INSTITUCIÓN DE LA JUNTA DE LOS ABASTOS

DE CARNICERÍAS EN SALAMANCA

 

Estila[622] la insigne Universidad de Salamanca, para encaminar el gobierno de sus intereses y formalidades, tener elegidos y desparramados a diferentes doctores que hacen entre sí unos pequeños cabildos que llaman juntas, en las cuales hablan, votan y determinan sobre los negocios que se les encargan, con el mismo valor y autoridades que todo el claustro de los doctores y maestros. De modo que esta gran Universidad escoge a cuatro, seis u ocho vocales de su gremio para que cuiden de las rentas, censos, tercias, y otras importancias hacia los intereses; y éstos se juntan cuando quieren y componen otra universidad chiquita, que conferencia y resuelve sobre estos asuntos; y a esta congregación llaman la junta de pleitos. Destina otros seis u ocho para la elección, compra, manejo y limpieza de los libros; y ésta se dice junta de librería; y así de los demás negocios pertenecientes a la estabilidad de sus haberes, ciencias y doctrinas. Pues entre las varias juntas que hoy tiene formadas, en que están entendiendo y decretando sus doctores, se conserva una, que se dice junta de carnicerías, cuya creación ignoro y nada importa para mi asunto saber de sus principios ni progresos. Decretóse en esta junta (no sé en qué día) representar al claustro pleno que era preciso y oportuno elegir y enviar a la Corte comisarios a la definición de un pleito que porfiaba la ciudad de Salamanca con la Universidad, sobre el asunto de volver ésta a abrir unas carnicerías que por reales concesiones tuvo patentes para el bien de sus escolares y vecinos muchos tiempos; y con efecto, en el día 15 de junio de 1756 oró en el claustro el más antiguo de la junta, y con expresiones persuasivas expuso el último estado del pleito, pintó las buenas esperanzas que concebía de la sentencia favorable, y ponderó las importancias y beneficios que lograría la escuela y el público pobre con la feliz resolución, para redimirse de las miserias y las hambres que pasaba, siendo la causa el desmesurado precio de las carnes en el año presente y en muchos de los próximos antecedentes. Persuadida la Universidad de la energía con que el doctor de la junta pintó la rectitud de nuestra justicia, la facilidad de un decreto bienaventurado y la redención de nuestras hambres, pasó a votar comisarios que concluyesen en Madrid esta instancia, que tenía ya más de 25 años de edad, y de gastos una suma considerable.

 

Quiso conocer y confesar en esta ocasión la Universidad que, entre todos sus doctores, no tenía otro tan práctico en Madrid, tan conocido en el reino, ni tan honrado de los grandes señores, ministros y otras clases de personas autorizadas, como a mí, y por esta necesidad o por ceder algún rato de su ceño, me nombró a mí solo, siendo un maestro en filosofía, rudo, ignorante y retirado de estos deseos, y dejando ofendidos a tantos doctores juristas y canonistas que lo deseaban, y que viven con las obligaciones de entender y practicar esta casta de estudios y negocios.

 

Yo rechacé con fortaleza la comisión y dije que en ningún caso ni tiempo convenía ir yo a Madrid, ni otro algún comisario, porque el Real Consejo tenía un oído tan atento y feliz que escuchaba a los más desvalidos, por distantes que estuviesen de sus estrados; que acudiesen a su justicia y piedad por medio de sus agentes y abogados, cartas y papeles en derecho; que pensase la Universidad en las pesadumbres y perjuicios que había padecido por sus comisarios, sin acordarse de más ejemplares que los de la presente disputa, pues fueron, vinieron, tornaron y volvieron diferentes doctores, y entre ellos un teólogo, que se avecindó cinco años en Madrid, gastando contra su voluntad mucho dinero y tiempo; y éste y los demás, después de todas sus diligencias y pasos, no adelantaron otra cosa que gastar mucho y dejar el pleito dormido en los estantes de una de las secretarías de cámara. Además que los comisarios que remite la Universidad son regularmente unos doctores mozos y pobres, que no llevan consigo más rentas ni más propinas que las miserables de la comisión, y más desautorizan a la Universidad que la engrandecen. Se esconden en una ruin posada, donde ninguna persona de mediano carácter puede visitarlos sin rubor. Andan fugitivos en vez de diligentes y viven cobardes y desconfiados. Ni estas razones ni la repetición de algunas quejas que di al claustro en orden a mis pasados y recibidos desprecios me libertaron de la comisión, porque el juramento que presté a la Universidad de obedecerla, cuando me metí en su congregación y otras causas que quiero retener en mi silencio, me obligaron a recoger la comisión y marchar a Madrid a remover este pleito, que mis antecesores dejaron estancado.

