Estamos sumidos en una crisis espiritual, y la clave para desarrollar una práctica de verdadera pertenencia es mantener nuestra creencia en la inextricable conexión humana. Esa conexión —el espíritu que fluye entre nosotros y cualquier otro ser humano del mundo— no es algo que pueda romperse; sin embargo, nuestra creencia en esa conexión se halla constantemente sometida a prueba y muy a menudo puede flaquear. Cuando se resquebraja esa creencia de que hay algo más grande que nosotros —algo arraigado en el amor y la compasión—, tenemos tendencia a refugiarnos en nuestros búnkeres, a odiar desde lejos, a admitir patrañas, a deshumanizar a los demás y, paradójicamente, a rehuir el territorio salvaje.
Suena contradictorio, pero nuestra creencia en la inextricable conexión humana es una de las grandes fuentes renovables de valentía en territorio salvaje. Soy capaz de defender lo que creo correcto cuando sé que, pese a las reacciones negativas y a las críticas, estoy conectada conmigo misma y con los demás de un modo que no puede quebrarse. Cuando no creemos en una conexión inquebrantable, el aislamiento del territorio salvaje resulta demasiado abrumador y nos refugiamos en nuestras facciones y nuestras cajas de resonancia.
Por difíciles que estén las cosas en el mundo actual, no es solo nuestra cultura polarizada lo que debilita nuestra creencia en la inextricable conexión humana y pone en tensión el compromiso espiritual entre nosotros. También juegan un papel los problemas y exigencias de nuestra vida cotidiana. La gente es maravillosa. Pero también puede ser muy difícil. Mi tira favorita de Peanuts es una de Linus gritando: «Yo amo a la humanidad... ¡es gente a la que puedo soportar!».[1] La vida cotidiana puede llegar a ser increíblemente dura, y la gente que nos rodea puede poner al límite nuestros nervios y nuestra capacidad de comportarnos con urbanidad.
Me encanta la enseñanza que aporta, sobre este punto, el poema de Pema Chödrön «Lousy World». En él, Chödrön utiliza las lecciones del monje budista Shantideva para crear una poderosa analogía sobre nuestra tendencia a andar siempre cabreados y decepcionados por el mundo. He partido de una grabación en vídeo, así que transcribo y edito sus palabras para convertirlas en un texto legible. Preparaos. Es algo que resulta familiar y, al mismo tiempo, incómodamente cierto.
Chödrön empieza:
Este mundo asqueroso, esta gente asquerosa, este gobierno asqueroso... todo es asqueroso... el tiempo es asqueroso... sí, asqueroso, y bla, bla, bla. Estamos cabreados. Aquí hace demasiado calor. Aquí hace demasiado frío. No me gusta este olor. La persona sentada delante es demasiado alta. Y la que tengo al lado, demasiado gorda. Y esa otra lleva perfume y yo soy alérgica... y bueno... ¡Ag!
Es como caminar descalza por una arena ardiente y cegadora, o sobre cristales rotos, o por un campo lleno de pinchos. Tienes los pies descalzos y piensas: «Esto es demasiado duro. Me duele de verdad, es terrible, demasiado cortante, demasiado doloroso... demasiado caluroso». Pero de repente se te ha ocurrido una gran idea. Allá adonde vayas, lo cubrirás todo de cuero. Así no te dolerán más los pies.
Cubrirlo todo de cuero allá adonde vayas para evitar el dolor viene a ser como decir: «Voy a librarme de ella, voy a librarme de él. Voy a regular la temperatura, voy a prohibir el perfume en el mundo, y entonces ya no habrá nada que me moleste en ninguna parte. Voy a librarme de lo que me molesta —incluidos los mosquitos— en todo el mundo, y entonces seré una persona feliz y satisfecha.
[Pausa]
Sí, ahora nos reímos, pero es lo que hacemos. Así es como vemos las cosas. Pensamos que si pudiéramos librarnos de todo, o cubrirlo de cuero, desaparecería nuestro dolor. Bueno, sí, claro, porque entonces ya no nos dañaría los pies. Es lógico, ¿no? Pero no tiene ningún sentido, en realidad. Shantideva decía: «Si simplemente te envolvieras los pies de cuero...». Dicho de otro modo, si te pusieras zapatos podrías andar sobre las arenas ardientes, los cristales y los pinchos, y no sentirías ninguna molestia. Así que la analogía es: si te trabajas la mente, en vez de intentar cambiarlo todo afuera, se te pasará el mal humor.[2]
Así pues, si amamos a la humanidad como concepto, pero la gente en general nos pone continuamente de los nervios, y no podemos cubrir de cuero todo lo que no nos gusta, ¿qué podemos hacer para cultivar y desarrollar internamente nuestra inextricable conexión humana? La respuesta que surgió de mi investigación me dejó impresionada. Participemos en momentos de alegría y dolor colectivos para poder ser de verdad testigos de la inextricable conexión humana. Las mujeres y los hombres con una práctica más intensa del verdadero sentido de pertenencia mantienen su creencia en esa inextricable conexión participando en momentos de dolor y alegría con desconocidos. Por así decirlo, debemos captar ese destello fugaz y guardárnoslo dentro. Tenemos que ver a la gente conectando entre sí y divirtiéndose junta en suficientes instancias como para convencernos de que es algo posible y verdadero para todos.
En mi investigación no estaba familiarizada con la idea de captar esos destellos de conexión humana, pero me divertí más indagando su significado y su aspecto real de lo que me he divertido con casi cualquier otro trabajo a lo largo de mi carrera. Y, a medida que fui comprendiendo cómo se manifiesta esta práctica en la vida real, descubrí que a mí se me da bastante bien, de hecho. Antes de realizar este trabajo, no sabía por qué atribuía tanto valor a esos momentos colectivos. Por qué, por ejemplo, elijo ir a una iglesia donde puedo partir el pan, dar la paz y cantar a coro con personas que no tienen las mismas convicciones que yo, y a las que a menudo tengo ganas de reprender. Por qué lloré la primera vez que llevé a mis hijos a un concierto de U2 y por qué ambos me cogieron de la mano cuando sonaron mis canciones favoritas. O por qué la canción de guerra de la Universidad de Texas me anima siempre a lanzar vítores y a alzar la mano cornuta de «¡Arriba esos cuernos!».[*] O por qué he enseñado a mis hijos que asistir a los funerales es de vital importancia y que, cuando estás allí, debes participar, tomar parte activa en cada himno, en cada oración, aunque sea en una lengua que no entiendas o en el rito de una fe que no es la tuya.
