A mediados de septiembre zarpamos de Santa Marta para recoger el tabaco de la nueva cosecha. Lo cierto es que, a partir de nuestro primer destino, Cabo de la Vela, todo salió mal en aquel viaje. Enrumbamos, aún tranquilos, hacia el norte, hacia Santo Domingo, en La Española, y, al poco, tuvimos la mala estrella de cruzarnos con la flota de Los Galeones, al mando del general Juan Gutiérrez de Garibay, que se dirigía hacia Cartagena y que nos obligó a quedarnos al pairo durante un día completo para dejarle paso. Cuando, a la postre, arribamos a Santo Domingo, descubrimos que una plaga de gusano había terminado con la producción completa de tabaco de la isla. Mejor nos fue en Puerto Rico, pues el dichoso gusano no había tenido tiempo de comérselo todo, mas no pudimos comprar nuestra habitual cantidad de arrobas. Tras muchos días de viaje hacia el sur, llegamos, finalmente, a Margarita, sólo para encontrarnos con la terrible noticia de que el puerto había sido cerrado por otra plaga, ésta de viruelas, que estaba castigando a la población con una terrible mortandad. El gobernador había puesto bateles en la bocana para que ninguna nave pudiera acercarse al puerto.
Desde Margarita fuimos a Cumaná, mas con tan mala fortuna que, para cuando nosotros llegamos, otros compradores de tabaco se lo habían llevado todo, hasta nuestras arrobas, pues habían pagado cuatro veces su precio por hacerse con ellas. Casi no valía la pena acercarnos hasta Punta Araya para mercadear con Moucheron pero, aun así, mi padre, por cumplir con lo pactado, decidió hacerlo. Ciertamente, nos dio con la puerta en las narices y, por más, se quedó con el poco tabaco que habíamos adquirido en Cabo de la Vela y Puerto Rico; como regalo, dijo, por nuestra buena amistad y por el bien de nuestros futuros tratos. Moucheron era otro hideputa como Melchor y como los Curvos. Entretanto nos alejábamos, mi padre, con grande enojo, se daba a Satanás y juraba que Moucheron se lo había de pagar más bien antes que después.
Cuando regresamos a Santa Marta, a mediados de noviembre, nuestras bodegas estaban vacías. Yo no me preocupaba porque había dineros para aguantar hasta la próxima cosecha, mas no por ello ignoraba que lo acontecido era un gran desastre y que, por más, dejábamos a Benkos escaso de armas y sin pólvora para defender sus palenques. Había que comunicarle la desastrosa noticia cuanto antes de modo que pudiera hacerse sus cuentas y tomar sus prevenciones. Si le mandábamos aviso a través de Sando, tardaría en enterarse cinco o seis días, como poco, pues, por mucho que corriesen los emisarios, tendrían que atravesar las montañas y cruzar las ciénagas. Para nosotros, en cambio, con la Chacona, sólo era un día de navegación hasta Cartagena, de suerte que mi padre decidió que, en vez de esperar hasta la Navidad para pagar el tercio a Melchor, lo más conveniente sería aprovechar ahora este pretexto para dar cuenta a Benkos de lo sucedido.
Sentada frente a mi mesa-bajel, aquella noche comencé a escribir una larga carta al rey de los cimarrones en la que le daba detallada razón de todo (el rey no sabía leer, mas tenía en su palenque gentes que sí sabían), y, al alba, zarpamos rumbo a Cartagena tras despedirnos de madre y de las mozas que vinieron al puerto para vernos marchar.
No pudimos encontrar mejores vientos ni disfrutar de mejor travesía. Parecía que el mar nos empujaba con ahínco para favorecer nuestro viaje y que las treinta leguas no fueran sino sólo dos o tres, pues cerca de la medianoche de aquel mismo día, pasada la isla de Caxes, atracábamos en Cartagena. Dormimos a sueño suelto, oyendo los ruidos que llegaban de tan bulliciosa y grande ciudad: las voces de la guardia, las de los serenos, las campanillas y rezos de un cura, los gritos de los borrachos y hasta los de una reyerta que hubo en una taberna del puerto. A la mañana siguiente, después de desayunar, bajamos a tierra con el batel y, nada más desembarcar, entregué a Juanillo la carta que había escrito en casa para que se la llevara al esclavo del taller de carpintería, rogándole que le dijera que era preciso que todos los emisarios se dieran mucha prisa pues urgía hacerla llegar prestamente a Benkos. Después, tras saludar brevemente a los amigos del mercado que nos contaron algunas de las nuevas que había traído la flota desde España (como la de que se había firmado, por fin, la paz con Inglaterra), Lucas, Rodrigo, Mateo y yo acompañamos a mi señor padre hasta la hacienda de Melchor, mientras Jayuheibo, Antón, Negro Tomé y Miguel quedaban al cuidado del batel. El día era luminoso y ardiente. Mi padre se protegía la cabeza con su chambergo negro y yo con el mío rojo, mas los hombres apenas iban cubiertos con unos sudados pañuelos de tocar y, al poco, empezaron a bromear sobre robarle el quitasol por la fuerza a la primera dama con la que topáramos.
Cuando nos encontramos, por fin, a unos cien pasos de la hacienda, mi padre nos ordenó detenernos bajo la endeble sombra de unos altos cocoteros.
—Basta —declaró—. Hasta aquí me escoltaréis. El resto del camino es sólo mío.
Comenzó a alejarse de nosotros resueltamente no sin hacernos antes un gesto con las manos para que nos serenásemos. Se había apercibido de nuestro desasosiego y, si bien no había vuelto a sufrir pérdidas de juicio, todos temíamos que la menor ansia se lo tornara a quebrar.
Nos sentamos en el suelo, bajo los cocoteros, y así estuvimos durante mucho tiempo, charlando y bromeando con grande escándalo, como si nos hallásemos a bordo de la Chacona sin nadie que pudiera escucharnos, mas, pasada una hora y viendo que mi padre no salía, solté un reniego y me puse en pie. Como el sol me cegaba, agarré mi chambergo y me lo calé, pero ni con mejor vista advertí la figura de mi padre por ningún lado.
—Ya debería de haber salido —murmuré preocupada, sin dejar de observar el camino entre el acceso a la hacienda y el portalón de la casa.
—Cierto —afirmaron mis compadres, acudiendo a mi lado.
—Tendríamos que acercarnos y preguntar —comentó Rodrigo, protegiéndose los ojos del sol.
—¡Pues vamos! —exclamó Mateo, echando mano al pomo de su espada y empezando a caminar.
Me coloqué delante de los hombres y, con paso ligero, cruzamos los lindes de la hacienda. Los esclavos negros y los indios, encadenados unos a otros y al suelo, trabajaban sin descanso picando la piedra para extraer el mineral o las gemas o lo que fuera, y el ruido era tan grande que, de haber hablado allí, no nos hubiésemos escuchado. Por fortuna, cerca de la gran casa blanca los golpes se oían menos. En el porche, la hamaca de Melchor de Osuna se balanceaba flojamente con la caliente brisa. El portalón estaba abierto y, aún no habríamos llegado ni a diez pasos de distancia, cuando un negro armado con un arcabuz y con la mecha encendida entre los dedos salió del interior y se plantó, de dos zancadas, frente a nosotros.
—¿Qué queréis? —nos dijo de malos modos.
—¿Es así como recibe tu amo a las visitas? —le increpó Lucas, colocándose a su altura para incomodarle.
—¡Apartaos! —gritó el esclavo, torvamente.
—No nos iremos hasta que sepamos dónde se halla Esteban Nevares.
—No sé de quién habláis.
—¿No sabes de quién hablo, rufián? —se indignó Lucas, poniendo los brazos en jarras y acercándose más al esclavo—. Pues hablo del mercader que hace más de una hora entró en esta casa para pagarle a tu amo el tercio de una deuda y que no ha vuelto a salir.
El negro se quedó pensativo unos instantes y, luego, dijo:
—Ése ya se fue.
—¡Mientes! —gritó Lucas.
—No miento —replicó el otro, inquieto—. El mercader que decís llegó, en efecto, hace más de una hora. Entró, estuvo un rato con mi amo en el salón, pagó el tercio y se marchó.
—Pues nosotros le hemos estado esperando fuera —dije yo, colocándome junto a Lucas—, y no le hemos visto salir. No nos hemos movido de debajo de esos cocoteros que ves allá —y los señalé—. Explícame cómo ha podido abandonar la hacienda mi padre sin que le viéramos.
—¿Y cómo queréis que lo sepa? —vociferó con grande alteración—. Fuera de esta propiedad ahora mismo o disparo como me ha ordenado mi amo.
—¡Tu amo es muy gallito! —exclamó Mateo, el espadachín humilde—. Dile de mi parte que, en lugar de esconderse detrás de un esclavo, salga y dé la cara como un hombre.
