Arrumbamos hacia Cartagena y, como venía siendo costumbre desde los últimos tiempos, cuando las faenas del barco lo permitían y había luz en el cielo, mi señor padre me hacía sentar en cubierta y, con todos mis compadres puestos a la redonda, me hacía leer en voz alta alguno de los libros a los que era más aficionado. De esta guisa había leído ya para ellos Los cinco libros del esforzado e invencible caballero Tirante el Blanco, Los cuatro libros de Amadís de Gaula, Oliveros de Castilla, la Crónica del caballero Cifar y la Historia de la linda Melosina, que todos escuchaban con mucho gusto pues no había libros más entretenidos que los que narraban aventuras caballerescas.
Desde que nos dedicábamos al contrabando, nuestras permanencias en Cartagena de Indias se habían hecho muy cortas. Primeramente, nos dirigíamos todos a tierra con el batel, salvo Guacoa y Nicolasito, que quedaban al cuidado de la nao. Al llegar a puerto, Juanillo, el grumete, se encaminaba hacia el taller de cierto carpintero que tenía entre sus esclavos a uno que era el que hacía llegar nuestros mensajes al rey Benkos. Este esclavo comunicaba el recado a otro, al que ya no conocíamos, y éste, a su vez, a otro más, y éste a otro más, de cuenta que, a través de muchos emisarios, buenos corredores todos y conocedores de las ciénagas y las montañas, el aviso llegaba hasta Benkos en poco más de un día y, así, en el tornaviaje, cuando pasábamos por la desembocadura del gran río Magdalena, los cimarrones nos estaban esperando para recoger sus mercaderías. Entretanto Juanillo realizaba dicho menester, los demás, tras alquilar en los muelles una recua de mulas, nos dirigíamos, con mi padre, hacia la casa de Melchor. Habíamos tomado por costumbre esperarle en la puerta hasta que terminaba pues nunca tardaba mucho y nos quedaban muy cerca las plantaciones con las que tratábamos. En cuanto salía, cargábamos las mulas con el tabaco y, una vez que mi padre había pagado a los capataces, retornábamos a Cartagena y al puerto, donde, con varios viajes del batel, llevábamos los fardos hasta el pañol de víveres, pues nuestras bodegas, a esas alturas, estaban siempre abarrotadas con las armas de Benkos. Cenábamos y hacíamos noche allí, mas el amanecer nos sobrevenía, sin falta, mareando lejos ya de Cartagena.
Aquel día, en cambio, hubo ciertas mudanzas. La primera, la demora de mi señor padre, que se entretuvo mucho en la hacienda de Melchor. Yo sabía que negociaba el rescate de sus bienes y por eso no me inquieté. Sin embargo, cuando abandonó la casa y le vimos caminar hacia nosotros con torpeza, como si hubiera bebido, el ánima se me fue del cuerpo y quedé sin sangre y sin aliento. Me adelanté presurosa para atenderle, mas las palabras no me salían de la boca.
Al levantar los ojos, su mirada parecía perdida.
—¡Martín! —exclamó, sorprendido—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Se encuentra bien, padre?
Él se tanteó el jubón, como buscando algo.
—No —murmuró—. Lo cierto es que no. Llévame a beber algo.
—Pero… ¡Tenemos que recoger el tabaco en las plantaciones!
—¡He dicho que me lleves a beber algo! —tronó, furioso.
Hice un gesto a mis compadres y éstos se acercaron, preocupados.
—Dele vuestra merced los caudales a Lucas para pagar el tabaco —le dije—, que yo le llevaré a beber a la taberna.
Mi padre, sin discutir, se desanudó la bolsa de los dineros y se la entregó a mi antiguo maestro de primeras letras.
—Id con las mulas a las plantaciones. Recoged y pagad el tabaco y, luego, regresad al puerto —les ordené. En realidad, como estábamos a finales de agosto, se trataba de tabaco jamiche que, luego, vendíamos a Moucheron con el tabaco bueno.
Lucas, tras vacilar unos instantes y mirar repetidamente la bolsa, dio media vuelta y se marchó en silencio con Rodrigo, Negro Tomé, Mateo y Jayuheibo. Quedamos solos mi padre y yo. La conversación con Melchor de Osuna le había alterado grandemente el seso y andaba tan perdido como un recién nacido.
—¿Qué ha pasado en la hacienda de Melchor? —quise saber caminando despacio, con el secreto temor de que ni siquiera lo recordara.
—¡Melchor de Osuna! —gritó al punto, desaforadamente. Por fortuna nos hallábamos entre solitarios cañaverales—. ¡Ah, ladrón, bellaco, hideputa! ¿Sabes lo que me ha dicho, Martín?
—No, padre. ¿Qué le ha dicho?
—Pues me ha dicho que reza todos los días por mi muerte, que se le está haciendo muy larga la espera y que, cuando me ofreció el contrato de arriendo, no contaba con que yo fuera a vivir tanto.