 

En uno de los días de julio de este mismo año de 1756 entré en Madrid, y en mediado de agosto logré que los señores de la primera sala de gobierno oyesen la relación y los alegatos de la instancia que seguía, habiendo precedido antes las diligencias siguientes. Visité por mí solo, y sin coche, a todos los señores del Real Consejo; y, sin el enfado de las esquelas ni la pesadez de los memoriales, les supliqué con toda veneración la gracia posible para mi Universidad. Descubrí los autos que estaban escondidos en la secretaría de cámara que regenta don José Amaya; los pasé al agente fiscal don Pedro Cumplido, a quien estoy agradeciendo la cortesanía y brevedad con que me despidió. Considerados y marcados por su prudencia, los conduje a la justificación y sabiduría del Señor fiscal del Consejo, don Francisco de la Mata, y debí a su piedad un breve despacho, pero quedándose con la lástima de no poder asentir a los deseos de la Universidad. Con este desconsuelo los entregué al relator don Pedro Mesa, el que extractó los hechos con más prontitud que yo debía esperar; finalmente busqué a los dos abogados de universidad y ciudad, para prevenirles que se rodeasen de textos y leyes para las acusaciones y defensas que se habían de hacer y oír en el Consejo en el día de la vista, que estaba ya determinado.

 

Entramos todos en la primera sala de gobierno, los autos, el relator, los abogados y yo; y después de haber éstos leído y hablado ante los señores que la formaban dos horas y cuarto, supliqué yo a la sala que me oyese sólo un minuto. Concedióme esta gracia, hablé, y por ahora quiero callar lo que entonces dije, porque no deseo hacer vanidades de retórico y porque muchos sentimientos de esta primera oración van repetidos en la segunda que pongo adelante. Sólo diré que aquellos señores me oyeron sin desagrado y que los circunstantes, que eran muchos (porque se hizo este acto a puerta franca), manifestaron algún deleite, pues hubo entre ellos persona de autoridad que dijo estas palabras: “Gracias a Dios que hemos oído hablar en el Consejo de Castilla a la Universidad de Salamanca, pues entre tantos letrados, canonistas y teólogos que han venido aquí con su voz, no sabíamos qué metal tenía hasta que hemos oído las roncas entonaciones de un filósofo despreciado en ella.”

 

Luego que cumplí el tiempo del minuto que pedí para mi oración, hice una profunda reverencia, y el señor presidente hizo la señal para el despejo.[623] Salimos todos fuera y los señores decretaron “que no pertenecía la sentencia de este pleito a la primera sala de gobierno, sino a la segunda de justicia”.

 

Esta resolución me detuvo ocioso en Madrid hasta últimos de septiembre, porque la importancia de negocios más graves estorbó a los señores de la segunda sala la elección del día en que se habían de repetir las relaciones de este pleito. Yo esperé bien descontento este día y, a la verdad, muy desconfiado de las grandes esperanzas que oí ponderar en el claustro pleno de la feliz salida de esta instancia, porque yo no vi cosido a los autos el privilegio que asegura tener la universidad para abrir carnicerías, ni en los esfuerzos de su abogado noté demostraciones o probanzas de su existencia; y escuché en los alegatos del abogado contrario y en las repreguntas de los señores que, aun concedido el privilegio, era vano el intento de la Universidad, porque el señor don Felipe V, de gloriosa memoria, por especial decreto del año de 1732, mandó quitar y que no tuviesen valor alguno todas las regalías y privilegios que gozaban las comunidades y particulares del reino de tener en sus casas despensas, macelos[624] y carnicerías, dejando sólo a las ciudades estos abastos.