Los aires se estaban torciendo. O mucho me equivocaba o aquello iba a terminar mal. Mas, en ese punto, apareció Melchor de Osuna en la puerta de su casa. Nunca le había visto tan de cerca. Era un hombre bajo y grueso, de colgante papada cubierta por una rala barba canosa. Yo, por ser primo de los Curvos y apadrinado, me lo había figurado más joven.
—¿Qué pasa aquí? —bramó. Vestía calzones negros y camisa blanca de mangas abullonadas recogidas sobre los codos.
Sobrepasé a Lucas y al esclavo y me planté frente al de Osuna. Aquél era, si no el peor rufián de Tierra Firme, uno de los principales pretendientes al cargo. Mas, por los huesos de mi verdadero padre, que iba a costarle muy caro.
—Dicen que Esteban Nevares no ha salido de esta casa —le explicó el negro sin volverse, fijos los ojos en los de Lucas.
—¿Cómo que no? —gruñó el de Osuna con gesto adusto—. Se fue hace ya un rato.
—Eso les he dicho yo, que ya se había ido, mas no se fían.
Luché por ocultar mi angustia y mi preocupación y miré retadoramente a mi enemigo.
—Mi señor padre vino a pagaros, Melchor, y quiero que me digáis ahora mismo qué habéis hecho con él y dónde se halla.
—¡Vete al infierno, muchacho! —gritó, dándome la espalda—. Tu padre no está aquí.
Le cogí enérgicamente por uno de sus gruesos brazos y tiré de él con todas mis fuerzas. Ni se inmutó. Sin embargo, por voluntad propia, movido por la sorpresa, tornó a girarse hacia mí.
—¿Quieres que te dé un buen mojicón? —me amenazó. Mis compadres avanzaron prestamente. El esclavo detuvo a Rodrigo poniéndole el arcabuz en el pecho mas éste, de una patada contundente en la entrepierna lo dejó gimiendo en el suelo. Melchor de Osuna me miró con desprecio.
—La última vez que mi padre vino a veros —silabeé con mi voz más grave y cargada de odio—, le dijisteis que rezabais todos los días por su muerte, que se os estaba haciendo muy larga la espera porque no contabais, cuando le ofrecisteis el contrato de arriendo, con que fuera a vivir tanto.
El de Osuna palideció. Debió de sorprenderle mucho que yo pudiera repetir con tanta exactitud las palabras por él pronunciadas meses atrás para ofender y herir a mi señor padre.
—¿Os habéis cansado de acechar su muerte? —seguí diciendo—. ¿Habéis decidido acortar el plazo para apoderaros antes de los bienes de Santa Marta?
Los ojos de Melchor de Osuna se inyectaron en sangre y todo él enrojeció hasta tal punto que tuve para mí que iba a explotar o a hacer una locura. Mis compadres estrecharon el corro para protegerme.
—¡Fuera de mi casa! —gritó y, como si hubieran estado esperando la orden, un grupo de unos veinte negros y mulatos con estacas aparecieron por todos lados y nos rodearon—. ¡Largo de aquí ahora mismo! ¡No quiero volver a veros!
Mateo desenvainó su espada, aunque flaco favor hubiera podido hacernos frente a tanto garrote. Mas, por desgracia, aquel gesto, de seguro torpe, provocó que el de Osuna perdiera los nervios y, con una señal de su mano, el pequeño ejército de pardos se abalanzó sobre nosotros. Desenvainé y tomé la daga con la izquierda, presta a defenderme de aquellos canallas y lo mismo hicieron mis compadres. Peleamos con ardor, resistimos todo cuanto pudimos, mas ellos eran muchos y nos golpeaban con grande ahínco y vehemencia, de suerte que los muchos trancazos que nos dieron nos dejaron heridos, maltrechos y quebrantados. En algún punto de la injusta batalla de cuatro contra veinte perdí el sentido y caí al suelo, sangrando por una desgarradura que me abrieron en la mollera.
No sé cuánto tiempo pasé desmayada. Cuando abrí los ojos de nuevo y torné dolorosamente en mí, vi que yacía en mitad del camino de los cañaverales, enfangada de barro y sangre seca, rodeada por mis compañeros, que parecían muertos. Me dolía tanto la cabeza que apenas podía moverme, mas tenía que descubrir si Lucas, Rodrigo y Mateo habían salido vivos de la pelea. Los tres respiraban, por fortuna, aunque tenían heridas y moretones por todo el cuerpo, las ropas desgarradas y sucias de sangre y los rostros tan deformados por los garrotazos que apenas se los reconocía. Al zarandearlos, uno tras otro, no tardaron en despertar. Como yo, estaban descalabrados, y todos tenían alguna costilla rota o alguna oreja rajada o alguna herida seria en la cabeza. ¡Maldito Melchor de Osuna y toda su parentela! ¡Malditos mil veces! ¿Dónde estaba mi padre?, me pregunté llena de congoja, echada aún en el suelo por no poderme mover.
El sol se ocultaba y la noche caería pronto. Hacía muchas horas que habíamos perdido el sentido y que los desuellacaras de Melchor nos habían echado en el camino como si fuéramos excrementos o basuras.
—¿Qué haremos ahora? —oí preguntar a Mateo con voz doliente.
—Regresar a la nao —repuse, intentando que el dolor no me hiciera hablar con tono afligido y femenino—. Necesitamos hilas, ungüento blanco, bálsamo de vino y romero… Hoy ya es muy tarde, mas en cuanto amanezca el día de mañana, acudiremos al cabildo de Cartagena para denunciar la desaparición. No podemos consentir que Melchor se libre de ésta. Estaréis conmigo en que hay que buscar a mi padre por toda Tierra Firme, si es necesario.
Un alarido sobrehumano nos sobresaltó. Era Lucas, quien, teniendo la nariz rota y desviada de su sitio, sin prevenirnos de nada había decidido recolocársela, como debe hacerse para que no quede mal para siempre.
Cuando por fin calló, oímos, a lo lejos, una voz que nos llamaba.
—¡Jayuheibo! —exclamó Rodrigo, esperanzado.
—Han venido a por nosotros —murmuró Mateo con alivio.
Resultó que Jayuheibo y el resto de los hombres, viendo que la mañana acababa, que pasaba el mediodía y que la tarde se encaminaba hacia la noche sin que hubiera noticias nuestras, habían salido de Cartagena con la intención de encontrarnos. Estaban ciertos de que nos había ocurrido algo, mas no precisamente aquello que encontraron cuando, al escucharnos gemir y decir sus nombres, echaron a correr por el camino y se allegaron hasta nosotros. Con su ayuda y, sobre todo, con la fuerte voluntad que teníamos de no pasar la noche de aquella guisa en mitad del campo, nos pusimos trabajosamente en pie y, entre ayes y lamentos, tornando a sangrar por algunas de las heridas, caminamos hasta los arrabales de Cartagena donde, al vernos algunos indios y negros del barrio de Getsemaní acudieron en nuestro socorro y nos ofrecieron sus hombros y su fuerza para llegar hasta el puerto. Cerca de la plaza Mayor, unos alguaciles se aproximaron a nuestra lamentable comitiva y nos pidieron razones de aquella situación. Tal y como sospechaba, en cuanto oyeron el nombre de Melchor de Osuna tomaron las de Villadiego, después de amenazarnos con llevarnos a presidio si no desaparecíamos rápidamente de la ciudad.
Llegamos en muy mal estado a la Chacona, donde Guacoa y los grumetes se hicieron cargo de nosotros. Aquél era el momento en el que empezaban de verdad mis problemas: ¿cómo permitir que Juanillo, Nicolasito, Antón, Negro Tomé, Miguel, Guacoa o Jayuheibo me quitaran las ropas para curarme y vendarme las heridas? Hice acopio de las pocas fuerzas que me quedaban y, con paso vacilante, cogí las hilas y todo lo demás y me dirigí a la cámara de mi padre, más grande que la mía y con un lecho más cómodo, haciendo oídos sordos a las protestas de mis compadres que no se explicaban mi absurdo proceder. Mas Rodrigo, desde el suelo, gritó que me dejasen en paz, que yo era un hidalgo español (pues lo era desde que había sido prohijada por mi padre) y que un hidalgo jamás consiente que un pechero, un vulgar plebeyo, le vea en tales desgraciadas circunstancias y que se debían admirar mi valor y mi coraje y respetar mi noble voluntad de curarme solo.
Aquello era una mala patraña, mas, mala o buena, me había salvado del apuro. Estaba tan debilitada que no fui capaz de concluir que, detrás de ese favor de Rodrigo, se encubría el hecho de que, a todas luces, el de Soria estaba al tanto de mi secreto.
Me remedié como buenamente pude, hice todo lo que estaba en mis débiles manos para reparar los descalabros y caí sobre el lecho de mi padre en tal estado de dolor y agotamiento que, según me contaron al día siguiente, ni siquiera oí los fuertes golpes que dio Guacoa en la puerta para preguntar cómo me encontraba.