Si las palabras de Melchor fueron como puñales en mis entrañas, cuánto más para mi padre, que las hubo de escuchar de boca de aquel malnacido que las dijo sólo para ofender, pues bien que ganaba sus muchos dineros con esa espera que decía se le hacía tan larga. Me juré que el de Osuna pagaría cara su injuria y que, por mucho tiempo que pasara, yo no había de descansar hasta ver cumplida mi venganza.
—No quiere devolverme mis antiguas pertenencias —continuó explicando, mas la indignación y la furia le dominaban hasta el punto de hacerle tartamudear—. Dice que no desea los cuatrocientos doblones, que él gana más que un gobernador y que ni por un millón de maravedíes se desprendería de los títulos de propiedad de la Chacona, la tienda y la casa de Santa Marta. Dice que los bienes muebles o en raíces le interesan más que los caudales en metálico, pues de éstos ya tiene bastantes, y que las casas, los barcos y los negocios son riquezas para el futuro que siempre aumentan de valor.
—Tranquilícese vuestra merced —le rogué, animándolo a caminar pues se detenía de continuo—, y no se preocupe por Melchor de Osuna ni por nadie. Seguiremos como hasta ahora. Le pagaremos el tercio cada cuatro meses y ya se verá en qué acaba la historia.
—Pero Martín, ¿es que no lo ves, hijo? Moriré sin recuperar la propiedad de mi casa ni la de mi barco. ¿Qué dirá María?
El nombre de madre pareció devolverle la cordura. Se llevó la mano a la frente como si sufriera un váguido de cabeza y, luego, tras bajarla, su rostro y su ánimo se sosegaron. Observó repetidamente los cañaverales a un lado y otro del camino y, de súbito, se volvió hacia mí.
—¿Y los hombres? ¿Y el tabaco?
—¿No lo recuerda, padre? —la pena me encogía el corazón—. Vuestra merced dijo que deseaba ir a la taberna para beber algo y yo mandé a…
—¿A beber a estas horas? —se extrañó—. ¡Pero si debemos recoger el tabaco!
—Le dio vuestra merced los dineros al compadre Lucas para que lo hiciera en su nombre.
—¡Por mis barbas! ¿Que yo le entregué los dineros a Lucas?
—Sí, padre. Y ya que no desea beber, le voy a acompañar hasta el puerto, le alquilaré un batel para que le lleve a la nao y me ha de prometer que se acostará a descansar hasta la hora de la comida. Yo buscaré a los hombres y regresaremos con el tabaco.
—Me preocupa lo que puedan pensar… —se lamentó, mas no rechazó la propuesta de tumbarse a descansar en su cámara, que era lo que yo temía.
—Los compadres no van a pensar nada —repliqué—. Ya saben que vuestra merced no es un mozuelo.
Hice tal cual le había dicho: le conduje afectuosamente hasta el puerto, le alquilé un batel, pagué al barquero y esperé hasta que le vi desaparecer tras los numerosos navíos fondeados en la ensenada. Después de eso, eché a correr por las calles, bajo un sol de justicia, y torné a salir de la ciudad en busca de mis compadres. Les hallé en la última de las plantaciones, con las mulas casi cargadas. Todos querían saber cómo estaba el maestre. Los expliqué que había recuperado el juicio y que, aunque se había retirado al barco para descansar, ya estaba casi repuesto.
—Hermano Rodrigo, he menester tu ayuda —le dije a mi compadre en voz baja—. ¿Puedes acompañarme a saludar a unas personas en Cartagena?
—Naturalmente, hermano.
Con breves palabras le relaté lo acaecido en casa de Melchor y le expuse lo que deseaba. Se mostró muy conforme y dispuesto.
En cuanto llegamos con las mulas al puerto, Rodrigo y yo dejamos a los demás y nos dirigimos al mercado, donde aún se atareaban algunos viejos amigos de mi señor padre, como el mercader Juan de Cuba o el tendero Cristóbal Aguilera. Hablamos mucho con unos y con otros, acudimos a dos o tres tabernas y a un par de casas de tablaje y, antes del crepúsculo, ya conocíamos que los hermanos Curvo realizaban similares negocios a los de Melchor: según contaban las lenguas maldicientes, cuando la flota atracaba en el puerto de Cartagena, los esclavos de los Curvos descargaban sus barcos a toda prisa, de cuenta que los oficiales reales, con las muchas obligaciones que tenían en esos días, no podían comprobar los registros ni hacer bien el avalúo para cobrar los almojarifazgos y las alcábalas. Como, por real cédula, los mercaderes no estaban obligados a mostrar el contenido de los fardos, cajas, arcones, odres y toneles declarados en Sevilla antes de zarpar, nadie sabía lo que desembarcaban realmente los Curvos, sólo que sus esclavos se daban extremada prisa en transportarlo todo hasta los muchos y grandes establecimientos que tenían en las afueras de Cartagena. Contaban asimismo, con gran escándalo —mas con la boca pequeña y la voz queda—, que aunque el hermano de Sevilla, Fernando, declaraba allí mercaderías de poco valor como pábilos para velas, cañamazo o alforjas, en verdad aquellos embalajes contenían terciopelos, sedas y rasos de Damasco. De común parecer, aseguraban también que los Curvos disponían siempre de toda clase de géneros y que el año que faltaba la flota de Los Galeones o cuando, aun viniendo, no traía lo necesario, ellos, contrariamente al resto de los grandes comerciantes, procuraban de lo que no había a quien pudiera pagar sus fuertes precios, generalmente mercaderes del Pirú que, por disponer de la plata del Cerro Rico del Potosí, eran los únicos con bastantes caudales para satisfacer sus exigencias.
