Cuenta la historia que Bill Monroe se escondía de niño en el bosque, junto a la vía férrea, en ese «trecho largo y recto del costado sur de Kentucky».[1] Bill veía caminar a lo largo de la vía a los veteranos de la Primera Guerra Mundial que volvían a casa. Aquellos soldados agotados soltaban a veces unos largos alaridos agudos y escalofriantes: unos alaridos de dolor y liberación que cortaban el aire como el aullido de una sirena.
Siempre que John Hartford, un aclamado músico y compositor, cuenta esta historia, suelta su propio alarido. En cuanto lo oyes, lo distingues claramente. Ah, vale, ese alarido. No es un animado ¡yupi! ni un gemido de dolor, sino algo a medio camino entre ambos. Es un alarido preñado de desdicha y redención. Un alarido de otro lugar y otra época. Bill Monroe acabaría siendo conocido como el padre de la música bluegrass. A lo largo de su legendaria carrera, solía decirle a la gente que ensayaba ese alarido y que «siempre había pensado que era de ahí de donde procedía su forma de cantar». Hoy en día, a ese sonido lo llamamos high lonesome, «agudo solitario».
El high lonesome es un sonido o un tipo de música dentro de la tradición del bluegrass. Sus raíces se remontan a Bill Monroe y a Roscoe Holcomb y a la región de Kentucky de donde es típico. Es una música que encuentro impresionante. Y dura. Y llena de dolor. Cuando escucho a Roscoe Holcomb cantar a capella «I’m a Man of Constant Sorrow»,[*] como si una flecha atravesara el aire, se me erizan todos los pelos de la nuca; y cuando escucho el «I’m Blue, I’m Lonesome»[*] de Bill Monroe se me pone la carne de gallina.[2], [3] Al oír ese alarido por encima de las mandolinas y los banjos, sientes el peso de aquellos alaridos de los soldados e incluso distingues vagamente el ruido de un tren lejano traqueteando a lo largo de las vías.
El arte tiene el poder de volver hermosa la tristeza, de convertir la soledad en una experiencia compartida, de transformar la desesperación en esperanza. Solo el arte es capaz de tomar el alarido solitario de un soldado que vuelve de la guerra y convertirlo en una expresión común, en una profunda experiencia colectiva. La música, igual que el arte, da voz al dolor y a nuestras emociones más desgarradoras, les confiere forma y lenguaje para que puedan ser reconocidas y compartidas. La magia del «agudo solitario» es la magia de todas las artes: la capacidad de captar el dolor y, a la vez, de liberarnos de él.
Cuando escuchamos a alguien cantar sobre su corazón desgarrado o sobre la indescriptible naturaleza de la desolación, sabemos de inmediato que no somos los únicos que sufrimos. El poder transformador del arte reside en esa capacidad de compartir. Sin una conexión o una implicación colectiva, lo que oímos es simplemente una expresión aislada de tristeza y desesperación; no hallamos en ello una liberación. Es la dimensión compartida del arte la que nos susurra: «No estás solo».
A mi modo de ver, el mundo actualmente está desgarrado y sumido en un «agudo solitario». Nos hemos segregado en facciones basadas en la política y la ideología. Nos hemos dado la espalda unos a otros y nos concentramos solo en los reproches y la rabia. Estamos solos y desunidos. Y asustados. Rematadamente asustados.
Pero en lugar de unirnos y compartir nuestras experiencias mediante canciones e historias, nos gritamos unos a otros desde una distancia cada vez mayor. En lugar de bailar y rezar juntos, nos alejamos unos de otros. En lugar de lanzar nuevas ideas, ideas audaces e innovadoras que podrían cambiarlo todo, permanecemos callados y encogidos en nuestro búnker y solo levantamos la voz en nuestra propia caja de resonancia.