Los otros tres heridos seguían durmiendo en sus hamacas cuando abandoné la cámara del maestre por la mañana. Hacía horas que había salido el sol mas nuestros compadres, para mi disgusto, nos habían dejado descansar sin tener intención alguna de despertarnos hasta que no lo hiciéramos de nuestra cuenta. Sin embargo, yo tenía que acudir presto al cabildo de Cartagena. Tenía que denunciar la extraña y preocupante desaparición de mi señor padre para que la justicia hiciera lo que nosotros no podíamos: desafiar a Melchor y descubrir la verdad.
Desayuné un poco de pan y queso y el vino terminó de reanimarme. Caminar sola me resultaba una empresa imposible y no porque tuviera ningún hueso roto (que, venturosamente, a diferencia de los otros tres, no lo tenía), así que pedí auxilio a Jayuheibo y a Juanillo y, con ellos y con Antón y Miguel, bajé a tierra y me planté en la plaza del Mar de Cartagena. El bullicio en el muelle era grande y el mercado estaba abarrotado de gentes. Algunos comerciantes, al verme renquear y conocerme, se acercaron a preguntar. Con lágrimas en los ojos conté lo ocurrido tantas veces como me lo solicitaron y la voz corrió prestamente por el mercado. El comerciante Juan de Cuba, gran amigo de mi señor padre, cerró su puesto y se empeñó en acompañarme y, con él, otros tantos: Cristóbal Aguilera, Francisco Cerdán, Francisco de Oviedo… Casi todos con los que Rodrigo y yo habíamos hablado para saber cosas sobre los Curvos. La desaparición de mi padre y mis terribles heridas movieron sus corazones y levantaron sus iras. Me reconfortó mucho el cariño que estas buenas gentes sentían por mi señor padre.
Así pues, escoltada por tan numerosa comitiva, me alejé del puerto. Juanillo y los mulatos quedaron al cuidado del batel, y Jayuheibo, agarrándome por la cintura y sujetándome fuertemente la mano que yo pasaba sobre sus hombros, me fue llevando con mucha prevención hasta que, saliendo todos de una calleja, fuimos a dar a la plaza Mayor, donde se encontraba la hermosa residencia del gobernador, don Jerónimo de Zuazo Casasola, que acogía también al cabildo de la ciudad. Pasamos por delante de la iglesia catedral y cruzamos los soportales bajo los que se congregaban los escribanos y, cuando tuve para mí que no podría dar ni un solo paso más y que iba a caer al suelo desmayada en cualquier momento, llegamos, por fin, frente a los portalones de la residencia.
Dos arcabuceros protegían la entrada. Al ver allegarse a tanta gente, pues eran más de quince los que con nosotros venían, se cruzaron ante la puerta.
—Deseo ver al alcalde de Cartagena —dije con toda la firmeza que mi estado me permitía.
—¿Y esas gentes que os acompañan? —preguntó uno de ellos, levantándose el morrión para contemplarlos.
—Buenos amigos —repuse—. Yo vengo para presentar una demanda.
—Todos no pueden pasar —avisó el otro, que era un jovenzuelo robusto y largo de bigotes.
—Entraré yo solo, mas he menester de esta ayuda —dije, señalando a Jayuheibo.
—Sea, pero sólo el indio. Los demás, no.
Me volví hacia los comerciantes del mercado y les dije:
—Esperadme aquí, hermanos. Pronto estaré de vuelta.
Jayuheibo y yo franqueamos la entrada siguiendo las indicaciones de los soldados; atravesamos el zaguán y un enorme recibidor y salimos a una hermosa galería que miraba a levante, subimos por una escalera de piedra que iba a dar a otra galería idéntica en el primer piso y, allí, frente a nosotros, estaba la puerta del despacho del alcalde, don Alfonso de Mendoza y Carvajal, custodiada también por dos arcabuceros.
Nos pusieron mala cara cuando dije que quería presentar una demanda, como si fuera cosa de ellos atenderme y resolver mis problemas, mas, finalmente, tras esperar un largo tiempo durante el cual mis dolores se agudizaron y mis piernas fallaron varias veces, conseguí encontrarme cara a cara con Alfonso de Mendoza.
El alcalde era un hombre estirado, enjuto de carnes y de piel blanca, que lucía perilla y finos y puntiagudos bigotes. Desde detrás de su mesa, cómodamente sentado en una silla de brazos, me observó con curiosidad e impaciencia. A cada uno de sus lados, unos escribanos se afanaban sobre montañas de documentos con los útiles de escribir. El secretario, con la mesa frente a los ventanales, giró la cabeza al oírnos entrar.
—Quiero presentar una demanda —exclamé por tercera o cuarta vez.
—¿Y quién sois vos, señor? —se apresuró a preguntar el secretario.
Le entregué mi chambergo a Jayuheibo y, con la mano izquierda, descolgué de mi cuello el canuto de los documentos y se lo alargué. Tengo para mí que le molestó verse en la obligación de levantarse para cogerlos mas yo no estaba en situación de caminar hasta él. Vestía enteramente de negro salvo por las medias y las gruesas lechuguillas, que eran blancas, y lucía unos grandes lazos de seda negra en los zapatos. Con mis papeles se acercó hasta don Alfonso y le dijo:
—Se trata de Martín Nevares, excelencia, hijo legítimo del hidalgo Esteban Nevares, mercader y vecino de Santa Marta.
—¿Qué deseáis, joven? —me preguntó el alcalde.
—Quiero demandar a Melchor de Osuna, vecino de Cartagena de Indias, por haber hecho desaparecer a mi padre en la tarde de ayer.
Los escribanos pararon sus plumas, el secretario tragó saliva y don Alfonso palideció y frunció súbitamente el ceño. Un pesado silencio se hizo en el despacho.
—Paréceme que os estáis precipitando, joven —dijo, al cabo, el alcalde—. Melchor de Osuna es un reputado comerciante y hombre de negocios de esta ciudad y no podéis acusarle de nada sin testigos ni probanzas.
—Tengo testigos y tengo probanzas, excelencia —afirmé.
Otro prolongado silencio se produjo tras mis palabras. Nadie se movía.
—Sería mejor que tomarais asiento, señor Martín —dijo don Alfonso, acariciándose la perilla con preocupación—. Contadme todo lo acaecido seguidamente y como persona de entendimiento y, luego, yo decidiré si admito vuestra demanda y vuestros testigos y probanzas o si, por el contrario, os mando meter en presidio por calumniar a un hombre honrado.
¡Hombre honrado!, había dicho. Tentada estuve de echarme a reír, mas la seriedad del momento y la amenaza del presidio mantuvieron sereno mi rostro. ¡Hombre honrado, Melchor de Osuna!, aquello hubiera tenido gracia de no resultar tan lamentable.
Con mil quebrantos, permití que Jayuheibo me ayudara a sentarme en la silla que un escribano se había apresurado a disponer para mí ante la mesa del alcalde.
Expliqué lo de la deuda de mi señor padre y lo del arriendo sobre los bienes perdidos. Dije, con todo el dolor y el rencor que acumulaba en mi corazón, que mi señor padre había acudido la tarde anterior a la hacienda de Melchor a pagar el último tercio del año y que no volvió a salir de la casa; que como testigos de ello tenía a mis compadres del barco, los españoles Lucas Urbina, natural de Murcia, Mateo Quesada, de Granada, y Rodrigo de Soria, todos ellos cristianos viejos, hombres respetables y de palabra probada; que los cuatro habíamos estado frente a la hacienda todo el tiempo que mi padre había permanecido ausente y que no hubiera podido salir de allí sin que nosotros le viéramos y que no le vimos; que cuando nos allegamos hasta la casa para preguntar por él nos dijeron que ya se había marchado, algo a todas luces falso, y que, como no admitimos la mentira, veinte esclavos de Melchor, a una orden suya, nos dieron una paliza tan terrible que habíamos quedado tal y como se me podía ver a mí, pues mis compadres estaban en peores condiciones y no habían sido capaces de dejar el barco; que recuperamos el sentido cerca del anochecer y que gentes del Getsemaní nos habían ayudado a llegar hasta el muelle pues nosotros no podíamos caminar; y, por último, mencioné, con grande hostilidad, las humillantes palabras que Melchor le había lanzado a mi señor padre, cuando éste fue a pagarle en agosto:
—Le dijo que rezaba todos los días por su muerte —mascullé con desprecio—, que se le estaba haciendo muy larga la espera y que, cuando le ofreció el contrato de arriendo, no contaba con que fuera a vivir tanto —suspiré—. Por los hechos acaecidos desde ayer no he tenido tiempo de pensar, ni quiero hacerlo, en que mi padre haya podido morir a manos de Melchor, mas, aunque me aturda la angustia —murmuré con un nudo en la garganta—, no puedo dejar de preguntarme qué otra cosa que no fuera ésta hubiera podido ocurrirle a mi padre para que no volviera ayer al barco si es que, como afirmó ese canalla de Melchor, en verdad salió misteriosamente de la hacienda sin que nosotros le viéramos. Aunque hubiera perdido el juicio, excelencia, algo que ya le ha pasado en alguna otra ocasión y que podría haberle vuelto a suceder por su mucha edad, alguien habría terminado por devolvérnoslo. Mas ésta es la hora en que aún no ha regresado. Por eso estoy cierto, y le repito a vuestra merced que no quiero ni pensarlo, que algo malo le acaeció a mi señor padre en la hacienda de Melchor y esto es lo que demando: que vos, como juez y justicia de Cartagena, con todas vuestras capacidades y medios averigüéis dónde está mi señor padre y qué le ha pasado. Haceos cuenta de la mucha angustia y preocupación que siento y de la que sentirá María Chacón, su barragana, cuando la noticia llegue a Santa Marta.