 

Finalmente llegó el día (que fue uno de los primeros de octubre) en que nos volvimos a ver juntos, en el segundo tribunal de justicia, los autos, el relator, los dos abogados y yo; y, habiendo éste leído el mismo cartapacio que leyó en la primera sala de gobierno y los abogados repetido y aumentado los textos a favor cada uno de su parte, se dieron los señores por instruidos y enterados en los hechos y derechos del asunto. Yo supliqué a los señores una licencia para hablar poco, y su piadosa justicia quiso padecer, además de las tres horas que sufrió a los abogados, los dos o tres minutos que yo gasté en soltar de la boca las reverentes palabras que se siguen.

 

SEGUNDA ORACIÓN QUE DIJO DON DIEGO DE TORRES AL REAL CONSEJO DE CASTILLA EN LA SEGUNDA SALA DE GOBIERNO. = Señor: Con la veneración cobarde y el espíritu turbado, dije en la primera sala de este sapientísimo gobierno que a estos autos, que han dormido 26 años en los andenes de las escribanías de V. A., no los alborotaba mi universidad con el ansia sola de suplicar por la restauración de nuestro antiguo y practicado privilegio; y dije que los sacaba ante la clara rectitud de este justísimo teatro, aun más que con la honrada ambición de mantener sus exaltaciones, con el dolor y la compasión de ver y estar viendo muchos años ha a los moradores de aquellos claustros y a los cursantes de aquel país en una miseria intolerable y con la desesperación de contemplar sumamente remotos sus alivios.

 

Dije también que, aunque la universidad está hoy obscura y despojada de sus pompas y lucimientos, es rica, pero, en sus individuos, sumamente pobre, porque, a distinción de los catedráticos de prima y vísperas,[625] que tienen qué comer, y a excepción del catedrático jubilado de astrología, que es rico por sus extravagancias y trabajos, todos los demás doctores, licenciados, bachilleres y escolares viven sumidos en una estrechez muy lastimosa, porque ni las propinas de los unos ni las mesadas[626] de los otros alcanzan para prevenir los precisos apoyos a la vida. Esto dije, y esto vuelvo a decir para recomendar a V. A. sus alivios,o, a lo menos, la moderación de sus fatigas y zozobras.

 

El claustro de doctores de Salamanca es cierto que me votó esta comisión, pero los que me han conducido a empujones hasta los pies de V. A. son los pobres, es el público, dividido en los dos gremios de la plebe y de la escuela. La universidad, por sí sola, sin duda alguna, hubiera elegido otro hombre más digno de pisar estos estrados, digo otro doctor más elocuente, más severo y más instruido en la facultades útiles y serias; pero los gritos y las raras aprensiones de este vulgo la persuadieron que tal vez convendría más poner sus ruegos inocentes y sus súplicas venerables en la boca de un filósofo humilde, sincero, buen hijo de la patria y bien práctico en sus necesidades y miserias que en la retórica entonada de un maestro pomposo y elegante.

 

Por el nombramiento de la universidad debo clamar por su privilegio, y porque, al parecer, mi súplica es inseparable de estos autos; por los gritos del público debo clamar por el remedio de sus necesidades; y a estos clamores pensaba yo que debía añadir los suyos la misma ciudad y que intenta sofocarlos. En otro tiempo sería oportuno, preciso y aun loable que la ciudad rebatiese el valor de nuestros privilegios, pero en la presente coyuntura, yo no sé con qué razones ni con qué corazón procura resistir nuestros conatos, cuando debía dar muchas gracias a Dios de ver que la había deparado en sus infortunios y en sus perezas una universidad piadosamente tonta, que pelea por sacrificar sus caudales y sus quietudes, por aliviarla a ella misma y sostener a aquellos individuos que le tiene encargado Dios y el rey, y de quienes se nombra padre a boca llena. La ciudad está en el último desfallecimiento, inútil y tullida para sublevar[627] a sus moradores; tanto, señor, que se atollan[628] el discurso y la aritmética al querer apurar qué adarmes[629] o qué minutos de alimento les pueden tocar a cuatro mil vecinos, sin viudas, frailes ni canónigos, que tiene Salamanca, de dos vacas únicas que se pesan en sus carnicerías de veinticuatro a veinticuatro horas.