Cuando reviso los más de doscientos mil datos que mi equipo y yo hemos recogido durante los últimos quince años, solo puedo llegar a la conclusión de que nuestro mundo está inmerso en una crisis espiritual colectiva. Y esto es especialmente cierto si os detenéis a pensar en el núcleo de aquella definición de «espiritualidad» de Los dones de la imperfección:
La espiritualidad es reconocer y celebrar que estamos todos inextricablemente conectados por un poder más grande que nosotros, y que nuestra conexión con ese poder y entre nosotros mismos se basa en el amor y en la compasión.[4]
Ahora mismo ni reconocemos ni celebramos nuestra inextricable conexión. Estamos separados de los demás en casi todos los aspectos de la vida. No nos relacionamos de un modo que reconozca implícitamente nuestra conexión. El cinismo y la desconfianza se han apoderado de nuestros corazones. Y en vez de seguir avanzando hacia una visión del poder como algo compartido entre la gente, estamos asistiendo a un retroceso hacia la visión opuesta, la del poder sobre la gente, característica del autócrata.
Abordar esta crisis exigirá una cantidad enorme de valor. Por el momento, la mayoría de nosotros o bien optamos por protegernos del conflicto, el malestar y la vulnerabilidad permaneciendo callados, o bien decidimos tomar partido y acabamos adoptando —lenta y paradójicamente— el comportamiento de la gente contra la que combatimos. En cualquier caso, las estrategias para proteger nuestras creencias y a nosotros mismos nos dejan desconectados, solos y asustados. Muy poca gente está intentando restaurar la conexión fuera de las fronteras trazadas por su propio bando. Encontrar el amor y el verdadero sentido de pertenencia en nuestra humanidad común exigirá una tremenda determinación. Tengo la esperanza de que esta investigación contribuya a aclarar por qué nuestra búsqueda de un verdadero sentido de pertenencia exige que nos aventuremos en un territorio realmente salvaje. Vamos a examinar varias de las razones que subyacen a esta crisis, empezando por el surgimiento de las facciones enfrentadas.
A medida que la gente busca el entorno social que prefiere, a medida que escoge el grupo con el que se siente más cómoda, la nación se vuelve más segregada en términos políticos; y el beneficio que habría de suponer contar con un abanico de opiniones diversas se pierde por el sentimiento de superioridad que caracteriza a los grupos homogéneos. Estamos presenciando los resultados: comunidades balcanizadas cuyos habitantes encuentran ideológicamente incomprensibles a los demás estadounidenses; una creciente intolerancia a las diferencias políticas que ha vuelto completamente imposible un consenso nacional; y una situación política tan polarizada que el Congreso está bloqueado y las elecciones ya no son contiendas sobre propuestas políticas, sino una enconada disyuntiva entre formas de vida enfrentadas.[5]
BILL BISHOP
Esta es una cita del libro de Bishop The Big Sort. Lo escribió en 2009, pero teniendo en cuenta el estado de nuestro país después de las elecciones de 2016 y lo que está ocurriendo alrededor del planeta, ya no debería titularlo «La gran segregación», sino «La mayor segregación de la historia».
El libro explica cómo nos hemos ido segregando geográfica, política e incluso espiritualmente en grupos de afinidad en los que silenciamos la discrepancia, nos radicalizamos en nuestras puntos de vista y consumimos solo los datos que confirman nuestras creencias, con lo que todavía resulta más fácil ignorar las pruebas que demuestran que estamos equivocados. Bishop escribe «El resultado es que actualmente vivimos en un gigantesco bucle de retroalimentación, porque nuestros propios pensamientos sobre lo que está bien y lo que está mal nos llegan rebotados a través de los programas de televisión que vemos, de los periódicos y libros que leemos, de los blogs que seguimos online, de los sermones que escuchamos y de los vecinos con los que convivimos».[6]
Esta segregación generalizada nos lleva a hacer suposiciones sobre la gente que nos rodea, lo cual a su vez alimenta la desconexión. Hace muy poco, un amigo (que obviamente no me conoce demasiado bien) me dijo que debería leer el libro de Joe Bageant Deer Hunting with Jesus.[7] Cuando le pregunté por qué, me respondió con tono desdeñoso: «Para que conozcas la parte de América que los profesores de universidad nunca han visto ni entenderán». Yo pensé: «Tú no tienes ni puñetera idea sobre mí, sobre mi familia ni mis orígenes».
Por muy rápidamente que nos estemos segregando por nuestra cuenta, las personas que nos rodean nos empujan a hacerlo aún más: así saben a qué atenerse a la hora de hablar o actuar; así pueden decidir por qué deben confiar en nosotros o por qué deben desconfiar. Mi amigo pretendía que un libro me ayudase a entender su Estados Unidos. Pero resulta que ese Estados Unidos lo conozco bien. Está lleno de gente a la que quiero. Y sin embargo, para quienes comparten los prejuicios de mi amigo, es un Estados Unidos que supuestamente desconozco y del que mucho menos puedo proceder.