Los escribanos, el secretario y el alcalde, con el rostro tan lívido cual si se estuvieran muriendo y muchas gotas de sudor cobarde perlando sus frentes, cruzaron las miradas y, luego, las bajaron. Al cabo, el alcalde levantó la cabeza y, con seriedad, se dirigió a mí, que intentaba contener mi desazón apretando fuertemente los puños.
—No termino de ver, señor mío —balbució don Alfonso, con un tono algo desafiante—, por qué Melchor de Osuna iba a causarle daño alguno a vuestro padre. ¿Acaso no estaba cobrando unos buenos caudales por el arriendo de la casa, la tienda y el barco, según me habéis contado?
Apreté los ojos con fuerza para impedir que las lágrimas brotaran de mis ojos.
—Precisamente, excelencia —repuse, con la voz rota—. Tal cual dijo ese villano, diez años de cobrar los caudales por el arriendo eran más que suficientes. Deseaba recuperar las propiedades porque, según afirmó con escasa humildad como ahora veréis, de caudales no había menester puesto que, como ganaba más que un gobernador, ya tenía muchos. Sin embargo, ni por un millón de maravedíes renunciaría a los títulos de propiedad de nuestra casa de Santa Marta, del barco y de la tienda, ya que eran bienes muebles y en raíces que, con el tiempo, aumentaban de valor.
Sabía lo que pasaba por sus cabezas en aquellos momentos. El apellido Curvo no se había pronunciado pero flotaba en el aire. Don Alfonso de Mendoza veía peligrar su posición y su puesto mas, aunque así fuera, no podía, en modo alguno, rechazar mi demanda pues la justicia del rey estaba de mi parte y, si tal hacía, el escándalo podía llegar muy lejos y yo estaba dispuesta, si mi padre no aparecía o si aparecía muerto, a llevar el asunto ante la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá, que era como llevarla ante el rey Felipe en persona. Y don Alfonso conocía, como las conocía yo y las conocían todos, las consecuencias que algo así podría acarrearle: si ignoraba mi demanda y no iniciaba las diligencias para investigar valederamente la desaparición de un hidalgo español, podía verse privado a perpetuidad de ejercer oficio público en todas las Indias e, incluso, ser encarcelado o desterrado para siempre del Nuevo Mundo. Mal que le pesara, estaba obligado a iniciar el proceso y a tomar declaración a los testigos de ambas partes.
—Muy bien, señor —repuso, secándose la frente con un elegante pañuelo de fina holanda—. Mis escribanos redactarán vuestra demanda y, en el entretanto, esperaréis fuera. Seréis llamado para firmarla y rubricarla en cuanto esté terminada. ¿Sabéis escribir, señor?
Torné a apretar los puños para frenar la indignación que se levantaba en mi pecho.
—¿Acaso no pensáis, don Alfonso, buscar a mi padre?
Su rostro manifestó la contrariedad que sentía. En mis veintidós años de vida no había visto una actitud tan cobarde en alguien tan principal.
—Naturalmente, señor Martín Nevares —admitió a regañadientes—. En los próximos días se organizarán batidas para buscar a vuestro padre por las inmediaciones de Cartagena.
—¡Por mi vida, excelencia —grité, indignada—, que no entiendo vuestro proceder! ¿Es que no pensáis buscarle en casa de Melchor de Osuna, donde es más probable que se encuentre? ¡Organizad esas batidas cuando no aparezca en la hacienda, mas, ahora, excelencia, es el momento de visitar a Melchor y registrar su casa!
Estoy cierta de que el alcalde quería estrangularme en aquel instante.
—Así se hará —masculló—. Enseguida mandaré un piquete de soldados para que cumplan este encargo y, al tiempo, den aviso al señor Melchor de vuestra instancia.
Me pareció advertir una velada amenaza en sus palabras, aunque quizá sólo fue mi súbito recelo ante la reacción del de Osuna. Sin mi padre, los marineros de la Chacona y yo éramos presa fácil para un bellaco como Melchor. Por más, la mitad de la dotación ya estaba maltrecha. En cuanto regresara a la nave, me dije, establecería un riguroso horario de guardias para prevenir los daños que me temía.
No esperé pacientemente a ser llamada para firmar y rubricar. Con pasos dolorosos y ayudada nuevamente por Jayuheibo, salí a la calle para informar de lo acaecido a los buenos y queridos amigos del mercado que estaban esperando afuera. La indignación contra el alcalde no tuvo límite. Prestamente, y pidiéndome antes permiso, se marcharon para organizar a los mercaderes y comerciantes de la plaza del Mar. No hacía falta esperar a que don Alfonso buscara el día más apropiado para batir las proximidades, dijeron. Antes del mediodía ellos mismos, y quien deseara ayudar, pondrían manos a la obra. Mi padre, o su cuerpo, añadieron con pena, aparecería del anochecer si es que los soldados no lo encontraban en casa de Melchor de Osuna. Alguno de ellos, muy exaltado, expresó con voz alta y clara su desconfianza acerca de tal registro, mas los otros le calmaron y se lo llevaron.
Para cuando fui llamada de nuevo al despacho del alcalde, ya se habían formado grupos de búsqueda en el muelle y, según me contaron, eran grupos numerosos pues la triste nueva había corrido prestamente por Cartagena y fueron muchos los que se sumaron a las tareas. Los comercios, tiendas, tabernas, tablajes, mancebías, pulperías y barberías cerraron las puertas, y sus propietarios, empleados y esclavos se unieron a los comerciantes del mercado. Los maestres de las naos ancladas en el puerto decidieron que sus dotaciones colaboraran también con las gentes de la ciudad y, tal y como me habían asegurado, antes del mediodía cientos de personas recorrían los arrabales de Cartagena. Los pardos e indios de los barrios pobres también se sumaron y, a media tarde, era toda la ciudad la que buscaba a mi padre, salvo los soldados, el gobernador y el alcalde, los nobles, los jueces y oficiales reales, los escribanos, el obispo y sus clérigos y, naturalmente, los grandes comerciantes como los Curvos y sus allegados.
Regresé a la Chacona para informar a mis compadres de todo lo acaecido en el Cabildo y de lo que estaba acaeciendo en esos momentos en las calles de Cartagena. Aquellos hombres resueltos, duros y curtidos en mil peleas no pudieron ocultar su emoción al conocer el grande aprecio que las gentes sentían por el maestre.
—¡Cuánto le gustaría a él saberlo! —exclamó Lucas, quien, por culpa de su nariz rota e hinchada, tenía un extraño hablar nasal.
Los hombres que quedaban sanos y los dos grumetes dieron palabra de encargarse de las guardias para impedir que nadie pudiera subir a la nao sin nuestro permiso. Lucas, Rodrigo y Mateo, que descansaban en sus hamacas, afirmaron que también ellos vigilarían la cubierta. Yo me retiré a la cámara de mi padre para ponerme más bálsamo en las heridas y cambiarme las hilas sucias por otras limpias. Mas, en cuanto cerré la puerta a mis espaldas, el cansancio y el ansia contenida me hicieron romper a llorar con mayor amargura que la última vez, aquel lejano día de hacía cuatro años en mi isla, ya que ahora la incertidumbre y la soledad eran más dolorosas.
Debí de quedarme dormida llorando, pues unos insistentes golpes en la puerta me despertaron al anochecer. Abrí los ojos, aturdida, y, por los dolores de mi cuerpo, reparé al punto en que no había llegado a practicarme las curas. Tampoco había comido nada desde el desayuno y, a fe mía, que necesitaba con apremio echar un bocado.
—¿Quién es? —pregunté, incorporándome en el lecho.
—Guacoa, maestre.
Sonreí. O Guacoa se había equivocado, que tal parecía, o me habían ascendido sin yo saberlo.
—Pasa.
El piloto, alto y esbelto de cuerpo como todos los indios tayronas, agachó la cabeza para cruzar el dintel.
—Ha llegado un batel con algunos soldados y algunos mercaderes, maestre. Desean veros y hablar con vuestra merced.
—¿Desde cuándo soy el maestre, Guacoa, y desde cuando usas tratamiento para hablar conmigo?
—Sois el hijo de vuestro padre, maestre. ¿Quién si no vos manda ahora en este barco?
—Deja de decir tonterías, anda —repuse, entristecida, levantándome con mucho quebrantamiento—. Ya voy.
