EPÍLOGO

Todo se me ocurrió el día que mi padre sufrió aquel váguido de cabeza y perdió el seso y el juicio al salir de la casa de Melchor de Osuna. Éste será, pues, el relato verdadero de lo que aconteció desde aquel momento cuando, viéndole tan abatido y quebrantado, supe que no viviría otro año si no ponía presto en ejecución el juramento que me había hecho a mí misma de acabar con el de Osuna y devolverle sus bienes para que sus últimos días no fueran de aflicción y desengaño.

Corrí, pues, en busca de Rodrigo, que se hallaba recogiendo el tabaco con el resto de los compadres, y le pedí que me acompañara hasta el mercado para hablar con las gentes. No había otra manera de acabar con el de Osuna que achacándole algún delito en el que tuviera que intervenir la justicia y del que sus poderosos primos no pudieran salvarle. Mas no sólo la ley debía caer con todo su peso sobre él; también yo, con mis débiles manos, debía estar en disposición de sujetar a los Curvos de suerte que no pudieran mover un dedo en su favor pero se vieran obligados a forzarle para que nos devolviera la propiedad de la casa, la tienda y la nao. Y todo ello debía acontecer a un tiempo, de modo que no hubiera escapatoria.

Ante todo era menester conocer bien a los poderosos hermanos Curvo y tuve para mí, en aquel momento, que la mejor manera de conseguirlo era escuchando lo que las gentes del puerto tenían que decir. Cuando conocimos que nadie sabía en verdad qué traían las naos mercantes de los Curvos que llegaban desde Sevilla y que en toda ocasión disponían de las mercaderías que no traían las flotas anuales, supe que estábamos ante unos grandes, temibles y muy ricos adversarios a los que no nos sería dado tocar desde nuestra humilde posición de mercaderes de trato. Mas si ésta no era la dirección por la que debíamos avanzar, tendría que ser otra y, con personas tan fulleras, sólo cabía la trampa, el engaño y la mentira.

Por eso precisaba conocer mucho más de ellos y, así, el recuerdo de la flor villana del espejuelo, ése que un compadre pone tras las cartas del contrario para poder verlas de frente, me hizo discurrir que, colocando un espejo delante de Melchor que mostrara las debilidades más secretas de sus primos, al tiempo que ocultaba de la vista nuestros furtivos movimientos, podríamos cazarlos a todos y, teniéndolos en nuestras manos, conseguir lo que queríamos era posible.

Pensaba entonces que nadie debía conocer lo que yo andaba cavilando porque, si alguno se iba de la lengua, todo el asunto quedaría sin provecho. Éste fue el motivo por el cual me sentí tan defraudada cuando madre me pilló aquella noche a mi regreso del encuentro con Sando y con el asustadizo Francisco, el hijo bastardo de Arias, en el camino de los huertos, cerca del pequeño río Manzanares. Sin embargo, tras escucharme hablar sobre lo que nos había contado Hilario Díaz a Rodrigo y a mí en La Borburata, lo que ambos habíamos descubierto en Cartagena y lo que me había referido aquella noche en el río el pobre criado mulato, madre se mostró entusiasmada y dijo estar cierta de tener la solución en las manos, pues nadie sabía tanto sobre los Curvos como nosotras dos y que si le hacíamos llegar una misiva a la condesa viuda Beatriz de Barbolla contándole que la Ejecutoria de Hidalguía y Limpieza de Sangre de Diego Curvo era un engaño y que corría por sus venas sangre judía, la boda con la joven Josefa de Riaza no tendría lugar y los Curvos verían desvanecerse para siempre sus sueños de acceder a la nobleza y encumbrarse a una alta posición social.

Aquel pensamiento no era malo aunque había razones para suponer que tal cosa no haría que Melchor de Osuna nos devolviera nuestras propiedades y, en cambio, atraeríamos las iras de los Curvos que, si así lo deseaban, podrían empeorar mucho nuestra situación. El asunto era tenerlos bien acorralados de cuenta que ellos no pudieran hacernos daño mas nosotros a ellos sí. Por unos instantes me quedé sin discurso en el entendimiento mas, al punto, la idea de madre viró y se trocó en mi cabeza de suerte que aquella misiva a la condesa viuda se tornó en una misiva para los propios Curvos. Y el resto fue cosa de poco: ¿qué fechoría se le podía atribuir a Melchor de Osuna para que la justicia tuviera que intervenir, prenderle, meterle en prisión y llevarle al cadalso sin que nadie pudiera impedirlo? Una muerte. ¿La de quién? La de alguien al que el de Osuna tuviera una razón para matar en un momento de furor. Mi padre tenía esa razón, una razón de caudales, la mejor para el caso.

Y así, hablando con madre aquella noche, alcancé a ver todas las costuras y puntos de la celada, con sus idas y venidas, sus dobleces y las piezas necesarias. Sin duda, el principio de todo se hallaba en el pago del tercio. Sólo restaba uno aquel año, el de diciembre, mas el desastre de la cosecha de tabaco y la negativa de Moucheron a fiarnos las armas me brindaron la ocasión propicia para poner en marcha el asunto antes de la fecha prevista: había que avisar al rey Benkos de lo acaecido, de modo que no contara con las habituales mercaderías que precisaba para defender sus palenques. Fue entonces cuando hablé con mi señor padre para contarle lo que pensaba. Me dio una rotunda negativa y me llamó loca y falta de seso, sin embargo cuando madre le volvió a contar lo mismo, le pareció que la idea era buena y que, sin falta, debíamos aprestarnos a ello pues no habría mejor ocasión. Madre me dijo, viendo mi enfado, que si algún día me casaba entendería lo ocurrido, que tuviera paciencia hasta entonces, lo que aún me enfadó más, pues, tras probar la libertad, no estaba interesada en someter mi voluntad y mis deseos a los de un marido que me encerraría en casa para el resto de mi vida.