Este tipo de falsa impresión probablemente la tengan la mayoría de las personas que están leyendo este libro. Las cosas, sin embargo, no son tan simples. Porque no somos tan simples. Yo soy una profesora universitaria cuyo abuelo era conductor de una carretilla elevadora en una fábrica de cerveza; y Steve es un pediatra cuya abuela, inmigrante mexicana, cosía en un taller en el centro de San Antonio.
La manera que tenemos de segregarnos por nuestra cuenta y entre unos y otros es, en el mejor de los casos, involuntaria y automática. En el peor de los casos es una forma de estereotipar que deshumaniza. Paradójicamente, a todos nos encanta este sistema prefabricado de clasificación que resulta tan práctico para caracterizar a la gente con una pincelada, pero nos molesta cuando nos lo aplican a nosotros.
En los meses siguientes a las elecciones de 2016 y a la toma de posesión presidencial, me llegaron miles de emails de los miembros de nuestra comunidad pidiendo consejo sobre cómo gestionar la discordia que no solo estaba extendiéndose por todo el país, sino entrando también en la sala de estar de muchos hogares. A diferencia de la segregación demográfica que impera en nuestro país, mi comunidad sigue siendo muy diversa, así que los emails que recibía procedían de ambos bandos. Eran mensajes de personas que explicaban que no se hablaban con su padre o su madre desde hacía semanas, o que relataban cómo una discusión sobre política social había llevado a personas a hablar sobre la posibilidad de divorciarse.
Recuerdo el momento en que la polémica alcanzó un nivel sin precedentes. Era más o menos en torno a Acción de Gracias, y el chiste que circulaba era que había que comprar cubiertos de plástico para evitar que se produjeran bajas durante las celebraciones familiares. Yo no dejaba de pensar en la novela distópica de Veronica Roth, Divergente, en la que los individuos escogen entre diferentes facciones según su personalidad.[8] El lema principal era: «La facción antes que la sangre. Más que a la familia, pertenecemos a nuestras facciones». Para echarse a temblar, sin duda. Pero todavía lo es más comprobar que esa idea ya no solo encaja con el terrorífico relato de ficción para el que originalmente fue concebida, sino que cada vez está más cerca de conformar nuestra realidad.
Alejarnos de las personas a las que conocemos y queremos por el hecho de apoyar a unos desconocidos a los que en realidad no conocemos, apenas creemos y desde luego no queremos, y que con toda seguridad no estarán ahí para acompañarnos a quimioterapia o traernos comida cuando nuestros hijos estén enfermos... ese es el lado oscuro de la segregación. La familia es precisamente el grupo que la mayoría hemos escogido para gestionar nuestra vida, no para excluirlo de ella. Aun cuando la polarización política suscitada por los últimos acontecimientos haya destapado diferencias esenciales de valores entre nosotros y nuestros seres queridos, cortar ese vínculo debería ser el último recurso: una medida que procede únicamente cuando ya han fallado las conversaciones más francas y duras y cuando los límites marcados hayan fracasado por completo.
Durante veinte años, he tenido el gran privilegio de enseñar en la Universidad de Houston. Es la universidad de investigación más diversa, desde el punto de vista racial y étnico, de Estados Unidos. Hace un par de semestres, pregunté a una clase de sesenta alumnos de posgrado —un grupo que reflejaba la asombrosa diversidad de nuestra universidad en cuestión de raza, orientación e identidad sexual y origen cultural— si sus convicciones coincidían con las creencias políticas, sociales y culturales de sus abuelos. En torno al 15 por ciento de los alumnos respondió que sí, o poco menos. Un 85 por ciento manifestó sentir incomodidad en grados diversos, desde una leve vergüenza hasta un sentimiento de mortificación, respecto a las ideas políticas de sus familiares.
