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Los Álamos desde abajo

 

 

 

Y ahora, algo más ligero: joyas del Feynman bromista (por no decir desvalijador)[1] metiéndose y saliendo de dificultades en Los Álamos. Feynman violando aparentemente la regla de ninguna mujer en el dormitorio de los hombres para hacerse con su propia habitación privada; burlándose de los censores del campo; codeándose con grandes hombres como Robert Oppenheimer, Niels Bohr y Hans Bethe. Y el impresionante privilegio de ser el único hombre que observó directamente la primera explosión atómica sin gafas protectoras, una experiencia que cambió a Feynman para siempre.

 

 

La halagadora presentación del profesor Hirschfelder es bastante inadecuada para mi charla, que es «Los Álamos desde abajo». Lo que quiero decir con desde abajo es que, aunque actualmente tengo cierta fama dentro de mi campo de investigación, en aquella época yo no era famoso en absoluto. Ni siquiera tenía el título de doctor cuando empecé con mi trabajo relacionado con el Proyecto Manhattan.[2] Muchas de las otras personas que les van a hablar sobre Los Álamos conocían a alguien en algún escalón superior de la Administración o algo similar, personas involucradas en la toma de grandes decisiones. Yo no tenía que tomar grandes decisiones. Siempre estaba revoloteando por abajo de un lado a otro. No estaba en el último nivel. Llegué a ascender unos pocos escalones, pero nunca fui una de las personas de arriba. Por eso quiero que ustedes se coloquen en una situación diferente de la citada en la introducción e imaginen simplemente a este joven estudiante licenciado que todavía no tiene su título y está trabajando en su tesis. Empezaré diciendo cómo entré en el proyecto y lo que me sucedió luego. Eso es todo; simplemente lo que me sucedió durante el proyecto.

Estaba un día trabajando en mi despacho[3] cuando entró Bob Wilson.[4] Estaba trabajando… [risas] ¿qué demonios pasa?, tengo todavía montones de cosas más divertidas; ¿de qué se ríen ustedes? Bob Wilson entró y dijo que había recibido fondos para hacer un trabajo que era secreto y que no debía contar a nadie, pero iba a contármelo porque sabía que en cuanto yo supiera de qué se trataba, vería que tenía que colaborar con él. Así que me habló del problema de separar los diferentes isótopos del uranio. La finalidad última era hacer una bomba, y tenía un proceso para separar los isótopos de uranio, que era diferente del que se utilizó al final, y quería tratar de desarrollarlo. Me habló de ello y dijo: «Hay una reunión...», y yo dije que no quería ir. Él dijo: «Muy bien, hay una reunión a las tres, te veré allí». Le dije: «Está bien que me hayas contado el secreto porque no voy a decírselo a nadie, pero no voy a ir». Así que volví a trabajar en mi tesis durante tres minutos. Luego empecé a caminar de un lado a otro y a pensar en el asunto. Los alemanes tenían a Hitler y la posibilidad de desarrollar una bomba atómica era obvia, y la posibilidad de que la desarrollasen antes de que lo hiciéramos nosotros era temible. Así que decidí ir a la reunión de las tres. A las cuatro yo ya tenía una mesa en una habitación y estaba tratando de calcular si este método concreto estaba limitado por la corriente total que puede transportar un haz de iones, y todo eso. No entraré en detalles. Pero tenía una mesa, y tenía papel, y estaba trabajando tan duro como podía y tan rápido como puedo hacerlo. Los colegas que estaban construyendo el aparato planeaban hacer el experimento allí mismo. Y era como aquellas películas de animación en las que ves una pieza de la maquinaria que va bruuup, bruuup, bruuuup. Cada vez que miraba la cosa había crecido. Y lo que sucedía, por supuesto, era que todos los muchachos habían decidido trabajar en esto y dejar las investigaciones que estaban haciendo en ciencia pura. Toda la ciencia se interrumpió durante la guerra, excepto lo poco que se hizo en Los Álamos. No tenía mucho de ciencia; era un montón de ingeniería. Y cada uno de ellos estaba desmontando el equipo de su investigación, y estaban reuniendo todo el equipamiento de diferentes investigaciones para construir el nuevo aparato y hacer el experimento para tratar de separar los isótopos de uranio. También yo interrumpí mi trabajo por la misma razón. Es verdad que, cuando llevaba algún tiempo en ese trabajo, me tomé unas vacaciones de seis semanas y acabé de escribir mi tesis. Obtuve mi título justo antes de ir a Los Álamos, así que no estaba tan abajo como les hice creer.

Una de las primeras experiencias que me resultó muy interesante en este proyecto en Princeton fue la de conocer a grandes hombres. Yo nunca había conocido antes a muchos grandes hombres. Pero había un comité de evaluación que tenía que decidir qué camino íbamos a seguir, e iba a apoyarnos y ayudarnos en definitiva a decidir qué método íbamos a seguir para separar el uranio. En este comité de evaluación había hombres como Tolman, Smyth, Urey, Rabi y Oppenheimer, y así sucesivamente. Y estaba Compton, por ejemplo. Una de las cosas que vi me produjo una terrible conmoción. Yo estaba sentado allí con ellos porque entendía la teoría de los procesos que estábamos tratando, y por eso me hacían preguntas y luego las discutíamos. Entonces alguien hacía una observación, y luego Compton, por ejemplo, exponía un punto de vista diferente, y tenía toda la razón, era la idea correcta, y decía que ése debería ser el método. Otro tipo decía: «Bien, quizá, existe esta otra posibilidad contraria que tenemos que considerar. Hay otra posibilidad que tenemos que considerar». ¡Yo daba un bote! ¡Debería decirlo de nuevo, Compton debería decirlo de nuevo! Así que todo el mundo estaba en desacuerdo, todos daban vueltas alrededor de la mesa. Al final Tolman, que era el presidente, dice: «Bien, después de oír todos estos argumentos creo que es cierto que el argumento de Compton es el mejor de todos y ahora tenemos que seguir adelante». Y fue muy chocante para mí ver que un comité de hombres pudiera presentar un montón de ideas, considerando cada uno de ellos un nuevo aspecto, y recordando lo que habían dicho los otros colegas después de prestarles atención; y al final se tomaba una decisión sobre qué idea era la mejor, resumiéndolo todo, sin tener que repetirlo tres veces, ¿ven ustedes? Así que aquello supuso para mí una conmoción; eran realmente unos grandes hombres.

Finalmente se decidió que no era éste el procedimiento que se iba a seguir para separar el uranio. Nos dijeron entonces que lo dejáramos, y que se iba a poner en marcha en Los Álamos, Nuevo México, el proyecto que realmente llevaría a la bomba, y que todos deberíamos ir allí para hacerla. Había experimentos que realizar y trabajo teórico por hacer. Yo estaba en la parte teórica; el resto de los colegas estaba en la parte experimental. La cuestión entonces era qué hacer, porque teníamos este tiempo muerto desde que nos habían dicho que lo dejáramos y Los Álamos todavía no estaba preparado. Bob Wilson quiso aprovechar el tiempo enviándome a Chicago para averiguar todo lo que pudiera sobre la bomba y sus problemas, para que pudiéramos empezar a construir en nuestro laboratorio instrumental contadores de diversos tipos y todo eso, que pudiesen sernos útiles cuando fuésemos a Los Álamos Así que no se perdió el tiempo. Fui enviado a Chicago con instrucciones de visitar a cada grupo, decirles que iba a trabajar con ellos, hacer que me explicasen un problema hasta que yo conociese suficientes detalles para que pudiese sentarme realmente y empezar a trabajar en el problema; y tan pronto como lo consiguiera ir a otro tipo y preguntarle por otro problema, y de esa forma yo entendería los detalles de todo. Era una idea muy buena, aunque me remordía un poco la conciencia. Pero resultó, por casualidad (tuve mucha suerte), que cuando uno de los tipos me explicó un problema, yo le dije: «¿Por qué no lo haces así?», y en media hora él lo había resuelto, cuando habían estado trabajando en ello durante tres meses. Así que ¡algo hice! Cuando regresé de Chicago describí la situación a los colegas: cuánta energía se liberaba, cómo iba a ser la bomba y todo eso. Recuerdo que un amigo que trabajaba conmigo, Paul Olum, un matemático, vino después y me dijo: «Cuando se haga una película sobre esto saldrá un tipo que vuelve de Chicago y cuenta a los hombres de Princeton todo sobre la bomba, y él llevará un traje y un maletín y todo eso; y tú estás aquí en mangas de camisa y contándonos todo lo que hay». Pero en cualquier caso es algo muy serio, y por eso él apreciaba la diferencia entre el mundo real y el de las películas.

Bueno, parece que seguía habiendo un retraso y Wilson fue a Los Álamos a averiguar qué era lo que estaba retrasando las cosas y en qué punto estaban. Cuando llegó allí encontró que la compañía constructora estaba trabajando muy duro y había terminado el auditorio y algunos otros edificios porque sabían cómo hacerlo, pero nadie les había dado instrucciones claras sobre cómo construir un laboratorio —cuántas conducciones para el gas, cuántas para el agua—, de modo que él simplemente se quedó allí y decidió cuánto para el agua, cuánto para gas y todo eso, y les dijo que empezaran a construir los laboratorios. Y luego regresó con nosotros —nosotros ya estábamos todos preparados para ir, ven ustedes—, y Oppenheimer estaba teniendo dificultades para discutir algunos problemas con Groves y nos estábamos impacientando. Por lo que yo entendí desde la posición en que me encontraba, Wilson llamó entonces a Manley en Chicago y ellos se reunieron y decidieron que iríamos allí en cualquier caso, incluso si no estaba todo preparado. Así que todos fuimos a Los Álamos antes de que estuviese preparado. Fuimos reclutados, dicho sea de paso, por Oppenheimer y otras personas, y él fue muy paciente con todos: prestó atención a los problemas de todo el mundo. Se preocupó de mi esposa que tenía tuberculosis, y de si había un hospital allí cerca y todo eso; fue la primera vez que tuve un encuentro con él de una forma tan personal; era un hombre maravilloso. Nos dijeron entre otras cosas, por ejemplo, que debíamos tener cuidado. Que no comprásemos nuestro billete de tren en Princeton porque Princeton era una estación ferroviaria muy pequeña, y si todo el mundo compraba billetes de tren para Albuquerque, Nuevo México, se levantarían sospechas de que algo pasaba. Y por eso todo el mundo compró sus billetes en algún otro lugar, excepto yo, porque imaginé que si todo el mundo compraba sus billetes en algún otro lugar … Así que cuando fui a la estación y dije: «Quiero ir a Albuquerque, Nuevo México», el empleado dijo: «¡Oh, así que todo este material es para usted!». Habíamos estado facturando cajones llenos de contadores durante semanas y confiando en que ellos no advirtiesen que la dirección era Albuquerque. Así que al menos expliqué cuál era la razón de que estuviésemos enviando cajones allí: yo iba a Albuquerque.

