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De todas partes y de ninguna

Cuando empiezo a escribir, no puedo evitar sentirme llena de temor. Especialmente cuando me doy cuenta de que las conclusiones de mi investigación cuestionan creencias o ideas muy arraigadas. En esas ocasiones no tardo en preguntarme: «¿Quién soy yo para decir esto?», o bien: «¿Voy a cabrear al personal si pongo en tela de juicio sus ideas?».

En esos inciertos y arriesgados momentos de vulnerabilidad, procuro buscar inspiración en personas audaces, innovadoras, agitadoras, cuya valentía resulta contagiosa. Leo y miro todo lo que han dicho —o se ha dicho de ellos— que encuentro a mano: todas las entrevistas, todos los artículos y conferencias, todos los libros. Lo hago para que, cuando necesite su ayuda y me asalte el temor, acudan a mi lado y me levanten el ánimo. Y, lo más importante, porque cuando se asoman por encima de mi hombro, me toleran muy pocas estupideces.

Desarrollar este sistema llevó su tiempo. Al principio de mi carrera, probé el método opuesto: me rodeaba mentalmente de críticos y detractores. Sentada ante mi escritorio, imaginaba las caras de los profesores que menos me gustaban, de mis colegas más duros y cínicos, de mis críticos de internet más implacables. «Si los mantengo contentos», pensaba, «o como mínimo callados, podré seguir adelante». El resultado constituía el peor escenario posible para un investigador o un sociólogo: conclusiones envueltas discretamente en una visión del mundo preexistente; conclusiones que apenas desplazaban, con cautela, las ideas al uso, aunque sin molestar a nadie; en fin, conclusiones poco arriesgadas, tamizadas, acomodaticias. Solo que nada de eso era auténtico. Era un tributo a aquel comité imaginario.

Así pues, decidí que tenía que despedir a todos esos detractores que me infundían temor y me paralizaban. En su lugar, empecé a invocar a los hombres y las mujeres que han configurado el mundo con su valentía y su creatividad y que, al menos en algunas ocasiones, han logrado cabrear al personal. Constituyen una pandilla muy variada. J.K. Rowling, autora de los libros de Harry Potter que tanto me gustan, es la persona a la que acudo cuando me cuesta encontrar el modo de introducir un mundo de ideas nuevo y extraño que acaba de surgir en mi investigación. Imagino que Rowling me dice: «Los mundos nuevos son importantes, pero no puedes limitarte a describirlos. Ofrécenos las historias que constituyen ese universo. Por extraño y disparatado que pueda resultar un nuevo mundo, nos veremos reflejados en sus historias».

La autora y activista bell hooks[*] sale a la palestra cuando surge un doloroso debate en torno a cuestiones de raza, género o clase. Ella me ha enseñado a tomarme la enseñanza como un acto sagrado, y también a entender lo importante que es la incomodidad en el proceso de aprendizaje. También Ed Catmull, Shonda Rhimes y Ken Burns permanecen a mi lado, susurrándome al oído, mientras estoy contando una historia. Me dan un codazo cuando me impaciento y empiezo a saltarme detalles y diálogos que aportan sentido a la narración. «Debes lograr que nos metamos en la historia», insisten. Asimismo hacen acto de presencia innumerables músicos y artistas, así como Oprah Winfrey, cuyo consejo tengo clavado en la pared de mi estudio: «No creas que puedes ser valiente en tu vida y en tu trabajo sin decepcionar a nadie. La cosa no funciona así».

Pero mi consejera más antigua y constante es Maya Angelou. Me introdujeron en su obra hace treinta y dos años, cuando estudiaba poesía en la universidad. Leí su poema «Still I Rise» («Y aun así me levanto») y todo cambió para mí. Tenía tanta fuerza y tanta belleza...[1] Me hice con todos los libros, poemas y entrevistas de Angelou que encontré, y sus palabras me enseñaron, me estimularon, me sanaron. Se las arreglaba para desbordar alegría y ser, a la vez, implacable.

Pero había una frase de Maya Angelou de la que discrepaba profundamente. Era una frase sobre el sentido de pertenencia con la que me tropecé mientras daba un curso sobre raza y clase en la Universidad de Houston. En una entrevista con Bill Moyers emitida por la televisión pública en 1973, la doctora Angelou decía:

Solo eres libre cuando comprendes que no perteneces a ningún lugar: perteneces a todos y a ninguno. El precio es elevado. La recompensa, enorme.[2]

Recuerdo exactamente lo que pensé al leer esta frase. «Esto es un error. ¿Qué sería el mundo si no perteneciéramos a ningún lugar? Solo un montón de personas solitarias coexistiendo. Me parece que no ha entendido la fuerza del sentido de pertenencia.»

Durante más de veinte años, cada vez que esa cita me venía a la cabeza, sentía una oleada de indignación. «¿Por qué habrá dicho eso? No es verdad. El sentido de pertenencia es esencial. Debemos sentir que pertenecemos a algo, a alguien, a algún lugar.» Pronto descubrí que esa indignación obedecía a dos motivos. En primer lugar, la doctora Angelou había llegado a significar tanto para mí que yo no podía soportar la idea de que discrepáramos en algo tan fundamental. En segundo lugar, la necesidad de encajar y la desazón de sentirme desplazada era uno de los hilos más dolorosos de mi propia vida. No podía aceptar la idea de que «no pertenecer a ninguna parte» fuese la libertad. La sensación de no pertenecer de verdad a ninguna parte era mi mayor dolor, un sufrimiento personal que atravesó gran parte de mi juventud.

No constituía en modo alguno una liberación.

