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Escribiendo el gran libro de la naturaleza

 

 

Ivar Ekeland tiene un apellido noruego y enseña en la Universidad de la Columbia Británica en Canadá, pero el estilo y el espíritu de su obra Le meilleur des mondes possibles. Mathématiques et destinée son inconfundiblemente franceses.[2] El libro es un rápido recorrido por la historia de los últimos cuatrocientos años vista con los ojos de un matemático francés. Las matemáticas aparecen como un principio unificador de la historia. Ekeland se mueve con facilidad entre las matemáticas, la física, la biología, la ética y la filosofía. La figura central de la narración es el sabio francés Pierre de Maupertuis (1698-1759), un hombre de múltiples talentos que en 1745 formuló el principio de mínima acción en una memoria titulada Les loix du mouvement et du repos déduites d’un principe métaphysique. El principio de mínima acción afirma que la naturaleza organiza todos los procesos de forma que una cantidad llamada «acción», que es la medida del esfuerzo necesario para llevar los procesos hasta el final, se reduzca al mínimo. La acción de cualquier movimiento mecánico se define como la masa en movimiento multiplicada por la velocidad y por la distancia recorrida. Maupertuis fue capaz de demostrar matemáticamente que si un conjunto de objetos se mueven de manera tal que la acción total sea la menor posible, entonces el movimiento obedece a las leyes del movimiento de Newton. Así, toda la ciencia de la mecánica de Newton se sigue del principio de mínima acción.

Maupertuis quedó deslumbrado por la belleza de su descubrimiento. «Qué gozo para el espíritu humano —escribió— contemplar estas leyes tan bellas y simples, que pueden ser las únicas que el Creador y Ordenador de todas las cosas ha establecido en la materia para sustentar todos los fenómenos del mundo visible.» Luego se le ocurrió identificar la acción con el mal, por lo que el principio de mínima acción se convirtió en el principio de máxima bondad. Y llegó a la conclusión de que Dios ha ordenado el universo con el fin de maximizar la bondad. El mundo en que vivimos es el mejor de todos los mundos posibles que Dios pudo haber creado. Este sencillo principio une la ciencia con la historia y la moralidad. Las matemáticas son la clave para la comprender el destino humano.

Uno de los contemporáneos de Maupertuis fue Voltaire, el gran escéptico, que demolió la filosofía optimista de Maupertuis en un libro titulado Histoire du docteur Akakia et du natif de Saint-Malo. Akakia significa en griego «ausencia de mal», y el nativo de Saint-Malo es Maupertuis. «El nativo de Saint-Malo —escribe Voltaire— había sido durante mucho tiempo víctima de una enfermedad crónica que unos llaman filotimia [“ansia de honores”] y otros filocracia [“ansia de poder”].» La diatriba de Voltaire se vendió bien, y el prestigio de Maupertuis se vino abajo. Una vez fallecido este último, Voltaire siguió ridiculizándolo en la novela Cándido, en la que aparece como el filósofo optimista Pangloss, que padece una sucesión de infortunios, pero se mantiene firme en su creencia de que «todo está bien y termina bien en el mejor de todos los mundos posibles».

Pero Maupertuis no era ningún Pangloss. Solo por breve tiempo fue un filósofo optimista. También fue un brillante científico y un buen administrador. De joven se hizo famoso por haber dirigido una expedición a Laponia con el fin de determinar la forma de la Tierra en latitudes tan altas. Sus mediciones fueron lo bastante exactas como para demostrar que la Tierra no es una esfera perfecta, sino un elipsoide achatado en los polos, como Newton predijo, a consecuencia de su rotación. Esta confirmación de la teoría de Newton fue históricamente importante, ya que hasta entonces la física newtoniana no era muy conocida o aceptada en Francia. Maupertuis también aprendió a utilizar los esquíes en Laponia, y se trajo el primer par de esquíes que se vio en Francia. Durante muchos años después de la expedición a Laponia, fue uno de los miembros más activos de la Academia de Ciencias Francesa. Cuando el rey Federico el Grande de Prusia fundó su propia Academia de Ciencias en Berlín, le pidió que la presidiera. Maupertuis pasó el resto de su vida en Berlín, donde dirigió ejemplarmente la academia prusiana. Voltaire odiaba al rey Federico, y la amistad de Maupertuis con el monarca le dio otra razón para odiar y menospreciar al matemático.

El bosquejo histórico de Ekeland se divide en dos partes: antes de Maupertuis y después de Maupertuis. En la primera, los dos personajes principales son Galileo y René Descartes. Galileo inauguró la ciencia moderna utilizando el péndulo como herramienta para hacer mediciones precisas del tiempo. La ciencia griega antigua se basaba en la geometría, que mide el espacio, pero no el tiempo. Arquímedes entendía la estática, pero no la dinámica. Con su péndulo y con los pesos que dejaba caer, Galileo dio el paso decisivo de una visión estática a una visión dinámica de la naturaleza. Introdujo el tiempo como una cantidad accesible al análisis matemático. «El gran libro de la naturaleza —dijo— está escrito en lenguaje matemático.» Esta aseveración de Galileo fue la palanca que hizo entrar al mundo en la era del conocimiento científico moderno.