Nada de todo aquello se podía demostrar valederamente, pero a Rodrigo y a mí nos bastó para conocer que Melchor de Osuna imitaba a sus poderosos, trapacistas y fulleros primos, que no eran, a lo que se veía, un ejemplo de honestidad comercial. Tenía que liberar a mi padre de aquella gente. En los cuatro años que llevaba a su lado había sido testigo de cómo su desgracia le consumía. Era un anciano, sin duda, mas un anciano que sólo por los Curvos y el de Osuna se estaba volviendo viejo. Su recto y firme juicio se había tornado frágil y quebradizo y no podía consentir que sus últimos días fueran de pena y fracaso.
—Tengo que discurrir algo, Rodrigo —le dije a mi compadre mientras regresábamos al puerto dando un paseo—, y tengo que ponerlo en ejecución pronto o mi padre no verá el año venidero.
—¡Cuidado, Martín! ¿Qué es lo que cavilas?
—Tú, que tanto sabes de flores villanas del naipe, podrías aconsejarme.
—¡Ojalá pudiera! Pero, sin duda, es más fácil desvalijar a un tahúr que jugársela a los Curvos. Son gentes peligrosas.
—Peligrosas o no, tendrán que vérselas conmigo.
Rodrigo resopló.
—¡No sabes lo que dices! No sólo a tu padre se le ha nublado el entendimiento.
Quizá fuera así mas, al punto, me vino a la memoria el truco del espejuelo. No debía de tener el seso tan cerrado como decía mi compadre.
—¡Al puerto corriendo! —exclamé—. He menester de Juanillo.
—¿De Juanillo?
No le respondí. Corría calle abajo, hacia el mar, como si tuviera fuego en las botas.
El joven grumete, cuya edad frisaba ya los doce años y se estaba convirtiendo en un mocetón fuerte y agraciado, esperaba pacientemente el regreso del batel sentado sobre los últimos fardos de tabaco jamiche que quedaban por llevar a la nao. Cuando nos vio venir a Rodrigo y a mí a la carrera, se puso en pie de un salto y echó la mano al puñal.
—Tranquilo, Juanillo, que nada sucede —le dije para sosegarle.
—¿Y por qué corríais?
—Tienes que hacerme un favor.
—Sea —repuso con firmeza—. Dime lo que quieres.
—No debes contarle a nadie lo que te voy a pedir.
—Tienes mi palabra.
—Si hablas, grumete —añadió Rodrigo, doblándose por las ijadas para recuperar el resuello—, te despellejo.
Juanillo y Nicolasito respetaban mucho a Rodrigo, supongo que por su rudeza de trato, ya que siempre andaba reprendiéndoles.
—No diré nada —afirmó el muchacho, temeroso.
—Quiero que vuelvas al taller del carpintero y le digas a nuestro emisario que le mande un mensaje mío al rey Benkos —le ordené—. El mensaje es éste: el maestre se halla en un mal trance y, por su bien, le pido que me auxilie permitiendo que los oídos de sus confidentes en Cartagena escuchen para mí. ¿Lo has entendido?
—Sí, pero, ¿qué le digo que averigüe?
—Los Curvos, Juanillo. Preciso conocerlo todo sobre los Curvos, y aún más lo que ocultan: sus entresijos, sus vicios, sus ambiciones, sus negocios ilícitos. Deseo saber algo que ellos no quisieran por nada del mundo que se supiera.
—Sea. Vuelvo al taller.
—¡Espera! Falta una cosa. El rey Benkos debe guardarme el secreto. Sólo yo puedo conocer la información. Nadie más, ¿lo entiendes?, ni el maestre ni madre. Y, ahora, parte. Ve presto al taller y regresa cuanto antes.
El grumete echó a correr y Rodrigo, más repuesto, me lanzó una mirada dura.
—Lo que haces —gruñó— va tan descaminado y tan fuera de todo lo razonable que paréceme que te has vuelto loco. Es un juego peligroso, Martín, y, por más, vas a quedar en deuda con Benkos Biohó, el rey de los cimarrones.
—¿Por ventura necesita de consejo una decisión firme? —repuse con aspereza. Mas, en el fondo, sabía que él tenía razón y yo ya me había dado esas mismas razones. Con todo, debía afrontar el riesgo y, en cuanto a la deuda con el rey, era un pequeño precio por el favor tan grande que él iba a hacerme, en caso de que accediera a mi ruego. No me bastaba con los rumores del mercado para lo que pretendía poner en ejecución.