Guacoa salió y cerró. No quería ser el maestre de la Chacona, no quería que pasara lo que estaba pasando. Por segunda vez en mi vida me quedaba sin padre y sólo deseaba que el de ahora volviera y que todo fuera como siempre.
Abandoné la cámara y vi, en la cubierta, a los soldados y mercaderes que me había anunciado el piloto. Bastaba con mirarlos a las caras para saber que no habían encontrado a mi padre. Los soldados eran los mismos que habían registrado la casa de Melchor. De creer sus palabras, y otro remedio no tenía, habían removido hasta las piedras más pequeñas de la hacienda sin hallar nada y el cabo del piquete me juró que habían mirado incluso en el interior de los hornos pues, a su orden, los esclavos los habían apagado para que pudieran comprobar si es que acaso había allí restos de algún cuerpo calcinado. Añadió que, tal y como mandaba la ley, Melchor de Osuna había sido hecho preso y se hallaba a esas horas en un calabozo de la cárcel pública de la ciudad, debajo de toda seguridad, donde permanecería hasta que se resolviera el caso. De cómo reaccionó Melchor ante todo esto, nada se me dijo, y yo tuve para mí que no era oportuno preguntar para no delatar mis temores, pues si sus hombres, o los hombres de sus primos, decidían tomar venganza o acabar conmigo para terminar con el proceso, no sería bueno que antes sospecharan que los estábamos esperando.
Juan de Cuba, Francisco Cerdán y Cristóbal Aguilera, que tales eran los mercaderes que habían venido en el batel con los soldados, me informaron de que tampoco ellos habían tenido más suerte. Se había buscado a mi padre por toda la tierra que había en media legua a la redonda de Cartagena, llegando hasta la ciénaga que llamaban de Tesca, sin hallar ni una señal de su paso, aunque no tenía que descorazonarme, afirmaron, pues la búsqueda no había terminado y muchas gentes habían acudido a ellos solicitando unirse a los grupos. Llegarían hasta el río Magdalena si era necesario, cuyo cauce discurría a doce leguas hacia el interior, y no descansarían hasta dar con él o con su cuerpo. Con nuevas lágrimas en los ojos, les agradecí sus encomiables esfuerzos y les rogué que compartieran nuestra cena, invitación que aceptaron gustosos, dejando que los soldados regresaran al puerto.
Al día siguiente, las numerosas batidas que partieron al alba tornaron al anochecer sin otras nuevas. Y lo mismo acaeció un día y otro más y otro. A Melchor de Osuna, por ser persona de calidad, según dijo el alcalde, le dieron cárcel decente, entendiéndose por ello que volvió a su casa y que un par de soldados le custodiaban allí para prevenir una supuesta fuga. Con la ayuda de los mercaderes, redoblé las guardias, pues sintieron los mismos temores que yo por la reacción de la familia Curvo y me expresaron su mucha preocupación así como sus deseos de colaborar en todo. Al cabo de una semana, cuando ya se vio claramente que mi padre no iba a aparecer y los rumores más insistentes decían que su cuerpo debía de encontrarse al fondo de la ciénaga de Tesca y que no saldría a la superficie hasta la próxima temporada de lluvias, mandé una misiva a madre contándole los tristes sucesos. No podía demorar más tiempo dicha tarea, por mucho que me costase. Al final de la carta, le rogaba encarecidamente que no hiciera la locura de aparecer por Cartagena porque ya me estaba encargando yo de todo lo que era menester y le pedía asimismo que me hiciera la merced de mandar algunos caudales para mi sostenimiento y el de la tripulación hasta que acabara el proceso, que no parecía ir a comenzar nunca, pues don Alfonso de Mendoza, a lo que se veía, debía de andar muy ocupado con otros asuntos más apremiantes.
Por fin, el día lunes que se contaban veintinueve del mes de noviembre, fui llamada por el alcalde para prestar declaración. Allí, en su despacho, ante Melchor de Osuna, que me miraba con un odio mortal, el licenciado que le representaba, un tal Andrés de Arellano, y un numeroso grupo de vecinos curiosos (la declaración de testimonios era pública), repetí punto por punto todo lo que dije el primer día, sin añadir ni quitar una coma, y, luego, respondí a las preguntas que se me hicieron por parte del alcalde y del licenciado. Mi declaración duró toda la mañana y, por la tarde, le tocó el turno a Melchor, quien, tras escuchar los alegatos de mi querella, negó todo lo que en ella se le imputaba y desmintió mis palabras, intentando hacerme pasar por un loco que había irrumpido en su casa con la clara intención de provocar una pelea, pues uno de mis hombres había sido el primero en desenvainar la espada obligándole a defenderse. Ante semejante sarta de falacias, me preguntaba indignada cómo era posible que, si sólo se había defendido, las heridas las lleváramos nosotros en el cuerpo y no él, mas, como no tenía ningún licenciado que me representara porque sus precios eran inalcanzables para nosotros, nadie pudo plantear tal cuestión, así que pedí a Mateo, a Rodrigo y a Lucas que, cuando tuvieran que declarar, aprovecharan cualquier ocasión para añadir esta razón a sus palabras.
Al día siguiente, martes, treinta del mes, habló Mateo por la mañana. Fue tanta la gente que acudió a escuchar los testimonios de aquella segunda jornada que la reunión tuvo que trasladarse del despacho del alcalde al gran salón de recepciones del palacio y, aun así, faltó sitio para todos. Mateo, por ser el que sacó la espada que desencadenó la pelea, fue quien más sufrió las preguntas tramposas del licenciado Arellano, que volvía a este punto una y otra vez. Nuestro compadre se admitió culpable de desenvainar el primero, mas defendió muy bien el resto de las demandas, afirmando que allí no se trataba de ver quién había provocado qué sino de aclarar qué había pasado con el maestre Esteban Nevares, que no tornó a salir de la hacienda de Melchor de Osuna tras ir a pagar el tercio. Resultaba humillante ver cómo el licenciado y el alcalde trataban de ignorar el principal delito entretanto fijaban su atención en la pelea que no había sido sino sólo una consecuencia y, por más, pretendían dar a entender que dicha pelea, siendo lo más importante según ellos, la habíamos provocado nosotros y no Melchor.
Por la tarde, Lucas, con muy buenas y justas palabras, y acariciándose las barbas con serenidad, explicó de nuevo que nosotros no nos habíamos movido del sitio donde quedamos esperando al maestre, a cien pasos de la entrada de la hacienda bajo la sombra de unos cocoteros cercanos, y que era imposible que Esteban Nevares hubiera salido sin que le viéramos. Ante la pregunta del licenciado Arellano de por qué creía él que los soldados no habían podido encontrar a mi padre en las propiedades del de Osuna, Lucas, haciendo ver que reflexionaba como el buen maestro de primeras letras que había declarado ser, afirmó que tales propiedades no se ceñían a la hacienda de Cartagena y que el acusado había dispuesto de tiempo suficiente, tras dejarnos malheridos en el camino de los cañaverales, para sacar de su casa al maestre, si vivo aunque moribundo, y hacer que le llevaran a cualquiera de los muchos establecimientos que tenía por toda Tierra Firme o, si muerto, para tirarlo como un despojo en cualquiera de las ciénagas que rodeaban la ciudad. Un murmullo de aprobación brotó de todos cuantos estábamos en el gran salón y, oyendo esto, el alcalde y el licenciado, por cambiar de argumento y darle más razones a Melchor, llamaron a declarar a su capataz, el negro que nos recibió en la puerta de la casa con un arcabuz y que tenía por nombre Manuel Angola.
Como Manuel Angola era esclavo, no le ofrecieron una silla para sentarse, por lo que se mantuvo en pie mientras habló, dando la espalda a la concurrencia. No estaba claro por qué don Alfonso de Mendoza permitía que un esclavo prestara declaración, pues no era correcto ni tampoco usual, mas las irregularidades que se estaban produciendo eran tantas que casi daba lo mismo. Manuel Angola era, por más, el único testigo que presentaba Melchor, muy seguro de ganar aquel pleito con la buena ayuda que estaba recibiendo del alcalde, a quien se le veían las intenciones de favorecer en todo cuanto pudiera al primo y apadrinado de los Curvos. El esclavo empezó a contar cómo habíamos llegado a la hacienda y todo lo que después acaeció hasta que nos dejaron en el camino de los cañaverales. Entonces, el licenciado Arellano le preguntó si, como afirmaba su amo, el mercader Esteban Nevares había salido de la hacienda después de pagar el tercio, a lo que Manuel respondió que no con una voz alta y clara que pilló por sorpresa a todos los presentes. Los vecinos que abarrotaban el salón empezaron a levantarse y a gritar, por lo que el alcalde, pálido de muerte, ordenó a los soldados que los hicieran callar. El licenciado, turbado por la respuesta del esclavo, le dijo que, como de cierto y por ser hombre ignorante, había entendido mal la pregunta, que se la volvía a hacer. Y así, tornó a demandarle, hablándole ahora como si fuera un niño, que si Esteban Nevares había salido de la hacienda tras pagar el tercio y Manuel Angola, muy tranquilo, respondió otra vez que no.