Las experiencias de no pertenencia vienen a ser los hitos de mi vida, y empezaron muy pronto. Pasé mis años de guardería y de jardín de infancia en la escuela Paul Haban, en la orilla occidental de Nueva Orleans. Corría el año 1969 y, aunque la ciudad era y sigue siendo maravillosa, estaba asfixiada por el racismo. La segregación en los colegios solo se había suprimido oficialmente el año en que yo empecé. Yo no entendía mucho lo que pasaba, era demasiado pequeña; pero sí sabía que mi madre era una mujer tenaz y sin pelos en la lengua. Alzaba su voz constantemente e incluso escribió una carta al Times-Picayune cuestionando la legalidad de lo que hoy llamaríamos identificación de sospechosos por motivos raciales. Yo captaba esa energía que la rodeaba, pero para mí ella seguía siendo simplemente una monitora más de mi aula y también la persona que me hacía, para mí y para mi Barbie, vestidos de cuadros amarillos a juego.

Nos habíamos trasladado allí desde Texas, lo cual había sido duro para mí. Yo echaba tremendamente de menos a mi abuela, aunque estaba deseando hacer amistades en el colegio y en nuestro complejo de apartamentos. La cosa, sin embargo, se complicó enseguida. Las listas del aula servían para determinarlo absolutamente todo: desde los niveles de asistencia hasta las invitaciones a las fiestas de cumpleaños. Un día, otra madre que ejercía de monitora en el aula esgrimió esa lista ante las narices de mi madre: «¡Mira todas las niñas negras que hay! ¡Y mira qué nombres! ¡Todas se llaman Casandra!».

«Vaya», pensó mi madre. Tal vez por eso a mí no me invitaban a muchas fiestas de mis amigas blancas. Mi madre usa su segundo nombre, pero el primero es Casandra. ¿Y cuál era mi nombre completo en aquella lista? Casandra Brené Brown. Si eres afroamericana y estás leyendo esto, ya sabes perfectamente por qué las familias blancas no me invitaban. Por la misma razón, al finalizar un semestre un grupo de estudiantes graduadas afroamericanas me dieron una tarjeta que decía: «Vale. Usted sí que es Brené Brown». Se habían apuntado a mi curso sobre cuestiones femeninas y se quedaron patidifusas al verme aparecer el primer día y dirigirme al escritorio de la cabecera de la clase. Una estudiante dijo: «Usted no es Casandra Brené Brown, ¿no?» Sí, señora. También por la misma razón, cuando me presenté a una entrevista para un puesto de recepcionista a tiempo parcial en la consulta de una médica de San Antonio, la mujer dijo: «¡Ah, usted es Brené Brown! ¡Qué agradable sorpresa!». Y sí, abandoné aquella entrevista antes de que nos sentáramos siquiera.

Las familias negras me acogían amablemente, pero su desconcierto era evidente cuando cruzaba la puerta. Una de mis amigas me dijo que yo era la primera persona blanca que había entrado en su casa. Eso no resulta fácil de asimilar cuando tienes cuatro años y en realidad has ido allí para jugar a ponerle la cola al burro y comer pastel con tus amigas. Por simple que debiera ser el sentimiento de pertenencia en un jardín de infancia, a mí ya entonces me costaba entender por qué me sentía al margen de cada grupo.

Al año siguiente nos mudamos al Garden District para que mi padre tuviera más cerca la Universidad de Loyola, y yo pasé a la escuela del Santísimo Nombre de Jesús. Yo era episcopaliana, lo que me convertía en la única alumna no católica del colegio. Resultó que la mía era la religión equivocada: otra cuña entre mi identidad y el sentido de pertenencia. Tras un año o dos excluida, increpada y a veces marginada, un día me enviaron a la oficina de dirección. Al entrar, descubrí que Dios me estaba esperando. O al menos fue lo que yo pensé. Resultó que era un obispo. Me pasó una fotocopia del Credo de Nicea y lo leímos de cabo a rabo, línea por línea. Al terminar, me dio una nota para mis padres que decía: «Ahora Brené es católica».[3]

Aun así, durante los dos años siguientes, mientras empezaba a pillar la onda de mi nueva vida en Nueva Orleans, las cosas fueron bastante bien, en gran parte porque tenía a la mejor amiga del mundo: Eleanor. Pero después hubo una serie de grandes cambios seguidos. Dejamos Nueva Orleans por Houston cuando yo estaba en cuarto de primaria. Luego dejamos Houston por Washington D.C. cuando estaba en sexto. Y luego dejamos Washington, cuando estaba en octavo, y volvimos a Houston. Las turbulencias y la inadaptación habituales de la secundaria se veían magnificadas por una sensación permanente de ser «la chica nueva». Mi única salvación era que durante todas esas transiciones mis padres ocupaban una buena posición y se llevaban bien. Lo cual significaba que, pese a los trastornos aparejados a tanto cambio de colegio, amigos y profesores, en casa estaba a salvo. De hecho, a mí me parecía como un refugio frente al dolor de no pertenecer a ningún lugar. Si todo lo demás fallaba, al menos formaba parte de mi hogar, de mi familia.

Pero las cosas empezaron a resquebrajarse. Esa última mudanza a Houston fue el principio del largo y penoso final del matrimonio de mis padres. Y por si no bastara con todo aquel caos, estaba al asunto de las Bearkadettes.

Cuando volvimos a Houston, al terminar octavo, tuve el tiempo justo —por suerte— para intentar entrar en el equipo de animadoras de secundaria, a las que llamaban las Bearkadettes. Para mí, aquello lo era todo. Viviendo en una casa que se iba llenando cada vez más con los ruidos amortiguados de las discusiones de mis padres oídas a través de las paredes de mi habitación, aquel equipo de animadoras representaba la salvación. Imagináoslo: filas y filas de chicas con camiseta y minifalda de satén azul con flecos blancos, ataviadas con pelucas, botas blancas y sombreritos de vaquero, maquilladas con pintalabios rojo, entrando en estadios de fútbol americano de secundaria abarrotados de una multitud que no quería abandonar sus asientos durante el descanso para no perderse esas cabriolas y coreografías perfectamente ensayadas. Aquello era mi escapatoria, un nuevo y precioso refugio impecablemente ordenado.