Nuestro regreso a Santa Marta fue triste. Madre se desanimó mucho al conocer las nuevas sobre las propiedades. Durante los días siguientes, dio en pensar en comprar una casa tan buena como la nuestra en alguna otra localidad del Caribe para trasladar allí la mancebía y la tienda. Estaba cansada de luchar contra Melchor, decía, y rezongaba por lo bajo que mejor sería dejar de pagarle el tercio y que el bellaco mandara a los alguaciles a requisar los bienes. Tengo para mí que, si aquello no hubiera supuesto pena de galeras para su querido Esteban, lo habría hecho sin dudar. Mas, pese a estos tristes ánimos que rondaban la casa, mi señor padre se recobró bien del disgusto y de la pérdida de juicio. Decía no recordar cómo había salido ni de la casa ni de la hacienda de Melchor, sólo que tornó en sí estando a mi lado, en el camino entre cañaverales. Como si se hubiera quedado dormido, le explicaba a madre, que no abría la boca pero dejaba ver en el rostro la angustia que sentía. Menos mal que hasta mediados de septiembre no debíamos salir con el barco para empezar a comprar el tabaco de la segunda cosecha del año. Esas dos semanas le iban a venir muy bien a mi padre para descansar.
Algunos días después de regresar de Cartagena, cierta noche, unos aldabonazos en la puerta principal me hicieron salir de mi cuarto y allegarme hasta el zaguán para ver quién era y qué quería a esas horas tan tardías. Seguramente, pensé, se trataba de algún marinero perdido que buscaba la mancebía.
Pero no era un marinero. Al entreabrir el portalón, ya con las palabras listas en la boca, me topé frente a frente con el negro desarrapado y de nariz rota que habitualmente traía los saludos del rey Benkos para el maestre. Eso sólo podía significar que Benkos se encontraba en el palenque de Santa Marta y, de seguro, aquel cimarrón que había entrado en el pueblo aprovechando la oscuridad de la noche traía una invitación para mi señor padre. El emisario venía, como siempre, desarmado y con la cabeza descubierta, y se puso la mano en la frente de modo y manera que reconocí la seña secreta que le identificaba, aunque no era menester.
Le abrí por completo el portalón para animarle a entrar presto y, al pasar junto a mí, susurró:
—Id luego al pequeño río Manzanares por el camino de los huertos. Allí encontraréis cumplida cuenta a vuestro encargo.
Habló tan rápido y con una voz tan baja que no quedé cierta de haberlo escuchado, mas él ya caminaba hacia el gran salón con desenvoltura. Sorprendida, cerré el portalón y regresé dentro, donde le vi conversando con mi padre que, con el bonetillo de dormir puesto en la cabeza, le estaba pidiendo que le disculpara ante el rey pues tenía la salud un poco quebrantada y no podría visitarle en el palenque. Empecé a devanarme los sesos intentando adivinar cómo saldría de la casa sin ser descubierta.
Cuando el cimarrón se marchó, amparado nuevamente por la noche, mi señor padre se retiró a su aposento y madre se dirigió a la mancebía para pasar un rato con las mozas y los clientes. Yo no sabía qué hacer. Dudaba si escaparme por las buenas o si darle antes a madre alguna excusa pero, como necesitaba a Alfana para adentrarme en la selva y llegar hasta el río, no tuve más remedio que hablar con ella, así que me dirigí a la mancebía y, tras saludar a los músicos, hablé con madre para pedirle licencia. Sólo quería cabalgar un poco por los alrededores del pueblo, le dije, intentando esquivar su mirada de halcón. Mucho le extrañó mi pretensión mas, aunque tengo para mí que no me creyó, no puso otro obstáculo que obligarme a llevar las armas y a los dos jóvenes perros, Fulano y Mirón, que junto con el corcel, la mula, el mono y los dos loros de la mancebía formaban parte de la cada vez más numerosa familia de bestias de la casa.
Así pues, Fulano, Mirón, Alfana y yo salimos a la calle y nos dirigimos hacia el Manzanares, tomando para ello el camino de los huertos. Por fortuna, a última hora pensé que habría menester de una buena antorcha y tomé una de la tienda, que me iluminó debidamente el oscuro sendero, cubierto por una espesa bóveda de trenzadas ramas que no dejaban pasar la luz de la luna ni ver las estrellas. Ya oía el cercano rumor del agua cuando, al punto, unas figuras salieron de la nada y se interpusieron en mi camino.
—¡Martín!
Era la voz de Sando, el hijo menor de Benkos, al que conocía desde que subió como rehén a nuestra nao la primera noche que tuvimos contacto con los cimarrones en Taganga.
—No puedo verte —dije.
Él se rió.
—Baja del caballo, amigo, y acércate. Nosotros te vemos bien con esa buena antorcha que traes.
Desmonté y até a Alfana a un árbol. Sando estaba acompañado por un joven negro asustadizo que miraba en derredor con gran temor y espanto. Parecía muy bien educado y era gallardo de porte y maneras. Sus ropas eran de finas telas, si bien estaban muy sucias y rotas por el boscaje, y, para su desgracia, sus antiguos amos habían elegido marcarle con el hierro en la mejilla izquierda, deformándole grandemente el agraciado rostro.