Siempre había sabido que esos momentos eran importantes para mí. Sabía que estaban relacionados con mi bienestar espiritual y que me permitían preservar mi amor a la humanidad mientras me dedicaba a una investigación que a veces puede ser dura y desoladora. Lo único que no sabía era por qué. Ahora sí lo sé. Vamos a explorar cómo son esas experiencias de alegría y dolor colectivos.
Nunca caminarás solo
Hace un par de años cliqué en un tuit de Chris Anderson, el propietario y director del TED,[*] que decía:
Cuando el fútbol = religión. Emocionante versión australiana de «Nunca caminarás solo».[3]
El enlace me llevó a un vídeo de YouTube donde aparecían noventa y cinco mil seguidores australianos del Liverpool reunidos en el Melbourne Cricket Ground para ver un partido de fútbol.[4] Vi cómo, durante dos minutos, los aficionados que abarrotaban el estadio se mecían al unísono cantando el famoso himno del club y agitando las bufandas rojas por encima de sus cabezas mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Me sorprendió descubrir que yo misma estaba haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas. Y, a juzgar por los seis millones de reproducciones del vídeo, podéis estar seguros de que no eran solo los fans del Liverpool, o los aficionados al fútbol, los que se habían sorprendido con los ojos empañados y la carne de gallina. De hecho, el primer comentario en YouTube era de un usuario apodado «Presidente de los fans del Manchester United», y es sabido que el Manchester es uno de los grandes rivales del Liverpool. El comentario decía simplemente: «RESPETO».
Más allá del equipo al que apoyemos, el poder de la alegría colectiva puede trascender esa división.
Al día siguiente, Steve y yo nos comprometimos a dedicar más tiempo a los partidos de fútbol (en su versión tejana), la música en vivo y las obras de teatro. En la era de YouTube, ya se me había empezado a olvidar cómo eran esos momentos. Y estar allí en persona es muchísimo más intenso.
Llamando a Baton Rouge
Si tenéis una edad parecida a la mía y os habéis criado en la Texas que yo conozco, seguro que estos dos nombres os provocarán una sonrisa y os traerán una oleada de recuerdos: George Strait y Garth Brooks. Cuando mis hermanas Ashley y Barrett y yo evocamos aquella época —nuestros antiguos novios, nuestros mejores y peores momentos, aquellos tejanos tan ceñidos que tenías que cerrar la cremallera con alicates, y los peinados que llegaban hasta el techo—, la banda sonora la proporcionan sin duda Garth Brooks y George Strait. Cada historia tiene su canción, y cada canción tiene su historia.
El año pasado, Steve, Ashley, Barrett, Frankie (el marido de Barrett) y yo nos reunimos con nuestros queridos amigos Rondal y Miles en San Antonio para asistir a un concierto de Garth Brooks y Trisha Yearwood. La diversión fue doble porque Rondal había trabajado con Garth durante años, así que antes del concierto tuvimos ocasión de estar con Garth y Trisha, que son tan simpáticos y campechanos como os podéis imaginar. El concierto fue increíble: nos sabíamos la letra de cada canción y, además, cualquiera que haya visto a Garth en directo puede contaros que es un tremendo showman. El mejor momento para nosotros fue cuando cantó nuestra canción favorita, «Callin’ Baton Rouge».[5] No lo sabíamos entonces, pero Rondal nos grabó en vídeo durante todo el concierto. Aún me pongo a llorar cuando lo veo.
Tres o cuatro meses más tarde, estaba en el coche con mis hermanas y mis sobrinas cuando me volví hacia Barrett y dije:
—¡Vamos a escuchar «Baton Rouge»!
Ella se echó a reír.
—«Baton Rouge» es lo más.
Mis hermanas y yo confesamos que habíamos estado escuchando esa canción en bucle desde el día del concierto. Ya antes de que se celebrara, las tres teníamos el CD que incluía la canción, pero solo después de aquel momento de alegría y conexión empezamos a escucharla tres veces al día: todos los días. ¿Qué sucedía, en realidad? Que la canción nos retrotraía a un momento memorable. Si miras el vídeo de Rondal, ves que es un momento que solo puede calificarse de puro amor: amor a la música, amor a nuestra historia juntas, amor entre nosotras. Las tres aparecemos abrazadas y cogidas de las manos, aullando la letra a pleno pulmón:
Operator, won’t you put me on through
I gotta send my love down to Baton Rouge.
¡Varitas arriba!
No es ningún secreto que soy una fan de Harry Potter. Mi hija, Ellen, creció con esos libros, y siempre estamos entre las primeras de la cola cuando lanzan un nuevo título o una película. En 2009 asistimos al estreno de Harry Potter y el príncipe mestizo.[6] Había un montón de bufandas de Gryffindor, de cicatrices pintadas en la frente con delineador y de camisetas que decían: MANTÉN LA CALMA Y LLEVA UNA VARITA MÁGICA.
Desgraciadamente, hacia el final de la película matan a nuestro sabio y leal Dumbledore. Hay una escena en la que Harry se inclina sobre su cuerpo, sollozando. Dumbledore era el director de la escuela Hogwarts y constituía para Harry una figura paterna, un mentor y un protector. Aun cuando no hayas leído los libros ni visto las otras películas, reconoces la escena: el joven protagonista pierde a alguien que era como un padre para él. Es un episodio central en la trama de muchas grandes historias y una parte esencial de lo que Joseph Campbell llamaba «el Viaje del Héroe».[7]
Mientras una multitud de alumnos y profesores se agolpa en torno al cuerpo de Dumbledore y Harry posa una mano sobre su pecho, todavía llorando, aparece en el cielo oscuro un rostro maligno. Es la cara de Voldemort, el responsable de su muerte. Entonces, la gran amiga y compañera de Dumbledore, la profesora McGonagall, brillantemente interpretada por Maggie Smith, coge su varita y la levanta hacia el cielo. De la punta de la varita sale un fogonazo de luz. Uno a uno, los alumnos y los profesores levantan sus varitas para crear una constelación de luz que se impone sobre el cielo oscuro y amenazador.