Así pues, inexplicablemente, padre aceptó el engaño y, la noche antes de zarpar hacia Cartagena, me encerré en mi aposento y empecé a escribir una larga misiva para el rey de los cimarrones en la que le explicaba que, a la vuelta de dos días, mi padre llegaría solo a su palenque, que le agradecería mucho que mandara gentes a buscarlo para ayudarle a llegar en buenas condiciones pues era mayor y el camino de ciénagas y montes iba a ser muy duro para él. Ésta era la parte que más me preocupaba. Sabía que el rey enviaría sin tardanza a los más valederos de sus apalencados a recoger a mi padre, mas pensar en él solo en las ciénagas durante, a lo menos, un día o día y medio, a su edad y con las pérdidas de juicio, me angustiaba mucho. Le expliqué también a Benkos con muy buenas razones todo lo que iba a acontecer y cómo íbamos a necesitar nuevamente de su ayuda, especialmente en lo que se refería a encontrar un esclavo de Melchor que hubiera visto a mi padre entrar en la hacienda y en la casa para pagar el tercio y que, cuando llegaran las declaraciones en el cabildo, estuviera dispuesto a jurar que no lo vio salir. Sabía que Benkos no tendría dificultades para encontrar a alguien, pues no había esclavo en Tierra Firme que no diera su alma a trueco de la libertad. Resultaba fundamental que ese esclavo no sintiera reparos de perjurar ante las autoridades acudiendo a su fe cristiana y a cuantas otras cosas le resultaran necesarias porque su testimonio sería el que llevara a Melchor de Osuna hasta el cadalso.

Pasé toda la noche sentada frente a mi mesa-bajel, escribiendo, pues a la misiva añadí el pliego con las demandas y solicitudes del rey al gobernador de Cartagena. Conocía, desde tiempo ha, que el rey estaba deseando parlamentar y poner fin a aquella guerra. Su posición era fuerte pues jamás había perdido una sola batalla entretanto que los españoles las habían perdido todas. Aquello no podía continuar. De modo que, conociendo este deseo, se me ocurrió utilizar la desaparición de mi padre como pago de las muchas deudas que yo tenía contraídas con Benkos, facilitándole la negociación con el gobernador y proporcionándole una forma de inquietar a las autoridades y a las personas principales de la ciudad para que obligaran a don Jerónimo a negociar con el rey. Le mandé, muy bien escrito, el pliego con todas sus demandas y su oferta, mas no imaginé que Benkos añadiría sus propias e increíbles licencias, como la de vestir a la española y entrar armado en las ciudades. Eso fue cosa suya.

Al amanecer, tras despedirnos afectuosamente de madre y de las mozas que, como ocasión única que era, vinieron al puerto para decirnos adiós, zarpamos de Santa Marta sabiendo que tardaríamos mucho en volver, que habían de acontecer muchos extraordinarios sucesos antes de que regresáramos y que existía el peligro de que alguna cosa saliera mal y nuestro retorno no fuera tan feliz como deseábamos. A estas alturas, tanto los marineros como las mozas conocían la situación. Mi padre los había reunido en el gran salón mientras yo escribía en mi aposento y les había puesto al tanto de todo, pues su ayuda y su silencio nos iban a resultar muy precisos. Contarlo a las mozas fue decisión de madre, que dijo que allí todo el mundo era de la familia y que hasta los animales debían estar presentes para escuchar el propósito. Mi señor padre, como siempre, cedió.

Todo estaba muy pensado. En cuanto bajamos a tierra en Cartagena de Indias, mandé prestamente a Juanillo al taller de carpintería con la misiva y el pliego para el rey Benkos, pidiéndole que rogara al esclavo que trabajaba allí que enviase el mensaje con la mayor premura para que llegase cuanto antes a su destino. Quienes debíamos acompañar a mi padre a la hacienda de Melchor éramos los cuatro españoles de a bordo. A nosotros tendría que prestarnos atención el alcalde, que ejercía de juez en cuestiones civiles, pues, al ser españoles y cristianos, la ley no le permitía ignorar nuestra demanda ni nuestros testimonios. Así pues, Jayuheibo, Antón, Negro Tomé y Miguel quedaron a la espera, en el puerto, por si su ayuda nos era precisa para volver al barco ya que sabía de cierto que Melchor de Osuna emplearía a sus hombres para obligarnos a salir de la hacienda por la fuerza.

Cuando estuvimos a la distancia correcta, mi padre nos detuvo bajo aquellos cocoteros, el sombreado lugar en el que podríamos esperar una hora sin morir bajo los rayos del sol. Lucas, Rodrigo, Mateo y yo estábamos muy inquietos, no sabíamos cómo acabaría aquella extraña jornada ni si las cosas saldrían como esperábamos. Por más, yo tenía ante mí, pasara allí lo que pasase, un largo día de sufrimiento pensando en mi padre, que estaría caminando solo por las peligrosas montañas y las temibles ciénagas hasta que los hombres de Benkos le salieran al encuentro.

Acomodados en el suelo, bajo la sombra, recuerdo que empezamos a charlar y a reír y que, cuando vimos salir a mi señor padre de la hacienda e internarse discretamente en la selva, hicimos como que no le habíamos advertido por poder jurar luego que había sido así, y, entonces, empezamos a armar bulla y jarana, más porque no podíamos estar sosegados sabiendo lo que se avecinaba que por verdadera diversión.

Cuando la hora se cumplió, comenzamos a representar nuestros personajes. Todo debía parecer muy cierto, incluso entre nosotros, de cuenta que, convencidos de estar diciendo la verdad, nadie pudiera arrancarnos otra cosa. Entramos en la hacienda, conocimos a Manuel Angola, el esclavo que luego sería nuestro principal valedor en las declaraciones (aunque en ese momento no lo sabíamos, ni él tampoco), nos enfrentamos a Melchor que, en efecto, debió de pensar que estábamos locos, y recibimos la paliza con estacas que nos propinaron sus hombres. Quizá hubiéramos podido evitarla si Mateo no hubiera desenvainado la espada, mas como ya contábamos con ella y Mateo, llegado el caso, resultaba bastante ingobernable en lo que a las armas se refiere, salimos de aquella aventura descalabrados y malheridos, mucho más de lo que yo me había figurado. Con todo, el asunto estaba saliendo muy bien, punto por punto a lo planeado, mas los terribles dolores que sentía en el cuerpo no me dejaron felicitarme y, sin duda, aquella noche estaba demasiado preocupada por mi padre como para vanagloriarme de mi primera victoria.