Ocho años de ballet eran más que suficientes para poder aprenderme las coreografías; y una dieta líquida de dos semanas me permitió pasar el control de peso. Todas las chicas confiaban a muerte en la sopa de col y la dieta de agua. Cuesta pensar que pueda darse permiso a una chica de doce años para que siga una dieta líquida, pero por alguna razón parecía algo completamente normal.

Hasta el día de hoy, no estoy segura de haber deseado tanto ninguna otra cosa en mi vida como ese puesto en el equipo de animadoras. La perfección, la precisión, la belleza que se cultivaban allí no solo contrarrestarían la creciente agitación de mi casa, sino que me proporcionarían el Santo Grial: un sentimiento de pertenencia. Tendría una «hermana mayor» que decoraría mi casillero. Montaríamos fiestas de pijamas y saldríamos con jugadores de fútbol americano. Siendo una chica que había visto Grease cuarenta y cinco veces, sabía que aquello era el principio de una experiencia de secundaria con todos sus aditamentos, incluidos cánticos espontáneos a coro y bailes improvisados en el gimnasio en versión años ochenta.

Y, sobre todo, formaría parte de un grupo que lo hacía todo literalmente al unísono. Una Bearkadette era la integración personificada, la apoteosis del sentimiento de pertenencia.

Yo aún no tenía amigas de verdad, así que estaba sola en las pruebas de admisión. La coreografía era fácil de aprender: un número jazzístico ejecutado con una versión de big band de «Swanee» (ya sabéis, aquella de «How I love ya, how I love ya»). O sea, mucho deslizarse con las palmas abiertas y mucho alzar las piernas hasta la barbilla. Yo era capaz de alzarlas más arriba que el resto de las chicas, salvo una bailarina llamada LeeAnne. Practiqué tanto que habría podido ejecutar el número dormida. Aún hoy me acuerdo de algunas partes.

El día de la prueba fue terrorífico, y no sé si fueron los nervios o la dieta de hambre, pero al levantarme me sentía mareada y todavía seguía así cuando mi madre me dejó en el colegio. Ahora, como madre de una adolescente y un preadolescente, me resulta un poco duro pensar que tuve que entrar sola, mientras por todas partes me rodeaban grupos de chicas que se bajaban juntas de los coches y entraban corriendo de la mano. Pero enseguida descubrí que entrar sola era lo de menos y que tenía un problema mucho más grave.

Todas las chicas, y quiero decir todas sin excepción, estaban acicaladas de pies a cabeza. Algunas llevaban shorts de satén azul y blusas doradas; otras, camisetas sin mangas azules y doradas, con minifalda blanca. Había todas las versiones de corbatas azul-doradas que podáis imaginaros. Y estaban todas completamente maquilladas. Yo no me había puesto nada de maquillaje y llevaba unos shorts grises de algodón sobre unos leotardos negros. Nadie me había dicho que hubiera que ir ataviada con los colores del colegio. Todo el mundo tenía un aspecto vistoso, reluciente. Y yo parecía la chica desdichada cuyos padres riñen mucho.

Pasé la prueba de peso con dos kilos de menos. Aun así, ver a las chicas que se bajaban de la báscula y corrían a los vestuarios llorando me traumatizó.

Llevábamos números prendidos a la camiseta con imperdibles y bailábamos en grupos de cinco o seis. Mareada o no, ejecuté la coreografía a la perfección. Me sentía muy segura de mí misma cuando me recogió mi madre y fuimos a casa a esperar. Colgarían los resultados más tarde. Esas horas de espera se deslizaron a cámara lenta.

Finalmente, a las seis y cinco, entramos en el aparcamiento de la que pronto habría de ser mi escuela secundaría. Toda mi familia —mamá, papá, mi hermano y mis hermanas— estaba en el coche. Yo iba a comprobar mi número y luego nos dirigiríamos a San Antonio para ver a mis abuelos. Me acerqué al tablón colgado junto a la puerta del gimnasio. A mi lado había una de las chicas que estaba en mi grupo en la prueba. Era la más deslumbrante de todas. Y encima se llamaba Kris. Sí, tenía uno de esos codiciados nombres unisex que todas deseábamos.

La lista estaba en orden numérico. Si tu número figuraba allí, habías entrado en el equipo. Si no, te habías quedado fuera. Yo tenía el 62. Mis ojos se fueron directos al tramo de los sesenta: 59, 61, 64, 65. Miré de nuevo. No conseguía procesarlo. Pensaba que si miraba con la suficiente intensidad y el universo comprendía todo lo que estaba en juego, el número aparecería mágicamente. Me vi arrancada de mi negociación con el universo al oír los gritos de Kris. Estaba dando saltos, y antes de que yo entendiera lo que sucedía, su padre se bajó del coche, corrió a su encuentro, la alzó en brazos y le dio unas vueltas por los aires. Como en las películas. Más adelante oí por radio macuto que yo era una sólida bailarina, pero no tenía la pasta adecuada para ser una Bearkadette. Sin corbata. Sin brillo. Sin grupo. Sin amigas. Sin pertenecer a ninguna parte.

Estaba sola. Y resultaba demoledor.

Volví a nuestro coche, ocupé el asiento trasero y mi padre arrancó. Ni él ni mi madre dijeron una palabra. Ni una sola palabra. El silencio se me clavó dentro como un cuchillo en el corazón. Se sentían avergonzados de mí y por mí. Mi padre había sido capitán del equipo de fútbol. Mi madre había sido líder de su equipo de animadoras. Yo no era nada. Mis padres, y especialmente él, valoraban por encima de todo el ser guay y estar integrado. Yo no era guay. No estaba integrada.