Bien, llegamos con mucho adelanto y los edificios para los dormitorios y cosas así no estaban listos. De hecho, ningún laboratorio estaba listo. Estábamos empujándoles, presionándoles al llegar por adelantado. Iban como locos y alquilaron ranchos en los alrededores. Así que al principio nos alojábamos en un rancho e íbamos en coche por la mañana. La primera mañana que fui en coche fue tremendamente impresionante; la belleza del escenario, para una persona del Este que no viajaba mucho, era algo sensacional. Están los grandes barrancos; ustedes han visto probablemente fotografías, no entraré en detalles. Había mesas muy altas a las que se podía subir desde abajo y ver estos grandes barrancos, y quedábamos muy sorprendidos. Lo más impresionante para mí fue que, mientras subía, yo dije que quizá había indios que aún vivían allí, y el tipo que conducía el coche se detuvo; se bajó del coche y caminó hacia una esquina y ahí había cuevas de indios que se podían inspeccionar. De modo que, en ese aspecto, era realmente excitante.

Cuando llegué al enclave por primera vez, vi la puerta: había un área técnica que se suponía que finalmente estaría rodeada por una valla pero, puesto que todavía estaba en construcción, seguía abierta. Luego se suponía que habría una ciudad y luego otra gran valla más allá, alrededor de la ciudad. Mi amigo Paul Olum, que era mi ayudante, estaba de pie con una tablilla controlando los camiones que entraban y salían y diciéndoles a dónde tenían que ir para descargar los materiales en diferentes lugares. Cuando entré en el laboratorio encontré a hombres a quienes conocía de oídas por haber visto sus artículos en el Physical Review y todo eso. Nunca antes me había encontrado con ellos. «Éste es John Williams», dijeron. Se levantó un tipo que estaba ante una mesa cubierta de planos, con las mangas remangadas, y que por una ventana ordenaba dónde debían ir los camiones y los demás materiales necesarios para la construcción. En otras palabras, asumimos el mando de la compañía constructora y acabamos el trabajo. Los físicos, especialmente los físicos experimentales en estos primeros momentos, no tenían nada que hacer hasta que estuviesen listos sus edificios y estuviesen listos los aparatos, así que sencillamente construían o ayudaban a construir los edificios. Se decidió que los físicos teóricos, por el contrario, no vivirían en los ranchos sino que lo harían en las propias instalaciones puesto que podían empezar a trabajar de inmediato. Así que empezamos a trabajar inmediatamente, y eso significaba que teníamos una pizarra rodante, ya saben, una pizarra sobre ruedas que uno puede empujar y llevar de un lado a otro, y Serber nos explicaba todas las cosas que habían pensado en Berkeley sobre la bomba atómica, física nuclear y todo eso, y no sé cuántas cosas más. Yo había estudiado otro tipo de cosas. Y por eso tuve que trabajar mucho. Durante todo el día estudiaba y leía, estudiaba y leía, y fue un tiempo muy ajetreado. Tuve un poco de suerte. Por una casualidad, todos los grandes jefes —todos salvo Hans Bethe— tuvieron que irse al mismo tiempo: Weisskopf tuvo que regresar al MIT para corregir algo, Teller estaba fuera en ese preciso momento, y Bethe necesitaba alguien con quien hablar y confrontar sus ideas. Bien, él vino a hablar con este mequetrefe que tenía un despacho y empezó a argumentar, a explicar su idea. Yo le repuse: «No, no. Está usted loco. Lo que sucederá será esto». Y él respondió: «Un momento», y explicó por qué no estaba loco, y que el loco era yo, y seguimos así. Ya ven, cuando oigo hablar de física sólo pienso en física y no sé a quién estoy hablando, y digo las mayores bobadas como «no, no, estás equivocado, o estás loco»; pero resulta que eso era exactamente lo que él necesitaba. Así que yo me apunté un tanto a cuenta de eso y terminé como jefe de grupo, por debajo de Bethe y con cuatro tipos a mis órdenes.

Tuve un montón de experiencias interesantes con Bethe. El primer día que vino teníamos una máquina de sumar, una Marchant de funcionamiento manual, y él va y me dice: «Veamos, la presión —la fórmula en la que él había estado trabajando incluía el cuadrado de la presión—; la presión es 48; el cuadrado de 48…». Yo cojo la máquina: «Es aproximadamente 2.300». Así que enchufo la máquina para calcularlo exactamente y él me interrumpe. «¿Quieres saber el valor exacto? Es 2.304». Y así era: 2.304. Así que le pregunté: «¿Cómo lo hace?». Él declara: «¿No sabes calcular los cuadrados de números próximos a 50? Si el número está próximo a 50, por ejemplo 3 por debajo, entonces tomas 25 menos 3, que es 22, lo multiplicas por 100 y le sumas el cuadrado de la diferencia. Por ejemplo, con los 3 de diferencia obtienes que 47 al cuadrado es 2.200 más 9: 2.209. Simpático, ¿verdad?». Seguimos trabajando (él era muy bueno con la aritmética) y unos instantes después teníamos que tomar la raíz cúbica de 2 1/2. Para calcular raíces cúbicas se utilizaba una tabla con algunos números de prueba que se introducían en la máquina calculadora que nos había dado la Compañía Marchant. Así que (esto le llevó un poco más de tiempo, ¿saben?) abrí el cajón, saqué la tabla y él sentencia: «1,35». Yo imaginé que había alguna forma de tomar las raíces cúbicas de números próximos a 2 1/2, pero resulta que no es así. Le pregunto: «¿Cómo lo hace?». Y él me responde: «Bueno, tú sabes que el logaritmo de 2,5 es tal y tal; entonces lo divides por 3 para tener el logaritmo de la raíz cúbica. Ahora bien, yo sé que el logaritmo de 1,3 es éste, el logaritmo de 1,4 es… yo hago una interpolación entre los dos». Yo no podía haber dividido nada por tres, y mucho menos… Así que él se sabía toda su aritmética y era muy bueno en ella, y eso fue un desafío para mí. Seguí practicando. Establecimos una pequeña competición. Cada vez que teníamos que calcular algo hacíamos carreras para ver quién llegaba antes a la respuesta, él y yo, y yo tenía que ganar; al cabo de varios años conseguí hacerlo, ya saben, ganar alguna vez, quizá una de cada cuatro. Por supuesto, cuando uno tiene que multiplicar 174 por 140, por ejemplo, se tiene que percatar de alguna propiedad curiosa de los números. Uno advierte que 173 por 141 es aproximadamente cien veces la raíz cuadrada de 3 multiplicado por cien veces la raíz cuadrada de 2, que es diez mil veces la raíz cuadrada de 6, o diez mil por 2,45. Pero hay que reparar en los números, ya ven, y cada cual reparará en ellos de una forma diferente; nos divertíamos mucho.

Bien, como he dicho, cuando llegué allí por primera vez no estaban listos los dormitorios, pero los físicos teóricos teníamos que alojarnos allí. El primer lugar donde nos colocaron fue en el edificio de la vieja escuela, una escuela para niños que hubo allí antes. El primer lugar en donde viví era algo llamado módulo de mecánica; estábamos todos amontonados en literas y todo eso, pero no estaba muy bien organizado y Bob Christie y su mujer tenían que ir al baño cada mañana cruzando nuestro dormitorio. Así que era muy incómodo.

El siguiente lugar a donde nos trasladamos era algo llamado la Casa Grande, cuya segunda planta rodeaba a un patio central, y allí estaban pegadas todas las camas una junto a otra, a lo largo de la pared. En el piso de abajo había un gran tablón donde decía qué número tenía tu cama y en qué cuarto de baño tenías que cambiarte. Y bajo mi nombre se leía «Baño C», ¡y no había número de cama! Así que yo estaba bastante enfadado. Por fin se construye la residencia. Voy allí para ver cómo se han asignado las habitaciones y me dicen: «Ahora puedes elegir tu habitación». Traté de escoger una; ¿saben lo que hice?: me fijé en dónde estaba el dormitorio de las chicas y escogí una cama desde la que pudiese verlo. Más tarde descubrí que, justo enfrente, estaba creciendo un gran árbol. Pero, de todas formas escogí esta habitación. Me dijeron que temporalmente habría dos personas en cada habitación, pero que eso sería sólo temporal. Cada dos habitaciones compartirían un baño. Eran camas de dos pisos, literas, y yo no quería a otra persona en la habitación. Cuando llegué ahí por primera vez, la primera noche, no había nadie más. En ese momento mi mujer estaba enferma con tuberculosis en Albuquerque, y por eso yo tenía algunas cajas con cosas suyas. Así que abrí una caja y saqué un pequeño camisón y simplemente lo tiré descuidadamente. Abrí la cama de arriba y arrojé el camisón descuidadamente. Saqué las zapatillas; esparcí polvos por el suelo del baño. Lo hice simplemente para que pareciese que había alguien más allí. ¿Comprenden? Si la otra cama está ocupada, nadie más va a dormir ahí. ¿Entienden? ¿Y qué sucedió entonces? Porque es un dormitorio de hombres. Bien, cuando volví aquella noche mi pijama estaba doblado cuidadosamente y puesto bajo la almohada, y las zapatillas estaban colocadas cuidadosamente al pie de la cama. El camisón de mi mujer estaba doblado cuidadosamente y puesto bajo la almohada, la cama estaba hecha y las zapatillas colocadas cuidadosamente. Habían limpiado el polvo del baño y nadie dormía allí. Seguía teniendo la habitación para mí solo. Y la noche siguiente, lo mismo. Cuando desperté desordené la cama de arriba, extendí el camisón, esparcí polvos por el baño y todo eso, y seguí así durante cuatro noches hasta que todo el mundo tuvo su lugar. Todo el mundo estaba acomodado y ya no había peligro de que colocasen a una segunda persona en la habitación. Cada noche, todo estaba muy limpio, todo estaba bien, incluso si era un dormitorio de hombres. Así que eso es lo que sucedió en tal situación.

Me vi metido en política porque había algo denominado Consejo Ciudadano. Aparentemente los militares iban a decidir ciertas cosas acerca del gobierno de la ciudad, con ayuda de una Junta de Gobierno de la que nunca supe nada. Pero había mucha agitación como la hay en cualquier cosa política. En particular, había facciones: la facción de las amas de casa, la facción de los mecánicos, la facción de los técnicos, y demás. Bueno, los solteros y las solteras, la gente que vivía en la residencia, pensaban que tenían que formar una facción porque se había promulgado una nueva regla: no podían entrar mujeres en el dormitorio de los hombres. ¡Esto es absolutamente ridículo! Todos éramos personas adultas, por supuesto (ja, ja). ¿Qué se han creído? De modo que nos planteamos una acción política. Lo debatimos y lo votamos, y todo eso; ya saben cómo es. Y así fui elegido para representar a la gente de la residencia, ya ven, en el Consejo Ciudadano.