En ese momento, en un cine de Houston, a una distancia sideral de la Escuela Hogwarts de Magia y Hechicería, miré alrededor y vi a doscientos desconocidos, la mayoría con lágrimas en los ojos, alzando las manos en el aire y apuntando sus varitas imaginarias hacia el cielo. ¿Por qué? Porque creemos en la luz. Sí, sabemos que Harry no es real, pero también sabemos que la luz colectiva sí es real. Y poderosa. Y frente al odio, el fanatismo y la crueldad, y todo lo que representaba ese cielo oscuro, nos sentimos mucho más fuertes todos juntos.
La gente de la FM 1960
Recuerdo muy bien dónde estaba el 28 de enero de 1986. Estaba en Houston, conduciendo por la FM 1960, una autovía de cuatro carriles situada cerca del suburbio de Klein, donde vivía cuando estudiaba la secundaria. Al atravesar una intersección, vi que los coches se detenían bruscamente en la cuneta. Algunos, de hecho, pararon justo en medio de su carril. Mi primer pensamiento fue que debía de venir un coche de bomberos o una ambulancia por detrás de nosotros. Reduje la velocidad, pero aunque miré una y otra vez —por el retrovisor, por el espejo lateral, estirando el cuello para atisbar hacia atrás— no vi las luces de ningún vehículo de emergencias.
Al pasar lentamente junto a un camión parado en la cuneta, eché un vistazo a la cabina y vi a un hombre inclinado sobre el volante y que se tapaba la cara con las manos. Inmediatamente pensé: «Estamos en guerra». Paré delante de él y encendí la radio justo a tiempo para oír la noticia: «El transbordador espacial Challenger ha vuelto a explotar».
No. No. No. Empecé a llorar. Vi a más gente parando. Algunos incluso se bajaban de los coches. Era como si, en su desesperación, todos quisieran compartir la tragedia con otras personas: no tener que asimilarla solos.
Para nosotros, en Houston, la NASA no solo constituye una referencia de la exploración espacial: es donde trabajan nuestros amigos y nuestros vecinos. Son de los nuestros. Christa McAuliffe iba a ser la primera profesora que subía al espacio. Los profesores de todas partes son de los nuestros.
Tras cinco o diez minutos, la gente se puso otra vez en marcha. Pero ahora, a medida que se reincorporaban a la circulación, iban con los faros encendidos. Nadie había dicho en la radio: «Enciendan los faros si están conduciendo». De algún modo, sabíamos instintivamente que todos formábamos parte de aquella procesión de dolor. Yo no conocía a esas personas ni tan siquiera hablé con ellas, pero si me preguntáis dónde estaba cuando se produjo el desastre del Challenger, os diré: «Estaba con mi gente, la gente de la FM 1960, cuando ocurrió la tragedia».
Elegimos el amor
Nuestros hijos iban a primero de primaria. Los hijos de muchas de aquellas personas iban a primero de primaria. El dolor, el horror y el miedo eran inconmensurables. Nos reunimos sin otro objetivo que estar juntos. No lo hicimos para entender lo que había ocurrido en aquel colegio tan alejado del nuestro, porque nunca íbamos a querer entenderlo. Permanecimos sentados llorando en silencio: un pequeño grupo formado por madres del barrio, algunos amigos y algunos desconocidos: todos movidos por el deseo de estar juntos. Fue el 15 de diciembre de 2012, un día después de que Adam Lanza, de veinte años, matara a tiros a veinte niños de entre seis y siete años, así como a seis empleados adultos, en la escuela de primaria Sandy Hook de Newtown, Connecticut.
Recuerdo que pensé: «Tal vez si todas las madres del mundo nos arrastráramos a gatas, como haciendo penitencia, hacia esos padres de Newtown, podríamos quitarles una parte de su dolor. Diseminaríamos su dolor por todos nuestros corazones. Yo lo haría. ¿No podemos encontrar un modo de sostener una parte por ellos? Yo cargaría con la mía. Aunque ello añada tristeza a todos los días de mi vida».
Mis amigos y yo no nos apresuramos aquel día a iniciar una recolecta. No irrumpimos en el despacho del director del colegio de nuestros hijos para exigir más medidas de seguridad. No llamamos a los políticos ni colgamos mensajes en Facebook. Todas esas cosas las haríamos en los días siguientes. Pero justo al día siguiente de la masacre, permanecimos juntos sin que nada —salvo algún sollozo ocasional— rompiera el silencio. Volcarnos en nuestro dolor y temor compartidos nos reconfortó.
Quedarnos solos en medio de un trauma ampliamente difundido, pasarnos horas interminables viendo los informativos o leyendo los innumerables artículos de internet, esa es la forma más segura de que la angustia y el miedo se cuelen de puntillas en nuestro corazón y planten las raíces del estrés traumático secundario. Aquel día, justo después de la matanza, yo preferí llorar en compañía de mis amigos; y luego me fui a la iglesia a llorar con desconocidos.
No habría podido saber entonces que en 2017 intervendría con una charla en una recolecta de fondos para el Centro de Resiliencia de Newtown y pasaría un tiempo con un grupo de padres cuyos hijos habían muerto en la tragedia de Sandy Hook. Lo que he descubierto a través de mi trabajo y lo que escuché esa noche en Newtown me deja una cosa clara: muchos de nosotros no sabemos compartir el dolor con los demás. Peor: nuestra incomodidad se transmite de formas diversas que pueden herir a la gente y reforzar su aislamiento. Yo he empezado a creer que juntarse con desconocidos para llorar es algo que podría salvar al mundo.
Actualmente hay un cartel que te da la bienvenida a Newtown: SOMOS SANDY HOOK. ELEGIMOS EL AMOR. Aquel día, cuando me senté a llorar con otras madres del barrio, no sabía bien lo que hacíamos ni por qué. Ahora estoy segura de que estábamos escogiendo el amor a nuestra modesta manera.