Un estudiante afroamericano explicó que pensaba exactamente lo mismo que sus abuelos en casi todos los temas, salvo en el que más le importaba: no podía salir del armario ante su abuelo a pesar de que toda su familia sabía que era gay. Su abuelo, un pastor retirado, era muy cerrado sobre la cuestión de la homosexualidad. Una estudiante blanca habló de la costumbre de su padre de dirigirse a los camareros de los restaurantes mexicanos con un «¡Hola, Pancho!». Ella tenía un novio latino y decía que aquello le parecía humillante. Ahora bien, cuando pregunté a los alumnos si odiaban a sus abuelos o pensaban cortar la relación con algunos miembros de su familia por discrepancias políticas o sociales, la respuesta unánime fue no. El problema, desde luego, es más complicado.
Y aquí viene la gran pregunta: ¿no cabría pensar que toda esta segregación por creencias e ideas políticas en la que hemos incurrido debería generar una mayor interacción social? Si ideológica y geográficamente nos hemos atrincherado con personas que consideramos iguales que nosotros, ¿no significa eso que vivimos rodeados de amigos y de gente con la que nos sentimos profundamente conectados? El principio «O con nosotros o contra nosotros», ¿no debería haber creado un vínculo más estrecho entre personas afines? La respuesta a estas preguntas es un no tan resonante como sorprendente. Cuando está en auge la segregación, también lo está la soledad.[9]
Según Bishop, en 1976 menos del 25 por ciento de los estadounidenses vivía en lugares donde las elecciones presidenciales se decidían por una victoria aplastante. Dicho de otro modo, vivíamos puerta con puerta, íbamos a clase y rezábamos en la iglesia con gente que tenía creencias distintas de las nuestras. Éramos ideológicamente diversos. En cambio, en 2016, el 80 por ciento de los condados de Estados Unidos dieron una victoria aplastante a Donald Trump o a Hillary Clinton. La mayoría ya ni siquiera vivimos cerca de gente que sea tan diferente de nosotros en cuanto a ideas políticas o sociales.
Ahora comparemos estas cifras con lo que está ocurriendo en el terreno de la soledad. En 1980, aproximadamente el 20 por ciento de los estadounidenses declaraba sentirse solo. Hoy, el porcentaje es más del doble. Y no se trata solo de un problema local. Los índices de soledad están aumentando rápidamente en muchos países de mundo.
Evidentemente, escoger a nuestros amigos y vecinos afines y separarnos lo máximo posible de la gente a la que consideramos diferente no nos ha proporcionado ese profundo sentido de pertenencia que anhelamos por defecto. Si queremos entender esta paradoja, debemos comprender mejor qué significa estar solo y darnos cuenta de cómo la epidemia de soledad está afectando a nuestra forma de relacionarnos.
El investigador neurocientífico John Cacioppo, de la Universidad de Chicago, ha estado estudiando la soledad durante más de veinte años. Define la soledad como «la percepción de un aislamiento social».[10] Experimentamos la soledad cuando nos sentimos desconectados. Tal vez nos han excluido de un grupo que valoramos, o tal vez carecemos de un verdadero sentido de pertenencia. Lo que hay en el corazón de la soledad es una falta de interacción social significativa: de una relación íntima, de amistades, de reuniones familiares e incluso de conexiones con grupos de trabajo o comunitarios.
Es importante señalar que una cosa es la soledad y otra muy distinta estar solo. Estar solo o cultivar la reclusión puede ser algo poderoso y sanador. Como la introvertida que soy, valoro enormemente el tiempo que paso sola, y en ocasiones me siento mucho más sola cuando estoy rodeada de gente. En nuestra casa, a esa sensación de estar desconectado la llamamos «la solitaria».
No podría deciros cuántas veces he llamado a Steve mientras estaba de viaje y le he dicho: «Me ha entrado la solitaria». El remedio normalmente suele ser una charla rápida con él y con los niños. Podrá parecer contradictorio, pero Steve entonces suele aconsejarme: «A lo mejor necesitas pasar un rato a solas en la habitación del hotel». Para mí, ese es un remedio fantástico. No creo que haya nada más solitario que estar rodeado de gente y sentirse solo.
En nuestra familia «la solitaria» sirve para describir toda clase de cosas. No es insólito que Ellen o Charlie digan: «No me gusta ese restaurante. Me da la solitaria»; o: «¿Puede quedarse a dormir mi amiga? En su casa me entra la solitaria».