Y ahora, por primera vez, tampoco encajaba en mi familia.

La historia de mi equipo de animadoras es de esas que resulta fácil desestimar por intrascendentes en el amplio contexto de lo que sucede en el mundo de hoy. (Ya estoy viendo el hashtag #problemasprimermundo.) Pero dejadme que os explique lo significó para mí. No sé si será verdad o si solo fue la historia que me conté a mí misma en medio de aquel silencio, pero ese día dejé de pertenecer a mi familia: el más primordial de nuestros grupos sociales. Si mis padres me hubieran consolado o hubiesen elogiado mi valentía por haberlo intentado; o mejor aún (y era lo que estaba deseando en ese momento), si se hubieran puesto de mi lado y me hubieran dicho que era una injusticia terrible y que merecía haber sido escogida, entonces esta historia no sería una de las que definió mi vida y modeló mi trayectoria. Pero sí lo fue.

Relatar esta historia me ha resultado mucho más difícil de lo que me imaginaba. Tuve que entrar en iTunes para recordar el título de la canción de la prueba y, en cuanto escuché el avance, me eché a llorar. No me desmoroné por no haber conseguido entrar en el equipo. Lloré por la chica de entonces a la que no podía consolar. Esa chica que no entendía lo que ocurría ni por qué. Lloré por esos padres que estaban tan mal preparados para enfrentarse con el dolor y la vulnerabilidad. Unos padres que no tenían la habilidad necesaria para expresarse y consolarme o, como mínimo, para cortar de raíz la idea de que no estaba a la altura ni encajaba con ellos. Estos son los momentos que, si se dejan pasar sin hablarlos ni resolverlos, nos condenan en nuestra vida adulta a una búsqueda desesperada para sentirnos integrados y a conformarnos simplemente con el hecho de encajar. Por suerte, mis padres nunca albergaron la fantasía de que su responsabilidad concluyera cuando sus hijos abandonaran el hogar. Hemos aprendido todos juntos sobre el valor, la vulnerabilidad y el verdadero sentido de pertenencia. Lo cual ha constituido un pequeño milagro.

Incluso en un contexto de sufrimiento —pobreza, violencia, violación de derechos humanos— el sentimiento de no encajar en nuestra familia es una de las heridas más peligrosas. Y es así porque este sentimiento tiene la capacidad de rompernos el corazón, el espíritu y la autoestima. A mí me rompió las tres cosas. Y cuando esto sucede, solo hay tres desenlaces posibles, tal como he podido comprobar en mi vida y en mi trabajo:

1. Vives sumida en un dolor constante y buscas alivio tratando de anestesiarlo y/o infligiéndoselo a los demás;

2. Niegas tu dolor, y esa negación implica que se lo transmites a las personas que te rodean y a tus hijos; o bien

3. Reúnes el valor para reconocer el dolor y para desarrollar un nivel de empatía y compasión, hacia ti misma y hacia los demás, que te permita identificar de un modo muy especial el dolor en el mundo.

Desde luego, yo intenté las dos primeras vías. Solo por la pura gracia de Dios conseguí llegar a la tercera.

Tras la pesadilla de las Bearkadettes, las peleas se recrudecieron en casa. Con frecuencia eran batallas sin cuartel. Mis padres no eran capaces de hacer las cosas de otra forma. Yo creía que eran las únicas personas del mundo que tenían dificultades para mantener a flote su matrimonio y sentía una tremenda vergüenza. Todos los amigos de mi hermano y de mis hermanas que venían a jugar a casa llamaban a mis padres, jovialmente, «señor y señora B», como si fueran fantásticos. Pero yo conocía sus peleas secretas y sabía que no formaba parte del mundo de esos chicos y chicas cuyos padres eran tan geniales como los de la tele. Así que ahora se sumaba a todo lo demás la vergüenza del secreto.

Desde luego, la perspectiva está en función de la experiencia. A mí me faltaba la suficiente para contextualizar lo que sucedía a mi alrededor, y mis padres solo intentaban sobrevivir sin causar daños catastróficos, así que no creo que se les pasara por la cabeza la idea de comunicarnos lo que pensaban. Yo estaba convencida de que era la única persona en la ciudad, incluso en todo el mundo, que sobrellevaba una situación de mierda semejante, por mucho que mi escuela secundaria hubiese aparecido en los informativos nacionales por el número alarmante de alumnos que se habían suicidado. Solo más tarde, cuando el mundo cambió y la gente empezó a hablar abiertamente de sus dificultades, descubrí que muchos de aquellos padres perfectos habían acabado divorciados, o muertos de puro malvivir, o estaban —gracias a Dios— en proceso de rehabilitación.

A veces, lo más peligroso para los niños es ese silencio que les permite urdir sus propias historias sobre lo que sucede: historias que casi siempre los pintan como seres solitarios indignos de ser amados y de vivir integrados. Ese era el relato que yo me había construido, así que en vez de hacer cabriolas en los descansos de los partidos, me convertí en la chica que escondía hierba en el puf y se largaba con los más gamberros, siempre buscando a mi gente de la manera que fuera. No intenté entrar nunca más en ningún otro equipo. En cambio, desarrollé una gran habilidad para encajar haciendo cualquier cosa con tal de sentirme querida e integrada.