—Mira, Martín, éste es Francisco, mozo de cámara de Arias Curvo hasta hace una semana. Debes saber que ha muchos meses que Francisco nos pidió que le liberásemos, mas fue tu ruego de socorro el que nos determinó a sacarlo ahora de Cartagena. Aún se halla muy asustado, pues no ha parado de correr desde que abandonó a su amo y nunca había estado antes ni en las ciénagas ni en las montañas. Él puede informarte de lo que deseas. Nació en casa de Arias y en ella ha estado a su servicio en muy buenos puestos y de mucha confianza.
A Francisco parecía no llegarle la rota camisa al cuerpo. La oscuridad de la selva y sus sonidos nocturnos le amedrentaban. Daba botes y hacía grandes aspavientos cuando rumoreaban las hojas o chillaba algún mono sin sueño. Era como un elegante caballero arrancado de sus salones de baile.
—¿Conoces lo que quiero, Francisco? —le pregunté para atraer su desordenada atención.
—Así es, señor —murmuró, tranquilizándose un tanto—, y puedo ayudaros en vuestras pretensiones pues nadie conoce mejor que yo a los hermanos Curvo.
Era una lástima que le hubieran deformado el rostro con la carimba. Tenía la nariz fina, como de indio, y los labios delgados y pequeños. Quizá se tratara de un zambo1 de piel oscura. De no tener la marca, hubiera resultado un joven muy bien parecido.
—Háblame de ellos, Francisco. Cuéntame sus secretos, aquellos por los que matarían.
—¡Son tantos, señor! —suspiró—. Me ayudaría mucho saber para qué precisáis la información, pues podría brindaros el más adecuado.
—Dámelos todos —le urgí.
Él volvió a suspirar.
—No saldríamos de este camino ni en tres días, señor, pero puedo ofreceros uno que, a no dudar, os servirá. Es la más reciente fechoría de mi amo y, si se conociera, le trastocaría un gran negocio y le mancharía el nombre donde más le interesa mantenerlo limpio.
—¡Ése es el que quiero! —exclamé.
—Pues escuchad con atención, señor —principió—. Los Curvos son, en realidad, cinco hermanos, aunque esto casi nadie lo conoce. Tres varones y dos hembras. Pertenecen a una familia sevillana de buena posición. Fernando, el mayor de los cinco, está inscrito en la matrícula de cargadores a Indias y tiene casa de comercio en Sevilla. Arias y Diego, los otros dos varones, actúan como factores o apoderados de los intereses de dicha casa en Tierra Firme. Fernando casó ha muchos años con Belisa de Cabra. ¿Sabéis de quién os hablo?… ¿Os dice algo el apellido?
—Ni por asomo —respondí.
—Belisa de Cabra es la única hija de Baltasar de Cabra, que fue boticario en Sevilla hasta que, gracias al comercio con las Indias, terminó convertido en el más rico y poderoso banquero de la ciudad. Baltasar de Cabra, usando sus ahorros, empezó a fiar caudales con un interés del diez por ciento a los maestres que necesitaban dineros para aprestar sus naos y a los mercaderes que carecían de ellos para comprar y cargar mercaderías. Estas actividades usurarias le enriquecieron tanto que cerró la botica y se convirtió en cambista, con objeto de seguir haciendo lo mismo aunque de forma legal. Hoy en día posee el negocio más importante de Sevilla, de suerte que muchas de las flotas se dotan a crédito con sus solos caudales, caudales que luego, cuando los barcos regresan, recupera con grandes beneficios, naturalmente.
Sando y yo no pudimos evitar soltar una exclamación de asombro. Aquéllas eran palabras mayores.
—Veo que os impresiona —sonrió Francisco, muy ufano—, mas deberíamos tomar asiento pues la historia es larga.
Obedecimos su consejo y, plantando la antorcha en el centro del camino, los perros y nosotros tres nos acomodamos a su alrededor. Los animales estaban tranquilos. Si alguien se acercaba, ladrarían.
—La familia Curvo —siguió contando Francisco, ajeno ya a la tenebrosa selva que le rodeaba— ha consumado una buena política de matrimonios. Si Fernando, el mayor, casó con Belisa de Cabra, la segunda hermana de los cinco, Juana, es la esposa de Luján de Coa, al que tampoco conoceréis, ¿verdad?
Negamos con la cabeza.
—Luján de Coa es el prior del Consulado de Sevilla. 2 ¿Habéis oído hablar del Consulado de Sevilla?
Yo asentí, mas Sando quedó en suspenso.
—Entonces, señor, si conocéis el Consulado no os costará trabajo atar algunos cabos con los negocios de los hermanos Curvo aquí, en Tierra Firme.