La cara de Melchor de Osuna era la cara de alguien que está viendo al demonio. La ira le encendía el rostro y cerraba los puños sobre sus rodillas con tanta fuerza que parecía estar matando a alguien. El clamor en el salón se hizo tan grande que los soldados golpearon con las picas a los más alborotadores para hacer el silencio. Don Alfonso, más muerto que vivo, le preguntó entonces al esclavo que si sabía dónde se hallaba el señor Esteban, a lo que aquél respondió que no, que saber dónde se hallaba no lo sabía pero que estaba cierto que de la casa no había salido porque él vigilaba siempre la puerta y que le había visto entrar pero no salir. El licenciado Arellano, arreglándose las lechuguillas con gesto nervioso, quiso saber si era consciente de la gravedad y el perjuicio que ocasionaba a su amo con su declaración, a lo que Manuel Angola replicó que sí, pero que él era un buen cristiano y que, después de haber consultado con el fraile que era su confesor, había decidido contar la verdad pues temía menos las iras del señor Melchor que las de Dios, que podía condenarle al fuego eterno si mentía. Su buen corazón se ganó las simpatías de los presentes, que le aplaudieron como si estuvieran viendo una representación teatral. Tras esto, el licenciado hizo hincapié en que Esteban Nevares podía haber escapado por el corral, a lo que Manuel Angola dijo también que no, que eso no era posible, porque la empalizada del corral de la casa de Melchor no sólo no tenía otra puerta que la de la cocina sino que, por más, los palos eran de más de tres varas de altura para que los esclavos de la hacienda no robaran los animales ni los otros alimentos que allí se guardaban. Finalmente, y porque no había más remedio, le preguntaron si sabía qué había sido de Esteban Nevares y qué le había ocurrido, a lo que él respondió que no, que él estaba al cuidado de la puerta y que sólo había podido escuchar algunas palabras fuertes que había gritado su amo pero nada más, que lo siguiente que había sabido sobre el asunto es que nosotros cuatro habíamos llegado a la puerta preguntando por mi padre y que él nos mintió porque así se lo había ordenado Melchor de Osuna poco antes de que apareciéramos.
Los gritos de los presentes fueron ya tan crecidos y el escándalo era tan grande que el alcalde tuvo que suspender la declaración y dejar la de Rodrigo para el día siguiente.
Sorprendidos y maravillados de lo que acababa de ocurrir, salimos a la plaza dejándonos arrastrar por los buenos amigos que daban gritos de alegría como si hubiera algo que celebrar. El interés era inmenso en toda Cartagena. Una multitud abarrotaba la plaza esperando para oír lo acontecido. En poco tiempo se supo por todas partes lo que había declarado el esclavo y, cuando, por fin, pudimos llegar al puerto con nuestros pasos renqueantes, todos los dueños de las tabernas y las pulperías querían invitarnos a ron y a chicha, invitaciones que tuvimos que rechazar pues, aunque las gentes creyeran que habíamos conseguido la palma de la victoria y que Melchor de Osuna estaba condenado, nosotros no teníamos ánimo para celebrar nada con grandes fiestas y jolgorios, ni aunque fueran en nuestro honor y en honor y recuerdo de mi padre.
Subimos a bordo del batel y, en silencio, bogamos hasta la Chacona, oyendo cómo nos alejábamos de la algarabía de las gentes, que comprendían nuestra pena mas no estaban dispuestos a renunciar al festejo. No todos los días se ganaba una batalla contra alguien como Melchor de Osuna que, aquella noche, sin duda, regresaría al calabozo del que su calidad de persona importante le había sacado. Ahora ya no podría volver a escapar y reconozco que sentía por ello una muy grande y vengativa satisfacción.
Llegamos a la nao y todos los que estábamos en condiciones para trabajar nos enfrascamos en los quehaceres del barco. No convenía que los hombres permanecieran ociosos ni permitir que la Chacona se llenase de agua o se convirtiese en un nido de ratas, niguas o cucarachas. Miguel se dispuso a preparar la cena mientras el resto de los compadres y los grumetes se dividían las tareas y ponían manos a la obra. Yo, por mi parte, me encerré en la cámara de mi señor padre y, sentándome frente a su mesa, me dispuse a escribir una larga carta que, de seguro, me iba a ocupar toda la noche.
Al día siguiente, a las diez en punto de la mañana, volvíamos a estar frente a los portalones del palacio, rodeados por una multitud que no hubiera sido menor de ir a celebrarse una ejecución pública o la misa mayor de la festividad del santo patrón. Mi compadre Rodrigo debía declarar aquella mañana y, aunque poco nuevo iba a poder añadir a lo ya dicho, era su obligación comparecer y responder a las preguntas que se le hicieran. Habíamos acordado que, en el caso de que viéramos que Melchor podría escapar del castigo por alguna argucia inesperada, yo le haría una seña para que empezara a hablar de nuestro amigo Hilario Díaz, el capataz del almacén de La Borburata, y de todo cuanto él nos había contado aquella noche.
Los soldados tuvieron que apartar a los curiosos a empellones para que pudiéramos llegar hasta las sillas más cercanas a la mesa del alcalde, en la que, para sorpresa nuestra y de todos los presentes, el gobernador y capitán general, don Jerónimo de Zuazo, ocupaba hoy el lugar de cabecera. Su presencia y la de dos capitanes de infantería al mando de un gran número de gentes de armas que hacía guardia por todo el salón me hizo temer lo peor, mas decidí no dar señales de ello. A mí no se me daba nada de que el gobernador se hubiera personado en el salón aquella mañana si tal era su gusto… o, a lo menos, era lo que debía pensar para no dejarme arrastrar por el pánico. Don Jerónimo, la perfección de la gala y bizarría cortesanas, tuvo la deferencia de explicarnos amablemente que se encontraba allí debido al gran interés que el caso estaba despertando en el pueblo y que era obligación suya asistir a esta sesión por si el virrey le solicitaba un informe en algún momento. No quedé más sosegada con esta gentil explicación, mas conservé la calma y le di las gracias por acudir.
Rodrigo salió de entre el público en cuanto fue llamado y, con un gesto cortés, tomó asiento en la silla por la que ya habíamos pasado todos en los días anteriores. Empezó a hablar con comedimiento, repitiendo lo que todo el mundo sabía y echándome furtivas miradas de vez en cuando. Yo permanecía impasible. Aún teníamos tiempo. Deseaba oír las preguntas que tanto don Alfonso como el licenciado Arellano le iban a hacer. Aquella mañana no estaba presente Melchor de Osuna. En un abrir y cerrar de ojos, su calidad de persona principal había descendido a la de reo de prisión. Como poco, acabaría en galeras, si es que no lo colgaban antes en la plaza Mayor. Todo dependía de lo que ocurriera aquella mañana. En ese momento sentí que alguien me daba unos golpecitos en el hombro para llamar mi atención. Me giré y levanté la mirada. Un negro de cara sucia y con las ropas hechas pedazos se agachó para ponerse a mi altura (yo estaba sentada) y, acercándose a mi oreja, susurró:
—Para voacé.
Abrí orgullosamente la mano y cogí lo que me daba. El negro se incorporó y se desvaneció entre la gente. Rodrigo seguía contando cómo los veinte esclavos de Melchor nos habían golpeado con las estacas. Rompí el lacre del pliego y leí el documento que contenía. Al acabar, me giré hacia Juanillo, que aquel día había acudido con nosotros al cabildo en vez de quedarse en el batel, y le hice una seña con las cejas. El grumete abandonó sigilosamente el salón.
Cuando Rodrigo tornó a mirarme de reojo, le sonreí.
La ciudad quedó en suspenso tras las declaraciones, a la espera de la resolución de don Alfonso de Mendoza, quien, a no dudar, estaba viviendo los peores momentos de su vida y realizando consultas de última hora tanto con el gobernador como con los alcaldes de la Santa Hermandad, 1 los jueces y oficiales reales, el alguacil mayor, los doce regidores del cabildo e, incluso, con el obispo y sus prebendados.
Por fin, el día sábado, cuando se contaban cuatro del mes de diciembre, a eso del mediodía, un gran griterío llegó hasta la Chacona desde el puerto. Uno tras otro fuimos apareciendo en cubierta por las dos escotillas y, asomándonos por la borda para ver qué pasaba y qué gritos eran aquéllos, descubrimos a lo lejos, en el muelle, una inmensa muchedumbre que agitaba los brazos y lanzaba sombreros al aire. Varios bateles abarrotados se dirigían hacia nuestra nao y nuestro asombro no tuvo límites cuando oímos disparos de salva de las piezas de artillería de los cercanos baluartes de Santa Catalina y San Lucas.