Durante las peleas constantes y cada vez peores de mis padres, mi hermano y mis dos hermanas solían venir a mi habitación a esperar a que amainara. Como la mayor de los cuatro, empecé a emplear aquellos nuevos superpoderes que había desarrollado, los de saber encajar a toda costa, para identificar el motivo de la pelea y tramar una sofisticada estrategia con la que «mejorar las cosas». Podía ser la salvadora de mis hermanos y de mi familia. Si la cosa funcionaba, me consideraba una heroína; si no, me culpaba a mí misma y redoblaba mis esfuerzos por hacerme con más información. Acabo de caer mientras escribo estas líneas: fue entonces cuando empecé a optar por la investigación y la recogida de datos para sobreponerme a la vulnerabilidad.

Al mirar atrás, me doy cuenta de que seguramente debo mi carrera al hecho de no encajar y de sentirme desplazada. Primero de niña, y luego de adolescente, encontré en la observación de la gente mi mejor estrategia para enfrentarme a ese sentimiento. Buscaba pautas y conexiones. Si lograba identificar pautas en el comportamiento de las demás personas, pensaba, y las conectaba con lo que hacían y sentían, encontraría mi propio camino. Utilizaba mi destreza en la identificación de patrones de conducta para prever lo que querían, pensaban o estuvieran haciendo los demás. Aprendí a decir lo correcto, a mostrarme de la forma adecuada. Me convertí en una experta en adaptarme, en un camaleón. Y en una extraña tremendamente solitaria para mí misma.

Con el tiempo, llegué a conocer a muchas de las personas que me rodeaban mejor de lo que ellas se conocían, pero en ese proceso me perdí a mí misma. A los veintiún años, había empezado y dejado la universidad, sobrevivido al divorcio de mis padres, recorrido Europa en autoestop durante seis meses y ensayado todas las formas de conducta estúpida y autodestructiva que podáis imaginar, con la excepción de las drogas duras. Pero empezaba a cansarme. Se me estaban agotando las pilas. Anne Lamott citaba un comentario de uno de sus amigos alcohólicos en recuperación que resume a la perfección ese tipo de huida: «Al final, estaba deteriorándome más deprisa de lo que era capaz de rebajar mis exigencias».[4]

En 1987 conocí a Steve. Por alguna razón, con él me sentía más yo misma que con ninguna otra persona desde mi primera mejor amiga, Eleanor. Él me veía. Aunque me pilló hacia el final de mi época autodestructiva, veía mi auténtico yo y le gustaba. Steve procedía de una situación traumática familiar muy similar a la mía, así que reconoció la herida y ambos pudimos hablar de nuestras experiencias por primera vez en nuestras vidas. Nos abrimos en canal. A veces nos pasábamos diez horas hablando por teléfono. Hablamos de cada pelea que habíamos presenciado, de la soledad contra la que habíamos combatido, del intolerable dolor de sentirnos desplazados.

Lo que comenzó como una amistad se convirtió en un gran flechazo y después en un amor total. No hay que subestimar la fuerza que entraña el hecho de que por fin te vean: es agotador seguir luchando contra ti misma cuando alguien te ve de verdad y te ama. Algunos días su amor me parecía un regalo. Otros, lo aborrecía por amarme. Pero a medida que fui teniendo atisbos de mi verdadero yo, me sentí inundada de pena y de ansiedad. Pena por la chica que nunca había pertenecido a ninguna parte y ansiedad por descubrir quién era, qué me gustaba, en qué creía y a dónde quería ir. Steve no se sentía amenazado por toda esa búsqueda espiritual. Le encantaba. La apoyaba.

Así que no, doctora Angelou, no pertenecer a ninguna parte no puede ser bueno. Yo seguía sin entender qué había pretendido decir con aquella frase.

Siete años después de conocernos, Steve y yo nos casamos. Él pasó de la facultad de Medicina a la residencia, y yo de la escuela preuniversitaria a la universitaria. En 1996, un día después de terminar mi máster, decidí oficializar mi compromiso con una vida sana y dejar de beber y fumar. Curiosamente, mi primera madrina temporal en Alcohólicos Anónimos me dijo: «No creo que tú encajes en AA. Deberías probar las reuniones de Codependientes Anónimos». La madrina de codependencia, por su parte, me sugirió que volviera a AA o probara en Comedores Compulsivos Anónimos, porque, dijo, «Tú no eres exactamente una de los nuestras». ¿Podéis creerlo? ¿En qué mierda estás metida cuando ni siquiera encajas en AA?

Finalmente, mi nueva madrina me dijo que tenía un popurrí de adicciones: o sea, básicamente, que utilizaba todo lo que me iba encontrando para no sentirme vulnerable. Me sugirió que buscara una asociación que me funcionara: no importaba cuál fuese con tal de que dejara de beber, de fumar, de preocuparme obsesivamente por todo el mundo y de comer de forma compulsiva. Vale. Mensaje recibido.

Esos primeros años de matrimonio fueron duros. Estábamos sin blanca y muy estresados por la residencia y la universidad. Nunca olvidaré el día en que le dije a la terapeuta de la facultad que no creía que lo nuestro fuese a funcionar. ¿Su respuesta? «Tal vez no. Tú le gustas a él mucho más de lo que te gustas a ti misma.»

Pasar de la destreza para encajar a toda costa a un auténtico sentimiento de pertenencia fue un largo viaje. Empezó cuando tenía poco más de veinte años y se prolongó un par de décadas. Durante la treintena, cambié un tipo de autodestrucción por otro: abandoné la juerga por el perfeccionismo. Aún luchaba con la sensación de ser una intrusa en todas partes, incluso en mi trabajo, pero lo que cambió fue mi manera de reaccionar al no ver mi número en el tablón de anuncios. En vez de sufrir en silencio la vergüenza, empecé a hablar de mis miedos y mi dolor. Empecé a preguntarme qué era importante para mí y por qué. ¿Acaso quería pasarme la vida bailando al son de los demás? No. Cuando me dijeron que no podía escribir una disertación cualitativa, lo hice igualmente. Cuando intentaron convencerme de que no eligiera la vergüenza como tema de estudio, lo hice igualmente. Cuando me dijeron que no podía ser profesora y escribir libros que la gente de verdad quisiera leer, lo hice igualmente.