Cuando los cuatro intentamos profundizar en lo que significaba «la solitaria» para nosotros, todos coincidimos en que nos entra esa sensación en lugares en los que no parece una conexión que los vivifique. Por eso, creo que los lugares mismos, y no solo la gente, pueden albergar también esta sensación de desconexión. A veces un sitio resulta solitario porque se percibe una falta de calor en las relaciones que allí se desarrollan. Otras veces, la incapacidad de visualizarte a ti mismo en conexión con las personas que te importan en un lugar determinado hace que ese espacio resulte solitario en sí mismo.
A pesar de que hay una profunda coincidencia entre lo que yo he descubierto en mi investigación y los hallazgos de Cacioppo, solo cuando asimilé su trabajo comprendí plenamente el importante papel que juega la soledad en nuestras vidas. Él sostiene que, como miembros de una especie social, no sacamos fuerzas de nuestro férreo individualismo, sino de nuestra capacidad colectiva para planear, comunicar y trabajar juntos. Nuestra estructura neural, hormonal y genética antepone la interdependencia a la independencia. Cacioppo escribe: «Llegar a adulto en una especie social, incluida la humana, no significa volverse autónomo y solitario, sino convertirse en un miembro del grupo del que otros pueden depender.[11] Tanto si lo sabemos como si no, nuestro cerebro y nuestra biología han sido modelados para favorecer este resultado». Por supuesto que somos una especie social. Por eso es importante la conexión. Por eso la vergüenza es tan dolorosa e invalidante. Por eso estamos programados para formar parte de algo.
Cacioppo explica con detalle cómo la maquinaria biológica de nuestro cerebro nos advierte cuando nuestra capacidad para crecer y desarrollarnos se ve amenazada. El hambre es una advertencia de que nuestro nivel de azúcar está bajo y necesitamos comer. La sed nos advierte que necesitamos beber para evitar la deshidratación. El dolor nos alerta de posibles daños en nuestros tejidos. Y la soledad nos dice que necesitamos una conexión social: algo tan crucial para nuestro bienestar como la comida y el agua. «Negar que te sientes solo», afirma, «es tan absurdo como negar que tienes hambre».[12]
Y, sin embargo, negamos nuestra soledad. Como investigadora dedicada a estudiar la vergüenza, siento que vuelvo aquí a un territorio que conozco bien. Nos avergonzamos de sentirnos solos, como si sentirse solos significara que algo no nos funciona bien por dentro. Incluso nos avergonzamos cuando nuestra soledad obedece al dolor, a la pérdida o a un desengaño. Cacioppo cree que gran parte del estigma asociado a la soledad deriva de la forma en que la hemos definido y analizado durante años. Solíamos definir la soledad como una «dolencia crónica y corrosiva sin ningún rasgo positivo».[13] La soledad se consideraba equivalente a la timidez, a la depresión, al hecho de ser un marginado o un individuo antisocial, alguien con malas aptitudes sociales. Él ilustra magníficamente esta idea al observar que con frecuencia usamos el término «marginado» para describir a un delincuente o a un criminal.
Cacioppo explica que la soledad no es solamente un estado «lamentable», sino también peligroso. Los cerebros de las especies sociales han evolucionado para reaccionar ante la sensación de estar marginados, de estar fuera del grupo, adoptando el modo de supervivencia. Cuando nos sentimos aislados, desconectados y solos, intentamos protegernos. Estando en ese modo de supervivencia, queremos conectarnos, pero nuestro cerebro pone por delante de la conexión la propia preservación. Lo cual implica menos empatía, más actitud defensiva, más entumecimiento y menos capacidad para conciliar el sueño. En Más fuerte que nunca expliqué que al adoptar el modo de supervivencia del cerebro con frecuencia dramatizamos las historias que nos contamos a nosotros mismos sobre lo que ocurre: historias que muchas veces no son ciertas o que magnifican nuestros peores temores e inseguridades.[14] La soledad incontrolada alimenta su propia persistencia porque nos infunde el temor a buscar ayuda.
