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¿Qué podemos realmente saber?

 

 

El libro de Jim Holt ¿Por qué existe el mundo? Una historia sobre los orígenes del universo y la existencia es una galería de retratos de algunos filósofos modernos importantes.[37] Holt los visitó advirtiéndoles de antemano de que iba a discutir con ellos sobre una sola cuestión: ¿por qué hay algo en lugar de nada? El libro recoge sus reacciones a esta pregunta y embellece sus palabras con descripciones de sus costumbres y su personalidad. Las respuestas que dieron nos permiten vislumbrar sus experiencias vitales particulares, pero no resuelven el enigma de la existencia.

Los filósofos son más interesantes que la filosofía. La mayoría son personajes excéntricos que han llegado a la cima de su profesión. Discurren sobre sus profundos pensamientos en lugares de inusitada belleza, como París y Oxford. Son herederos de una antigua tradición de jerarquía académica en que los discípulos se sentaban a los pies de los sabios y estos los iluminaban con sus oráculos. Las universidades de París y Oxford mantuvieron esta tradición durante ochocientos años. Las grandes religiones mundiales la han mantenido aún más tiempo. Las universidades y las religiones son las instituciones humanas más duraderas.

Según Holt, los dos filósofos más influyentes del siglo XX fueron Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein; el primero ejerció su supremacía en la Europa continental y el segundo en el mundo de habla inglesa. Heidegger fue uno de los fundadores del existencialismo, una escuela filosófica especialmente atractiva para los intelectuales franceses. Heidegger perdió su credibilidad en 1933, cuando aceptó el cargo de rector de la Universidad de Friburgo bajo el nuevo gobierno de Hitler y se hizo miembro del Partido Nazi. El existencialismo continuó floreciendo en Francia después de que se desvaneciera en Alemania.

Wittgenstein, a diferencia de Heidegger, no creó ningún ismo. Escribió muy poco, y todos sus textos eran sencillos y claros. El único libro que publicó en vida fue el Tractatus logico-philosophicus, escrito en Viena en 1918 y editado en Inglaterra en 1922 con una larga introducción de Bertrand Russell. Ocupa menos de doscientas páginas pequeñas, a pesar de que el original alemán y la traducción inglesa aparecen impresos lado a lado. Cuando cursaba mis estudios de secundaria tuve la suerte de recibir como premio un ejemplar del Tractatus. Lo leí durante toda una noche en un arrebato de entusiasmo adolescente. La mayor parte versa sobre la lógica matemática. Solo las últimas cinco páginas tratan de problemas humanos. El texto se divide en aforismos numerados, cada uno compuesto de una o dos frases. Por ejemplo, el aforismo 6.521 dice: «La solución del problema de la vida se nota en la desaparición de ese problema. (¿No es esta la razón por la que personas que tras largas dudas llegaron a ver claro el sentido de la vida, no pudieran decir, entonces, en qué consistía tal sentido?)». La frase más famosa del libro está en el aforismo 7, el último: «De lo que no se puede hablar hay que callar».[38]

Encontré el libro esclarecedor y liberador. Afirma que la filosofía es sencilla y tiene un alcance limitado. La filosofía se ocupa de la lógica y del uso correcto del lenguaje. Todas las especulaciones fuera de esta zona acotada son misticismo. El aforismo 6.522 dice: «Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico». Como lo místico es inexpresable, no hay nada más que decir. Holt resume la diferencia entre Heidegger y Wittgenstein en nueve palabras: «Wittgenstein era valiente y ascético; Heidegger, vanidoso y desleal». Estas palabras se aplican por igual a su carácter como seres humanos y a su producción intelectual.

El ascetismo intelectual de Wittgenstein tuvo una gran influencia en los filósofos del mundo anglófono. Redujo el alcance de la filosofía al excluir la ética y la estética. Al mismo tiempo, su ascetismo personal alimentaba su credibilidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, Wittgenstein quiso servir de una manera práctica a su país de adopción. Como era demasiado mayor para el servicio militar, pidió permiso para ausentarse de su puesto académico en Cambridge para realizar un trabajo de inferior categoría en un hospital —el de auxiliar— asistiendo a los pacientes. Cuando en 1946 llegué a la Universidad de Cambridge, Wittgenstein acababa de regresar de sus seis años de servicio en el hospital. Me mereció el máximo respeto, y me alegré de saber que vivía en una habitación situada encima de la mía y que compartía con él la misma escalera. Me lo encontraba con frecuencia subiendo o bajando las escaleras, pero yo era demasiado tímido para iniciar una conversación. Varias veces le oí murmurar para sí mismo: «Cada día soy más estúpido».

