeta del sueño de la Nada. Nunca hubo novia que más se embelleciera en versos de amante, que la Muerte en sus versos purísimos. Porque este amor era desinteresado y absoluto. No era el del pesimista religioso, no era el del creyente que pone al otro lado de la tumba la esperanza del cielo. Era una aspiración sin otro fin, sin otra recompensa que la Muerte misma. Y de este culto de la Muerte nacieron versos que concilian, con la serenidad y la transparencia platónicas, el fervor y el arrebato de los místicos, el vuelo ardiente de San Juan de la Cruz. Dijo en ellos cómo el Amor y la Muerte son hermanos, y por qué el antiguo saber enseñó que «muere joven el que aman los dioses», y por qué inclina a la muerte la disciplina de amor; y dijo que cuando esta divina fuerza entra en humano pecho

Un desiderio di morir si sente.

y el alma enamorada, aun la más indocta y ajena a «la virtud que nace de la sabiduría», «comprende la gentileza de morir», y el aldeano sencillo, la doncella inocente, si amor les infunde ánimo, «osan meditar hierro y veneno» y miran sin espanto el misterio de la muerte... Y todo esto se desenvuelve en aquellos versos portentosos de modo que no está solo sentido, sino pensado; que no es sólo una emoción poética, sino una profunda y personal filosofía; una concepción fundamental del mundo, que impone a nuestro ánimo un género de dolor muy distinto de aquel que nos transmiten los poetas que expresan desdichas contingentes, tristezas relativas, aunque grandes; porque esta poesía nos da la intuición de lo que hay de eterno y necesario en el dolor y descubre a cada cual la más escondida raíz de su infortunio.

En Nápoles se extinguieron los últimos días del poeta. Aquí en la serena altura de Capodimonte, o en la vecina Torre del Greco, sobre la falda del Vesubio; aquí donde la naturaleza es ática como el ideal de la forma que él sintió, y donde todo evoca él mundo antiguo a que él perteneció por las afinidades de su corazón y de su mente, esperó a la pálida amada «que había de cerrar sus ojos tristes». Aquí se realizó el desposorio; aquí perdura su inviolable fe en la paz de esa lápida de mármol.

Vosotros, los que pasáis por esta tierra encantadora y sabéis de sentimienlo y poesía; los que embelesáis el alma y los ojos en la radiante luz de este cielo, en la belleza arquitectónica de este volcán, en el pagano júbilo de esta naturaleza, olvidaos un momento de la vida, revestíos de noble gravedad y entrad a visitar el altar de la Muerte en la «tumba de Leopardi».

 

1917.

XX
SORRENTO

Imaginad un certamen mitológico entre la tierra y el mar; una rivalidad como de enamorados o de artistas para poner a prueba cuál de los dos es capaz de dar de sí más poesía y más belleza; imaginad que en este certamen entra a participar el cielo azul, primero con la radiante gloria del día, después con la transparente calma de la noche, y habréis hallado una imagen que convenga a la hermosura, a la gracia, al incomparable hechizo de Sorrento.

Todo este golfo de Nápoles es de una belleza armoniosa y serena, que recuerda la euritmia arquitectónica, o la «composición» de un poema clásico; pero Sorrento es lo más bello del golfo. Alzada sobre la península en que empieza la vasta curva de ese brazo de mar; enfrente, Nápoles, que se tiende en anfiteatro entre Capodimonte y el Posillipo; luego, dominando la escena inmensa, el volcán bicípite, hermoso de forma y de color; sobre las faldas del volcán, Pórtici, Resina, Torre del Greco, Annunziata, Castellamare más cerca, y allá, en el confín del horizonte, las islas de Prócida y de Ischia, no hay lugar de la encantada costa que no se divise de Sorrento, con la nitidez y el firme relieve que esta gloriosa luz presta, en el aire diáfano, a los más tenues contornos. Rocas inmensas, cortadas a pico sobre el mar, tienen en alto la planta de la ciudad, como si toda ella fuera un ancho balcón, que se prolonga sobre un fondo de suaves colinas. Allá abajo, el golfo, de una ideal serenidad, del más inefable azul que yo haya visto en el agua; transparente cielo volcado, que cruzan, como nubes, velas de pescadores: y en un seno que forman las rocas, el puerto, pequeñuelo y gracioso, como para barcas de pesca. A lo largo de toda esta costa, en las suntuosas villas y los aristocráticos «albergos», un continuo y espeso jardín, una deliciosa cadena de bosques de naranjos, de olivos, de manzanos, de granados; de plantas mil, que congregan cuanto hay de amable y bello en la fecundidad de la tierra, y devuelven al aire tónico del mar fragancia de flores por fragancia de sales. Eglogas piscatorias vienen de las ondas azules, y églogas pastoriles les contestan desde las verdes laderas.