Un día, cuando ya llevaba un año aproximadamente, o año y medio, en el Consejo Ciudadano, estaba yo hablando con Hans Bethe sobre algo. Él había estado en la Junta de Gobierno durante todo este tiempo. Y yo le conté esta historia, el truco que había hecho poniendo las cosas de mi mujer en la cama de arriba, y él se echó a reír. Y confesó: «¡Por eso estás en el Consejo Ciudadano!». Resulta que había sucedido lo siguiente. Hubo un informe, un informe muy serio. La pobre mujer de la limpieza estaba temblando; la mujer que limpiaba las habitaciones del dormitorio había abierto la puerta y de repente se encuentra con esto: ¡alguien está durmiendo con uno de los hombres! Temblorosa, no sabe qué hacer. Hace un informe, la limpiadora informa a la gobernanta, la gobernanta informa al teniente, el teniente informa al mayor, y la cosa sigue hacia arriba, hasta que llega a los generales en la Junta de Gobierno. ¿Qué van a hacer?: ¡Lo van a pensar! Y mientras tanto, ¿qué instrucciones transmiten a los capitanes, y éstos a los mayores, y éstos a los tenientes, y éstos a la gobernanta, hasta llegar a la limpiadora? «Coloquen las cosas exactamente como están, límpienlas», y veamos qué sucede. ¿Comprenden? Al día siguiente, nuevo informe: lo mismo, brump, bruuuuump, bruuuuuump. Entre tanto, durante cuatro días, se preocupan de lo que van a hacer. Finalmente promulgan una regla. «¡No pueden entrar mujeres en el dormitorio de los hombres!» Y eso causó un gran revuelo allí. Ven ustedes, ahora tenían que participar en la política y eligieron a alguien que los representara…

Ahora me gustaría hablarles de la censura que teníamos allí. Decidieron hacer algo completamente ilegal, que era censurar el correo personal dentro de Estados Unidos, en los Estados Unidos continentales, algo a lo que no tenían ningún derecho. De modo que tuvo que ser establecido de forma muy delicada, como algo voluntario. Todos aceptaríamos voluntariamente no cerrar los sobres en los que enviábamos nuestras cartas. Aceptaríamos, estaríamos de acuerdo en que se abriesen las cartas que nos llegaban; eso fue voluntariamente aceptado por nosotros. Dejaríamos abierto el correo saliente; ellos lo cerrarían si les parecía que estaba bien. Si no estaba bien en su opinión, en otras palabras, si encontraban algo que no debería salir fuera, nos devolverían la carta con una nota señalando que había una violación de tal y tal párrafo de nuestro «acuerdo», y todo eso. Así, de forma muy delicada, una vez que todos estos tipos científicos de ideología liberal habían aceptado una proposición semejante, se estableció finalmente una censura. Con muchas reglas: por ejemplo, se nos permitía hacer comentarios sobre el carácter de la administración si así lo queríamos, y podíamos escribir a nuestro senador y decirle que no nos gustaba cómo iban las cosas, y cosas por el estilo. Así que todo quedó establecido y nos dijeron que nos notificarían cualquier dificultad que hubiera.

Y así llega el día, el primer día de la censura. ¡Teléfono! ¡Riiiiig! Yo: «¿Qué?». «Venga, por favor.» Yo voy. «¿Qué es esto?» Es una carta de mi padre. «Bien, ¿qué es?» Hay un papel rayado, y hay unas líneas con puntos: cuatro puntos abajo, un punto arriba, dos puntos abajo, un punto arriba, un punto debajo de un punto. «¿Qué es esto?» Yo dije: «Es un código». Y ellos: «Sí, es un código; pero ¿qué dice?». Yo dije: «No sé lo que dice». Dijeron: «Bien, ¿cuál es la clave del código; cómo lo descifra?». Yo dije: «Pues no lo sé». Entonces ellos dijeron: «¿Qué es esto?». Yo dije: «Es una carta de mi mujer». «Dice TJXYWZ TW1X3. ¿Qué es esto?» Yo dije: «Otro código». «¿Cuál es la clave?» «No lo sé.» Dijeron: «¿Usted está recibiendo mensajes en clave y no la conoce?». «Exactamente —dije yo—. Juego con ellos. Les reto a que me envíen un código que yo no pueda descifrar, ¿ven ustedes? De modo que se inventan códigos y me envían mensajes sin decirme cuál es la clave.» Ahora bien, una de las reglas de la censura era que no iban a interferir en nada que uno hiciera normalmente en el correo. Así que dijeron: «Bien, usted va a tener que decirles que por favor envíen la clave con el mensaje». Dije: «Pero ¡yo no quiero ver la clave!». Dijeron: «Muy bien, nosotros sacaremos la clave». Y llegamos a ese compromiso. ¿Comprenden? Todo muy bien. Al día siguiente recibo una carta de mi mujer que dice: «Me resulta muy difícil escribir porque me da la sensación de que ese [espacio en blanco] está mirando por encima de mi hombro». Y en ese lugar hay un borrón de algo que ha sido meticulosamente eliminado con un borrador de tinta. Así que voy a la oficina y digo: «Se suponía que ustedes no iban a tocar el correo entrante si no les gusta. Pueden decírmelo pero se suponía que no iban a tocarlo. Simplemente pueden leerlo, pero se supone que no van a quitar nada». Dijeron: «No sea ridículo; ¿piensa usted que es así como trabajan los censores, con un borrador de tinta? Ellos utilizan unas tijeras para cortar las cosas». Yo dije: muy bien. Así que contesté la carta de mi mujer y le dije: «¿Utilizaste un borrador de tinta en tu carta?». Me contesta: «No, no utilicé borrador de tinta en mi carta; debe haber sido el…», y aquí hay un hueco recortado. Así que volví al tipo encargado de esto, el mayor que se suponía que estaba encargado de todo esto, y me quejé. Eso sucedió durante algunos días. Yo tenía la sensación de ser una especie de representante que tenía que resolver las cosas. Él trató de explicarme que estos tipos de la censura habían sido instruidos para hacerlo, y no entendían esta nueva forma tan delicada. Yo trataba de ir por delante, de tener la máxima experiencia, escribía a mi mujer todos los días. Así que él dijo: «¿Qué es lo que pasa, no cree usted en mi buena fe, en mi buena voluntad?». Yo digo: «Sí, usted tiene muy buena voluntad, pero creo que no tiene poder. Porque ya ve usted que esto viene sucediendo hace tres o cuatro días». Dijo: «Bien, ¡vamos a verlo!». Agarra el teléfono… todo estaba solucionado. Ya no habría más cortes en las cartas.

Sin embargo, surgieron otras dificultades. Por ejemplo, un día recibí una carta de mi mujer y una nota del censor que decía que había un código incluido, sin la clave, y que por eso lo habían eliminado. Y cuando ese mismo día fui a ver a mi mujer a Albuquerque, ella me dijo: «Bien, ¿dónde están todas las cosas?». Yo dije: «¿Qué cosas?». Ella dice: «El litargirio, la glicerina, los perritos calientes, la ropa de la lavandería». Dije: «Espera un momento, ¿eso era una lista?». Ella dice: «Sí». «Eso era un código», dije yo. Ellos lo tomaron como un código: litargirio, glicerina, etc. Otro día estaba yo pasando el tiempo —todo esto sucedió durante las primeras semanas, unas semanas antes de que llegáramos a un acuerdo—: estaba enredando con la máquina de sumar, con la máquina computadora, y advierto algo. Por eso, cada día que escribía tenía un montón de cosas que contar. Porque, fíjense que cosa tan curiosa. Si se divide 1 entre 243 se obtiene 0,004115226337448559. Es muy preciso; luego se complica un poco cuando los restos parciales se hacen pequeños y se pierde la pauta durante algunos pasos, hasta que se llega a un resto parcial de 1 y todo se repite de nuevo. Yo estaba explicando eso, de qué forma tan bonita se repiten los ciclos; a mí me parecía bastante divertido. Pues bien, lo pongo en el correo y me lo devuelven; no pasa, y hay una pequeña nota: «Vea el párrafo 17B». Miro el párrafo 17B donde se especifica: «Las cartas estarán escritas sólo en inglés, ruso, español, portugués, latín, alemán… Para escribir en cualquier otra lengua hay que obtener permiso por escrito». Y continuaba: «No se permiten códigos». Así que contesté al censor con una pequeña nota incluida en mi siguiente carta en la que decía que, en mi opinión, esto no puede ser un código, porque si realmente uno divide 1 por 243 obtiene de hecho…, y escribía todas esas cifras; y, por consiguiente, no hay más información en el número 1-1-1-1-cero, cero, cero que la que hay en el número 243, que apenas es información. Y así sucesivamente. Por lo tanto pedía permiso para escribir mis cartas en números arábigos. Me gusta utilizar números arábigos en mis cartas. Así conseguí que todo eso pasara.

Siempre había algún problema con la entrada y salida de las cartas. En una ocasión mi mujer siguió insistiendo en mencionar el hecho de que se sentía incómoda escribiendo con la sensación de que el censor estaba mirando [por encima del hombro]. Como norma, se suponía que no íbamos a mencionar la censura. Nosotros no lo íbamos a hacer, pero ¿cómo podían decírselo a ella? Así que continuamente me enviaban notas: «Su mujer mencionó la censura». Por supuesto que mi mujer mencionaba la censura, así que finalmente me enviaron una nota que decía: «Por favor, informe a su mujer de que no debe mencionar la censura en sus cartas». Así que cojo mi carta y empiezo: «Me han pedido que te informe de que no debes mencionar la censura en tus cartas». Phoom, phoooo. ¡Devuelta! Así que escribo: «Me han pedido que informe a mi mujer de que no debe mencionar la censura. ¿Cómo demonios voy a hacerlo? Además, ¿por qué tengo que pedirle que no mencione la censura? ¿Me esconden algo?». Es muy interesante que sea el propio censor el que tenga que decirme que le diga a mi esposa que no me diga que ella… Pero tenían una respuesta. Dijeron que sí, que estaban preocupados por la posibilidad de que el correo fuera interceptado en el camino desde Albuquerque y alguien descubriera que había censura si miraban el correo, y que ella debía tener la amabilidad de actuar de forma más natural. Así que la próxima vez que fui a Albuquerque hablé con ella y le dije: «Mira, no mencionemos la censura», pero habíamos tenido tantos problemas que al final tuvimos que elaborar un código, algo que era ilegal. Establecimos un código; si yo ponía un punto al final de mi firma, eso significaba que había vuelto a tener problemas, y ella pasaría al siguiente de los movimientos que ella había planeado. Ella pasaba allí todo el día sentada a causa de su enfermedad, y tenía tiempo para pensar qué cosas podía hacer. La última cosa que hizo fue enviarme un anuncio, para ella perfectamente legítimo, que decía: «Envíe a su novio una carta-rompecabezas. Aquí están los espacios en blanco. Nosotros le vendemos los espacios en blanco, usted tiene que escribir la carta en ellos, trocearla, meterla en un sobre pequeño y enviarla por correo». Así que con la carta recibí una nota que decía: «No tenemos tiempo para juegos. Por favor, ¡diga a su mujer que se limite a cartas normales!». Bien, estábamos listos para la siguiente jugada. La carta empezaría: «Espero que te hayas acordado de abrir esta carta con cuidado porque he incluido el Pepto-Bismol para tu estómago, tal como quedamos». La carta estaría llena de polvos. Esperábamos que la abrieran en la oficina y el polvo se derramara por el piso; ellos se pondrían nerviosos porque se suponía que no iban a revolver nada, tendrían que recoger todo este Pepto-Bismol… Pero no hizo falta llegar a eso. ¿Comprenden?