Finalmente, cuando estaba a punto de finalizar mi estancia en Cambridge, me aventuré a hablar con él. Le conté que había disfrutado de la lectura del Tractatus, y le pregunté si todavía tenía las mismas ideas que había expresado hacía veintiocho años. Permaneció en silencio un buen rato y luego me dijo: «¿A qué periódico representa?». Le dije que era un estudiante, no un periodista, pero nunca respondió a mi pregunta.

La respuesta de Wittgenstein fue humillante, y su actitud hacia las estudiantes que deseaban asistir a sus clases era aún peor. Si estaba presente una mujer, permanecía de pie en silencio hasta que ella abandonaba el aula. Pensaba que era un charlatán que se comportaba de manera escandalosa para llamar la atención. Lo odiaba por su rudeza. Cincuenta años más tarde, mientras paseaba por un cementerio de las afueras de Cambridge una mañana soleada de invierno, me encontré por casualidad con su lápida, un enorme bloque de piedra ligeramente cubierto de nieve reciente. Sobre la piedra había grabada una sola palabra: WITTGENSTEIN. Para mi sorpresa, me encontré con que el viejo odio había desaparecido, reemplazado por una comprensión más profunda. Él estaba en paz, y yo estaba también en paz, en el blanco silencio. Ya no era un charlatán malhumorado. Era un alma atormentada, el último superviviente de una familia con una historia trágica, que vivió una vida solitaria entre extraños tratando hasta el final de expresar lo inexpresable.

Los filósofos a los que Holt entrevistó proceden de los ámbitos más dispares. El tema principal de las discusiones es un desacuerdo entre dos grupos que yo llamo «materialistas» y «platónicos». Los primeros imaginan un mundo hecho de átomos; los segundos, un mundo construido con ideas. La división en estas dos categorías es una mera simplificación, y mete en el mismo saco a personas con una gran diversidad de opiniones. Como los taxonomistas que bautizan a las especies de plantas y animales, los observadores de la escena filosófica pueden ser archiveros o encasilladores. A los archiveros les gusta poner nombre a muchas especies; a los encasilladores, ponérselo solo a unas pocas.

Holt es un archivero y yo, un encasillador. Los filósofos son en su mayoría archiveros, pues catalogan sus formas de pensar bajo simples epígrafes, como «teísmo», «deísmo», «humanismo», «panpsiquismo» o «axiarquismo». Encontramos ejemplos de cada uno de estos ismos en la colección de Holt. Me parece más conveniente dividirlos en dos grandes grupos, el de los obsesionados con la materia y el de los obsesionados con la mente. Holt les pide que expliquen por qué existe el mundo. Para los materialistas, la pregunta es sobre el origen del espacio y el tiempo, las partículas y los campos, y la rama científica aquí pertinente es la física. Para los platónicos, la pregunta es sobre el origen del sentido y la finalidad de la conciencia, y la ciencia aquí pertinente es la psicología.

El más impresionante de los platónicos es John Leslie, que pasó la mayor parte de su vida enseñando filosofía en la Universidad de Guelph y que ahora vive retirado en la costa occidental de Canadá. Leslie se considera un axiarquista extremo. «Axiarquismo» es una palabra griega y significa «imperio de los valores», es decir, que el mundo está construido con ideas y la idea platónica del «Bien» da valor a todo lo que existe. Leslie se toma muy seriamente el mito platónico de la caverna como metáfora de la vida humana. Habitamos una caverna donde solo vemos las sombras proyectadas sobre la pared por la luz que entra del exterior. Los objetos reales fuera de la caverna son ideas, y todas las cosas que percibimos en el interior son imágenes imperfectas de las ideas. El mal existe porque esas imágenes están distorsionadas. La realidad última, oculta a nuestra vista, es el Bien. El Bien es una fuerza lo suficientemente potente para dar existencia al universo. Leslie entiende que esta explicación de la existencia es una fantasía poética, no un argumento lógico. La fantasía viene al rescate cuando la lógica falla. Todos los temas del pensamiento de Platón se encuentran en sus diálogos, los cuales son reconstrucciones dramáticas de las conversaciones de su maestro Sócrates. Y se basan en la imaginación, no en la lógica.