¡Cómo se ve que el vergel fabuloso de Armida fué soñado por quien llevaba en los ojos la imagen de Sorrento! ¿Qué falta aquí para la meditación, para el ensueño, para la paz del alma; qué falta para la dulce salud, para el despreocupado contento de la vida, aquí donde toda la naturaleza es bondad: aliento de azahar y de pinos, balsámica leche, vino nectáreo, peces fosfóricos, fruta delicada y sin cuento, y sobre todas las frutas, las naranjas, a cuyas jugosas pomas de oro llaman, en este gracioso dialecto, Portogallo (Portugal)?...

Si no os basta el panorama que habéis admirado en la ribera; si queréis aún más altura y más horizonte, subid a las colinas en que se recuesta la ciudad, hacia el poniente y el mediodía; id a Capodimonte de Sorrento, donde está el Belvedere Parisi, o al monasterio del Deserto, sobre la cumbre más alta, entre jardines, donde os regalarán con vino exquisito, y tierno queso, y aromática miel, y desde el cual abarcaréis con la mirada una extensión de estupenda grandeza: el golfo de Nápoles a un lado; al otro el de Salerno, entre las puntas de Licosia y Campanella, y en medio de las dos, la rocallosa isla de Capri, que parece encorvarse y atalayar sobre las ondas, como un monstruo marino que velara guardando el maravilloso zafiro de su Gruta Azul.

Sorrento, en la antigüedad, unía al renombre clásico de su belleza, que inspiró Las Selvas de Estacio, la celebridad de su cerámica, cuya excelencia comprueban aún, en los museos, cálices y vasos fúnebres comparables con los de Nola. La moderna Sorrento tiene, en cambio, su arte peculiar, que ha levantado a una perfección que es su fundado orgullo: la marquetería, la labor de incrustaciones en madera. Numerosos talleres dan aliento a esta industria, y las más ricas tiendas de la ciudad son las dedicadas a la venta de muebles, estuches, cigarreras, y otros mil objetos de utilidad y de adorno, compuestos de mosaico o taracea. La delicadeza y el primor con que se ejecuta ese trabajo exceden todo elogio. Sólo cuando se ha asistido al interior de uno de estos talleres (y os aconsejo que si vais a Sorrento no perdáis la ocasión de observar por vuestros propios ojos un taller de marquetería), se concluye de aceptar y comprender que aquellos dibujos, aquellas figuras y aquellos paisajes no han sido hechos con pincel, sino con distintas piezas de madera, cortadas mediante sierras sutiles y aplicadas en los huecos de un diseño. Llégase así a formar de incrustaciones verdaderos cuadros, con la conveniente distribución de colores en cada figura y en el fondo. Este arte, en lo que tiene de refinado, no es, según me dicen, aptitud tradicional, sino relativamente moderna. Primeramente se taraceaba sólo en la madera de naranjo y diseñando las imágenes y labores con tinta china. Un artífice innovador, Luis Gargiuio—cuyos descendientes son aún los más activos representantes de esta habilidad local—, halló los medios de emplear diferentes clases de madera e indefinida variedad de tintes. Hoy la marquetería de Sorrento tiene fama y mercado en todo el mundo. También es floreciente industria de la ciudad el tejido de la seda, y los pañuelos y fajas de colores que salen de sus telares gozan crédito de ser los más hermosos de Italia.

En las treguas de esos afanes del taller, o de la pesca en las serenas ondas del golfo, o de las geórgicas de los fructuosos campos vecinos, mozos y muchachas del pueblo suelen reunirse en graciosos grupos para bailar la tarantela de Sorrento, que es una variedad de la de Nápoles. Una tarantela bailada sobre un fondo de playa o de bosque, con los pintorescos trajes populares, es espectáculo que debe procurarse el viajero. Guitarras y mandolinas suenan su alegre música, y las parejas, ceñidas de vistosos colores, componen mudanzas raudas y vehementes, pero de delicada expresión; mientras la sangre férvida relumbra en el negro de los ojos y las morenas manos repiquetean a maravilla las castañuelas de Teletusa. Donde hay virtud de tañer y de danzar, dicho se está que hay también espontánea virtud poética. Ved una canción popular, fresca y sencilla como una margarita del campo:

la sorrentina

Io la vidi a Piedigrotta

Tutta gioia, e tutta festa

Dalla madre era condotta,

Gioie, e perle avea in testa,

Un corpetto ricamato,

La pettiglia di broccato,

Una veste cremisina,

Un sorriso da incantar,

E la bella Sorrentina

Io la intesi nominar.

Da aquel giorno, non ho pace,

Notte e dí sospiro e gemo,

Più la pesca non mi piace,

In disuso ho posto il remo,

Con la povera barchetta

A Sorrento, in fretta, in fretta,

Ogni sera, ogni mattina,

Vengo qui per lagrimar,

E tu, ingrata Sorrentina,

Poco pensi al mio penar!