Como resultado de todas estas experiencias con el censor, yo sabía exactamente lo que podía pasar y lo que no podía pasar. Nadie más sabía tanto como yo. Y así pude hacer algún dinero haciendo apuestas. Un día descubrí que los hombres que todavía vivían fuera de la valla y querían entrar eran demasiado perezosos para dar un rodeo hasta la puerta, así que habían abierto un agujero en la valla a cierta distancia. Así que salí por la puerta de la valla, fui hasta el agujero y entré, salí de nuevo, y así muchas veces, hasta que el sargento que estaba en la puerta empezó a preguntarse ¿qué está pasando, cómo es posible que este tipo esté siempre saliendo y nunca entra? Y, por supuesto, su reacción natural fue llamar al teniente y tratar de meterme en la cárcel por hacer esto. Yo les expliqué que había un agujero. Ya ven, yo estaba tratando una vez más de corregir las cosas, de señalar que había un agujero. Hice una apuesta con alguien a que podría decir dónde estaba el agujero de la valla, y enviarlo fuera por correo. Y efectivamente, lo hice. La forma de hacerlo consistía en que yo escribía: «Tendrías que ver cómo se administra este lugar»; ya ven, ése es el tipo de cosas que se nos permitía decir. «Hay un agujero en la valla a 25 metros de tal y cual lugar, es de tal y cual tamaño, así que se puede pasar por él.» ¿Qué podían hacer ellos? No podían decirme que no había tal agujero. Lo que quiero decir es que peor para ellos si existía el agujero. Ellos son los que deberían arreglarlo. Así que conseguí que eso pasara. También pasé una carta que contaba que uno de los muchachos que trabajaba en uno de mis grupos había sido sacado de la cama en plena noche e interrogado frente a unos focos por algunos idiotas del ejército porque descubrieron algo sobre su padre o algo parecido. No lo sé muy bien, se suponía que era un comunista. Su nombre era Kamane.[5] Ahora es un hombre famoso.

Bueno, había también otras cosas. Yo siempre estaba tratando de arreglarlas, como lo de señalar los agujeros en la valla y todo eso, pero siempre trataba de señalar estas cosas de una forma indirecta. Y una de las cosas que yo quería señalar era ésta: que desde el principio teníamos secretos terriblemente importantes. Habíamos calculado muchas cosas sobre el uranio, sobre cómo funcionaba, y todo este material estaba en documentos que se guardaban en archivadores de madera que tenían pequeños candados corrientes y normales. Los armarios tenían también algunas piezas hechas en el taller, como una barra que los recorría de arriba abajo y luego estaba sujeta por un candado; pero al fin y al cabo era sólo un candado. Además, ni siquiera hacía falta abrir el candado para hacerse con lo que había dentro, para sacar cosas de estos armarios de madera; tan sólo había que inclinarlos hacia atrás. Ya saben ustedes que en el cajón inferior hay una varilla que supuestamente lo sujetaba. Pero en la parte inferior hay un agujero, y uno puede sacar los papeles desde abajo. Así que yo me acostumbré a abrir las cerraduras y a señalar que eso era muy fácil de hacer. Cada vez que teníamos una reunión de todo el grupo, y nos juntábamos todos, yo me levantaba y decía que teníamos secretos importantes y que no deberíamos guardarlos en esas cosas. Las cerraduras eran muy malas. Necesitábamos candados mejores. Un día que estábamos reunidos, Teller se levantó y me dijo: «Bien, yo no guardo mis secretos más importantes en mi archivador; los guardo en el cajón de mi mesa. ¿No es eso mejor?». Dije: «No lo sé, no he visto el cajón de tu mesa». Bueno, él estaba sentado en una de las primeras filas y yo estaba sentado muy atrás. Así que la reunión continúa y yo salgo furtivamente de la reunión y bajo a ver el cajón de su mesa. ¿Comprenden? Ni siquiera tenía que abrir la cerradura del cajón. Resulta que si uno metía la mano por la parte trasera inferior, podía sacar los papeles como en esos dispensadores de toallas de papel; sale uno, luego otro, luego otro… Vacié por completo el condenado cajón, saqué todo, lo aparté a un lado y luego subí al piso superior y volví a entrar. La reunión había concluido y todo el mundo estaba saliendo, así que yo me uno al grupo, ya saben, andando con ellos y corro para alcanzar a Teller, y le digo: «Oh, a propósito, déjame ver el cajón de tu mesa». Y dice: «Por supuesto», y entramos en su despacho y me muestra la mesa, y yo la miro y digo que me parece muy bien. Yo dije: «Veamos qué tienes ahí dentro». «Me encantaría enseñártelo —dice, mientras introduce la llave y abre el cajón—, si no lo hubieras visto ya por ti mismo.» El problema de gastarle una broma a una persona tan inteligente como Mr. Teller es que, en cuanto ve que algo va mal, ¡el tiempo que necesita para comprender lo que ha pasado exactamente es tan corto que apenas puedes disfrutarlo!

Bien, tuve un montón de otras historias divertidas con cajas fuertes pero ésas ya no tienen nada que ver con Los Álamos, así que no seguiré hablando de ello. Ahora quiero hablar de algunos otros problemas con que me encontré y que son bastante interesantes. Uno de ellos tenía que ver con la seguridad de la planta en Oak Ridge. En Los Álamos se iba a construir la bomba, pero en Oak Ridge estaban tratando de separar los isótopos de uranio, el uranio 238 y el uranio 236, y el último, el uranio 235 que era el explosivo, ¿correcto? Así que justo empezaban a obtener cantidades infinitesimales de algo experimental, de 235, pero al mismo tiempo estaban practicando. Era una planta muy grande, iban a tener tanques llenos del material, de sustancias químicas, y tenían que tomar el material purificado y repurificarlo y tenerlo listo para el paso siguiente. Había que purificarlo en varias etapas. Así que, por una parte, estaban haciendo prácticas y, por otra, estaban obteniendo experimentalmente una pequeña cantidad de una de las piezas del aparato. Y estaban tratando de aprender a analizarlo, de determinar cuánto uranio 235 había allí. Nosotros les enviábamos instrucciones pero ellos nunca lo conseguían. Finalmente Segré[6] dijo que lo único que se podía hacer era que él fuera allí para ver qué es lo que estaban haciendo y para entender por qué el análisis no funcionaba. Los militares dijeron que no, que nuestra política era mantener toda la información de Los Álamos en un solo lugar, y que la gente de Oak Ridge no debería saber nada del uso que se le iba a dar; ellos sólo sabían lo que estaban tratando de hacer. Quiero decir que los jefes sabían que estaban separando uranio, pero no sabían lo potente que era la bomba ni cómo funcionaba exactamente, ni muchas otras cosas. La gente que estaba por debajo no tenía la más mínima idea de lo que estaban haciendo. Y el ejército quería mantenerlo así, sin intercambio de información; pero Segré insistió en que eso era importante. Ellos nunca tenían éxito en los análisis, todo se iba en humo. Así que Segré fue para ver qué estaban haciendo y mientras andaba por allí vio que alguien llevaba una garrafa llena de agua, agua verde; el agua verde es nitrato de uranio. Él dice: «¿Van a manejarlo igual cuando esté purificado? ¿Es eso lo que van a hacer?». Dijeron: «Por supuesto, ¿por qué no?». «¿No explotará?», dice él. «¡¿Huh?! ¿¡Explotar!?» Por eso el ejército dijo: «Ven ustedes, ¡no deberíamos haber dejado que se filtrara ninguna información!». Bien, resultó que los militares se habían dado cuenta de cuánto material necesitábamos para hacer una bomba, 20 kilogramos o lo que fuera, y se habían dado cuenta de que nunca estaría todo ese material purificado junto en la planta, así que pensaron que no había peligro. Pero lo que no sabían es que los neutrones son mucho más efectivos cuando son frenados por el agua; y que, por eso, en agua se necesita menos de una décima, mejor dicho, menos de una centésima parte de material para dar lugar a una reacción que genere radiactividad. No se produce una gran explosión, pero se genera radiactividad que mata a las personas que hay en las inmediaciones. Así que era muy peligroso y ellos no habían prestado ninguna atención a la seguridad.

En vista de eso, Oppenheimer envía un telegrama para Segré: «Recorre la planta entera, fíjate dónde se supone que se van a concentrar las cosas, de acuerdo con el proceso que ellos han diseñado. Mientras tanto nosotros calcularemos cuánto material puede juntarse antes de que se produzca una explosión». Y así, dos grupos se pusieron a trabajar en ello. El grupo de Christie trabajó sobre disoluciones acuosas y yo, mejor dicho, mi grupo, trabajamos sobre polvo seco en cajas. Y calculamos cuánto material se necesitaba. Christie iba a ir a Oak Ridge para contarles a todos cuál era la situación. Así que yo le di con mucho gusto todos mis números a Christie y le dije: aquí tienes todo, ve. Christie pilló una pulmonía; tuve que ir yo. Nunca antes había viajado en avión; viajé en un avión. Ataron los secretos con una especie de cinturón, ¡en mi espalda! En aquellos días el avión era como un autobús. Tenía varias paradas, con la diferencia de que las estaciones estaban muy separadas. Te paras para esperar. Hay un tipo de pie, cerca de mí, agitando una cadena y diciendo algo como: «Debe ser terriblemente difícil volar en avión estos días sin tener una prioridad». No pude resistir. Le dije: «No lo sé, yo tengo una prioridad». Un poco más tarde embarcan algunos generales y tienen que sacar a algunos de nosotros, los que tienen un número 3. Muy bien, yo tengo un número 2. El pasajero probablemente escribió a su congresista, si es que él mismo no era un congresista, diciendo, ¿qué hacen enviando a estos niños con altas prioridades en medio de una guerra? En todo caso, llegué allí. Lo primero que hice fue pedir que me llevaran a la planta y no dije nada; simplemente lo miraba todo. Descubrí que la situación era incluso peor de lo que había informado Segré, porque él pasó algunas cosas por alto cuando fue allí por primera vez. Él había advertido algunas cajas amontonadas pero no había advertido otro gran montón de cajas que había en otra habitación, y estaban pared con pared. Y cosas así. Y si se junta mucho material, todo se va por los aires. Me recorrí toda la planta; tengo una memoria muy mala pero cuando trabajo intensamente tengo una buena memoria a corto plazo y así pude recordar todo tipo de cosas absurdas como el edificio noventa-y-dos-cero-siete, los números de tanques, esto y aquello, y así sucesivamente. Aquella noche volví a casa y lo repasé todo viendo dónde estaban todos los peligros y lo que habría que hacer para prevenirlos. Es bastante fácil: se pone cadmio en disolución para absorber los neutrones que hay en el agua, se separan las cajas de modo que no haya grandes concentraciones, que no haya demasiado uranio junto y así sucesivamente, siguiendo ciertas reglas. Y así utilicé todos los ejemplos, desarrollé todos los ejemplos y calculé cómo funcionaba el proceso de congelación. Yo tenía la impresión de que no se podría hacer la planta segura a menos que ellos supieran cómo funcionaba. Para el día siguiente estaba prevista una gran reunión.