A la mañana siguiente, inquieta y magullada, principié la segunda doblez de la celada. Con ayuda de Jayuheibo, Antón, Miguel y Juanillo, bajé a tierra y comencé a pasear por el puerto y el mercado para ser vista por las gentes. Yo quería que me viesen, era preciso que algunos de nuestros amigos mercaderes, los más alborotadores a ser posible, me descubriesen en aquel lamentable estado para poder contar lo acaecido y que la voz empezara a circular por toda Cartagena. Sólo con un tumulto popular obtendría la fuerza y el escudo que necesitaba frente a los Curvos. Cuanto más ruidoso fuera el escándalo menos se atreverían a tocarnos y más obligado estaría don Alfonso, el alcalde, a brindarme su atención. Toparme con Juan de Cuba y sus compadres (Cristóbal Aguilera, Francisco Cerdán y Francisco de Oviedo) fue la mayor de las venturas. Todos eran hombres de avanzada edad, muy conocidos en Cartagena, y, por sobre todas las cosas, pendencieros, camorristas y bullangueros. Justo lo que precisaba, ni más ni menos.

Entretanto mis compadres se dolían en la nao, yo presentaba mis respetos a don Alfonso de Mendoza y Carvajal, alcalde de la ciudad y juez para las causas civiles, a quien presenté mi demanda sabiendo que intentaría echarla por tierra y tapar como fuera el engorroso asunto, pues afectaba a un rico comerciante que era, por más, primo de una de las principales familias de toda Tierra Firme y de Nueva España. Pese a ello, a mí no se me daba nada de lo que intentara hacer don Alfonso. Todo lo había previsto para que no pudiera evadirse con ningún pretexto.

Sabía que, ante el alcalde, sólo debía hablar de la desaparición de mi padre y de que tenía para mí que había muerto a manos de Melchor, facilitando razones suficientes para que se abriera obligatoriamente el proceso. Si implicaba a los Curvos con alguna alusión a los negocios sucios de su primo, éstos no dudarían en intervenir con todas sus armas y recursos, pues se trataba de su hacienda y de su riqueza, y no las iban a poner en peligro. Mi enemigo tenía que ser sólo Melchor de Osuna, de cuenta que los Curvos no se sintieran amenazados y prefirieran abandonar al primo a su suerte, dejándolo solo frente a la justicia. Debía ceñirme al asunto de mi padre y por ello lo había robustecido con motivos personales, de dineros y de propiedades, que los tenía, mas, para asegurarlo, contaba con la declaración del esclavo que aún debía aparecer. No sentía temor a este respecto, pues me fiaba de Benkos y de sus muchas capacidades.

De quien no me fiaba era del de Osuna, que acaso, si la rabia le nublaba el entendimiento, tuviera el mal pensamiento de matarnos. Por eso establecí los turnos de guardia en la Chacona y por eso alenté a los mercaderes y a las gentes que ya conocían la desaparición de mi padre y la paliza que nos habían dado los esclavos de Melchor a que propagasen aún más el asunto por toda la ciudad, indignando a las gentes, provocando comentarios y suposiciones, e iniciando las batidas de búsqueda del cuerpo de mi padre que el alcalde parecía remiso a organizar. Cuando tan incontable número de vecinos dejaron sus casas y cerraron sus negocios para salir al campo, empecé a sentirme más tranquila. Si Melchor intentaba agredirnos se haría a sí mismo un flaco servicio. Las batidas, por más, reforzarían la certidumbre en el asesinato pues el cuerpo de mi padre, de haber ido bien su escapada, no iba a aparecer y todos acabarían creyendo que Melchor lo había tirado al fondo de alguna ciénaga ya que, se dirían las gentes, en algún lugar tenía que estar Esteban Nevares o su cuerpo muerto.

Al cabo de una semana, mientras aún continuaban las búsquedas, mandé una carta a madre para, supuestamente, contarle lo acaecido. En realidad, era un mensaje en el que le informaba de que todo estaba saliendo bien («No vengáis a Cartagena») y de que mi padre debía de haber llegado sano y entero al palenque de Benkos («Enviad caudales para nuestro sostenimiento»), pues, realmente, su cuerpo no había aparecido. Si algo hubiera salido mal en el artificio, le habría tenido que pedir a madre que se personara en Cartagena y, si era a mi padre a quien le había acaecido algo durante su huida, le habría escrito que no nos hacían falta caudales porque íbamos a regresar pronto.

El día lunes que se contaban veintinueve del mes de noviembre dieron comienzo, por fin, las declaraciones. El momento final se acercaba. En cuanto apareciera el esclavo de Melchor prevenido por Benkos, lanzaría el disparo final.

Cuando vi a Manuel Angola acercarse al alcalde, temí que todo hubiera salido mal. No íbamos a tener la buena ventura de que el propio capataz de la finca, el que nos había impedido el paso a nosotros y nos había dicho que mi padre se había marchado de allí delante del mismísimo Melchor, fuera ahora a desdecirse y a jurar que mi padre nunca salió de aquel sitio. A fe mía que pasé más miedo que cuando el ama Dorotea me tiró a las temibles aguas del océano sin saber nadar. Por eso, al oírle decir aquel no tan alta y claramente cuando el licenciado Arellano le preguntó si mi padre había salido de la hacienda, se me ahuecó el corazón y no di un gran suspiro de alivio por que no se me oyera, mas me hubiera gustado.

Se me figura que Melchor de Osuna no podría dar crédito a lo que estaba oyendo y que, o bien se volvió loco en aquel instante, o bien juró matar a aquel esclavo en cuanto tuviera ocasión (que no la tuvo porque volvieron a llevarle al presidio aquel mismo día). Ahí fue cuando empecé a disfrutar de la venganza que, sin duda, y se diga lo que se diga, es felicísima y reporta una muy grande satisfacción. Toda la mezquindad y toda la codicia del de Osuna caían derrumbadas a mis pies. Ya le tenía. Ahora debía regresar a la nao con toda premura para escribir la carta que llevaba componiendo en mi cabeza desde el mismo día de nuestra llegada a Cartagena.