No es que pasara de un extremo —dar valor solo al hecho de encajar— al opuesto —dar valor solo al hecho de ser diferente, desafiante o contestataria—, porque ambos son las dos caras de una misma moneda. De hecho, yo aún ansiaba alcanzar un sentimiento pertenencia, y las decisiones que me situaban en los márgenes de mi profesión me mantenían en una angustia constante. No era lo ideal, pero había llegado lo bastante lejos como para saber que el precio de integrarme y cumplir con lo que se esperaba de mí habría sido demasiado elevado: posiblemente lo habría hecho a costa de mi salud, de mi matrimonio y de mi sobriedad. Por más que deseara formar parte de un grupo, prefería seguir estando al margen antes que sacrificar esas tres cosas.

Luego, en 2013, una serie de pequeños milagros me llevaron a uno de los momentos más importantes de mi vida. Oprah Winfrey me propuso participar como invitada en Super Soul Sunday, uno de mis programas favoritos.

La noche antes del programa, salí a cenar con uno de los productores y con mi agente, Murdoch (un escocés que vive en el West Village y que ahora usa algunas expresiones sureñas con la misma facilidad que yo). Después de la cena, cuando volvíamos al hotel, Murdoch se detuvo en la esquina y me gritó mientras yo seguía caminando: «¿Dónde estás, Brené?».

Mi propia respuesta de listilla —«En la esquina de Michigan y Chicago»—, me hizo darme cuenta de que me sentía vulnerable. Y cuando Murdoch procedió a explicarme lo «poco presente» que había estado durante la cena —«¿Simpática y educada? Sí. ¿Presente? No»— comprendí en el acto lo que ocurría. Le miré y tuve que reconocerlo: «Estoy haciendo lo que hago cuando tengo miedo. Flotar por encima de la vida, observarla y estudiarla más que vivirla».

Murdoch asintió: «Lo sé. Pero tienes que lograr dejar de hacerlo y volver aquí. Esto es muy importante. No quiero que te lo pierdas. No estudies el momento. Vívelo».

A la mañana siguiente, mientras me estaba arreglando para reunirme con Oprah por primera vez, mi hija me envió un mensaje de texto. Quería asegurarse de que había firmado y entregado una autorización para su excursión escolar. Después de asegurarle que sí lo había hecho, me senté en el borde de la cama conteniendo las lágrimas. Me puse a pensar: «Necesito una autorización para dejar de estar tan seria y asustada. Un permiso para pasármelo bien hoy». Así fue como se puso en marcha la idea. Después de mirar en derredor para comprobar que nadie observaba la increíble ridiculez que estaba a punto de hacer, fui al escritorio, me senté y me escribí a mí misma una autorización en un pósit. Simplemente decía: «Permiso para estar excitada, para hacer tonterías y pasármelo bien».

Esa habría de ser la primera de la infinidad de autorizaciones que me escribiría a mí misma. Todavía hoy las escribo; y procuro enseñar a cualquiera que me brinde cinco minutos de su tiempo el poder de este método para fijarse un propósito. Funciona de maravilla. Pero sucede lo mismo que con las autorizaciones para tus hijos: pueden tener permiso para ir al zoo, pero siguen teniendo que subirse al autobús. Hay que fijarse un propósito. Y luego cumplirlo. Aquel día me subí al autobús.

No fui consciente entonces, pero retrospectivamente me doy cuenta de que esas autorizaciones eran, de hecho, un intento de encajar conmigo misma y con nadie más.

Oprah y yo tuvimos nuestro primer y emocionante encuentro frente a las cámaras, y en cuestión de minutos estábamos bromeando y riendo. Ella era exactamente como había imaginado. Enérgica y amable. Dura y delicada. La hora pasó en un abrir y cerrar de ojos. Cuando se nos terminó el tiempo, Oprah se volvió hacia mí y me dijo:

—Deberíamos grabar otra hora. Otro programa.

Yo miré a mi alrededor, desconcertada, como si fuéramos a meternos en un lío por considerarlo siquiera.

—¿En serio? —dije—. ¿Estás segura?

Oprah sonrió.

—En serio. Tememos mucho más de que hablar.

Escruté la oscuridad del estudio hacia donde suponía que debía de haber una especie de centro de control.

—¿No crees que deberíamos preguntar?

Oprah volvió a sonreír.

—¿Con quién crees que deberíamos consultarlo?

No lo dijo con tono arrogante. Más bien creo que mi pregunta le pareció divertida.

—Ah, vale. Perdón. Entonces sí. ¡Sí! ¡Me encantaría! Pero ¿no tendríamos que cambiarnos de ropa? Uf, mierda. Solo tengo este conjunto, además de los tejanos y las botas que llevaba cuando he venido.

—Las botas y los tejanos están perfectos. Yo te prestaré una blusa.

Se alejó para cambiarse también, pero cuando solo había dado unos pasos, se volvió y me dijo:

—Maya Angelou está aquí. ¿Te gustaría conocerla?

Visión en túnel. El tiempo se ralentizó. «Esto es demasiado. Quizá es que me he muerto.»

—¿Brené?¿Te gustaría conocer a Maya Angelou? —volvió a preguntarme mientras yo pensaba que aquello tal vez sirviera para darme el empujón definitivo—. ¿Te interesa?

Me levanté de un salto de la silla.

—Sí. Ay, Dios mío. ¡Sí!

Oprah me cogió de la mano mientras nos dirigíamos a una antesala que quedaba frente a la que yo había ocupado antes del programa. Entramos, y lo primero que vi fue que había una pantalla de televisión delante de donde estaba sentada la doctora Angelou. La imagen mostraba las dos sillas vacías que Oprah y yo acabábamos de dejar.