Todos estos ejemplos de alegría y dolor colectivos constituyen experiencias sagradas. Son tan profundamente humanas que atraviesan toda diferencia que tengamos y acceden a nuestra naturaleza innata. Estas experiencias nos enseñan lo que es cierto y posible sobre el espíritu humano. Necesitamos estos momentos con desconocidos a modo de recordatorio: por mucho que nos desagrade alguien en Facebook e incluso en persona, estamos inextricablemente conectados. Y no tiene por qué tratarse de un gran momento con millares de desconocidos. Es posible que una conversación con un compañero de fila en un vuelo de dos horas sirva para recordarnos esa inextricable conexión.
El problema es que no participamos en suficientes experiencias de este tipo. Es indudable que las necesitamos. Pero involucrarse en esos momentos de alegría y dolor compartido supone exponer nuestra vulnerabilidad. Por eso tenemos tendencia a acorazarnos. Metemos las manos en los bolsillos durante el concierto, ponemos los ojos en blanco en la pista de baile o nos refugiamos en nuestros auriculares en un tren, en lugar de ponernos a charlar con alguien.
Necesitamos captar esos destellos humanos momentáneos y dar gracias por ellos. Y la razón es bien sencilla: salid al terreno de juego en Melbourne y pedidle al público que deje de corear el himno del Liverpool y empiece a hablar del Brexit; veréis la que se arma. O bien encended las luces del cine y pedid a los fans de Harry Potter y a sus padres que se pongan a discutir sobre los pros y los contras de las escuelas públicas, las escuelas privadas y la enseñanza en el hogar: hasta Voldemort, en comparación, os parecerá simpático.
Si reunierais a los hombres y mujeres de la FM 1960 fuera del contexto de la tragedia del Challenger y les preguntarais si el Gobierno debería invertir más dinero en defensa, en programas sociales o en la exploración del espacio, ¿creéis que veríais muchos abrazos al azar y muchas palmaditas espontáneas en la espalda? Convertid el concierto de Garth Brooks en un mitin político y lo más probable es que veáis cómo se transforman las canciones en un concurso de gritos. Todas estas situaciones no harán más que alimentar la desconexión y reforzar el prejuicio de que no tenemos nada en común.
Por el contario, cuanto más dispuestos estamos a buscar momentos de alegría colectiva y a participar en experiencias de dolor colectivo —de verdad, en persona, no online— más difícil nos resulta negar nuestra conexión humana, incluso con personas con las que quizá no estamos de acuerdo. Los momentos de emoción colectiva no solo nos recuerdan lo que puede darse entre la gente: también nos recuerdan lo que es cierto sobre el espíritu humano.
Estamos programados para la conexión. Pero lo esencial es que, cuando se presenta la ocasión, esta debe ser real.
El sociólogo francés Émile Durkheim introdujo la expresión «efervescencia colectiva» en su libro de 1912 Las formas elementales de la vida religiosa.[8] Durkheim estaba investigando lo que describió originalmente como un tipo de magia que había presenciado en las ceremonias religiosas. Según explicaba, esa efervescencia colectiva es una experiencia de conexión, de emoción comunal, e implica un «sentimiento de lo sagrado» que se produce cuando formamos parte de algo más grande que nosotros mismos. Durkheim sostenía también que durante estas experiencias de efervescencia colectiva nuestro foco de atención se desplaza del yo al grupo.
Los investigadores Shira Gabriel, Jennifer Valenti, Kristin Naragon-Gainey y Ariana Young desarrollaron y verificaron recientemente un instrumento para medir cómo nos afectan las experiencias de «agrupación colectiva» (el término que utilizan para describirlas).[9] Lo que descubrieron es que estas experiencias contribuyen a generar una vida caracterizada por «una sensación de sentido, un afecto más positivo, una mayor sensación de conexión social y un menor sentimiento de soledad: componentes esenciales de una vida sana y feliz».[10]
En su artículo de 2017, escriben: «Estos resultados son congruentes con la idea de que la agrupación colectiva es algo más que una serie de personas que se reúnen para distraerse viendo un partido, un concierto o una obra de teatro: es una oportunidad para sentirse conectado con algo más grande que uno mismo; es una oportunidad para experimentar alegría, conexión social, sentido y paz.[11] La agrupación colectiva ha formado parte desde hace mucho de la experiencia humana, y la investigación actual empieza a cuantificar sus importantes beneficios psicológicos». Y, según parece, tiene un efecto duradero; es decir, conservamos el sentimiento de conexión social y de bienestar una vez transcurrido ese evento colectivo.
Me encantó saber que la investigadora que dirigió el estudio, Shira Gabriel, había descubierto la efervescencia colectiva en sus años de universidad a través de sus propias experiencias como seguidora del grupo Phish. Mi hermano menor es un fan de los Grateful Dead que también seguía a los Phish, así que conecté de lleno con su historia. Gabriel y su equipo han estudiado por qué los disfraces, las peregrinaciones y los días festivos jugaban un papel tan importante en las culturas religiosas primitivas, y por qué todavía hoy nos sigue gustando tanto reunirnos en manifestaciones, encuentros deportivos y conciertos. Queremos más sentido y un nivel mayor de conexión en nuestras vidas.
En las entrevistas con los participantes de nuestra investigación, la música se reveló como uno de los aglutinadores más poderosos de la alegría y el dolor colectivos. Con frecuencia es un elemento central en las reuniones espirituales, celebraciones, funerales y movimientos de protesta. Desde 2012, cuando me tocó dirigirme a un público de miles de personas, en la World Domination Summit de Portland, para corear una canción de Journey, nunca me ha cabido la menor duda de que la música es la forma más poderosa de alegría colectiva. Aún recibo emails de gente que estaba allí aquel día. Uno de los más recientes reflejaba los sentimientos compartidos por la mayoría de personas que contactaron conmigo más tarde: «He tratado de explicar lo que fue estar allí ese día, pero es imposible poner la experiencia en palabras. Fue algo mágico».