¡Naturalmente que no me costaba! Juana Curvo era la fuente de su privilegiada información, de su conocimiento acerca de las flotas y las mercaderías, y de su gobierno del siempre mal abastecido mercado de Tierra Firme. ¿Qué no podría conseguir la esposa del prior del Consulado? Tal y como habíamos supuesto Rodrigo y yo en La Borburata tras conversar con Hilario Díaz, Fernando Curvo conocía toda la información sobre las flotas, sólo que no podíamos figurarnos que este conocimiento se producía a través de una hermana casada con el propio prior del Consulado.
Aún no había terminado de digerir aquello cuando Francisco empezó a hablar del tercero de los hermanos Curvo:
—Después de Fernando y Juana viene Arias, mi amo… mi antiguo amo. Arias llegó al Nuevo Mundo hace veinte años. Era sólo un mozo cuando abandonó Sevilla para trabajar como encomendero de cierto importante mercader de México, en la Nueva España, primo lejano de su madre, que le favoreció para que aprendiera los secretos de la carrera comercial. Realizó de este modo, en nombre de su protector, tres o cuatro viajes entre Sevilla y Nueva España, cultivando amistades y estableciendo relaciones personales con los cargadores que compraban y vendían por grueso, no por menudeo. Se creó una buena reputación y conoció a fondo los entresijos del negocio y todos los mercados del Nuevo Mundo. Ayudado por el primo de su madre, se prometió y más tarde casó con Marcela López de Pinedo, hija de una acaudalada familia de comerciantes de Nueva España que aportó una gran dote al matrimonio. Con esta dote, se mudó a Cartagena y se estableció por su cuenta, convirtiéndose en el factor de su hermano Fernando.
—¡Qué buenas bodas las de todos los Curvos! —exclamé.
—No lo sabéis bien, señor —admitió Francisco, asintiendo con la cabeza—. Pero aún mejor fue la cuarta, la de Isabel, que casó con Jerónimo de Moncada, juez oficial y contador mayor de la Casa de Contratación de Sevilla, al frente del Tribunal de la Contaduría de la Avería… ¿Sabéis lo que es la avería? —preguntó al ver nuestras caras de desconcierto—, ¿no?, pues el impuesto que pagan los cargadores para costear entre todos ellos los gastos de los galeones que protegen las flotas y de las armadas que defienden la navegación a las Indias. Mas, volviendo a Jerónimo de Moncada —continuó—, puedo deciros que entregó poderes a sus cuñados para que éstos le representaran en todos los asuntos y negocios que tiene en el Nuevo Mundo, que son muchos. Como veréis, la trama de intereses y lazos familiares de los hermanos Curvo es demasiado grande para ser conocida en su totalidad. El oficio de Jerónimo de Moncada en la Casa de Contratación está estrechamente relacionado con el de Luján de Coa al frente del Consulado de Mercaderes y, sin duda, también con el de Baltasar de Cabra, el banquero que presta los caudales para las flotas. Entre los tres reúnen más poder efectivo que cualquier ministro del rey, mas son pocos, o ninguno, los que aquí conocen tal circunstancia.
—¡Que me maten! —proferí, abrumada. ¡Si Rodrigo supiera todo esto!, pensé.
Me imaginaba a Fernando y a Belisa reuniéndose en su casa de Sevilla con Luján y Juana y con Isabel y Jerónimo. Los seis comiendo o cenando en torno a una lujosa mesa y, entre trago de vino y trago de vino, tomando terribles decisiones que afectaban a todas las pobres gentes del Nuevo Mundo: qué y cuántas mercaderías se cargarían en las tantas naos que podrían salir en las próximas flotas y cuáles no serían cargadas para que, así, Arias y Diego, rápidamente informados mediante cartas enviadas en los veloces navíos de aviso de la propia Casa de Contratación, pudieran acumularlas en sus establecimientos para venderlas a fuertes precios cuando faltaran.
—Pues bien —siguió diciendo Francisco, ajeno a mis reflexiones—, queda por casar el hermano pequeño, Diego Curvo, también factor en Cartagena de la casa de comercio de Fernando. Siendo yo mozo de cámara de Arias y conociendo, por tanto, su más íntima vida familiar, tiempo ha supe que se estaban fraguando ambiciosos planes de boda para Diego, una boda que llevará a la familia Curvo a cimas aún más altas. Hay una hermosa joven de dieciséis años llamada Josefa, hija del difunto conde de Riaza, que es la prometida secreta de Diego. Secreta porque el compromiso y la boda dependen, por decisión de la madre de la joven, la condesa viuda Beatriz de Barbolla, de que Diego Curvo presente ante la Real Audiencia de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada una Ejecutoria de Hidalguía y Limpieza de Sangre para que, una vez vistas y reconocidas ambas, la joven Josefa, al casarse, tenga opción al mayorazgo y al título, cuyos derechos perdería de no ejecutarse tal diligencia. Aquí el asunto está en que las de Riaza no tienen caudales, pues nada les dejó el señor conde al morir, mas permitir que una joven noble case con un simple mercader requiere, a lo menos, que éste sea cristiano viejo, sin mezcla de sangre mora, judía o negra, y que también, por linaje, sea hijodalgo.