Con las gentes celebrando la desgracia de Melchor en las calles de la ciudad, los compadres y yo retornamos al barco y, sin cenar, me encerré en la cámara de mi padre y, sentándome frente a su mesa, tomé la pluma y el papel y empecé a redactar la que sería mi primera epístola directa y personal para Arias y Diego Curvo, el primer contacto de los muchos que luego vendrían.

Empecé ofreciendo, completos, mi gracia y mi linaje (los de Martín) y, seguidamente, les conté a los dos hermanos todo lo que sabía sobre su primo Melchor, sobre sus negocios y su forma de enriquecerse. Les dije que el mismo contrato de arriendo sobre los bienes que le había hecho a mi padre mediante engaño se lo había hecho también a otros comerciantes de Tierra Firme y mencioné los nombres que nos había dado Hilario Díaz aquella noche en La Borburata a Rodrigo y a mí. Mencioné también lo de los establecimientos de mercaderías de Melchor en Trinidad, La Borburata y Coro, y afirmé que tan extraño conocimiento de las mercaderías de las que iba a carecer Tierra Firme por no traerlas las siguientes flotas sólo podía deberse a que obtenía la información de ellos mismos, Arias y Diego, pues habían llegado hasta mis oídos los buenos matrimonios de sus dos hermanas con personas principales del gobierno de la Carrera de Indias: Juana Curvo con Luján de Coa, prior del Consulado de Sevilla, e Isabel Curvo con Jerónimo de Moncada, juez oficial y contador mayor de la Casa de Contratación de Sevilla, al frente del Tribunal de la Contaduría de la Avería.

Les dije que resultaría incuestionable para cualquier juez y tribunal de la Real Audiencia de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada su intervención, a través de sus hermanas y cuñados, en las decisiones del Consulado de Sevilla y de la Casa de Contratación respecto al buque de las flotas y a sus mercaderías y que también sería innegable que, por obtener ellos buenos beneficios, mantenían al Nuevo Mundo siempre falto y necesitado.

Terminé mi carta informándoles de que tenía probanzas ciertas sobre la falsedad de la Ejecutoria de Hidalguía y Limpieza de Sangre de Diego Curvo, encargada por Fernando a un conocido linajudo español llamado Pedro de Salazar y Mendoza, apresado en otras ocasiones por falsificar genealogías a trueco de caudales, y que sabía que los cinco hermanos llevaban sangre judía en sus venas, por lo que el matrimonio de Diego con la joven Josefa de Riaza estaba en mis manos, prestas a enviar una nota a la condesa viuda con esta revelación.

Mi silencio, y el silencio de las gentes que, como yo, estaban en conocimiento de todo cuanto les había señalado, tenía un precio: quería que, sin dilación ni tardanza, al día siguiente mismo por la mañana, durante la declaración de Rodrigo de Soria en el cabildo, me hicieran llegar un nuevo contrato firmado por Melchor en el que se le devolvieran a mi padre la propiedad de la casa de Santa Marta, de la tienda pública y del jabeque llamado Chacona, anclado en ese momento en el puerto de Cartagena, y que, mediante ese nuevo contrato, cualquier deuda u obligación de mi señor padre con Melchor que pudiera aparecer en el futuro quedara al punto sin efecto. En caso de no recibirlo, Rodrigo de Soria hablaría sobre los negocios de Melchor, sus establecimientos y todo lo demás, salpicándolos a ellos, sin duda, con el barro que se levantaría en el proceso. Quería, asimismo, que nos dejaran marchar de Cartagena en buena hora y seguir con nuestra tranquila vida de mercaderes pues, al menor intento de perjudicarnos o dañarnos, todo cuando les había dicho saldría a la luz, y puesto que nuestra intención era dejarlos en paz, esperábamos lo mismo de ellos, garantizándoles que, si nos olvidaban, nosotros los olvidaríamos también.

En cuanto firmé la carta, cerca del amanecer, mandé que se botara el batel y que los hombres llevaran a Juanillo al puerto para que pudiera allegarse hasta la casa de los Curvos y entregarla en persona.

Cuando regresaron, Juanillo me relató lo mucho que le había costado que le llevaran ante Arias Curvo pues, a esas tempranas horas del día y en una casa tan lujosa y elegante, los sirvientes no estaban dispuestos a despertar al amo para ponerle delante a un sucio grumetillo negro. Tras una batalla sin cuartel, Juanillo logró su propósito y me dijo que había sido digna de ver la cara pálida y desencajada de Arias cuando leyó mi misiva. Al poco se vio tirado en la calle sin ningún miramiento y regresaron todos a la nao.

El resto ya es conocido. Entretanto Rodrigo declaraba, esperando mi señal para sacar a la luz los trapos sucios de Melchor y los Curvos, yo recibí el contrato solicitado y, con él en las manos, di por zanjado el asunto, permitiendo que terminaran con bien las declaraciones. Al salir del palacio, mandé recado al emisario de Benkos para que le dijera a mi señor padre que ya podía regresar, que todo se había conseguido. Y, así, tres días después, el imaginariamente fallecido Esteban Nevares se presentó en Cartagena a lomos de una mula y cubierto de sangre, sangre que, por otra parte, era verdaderamente suya, pues Benkos y sus hombres, por no descubrir el engaño, le dieron una pequeña y caritativa vuelta de última hora en la que incluyeron algunos mojicones, un par de latigazos suaves y dos o tres navajazos en partes poco importantes, como las islillas y las posaderas.

Pasamos la Natividad con grande trabajo para las mozas de la mancebía y, antes de que diera fin la estación seca en aquel nuevo año de mil y seiscientos y cinco, tras habernos repuesto de tantos sucesos, primero adversos y, luego, prósperos, empezó un discurso de tiempo que trajo muchas e importantes nuevas y otras cosas de igual jaez. Empezaré contando que los ataques a los palenques cesaron después de la Natividad. Don Jerónimo debió admitir, a costa de grande humillación, que sus constantes derrotas militares frente a Benkos no eran argumentos suficientes para convencer a las personas principales de Cartagena de que él podía impedir que fueran robadas y maltratadas como mi señor padre, o muertas, como amenazaba el rey de los cimarrones.