Solo la santidad hará que la gente escuche ahora. Y el trabajo de la santidad no tiene que ver con la perfección o la bondad; tiene que ver con el sentido de pertenencia, con ese sentimiento de encontrarse en la Presencia y, a través de ese sentimiento, con el dulce magnetismo de implicar a otros en la Presencia... No se trata de forjar una relación con un Dios distante, sino de la constatación de que ya estamos con Dios.[12]
JOHN O’DONOHUE
Recientemente me encontré en la sala anexa de la iglesia de un pueblo de Texas, en el funeral del padre de mi buena amiga Laura. En aquella sala no había pianos ni miembros del coro, solo unos centenares de personas en sillas plegables siguiendo, a través de una pantalla de ordenador y un proyector, los elogios fúnebres pronunciados en la iglesia principal. Cuando nos pidieron que nos pusiéramos en pie y cantáramos «How Great Thou Art», uno de los himnos favoritos del difunto (y también mío), yo no estaba segura de que doscientos desconocidos fueran a ser capaces de cantar el viejo himno a capella, sin ningún acompañamiento. Pero lo hicimos, y fue una experiencia de santidad conmovedora.[13]
El padre de Laura era uno de esos grandes personajes de pueblo que se llevaba bien con absolutamente todo el mundo. Lo único que pensé en ese momento fue: «Le habrían encantando nuestras voces embarulladas y nuestro corazón henchido de música». El neurólogo Oliver Sacks escribe: «La música, de un modo único entre todas las artes, es al mismo tiempo totalmente abstracta y profundamente emotiva... La música puede llegar al corazón directamente, sin ninguna mediación...».[14]
Los funerales, de hecho, están entre los ejemplos más potentes de dolor colectivo. Forman una parte destacada de un sorprendente hallazgo de mi investigación sobre la confianza. Cuando pedí a los participantes que señalaran entre tres y cinco actos concretos de sus amigos, familiares y colegas que contribuyeran a aumentar la confianza que sentían en ellos, la asistencia a los funerales aparecía siempre entre las tres primeras respuestas. Los funerales son importantes. Asistir es importante. Y no solo son importantes para los dolientes, sino también para todos los que están allí. El dolor colectivo (y a veces la alegría) que experimentamos al reunirnos, del modo que sea, para conmemorar el fin de una vida constituye quizá una de las experiencias más poderosas de nuestra inextricable conexión. La muerte, la pérdida y el dolor son grandes ecualizadores.
Mi tía Betty murió mientras yo estaba escribiendo este libro. Cuando pienso en ella pienso en risas, en acampadas, en baños en el río Nueces, en las visitas a su rancho en Hondo, Texas, y en nuestro tácito acuerdo de no hablar nunca de política. También me acuerdo de cuando yo tenía unos siete años y le rogué que me dejara entrar en la «sala de juegos» donde los padres, los abuelos y los primos mayores gritaban, fumaban, reían y soltaban maldiciones mientras jugaban al Rook (el juego de cartas favorito en nuestra familia). Yo estaba confinada en el «cuarto de los niños», lo cual era aburridísimo. Ella me cogió de las mejillas y me dijo: «No te puedo dejar entrar. Y además, créeme, es mejor que no veas lo que pasa ahí dentro. No es nada bonito».
Siguiendo los deseos de Betty, en lugar de celebrar un funeral, organizamos una barbacoa familiar en el jardín trasero de mi primo Danny. Ella solo quería que nos lo pasáramos bien todos juntos. Danny dirigió la oración y luego todos contamos historias divertidas y Nathan tocó la guitarra mientras Diana cantaba el «Ave María». La temperatura era de 32 grados en la región de Texas Hill Country y apenas oías las voces y la música por encima del estridente canto de las cigarras. Yo no dejaba de pensar: «Esto es exactamente lo que significa ser humano».
Esa humanidad trasciende todas las diferencias que nos separan. En el precioso libro de Sheryl Sandberg y Adam Grant sobre el dolor y el coraje, Opción B, de 2017, Sandberg cuenta una desgarradora y sentida historia sobre el dolor colectivo. Su marido, David, murió repentinamente mientras estaban de vacaciones. Sus hijos cursaban entonces segundo y cuarto de primaria. «Cuando llegamos al cementerio», escribe, «mis hijos se bajaron del coche y se tiraron al suelo, incapaces de dar otro paso. Yo me tendí sobre la hierba y los abracé mientras lloraban. Sus primos vinieron y se tumbaron con nosotros, todos ellos apretujados en un gran montón sollozante, rodeados de brazos adultos que intentaban consolarlos en vano».[15]
Sandberg les dijo a los niños: «Este es el segundo peor momento de nuestras vidas. Hemos superado el primero y este también lo superaremos. A partir de ahora las cosas solo pueden mejorar». Entonces empezó a cantar una canción que conocía desde niña, «Oseh Shalom», una oración por la paz. «No recuerdo por qué decidí cantar ni cómo escogí esa canción», escribe. «Más adelante descubrí que es la última línea del Kadish, la oración judía por los muertos, lo que tal vez explica por qué me salió en aquel momento. Todos los adultos se sumaron al canto enseguida, y luego los niños también, y los llantos se interrumpieron.»
Estar dispuestos a vivir una experiencia de dolor colectivo no nos libra del dolor o de la pena; es poner en práctica un ministerio de la presencia. Estos momentos nos recuerdan que no estamos solos en nuestra oscuridad y que nuestro corazón destrozado se halla conectado con todos los corazones que han conocido el dolor desde el principio de los tiempos.
Recuerdo que me salió una ronca risotada la primera vez que vi en el sofá de mi amiga un cojín con un rótulo que decía: «SI NO TIENES NADA AGRADABLE QUE DECIR, SIÉNTATE A MI LADO».[16] Permitidme que me quite unos instantes el uniforme de investigadora-que-pretende-ser-buena-persona y que plantee un par de preguntas sinceras. ¿Existe una forma más rápida y sencilla de congeniar con un extraño que ponerse a echar pestes de un conocido de ambos? ¿Hay algo mejor que la sensación de sentarse con alguien y ponerse a cotillear en plan sarcástico y criticón? Por supuesto, en ambos casos luego me queda una sensación de mierda. Pero seamos sinceros sobre lo maravillosamente que te sientes en el momento mismo, justo mientras lo estás haciendo. Es una forma tentadora, fiable y superfácil de conectar con casi todo el mundo. Y, por el amor de Dios, puede llegar a ser divertidísimo.
Pero veamos la otra cara de ese cojín. La conexión que forjamos al juzgar y burlarnos de otros no constituye una conexión real, como en los ejemplos que he expuesto antes. Y en cambio, por desgracia, el dolor que causa sí es un dolor real. Una conexión creada a base de comentarios mordaces tiene tanto valor como la mordacidad misma: nada.