El corazón se me levantó en el pecho y sentí una muy grande alegría y un mayor regocijo por cuanto aquello sólo podía significar buenas y favorables noticias. Los hombres, agrupados todos en el centro de la arrufadura de la nao, sacaban medio cuerpo por la borda y gritaban preguntas a los remeros de los bateles que éstos, por estar bogando esforzadamente y entre las salvas y sus propios gritos, no llegaban a contestar. Juanillo y Nicolasito, inquietos como escurridizas lagartijas, corrían de proa a popa soltando las escalas de cuerda y cerrando los imbornales por no remojar a los que llegaban. Por fin, cuando menos de veinte varas separaban nuestro casco del primer batel, Jayuheibo lanzó un grito de alegría:
—¡Maestre!
—¿Cómo? —proferí.
¡Mi padre! ¡Mi padre venía en el batel! Alzaba el brazo y nos saludaba. Se le veía fatigado aunque feliz, con una gran sonrisa de satisfacción en la cara. ¡Mi padre, sano y salvo, entero de cuerpo y dichoso! Los grumetes chillaban y daban zapatetas en el aire, los compadres vociferaban y las salvas de artillería se repetían como si el rey en persona estuviera visitando Cartagena. No pude contenerme y empecé a gritar:
—¡Padre! ¡Padre! ¡Aquí, padre!
—¡Martín! —exclamó, avanzando hacia la proa del batel por llegar antes a nuestra nao—. ¡Martín!
Cuando los dos cascos se toparon mansamente, mi padre se abalanzó hacia la escala y, sin ayuda de nadie, empezó a subir prestamente a la Chacona. Parecía que tenía alas en las botas, unas botas que, por cierto, estaban destrozadas y dejaban ver los dedos de sus pies, largos de uñas. Traía las piernas al aire, sin medias ni ligas, y los calzones hechos jirones y sucios como jamás había visto yo cosa alguna. La camisa, más negra no podía estar y, tan destrozada, que dejaba ver sus enjutas carnes debajo. El resto de sus prendas y su chambergo habían desaparecido y si hubiera llevado más barro y más cieno en la cara, los brazos y las piernas, le hubiéramos tenido por monumento andante. Todo él estaba lleno de heridas y de sangre, por lo que temí que viniera malherido, mas me dio tal abrazo cuando llegó hasta mí, que supe al punto que no sólo estaba bien de salud sino que, por más, se encontraba mejor que nunca, aunque oliera a piara de cerdos y a curtiduría, todo al tiempo. Sin duda, necesitaba un buen baño.
—¡Padre! —exclamé gozosa, devolviéndole el abrazo.
—¡Qué alegría! —repetía él, feliz de hallarse de nuevo en su barco.
Cuando me soltó para abrazar a los compadres, me dirigí a la borda para ayudar a Juan de Cuba y a los demás mercaderes y personas de los bateles a subir a cubierta. Todos estaban con tan grande contento y felicidad que, cuando me dieron estrujones y parabienes por la milagrosa aparición de mi señor padre, sentí una emoción tan grande que hube de hacer mucha fuerza por detener las lágrimas que a los ojos se me venían.
En el último de los bateles venía, como representante oficial del cabildo, el alguacil mayor de Cartagena, vestido con greguescos negros, herreruelo pardo y camisa de gran cuello alechugado. En cuanto tuvo ocasión, me tomó del brazo y me llevó a un aparte:
—Vuestro señor padre —dijo con voz grave— fue hecho cautivo por el peligroso cimarrón llamado Domingo Biohó. En su poder ha estado todo este tiempo.
Al ver mi cara de asombro y susto, el alguacil asintió.
—Ha corrido un grave peligro de muerte y ha sufrido muchos maltratos y violencias. Debemos dar gracias al cielo piadoso por haberlo guardado vivo y de una pieza.
—Muy cierto, señor alguacil —repuse, frunciendo el ceño con disgusto.
—No hay peor malhechor en toda Tierra Firme que el tal Domingo Biohó. Seis años lleva burlando a la justicia y, si ahora no ha matado a vuestro padre, ha sido por utilizarle para hacer llegar un mensaje a don Jerónimo de Zuazo, el gobernador de Cartagena.
—¿Un mensaje? —inquirí.
—De seguro que todo lo habéis de conocer —dijo amablemente, trazando una sonrisa cortés en su solemne rostro—, cuando esta feliz acogida termine, mas lo que yo sí puedo referiros ahora es que vuestro señor padre fue encontrado esta mañana, al despuntar el día, abandonado en un antiguo camino indígena. Un grupo de indios del pueblo de Tubará que se allegaban hasta el mercado de Cartagena oyeron unos gemidos y lamentos que venían del otro lado de unas rocas. Al punto se acercaron para ver quién era y encontraron a vuestro señor padre tendido en el suelo y sangrando aún por algunas heridas. Con gran cuidado lo subieron a una de sus mulas y lo llevaron al hospital nuevo que llaman del Espíritu Santo, donde, al decir su nombre, vuestro padre fue reconocido por los hermanos de San Juan de Dios, que mandaron aviso al cabildo. Tras tomar alimentos y bebida, se empezó a recuperar de sus dolencias, negándose a recibir más cuidados y pidiendo ser llevado ante el gobernador inmediatamente, pues tenía algo importante que decirle. Con don Jerónimo y don Alfonso, el alcalde, ha estado hasta hace menos de una hora, cuando recibió licencia para abandonar el palacio y venir al puerto. Para entonces, el rumor de su asombrosa reaparición ya estaba corriendo por toda Cartagena, de cuenta que, en la plaza Mayor, se formó este tumulto que ahora veis en el puerto.
El alguacil mayor enmudeció durante unos momentos, mirando a las gentes que, en tierra, seguían dando gritos y vítores, mas, sin duda, tenía otra cosa que decirme:
—Debéis conocer, señor —murmuró con mesura—, que Melchor de Osuna ha sido puesto en libertad.
Ahora fui yo quien asintió con la cabeza.
—Nada más justo, señor alguacil.
—Bien. Veo que sois hombre de recta conciencia. Melchor abandonó el presidio en cuanto se supo que vuestro padre estaba vivo.
—¿Y cómo salió mi padre de su casa aquel día, señor alguacil, si puedo preguntarlo?
—Vuestro padre afirma que, cuando cruzaba el zaguán para ir a buscaros, recibió un fuerte golpe en la cabeza y que perdió el sentido, no viendo a nadie ni recordando nada más a partir de ese momento. Sólo cabe pensar, en buena lógica, que fue obra de Manuel Angola, el capataz de Melchor de Osuna que prestó declaración el pasado martes, pues al salir del palacio desapareció y, aunque se entendió entonces que había sido por miedo, ahora se conjetura que o era un hombre de Domingo Biohó que trabajaba para él en la ciudad o que pagó con este oficio la huida a alguno de sus palenques. En resolución, señor Martín, que el capataz se estaba protegiendo a sí mismo cuando declaró que su señor padre no salió de la casa de Melchor.
El alguacil mayor me echó una mirada pensativa.
—Manuel Angola debió de mantener oculto y desmayado a vuestro señor padre en algún lugar de la casa hasta que pudo entregarlo a los cimarrones de Domingo.
Cerré los ojos y suspiré. Oí, en ese momento, unas fuertes carcajadas que venían del corro que formaban los compadres y amigos del mercado.
—No quiero pensar, señor alguacil, en todo lo que habrá sufrido mi padre durante estas horribles semanas. Ahora nos lo relatará, sin duda, mas ya imagino, por lo que vuestra merced me dice del golpe en la cabeza del primer día y de las heridas que tenía hoy cuando esos indios le han encontrado, que ha debido de ser un infierno para él. —Razoné que ya era hora de despedir al alguacil mayor para unirme al feliz corro de mi padre—. Os doy las gracias, señor, por allegaros hasta la nao para ponerme al tanto de lo acontecido. Decidle de mi parte a don Alfonso y al gobernador que quedo obligado con ellos por su valiosa ayuda y por todo el bien que nos han hecho.
—Les comunicaré vuestro agradecimiento.
—Decidles también que acudiré a presentarles mis respetos en cuanto baje a tierra.
—Esta misma noche podréis hacerlo, señor —agregó—. Debido al interés y a la buena disposición que ha mostrado el pueblo hacia vuestro padre, don Jerónimo de Zuazo va a organizar para hoy sábado y para mañana domingo, unos saraos populares en los que habrá danzas, esgrimas, justas poéticas, lanzadas, juegos de sortijas y de cañas…
—Don Jerónimo sabe hacer bien las cosas —declaré, con una sonrisa.
—Así es, señor Martín —concluyó el alguacil mayor, orgulloso, iniciando la inclinación de despedida—. Ya se está pregonando la noticia por toda la ciudad.