 

La universidad está pronta gustosamente para aliviar a todos, dándoles en sus antiguas carnicerías (si es del agrado de V. A. que se vuelvan a abrir) las libras de la vaca y el carnero a un precio menor considerablemente que el que hoy pagan, y al rey nuestro señor todos sus tributos, sin tocarle a los regidores en sus regalías ni aprovechamientos. La soberanía de V. A. tiene poder para todo, puede remediarlo todo y hacernos felices a todos: suplico a V. A. que así lo haga y que lo haga por Dios, por los pobres y por mí, pues temo justamente que, si vuelvo a Salamanca sin algún indicio de la piedad de V. A., me apedreará el vulgo, persuadido a que mis omisiones, y no sus desgracias, son el motivo que produce las continuaciones de sus hambres. Y si esto no es posible, yo juro besar por justas las deliberaciones de V. A., aunque sean contrarias a nuestros deseos; y el público, que recurra al cielo por sus socorros; la ciudad, que tenga paciencia, y los de mi claustro, que busquen en Dios y en su filosofía sus conformidades y consuelos.

 

Algunas señas de su benignidad me concedieron los señores que se dignaron de escucharme; y, hecha por el señor presidente la ordinaria señal del despejo, mandaron cerrar las puertas que estuvieron francas todo el tiempo que duraron las relaciones, los alegatos y mis súplicas.

 

Guardaron los señores la sentencia final para otro día, y en éste solamente dieron la decisión que se quiere aplicar a aquella sola palabra visto, tan misteriosa y repetida en los tribunales. Yo me volví a mi ociosidad, en la que estuve esperando la hora en que había de decidirse nuestra antigua cuestión, sin haber hecho en quince días más diligencias que las repeticiones de mis visitas suplicatorias por la gracia posible, si la justicia del Real Consejo hallase alguna en este asunto. Finalmente, en el día 14 de octubre de este mismo año de 1756 se juntaron los mismos señores que oyeron nuestro pleito y, justamente piadosos y atendiendo a remediar las miserias de los escolares y los alivios de los pobres vecinos, que debían ser los fines principales, determinaron apartar su consideración enteramente de nuestras porfías, y dejar a una y otra parte en sus dudas y cuestiones, y me concedió un decreto decorosísimo a mi Universidad, importante al público y venturoso a los pobres, cuya copia original es la que se sigue.

 

COPIA DEL REAL DECRETO DADO POR EL REAL CONSEJO EN ASUNTO DE ABASTOS DE CARNICERÍAS DADO EN EL DÍA 14 DE OCTUBRE DE 1756. = Por ahora, y sin perjuicio del derecho de las partes, se forme para el abasto de carnicerías una junta compuesta del corregidor, dos regidores que nombre la ciudad y dos graduados que dipute[630] la universidad, para que corra a su cuidado el de este abasto; y para que, desde luego, se tomen las providencias para su mejor gobierno, se forme, sin dilación, la referida junta; y tratando en ella de los mejores medios, de la mayor economía, minoración de gastos y salarios y extinción de propinas y demás abusos, propongan al Consejo cuanto les parezca conveniente a que corran los precios de las carnes, con respecto al precio natural e inexcusables costas; y no conviniéndose los vocales de la junta y las providencias que acordaren cada uno que formasen distinto concepto, informe separadamente al Consejo de su parecer, exponiéndole los motivos en que lo funde. Madrid, 14 de octubre de 1756.

 

Remití este decreto a Salamanca a los señores de la universidad pequeña, que componen la junta llamada de carnicerías; y habiéndolo recibido el día 19 de dicho mes, el día 20 inmediato juntaron el claustro pleno, en donde se leyó y aceptó, y todos dieron muchas gracias a Dios y luego a mí por el celo, la brevedad y la aplicación que dediqué para el logro de una resolución tan favorable y decorosa; y, llenos de gozo y alegría me quitaron la comisión detrás de las gracias, y nombraron para comisarios que siguiesen la ejecución del real decreto, y para que acompañasen a los dos regidores y al caballero corregidor, al reverendísimo Vidal[631] y al doctor don Felipe Santos.