¡Ah!, olvidé decir que, antes de partir, Oppenheimer me dijo: «Cuando vayas a Oak Ridge tienes que saber cuáles son las personas técnicamente capaces allí: Mr. Julian Webb, Mr. Tal y Tal, y así sucesivamente. Quiero que te asegures de que estas personas están en la reunión, que les digas cómo están las cosas, ya sabes, cuáles son los problemas de seguridad, que lo entiendan realmente: ellos son los responsables». Dije: «¿Y qué pasa si ellos no están en la reunión, qué se supone que tengo que hacer?». Él dijo: «Entonces tú debes decir: Los Álamos no puede hacerse responsable de la seguridad de la planta de Oak Ridge a menos que…». Yo dije: «Quiere decir que yo, Ricardito, vaya allí y diga…?». Él dice: «Sí, Ricardito, vas y haces eso». ¡Realmente yo crecía rápido! Acudí al día siguiente a la reunión y, por supuesto, allí estaban todas estas personas, los grandes jefes y los técnicos de la compañía a los que yo quería encontrar, y los generales y demás, que estaban interesados en los problemas, organizándolo todo. Era una reunión importante para tratar este grave problema de la seguridad, porque la planta nunca iba a funcionar. Hubiera explotado, les juro que hubiera explotado si nadie le hubiera prestado atención. Había un teniente que se ocupaba de mí. Me dijo que el coronel había dicho que yo no debería contarles cómo funcionaban los neutrones y todos esos detalles porque querían mantener las cosas separadas. Sólo tenía que decirles lo que había que hacer para mantener la seguridad. Yo dije que, en mi opinión, era imposible que obedecieran un montón de reglas si ellos no entendían el funcionamiento. Por eso, mi opinión es que sólo va a funcionar si se lo explico, y ¡Los Álamos no puede hacerse responsable de la seguridad de la planta de Oak Ridge a menos que ellos tengan una información completa del funcionamiento! El efecto fue sensacional. Él fue a ver al coronel. «Deme sólo cinco minutos», dice el coronel. Va hacia la ventana y se queda pensando, y en eso ellos son muy buenos. Son buenos tomando decisiones. Para mí era realmente notable que el problema acerca de si debía o no darse información sobre el funcionamiento de la bomba en la planta de Oak Ridge tuviera que decidirse, y pudiera decidirse, en cinco minutos. Por eso yo tengo mucho respeto por estos tipos, los militares, porque yo no puedo decidir nunca nada importante por mucho tiempo que me tome.

Así que, en menos de cinco minutos, él dice: «Muy bien, Mr. Feynman, siga adelante». Entonces me senté y les hablé de los neutrones, de cómo funcionan, da, da, ta ta ta, hay demasiados neutrones juntos, ustedes tendrán que mantener el material apartado, el cadmio absorbe, y los neutrones lentos son más eficaces que los neutrones rápidos, y yak yak; todas las cosas que eran el catón en Los Álamos, pero de las que ellos nunca habían oído hablar, así que me tomaron por un gran genio. ¡Yo era un dios venido del cielo! Estaban todos estos fenómenos que no se entendían y de los que nunca habían oído hablar antes, y yo lo sabía todo sobre ello, pude ofrecerles hechos y números y todo lo demás. Así pasé de ser un principiante allí en Los Álamos a ser un supergenio aquí. Bien, el resultado fue que decidieron hacer grupos pequeños y realizar sus propios cálculos para aprender a hacerlo bien. Empezaron a rediseñar plantas. Allí estaban los diseñadores de las plantas, los arquitectos, los ingenieros y los ingenieros químicos de la nueva planta que iban a tratar el material separado. Había más personas. Volví allí otra vez. Me habían dicho que iban a rediseñar la planta para la separación y que regresara en unos meses.

Así que volví unos meses después, algo más de un mes; los ingenieros de la Compañía Stone and Webster habían acabado el diseño de la planta y ahora me tocaba a mí examinarlo. ¿Comprenden? ¿Cómo examinas una planta que todavía no está construida? Yo no lo sé. Así que entro en una habitación con estos colegas. Siempre había un teniente Zutano que venía conmigo, cuidando de mí, ya saben; yo tenía que tener un escolta en cualquier lugar. Así que viene conmigo, me introduce en esta habitación y ahí están estos dos ingenieros y una mesa larguísima, una mesa enorme, tremenda, cubierta con un plano tan grande como la mesa; no un plano, sino una pila de planos. Yo había hecho dibujo técnico cuando estaba en el instituto, pero no era muy bueno interpretando planos. Empiezan a explicármelos pensando que yo era un genio. «Mr. Feynman, nos gustaría que entienda cómo está diseñada la planta, ya sabe usted que una de las cosas que teníamos que evitar era la acumulación de material.» Hay que resolver problemas del tipo siguiente: hay un evaporador en funcionamiento donde se trata de acumular el material; si la válvula se atasca o algo parecido y se acumula demasiado material, explotará. Así que me explican que esta planta está diseñada de modo que no haya sólo una válvula y así, si una de las válvulas se atasca no pasa nada. Hace falta que haya al menos dos válvulas en cada lugar. Me explican cómo funciona. El tetracloruro de carbono entra por aquí, el nitrato de uranio pasa de aquí allá, sube y baja, atraviesa el piso, sube por las tuberías, sube desde el segundo piso, bluuuuuuurp, desde los planos, baja, sube, baja, sube, hablando y explicando la complicadísima planta química a toda velocidad. Yo estoy completamente aturdido; peor aún, ¡no sé lo que significan los símbolos del plano! Hay una especie de cosa que al principio pienso que es una ventana. Es un cuadrado con una cruz en el medio, y aparece en cualquier maldito lugar. Líneas con este maldito cuadrado. Yo pienso que es una ventana; pero no, no puede ser una ventana porque no está siempre en el borde. Tengo ganas de preguntarles qué es. Ustedes ya deben haberse encontrado en una situación parecida: no preguntaron inmediatamente, como hubiera sido lo correcto. Pero ellos habían estado hablando demasiado tiempo. Yo había dudado demasiado. Si les preguntas ahora, dirán: ¿por qué me has hecho perder todo este tiempo? Yo no sé qué hacer. Reflexiono, a veces he tenido suerte. Ustedes no van a creer esta historia, pero les juro que es absolutamente cierta; ¡no se puede tener más suerte! Yo pensaba ¿qué voy a hacer, qué voy a hacer? Tuve una idea. ¿No será una válvula? Por eso, para averiguar si es o no una válvula pongo un dedo en uno de los planos en la página número 3, abajo, y digo: «¿Qué sucede si esta válvula se atasca?», imaginando que ellos van a decir: «Eso no es una válvula, señor, es una ventana». Pero uno mira al otro y dice: «Bien, si esa válvula se atasca», y suben y bajan por el plano, suben y bajan, el otro tipo sube y baja, de aquí para allá, y ambos se miran uno a otro y se dirigen hacia mí con la boca abierta: «Usted está absolutamente en lo cierto, señor». Así que enrollan los planos y se van, y nosotros salimos detrás. Y el teniente Zutano, que había estado siguiéndome todo el rato, dijo: «Usted es un genio. Ya pensé que usted era un genio cuando después de recorrer la planta una vez podía hablar a la mañana siguiente del evaporador C-21 en el edificio 90-207, pero lo que usted acaba de hacer es fantástico, ¿cómo puede hacer algo así?». Yo le dije: «Hay que tratar de averiguar si es o no una válvula».

Otro tipo de problema en el que trabajé era el siguiente. Teníamos que hacer montones de cálculos y los hacíamos en máquinas calculadoras Marchant. Dicho sea de paso, y sólo para darles una idea de cómo era Los Álamos, teníamos estas computadoras Marchant. No sé si ustedes saben cómo son: son calculadoras manuales en las que hay teclas con números; uno pulsa las teclas y la calculadora multiplica, divide, suma y todo eso. No con la facilidad con que lo hacen ahora, sino con dificultad; eran artilugios mecánicos. Y había que enviarlas a la fábrica cuando necesitaban ser reparadas. No teníamos a nadie preparado para hacerlo, que es lo habitual, y por eso siempre había que enviarlas a la fábrica. Muy pronto empezamos a quedarnos sin máquinas. Así que yo y otros colegas empezamos a quitar las cubiertas. Se suponía que no debíamos hacerlo, porque las instrucciones decían: «Si ustedes quitan las cubiertas, nosotros no nos hacemos responsables…». Así que quitamos las cubiertas y sacamos una buena serie de lecciones. Cuando quitamos la primera cubierta vimos que había un eje con un agujero y un muelle que colgaba, y era obvio que el muelle debía entrar en el agujero: eso era fácil. En cualquier caso, sacamos una serie de lecciones sobre la forma de repararlas y cada vez nos hacíamos más expertos y nos atrevíamos con reparaciones cada vez más complicadas. Cuando nos encontrábamos con algo demasiado complicado enviábamos la máquina a la fábrica, pero nosotros hacíamos las reparaciones fáciles y manteníamos las cosas funcionando. Yo también reparé algunas máquinas de escribir. Acabé reparando todas las computadoras; los demás me lo dejaban a mí. Reparé algunas máquinas de escribir, pero había un tipo en el taller de máquinas que era mejor que yo en eso y él se ocupó de las máquinas de escribir; yo me ocupé de las máquinas de sumar. El problema más importante que nos planteamos era averiguar qué es lo que sucedía exactamente durante la explosión de la bomba, cuando se comprime el material mediante una explosión y luego se libera. Había que saber qué sucede exactamente, para poder calcular exactamente cuánta energía se liberaba, y eso requería mucha más capacidad de cálculo de la que disponíamos. Y un colega muy inteligente llamado Stanley Frankle se dio cuenta de que eso podía hacerse en máquinas IBM. La compañía IBM disponía de máquinas para fines comerciales, máquinas de sumar, denominadas tabuladoras, y un multiplicador, tan sólo una máquina, una caja grande: uno introducía tarjetas perforadas y la máquina tomaba dos números de una tarjeta, los multiplicaba y los imprimía en otra tarjeta. Y luego había compiladoras y clasificadoras y todo eso. Con todo eso, él ideó un bonito programa. Si pudiéramos tener muchas de estas máquinas en una habitación, podríamos tomar las tarjetas y hacer un ciclo de operaciones con ellas; cualquiera que haga cálculos numéricos sabe ahora exactamente de lo que estoy hablando, pero entonces esto era algo nuevo: producción en serie con máquinas.