Respondí a su inclinación y le acompañé hasta la borda para ayudarle a descender por la escala. En cuanto puso el pie en el batel, me giré hacia mi señor padre y, acercándome a él, presté atención a lo que estaba contando:
—… y me dijo entonces don Jerónimo: «Señor Esteban, habéis demostrado un valor y una gallardía propias no de un hidalgo sino de un caballero español», y yo le contesté: «Así es, don Jerónimo, pues dudo mucho que cualquier otro hombre de mi edad hubiera aguantado, como yo lo he hecho, los golpes y latigazos que me propinaban todos los días esos malditos cimarrones.» «Seréis recompensado, señor Esteban», me dijo el gobernador, quien había ordenado que me pusieran cojines en la silla, a lo que yo repliqué: «No es necesario, don Jerónimo, pues ya me siento pagado por haber salido vivo de aquel oscuro y sucio palenque, donde, si no me estaban dando suplicio, me estaban mordiendo las ratas y las serpientes.»
Contuve la sonrisa aunque, por dentro, no pude dejar de figurarme a mi padre sufriendo durante aquellas dos semanas en el palenque de Benkos, comiendo como un rey, gozando de las fiestas y bailes africanos y descansando en un cómodo lecho de algún seco y bien aderezado bajareque, al cuidado de alguna joven y agraciada criada cimarrona educada para el servicio en una casa principal. Sin duda, había sufrido muchos y muy terribles suplicios.
—¿Y qué dijo el gobernador cuando le entregaste el mensaje del jefe de los cimarrones? —le preguntó, intrigado, su amigo Cristóbal Aguilera.
—¿Acaso no te has enterado, hermano? —se enfadó mi padre—. Yo no le entregué nada a don Jerónimo. Ya he dicho que me lo hicieron tomar en la memoria a verdugazos y latigazos.
—Sea —insistió el otro—. ¿Y qué dijo?
—Nada. Quedó mudo. Mas si la lengua de don Jerónimo callaba, su pensamiento, a no dudar, discurría. Sólo me pidió que repitiera el largo recado para que un escribano pudiera trasladarlo de mi entendimiento al papel con su letra estirada y ligada.
—De seguro que ahora andan todas las autoridades estudiando ese escrito —comentó Rodrigo.
—Cierto —repuso mi padre—, pues hay en él asuntos importantes.
—No sé yo cómo puede ser eso, Esteban —objetó su amigo Juan de Cuba—. ¿Qué asuntos importantes puede presentar un fugitivo de la justicia al gobernador de Cartagena? A lo que yo entiendo, el gobernador está organizando ahora mismo un ejército de soldados para atacar los palenques, pues dispone de la nueva información que tú le has dado.
—¡Calla, hermano Juan —bramó mi padre—, que hoy parece que no estás sino lastimado de los cascos! ¿De qué información hablas? ¿Quizá no he dicho bien claro que, el día que me robaron, me dieron tal golpe en la cabeza que tuve perdido el conocimiento hasta que desperté en el palenque? ¿Y no te he explicado, acaso, que, tras una buena somanta de palos que me dejó desmayado, torné en mí cargado en la mula de unos indios que me llevaban al hospital? ¿Qué información quieres que le haya dado a don Jerónimo?
—¡Calla tú, bribón! —le respondió Juan de Cuba, sonriendo—. ¡Calla y ten vergüenza de lo que has dicho! ¿No te las das de largo de entendimiento? Pues bien corto lo tienes hoy si no eres capaz de ver que, con esas mismas palabras que has pronunciado, estás diciendo que el palenque de ese maldito cimarrón, que el diablo se lleve, se halla a pocas horas de Cartagena, antes de llegar al cauce del Magdalena, y de seguro que el gobernador ha tomado buena nota de ello y que no tardará en salir con los soldados a registrar de nuevo las inmediaciones.
Tal era lo que pretendíamos, de cuenta que habíamos alejado a los soldados del lugar en el que se encontraba en verdad el palenque de Benkos.
—¿Y cuál era, padre —pregunté yo—, ese largo recado que el tal Domingo os dio para el gobernador?
—¡Ah, Martín, hijo mío, ven aquí! —exclamó él, abriéndome los brazos—. ¡Qué orgulloso estoy de ti, muchacho! ¡Qué bien has cuidado de todo!
Me cogió por los hombros y me los apretó con fuerza. Sin duda, las semanas en el palenque le habían sentado bien.
—¿Quieres saber qué decía el mensaje de ese maldito cimarrón? —me preguntó con una amplia sonrisa.
—Sí, padre —repuse, haciéndome la ignorante, mas lo cierto era que el tal mensaje lo había redactado yo misma, en Santa Marta, la noche antes de zarpar hacia Cartagena.
—Pues estáte atento y escucha, que lo voy a repetir entero para ti.
—¡No, maestre, por los cielos, entero no! —suplicaron todos.
—¡Mi hijo tiene derecho a escucharlo! —se encolerizó mi padre, que estaba disfrutando, como siempre, de recibir tanta atención.
—No, no es necesario —rechacé. En verdad, era un texto largo que incluía varias peticiones y un trato—. Abrevie vuestra merced.
—Sea —admitió él, mirándome burlonamente—. Lo reduciré a lo principal. Escucha con atención. El mensaje de Domingo Biohó al gobernador decía que, tras derrotar en todas las ocasiones a los ejércitos enviados contra ellos y, puesto que estas derrotas iban a continuar de igual manera en el futuro, creía llegado el momento de ofrecer a las autoridades una ocasión para sentarse a parlamentar. El bandido le pide a don Jerónimo cartas de libertad para todos los apalencados que se hallan bajo su gobierno, sin represalias por parte de los antiguos amos, y con la autorización para poder entrar y salir de las ciudades sin sufrir acoso. Pide que sus palenques sean reconocidos como poblaciones legales y que no sufran más ataques de las tropas, que no se puedan establecer en ellos los hombres blancos y que se los deje gobernarse a su modo africano cuando éste no contravenga las leyes españolas.
—¿Quién se ha creído que es? —objetó, indignado, Francisco Cerdán, otro de los viejos amigos de mi señor padre.
—La siguiente petición…
—¿Siguiente petición? —exclamé, sorprendida. Yo no había puesto más peticiones que las ya mencionadas. Y aún faltaba explicar el trato.
—Sí, hijo, sí —me dijo mi padre, haciéndome un leve gesto de resignación—. El maldito Domingo quiere licencia para vestir a la usanza española, como un caballero, y para poder entrar armado con espada y daga en las ciudades sin que los soldados le detengan. Asimismo, pide ser tratado por las autoridades españolas con el respeto debido a un rey.
—A fe mía, padre —dije, perpleja—, que ese tal rey tiene un orgullo más grande que la mar océana.
—¡Bien dices, muchacho! —me felicitó Juan de Cuba—. Hay que acabar pronto con él y con todos sus rufianes. Con la información que le ha dado tu padre al gobernador…
—¡Mira que eres terco, cubano! —exclamó mi señor padre.
—Desde el mismo día en que me parió mi madre —repuso el otro, muy satisfecho.
—Seguid, padre —le animé—, pues algo tendrá que ofrecer ese rey a trueco de tanta solicitud.
—En efecto, hijo, algo ofrece. Lo primero, no robar a más honestos vecinos ni autoridades ni personas principales como me robó a mí, pues dice que, si no se parlamenta, habrá otros como yo y que éstos ya no volverán vivos.
—¡Grandísimo bellaco! —soltó Cristóbal Aguilera—. ¡Hideputa! ¿Cómo se atreve? ¡Poner a la ciudad y a sus prohombres bajo amenaza! ¡Así, las grandes familias de Cartagena, por miedo, obligarán a parlamentar al gobernador!
—Aún hay otra cosa. Propone no aceptar en sus palenques ni a un solo cimarrón más desde la fecha en que se firme el acuerdo.
—¿Y ya está? —inquirió despectivamente Cristóbal Aguilera—. ¡Pues vaya cosa!
—No es ninguna tontería, señor Cristóbal —objeté—. ¿Sabéis cuántos negros, mulatos, zambos y demás castas han huído de las ciudades de Tierra Firme en los últimos cinco años para unirse al tal Domingo Biohó? Son tantos que no se pueden contar y todos veneran y obedecen a ése que llaman su rey. Haced memoria y recordad las reuniones que hubo en Cartagena y en Panamá a principios del año pasado, el de mil y seiscientos y tres, cuando las autoridades, hostigadas por los desesperados propietarios de esclavos, quisieron resolver el conflicto utilizando cimarrones traidores que guiaban a los soldados hasta los palenques a trueco de su libertad.
—Sí, es cierto —admitió el señor Cristóbal.
—Recuerde vuestra merced que aquello acabó mal —añadí—. Los delatores aparecían muertos en las calles, con el cuello rebanado y la lengua cortada. Cada día son decenas los esclavos que huyen, cada semana son cientos y cada año son miles, señor. Cerrar los palenques a nuevos fugitivos es una oferta muy buena que será favorablemente acogida por los propietarios de esclavos.
—Tu hijo habla con mucho entendimiento, Esteban —afirmó Francisco de Oviedo.
—¡Es muy ingenioso! —concedió mi señor padre con orgullo—. ¡Nunca llegarás a saber, amigo Francisco, lo muy ingenioso que es!