Para combatir la soledad debemos aprender primero a identificarla, tener la valentía suficiente como para contemplar esa experiencia peculiar como una señal de advertencia. Nuestra reacción a esa señal debería ser buscar una conexión. Lo cual no significa necesariamente apuntarse a un montón de grupos o contactar con decenas de amigos. Numerosos estudios confirman que lo importante no es la cantidad de amigos, sino la calidad de unas pocas relaciones.[15]
Si sois más o menos como yo, y os sorprendéis cuestionando la idea de que el hambre y la soledad constituyan un riesgo equivalente para la vida, permitidme que os hable del estudio que me ayudó a sintetizar todos estos datos. En un metaanálisis de estudios sobre la soledad, los investigadores Julianne Holt-Lunstad, Timothy B. Smith y J. Bradley Layton hallaron los siguientes resultados: la contaminación atmosférica aumenta tu probabilidad de morir prematuramente un 5 por ciento; la obesidad, un 20 por ciento; el consumo excesivo de alcohol, un 30 por ciento.[16] ¿Y la soledad? La soledad aumenta nuestras probabilidades de morir prematuramente un 45 por ciento.
Así pues, ¿cómo hemos acabado tan segregados y tan solos? No podemos concluir sin más que el hecho de segregarnos por nuestra cuenta sea el motivo de que nos hayamos vuelto más solitarios. No es así como funciona la investigación. No podemos dar ese salto por las buenas. Sí podemos reconocer, no obstante, que tenemos un problema en una serie de dimensiones que acaso estén relacionadas. Y debemos entenderlas todas si queremos cambiar esta situación.
Cualquier respuesta a la pregunta: «¿Cómo hemos llegado aquí?» tiene que ser compleja, sin duda. Pero si yo tuviera que señalar una variable esencial que alimenta y magnifica nuestra tendencia compulsiva a segregarnos en facciones y, al mismo tiempo, a aislarnos de una conexión real con los demás, diría que es el miedo. El miedo a la vulnerabilidad. El miedo a resultar herido. El miedo al dolor de la desconexión. El miedo a la crítica y al fracaso. El miedo al conflicto. El miedo a no dar la talla. El miedo.
Inicié mi investigación después del 11S y, como ya he escrito en otra parte, he observado cómo nos cambia el miedo. He visto cómo el miedo pisoteaba nuestras familias, nuestras organizaciones, nuestras comunidades. El tema de conversación nacional se centra en dos preguntas: «¿Qué debemos temer?» y «¿A quién debemos culpar?».
No soy una experta en terrorismo, pero he estudiado el miedo durante más de quince años y lo que puedo deciros es esto: el terrorismo es miedo de acción retardada. El objetivo primordial del terrorismo, tanto global como doméstico, es lanzar ataques que atemoricen a una comunidad tan profundamente que el miedo mismo se convierta en una forma de vida. Esta manera inconsciente de vivir alimenta a su vez tanta rabia y tantas ganas de culpar a alguien que la gente empieza a enzarzarse. El terrorismo es más efectivo que nunca cuando permitimos que el miedo arraigue entre nosotros. Entonces ya solo es cuestión de tiempo que nos dividamos, nos aislemos y nos dejemos llevar por percepciones subjetivas de carestía y escasez. Aunque la tendencia a la segregación y al aislamiento es anterior al 11S, todos los datos indican que ha aumentado significativamente en los últimos quince años.
De un modo automático, el trauma inicial y la devastación de la violencia unen a los seres humanos durante un breve período de tiempo. Si en ese período inicial de unión se nos brinda la oportunidad de hablar abiertamente de nuestro dolor y miedo colectivos —si nos acercamos unos a otros con una actitud vulnerable y afectuosa, aunque al mismo tiempo exijamos justicia y responsabilidades—, es posible que ello constituya el principio de un largo proceso curativo. Si, en cambio, lo que nos une es una combinación de odio y temor reprimido que al final desemboca en un afán de buscar culpables, entonces tenemos un problema. Cuando los líderes se apresuran a proponer un enemigo ideológico contra el que actuar todos juntos, en vez de identificar metódicamente al verdadero responsable, nos desviamos emocionalmente de la tarea de desentrañar lo que sucede en nuestros hogares y nuestras comunidades.
Las banderas ondean en los porches de todas las casas y los memes se imponen en las redes sociales; y mientras el miedo socava el terreno y se propaga como una metástasis. Lo que puede parecer un movimiento unánime es en realidad una tapadera del miedo, que entonces puede difundirse y filtrarse por las fallas geológicas de nuestro país. A medida que se consolida y se expande, el miedo ya no constituye tanto una barrera de protección como un elemento disgregador, y es así cómo se cuela por los resquicios y resquebraja nuestros cimientos sociales, ya debilitados por todas esas delicadas grietas.