 

El pueblo dijo que había sido precipitado e importuno este nombramiento; lo primero, porque la ciudad tenía obligados que abasteciesen al pueblo, y que su obligación duraba hasta el día de san Juan y era preciso que estuviesen ociosos ocho meses estos comisarios; lo segundo, porque debían haber esperado (teniendo tanto tiempo para elegir) a que yo viniese e informase, como mejor instruido, de las circunstancias, casos y advertencias que toqué en Madrid, y podían ocurrir en un asunto tan nuevo y no esperado; y lo tercero, decía que ya que nombraron comisarios tan precipitadamente y sin necesidad, debieron nombrarme a mí, porque si la Universidad me conoció por bueno y por inteligente para remitirme a la resolución de un negocio que no supieron concluir en 25 años los muchos doctores teólogos y juristas que había enviado, debió tenerme por más bueno y más inteligente, por estar ya más aleccionado e instruido que los que estaban ignorantes en los hechos y las diligencias, sin el menor conocimiento de la idea de los señores que decretaron. Y, finalmente, decía que no era razón ni justicia que fuese paga y premio de un tan honroso beneficio que yo conseguí para la Universidad y el público un desaire tan repentino, tan impensado y tan desmerecido. Esto y más que esto habló el pueblo, y esto hablaban con él muchos doctores. Yo callé, sufrí y reí, y, gracias a Dios, voy llevando por delante mi silencio, mi risa y mi tolerancia.

 

Después que pasaron ocho días por este nombramiento, llegué yo a Salamanca desde Madrid; y habiendo preguntado al secretario don Diego García de Paredes si debía juntar al claustro para darle la cuenta de mi comisión, respondió que no era estilo, que la junta me llamaría y que a los señores que la componían se daba la cuenta y razón. Fui llamado a ella, y el reverendísimo Vidal que la presidía por decano, me dijo estas únicas palabras: “Señor don Diego, es estilo que los señores que van a Madrid con comisión, a la vuelta de ella den su cuenta, y lo que dicen que han gastado eso se les abona.” Y yo le respondí con esta verdad y estas pocas palabras: “Padre reverendísimo, no he gastado un maravedí a la Universidad, y ésta es toda la cuenta que traigo que dar, pues, aunque el señor doctor Morales, que seguía conmigo (con permisión de la junta) la correspondencia, me instruyó y me escribía que gastase y regalase, yo nunca encontré ocasión ni necesidad de valerme de estas profusiones, y aseguro que, después de tantos años de práctico en Madrid, yo no conozco todavía quiénes son los sujetos que toman y se conquistan con los regalos y los bolsillos; pues los inferiores en fortuna y sospechosos en la codicia ahora y siempre me han honrado de balde con el buen modo, la prontitud, la cortesanía y la condescendencia en mis ruegos. Si estas civilidades las ha solicitado en Madrid algún pretendiente o litigante con dones mecánicos, no lo sé; lo que yo juro es que yo las he adquirido con la moneda de los agradecimientos humildes y que me la han tomado con gusto y sin deseo de otra satisfacción.”

 

Oída y tomada mi cuenta, dijo otra vez el reverendísimo Vidal: “Pues ahora tenemos aquí que tratar solos.” Yo me despedí, sin haber logrado que dicho reverendísimo, ni su compañero el doctor don Felipe Santos, ni otro alguno de los señores que componían la junta, me preguntasen una palabra sobre la inteligencia del decreto, ni de las circunstancias de mi comisión, ni por curiosidad ni por precisión; y a la hora que escribo ésta, ni la Universidad ni persona de ella se ha informado de mí, ni me ha visto ni vuelto visita; y las instrucciones verbales que yo merecí en Madrid, conducentes al bien del público y al establecimiento seguro de esta nueva junta de abastos de carnicerías, se las he comunicado (para no dejarlas perdidas) al caballero corregidor don Manuel de Vega, sujeto amantísimo del bien de la ciudad y del buen gobierno, al que acude desinteresado, incansable y lleno de amor y bondad al rey, al público y a los pobres, las que han experimentado fieles en los recursos que se le han ofrecido al Real Consejo sobre este asunto. Éstos son los pasos y las diligencias que precedieron a la institución de la junta de abastos de carnicerías de esta ciudad; si alguna persona de ella y de mi gremio quiere decir que he procedido descaminado, defectuoso o ponderativo en esta relación, hable o escriba, que aún vivo, y probaré con sus mismas quejas y acusaciones la inocente ingenuidad de mis verdades, y serán sus cargos y sus demandas los testigos de mi razón y mi paciencia.