—¿Y…? —le urgí. A Francisco le encantaban las historias que estaba contando y se recreaba en detalles que no me parecían importantes. Hablaba de los Curvos con el orgullo de un miembro de la familia y no con el odio natural de un esclavo. Tanto relumbre y oropel parecían engrandecerle a él también.
—Pues que los Curvos, señor, ni son hidalgos ni tampoco cristianos viejos pues, por lo que tengo oído en la casa, algunos de sus antepasados fueron judíos.
—¡Tramposos! —repuse riendo—. Ésta sí que es buena.
—Sí que lo es, señor, y debéis conocer que los Curvos, para resolver este problema que los aleja de la nobleza, su última y más grande ambición, han requerido los servicios de un tal Pedro de Salazar y Mendoza, célebre genealogista castellano acusado en varias ocasiones de linajudo, es decir, de falsificador de linajes y genealogías a trueco de buenas cantidades de dineros. A través de Fernando, el mayor, han requerido el auxilio del tal Pedro de Salazar para que aporte las pruebas y documentos falsos que precisan para convertir a Diego en hidalgo y demostrar su limpieza de sangre. Así, Diego, en cuanto reciba la Ejecutoria, podrá presentarla en la Real Audiencia de Santa Fe y acceder, por matrimonio, al mayorazgo y al título nobiliario de su esposa, encumbrando a la familia a una nueva posición social.
Me quedé pensativa. Los Curvos tenían mucho poder e incontables dineros mas no dejaban de ser unos simples plebeyos. Acceder a la nobleza a través del hermano pequeño era el último y definitivo salto para llevarlos hasta los círculos que hoy, por ser quienes eran, les estaban vedados. Para ellos debía tratarse de una operación muy importante, un negocio en el que, de seguro, estaría involucrada toda la familia, con sus muchos recursos económicos, sus contactos y conocidos, y, cómo no, sus acostumbradas trapacerías y bribonadas.
—Ahí radica la debilidad de los Curvos —dije en voz alta—. Siendo tan evidente su pretensión por encumbrarse en la sociedad, cualquier escándalo que manchase su honor destruiría sus posibilidades de convertir a Diego en conde.
—Y la familia lo lamentaría mucho, señor —añadió Francisco—, pues con este matrimonio nobiliario se les abrirían nuevas puertas y ganarían importantes relaciones con gentes que ahora no se dignan ni a mirarlos. Sé que están concibiendo ambiciosos propósitos para el futuro, una vez que Diego haya matrimoniado con la joven Josefa, mas no sé cuáles. Sólo escuché decir a mi amo… a mi antiguo amo, en cierta ocasión, que esta boda era como uno de esos cañones que los piratas esconden en las islas desiertas.
—¿Los piratas esconden cañones en las islas desiertas? —se sorprendió Sando. Mi boca estaba sellada por el asombro. Como mi amigo, no sabía de qué hablaba Francisco, mas recordaba perfectamente el día en que, estando en la gruta de los murciélagos, en la cumbre del monte de mi isla, me lastimé al caer sobre cuatro viejos falcones de bronce—. ¿Con qué pretensión?
—¿No han oído nunca vuestras mercedes el dicho «Todo lo que tengo lo doy por un cañón pirata»?
Sando y yo sacudimos la cabeza para decir que no. Francisco nos miró con lástima y tengo para mí que empezó a sospechar que la libertad junto a gentes tan ignorantes y zafias no era lo que él, mozo de cámara de una casa principal, se había figurado cuando soñaba con escapar.
—Pues verán, señores, es de común conocimiento que los piratas utilizan sus cañones viejos e inservibles como cajas de caudales para esconder sus botines en las numerosas islas desiertas que tenemos por estos pagos. Un mercader de trato de Maracaibo encontró, años ha, unas viejas lombardas enterradas en la arena de una isla desierta en la que había fondeado para hacer aguada. Dentro había un tesoro inmenso en monedas de oro, plata y piedras preciosas. Se hizo tan rico que pudo comprarse dos naos más y volver a España como un hombre acomodado. El bronce de los cañones protege los tesoros mejor que cualquier arcón de madera, que acaba pudriéndose al cabo de pocos meses por la gran humedad y las lluvias de estas tierras.
¡Ahora entendía por qué aquellos falcones estaban tan extrañamente emplazados en la gruta de mi isla! Cuando los descubrí, como tenían los calibres llenos de guano, no se me ocurrió que pudieran contener nada. Por más, la presencia de proyectiles de piedra a su lado terminó de despistarme, llevándome a pensar que habían sido dispuestos allí, a tan gran altura, para disparar a los barcos que se acercaban a la costa, aunque resultaba evidente que ninguna nave se atrevería a acercarse por aquel lado, pues el monte caía en picado hasta el mar, formando peligrosos remolinos y rompientes.
Había tenido a mis pies un fabuloso tesoro pirata que hubiera salvado a mi padre de caer en el contrabando y lo había dejado escapar sin darme cuenta. ¡Idiota, idiota, idiota!, me repetí una y mil veces sin permitir que ninguno de estos pensamientos se trasluciera en mi cara. Lo último que quería era que alguien se apercibiera de mi sorpresa y desconcierto.