Habíamos hecho cosas así en máquinas de sumar. Normalmente uno procede paso a paso, y lo hace todo uno mismo. Pero esto era diferente: primero se va al sumador, luego vamos al multiplicador, luego se vuelve al sumador y así sucesivamente. Así que él diseñó este método y encargó una máquina de la compañía IBM, porque comprendimos que era una buena manera de resolver nuestros problemas. Descubrimos que había alguien en el ejército que tenía formación en IBM. Necesitábamos un hombre para repararlas, para mantenerlas en marcha y todo eso. Nos iban a enviar a este tipo, pero se retrasaba, siempre se retrasaba. Ahora bien, nosotros siempre teníamos prisa. Tengo que explicarlo: todo lo que hacíamos, tratábamos de hacerlo lo más rápidamente posible. En este caso concreto, desarrollamos todos los pasos numéricos que se suponía que había que hacer, que se suponía que iban a hacer las máquinas: multiplicar esto, y luego hacer eso otro y restar lo de más allá. Desarrollamos el programa, pero no teníamos ninguna máquina para probarlo. De modo que lo que hicimos fue llenar una habitación con chicas, cada una de ellas con una Marchant. Pero ella era el multiplicador y ella era el sumador, y ésta elevaba al cubo; teníamos tarjetas, tarjetas con índices y todo lo que ella hacía era elevar al cubo un número y pasárselo a la siguiente. Ésta hacía de multiplicador, la siguiente hacía de sumador; recorríamos el ciclo, eliminábamos todos los errores. Bien, así lo hicimos. Y resultó que podíamos hacerlo a gran velocidad. Nunca antes habíamos hecho cálculo en serie; cualquiera que hubiera hecho cálculos antes alguna vez había realizado todos los pasos por sí mismo. Pero Ford tuvo una buena idea, la maldita cosa trabajaba mucho más rápidamente que de la otra forma, y con este sistema llegamos a alcanzar una velocidad igual a la predicha para la máquina IBM: exactamente la misma. La única diferencia es que las máquinas IBM no se cansaban y podían trabajar tres turnos. Pero las chicas se cansaban al cabo de un rato. En cualquier caso, este proceso nos sirvió para corregir los errores. Finalmente llegaron las máquinas, pero no el hombre que tenía que repararlas. Así que nosotros las montamos. Estas computadoras eran unas de las máquinas con una tecnología más complicada de aquellos días, grandes mamotretos que venían parcialmente desmontados, junto con montones de cables y planos de lo que había que hacer. Las montamos Stan Frankle y yo con otro colega, aunque tuvimos nuestros problemas. El problema mayor era que continuamente venían los grandes jefes y decían que íbamos a romper algo. Las montamos y a veces funcionaban y a veces estaban mal ensambladas y no funcionaban. Y así nos las apañamos y las hicimos funcionar, aunque no conseguimos que todas funcionasen. Una vez que estaba yo trabajando con un multiplicador, vi una pieza doblada dentro y tuve miedo de enderezarla porque podría romperse. Siempre nos estaban diciendo que íbamos a romperlas y dejarlas irreparables. Hasta que finalmente llegó el hombre de la compañía IBM, tal como estaba previsto. Vino y reparó lo que nosotros todavía no teníamos listo, y así pudimos poner en marcha el programa. Pero él tuvo problemas con la misma máquina con la que yo los había tenido. Al cabo de tres días, él todavía estaba tratando de arreglarla. Fui y le dije: «Oh, yo noté que esto estaba doblado». Y él dijo: «¡Claro, eso es todo lo que le pasa!». (Chasquido.) Todo estaba bien. De modo que era eso.

Bien, Mr. Frankle puso en marcha este programa pero cogió una enfermedad, la enfermedad del computador, algo que ahora conoce todo el que haya trabajado con computadores. Es una enfermedad muy grave e interfiere completamente en el trabajo. Era un problema serio que tratábamos de resolver. La enfermedad con los computadores es que tú juegas con ellos. Son maravillosos. Tienes estos x conmutadores que determinan, si es un número par haces esto, si es impar haces aquello; y si eres suficientemente listo, muy pronto puedes hacer cosas cada vez más complicadas en una máquina. Pero al cabo de un tiempo, todo el sistema se vino abajo. Resulta que él no estaba prestando ninguna atención; no estaba supervisando a nadie. El sistema iba muy, muy lentamente. El auténtico problema consistía en que él estaba sentado en una habitación imaginando la forma de hacer que un tabulador imprimiese automáticamente arco-tangente de x, y luego empezase a imprimir columnas y luego bitsi, bitsi, bitsi y calcularía el arco-tangente automáticamente integrando sobre la marcha y haciendo una tabla entera en una misma operación. Eso era absolutamente inútil. Teníamos tablas de arcos-tangentes. Pero si ustedes han trabajado alguna vez con computadores comprenderán la enfermedad: es el placer de ver todo lo que uno puede hacer. Pero él fue el primero que pilló la enfermedad; el pobre colega que inventó la cosa fue el que pilló la enfermedad.

Así que me pidieron que dejase de trabajar en lo que yo estaba haciendo con mi grupo y asumiese la dirección del grupo de IBM. Advertí la enfermedad y traté de evitarla. Y aunque resolvían tres problemas en nueve meses, mi grupo era muy bueno. El primer problema era que nadie les había dicho nada; los habían seleccionado por todo el país para algo llamado Destacamento de Ingenieros Especiales. Había muchachos muy inteligentes procedentes de los institutos que tenían una gran capacidad para la ingeniería, y el ejército los reunió en el Destacamento de Ingenieros Especiales. Los enviaron a Los Álamos. Los alojaron en barracones y no les contaron nada. Luego les pusieron a trabajar, y lo que tenían que hacer era trabajar con máquinas IBM, perforando agujeros, números que ellos no entendían: nadie les dijo de qué se trataba. La cosa iba muy lenta. Yo dije: lo primero que hay que hacer es que los técnicos sepan lo que estamos haciendo. Oppenheimer habló con el personal de seguridad y obtuvo un permiso especial. Así que yo di una bonita conferencia en la que les conté lo que estábamos haciendo, y todos ellos quedaron entusiasmados. Estamos luchando en la guerra. Vemos lo que es eso. Ellos sabían lo que significaban los números. Si la presión aumentaba mucho, eso significaba que había más energía liberada y así sucesivamente. Ellos sabían lo que estaban haciendo. ¡Fue una transformación completa! Ellos empezaron a idear formas de hacerlo mejor. Mejoraron el esquema. Trabajaban por la noche. No necesitaban supervisión por la noche. No necesitaban nada. Lo entendían todo. Idearon varios de los programas que utilizamos y así sucesivamente. De modo que mis muchachos realmente cumplieron, y todo lo que hubo que hacer era decirles de qué se trataba, eso es todo. Es simple: si no les cuentas nada, tan sólo están perforando agujeros. Como resultado, si antes les había llevado nueve meses resolver tres problemas, ahora resolvíamos nueve problemas en tres meses, que es casi diez veces más rápido. Una de las formas secretas en que trabajábamos con nuestros problemas era la siguiente: los problemas se traducían en un mazo de fichas que debían recorrer un ciclo. Primero sumar, luego multiplicar, y así iban recorriendo las máquinas de la habitación, dando lentamente una y otra vuelta. Descubrimos un método que consistía en tomar un conjunto de fichas de un color diferente y hacerle seguir otro ciclo, pero desfasado respecto al anterior. Trabajaríamos en dos o tres problemas a la vez. Como ven, era un problema diferente. Mientras en un problema se estaba sumando, en otro se estaba multiplicando. Y con tales esquemas de gestión, resolvimos muchos más problemas.

Finalmente, casi al final de la guerra, muy poco antes de que acabara tuvimos que hacer un ensayo en Alamogordo, y la pregunta era, ¿cuánta energía se liberará? Habíamos estado calculando la liberación de energía para diferentes diseños, pero no habíamos hecho cálculos con el diseño concreto que finalmente se utilizó. Así que Bob Christie vino y dijo: «Quisiéramos tener los resultados de cómo va a funcionar esto en un mes, o en un periodo muy corto, no sé cuánto, menos que eso, tres semanas». Yo dije: «Es imposible». Él dijo: «Mira, tú estás resolviendo tantos problemas a la semana. Se necesitan sólo dos semanas por problema, o tres semanas por problema». Yo dije: «Ya lo sé, pero se necesita mucho más tiempo para resolver el problema; lo que pasa es que los estamos resolviendo en paralelo. Para cada uno se necesita mucho tiempo y no hay forma de hacer que vaya más rápido». Y él se fue. Me puse a pensar: ¿hay alguna forma de hacerlo más rápido? Quizá si no hiciéramos ninguna otra cosa con la máquina, y no hubiese nada que interfiriera. Me puse a pensar. Escribí en la pizarra un reto para los muchachos: ¿PODEMOS HACERLO? Todos ellos respondieron: sí, trabajaremos doble turno, trabajaremos tiempo extra, y todo eso, vamos a intentarlo. ¡Vamos a intentarlo! Así que la regla era: ¡fuera cualquier otro problema! Hay que coger sólo un problema y concentrarse en ello. De modo que empezaron a trabajar.

Mi mujer murió en Albuquerque y tuve que ir allí. Le pedí prestado el automóvil a Fuchs,[7] que era un amigo de la residencia. Él tenía un automóvil. Lo estaba utilizando para llevarse secretos, ya saben, a Santa Fe. Él era el espía; yo no lo sabía. Tomé prestado su automóvil para ir a Albuquerque. Al condenado cacharro se le pincharon tres ruedas por el camino. Cuando regresé quise entrar en la habitación, porque se suponía que yo lo estaba supervisando todo, pero no pude hacerlo durante tres días. Había un buen desorden, una gran agitación por obtener la respuesta para el ensayo que iba a hacerse en el desierto. Entro en la habitación y veo que hay tarjetas de tres colores diferentes. Hay tarjetas blancas, tarjetas azules, tarjetas amarillas y empiezo a decir: «Bien, se suponía que no ibais a trabajar en más de un problema, ¡sólo un problema!». Ellos dijeron: «Sal de aquí, sal, sal. Ya te lo explicaremos todo». De modo que esperé, y lo que sucedía era lo siguiente. A veces la máquina cometía un error o ellos introducían un número equivocado; eso solía pasar. Lo que hacíamos en estos casos era retroceder y hacerlo de nuevo. Pero ellos habían advertido que el mazo representaba posiciones y profundidad en la máquina, en el espacio o algo. Un error cometido aquí, en un ciclo, sólo afecta a los números cercanos; en el ciclo siguiente afecta a más números, y así sucesivamente. El error se propaga a través del paquete de tarjetas. Si uno tiene cincuenta fichas y comete un error en la ficha número 39, esto afecta a la 37, la 38 y la 39. En el ciclo siguiente afecta a las fichas 36, 37, 38, 39 y 40. En los ciclos siguientes se extiende como una epidemia. Así que si ellos encontraban un error, volvían atrás. Pero tuvieron una idea. Computarían sólo un pequeño mazo de diez cartas en torno al error. Y puesto que diez cartas podrían pasar por la máquina con más rapidez que el mazo de cincuenta cartas, el cálculo con este otro mazo sería muy rápido, mientras la epidemia se extendía por las cincuenta cartas. Pero como el otro cálculo era más rápido, podrían cancelarlo y corregirlo todo. ¿Comprenden? Muy inteligente. Así es como trabajaban estos muchachos, con intensidad y mucha inteligencia, para ganar velocidad. No había otra forma. Si hubieran parado el proceso para tratar de corregirlo, habríamos perdido tiempo; y no podíamos perderlo. Eso era lo que estaban haciendo. Por supuesto, ya se habrán imaginado ustedes lo que sucedió mientras lo estaban haciendo. Encontraron un error en el mazo azul. Y por eso tenían un mazo amarillo con algunas cartas menos y dando vueltas más rápidamente que el mazo azul, ya saben. Andaban como locos, porque una vez que lo habían resuelto tenían que corregir el mazo blanco, quitar las otras cartas, reemplazarlas por las correctas y continuar, y esto es bastante confuso; ya saben ustedes cómo son siempre estas cosas. Nadie quiere cometer un error. Y precisamente cuando tenían estos tres mazos en marcha, y estaban tratando de filtrarlo todo, entró el JEFE. «Déjanos solos», dijeron, de modo que les dejé solos y todo salió bien; resolvimos el problema a tiempo y así es como se hizo.