Cuando estaba haciendo entrevistas para mi investigación sobre la vergüenza, muchos de los participantes hablaban del dolor de oír por causalidad a la gente hablando de ellos, o de la vergüenza de enterarse de que eran objeto de cotilleos. Era algo tan desgarrador que empecé a aplicar una política de cero cotilleos. Al principio estaba muy sola, maldita sea. Pero también resultó dolorosamente educativo. En cuestión de semanas me di cuenta de que, en muchas de mis relaciones, lo que yo consideraba una verdadera amistad se basaba completamente en hablar de otras personas. Y, una vez suprimida esa parte, no teníamos nada en común, nada de qué hablar.
Si ampliamos el foco y pasamos de nuestra vida personal al ámbito de la cultura política e ideológica en el que vivimos hoy en día, yo diría que la gente con la que nos sentamos sobre esos cojines de mordacidad y sarcasmo no suele ser gente con la que nos sentimos inextricablemente conectados o con la que compartimos un profundo sentimiento de comunidad. Lo que pasa, simplemente, es hemos empezado a relacionarnos con gente que odia a las mismas personas que nosotros. Eso, lejos de constituir una conexión, corresponde al esquema de «o con nosotros o contra nosotros». Es la intimidad del enemigo común. Casi no te conozco, y tampoco estoy comprometido en nuestra relación, pero me gusta que odiemos a la misma gente y que sintamos desprecio por las mismas ideas.
La intimidad del enemigo común es una falsa conexión y lo contrario del verdadero sentido de pertenencia. Si el vínculo que compartimos con otras personas es simplemente el odio que sentimos hacia la misma gente, la intimidad que experimentamos con frecuencia puede ser intensa e inmediatamente gratificante, una vía fácil para descargar indignación y dolor. Pero no constituye el combustible de una verdadera conexión. Es más bien un combustible que arde con fuerza y rapidez y deja un rastro de emoción contaminada. Y si vivimos con un mínimo nivel de autoconciencia, es el tipo de intimidad que nos deja con los intensos remordimientos de una resaca moral. ¿De veras he participado en ese tipo de intimidad? ¿Acaso avanzamos así? ¿Me estoy entregando exactamente al mismo tipo de conducta que encuentro execrable en los demás?
Soy consciente de que vivimos tiempos llenos de incertidumbre y amenazas. Con frecuencia me dan ganas de refugiarme en la seguridad de un grupo. Pero eso no funciona. Aunque nos encontremos todos reunidos en los mismos búnkeres políticos e ideológicos, seguimos estando solos ahí dentro. Y, lo que es peor, nos pasamos el tiempo vigilándonos a nosotros mismos. La amenaza latente de sufrir represalias si emitimos una opinión o una idea que ponga en cuestión a nuestros compañeros de búnker nos mantiene en un estado de constante ansiedad. Cuando todo lo que nos une es aquello en lo que creemos, y no lo que somos, cambiar de opinión o cuestionar la ideología colectiva puede resultar arriesgado.
Cuando un grupo o una comunidad no toleran el desacuerdo o la discrepancia, renuncia a toda experiencia de conexión inextricable. No hay verdadero sentido de pertenencia: solo el pacto tácito de odiar a la misma gente. Lo cual alimenta nuestra crisis espiritual de desconexión.
Así pues, por profundamente que nos afecten las experiencias colectivas, está claro que no todas ellas son de la misma naturaleza. Cuando un grupo se forma en detrimento de otros —por ejemplo, para menospreciar o denigrar a otras personas o grupos de personas—, este no sirve para curar la crisis espiritual de desconexión. Todo lo contrario, de hecho; tiende a alimentarla. No es auténtica alegría colectiva si se produce a expensas de otros, y no es verdadero dolor colectivo si, a su vez, causa dolor a otros. Cuando los fanáticos del fútbol corean insultos racistas contra los jugadores o cuando la gente se reúne llena de odio por cualquier motivo, la práctica del verdadero sentido de pertenencia y de la inextricable conexión queda inmediatamente invalidada y arruinada.
Cuando pregunté a los participantes de la investigación por las marchas y concentraciones de protesta como experiencias de alegría y/o dolor colectivos, las respuestas fueron las mismas que cuando pregunté acerca de las ceremonias religiosas: «Depende de la experiencia». A medida que indagué para entender mejor por qué algunas servían y otras no, volvieron a surgir las líneas divisorias que se dibujan en torno a la intimidad de un enemigo común: la deshumanización y la cosificación niegan la alegría y el dolor colectivos. Una mujer de cuarenta y tantos explicó: «Yo puedo ir a la iglesia y tener una experiencia absolutamente maravillosa de conexión espiritual. Me siento parte de algo que trasciende la diferencia. También puedo ir a la iglesia y salir furiosa si el sacerdote usa la homilía como plataforma para hablar de política y respaldar a un candidato. Lo cual se está volviendo cada vez más común. Llegará un momento que no valdrá la pena volver a la iglesia».
Mi hija y yo participamos en 2017 en la Marcha de Mujeres de Washington. Para mí, algunos momentos fueron de alegría y dolor auténtico; otros, en cambio, quedaban fuera de ese tipo de experiencia. Por un desafortunado viaje en Uber, nos vimos atrapadas en algunos de los absurdos y alarmantes destrozos que se produjeron en torno a la marcha y en las consiguientes cargas de la policía antidisturbios. Lo cual dio lugar inmediatamente a que dos jóvenes con sombreros de Trump gritaran: «¡Que os jodan, izquierdosas!» a un grupo de jóvenes que simplemente estaban caminando por la calle con sus camisetas feministas.
En aquel recorrido de una sola manzana hallamos pruebas tangibles de que los extremistas de ambos bandos del espectro político tienen más rasgos en común entre sí que con la mayoría de los integrantes de sus grupos. Unos y otros aprovechan cualquier ocasión para desahogar sus sentimientos —negados, pero supurantes— de miedo y dolor, de insignificancia e impotencia. Esas emociones no deben negarse; y cuando las volcamos sobre los demás pueden resultar peligrosas.