Sobre el encantado jardín que se extiende por toda esta costa, en la terraza que llaman del Prospetto, me inclino a contemplar las rocas sumergidas en la onda clara, como la de una intacta fuente. Entre los líquenes de una de esas rocas se perciben aún, casi a flor de agua, unos cimientos ruinosos. Mi imaginación reconstruye la casa que esos cimientos sustentaban, y evoca, en derredor, la Sorrento de hace cuatro siglos. Así compuesta la escena, sueño, mientras la dulzura del tramonto cae sobre el éxtasis del mar. Veo que de aquella casa sale, llevado de la mano por la madre, joven y bella todavía, un niño de seis años, gracioso, suave y melancólico. El padre, pensativo y noble, marcha al lado y conduce a la hijita mayor. La tristeza de los desterrados oscurece su semblante. Veo a este grupo doméstico subir a una carroza que toma el camino de Nápoles y desaparece en una nube de polvo. Luego otro cuadro se enciende en mi fantasía: estoy en Padua, en sociedad de doctores y académicos; el niño es ya un adolescente soñador y estudioso; en su frente hay como el albor de una aureola, y en torno suyo flotan, buscando forma consistente y tenaz, imágenes de fe y caballería, visión de paladines, trovadores y cruzados. Después le veo, gentilhombre y áulico poeta, allá en Ferrara, en una casa de príncipes; observo que levanta los ojos tímidos y apasionados y los fija en una altiva princesa; que este amor nace y crece sin esperanza, y que, junto con la tortura del amor imposible, otro suplicio; el infierno de la creación poética, tal como es en aquel orden de genialidad que no produce sin angustia y dolor, arrebatan la razón del poeta a los oscuros lindes donde alternan el juicio y la locura. Véole encerrado y asistido como insano en la celda de un convento, y presencio cómo una noche, burlando la vigilancia de sus guardianes, se arroja al campo; recorre, descalzo, andrajoso y mendicante, un largo camino, y llega a la dulce patria que dejó en la infancia, a su Sorrento alma e felice, donde la piedad de la hermana procura sosegar su frente febril. Veo que su delirio le aleja de nuevo; que en la corte fatal de Ferrara padece otra vez encierro de loco; que luego vaga, como la hoja que se deshace en el viento, por cien partes; de palacio en cabaña, de hospital en convento; siempre acosado por fantasmas de miedo, de melancolía y de furor; siempre en guerra con el recuerdo de su propia obra, que le exaspera por su anhelo de perfección sublime; y finalmente, que la gloria le busca, que Roma quiere coronarle en el Capitolio con el laurel de los poetas, y que, en las vísperas del día en que esto ha de realizarse, muere en un lecho de hospital, dejando con su mísera historia el más conmovedor ejemplo del consorcio del genio, la demencia y el infortunio.

Todo esto se pintaba en mi imaginación mientras miraba las rocas que anega el agua transparente, allí donde fué la casa de Torcuato Tasso. Y por la noche, conversando en el Circolo Sociale, un elocuente sorrentino me refiere cómo su ciudad es deudora al poeta de la Jerusalén, no sólo de la más alta gloria que se agrega al prestigio de su ideal naturaleza, sino también de haber conjurado el mayor de los peligros que hay an amenazado interrumpir el plácido sueño de su vida. Es el caso que, cuando, por la expansión de la Francia revolucionaria, se erigió en el antiguo reino de Nápoles la República Partenopea, una tentativa de reacción se originó en Sorrento, a favor de los depuestos Borbones. El general Sarrazin, jefe de las armas francesas que sostenían la naciente República, fué enviado a sofocar la rebelión. Los tiempos eran duros, y el caudillo republicano traía el propósito de entrar a sangre y fuego en la ciudad rebelde, y castigarla sin distinción de inocentes y culpados. Se interpone entonces, entre la población consternada y el jefe inexorable, el arzobispo de Sorrento. Como razón suprema con que ablandar el corazón del vengador, recuerda a Sarrazin que Sorrento es la patria del Tasso... Y el noble francés, sintiendo la fuerza obligatoria de ese título de inmunidad, ahorró toda sangre, todo rigor, y perdonó a Sorrento para honrar la cuna del poeta.

Así el desventurado Torcuato fué el numen tutelar de su patria; y así reanudó, sin más tormentas, su vida de idilio, la primorosa creación de las Sirenas; la ciudad preferida de los convalecientes y los novios; la dulce ciudad coronada de azahares y vestida con la celeste seda del mar.