En el caluroso mes de febrero, durante una visita al palenque de Sando, Benkos, que pasaba allí unos días, nos contó que después de acabadas las fiestas, y en una zabra que había llegado a Cartagena como aviso de la Casa de Contratación de Sevilla, Melchor de Osuna había zarpado de regreso a España por mandato de sus primos. Al parecer, por lo que referían los confidentes de la casa, los Curvos no habían tenido conocimiento de los pequeños y sórdidos negocios de Melchor hasta que recibieron mi carta, enterándose entonces de que su apadrinado hacía uso a sus espaldas de la información que ellos tan secretamente obtenían y con tanto cuidado y precaución manejaban. Al saber que su pariente les había estado engañando y abusando de su confianza, le arrebataron todo menos la vida y le embarcaron a la fuerza en el aviso de la Casa de Contratación para que regresara a Sevilla con una mano delante y otra detrás. En el mismo aviso salía despachada también una carta para Fernando en la que le contaban los hechos acaecidos y le daban instrucciones para que actuara con Melchor de suerte que no pudiera volver jamás al Nuevo Mundo.

Grande fue nuestra alegría al conocer estos hechos, pero el año aún nos deparaba mayores sorpresas. Benkos nos pidió un cargamento de armas y pólvora en el mes de abril, pues desconfiaba del silencio y calma del gobernador, sospechando que se estaba preparando para un gran ataque a los palenques. Como la cosecha de tabaco no empezaba hasta mayo, supliqué a mi padre que adelantáramos la salida para regresar a mi isla.

—¿Se puede saber qué demonios se te ha perdido allí? —me preguntó con gravedad.

Yo no había dicho nada de lo que había descubierto la noche que hablé con Sando y con Francisco en las cercanías del río Manzanares, aquello de «Todo lo que tengo lo doy por un cañón pirata», así que me dispuse a contárselo a mi padre.

—¿Conserva en su memoria vuestra merced —empecé a decir— aquella vieja historia de un mercader de trato de Maracaibo que, años ha, halló unas viejas lombardas enterradas en una isla desierta dentro de las cuales descubrió un inmenso tesoro que le hizo un hombre muy rico?

Me miró desconcertado y arqueó las cejas como seña de incomprensión.

—Sí, desde luego. Eso le ocurrió a Luis Téllez, vecino de Maracaibo —repuso—. Mas no comprendo…

—¿Y sabe vuestra merced que los piratas guardan sus tesoros en viejos cañones inservibles que ocultan en las muchas islas e islotes desiertos que tenemos en estas aguas caribeñas?

—Sí, naturalmente que lo sé.

—¿Y conoce también que…?

—¡Basta! —gruñó, enfadado—. ¿Se puede saber qué intentas decirme?

—Lo lamento, padre. Sólo quería contarle que, en mi isla, en una cueva llena de murciélagos que había en la parte alta de unos acantilados, encontré, meses antes de que vuestra merced me rescatara, cuatro viejos falcones de bronce escondidos en el guano que cubría el suelo.

Los ojos de mi padre brillaron.

—¿Cuatro falcones, eh? —preguntó, interesado.

—Sí, padre.

Al punto, frunció el ceño.

—¿Qué emblemas tenían en las testeras?

—Ninguno, padre. O eran muy viejos o se los habían borrado.

—¡Martín! —exclamó, contento—. ¡Encontraste un tesoro pirata!

—Eso tengo para mí, padre.

—¿Es que, acaso, no lo viste?

—No, padre, no lo vi. Los calibres estaban tapados por el guano y yo entonces desconocía que se pudiera ocultar algo en su interior, así que no miré. Estaba muerta de frío y me había dado un golpe muy fuerte contra los falcones, que me hicieron caer, así que no me entretuve en aquella cueva, y, por más, los murciélagos empezaban a regresar. Por eso había pensado —concluí— que podríamos allegarnos hasta mi isla antes de empezar a cargar tabaco, porque, si realmente hay un tesoro, podemos comprar las armas a Moucheron en el tornaviaje sin pasar por las plantaciones.

Aunque nos hiciéramos muy ricos, no podíamos abandonar a Benkos cuando nos solicitaba ayuda porque él no nos había abandonado a nosotros cuando se la habíamos pedido.

—¡Sea! —consintió mi padre—. Mas debes saber que tengo intención de retirarme cuando regresemos del viaje. Ésta será la última vez que gobierne la Chacona como maestre.

No pude soltar palabra, tan sorprendida me había quedado.

—Estoy viejo, Martín —me explicó, mirando por la ventana de su despacho que era dónde nos encontrábamos—. Pronto cumpliré sesenta y cinco años. Nadie de mi edad debería estar aún gobernando una nao. —Quedó en suspenso unos instantes y, luego, soltó una carcajada—. ¡De cierto que no queda casi nadie de mi edad! En fin, lo que quería decirte, muchacho, es que voy a dejarte a cargo de la Chacona. Quiero que tú seas su maestre.

—¿Maestre de la Chacona… yo? —balbucí.

—¿Por qué no? Eres mi hijo legítimo, buen navegante, buen mercader, listo como bien has demostrado y honrado hasta donde nadie sabrá nunca. ¿Qué más virtudes necesitas?

Callé, pensativa.

—Toda virtud, padre, en exceso se vuelve vicio. ¿Cuándo se ha visto a una mujer gobernando una nao?

Mi padre se enfadó.

—¿Es que no puedes olvidarte de aquella pobre Catalina Solís? —exclamó, dando un puñetazo en la mesa. Resopló y volvió a mirar por la ventana—. ¿No puedes, verdad?

—No, padre, no puedo. Soy Catalina Solís y, aunque el nombre nada me importe, soy una mujer, y eso no lo cambiarán estas ropas ni tampoco los documentos que me convierten en vuestro hijo Martín. Soy mujer, padre, y soy Catalina, aunque vista como un mozo.

Ambos guardamos silencio, entristecidos. Él quería un hijo y yo me obstinaba en declararme dueña.