Maya Angelou me miró directamente.

—Hola, doctora Brown. He estado siguiendo su conversación.

Me acerqué y estreché su mano tendida:

—Es un gran honor conocerla —dije—. Usted ha significado mucho para mí. Es una parte muy importante de mi vida.

Ella, sin soltarme, puso su otra mano sobre la mía.

—Está haciendo una gran labor. Siga así. Continúe hablando de su trabajo. No se detenga, no deje que nada se interponga en su camino.

Entonces le expliqué que a veces, cuando doy clase, apago las luces y pongo un viejo casete que conservo en el que ella recita su poema: «Our Grandmothers» (Nuestras abuelas).[5] También le conté que en ocasiones vuelvo a pasar solo el verso que dice: «No me moverán...».

Ella me estrechó las manos con más fuerza, me miró a los ojos y, con voz lenta y grave, cantó:

—«Como al árbol plantado junto al río, no me moverán». —Me apretó las manos y añadió—: No se deje mover, Brené.

Fue como si ella hubiera reunido todo el valor que yo iba a necesitar a lo largo de mi vida y me lo hubiera transmitido. Rara vez se te concede el don de saber que estás viviendo un momento que formará parte esencial de lo que te define como persona. Pero yo lo supe. ¿Y qué ocurre cuando te has pasado la mayor parte de tu vida moviéndote de aquí para allá para encajar y, de repente, Maya Angelou te canta y te dice que no te dejes mover? Que aprendes a plantar tus pies firmemente en el suelo, eso es lo que ocurre. Te doblas, te estiras y creces, pero te comprometes a no moverte de tu sitio, a no alejarte de lo que eres. O, como mínimo, empiezas a intentarlo.

Seis meses después de aquel día increíble, me encontré sentada en otra antesala en Chicago. Esta vez iba a hablar en una de las mayores conferencias del mundo sobre liderazgo. Los organizadores me habían recomendado encarecidamente que llevara un «atuendo formal» y yo contemplaba mis pantalones y mis zapatos negros y me sentía como una impostora. O como si fuera a asistir a un funeral.

Estaba sentada junto a otra ponente (una mujer que se acabaría convirtiendo en una buena amiga), y ella me preguntó cómo me sentía. Le confesé que estaba nerviosísima y que no podía sacudirme la sensación de estar disfrazada. Ella me dijo que tenía un «aspecto estupendo», pero la expresión de su cara decía: «Sí, ya. Es duro. Pero ¿qué le vamos a hacer?».

Me levanté bruscamente, cogí mi maleta, que estaba colocada junto a la pared con las maletas de los demás ponentes, y me fui al baño. Al cabo de unos minutos, salí con una blusa azul marino, unos tejanos oscuros y unos zuecos. La mujer me miró y sonrió: «Impresionante», dijo. «Eres muy valiente.»

Yo no sabía si me lo decía en serio o no, pero me eché a reír. «No te creas. Es una necesidad. No puedo subirme a ese estrado y hablar de autenticidad y valor si no me siento auténtica y valiente. No puedo, literalmente. No he venido aquí para que mi yo profesional se dirija al yo profesional de los asistentes. He venido para dirigirme con el corazón a sus corazones. Esto es lo que yo soy.» Otro paso importante en el aprendizaje para encajar conmigo misma.

Volví a tropezarme con el mundo de los negocios un par de semanas más tarde. Mientras revisaba un montón de información sobre las conferencias en las que iba a participar, leí una nota de uno de los organizadores: «Hemos sabido que intervino en una conferencia el año pasado. ¡Estamos deseando que hable ante nuestros líderes! Cuando nos vimos, usted se refirió a la importancia de conocer nuestros propios valores esenciales, lo cual nos encanta. Sin embargo, también mencionó la fe como uno de sus dos valores de referencia. Dado el contexto de negocios de la conferencia, le agradeceríamos que no mencionase la fe. La valentía era el otro de sus valores principales, lo cual es fantástico. ¿Puede limitarse a hablar de ese valor?».

Sentí una opresión en el estómago y empezó a arderme la cara. Algo similar, aunque en el otro extremo, me había sucedido unos meses atrás. El organizador de una conferencia me había dicho que aunque «apreciaba mi estilo directo y campechano», preferiría que no soltara tacos, porque corría el riesgo de perder el favor de la parte más religiosa del público, que me «disculparía» pero aun así se sentiría ofendida.

«Vaya chorrada de mierda. Menuda idiotez. No voy a hacerlo. Prefiero no volver a hablar. No pienso transigir más.»

Me he pasado toda mi carrera sentada con gente que me habla de los momentos más duros y dolorosos de su vida. Después de quince años trabajando así, puedo asegurar que las historias de dolor y valentía casi siempre incluyen dos cosas: oración y maldiciones. A veces, al mismo tiempo.

Cogí las zapatillas, me las puse y salí a la calle para pensarme la respuesta mientras daba una vuelta por el barrio. Cuando doblé la última esquina antes de llegar a casa, ya había decidido lo que iba a responder a todas las propuestas de ese tipo: «Si cree que voy a adecentar la verdad o a sacar brillo a las experiencias contadas con sinceridad por la gente, se equivoca. No voy a hablar como Joe Pesci en Uno de los nuestros, pero si usted no puede tolerar que diga “cabreada” o “chorrada de mierda”, o si necesita que finja que la fe no significa nada para mí, está claro que no soy su tipo.[6] Hay montones de profesores y conferenciantes fantásticos: solo tiene que encontrar a uno que vista con formalidad, que maquille la realidad y se muerda la lengua. Pero esa no soy yo. Ya no».

No me moverán.

Cuando Steve volvió a casa, le expliqué mi última resolución; luego me senté a su lado y apoyé la cabeza en su hombro.