XXI
CAPRI

Cuento entre las imposibilidades absolutas la de hallar belleza que no tenga conciencia de sí propia, y entre las imposibilidades relativas la de hallar conciencia de la propia beldad que no se empañe de cierta inquietud o desazón delante de la beldad ajena. Sorrento, confirmando la ley sin excepción, sabe que es hermosa; pero sabe que Capri lo es también, y Capri está al lado de Sorrento; y como la belleza de Capri no es menos fiel cumplidora del nosce te ipsum, hay, al través de las azules ondas que las separan, un perpetuo cambio de desconfianzas y de celos; un pleito encantador, que renueva sus instancias ante cada viajero, excitado a ser juez en este nuevo juicio de París. La primera preocupación que, cuando volvéis de Capri, os demostrarán en Sorrento, es averiguar lo que pensáis de Capri, y el más apremiante interés que os habrán manifestado en Capri, al llegar, es preguntaros lo que opináis de Sorrento. Os supongo suficientemente hábiles para contestar a esas preguntas de modo que, sin herir de frente la vanidad local, deis lugar, al mismo tiempo, a cierto resquemor de emulación; y entonces oiréis, de una y otra parte, los más fervorosos alegatos de amor patrio; los más inspirados razonamientos para demostraros que aún no habéis visto lo mejor, en la comarca del panegirista, y que debéis dejar que os lleven a admirar en ella bellezas y primores que no habíais sospechado.

La isla de Capri y la península de Sorrento están, digámoslo así, labradas según un mismo estilo arquitectónico. Aquí como allá, un muro de ásperas rocas, que caen a plomo sobre el mar, diseñan con viril energía el dibujo de la costa. Aquí como allá al pie de ese ciclópeo baluarte, un puerto para cáscaras de nuez; y del puerto a la ciudad, sendas tortuosas que suben escalonadas en la piedra. A espaldas de la ciudad, cumbres de embelesantes perspectivas, que aquí se llaman los cerros de San Miguel y del Castello, como en la ciudad rival los del Deserto y Capodimonte. Acaso la belleza de Capri es un tanto más suave y varonil que la de Sorrento, como que entran en ella por mayores partes la desnudez de la roca y el abrazo del mar; pero también aquí, en los valles guardados de los vientos marinos, crecen la vid y el olivo y el naranjo; también aquí la canción pastoril confunde sus ecos con la barcarola del remero que parte a la pesca del coral, allá en las costas del Africa, o que conduce, a los que llegan, a visitar la misteriosa Gruta Azul. Y Capri, como Sorrento, tenía, antes de la guerra, su más copiosa fuente de utilidad en su misma pintoresca belleza, que atraía anualmente a sus playas a muchos millares de viajeros, sin contar los potentados europeos y americanos que han levantado villas suntuosas en el filo de estas peñas y en la falda de estas colinas.

La ciudad, menuda y concentrada entre las rocas, se recorre en cuatro pasos. Una plaza domina, como un terrado, las violentas pendientes de la costa, con su fondo de mar y de cielo. Allí veo, entre los grupos que pasean, un artista que toma apuntes. Capri es lugar preferido de pintores, y son muchos los que periódicamente se confirman en la inspiración de esta naturaleza. Observo que un «albergo» y una calle llevan el nombre de Tiberio. La amable isla no ha olvidado, pues, al tirano que la escogió como refugio de su vejez suspicaz y lasciva; ni parece guardar de él mala memoria, acaso porque con la permanencia del tirano coincide su período de monumental florecimiento e histórica notoriedad. Señálanse aún, en distintas partes de la isla, las ruinas de las doce villas famosas que Tiberio construyó para nido de sus amores seniles.

Un camino que trepa en espiral hasta la altura del Solaro, entre vistas inmensas de montaña y de mar, conduce al pueblo de Anacapri. Las labradas tierras que lo rodean muestran que es una población de agricultores. Allí encontraréis con quién recordar la patria americana y podréis mantener una conversación en nuestra lengua, porque son muchísimos los anacaprenses que han estado en Montevideo o Buenos Aires; y no escasean, entre ellos, los que han traído de las tierras de Occidente algo más que dulces memorias. Poético abolengo atribuye la leyenda a Anacapri, como que, según la tradición local, fué el Amor mismo, el Eros de Grecia, quien puso los fundamentos de la graciosa ciudad, cuyo origen helénico es, como el de todos los pobladores de la isla, bien claro. Y este origen histórico (y también aquel legendario abolengo) tiene su más firme testimonio en la peculiar belleza de las contadinas de Anacapri; belleza de mármol bruñido por el sol y el viento del mar; o si las tomáis cuando, al caer de la tarde, van con el cántaro a la fuente, belleza de Nausicaa, rodeada del candor patriarcal.

Nadie ignora que en las costas de Capri está la gruta famosa donde todo aparece teñido del color del cielo; la Gruta Azul, cara a la fantasía de los viajeros soñadores. Una barca de cuatro remos me conduce a la gruta, desde la Marina de Capri. Pienso contar con las dos condiciones necesarias de esta visita: clara luz y mar sereno. Infortunadamente, en el transcurso del viaje nubes importunas han venido a empañar la antes diáfana claridad de la mañana. Al llegar la barca a la gruta, el sol se ha velado del todo, y esto quita al peregrino alcázar gran parte de su fantástica belleza, que nace del reflejo de la luz radiante del día, cuando, filtrándose al través del espesor azul de las aguas e impregnándose de su color, lo difunde, como un claro de luna, en la penumbra de aquella fresca bóveda. Algo de este mágico efecto se percibe, pero muy tenue y enturbiado. Además, el mar empieza a picarse, y como la estrechísima boca de la gruta sólo da fácil paso mientras el agua está enteramente tranquila, debo esperar el momento de salir, tendido en el fondo de la barca, en la actitud de un cadáver en su féretro. La Gruta Azul fué para mí una decepción. Pero ya hace tiempo que aprendí a resignarme al desengaño de las grutas azules, y la belleza abierta y franca de la circunstante realidad me ofrece, de regreso de aquella fracasada aventura, el desquite de la ilusión desvanecida.