—¡Sea! —gritó, dando otro puñetazo—. ¡Quédate con Catalina! Mas debes conocer que sí que ha habido otras mujeres gobernando naves y, por más, mujeres almirantas que gobernaban flotas de Su Majestad.

Yo abrí la boca, sorprendida.

—¿No has oído hablar de doña Isabel Barreto, la esposa de don Álvaro de Mendaña, el descubridor de las Salomón, que fuera Almiranta y Adelantada de las Islas de la Mar Océana? Hace diez años, tras la muerte de don Álvaro en plena travesía, se vistió con las ropas de su señor esposo, tomó sus armas, y dirigió los galeones hasta llegar a las Filipinas, poniéndose, incluso, a la caña del timón durante una gran tormenta. ¿Qué me dices, eh? Y no es la única, te lo aseguro. Hay más, aunque menos conocidas y famosas por ser de más baja condición.

¿Así pues no era yo la única en tan insensato estado? ¡Almiranta de las naos de Su Majestad! ¡Eso quería ser yo! Acababa de escoger mi ejercicio y se lo hice saber a mi padre, que ahora fue quien abrió mucho la boca, admirado.

—¿Y no te conformarías, por el momento, con ser el maestre de la Chacona?

—Por supuesto, padre.

—¡Sea! —exclamó, contento, levantándose para darme un abrazo.

Zarpamos a la semana siguiente y, tras quince días de navegación, Guacoa hizo que la Chacona atravesara la cadena de arrecifes que bordeaba las tranquilas aguas color turquesa de mi isla. Anclamos la nao y, con el batel, llegamos a la playa. Ya no guardaba en la memoria casi nada de mi pasado. Mi vida había comenzado el día que arribé a esa playa blanca a bordo de mi mesa-bajel, de cuenta que, al regresar ahora a aquel lugar, sentía que estaba volviendo a casa, que aquella isla era mi hogar perdido.

Ascendimos la colina y llegamos hasta la laguna más cercana al lugar donde había estado mi bajareque. Jayuheibo, el antiguo pescador de ostras perlíferas de Cubagua, se ofreció a acompañarme. Tengo para mí que dudaba de mi capacidad para retener el aire en los pulmones mucho tiempo, mas le demostré de largo que se equivocaba. Ambos llegamos a la cueva de los murciélagos al mismo tiempo y él, con toda su maestría, resoplaba más que yo.

Allí estaban los falcones pedreros. Jayuheibo, con una vara, espantó a los repugnantes animalejos que colgaban del techo entretanto yo sacaba el guano que taponaba el calibre de los falcones. No podía creer lo que veía cuando vacié el primero de ellos. Y menos cuando vacié el segundo. Y qué decir cuando el tercero y el cuarto quedaron limpios: zarcillos de oro con perlas, collares de granates, relicarios, cuentas de oro, brazaletes de corales, soguillas, alfileres y sortijas de oro y esmeraldas, una hermosa cubertería de oro con incrustaciones de gemas, cincuenta o sesenta barras de oro y unos diez o quince lingotes de plata, más doblones y ducados de curso legal rellenando los huecos. Una verdadera fortuna. Maestre o almiranta, iba a ser muy rica durante el resto de mi vida pues mi señor padre ya me había advertido, y había advertido a los compadres, que todo lo que se encontrara en los falcones, si algo había, era sólo mío.

Jayuheibo y yo recorrimos el túnel inundado entre la cueva y la laguna en repetidas ocasiones hasta que sacamos todo el tesoro. Los demás, aunque lo intentaron, no aguantaron sin respirar el tiempo necesario para completar un viaje.

Todo se dejó en mi cámara de la Chacona por expreso deseo de mi padre, que quería demostrar con ello que nada se quedaban ni él ni los hombres, mas yo repartí los doblones entre todos dando a cada uno según su oficio, para que no hubiera disputas.

Lloré al partir de mi isla como lloré el día que abandoné Sevilla y España, cierta de no regresar jamás. Mucho me había dado aquel pedazo de tierra perdido en el océano pues, no sólo me había hecho fuerte e independiente sino que me había convertido en una de las personas más ricas de Tierra Firme y de todo el Nuevo Mundo. Con los brazos apoyados en la borda, vi menguarse mi isla en la distancia hasta que desapareció. La alegría en la Chacona era evidente y los compadres estaban deseando llegar al primer puerto importante para gastarse sus doblones como se les antojase. Se sentían tan ricos como yo, mas, a lo que parecía, estaban deseando dejar de serlo disfrutando de jaranas y distracciones.

Sin embargo, otra sorpresa nos aguardaba a mi padre y a mí en Margarita. Como siempre que atracábamos allí, yo permanecía en el barco para evitar el peligro de topar con mi señor tío, de modo que me quedé sola al cuidado de la nao mientras los demás bajaban a divertirse. Cerca de la medianoche, el batel con los hombres regresó. Casi todos venían borrachos y con los bolsillos vacíos, aunque felices y satisfechos. Mi señor padre, nada más subir a bordo, me cogió por un brazo y me arrastró hasta su cámara.

—¡Domingo Rodríguez ha muerto! —exclamó nada más cerrar la puerta.

Yo, medio dormida, no conseguía entenderle.

—¡Eres viuda, mujer! ¿No me oyes? Tu desgraciado marido ha muerto.

Resultó que durante la epidemia de viruelas que asoló la isla el año anterior, cuando nosotros mareábamos buscando inútilmente tabaco por todo el Caribe, mi señor esposo, Domingo Rodríguez, había muerto de esta pestilencia. Y no fue el único de mi familia que murió, pues mi señor tío Hernando había también fallecido así como su socio y suegro mío, Pedro Rodríguez.

—¡Eres la heredera de tu tío y de tu esposo! —me explicó mi padre—. Desde el pasado mes de septiembre, la propiedad de la latonería es tuya. Me han contado que no hay ningún familiar vivo y que van a proceder a rematarla este año. ¿Qué quieres hacer?