Y no es solo el terrorismo global y doméstico lo que hace que arraigue el miedo. La persistente violencia aleatoria con armas de fuego, los ataques sistemáticos contra grupos específicos, la virulencia creciente de las redes sociales: todos estos fenómenos difunden oleadas de miedo que fluyen como lava ardiente por nuestras comunidades, introduciéndose por todos los rincones y arrasando los lugares más frágiles y deteriorados.
En el caso de Estados Unidos, nuestras tres grandes fallas geológicas —grietas que se han ensanchado y ahondado a causa de una deliberada negligencia y una falta de coraje colectiva— son la raza, el género y la clase. El miedo y la inseguridad generados por traumas colectivos de todo tipo han destapado esas heridas abiertas de un modo que ha resultado radicalmente divisivo pero también necesario.
Estos debates deben producirse; este malestar debe manifestarse. Aun así, aunque ya es hora de afrontar estos y otros problemas, es preciso reconocer que nuestra incapacidad para entablar con franqueza los debates complicados está impulsando la segregación y la desconexión.
¿Podemos hallar el modo de volver a encontrarnos con nosotros mismos y con los demás y, aun así, seguir luchando por aquello en lo que creemos? No y sí. No: no todo el mundo será capaz de hacer ambas cosas, sencillamente porque algunas personas seguirán creyendo que luchar por sus intereses implica negar la humanidad de los demás. Lo cual impide que establezcamos conexiones fuera de nuestros búnkeres. Yo creo, sin embargo, que la mayoría podemos construir conexiones por encima de las diferencias y luchar por nuestras ideas, siempre que estemos dispuestos a escuchar y a mostrar nuestra vulnerabilidad. Afortunadamente, solo hará falta una masa crítica de gente convencida de que, si buscamos el amor y la conexión más allá de la diferencia, todo puede cambiar. Ahora bien, si no estamos dispuestos a intentarlo, el valor de aquello por lo que luchamos quedará profundamente mermado.
Los datos que surgen de la investigación sobre el verdadero sentido de pertenencia pueden empezar a aclarar por qué estamos segregados pero solos; y quizá nos ofrezcan una nueva perspectiva sobre cómo podemos recuperar la autenticidad y la conexión. El verdadero sentido de pertenencia no tiene búnkeres. Hemos de abandonar las barricadas del instinto de supervivencia y aventurarnos en territorio salvaje.
Atrincherados en nuestros búnkeres, no hemos de preocuparnos de si somos vulnerables, o valientes, o confiados. Nos basta con seguir la línea de nuestro partido. Solo que eso no funciona. Los búnkeres ideológicos nos protegen de todo... excepto de la soledad y la desconexión. Dicho de otro modo, allí no estamos protegidos de los peores padecimientos.
En lo que queda de este libro, vamos a analizar cómo podemos recuperar la conexión humana y el verdadero sentido de pertenencia en medio de este proceso de segregación y distanciamiento. Hemos de hallar el modo de volver a encontrarnos unos con otros; si no, triunfará el miedo. Si habéis leído otros libros míos, ya sabéis que no resultará fácil. Como en todas las empresas importantes, será necesario hacernos vulnerables y estar dispuestos a anteponer el valor a la comodidad. Tendremos que aventurarnos; o, mejor dicho, tendremos que descubrir cómo convertirnos en territorio salvaje.
El «agudo solitario» puede ser un lugar bonito y poderoso si somos capaces de reconocer y compartir nuestro dolor, en lugar de infligírselo a los demás. Y si encontramos un modo de sentir la herida, en vez de propagar la herida, podremos cambiar. Yo creo en un mundo donde nos es posible crear y compartir el arte y las palabras que nos ayuden a unirnos de nuevo. Entonces, en vez de gritarnos desde lejos y de negarnos la ayuda cuando pasamos por dificultades, hallaremos el valor para apoyarnos unos a otros. Como canta Townes Van Zandt en una de mis canciones favoritas de música high lonesome, titulada «If I Needed You» [«Si te necesitara»]:
Acudiría a tu lado,
cruzaría los mares a nado
para aliviar tu dolor.[17]