 

Castellamare, marzo de 1917.

XXII
¿RENUNCIARA BENEDICTO XV AL PODER TEMPORAL?

actual aspecto de la cuestion romana

 

A mi paso por Roma, tuve frecuente ocasión de recoger pareceres e impresiones sobre un problema que, aunque aparentemente apartado de los afanes del momento, no ha perdido su interés esencial, ni ha dejado de constituir una de las más importantes relaciones del porvenir político italiano. Me refiero a la situación del Pontífice católico, con sus aspiraciones, hasta hoy no renunciadas, al poder temporal, frente al Estado que ha instituído su soberanía y su unidad allí donde se asentó, por espacio de diez siglos, aquel poder. ¿Hasta qué pun to y en qué sentido existe todavía una cuestión romana? ¿Y cuál puede ser la solución que le prepara el tiempo? Cabe suponer que, entre las infinitas ulterioridades del nuevo orden internacional que ha de sobrevenir a la guerra, se cuente la inmediata desaparición de aquel conflicto, que ya nos parece una anacrónica monstruosidad. Pero él no podrá menos de considerarse subsistente mientras el Pontificado mantenga, aunque sólo sea de modo tácito y pasivo, la reivindicación de su poder civil. Esta reivindicación tendrá moralmente la fuerza de una autoridad a la que gravitan aún millones de conciencias humanas; y por lo que toca a la Italia misma, tendrá la importancia de alentar una permanente causa de escisión entre la conciencia religiosa y la conciencia nacional de cierta parte de su pueblo.

Es, pues, condición indispensable, para una verdadera solución de este problema, la franca renuncia del Pontificado a toda expiración de dominio temporal y el reconocimiento expreso, por su parte, de la soberanía italiana sobre Roma. ¿Puede esto esperarse como probable conclusión de la política del Vaticano?; y más concretamente, ¿puede esperárselo de la inspiración personal del Pontifice que tiene hoy el gobierno de la Iglesia?

Para satisfacer estas preguntas, debe partirse del hecho inconmovible y de la idea casi indiscutida que ha llegado a representar, después de medio siglo de triunfante prueba, la nacionalidad italiana, con su capital de Roma. La fundación de la Italia libre y una, contra la corriente, no sólo de intereses y egoísmos domésticos, sino también de tradiciones y sentimientos de fuerza universal, como los vinculados al poder político de la i Iglesia, es de los esfuerzos más audaces, más arduos y más gloriosos de que haya ejemplo en la historia. Los hombres de 1870 consumaron su reivindicación de Roma para Italia, con indomable fe y con soberana energía; pero la magnitud de las dificultades que de todas partes rodeaban la consolidación de su obra era tan clara, que toda aquella fe no pudo evitar que, al entrar en Roma lo hicieran—según acertadamente se ha dicho—con cierto sentimiento de provisoriedad. Sabían que esta ocupación había de ser el definitivo resultado histórico, pero temían que ella padeciera eclipses y reacciones: y el mundo, que había visto aparecer la Italia nueva a favor de un momento crítico y convulso de la historia de Europa, esperó que el tipo resolviese si la secularización de la Roma pontificia no era sólo un accidente de aquella anormalidad.