En 1996, Leslie publicó un libro, The End of the World, que contiene una visión sombría de la situación humana. En él calculaba la probable duración futura de la especie humana basando su razonamiento en el principio copernicano según el cual la situación del observador en el cosmos no es en modo alguno excepcional. Copérnico dio su nombre a este principio cuando cambió la posición de la Tierra como centro del universo aristotélico a otra más modesta como uno de los planetas que orbitan alrededor del Sol.

Leslie arguye que el principio copernicano debe aplicarse a nuestra posición en el tiempo, no solo a nuestra posición en el espacio. Como observadores del paso del tiempo, no debemos colocarnos en una posición privilegiada, como lo sería el comienzo de la historia de nuestra especie. Como observadores copernicanos, deberíamos imaginar que nos hallamos en una posición intermedia en nuestra historia, no cerca del comienzo. Por lo tanto, cabe esperar que la duración futura de nuestra especie no sea mucho más larga que su pasado. Como sabemos que nuestra especie se originó hace alrededor de cien mil años, podemos esperar que se extinga al cabo de otros cien mil.

Cuando Leslie publicó este pronóstico, protesté enérgicamente contra él, alegando que era un uso técnicamente erróneo de la teoría de la probabilidad. Pero, de hecho, el argumento de Leslie era técnicamente correcto. La razón por la que no me gustaba el argumento era que no me gustaba la conclusión. Pensaba que el universo tiene un propósito, y que nuestra mente es una parte de ese propósito. Como la bondad del universo se nos había revelado en nuestra existencia como observadores, podíamos confiar en la bondad del universo, que nos permitirá seguir existiendo. Me opuse al argumento de Leslie porque yo era más platónico que él.

La antítesis de John Leslie es David Deutsch, cuyo libro El comienzo del infinito he comentado en el capítulo 12. Holt visitó a Deutsch en su casa, situada en un pueblo a pocos kilómetros de Oxford. El capítulo que describe la visita se titula «El mago del multiverso». Deutsch es un físico profesional que utiliza la física como base para sus especulaciones filosóficas. A diferencia de la mayoría de los filósofos, entiende la mecánica cuántica y se siente como en casa en un universo cuántico. Le gusta la interpretación de la mecánica cuántica que habla de múltiples universos, formulada en los años cincuenta por Hugh Everett, a la sazón estudiante en Princeton. Everett imaginaba el universo cuántico como un conjunto infinito de universos corrientes simultáneamente existentes. Llamó al conjunto «el multiverso».

La esencia de la física cuántica es la impredecibilidad. A cada instante, los objetos de nuestro entorno físico —los átomos en nuestros pulmones y la luz en nuestros ojos— están tomando decisiones impredecibles sobre lo que harán a continuación. Según Everett y Deutsch, el multiverso contiene un universo para cada combinación de opciones. Hay tantos universos que cada posible secuencia de opciones se produce en al menos uno de ellos. Cada universo está constantemente dividido en muchos universos alternativos, y las alternativas se recombinan cuando llegan al mismo estado final por diferentes vías. El multiverso es una red enorme de posibles historias que divergen y vuelven a converger conforme pasa el tiempo. La «rareza cuántica» que observamos en el comportamiento de los átomos, la «fantasmal acción a distancia» que tanto desagradaba a Einstein, es resultado de unos universos que se recombinan de maneras inesperadas.

Según Deutsch, cada uno de nosotros existe en el multiverso como una multitud de criaturas casi idénticas que viajan juntas en el tiempo a través de historias estrechamente relacionadas, dividiéndose y recombinándose constantemente como lo hacen los átomos de los que estamos compuestos. No pretende tener una respuesta a la pregunta de «por qué existe el multiverso» o a la pregunta, más fácil, de «cuál es la naturaleza de la conciencia». Deutsch ve un largo futuro por delante de nosotros, un futuro de lenta exploración en el que daremos respuestas filosóficas a preguntas que todavía no sabemos cómo plantear. Una de las preguntas que ahora alcanzamos a hacernos, pero a la que no sabemos dar respuesta, es esta: «¿Llegará la computación cuántica a desempeñar un papel esencial en nuestra conciencia?». Para Deutsch, la física de la computación cuántica es la pista más prometedora de las que pueden conducirnos a una comprensión más profunda de nuestra existencia. Según su teoría, podríamos inducir a todos los diferentes universos paralelos del multiverso a colaborar en un solo cálculo.