Aturdida aún por el sueño y la nueva, intentaba despertar mi entendimiento para responder a mi padre. Si volvía a ser Catalina podría quedarme con el negocio de la latonería de Margarita y llevar una vida pacífica y normal como viuda rica y propietaria; si continuaba siendo Martín, podría ser maestre y almirante. Difícil decisión a esas horas de la noche. Quizá fue el letargo porque, en aquellos momentos, me pareció muy prudente el pensamiento de seguir siendo los dos. ¿Por qué no llevar ambas vidas? Podía hacerlo. Tenía documentos de Catalina y documentos de Martín. ¿Por qué no usar mis dos identidades?

—¿Estás loco? —me reprendió mi padre cuando se lo conté.

—¿No fue vuestra merced quien me dio la idea cuando me prohijó hace dos años?

—¿Yo? —se asombró.

—Recuerde, padre, que poseo una muy buena memoria. El día que me anunció que me había prohijado, antes de salir de mi aposento, se rió de buena gana y expresó su deseo de estar vivo para verme utilizar mis dos personalidades según mi voluntad y conveniencia. ¿Digo o no digo verdad?

—Dices verdad —gruñó, mas se le veía en el rostro que aquel doble juego le tentaba y le divertía. A mí también. ¿Por qué no?

Pasamos por Punta Araya sin conocer que aquélla sería la última vez que veríamos a los flamencos, pues antes de que acabara el año, en el mes de noviembre, varios galeones de guerra de la conocida como Armada del Mar Océano atacaron Araya por sorpresa, expulsaron de allí a los trabajadores de las salinas, a los mercaderes, a las urcas y pusieron fin a la vida de Moucheron y a las de otros muchos. El de Middelburg fue ejecutado por corsario y nosotros, desde luego, no opinábamos que hubiera sido otra cosa. ¿Lamentamos su muerte? No lo sé, paréceme que no, aunque aquel último día, entretanto cargábamos las armas en la nao, estábamos muy lejos de figurarnos lo que le iba a acontecer. A Moucheron no le hizo ninguna gracia que no le lleváramos tabaco y estaba presto a gritarnos como un loco cuando, para su sorpresa, le mostramos las joyas con las que pensábamos pagarle. El brillo del oro y de las piedras preciosas zanjaron sus protestas y sellaron su boca.

Poco después, entregamos aquellas armas a Benkos en la desembocadura del gran río Magdalena, en la zona de las barrancas, aunque fue Sando quien nos dio la bienvenida cuando desembarcamos. El rey no estaba y era la primera vez.

—Mi padre se encuentra reunido secretamente con don Jerónimo de Zuazo, el gobernador de Cartagena —nos anunció Sando, con evidente orgullo.

—¿El rey ha entrado en Cartagena? —me sorprendí.

—No, hermano Martín, mi padre no es tonto. Ésta es la segunda ocasión en que se encuentra con don Jerónimo en un claro de la selva, entre las ciénagas, señalado y elegido por ambos para su mutua seguridad.

—De modo —comentó mi señor padre, complacido— que tenemos acuerdo.

—Así parece, señor Esteban. Aunque hay un punto en el que no se ponen de acuerdo. El gobernador está dispuesto a transigir con todo menos con el tratamiento de rey que exige mi padre. Dice que no puede haber dos reyes en el mismo territorio y que Felipe el Tercero es el único rey de estas tierras. Si mi padre renuncia, cosa que él no quiere hacer en modo alguno, la paz para los palenques está asegurada.

—¿Tanto le importa renunciar al título de rey a trueco de la vida de sus apalencados? —me sorprendí.

Sando puso una expresión de aburrimiento en el rostro.

—¡Era rey en África, hermano! —exclamó, soltando un bufido de hartazgo y ojeando a sus hombres, que metían las armas y la pólvora en las canoas con las que, luego, remontaban el Magdalena—. Desde que nací no le he oído hablar de otra cosa. Nadie le podría convencer para que abdicara. Con todo, tengo para mí que lo está considerando. Espero que lo haga.

—Yo también —repuso mi padre.

El día lunes que se contaban dieciocho del mes de julio de mil y seiscientos y cinco, Benkos Biohó, también conocido como Domingo Biohó, el rey de los cimarrones de Tierra Firme, entró libremente en Cartagena de Indias para firmar el acuerdo de paz que, entre otras cosas, legalizaba los palenques, otorgaba la libertad a todos los esclavos huidos y, lo más importante, le permitía a él vestir como noble español. Renunció a su título de rey mas nunca al respeto que estaba seguro de merecer como soberano ni a la dignidad que le acompañaba.

Tras algunas semanas de reposo y cavilaciones en Santa Marta, durante las cuales sostuve largas conversaciones con mi padre y también con madre, que no hubiera dejado escapar la ocasión de intervenir en tan importante resolución, y tras muchos paseos por el Manzanares y muchas horas de lecturas, me determiné a seguir con la decisión tomada en Margarita: sería Martín y sería Catalina, ambos dos. Reclamaría la propiedad de la latonería (diciendo que había pasado muchos años en una isla desierta y que acababa de ser rescatada por un mercader de trato), me instalaría allí, en la casa de mi fallecido tío, que arreglaría, y sería Catalina Solís, una joven viuda de veintitrés años. Cuando visitara Santa Marta o mareara con la Chacona y su tripulación, sería Martín Nevares, un muchacho despierto cercano a los veinte. Las razones para tamaña osadía fueron muchas, mas las que pesaron decisivamente en mi ánimo fueron dos: la primera, que mi señor padre deseaba conservar a su hijo Martín, su heredero, el continuador de su noble linaje, el que se haría cargo de sus queridas propiedades y de su amplia familia cuando él desapareciera. Sólo así podría morir en paz, me dijo. La segunda, que yo deseaba recuperarme a mí misma, que necesitaba dejar de ser Martín, aunque sólo fuera de vez en cuando, para sentirme Catalina, para sentirme mujer y para sentirme bien, aunque odiara la humillante esclavitud a la que estábamos sometidas las mujeres. Necesitaba la libertad de Martín y la esencia de Catalina. De algún modo que no se me alcanzaba me había convertido en los dos.

Lo que nunca llegué a figurarme en aquel año de mil y seiscientos y cinco, cuando abracé tal decisión, fue que tanto Martín como Catalina llegarían a ser grandemente conocidos por todo el ancho Nuevo Mundo, que Martín gobernaría un navío pirata y que Catalina… En fin, no, no diré más, que ésa ya es otra historia.

