Recientemente asistí a una conferencia en el venerable Laboratorio Jefferson de la Universidad de Harvard. La conferenciante era de la doctora Lene Hau del Rowland Institute, que acababa de realizar un experimento del que no sólo se informó en la reputada revista científica Nature, sino también en la primera plana de The New York Times. En el experimento, ella (con su grupo de investigación formado por estudiantes y científicos) hizo pasar un haz de luz láser a través de un nuevo tipo de materia denominado un condensado de Bose-Einstein (un extraño estado cuántico en el que un puñado de átomos, enfriados casi hasta el cero absoluto, dejan prácticamente de moverse y actúan en conjunto como una sola partícula), lo que frenaba al haz de luz hasta el ritmo increíblemente lento de 17 metros por segundo.[1] La luz, que viaja normalmente a la vertiginosa velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, o 1.080.000.000 kilómetros por hora, en el vacío, se frena cuando atraviesa algún medio, como aire o vidrio, aunque su velocidad sigue siendo del mismo orden que la velocidad en el vacío. Pero hagan ustedes el cálculo y verán que 17 metros por segundo dividido por 300.000 kilómetros por segundo es igual a 0,00000006, o seis millonésimas de un 1 por 100 de su velocidad en el vacío. Para poner un ejemplo comparativo, esto es como si Galileo hubiese dejado caer sus balas de cañón desde lo alto de la Torre de Pisa y éstas hubiesen tardado dos años en llegar al suelo.
La conferencia me dejó sin aliento (incluso Einstein se hubiera sentido impresionado, creo yo). Por primera vez en mi vida sentí una pizca de lo que Richard Feynman llamaba «la excitación del descubrimiento», la repentina sensación (probablemente semejante a una epifanía, aunque una epifanía vicaria en este caso) de que yo había captado una idea nueva y maravillosa, de que había algo nuevo en el mundo y yo asistía a un suceso científico trascendental; una sensación no menos espectacular y excitante que la que sintió Newton cuando se dio cuenta de que la fuerza misteriosa que hizo que la manzana apócrifa cayera en su cabeza era la misma fuerza que hacía que la Luna se mantuviera en órbita alrededor de la Tierra; o la de Feynman cuando dio ese primer y difícil paso hacia la comprensión de la naturaleza de la interacción entre la luz y la materia, que le llevó finalmente al Premio Nobel.
Sentado entre la audiencia, casi pude sentir a Feynman mirando por encima de mi hombro y susurrándome al oído: «¿Ves? Por esto es por lo que los científicos continúan sus investigaciones, por lo que luchamos tan desesperadamente por cada pedazo de conocimiento, velamos noches enteras buscando la respuesta a un problema, escalamos los obstáculos más escarpados hasta el próximo pedazo de conocimiento, para alcanzar finalmente ese momento feliz de la excitación del descubrimiento, que es parte del placer de descubrir».[2] Feynman siempre decía que él no hacía física por la gloria ni por los premios y recompensas, sino por el placer de hacerlo, por el puro placer de descubrir cómo funciona el mundo, qué es lo que lo mantiene en marcha.
El legado de Feynman es su inmersión y dedicación a la ciencia: su lógica, sus métodos, su rechazo del dogma, su infinita capacidad de duda. Feynman creía y vivía en el credo de que la ciencia, cuando se utiliza de forma responsable, puede no sólo divertir sino que también puede ser de valor inestimable para el futuro de la sociedad humana. Y como todos los grandes científicos, a Feynman le gustaba compartir su asombro ante las leyes de la naturaleza con colegas y legos por igual. En ninguna parte se manifiesta más claramente la pasión de Feynman por el conocimiento que en esta colección de sus obras cortas (casi todas publicadas con anterioridad, salvo una inédita).
El mejor modo de apreciar el misterio Feynman es leer este libro, pues aquí encontrarán ustedes una gran variedad de temas sobre los que el gran físico pensó en profundidad y habló de forma encantadora: no sólo de física —en cuya enseñanza no fue superado por nadie— sino también de religión, de filosofía y del temible escenario académico; del futuro de la computación y el de la nanotecnología, de la cual fue un pionero destacado; de la humildad, del placer en la ciencia y del futuro de la ciencia y la civilización; de cómo deberían ver el mundo los científicos en ciernes; y de la trágica ceguera burocrática que condujo al desastre de la lanzadera espacial Challenger, el informe que fue objeto de titulares de prensa que hicieron de «Feynman» una palabra familiar.
Curiosamente, hay muy poco solapamiento en estas piezas, pero en aquellas pocas ocasiones en que una historia se repite me he tomado la libertad de suprimir una de las dos apariciones para ahorrar al lector una repetición innecesaria. Inserto puntos suspensivos […] para señalar dónde se ha suprimido una «gema» repetida.
Feynman mantenía una actitud muy informal hacia la gramática propiamente dicha, como se muestra claramente en la mayoría de las piezas, que fueron transcritas de conferencias o entrevistas habladas. Por ello, para mantener el tono de Feynman, he conservado en general sus giros poco gramaticales. Sin embargo, donde una transcripción pobre o esporádica hacía que una palabra o frase resultase incomprensible o difícil, la he corregido para hacerla legible. Creo que el resultado queda prácticamente inalterado, aunque legible, feynmanesco.
Aclamado durante su vida, reverenciado en el recuerdo, Feynman sigue siendo una fuente de sabiduría para personas de cualquier condición. Espero que este tesoro de sus mejores charlas, entrevistas y artículos estimulará y divertirá a generaciones de devotos y recién llegados a la mente única y a menudo descarada de Feynman.
Así que lean, disfruten y no tengan miedo de reírse a carcajadas o de aprender una lección o dos sobre la vida; inspírense y, sobre todo, experimenten el placer de descubrir cosas sobre un ser humano poco común.
Me gustaría dar las gracias a Michelle y Carl Feynman por su generosidad y apoyo constante desde ambas costas; a la doctora Judith Goodstein, a Bonnie Ludt y a Shelley Erwin, de los archivos de Caltech, por su ayuda y hospitalidad indispensables; y especialmente al profesor Freeman Dyson por su elegante e iluminador Prólogo.
También me gustaría expresar mis agradecimientos a John Gribbin, Tony Hey, Melanie Jackson y Ralph Leighton por sus frecuentes y excelentes consejos durante la confección de este libro.
JEFFREY ROBBINS
Reading, Massachusetts
Septiembre de 1999