La mayoría de los oradores de la marcha generaron momentos de unidad, pero algunos explotaron la emoción general con recursos muy similares a los de la gente contra la que nos estábamos manifestando, con comentarios deshumanizadores incluidos. Lo que me pareció interesante fue que casi podías percibir como se desplazaba la energía desde la multitud hacia el orador en los momentos que nos llevaban de «¡Esto es lo que podemos hacer!» o «¡Esto es lo que pensamos!» a «¡Estas son las cosas o las personas que odiamos!». La energía pasaba entonces del poder de la gente al lucimiento del orador.
La agrupación colectiva satisface el anhelo humano primitivo de una experiencia social compartida. Debemos estar atentos, sin embargo, a las ocasiones en que esos anhelos son explotados y manipulados con propósitos distintos del de alcanzar una auténtica conexión. Una forma de agrupación colectiva puede empezar a curar las heridas de una comunidad traumatizada; otra forma puede provocar el trauma en esa misma comunidad. Cuando nos unimos todos para compartir la alegría, la esperanza y el dolor auténticos, disolvemos ese cinismo generalizado que con frecuencia camufla nuestra mejor naturaleza. Cuando nos unimos bajo la falsa bandera de la intimidad generada por tener un enemigo común, fomentamos el cinismo y vemos mermada nuestra dignidad colectiva.
En nuestros esfuerzos para crear más ocasiones de alegría y dolor compartidos, ¿pueden jugar las redes sociales un papel positivo, o solo son ya un reducto reservado al odio y a las fotografías de mascotas? ¿Pueden las redes sociales ayudarnos a desarrollar relaciones reales y un verdadero sentido de pertenencia, o más bien se erigen siempre en un obstáculo? Estas son preguntas con las que todos nos debatimos actualmente.
Hay días en los que me encantan las redes sociales en todos sus aspectos, desde la rápida y poderosa justicia que pueden aportar hasta la interminable serie de imágenes de cupcakes decoradas para parecer suculentas. Otros días, en cambio, estoy convencida de que Facebook, Twitter e Instagram existen exclusivamente para cabrearme, herir mis sentimientos, recordarme mis defectos y brindar una plataforma a gente peligrosa.
He llegado a la conclusión de que nuestra forma de involucrarnos en las redes sociales es como el fuego: puedes usarlo para calentarte y alimentarte, o puedes acabar incendiando el granero. Todo depende de tus intenciones, de tus expectativas y de tu capacidad para percibir la realidad.
Al empezar a indagar sobre este tema con los participantes de la investigación, observé muy pocas dudas. Quedaba claro que la conexión cara a cara es obligada en nuestra práctica del verdadero sentido de pertenencia. Y la importancia otorgada al contacto cara a cara no se limita a los participantes de mi investigación; otros estudios llevados a cabo en todo el mundo confirman estas mismas conclusiones. Las redes sociales son útiles para cultivar la conexión únicamente en la medida en la que se empleen para crear una comunidad real con estructura, propósito, sentido y algún contacto cara a cara.
Una de las investigadoras más respetadas en esta área es Susan Pinker. En su libro The Village Effect: How Faceto-Face Contact Can Make Us Healthier and Happier, Pinker escribe: «En un breve período evolutivo, hemos dejado de ser primates gregarios avezados en interpretar nuestros respectivos gestos e intenciones para convertirnos en una especie solitaria, en la que cada uno está absorto en su propia pantalla».[17] Basándose en estudios de distintos campos, Pinker llega a la conclusión de que no hay nada que pueda suplir las relaciones personales directas. Está demostrado que esas relaciones estimulan nuestro sistema inmunitario, generan hormonas positivas en la sangre y en el cerebro y contribuyen a que vivamos más tiempo. Pinker añade: «A esta construcción yo la llamo “tu aldea”, y desarrollarla es una cuestión de vida o muerte».[18]
Cuando dice «de vida o muerte», no bromea. Porque resulta que todo lo que ha descubierto complementa lo que hemos leído acerca de la soledad: la interacción social hace que tengamos una vida más larga y más sana. Con mucha diferencia. Pinker escribe: «De hecho, descuidar el contacto estrecho con la gente que es importante para ti resulta al menos tan peligroso para tu salud como el hábito de fumar un paquete al día, la hipertensión o la obesidad».
La buena noticia es que ese contacto no tiene por qué ser una interacción estrecha y prolongada, aunque eso tampoco venga mal. Ya solo el hecho de mirarse a los ojos, estrecharse la mano o chocar esos cinco disminuye tu nivel de cortisona y aumenta la liberación de dopamina, lo cual reduce tu estrés y te proporciona un estímulo químico. Pinker escribe: «La investigación muestra que jugar a cartas una vez a la semana, o quedar todos los miércoles por la noche en Starbucks con unos amigos, añade tantos años a nuestra vida como tomar betabloqueantes o dejar el hábito de fumar un paquete diario».[19]
Las redes sociales son fantásticas para la generación de comunidades, pero para practicar un verdadero sentido de pertenencia, una conexión real y una empatía de verdad es necesario reunirse con gente real en un espacio y un tiempo real. Tengo un ejemplo de esto sacado de mi propia vida.
¿Os acordáis de Eleanor, mi amiga de la época que mi familia pasó en Nueva Orleans? Como he contado en el primer capítulo, era mi mejor amiga, mi amiga del alma. Nos habíamos conocido a los cinco años. Las primeras mejores amigas son, en realidad, los primeros amores de verdad. Ella era mía y yo era suya. Durante años fuimos inseparables. Cada día, al ir y volver del colegio, cruzábamos en bicicleta el campus de la Universidad de Tulane y a veces parábamos a comprar un helado o nos colábamos en Der Rathskeller, en el sindicato de estudiantes, y nos tomábamos un refresco.
Teníamos una coreografía entera, moviendo los labios y todo, para la canción «Band on the Run» de Paul McCartney y los Wings.[20] Hacíamos el payaso durante la misa y nos enorgullecíamos de que nunca nos pillaran. Un día nos colamos en la parte trasera del Newman Center, donde solíamos ir a misa en una «iglesia hippy», como la llamábamos cariñosamente, y nos comimos un puñado de obleas de la comunión. Estábamos convencidas de que iríamos directas al infierno, pero por lo menos estaríamos juntas. Ambas procedíamos de familias numerosas, así que nos encantaba escabullirnos del alboroto saliendo en bici a hacer travesuras.