1. Nombre por el que se conocía a la zona del continente sudamericano más próximo al mar Caribe.

2. Medida antigua para líquidos. Una azumbre se corresponde con un poco más de dos litros.

3. Una legua equivale a cinco kilómetros y medio, aproximadamente.

4. A finales del siglo XVI, la denominación de islas de Barlovento incluía tanto las Pequeñas Antillas (Vírgenes, Dominica, Martinica, Trinidad…) como las Grandes (Cuba, La Española, Jamaica y Puerto Rico).

5. Antiguamente, mapa de navegación.

6. Medida de longitud. Una vara equivale a 0,838 metros.

7. Maderos unidos por cuerdas para flotar sobre ellos.

8. Villancico (canción popular) de Juan del Encina (1469-1529).

9. En la sociedad colonial del Nuevo Mundo se produjo casi desde el principio un rápido mestizaje entre blancos, indios, negros y chinos. La mezcla de estas razas dio lugar a un sinfín de castas, que constaban oficialmente en los registros administrativos y en la documentación de cada persona. El mestizo era hijo de español e indio; el mulato, de español y negro; el coyote o cholo, hijo de indio y mestizo; y el cuarterón o castizo, hijo de español y mestizo.

10. Prostituta que busca clientes en las esquinas o cantones.

11. El Concilio de Trento (1544-1554) convirtió el matrimonio en sacramento. Antes no lo era.

1. Velas triangulares.

2. El tonel era la medida de arqueo o capacidad de una embarcación y equivalía a 5/6 de tonelada.

3. 20 metros de eslora (largo), 17 de quilla y 8 de manga (ancho).

4. Responsable de un garito o casa de juego (casa de tablaje en la época).

5. Rumbo o dirección de un barco.

6. Equivale a la longitud de un par de brazos extendidos, de ahí el nombre. La braza española es igual a 1,67 metros.

7. Así se llamaba a los esclavos negros entre los quince y los treinta años de edad que mostraban buenas condiciones físicas y de salud.

8. Nombre indígena tayrona de la Sierra Nevada de Santa Marta, la cadena montañosa litoral más alta del mundo, con 5.775 metros de altitud en su pico más elevado.

9. Se correspondería, aproximadamente, con la actual Colombia.

10. El Virreinato de Nueva España comprendía, en esta época, todos los territorios situados al norte de la península del Yucatán.

11. El lienzo brite era una tela especial para fabricar velas de navíos y el hilo de vela era un hilo grueso de cáñamo que se utilizaba para las costuras.

12. Por aproximación, esta cifra equivaldría, más o menos, a unos treinta mil euros actuales.

13. Esclavo negro que, en la América española, huía en busca de la libertad.

14. En 1599 sólo partió desde Sevilla con destino a Tierra Firme una Armada de la Guardia de la Carrera de Indias formada por seis galeones militares y dirigida por el general Francisco Coloma, cuya misión era hacer la guerra en el mar a los navíos ingleses y recoger las perlas, la plata y el oro de la Corona. En 1600 tampoco salió la flota con mercancías para las colonias de Tierra Firme aunque sí para las de Nueva España.

1. Para líquidos, medio litro, una cuarta parte de una azumbre.

2. En 1581, por derechos sucesorios, Felipe II se anexionó Portugal y sus dominios.

3. Creado en 1524. Era un órgano consultivo que asesoraba al rey en el gobierno del Nuevo Mundo.

4. Fundada por los Reyes Católicos en 1503 para controlar el comercio con las Indias. Dirigía y fiscalizaba todo lo relativo al comercio monopolístico con el Nuevo Mundo.

5. Por orden real, los avisos eran barcos pequeños y ligeros, de menos de sesenta toneladas. Además de llevar el correo, anunciaban la llegada de las flotas y comunicaban entre sí a los barcos que las integraban.

6. Daniel de Moucheron, aventurero y corsario zelandés, activo en el Caribe durante doce años. Miembro de una importante familia de comerciantes flamencos. Muerto en Punta Araya en noviembre de 1605.

7. En hojas, al natural o secas.

8. Por aproximación, 3.500.000 ducados serían 175.000.000 euros. El valor monetario de 1 ducado estaría entre los 40 y los 60 euros. Hay que contar, además, con que, en el año 1600, España tenía, sin Portugal, sólo 9.847.000 habitantes, según cálculos de Ruiz Almansa, citado en La Península Ibérica desde el siglo XVI al XVII, de Manuel Lucena Salmoral, Editorial de Cultura Hispánica, Madrid, 1989.

9. La estación seca va desde noviembre hasta mayo y la de lluvias desde junio hasta octubre.

10. Basado, con cambios y adaptaciones, en la carta de un ciudadano alemán, vecino de Coro, quien solicitó, en 1569, la legitimación de dos hijos naturales habidos con una india. Referencia AGI. Santo Domingo 207, n.º 29. Transcripción y revisión: L. De Stefano y M. González. Revisión final: S. D. Maldonado.

11. Actualmente, dividida entre Haití y la República Dominicana.

12. Trozos de tela vieja que se hervían y se utilizaban como vendas y gasas.

13. Juego de naipes muy popular. Inventado en España a finales del siglo XV, se extendió por todo el mundo (véase Léxico del naipe del Siglo de Oro, M.ª Inés Chamorro Fernández, Ediciones Trea, 2005).

14. Se llamaba flor a la trampa, picardía o astucia en el juego.

15. La actual Caracas.

16. El Consulado o Universidad de Mercaderes de Sevilla se fundó en 1543. Era una institución privada que tenía por objeto proteger los intereses de los mercaderes y que, con el tiempo, terminó asumiendo el control absoluto del comercio con las Indias. Gozaba de potestad en los ámbitos jurídico, financiero y mercantil.

1. Hijo de negro e india, o viceversa.

2. El Consulado estaba dirigido por un prior y dos cónsules que disfrutaban de amplios poderes sobre el comercio con las Indias.

1. Cuerpo militar con funciones policiales creado por los Reyes Católicos en 1476.