Me gustaría decirles unas pocas palabras sobre algunas de las personas que conocí. Al principio yo era un subordinado. Llegué a ser un jefe de grupo, pero en Los Álamos conocí a algunos hombres extraordinarios, aparte de los hombres del comité de evaluación. Hubo tantos que haber conocido a todos estos físicos maravillosos es una de las mayores experiencias de mi vida. Hombres de los que yo había oído hablar, unos más y otros menos importantes, pero los más grandes estaban también allí. Por supuesto, estaba Fermi.[8] Vino en alguna ocasión. La primera vez venía de Chicago para aconsejarnos y para ayudarnos si teníamos algún problema. Tuvimos una reunión con él. Yo había estado haciendo algunos cálculos y había obtenido algunos resultados. Los cálculos eran tan complicados que resultaban muy difíciles de entender. Normalmente, yo era el experto en esto; siempre podía decir cuál iba a ser la respuesta aproximada, o podía explicar por qué era así una vez obtenida. Pero esta vez se trataba de algo tan complicado que yo no podía explicar por qué era así. Así que le dije a Fermi que estaba trabajando en este problema y empecé a hacer cálculos. Él dijo: «Espera, déjame pensar antes de que me digas el resultado. Tiene que a salir algo parecido a esto —tenía razón—, y tiene que ser así por esto y lo otro. Hay una explicación perfectamente obvia…». Así que él estaba haciendo aquello en que se suponía que yo era bueno, pero él lo hacía diez veces mejor. Fue toda una lección para mí.

También estaba Von Neumann, el gran matemático. Sugirió algunas observaciones técnicas muy inteligentes; no quiero entrar aquí en detalles. Ocurrían fenómenos muy interesantes con la computación de los números. Parecía que el problema fuera inestable y él explicó por qué y todo eso. Fue un consejo técnico muy bueno. Los domingos y festivos solíamos hacer excursiones para descansar. Caminábamos por los cañones de las proximidades y solíamos ir con Bethe, Von Neumann y Bacher.[9] Era un gran placer. Y Von Neumann me dio una idea muy interesante: uno no tiene por qué ser responsable del mundo en el que vive. Así que yo he desarrollado un sentido muy fuerte de irresponsabilidad social como resultado del consejo de Von Neumann. Eso me ha hecho un hombre muy feliz desde entonces. Pero ¡fue Von Neumann quien puso la semilla de la que creció mi irresponsabilidad activa!

También conocí a Niels Bohr.[10] Eso fue interesante. Viajaba con el nombre de Nicholas Baker y vino con Jim Baker, su hijo, cuyo verdadero nombre es Aage.[11] Procedían de Dinamarca y vinieron de visita; eran físicos muy famosos, como todos ustedes saben. Incluso para los grandes popes, él era un gran dios. Él hablaba y todos le escuchaban. Estábamos en una reunión y todo el mundo quería ver al gran Bohr. Había un montón de personas, yo estaba atrás en un rincón, para hablar y discutir los problemas de la bomba. Eso fue la primera vez. Vino y se fue, y desde mi rincón sólo pude verle entre las cabezas de los demás. Estaba prevista una nueva visita. La misma mañana en que estaba prevista su llegada recibí una llamada telefónica. «Hola, ¿es usted Feynman?» «Sí.» «Soy Jim Baker»; era su hijo. «Mi padre y yo quisiéramos hablar con usted.» «¿Conmigo? Yo soy Feynman, sólo soy…» «Muy bien. De acuerdo.» Así que a las ocho en punto de la mañana, antes de que nadie se hubiera levantado, acudí a la cita. Entramos en un despacho en el área técnica y me dice: «Hemos estado reflexionando sobre la forma de hacer la bomba más eficaz y hemos pensado en lo siguiente». Dije: «No, eso no va a funcionar, no es eficiente, blah, blah, blah». Él dice: «¿Y qué tal esto otro?». Yo dije: «Eso suena un poco mejor, pero sigue siendo una idea rematadamente loca». Siempre he sido torpe en una cosa, nunca he sabido con quién estaba hablando. Sólo me preocupaba la física: si la idea parecía pésima, yo decía que parecía pésima; si parecía buena, yo decía que parecía buena. Una simple proposición, yo siempre he vivido así. Está bien, es agradable, si uno puede hacerlo. Tengo suerte de poder hacerlo, la misma suerte que tuve con el plano. Y así seguimos durante dos horas de idas y venidas con un montón de ideas, discutiéndolas y desmenuzándolas. El gran Niels siempre estaba encendiendo su pipa; se le apagaba continuamente. Y hablaba de una forma incomprensible. Farfullaba «humm… humm», era difícil de entender, pero a su hijo podía entenderle mejor. Finalmente dijo: «Bien —encendiendo su pipa—. Creo que podemos llamar ahora a los grandes jefes». Así que llamaron a todos los demás y tuvieron una discusión con ellos. El hijo me contó lo que había sucedido: tras la visita anterior su padre le había dicho: «¿Recuerdas el nombre del colega que estaba al fondo? Es el único tipo que no me tiene miedo, así que hablaremos con él cuando se me ocurra una idea loca. La próxima vez que queramos discutir ideas, no vamos a poder hacerlo con estos tipos que dicen a todo sí, sí, doctor Bohr. Llamemos primero a ese tipo, hablaremos primero con él».

Una vez que hicimos los cálculos, el siguiente paso era, por supuesto, la prueba. Teníamos que hacer la prueba. En esa época yo estaba en casa con unas cortas vacaciones, por la muerte de mi mujer, y recibí un mensaje de Los Álamos que decía: «Se espera el nacimiento del bebé para tal día». Así que volví rápidamente, y llegué al lugar justo cuando estaban partiendo los autobuses; ni siquiera pude ir a mi habitación. En Alamogordo esperamos a cierta distancia; estábamos a 30 kilómetros. Teníamos una radio por la que se suponía que iban a avisarnos cuando estallara la bomba y todo eso. La radio no funcionaba, y nunca supimos qué estaba sucediendo. Pero sólo unos minutos antes del momento inicialmente previsto para la explosión, la radio empezó a funcionar y nos dijeron que faltaban veinte segundos o algo parecido. A las personas que estábamos muy lejos —otros estaban más cerca, a 10 kilómetros— nos dieron gafas oscuras para que pudiéramos observar. ¡Gafas oscuras! A 30 kilómetros de la maldita cosa te dan gafas oscuras. ¡No puedes ver nada con gafas oscuras! Entonces yo pensé que lo único que realmente podía hacer daño a los ojos es la luz ultravioleta; la luz simplemente brillante no daña los ojos. De modo que me puse detrás del parabrisas de un camión, de modo que la luz ultravioleta no pudiera atravesar el cristal, y así estaría a salvo y podría ver la maldita cosa. Otras personas no llegarían a ver nunca la maldita cosa. Muy bien. Llega el momento y se produce este tremendo destello, tan brillante que vi rápidamente una mancha púrpura en el suelo del camión. Yo dije: «Eso no es. Es una imagen posterior». Así que miro de nuevo y veo una luz blanca que se transforma en amarilla y luego en naranja. Se forman nubes y luego se deshacen, la compresión y la expansión provocan que se formen nubes y las hacen desaparecer. Finalmente se formó una gran bola naranja, con un centro muy brillante, una bola naranja que empezó a ascender y a hincharse, y a oscurecerse por los bordes; y luego ves que es una gran bola de humo con destellos de fuego en su interior por el calor que desprende. Yo vi todo lo que acabo de describir; duró un minuto. Fue una sucesión de resplandores y oscuridades, y yo lo vi. Soy prácticamente el único que realmente miró la maldita cosa, el primer test de Trinidad. Todos los demás llevaban gafas oscuras. Los que estaban a 10 kilómetros no pudieron verlo porque les dijeron que se tirasen al suelo con los ojos tapados, de modo que nadie lo vio. Los que estaban donde yo estaba llevaban todos gafas oscuras. Yo soy el único que lo vio a simple vista Finalmente, al cabo de un minuto y medio, se produjo repentinamente un ruido tremendo, ¡bang!, y luego un estruendo, como un trueno, y eso es lo que me convenció. Nadie había dicho una palabra durante todo ese minuto, todos estábamos observando inmóviles, pero este sonido liberó a todo el mundo, y me liberó a mí en especial porque la solidez del sonido a esa distancia significaba que realmente había funcionado. Cuando se apagó el sonido, un hombre que estaba de pie junto a mí dijo: «¿Qué ha sido eso?»; yo dije: «Eso era la bomba». El hombre era William Laurence, un enviado de The New York Times. Iba a escribir un artículo en el que describiría toda la situación. Se suponía que yo debía guiarle, pero resultó que todo era demasiado técnico para él.

Más tarde vino Mr. Smyth[12] de Princeton y le enseñé Los Álamos. Por ejemplo, entramos en una habitación y allí, en el extremo de un pedestal un poco más estrecho que éste, había una pequeña bola plateada, de aproximadamente este tamaño: si uno ponía la mano en ella notaba que estaba caliente. Era radiactiva; era plutonio. Nos quedamos en la puerta de la habitación hablando de ello. Allí había un nuevo elemento químico que había sido fabricado por el hombre y que nunca antes existió en la Tierra, excepto posiblemente durante un periodo muy corto en el mismísimo principio. Y aquí estaba aislado y radiactivo, y tenía estas propiedades. Y lo habíamos hecho nosotros. Por eso era muy valioso, tremendamente valioso, no había nada más valioso. Mientras hablábamos —ya saben ustedes qué es lo que hace la gente cuando habla, te mueves de un lado a otro y todo eso— él le estaba dando patadas al tope de la puerta, ven ustedes, y yo digo, sí, y dije que el tope de la puerta es más apropiado que la puerta. El tope de la puerta era un hemisferio de metal amarillo: de hecho, era oro. Era un hemisferio de oro de este tamaño. Resulta que habíamos tenido que hacer un experimento para ver cuántos neutrones eran reflejados por diferentes materiales para ahorrar neutrones y así no tener que utilizar tanto plutonio. Habíamos probado muchos materiales diferentes. Habíamos probado el platino, habíamos probado el zinc, habíamos probado el bronce, habíamos probado el oro. Así que para hacer los test con el oro teníamos estas piezas de oro, y alguien tuvo la brillante idea de utilizar esa gran bola de oro como tope para la puerta de la habitación donde se guardaba el plutonio, lo que era bastante apropiado.