Mientras esta expectativa tuvo alguna razón de prolongarse y mientras aquel temor halló cierta cabida en el espíritu de los liberales italianos, la protesta del Pontificado pudo tender resueltamente al rescate de la perdida potestad secular. Se recordaba que no era la primera vez que el Pontífice romano había sido privado de su autoridad política; se evocaban el largo destierro de Pío VII, despojado por Napoleón; la vuelta de Pío IX, tras la efímera república del 49; y se esperaba la nueva reacción libertadora del cautivo jefe de la Iglesia. El pontificado del último Papa-rey terminó en medio de ese espíritu de esperanzas mesiánicas. Pero entre tanto Italia, por su propia virtud y por la obra de sus estadistas, fortalecía su ser de nación, consolidaba su situación internacional; y como consecuencia de esta sanción del éxito, se vigorizaba y se imponía con avasallador empuje, aun a las clases más divorciadas de los orígenes del movimiento de unidad, el sentimiento de la patria italiana. La superior inteligencia de León XIII, que vió realizarse esa incontrastable evolución, supo adaptar a ella la nueva política del Pontificado. León XIII, reaccionando contra la anterior famosa consigna clerical: «Ni elegidos, ni electores», autorizó la intervención de los partidarios de la Iglesia en las luchas legales de la monarquía; puso así el primer antecedente en el camino de una conciliación, y desde entonces una considerable parte de las fuerzas católicas, no sólo participan de la actividad parlamentaria, sino que suelen contribuir, en las mismas funciones del gobierno, al régimen nacido de la Revolución liberal. En la actualidad desempeña el ministerio de Hacienda, en el gabinete que preside Boselli, el leader de ese oportunismo católico, Y el estallido de la guerra en que hoy está comprometido este pueblo vino a poner finalmente a prueba la solidez de la unidad patriótica italiana. Pudo sospecharse, por quien no tuviera clara noción de esa unidad, que, siendo la guerra contra la gran potencia católica, como es el Austria, y descansando la única posibilidad visible de la restauración de la Roma papal sobre la disolución de una Italia vencida, estas circunstancias obrarían, a favor de la intransigencia religiosa, para aminorar el estímulo patriótico. Pero la absoluta uniformidad y la decisión entusiasta con que el clericalismo más ferviente, sin exceptuar al propio clero, ha mantenido su fidelidad a la patria y ha llenado activa y heroicamente su deber, manifiestan cuán hondo ha arraigado el sentimiento de la nacionalidad y cómo este sentimiento se levanta ya sobre todos los intereses y todas las ideas

En semejantes condiciones, ¿qué consideración fundamental podría oponerse, de parte de la Iglesia católica, a una solución fundada en el sincero reconocimiento de la realidad? Supuesto que sus garantías de independencia se satisficiesen, ¿por qué habría de mantenerse ella apegada a una reivindicación que, en sus términos absolutos, ha llegado a ser tan evidentemente quimérica? Los que conocen las actuales corrientes del Vaticano piensan que esta disposición conciliadora no es, en principio, extraña al espíritu que allí domina, y esperan que, si las circunstancias históricas traen la oportunidad y la forma de su realización, el pontificado de Benedicto XV no terminará sin señalarse por el término del largo entredicho entre la Iglesia y el poder civil. La fórmula de este posible avenimiento; la condición a cambio de la cual renunciaría el Pontífice a sus aspiraciones sobre Roma para reconocer la soberanía de Italia, sería la de que se diera carácter internacional, entre los pueblos católicos, a la Ley de Garantías que actualmente regula su situación dentro del Estado.

Es notorio que, después de producir la caída del poder temporal con la ocupación de Roma, Italia se propuso rodear la potestad espiritual del Pontífice de todas las seguridades de libertad y autonomía que pudieran compensar la pérdida de su independencia material y apaciguar las desconfianzas de los gobiernos católicos; y a este efecto, el Parlamento de 1871 dictó la ley que reconoce al jefe de la Iglesia prerrogativas y honores de soberano, le concede derecho a la representación diplomática y al privilegio de la extraterritorialidad, y facilita en todo sentido el ejercicio de las funciones necesarias pa ra el cumplimiento de los fines de la religión. Esta ley, que el Pontícife no ha reconocido nunca, pero que subsiste en cuanto a las obligaciones que para el Estado determina, tiene hasta hoy la naturaleza de un acto de la legislación italiana, de una regla de derecho interno. Se trataría de levantar la Ley de Garantías a la condición de un pacto internacional, mediante una conferencia en que las naciones con súbditos católicos se comprometerían en lo sucesivo a tutelar su fiel cumplimiento. Apuntada ya esta solución, entre las que arbitraron para tratar de obtener la conformidad pontificia, desde los orígenes de la cuestión romana, ella ha reaparecido después como idea de procedencia católica. Hace tres años, en su Congreso religioso de Milán, un conspicuo prelado, el arzobispo de Udine, señalaba la ratificación internacional de la Ley de Garantías, como el único medio de sustituir al principado civil del jefe de la Iglesia, vuelto imposible dadas las actuales condiciones de la sociedad. Posteriormente, ha sostenido la ínternacionalización órgano tan caracterizado del pensamiento clerical como La Civiltà Cattolica.

Pero ¿aceptaría la Italia liberal, aceptaría el Estado italiano esta fórmula de concordia con el destronado Pontífice? ¿Sería conciliable con la integridad de la soberanía un acuerdo que diese jurisdicción, y por lo tanto, virtualmente, facultad de intervenir con la fuerza, a estados extraños, en las obligaciones de esta nación respecto de un sujeto jurídico radicado dentro de su territorio y puesto bajo el amparo de su libertad y de sus leyes?... Las resistencias que tal pensamiento levantaría, si se formalizase, pueden inducirse por las que provoca su discusión doctrinaria. Difícil será hallar la manera de internacionalizarse la ley de 1871 sin herir los más respetables sentimientos de delicadeza patriótica. Difícil será idear, para el Pontífice romano, otras garantías de aquellas que positivamente le ofrecen las leyes y las autoridades de Italia.