Hay otros muchos tipos de multiverso además del que nos describe la versión de Everett. Los modelos de multiverso están de moda en las últimas teorías de la cosmología. Holt visitó al cosmólogo ruso Alex Vilenkin en la Universidad Tufts de Boston. A diferencia de Deutsch, Vilenkin tiene múltiples universos desconectados y muy separados entre sí. Cada uno surge de la nada en virtud de un proceso conocido como «efecto túnel cuántico», en el cual cruza de manera espontánea la barrera entre la no existencia y la existencia sin gasto de energía. Los universos cobran existencia con exactamente cero energía total, siendo la energía positiva de la materia igual y opuesta a la energía negativa de la gravitación. La masa se libera porque la energía es cero.

El título del capítulo de Vilenkin es «¿El almuerzo gratis definitivo?». Holt alude a una conversación entre el joven físico George Gamow y un ya anciano Albert Einstein cuando ambos estaban en Princeton. Gamow, el inventor original de la idea del túnel cuántico, le explicó a Einstein la posibilidad de la comida gratis. Einstein se quedó tan sorprendido que se detuvo en medio de la calle y estuvo a punto de que lo atropellara un coche.

Las opiniones varían ampliamente en relación con los límites de la ciencia. Para mí, el multiverso es filosofía, no ciencia. Esta última trata de hechos que pueden ser comprobados y misterios que pueden ser explorados, y no veo manera alguna de contrastar las hipótesis del multiverso. La filosofía versa sobre ideas que pueden ser imaginadas e historias que pueden ser contadas. Pongo estrechos límites a la ciencia, pero reconozco la existencia de otras fuentes de sabiduría humana que van más allá de aquella, como son la literatura, el arte, la historia, la religión y la filosofía. El multiverso tiene su sitio en la filosofía y en la literatura.

Mi versión favorita del multiverso es una historia narrada por el filósofo Olaf Stapledon, fallecido en 1950. Enseñó filosofía en la Universidad de Liverpool, y en 1937 publicó una novela, Hacedor de Estrellas, en que expone su visión del multiverso. El libro se vendió como obra de ciencia ficción, pero tiene que ver con la teología más que con la ciencia. El narrador experimenta una visión en la que viaja por el espacio visitando civilizaciones extraterrestres del pasado y del futuro. Su mente se fusiona telepáticamente con algunos de sus habitantes, los cuales se le unen en su periplo. Finalmente, esta «mente cósmica» se encuentra con el Hacedor de Estrellas, un «espíritu eterno y absoluto» que ha creado todos esos mundos en una sucesión de experimentos. Cada experimento es un universo, y como cada experimento fracasa, aprende a diseñar un poco mejor el siguiente. Su primer experimento es una simple pieza musical, un rítmico tañido de tambor que explora la textura del tiempo. Vienen después muchas más obras de arte, las cuales exploran las posibilidades del espacio y del tiempo aumentando gradualmente la complejidad.

Nuestro universo se halla más o menos en medio, y supone una gran mejora en comparación con los anteriores, pero todavía está destinado al fracaso. Sus defectos lo llevan a un trágico final. Los últimos experimentos, que están mucho más allá del alcance de nuestra comprensión, evitan los errores que el Hacedor de Estrellas cometió al diseñar nuestro universo, y abren el camino hacia la última perfección. El multiverso de Stapledon, concebido entre las sombras de los futuros horrores de la Segunda Guerra Mundial, es un intento imaginativo de abordar el problema del bien y del mal.

Durante la mayor parte de los veinticinco siglos transcurridos desde el comienzo de la historia escrita, los filósofos fueron importantes. Dos grupos de filósofos, Confucio y Lao Tse en China, y Sócrates, Platón y Aristóteles en Grecia, fueron durante dos mil años figuras dominantes en las culturas de Asia y de Europa. Confucio y Aristóteles establecieron el estilo de pensamiento de las civilizaciones oriental y occidental, respectivamente. Les hablaban no solo a los sabios, sino también a los gobernantes. Ejercieron una influencia profunda en el mundo práctico de la política y la moral, y no solo en el mundo intelectual de la ciencia y el conocimiento.

En los últimos siglos, los filósofos continuaron siendo profetas del destino humano. Descartes y Montesquieu en Francia, Spinoza en Holanda, Hobbes y Locke en Inglaterra, y Hegel y Nietzsche en Alemania dejaron su impronta en los estilos divergentes de las naciones cuando el nacionalismo se convirtió en la fuerza motriz de la historia de Europa. A través de todas las vicisitudes de la historia, desde la Grecia clásica y China hasta finales del siglo XIX, los filósofos fueron gigantes que desempeñaron un papel dominante en el reino de la mente.