Tras la explosión y las noticias que nos llegaron, se produjo una tremenda excitación en Los Álamos. Todo el mundo lo celebraba, todos corríamos de un lado a otro. Yo me senté en el capó de un jeep tocando un tambor y haciendo cosas por el estilo. Todos lo celebraban salvo una persona, que yo recuerde. Era Bob Wilson, quien precisamente me había introducido en esto. Estaba sentado y abatido.[13] Le dije: «¿Qué haces tan abatido?». Dijo: «Es terrible lo que hemos hecho». Yo dije: «Pero tú lo empezaste, tú nos metiste en ello». Ya ven, lo que me sucedió a mí, lo que nos sucedió a todos los demás es que empezamos por una buena razón, pero luego estuvimos trabajando muy duramente por hacer algo, por conseguirlo: eso es un placer, es excitante. Y entonces dejas de pensar, simplemente dejas de pensar. Después de haberlo pensado al comienzo, dejas de pensar. Y él era el único que aún estaba pensando en ello, en aquel momento concreto. Yo volví a la civilización inmediatamente después de eso y fui a Cornell a dar clases. Mi primera impresión fue muy extraña, algo que todavía no puedo entender, pero que entonces sentí de forma muy intensa. Estaba sentado en un restaurante en Nueva York, por ejemplo, miraba los edificios y la distancia a que se encontraban y, saben, yo pensaba en cuál fue el radio de destrucción de la bomba de Hiroshima y cosas así. ¿A qué distancia estaba la Calle 34? Pensar en todos estos edificios aplastados… Tuve una sensación muy extraña. Después veía a gente que estaba construyendo un puente o haciendo una nueva carretera; y pensaba, están locos, no entienden nada, no lo entienden. ¿Por qué están construyendo cosas nuevas si es tan inútil? Pero, afortunadamente, ha sido inútil durante treinta años, ahora, más o menos, pronto hará treinta años. He estado equivocado durante treinta años sobre la utilidad de hacer puentes, y me alegro de que esas otras personas fueran capaces de seguir adelante. Pero mi primera reacción, una vez que había acabado con esto, fue pensar que era inútil hacer cualquier cosa. Muchas gracias.

PREGUNTA: ¿Qué hay de su historia sobre algunas cajas fuertes?

FEYNMAN: Bien, hay un montón de historias sobre cajas fuertes. Si me dan diez minutos, les contaré tres historias sobre cajas fuertes. ¿De acuerdo? La motivación para abrir el archivador, descerrajar la cerradura, fue mi interés por la seguridad del conjunto. Alguien me había dicho cómo abrir cerraduras. Entonces nos dieron archivadores que tenían cerraduras de combinación. Tengo una enfermedad, y es que trato de reventar cualquier cosa que sea secreta. Y por eso las cerraduras de aquellos archivadores, hechos por la Mosler Lock Company, en los que colocábamos nuestros documentos —todo el mundo los tenía—, representaban un desafío para mí. ¿Cómo demonios abrirlos? Así que trabajé y trabajé con ellos. Se cuentan todo tipo de historias acerca de cómo se pueden sentir los números de la combinación y oír las ruedas y todo eso. Eso es cierto; yo lo entiendo muy bien. Eso es para cajas de seguridad pasadas de moda. Pero ellos tenían un nuevo diseño de modo que nada presionaba los engranajes mientras uno estaba probándolos. No voy a entrar en los detalles técnicos, pero el caso es que ninguno de los viejos métodos funcionaba. Yo leo libros escritos por magos profesionales. Los libros escritos por magos profesionales siempre empiezan contando cómo abrían ellos las cerraduras. Es el no va más: la mujer está bajo el agua, la caja fuerte está bajo el agua y la mujer se está ahogando o algo parecido y él abre la caja. No sé, es una historia loca. Y al final cuentan cómo lo hacen y no dicen nada razonable; parece imposible que sea así como abrían realmente las cajas. ¡Es tan poco razonable como conjeturar la combinación de una caja basándose en la psicología del propietario! Por eso, yo siempre he pensado que guardaban un secreto. En cualquier caso, seguí trabajando. Y así, como una especie de enfermedad, seguí trabajando hasta que descubrí algunas cosas. En primer lugar descubrí qué margen admite la combinación, hasta dónde tienes que acercarte. Y entonces ideé un sistema por el que se pueden ensayar todas las combinaciones que sean necesarias. En este caso eran ocho mil, porque había un margen de dos en torno a cada número. Resulta así que hay que probar un número de cada cinco, entre cuarenta mil… ocho mil combinaciones. Y entonces desarrollé un esquema por el que podía ensayar números sin alterar un número que ya había conseguido, moviendo correctamente las ruedas, de modo que podía ensayar todas las combinaciones en ocho horas. Y luego descubrí aún más cosas. Esto me llevó otros dos años de investigación; ya ven, no había muchas diversiones allí y me dedicaba a jugar. Finalmente descubrí una forma fácil de obtener los dos números finales, los dos últimos números de la combinación de la caja, si la caja está abierta. Si el cajón está fuera, uno puede girar el número y ver si sube el pasador, y tantear y descubrir qué hace, a qué número vuelve y cosas así. Con un poco de habilidad es posible obtener la combinación. Así que yo solía practicar igual que un malabarista practica con naipes, ya saben, todo el tiempo. Cada vez con más rapidez y más desenvoltura, entraba y hablaba con algún tipo y me apoyaba contra su archivador, igual que estoy jugando con este reloj ahora; ustedes ni siquiera han notado que yo esté haciendo algo. No estoy haciendo nada. Simplemente jugaba con el dial, eso es todo, sólo jugaba con el dial. Pero ¡estaba sacando los dos números! Luego volvía a mi despacho y apuntaba los dos números. Los dos últimos números entre tres. Ahora, si uno tiene los dos últimos números sólo se necesita un minuto para ensayar el primer número; sólo veinte posibilidades y está abierto. ¿Comprenden?

Así que me gané una excelente reputación como desvalijador. Me decían: «Mr. Schmultz está fuera de la ciudad, necesitamos un documento de su caja fuerte. ¿Puedes abrirla?». Yo decía: «Sí, puedo abrirla, pero tengo que ir a por mis herramientas» (yo no necesito ninguna herramienta). Voy a mi oficina y miro los números de su caja fuerte. Yo tenía los dos últimos números. Tenía los números de las cajas de todo el mundo en mi despacho. Ponía un destornillador en mi bolsillo trasero, como si fuese la herramienta que yo decía necesitar. Volvía a la habitación y cerraba la puerta. Se trata de que este asunto de cómo se abren las cajas fuertes no es algo que todo el mundo debiera saber, porque lo hace todo muy inseguro; es muy peligroso que todo el mundo sepa cómo hacerlo. Así que cierro la puerta y entonces me siento y leo una revista, o hago algo. Solía estar unos veinte minutos de media sin hacer nada y luego la abría; mejor dicho, la abría en seguida para ver que todo estaba bien y entonces me sentaba allí durante veinte minutos para ganarme una buena reputación y que no pensaran que era demasiado fácil o que había algún truco en ello. Y entonces salía sudando un poco, ya saben, y decía: «Está abierta. Ahí la tienen», y todo eso. ¿Comprenden?

En cierta ocasión también abrí una caja simplemente por accidente, y eso ayudó a reforzar mi reputación. Causó sensación, fue pura suerte, la misma suerte que tuve con los planos. Pero eso fue una vez que la guerra había terminado. Puedo contarles ahora estas historias porque una vez que la guerra había terminado yo volví a Los Álamos para acabar algunos artículos y allí abrí algunas cajas fuertes. Podría escribir un libro de desvalijadores mejor que cualquier libro de desvalijadores. Al principio explicaría cómo abrí la caja absolutamente en frío sin saber la combinación, una caja que contenía más secretos que cualquier caja que hubiera abierto antes. Abrí la caja que contenía el secreto de la bomba atómica, todos los secretos, las fórmulas, los ritmos a los que se liberaban los neutrones del uranio, cuánto uranio se necesita para hacer una bomba, todas las teorías, todos los cálculos, ¡TODA LA MALDITA COSA!

Les explicaré cómo sucedió. ¿De acuerdo? Yo estaba tratando de escribir un informe. Necesitaba este informe. Era un sábado y yo creía que todo el mundo trabajaba. Creía que las cosas seguían igual en Los Álamos. Así que fui a sacarlo de la biblioteca. Todos estos documentos estaban en la biblioteca de Los Álamos. Había una gran cámara acorazada con un gran tirador de un tipo diferente de los que yo conocía. Yo entendía los archivadores, pero sólo era experto en archivadores. Por si fuera poco, había guardas caminando arriba y abajo con pistolas. No puedes conseguir que uno te abra, ¿comprenden? Entonces pienso, ¡un momento! El viejo Freddy DeHoffman de la Sección de Desclasificación está encargado de desclasificar documentos. ¿Qué documentos pueden desclasificarse ahora? Para eso, él tenía que bajar a la biblioteca, y volver a subir, y estaba cansado de hacerlo. Así que tuvo una idea brillante. Se haría una copia de todos los documentos de la biblioteca de Los Álamos. Se hizo su archivo: tenía nueve archivadores, uno junto a otro en dos habitaciones, llenos con todos los documentos de Los Álamos; y yo sabía que él lo tenía. Así que iría a DeHoffman y le pediría que me prestase los documentos; él tenía una copia. Así que subí a su despacho. La puerta del despacho está abierta. Parece que él vaya a volver, la luz está encendida; parece que vaya a volver en un minuto. Así que espero. Y como siempre que estoy esperando, me pongo a jugar con los tiradores. Probé 10-20-30, y no funcionó. Probé 20-40-60, y no funcionó. Lo probé todo. Estoy esperando, no tengo nada que hacer. Entonces empiezo a pensar en estos magos, ya saben, yo nunca he sido capaz de imaginar cómo abrir las cajas con astucia. Quizá ellos tampoco lo hacen, quizá sea cierto todo lo que me están contando sobre psicología. Voy a abrir esto a base de psicología. Primero, el libro dice: «La secretaria está muy nerviosa porque puede olvidar la combinación». Le han dicho la combinación. Ella podría olvidarla y el jefe podría olvidarla, así que ella tiene que saberla. De modo que ella la escribe nerviosamente en alguna parte. ¿Dónde? Lista de lugares donde una secretaria podría escribir combinaciones. ¿Comprenden? Empieza, ésta es la cosa más astuta, empieza que abres el cajón y en la madera lateral del cajón, por la parte de fuera, hay un número descuidadamente escrito, como si fuera un número de una factura. Éste es el número de la combinación. Bien. Está en el lado de la mesa. ¿Comprenden? Yo recordaba eso, está en el libro. El cajón de la mesa está cerrado, abro la cerradura inmediatamente, saco el cajón, miro en la madera: nada. Está bien, está bien. Hay un montón de papeles en el cajón. Miro entre los papeles y finalmente lo encuentro, un bonito trozo de papel que tiene el alfabeto griego. Alfa, beta, gamma, delta, etc., cuidadosamente escrito. Las secretarias tienen que saber cómo hacer estas letras y cómo llamarlas cuando están hablando de ellas, ¿conecto? Así que todas las tenían, cada una de ellas tenía una copia. Pero garabateado descuidadamente en la parte superior está π, igual a 3,14159. Bien, ¿por qué necesita ella el valor numérico de π si no está calculando nada? Así que voy a la caja de seguridad. Honesto, esto es honesto, ¿de acuerdo? Es igual que en el libro. Estoy simplemente diciéndoles cómo se hizo. Subí a la caja, 31-41-59. No se abre. 13-14-95. No se abre. 95-14-13. No se abre. 14-31, hace veinte minutos que le estoy dando vueltas a π. No sucede nada. Así que me dispongo a salir del despacho y entonces recuerdo el libro sobre la psicología y me digo, ya saben, pero ¡claro! Psicológicamente, yo tengo razón. DeHoffman es precisamente el tipo de persona que utilizaría una constante matemática para la combinación de su caja fuerte. Otra constante matemática importante es e. Así que vuelvo a la caja, 27-18-28, clic, cloc, se abre. De paso comprobé que todas las combinaciones eran la misma. Bien, hay otras muchas historias sobre ello pero es demasiado tarde y ésa está bien, de modo que dejémoslo así.