—¿Entienden ya vuestras mercedes —dijo Francisco, sobresaltándome— por qué mi antiguo amo decía que la boda de Diego con Josefa de Riaza era como un cañón pirata? Se refería a que esa boda aportaría una inmensa riqueza y fortuna a la familia.
—Tengo para mí que es hora de marcharnos, Francisco —anunció Sando en ese momento—. ¿Necesitas saber algo más, Martín?
—Gracias, Sando, tengo suficiente —me costaba sacar la voz del cuerpo.
—Si necesitas cualquier otra cosa de Francisco, debes saber que va a quedarse en mi palenque. Mi padre ha dicho que debe permanecer lo más lejos posible de Cartagena. Era un esclavo muy apreciado, una pieza de Indias de mucho valor y Arias Curvo enviará, de seguro, un buen puñado de soldados en su busca.
Sando se incorporó con pereza y se ajustó los raídos calzones mientras también yo me ponía en pie y me sacudía el barro de las ropas. Francisco, por su parte, se levantó con muy finos y elegantes modales. Sentí lástima al ver que volvía a tener la afligida expresión de temor que lucía cuando llegó.
—¿Te arrepientes de haber escapado, Francisco? —le pregunté.
—No, señor —murmuró—. Quizá la libertad no sea tan cómoda como la vida que he llevado hasta ahora, pero nadie me pegará con el látigo ni me insultará ni me echará encima los orines de su bacín porque se haya despertado con mal humor.
—¿Y sabes lo mejor, Martín? —añadió Sando mientras yo desenganchaba las riendas de Alfana—, que Francisco es hijo natural de Arias.
Giré prestamente sobre mis talones y volví a escrutar la cara deforme del muchacho. Aquella nariz y aquellos finos labios que yo había tomado por rasgos de indio no eran sino de español.
—¿Arias Curvo es tu padre? —pregunté, incrédula.
—Así es, señor —reconoció el joven mozo de cámara—. Ya sabéis que es práctica habitual que los amos preñen a sus esclavas negras para que tengan muchos hijos, pues la esclavitud se transmite por línea materna.
—No lo sabía —¿Cómo hubiera podido imaginar tal cosa?
—¡Ya aprenderás cómo funciona el Nuevo Mundo, Martín! —exclamó Sando antes de arrastrar al tímido Francisco al interior de la selva—. ¿No es mucho mejor, acaso, acostarte con tus negras que comprar esclavos en el mercado a trueco de maravedíes? Cuídate, hermano, y espero que puedas sacar a tu padre del mal trance en el que se halla, sea cual fuere.
—Gracias por todo, Sando —le dije, montando en Alfana, aunque ya no le veía, ni a él ni a Francisco. Desde la silla me incliné para recoger la antorcha clavada en el suelo. Los perros se habían portado bien y ahora correteaban contentos junto a las patas del corcel. El sueño no vendría aquella noche a mis ojos, me dije. Tenía mucho que meditar sobre todo lo que había escuchado de boca de aquel hijo bastardo y esclavo de Arias Curvo.
Entré en el zaguán, desmonté, até a Alfana a la argolla junto a la mula y dejé que los perros se tumbaran bajo la mesa del gran salón, el lugar fresco donde les gustaba dormir. En la mancebía aún se escuchaba algo de música mas ninguna voz, así que supuse que las mozas estaban acabando sus trabajos en los cuartos y que madre se habría ido a dormir. Me equivoqué. Como sólo podía acceder a mi cámara a través de su despacho, me sorprendí mucho cuando, al abrir la recia puerta, la luz del candil me dio en los ojos.
—¿Martín? —era ella. ¿Le había pasado algo a mi padre? ¿Había sucedido alguna desgracia?
—Sí, madre —dije entrando. El pobre Mico dormía a sueño suelto sobre la mesa.
—¿Dónde has estado hasta ahora? —me preguntó a bocajarro, con ese ceño fruncido que asustaba incluso a los hombres más bragados.
Estaba demasiado cansada para ponerme a inventar pretextos. Hubiera podido hacerlo, sin duda, pero ¿para qué? Como decía siempre mi padre, madre era una mujer de muy largo entendimiento que sabía poner las cosas en su justo punto y parecía tener, por más, un olfato infalible para pillar las mentiras. Aun así, intenté evadirme.
—Mañana os lo contaré todo, madre. Si empiezo a hablar ahora, nos saldrá el sol.
—Pues que nos salga. Siéntate.
¡Por las barbas que nunca tendría! ¡Aquella mujer era invencible!
Hablé y hablé sin parar hasta que, en efecto, nos salió el sol. Al acabar, madre lo conocía todo, desde lo que nos había contado Hilario Díaz en la Borburata, hasta lo que me había explicado aquella noche el joven Francisco, pasando por lo que Rodrigo y yo habíamos averiguado en Cartagena. Por la calidad de sus preguntas, supe que madre le había sacado a todo filo y punta.