Como ya he contado, cuando yo hacía cuarto de primaria mi padre fue trasladado de Nueva Orleans a Houston. Eleanor y yo estábamos destrozadas. Hicimos un pacto para pensar en positivo y visitarnos cuando pudiéramos. Antes de hacer la mudanza, mis padres nos sacaron del colegio durante una semana a los cuatro hermanos y nos dejaron con mi abuela en San Antonio, mientras ellos buscaban casa en Houston. Yo tenía nueve años; Jason, cinco, y las gemelas, uno.
Solo llevábamos un día en casa de mi abuela cuando ambas gemelas pillaron un virus estomacal. Luego me puse enferma yo. Y luego mi hermano. Cuando mis padres llamaron desde Houston, la abuela les dijo que no se preocuparan e insistió en que podía arreglárselas sola. Después de dos días, de cinco viajes a la lavandería y de cuatro litros de sopa de pollo, todo el mundo había mejorado. Salvo yo. Yo había empeorado. Al final, me puse tan mal que mi abuela les dijo a mis padres que volvieran.
A las veinticuatro horas, me operaron de urgencias por una apendicitis con ruptura y gangrena. Mi abuela no tenía forma de saberlo; era simplemente una tormenta perfecta con síntomas casi idénticos. Los problemas se multiplicaron enseguida. No quedó muy claro si el cirujano al que habían llamado para la operación de urgencia estaba del todo sobrio, pero el caso es que enseguida se produjeron complicaciones postoperatorias. Al final mis padres, «contra el consejo de los médicos», me sacaron en mitad de la noche y me llevaron a otro hospital, donde pasé dos semanas recuperándome. Entonces mis padres me dejaron en Texas con mi abuela, mientras ellos iban a sacarlo todo de la casa de Nueva Orleans.
No volví a ver a Eleanor.
A principios de 2009, sin embargo, la encontré en Facebook. Le envié un mensaje y, en cuestión de minutos, volvimos a conectar (¡gracias, Facebook!). Desde entonces nuestras familias se han reunido a menudo; yo he mantenido una relación estrecha con sus hijos y ella con los míos, y nuestros maridos son amigos. Ha sido realmente una de las alegrías más inesperadas de mi vida. La primera vez que nos reunimos pasamos horas poniéndonos al día de todo, desde el dolor y la pérdida que habíamos superado con los años hasta nuestros momentos de más intensa felicidad. Fue una conversación que jamás se habría podido desarrollar online. Hacía falta un sofá en mitad de la noche, té bien cargado y pijamas.
Lo que quiero decir es que la verdadera alegría no se produjo al reconectar en Facebook; se produjo, y todavía se produce, en nuestros largos paseos, en los torneos familiares de pimpón y de las cuatro esquinas, o mirando películas juntas. Facebook fue el catalizador. La conexión fue face-to-face (cara a cara).
Una de las cosas que me encanta hacer cuando doy clases sobre el concepto de vulnerabilidad es mostrar a los alumnos vídeos de flashmobs[*] y de otros momentos de alegría colectiva. Lo que observaréis en todos esos vídeos es que los colegiales se entregan a esas experiencias incondicionalmente, sin la menor vacilación. ¿Y los adultos? Algunos sí; otros no tanto. ¿Los preadolescentes y los adolescentes? Raramente. Es más probable que parezcan mortificados. Tanto la alegría como el dolor sentidos en soledad son experiencias vulnerables; y más aún en compañía de desconocidos.
El fundamento del valor es la vulnerabilidad: la capacidad para asumir la incertidumbre, el riesgo y la exposición emocional. Hace falta valor para abrirse a la alegría. De hecho, como ya he escrito en otros libros, yo creo que la alegría es seguramente la emoción más vulnerable que experimentamos. Tememos que, si nos permitimos sentirla, sobrevendrá el desastre o la decepción. De ahí que, en los momentos de auténtica alegría, muchos vislumbremos la tragedia. Vemos salir a nuestro hijo hacia el baile de fin de curso y lo único que nos viene a la cabeza es «accidente de coche». Estamos ilusionados con las vacaciones inminentes y empezamos a pensar: «huracán». Es decir, intentamos ganar por la mano a la vulnerabilidad imaginándonos lo peor, o no sintiendo nada para no llamar al mal tiempo. A esto yo lo llamo «alegría de mal agüero».
Esa alegría de mal agüero solo se puede combatir de un modo: con gratitud. Los hombres y mujeres que más plenamente han podido entregarse a la alegría eran aquellos que practicaban la gratitud. En esos momentos vulnerables de alegría individual o colectiva, necesitamos practicar la gratitud.
El dolor es una experiencia vulnerable. Hace falta auténtico valor para permitirnos sentir dolor. Cuando estamos sufriendo, a muchos se nos da mejor causar dolor que sentirlo. Propagamos el dolor, en vez de quedárnoslo dentro.
Así pues, para buscar momentos de alegría colectiva y participar en momentos de dolor colectivo, debemos ser valientes. Lo cual significa que tenemos que ser vulnerables. Entre los más de doscientos mil datos de toda mi investigación, no encuentro un solo ejemplo de valor que no requiriese vulnerabilidad. ¿Vosotros encontráis alguno en vuestra vida? ¿Se os ocurre un momento de valor que no implicara riesgo, incertidumbre y exposición emocional? Estoy segura de que la respuesta es no. Se lo he preguntado a muchas personas que así lo atestiguan, incluidos soldados de operaciones especiales. Sin vulnerabilidad no hay valor. Tenemos que participar y exponernos. Cuando empieza la canción y arranca el baile, como mínimo hemos de seguir el ritmo con el pie y tararear la música. Cuando ruedan las lágrimas y empiezan a relatarnos una dura historia, debemos estar ahí y mantenernos junto al dolor.
Y, por más que valoremos la idea de actuar por nuestra cuenta, por más que a veces nos reunamos por razones equivocadas, en el fondo de nuestros corazones queremos creer que, pese a nuestras diferencias y a la necesidad de aventurarnos en territorio salvaje, no siempre hemos de volver solos a casa.