Los filósofos de Holt pertenecen a los siglos XX y XXI. Comparados con los gigantes del pasado, son un patético grupo de enanos. Conciben ideas profundas y dan conferencias académicas ante un público académico, pero casi nadie fuera de ese mundo los escucha. Son históricamente insignificantes. En algún momento de finales del siglo XIX, los filósofos desaparecieron de la vida pública. Y lo hicieron como el panadero en el poema de Lewis Carroll «La caza del snark», de repente y en silencio. Los filósofos se volvieron invisibles para el público en general.

Este desvanecimiento de la filosofía me llamó la atención en 1979, mientras participaba en la planificación de un ciclo de conferencias para celebrar el centenario del nacimiento de Einstein. Las conferencias iban a pronunciarse en Princeton, donde Einstein había vivido, pero la sala era demasiado pequeña para todas las personas que querían venir. Se creó un comité para decidir a quiénes había que invitar. Cuando se anunció la composición del comité, hubo fuertes protestas de personas que quedaron excluidas. Tras enconadas discusiones, acordamos que habría tres comités, cada uno facultado para invitar a un tercio de los participantes. Un comité lo componían científicos, otro, historiadores de la ciencia y el tercero, filósofos de la ciencia.

Después de que los tres comités hubieran efectuado sus selecciones, obtuvimos tres listas con los nombres de las personas que serían invitadas. Las examiné e inmediatamente me llamó la atención su desconexión. Con pocas excepciones, conocía personalmente a todas las personas de la lista de científicos. De la lista de historiadores, conocía los nombres, pero no a ellos personalmente. De la lista de filósofos ni siquiera conocía los nombres.

En los siglos anteriores, los científicos, historiadores y filósofos se conocían. Newton y Locke fueron amigos y colegas en el Parlamento inglés de 1689, donde ayudaron a establecer un gobierno constitucional después de la revolución incruenta de 1688. Las sangrientas pasiones de la guerra civil inglesa quedaron finalmente mitigadas con el establecimiento de una monarquía constitucional con poderes limitados. La monarquía constitucional era un sistema de gobierno inventado por filósofos. Pero en el siglo XX, la ciencia, la historia y la filosofía eran ya culturas separadas. Éramos tres grupos de especialistas que vivían en comunidades separadas y que rara vez se comunicaban.

¿Cuándo y por qué la filosofía perdió su garra? ¿Cómo llegó a ser una reliquia endeble de glorias pasadas? Estas son las tristes preguntas que el libro de Holt nos mueve a hacernos. Los filósofos se volvieron insignificantes cuando la filosofía se convirtió en una disciplina académica independiente, distinta de la ciencia, la historia, la literatura y la religión. Los grandes filósofos del pasado cubrían todas estas disciplinas. Hasta el siglo XIX la ciencia se llamaba «filosofía natural», y era oficialmente reconocida como una rama de la filosofía. La palabra «científico» la inventó William Whewell, un filósofo decimonónico de Cambridge que fue director del Trinity College y puso su nombre al edificio donde Wittgenstein y yo vivíamos en 1946. Whewell introdujo la palabra en 1833. Llevó a cabo una campaña para establecer la ciencia como una disciplina profesional distinta de la filosofía.

La campaña de Whewell fue un éxito. Como resultado, la ciencia adquirió una posición dominante en la vida pública y la filosofía retrocedió. Y retrocedió aún más cuando se separó de la religión y la literatura. Los grandes filósofos del pasado escribieron obras maestras literarias, como el Libro de Job y las Confesiones de san Agustín. Las últimas obras maestras escritas por un filósofo probablemente sean Así habló Zaratustra (1885) y Más allá del bien y del mal (1886), de Friedrich Nietzsche. En los modernos departamentos de filosofía no hay sitio para la mística.

 

 

Nota añadida en 2014: En la reseña publicada, hacía desaparecer al snark en lugar de al panadero. Doy las gracias a Ray Fair por corregir este grave error. Y doy también las gracias a Graham Farmelo, autor de un libro sobre Winston Churchill que reseñé posteriormente (véase el capítulo 20), por informarme de que Churchill era un fan de Olaf Stapledon que leyó con avidez todo lo que escribió.