Pero lo importante es que empiece a abrirse paso, en círculos católicos, la disposición conciliadora, en cuanto al hecho consumado de la Roma secular e italiana. Lo demás será obra gradual de la persuasión. El solo fundamento en que la Iglesia apoya todavía su reivindicación del poder temporal consiste en la necesidad de hallarse en condiciones políticas que aseguren su libertad de acción; y la experiencia histórica ha demostrado, y seguirá confirmando, que nunca la libertad de acción de la Iglesia ha sido tan real e ilimitada como dentro del régimen que se implantó el 20 de septiembre. Nunca el Pontífice-rey, custodiado por bayonetas extranjeras y estrechado por sus concordatos con los príncipes católicos, gazó de la autonomía con que hoy ejerce su ministerio espiritual el voluntario cautivo del Vaticano. La independencia recíproca y la completa libertad del poder eclesiástico y del civil fué el principio escrito por el gran Cavour en el programa de la Italia nueva. Y todo induce a pensar que el conflicto que aún se mantiene subsistente perderá con el tiempo su razón de ser y llegará a su solución final y perenne, siguiendo la evolución indicada por aquel a quien Roberto Peel llamó una vez, desde la tribuna de Inglaterra, el más grande estadista que haya conducido a pueblo alguno por el camino de la libertad.

 

Palermo, marzo de 1917.

XXIII
[PALERMO]

Traigo en la imaginación la Sicilia melodramática y violenta de la fama histórica y teatral; la Sicilia de Fra Diavolo y Testalonga; la Sicilia de la Maffia, y las venganzas, y las jettaturas, y de todo género de exaltados efectos del siroco calcinante, del Etna flamígero y de la luz deslumbradora. Bien se me alcanza que, al ponerme en contacto con la realidad, habrán de sufrir su inevitable descuento tales prefiguraciones de la fantasía; pero espero siempre un fondo que concuerde con ellas, un fondo que confirme la vulgar inducción que nos hace pensar: a más sol, a más vecindad del Africa, más fervores de sangre y más arrebato de espíritu. No es esto, entre tanto, lo que aquí me indica la experiencia. Viniendo de Nápoles recibo más bien la impresión de pasar de un Allegro a un Este pueblo, en cuanto puede juzgar la somera observación de un pasaje ro, me parece de un tono más suave y reflexivo que el bullicioso pueblo napolitano. Se me ocurre buscar razones étnicas a esa aparente inconsecuencia del sol, y atribuirla, por una parte, a la mezcla de sangre normanda, con su dejo de melancolía, y, por la otra, al adobo de sangre árabe, con su religiosa gravedad.

El centro de la animación mundana y mercantil es la ochavada Plaza Vigliena o de los Quatro Canti, que se forma en el cruce de la vía Víctor Manuel con la de Macqueda. Cuatro palacios de mármol, recuerdos aún intactos de la dominación española, delinean el contorno de la plaza. Frente a cada palacio luce la estatua de una de las cuatro estaciones; en plano superior a esas estatuas se levantan las del emperador Carlos V y los tres sucesivos Felipes, y, por último, en orden más alto, las imágenes de las cuatro santas nativas y protectoras de la ciudad: Oliva, Agata, Ninfa y Cristina.

Un hecho significativo se destaca a mis ojos mientras observo el movimiento comercial de estas calles, un hecho que me da muy favorable impresión de la cultura de Palermo, y es la abundancia, actividad y riqueza de las librerías, más numerosas y mejor provistas e instaladas que en Nápoles, no sólo habida cuenta de la diferencia de ambas poblaciones, sino también estableciendo la comparación en absoluto.

Pintoresca originalidad callejera de Palermo es la de los carros historiados. Por dondequiera y a cualquier hora que recorráis la ciudad, hallaréis, conduciendo mercancías, o material de construcción o acaso gente que pasea, alguno de estos carros, en cuya caja ha trazado cuadros primitivos la mano ingenua de un pintor popular. Tales pinturas son por lo general, de escenas históricas o legendarias; gestas de caballerías, hazañas de conquistadores y libertadores, ya Rugiero el Normando, ya Carlomagno, ya Guillermo Tell; y alguna vez, episodios de la historia sagrada o de la vida de los santos. Mientras las tablas laterales lucen estas escenas, en el pescante, en la portezuela, en el pértigo, en el cabo de las ruedas, y dondequiera resta algún espacio visible, se reproducen con infinita profusión y en los más vivos colores figuras, guirnaldas, arabescos y otros motivos ornamentales. Los jaeces del caballo o el asno uncido al carro son de vistosa novedad: la cabezada, la silla, el pretal, relumbran cuajados de lentejuelas, de cascabeles, de flecos de oropel, de borlas y moñas de color. Cuando el carro es flamante y de cierta gala y se presenta aderezado con el primor de los días de fiesta, hay en su pompa charra y candorosa una gracia característica que hace de él una de las más curiosas notas de color local.