—Es duro —dije—. No pertenezco a ningún lugar. No encajo en ninguna parte. En todos los sitios a los que voy, soy una intrusa que infringe las normas y habla de cosas de las que no habla nadie más. No formo parte de un grupo. Y ha sido exactamente igual durante toda mi vida.

Steve no intentó levantarme el ánimo. Por el contrario, asintió y dijo que yo no acababa de encajar en ningún grupo. También me recordó que sí encajaba con él, con Ellen y Charlie, y que podía rezar y maldecir todo lo que quisiera, siempre que tuviera suficiente dinero para pagarle a Charlie por cada taco.

Yo me reí, pero noté que se me iban a saltar las lágrimas.

—He vivido durante toda mi vida al margen —le dije a Steve—. Es muy duro. A veces nuestra casa es el único sitio donde no me siento completamente sola. No tengo la sensación de estar en un camino que me resulte comprensible: no encuentro en él a nadie más. No hay nadie un poco más adelante que me diga: «Tranquila. Hay un montón de profesores, investigadores, narradores y especialistas en liderazgo que rezan y sueltan tacos. Mira, este es el prototipo».

Steve me cogió la mano y me dijo:

—Ya sé que es duro. Y que debes de sentirte sola. Tú eres más bien rara: un caso atípico en muchos sentidos. Pero fíjate: en esa gran conferencia sobre liderazgo había más de veinte ponentes y fuiste tú la más valorada. Con tus tejanos y tus zuecos. Teniendo esto en cuenta, ¿te parece que alguien encajaba allí más que tú? Tú siempre encajarás en cualquier parte si eres tú misma y hablas de ti misma y de tu trabajo de un modo auténtico.

Entonces caí en la cuenta. Ese fue el momento.

Al fin comprendí a un nivel práctico y esencial lo que había dicho Maya Angelou. Le di un beso a Steve, corrí al estudio, abrí el portátil y busqué la frase en Google. Luego volví al sofá con el portátil y se la leí a Steve:

Solo eres libre cuando comprendes que no perteneces a ningún lugar: perteneces a todos y a ninguno. El precio es elevado. La recompensa, enorme.

Fue en ese momento cuando el relato definitorio de cómo me veía a mí misma —una chica solitaria y sin brillo, mirando con impotencia el tablón de anuncios de un gimnasio para comprobar que pertenecía a alguna parte— cambió radicalmente. Había alcanzado el éxito con mi trabajo. Tenía un compañero fantástico y unos hijos fantásticos. Y, sin embargo, hasta aquel momento no me había liberado de ese relato según el cual no encajaba en mi mundo ni en mi familia de origen.

Steve percibió el cambio.

—El precio es elevado —dijo—. Pero la recompensa es ver cómo tu trabajo se difunde y se transmite con honestidad: de un modo que resulta verdadero para la gente que ha compartido su vida y sus historias contigo.

Le pregunté si él entendía realmente esa extraña dicotomía que consistía en estar solo, pero con un sentimiento de auténtica pertenencia.

—Sí, yo también me siento así constantemente. Es la paradoja de sentirse solo, pero fuerte. A veces los padres se enfadan porque no quiero recetarles antibióticos a sus hijos. Lo primero que dicen es: «Todos los demás pediatras los recetan. Iremos a ver a otro». No es fácil escuchar algo así, pero yo siempre vuelvo a la misma idea: «Me da igual si estoy solo en esto. Un antibiótico no es lo que yo creo mejor para su hijo. Y punto».

Los engranajes de mi mente empezaron a girar más aprisa. Le expliqué a Steve que aunque sentía que ahora entendía la vulnerabilidad y el valor que implica sostenerse sola, aún no lograba zafarme del deseo implícito de formar parte de algo. Yo quería un «pandilla».

—Tienes una pandilla —me dijo él—, pero es muy reducida y no todos sus miembros van a estar de acuerdo contigo ni van a actuar siempre como tú. Aunque, a decir verdad, tú detestas esa clase de pandillas.

Yo sabía que él tenía razón, pero aun así quería comprender mejor el asunto.

Finalmente, me levanté del sofá y le dije que quería profundizar en esa frase de Maya Angelou y en mis datos sobre el sentimiento de pertenencia. Su respuesta aún me hace reír:

—Ah, ya sé cómo va esto. ¿Quieres que compre algo de cena? Con gusto te haré llegar un poco de comida a tu madriguera. La última vez que te metiste en tu estudio para «profundizar» en algo que te rondaba, te pasaste allí dos años.

Conseguí la transcripción completa de aquella entrevista de Bill Moyers con Maya Angelou y leí por primera vez estos últimos comentarios:

MOYERS: ¿Siente que pertenece a algún lugar?

ANGELOU: Hasta ahora, no.

MOYERS: ¿Siente que encaja con alguien?

ANGELOU: Cada vez más. Conmigo misma, quiero decir. De lo cual me siento muy orgullosa. Me preocupa sobre todo cómo miro a Maya. Me gusta mucho Maya. Me gustan el humor y la valentía. Y cuando me sorprendo actuando de un modo que no... que no me satisface, entonces debo ocuparme de ello.[7]

Alcé la vista después de leer estas líneas y pensé: «Maya no pertenece a ningún lugar; solo pertenece a Maya. Yo no pertenezco a ninguna parte, solo a mí misma. Ahora lo pillo. Aún no lo he conseguido del todo, pero al menos estoy en ello».

Esta vez el encierro en la madriguera para investigar se prolongó cuatro años. Revisé datos antiguos, recogí otros nuevos y empecé a desarrollar la Teoría del Verdadero Sentido de Pertenencia.

Descubrí que todavía tenía mucho que aprender sobre lo que de verdad quiere decir pertenecer.