Pasa un acquainolo. Llámase así en dialecto al aguador. La fresca tinaja en una mano; en la otra un escabelillo de metal, pulcro y reluciente, con sus vasos de vidrio, su frasco de zammú o anisado, y sus fragantes limones, pregona el agua cristalina que incitan a beber los primeros soplos del siroco: «Ch’è bella! Ch’è bella!»

Ved el frutero de Monreale, que ostenta, por corona de su cesta de naranjas y nísperos, las más tempranas fresas de la estación; ved al pescador de Sferracavallo, con su bronceado pecho descubierto, su pantalón o media pierna y las canastas de pescado a la espalda; y el buhonero que carga sobre la suya toda una tienda de baratijas, al grito de: «Augghi e spínguli!»; y la florista que os tiende un ramo de azahar, y el vendedor de barquillas de miel, y el de almendras y avellanas tostadas, y aquel chalán de saco al hombro, que llaman el gatturu, y cuyo oficio consiste en adquirir, de puerta en puerta, los gatos que estorban en las casas, para revenderlos, ya vivos, ya trocados en piel.

Quien guste del color fuerte y alegre y la crudeza popular, visite los mercados: baje por las gradas de piedra que arrancan de la vía de Roma y mueren en la de Caracciolo, que el pueblo llama La Vucciria (del francés boucherie, por ser el sitio del antiguo mercado de la carne) y que conduce a la vetusta plaza del Garraffelo, en cuyo centro una fuente de mármol, que amarillea de vejez, mana un agua de afamada frescura. Esta plaza y aquella calle, así como la de la Argentería, que desemboca también en el Garraffelo, son una apiñada sucesión de puestos de fruta y de legumbres, de ventorrillos y tabernas, de ropavejerías, buhonerías y tenduchos de toda clase, sobre cuyo fondo veis hervir la pintoresca vida de la plebe, a la sombra de un ondulante toldo de ropas de todas formas y colores, colgadas a secar, en largas cuerdas, de balcón a balcón. También re bosa de vida y de carácter el Quartiere de la Kalsa, de morisco nombre; barrio de pescadores aglomerado en derredor de la iglesia de Santa María dello Spásimo, con sus escaleras al aire libre, y sus balcones que adornan macetas de albahaca y clavel y racimos de «nasas», o cestas de pesca de trenzados juncos. Este es el mes en que esa República marinera se apresta para la pesca del atún, que es de las grandes industrias de la isla, tendiendo en distintos puntos de la costa los ingeniosos encadenamientos de redes que hacen de la captura de aquel pez una de las más complejas y curiosas entre las cacerías del mar.

Otras impresiones son de tono menos halagüeño. En la esquina de las calles de Milán y Venecia, a pocos pasos de la de Roma, que es de las vías más centrales, asisto al poco edificante espectáculo de una lotería coram populo. Un grupo de no menos de cincuenta personas: obreros, soldados, muchachos en gran número y tal ocioso burgués, forma rueda, en la bocacalle, a un gañán de sombrero echado a la nuca y gruesa cadena de plata que esgrime en una mano una bolsa de seda verde. Excitando, con entrecortada arenga, la codicia de los espectadores, distribuye entre ellos, a razón de dos sueldos por cabeza, unos cartoncitos mugrientos, con aspecto de naipes. Luego que los ha colocado todos, echa mano a la bolsa; revuelve el fondo, haciendo sonar las fichas, y trae a luz una de ellas, cuyo número da a verificar a alguno de los presentes. El poseedor del billete premiado recibe entonces su lira, que el banquero saca, sin más ceremonia, del bolsillo del chaleco. Suele suceder que la multitud se aglomera con demasiado afán a su alrededor, y en tal caso el grave ministro de la suerte «abre cancha», como decimos en América, agitando entre los importunos un a modo de plumero enastado en una larga caña, instrumento moderador que tiene en el suelo de reserva para este uso. Ignoro si las leyes consienten o la policía tolera.

La devoción religiosa se mantiene difundida y ferviente, y mil signos lo certifican. Quien recorre las calles de Paler mo no tardará en advertir la crecida cantidad de niños que se preparan para el sacerdocio, vistiendo ya el hábito eclesiástico. Frecuentes son, en los parajes más céntricos, las hornacinas con imágenes sagradas, que el fervor popular rodea de luces y flores: así el Ecce-homo de la vía de Roma, y el de la Plaza de Santo Domingo. En los altares de las iglesias abundan los exvotos, que aquí llaman mirácoli (milagros): figuras pintadas o de bulto en que se rememora alguna gracia divina. Presencié, en Viernes Santo, una procesión callejera, al uso antiguo de nuestras ciudades, con séquito populoso y formas de teatral solemnidad. Un simulacro de Cristo yacente, de peso abrumador, a juzgar por el visible esfuerzo de sus portadores, era llevado en hombros de una veintena de tiernos congregantes (257).

 

fin de

«el camino de paros»