Después de Galileo llegó Descartes, un gran matemático y un gran filósofo, pero no un gran científico. Descartes hizo suya la idea de Galileo, según la cual las matemáticas son la lengua que la naturaleza habla, y trató de deducir las leyes de la naturaleza de las leyes de la matemática usando la pura razón. Pero hizo caso omiso de otra afirmación de Galileo: que la naturaleza responde a las preguntas que le hacemos a través del experimento. El francés tenía en baja estima los resultados experimentales, porque pensaba que eran menos fiables que la lógica. La suya era una ciencia normativa que le decía a la naturaleza lo que tenía que hacer, no una ciencia experimental, que es la que investiga lo que la naturaleza realmente hace. En 1637 publicó su gran obra, el Discurso del método para dirigir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias. En ella describe un método científico lo bastante amplio como para aplicarlo lo mismo en la moral que en los problemas de la física. «Hice ver cuáles eran aquellas leyes de la naturaleza», escribió,

 

y, sin apoyar mis razones en ningún otro principio que en las infinitas perfecciones de Dios, traté de demostrar la validez de aquellas sobre las que pudiera recaer alguna duda y de hacer ver que son tales que, aunque Dios hubiera creado varios mundos, no podría haber uno en el que no se cumplieran.

 

Ekeland concluye que el método de Descartes «ha sido utilizado en la ciencia con gran éxito, y no hay ninguna razón por la que no pueda ser igual de útil en la filosofía o al tratar de establecer algunos principios que guíen nuestras vidas colectiva y personal». Por desgracia, la forma cartesiana de hacer ciencia, con su mínimo recurso a la experimentación, hizo que el filósofo cometiera grandes errores. Su principio filosófico de que la naturaleza aborrece el vacío lo llevó a inferir que el espacio alrededor de los planetas está lleno de enormes vórtices o remolinos, y que la presión de los vórtices mantiene a los planetas en sus órbitas y los empuja en su camino. Esta teoría de los movimientos planetarios fue generalmente aceptada en Francia como una alternativa preferible a la teoría de la gravitación universal de Newton. Descartes también infirió que la rotación de la Tierra crea otro enorme vórtice que la comprime dándole la forma de un balón de rugby. Según Descartes, la Tierra es un elipsoide alargado en los polos en lugar de achatado, como predijo Newton. Las mediciones de Maupertuis en Laponia demostraron que este último tenía razón.

La historia de Ekeland continúa, después de Maupertuis, con dos grandes matemáticos, Joseph-Louis Lagrange y Henri Poincaré, que utilizaron las ideas de Maupertuis para construir el gran edificio de la dinámica clásica. A finales del siglo XIX Poincaré descubrió el caos, una propiedad general de los sistemas dinámicos que vuelve impredecible su comportamiento durante largos períodos. Descubrió que casi todos los sistemas dinámicos complejos son caóticos. En particular, los movimientos orbitales de los sistemas planetarios con más de dos planetas y los flujos atmosféricos y oceánicos tienden a serlo. El descubrimiento del caos inauguró un nuevo capítulo en la historia de la astronomía y de la meteorología, y también en la historia de las matemáticas.

Tras comentar las ideas de Poincaré, Ekeland dedica unos capítulos a la biología y a la ética con una mirada retrospectiva para establecer conexiones con Maupertuis. En biología, el principio rector de la evolución es la supervivencia del más apto. La idea darwiniana de que la naturaleza selecciona una población con la máxima adaptación se asemeja a la de Maupertuis de un Dios que selecciona un universo con la máxima bondad. Para Darwin, la adaptación no es lo mismo que la bondad, pero en otros pensadores evolucionistas, como Herbert Spencer, la distinción entre adaptación y bondad era difusa. Darwin rara vez utilizó la palabra «evolución», que Spencer introdujo en la biología, y prefería hablar de «descendencia con variación», haciendo hincapié en el hecho de que las variaciones son aleatorias y no suelen ser progresivas.

En la ética, el problema de la optimización es aún más complejo. Ekeland comienza sus observaciones sobre la ética con Jean-Jacques Rousseau, el filósofo de la Ilustración francesa, cuyas ideas prepararon el camino a la Revolución de 1789. Rousseau creía que los seres humanos son por naturaleza virtuosos y sabios. Solo tienen que liberarse de los gobiernos tiránicos para resolver sus asuntos armoniosamente. Un gobierno democrático que responda a la voluntad de un pueblo libre se asegura de que cada individuo sea tratado de forma justa. Antes de que la revolución pusiera a prueba estas ideas en la práctica, el marqués de Condorcet, que por vez primera empleó las matemáticas para elaborar un modelo del comportamiento humano, señaló algunas dificultades teóricas. El marqués había descubierto una incoherencia lógica conocida como «paradoja de Condorcet», que demuestra que una asamblea que elija por mayoría a un gobernante puede tomar decisiones que sean lógicamente incompatibles. Por ejemplo, si tres candidatos, A, B y C, compiten por obtener la mayoría de los votos, es posible que una mayoría prefiera A a B, que otra mayoría prefiera B a C y que una tercera mayoría prefiera C a A. Entonces, el resultado de la elección dependerá del orden en que se tomen los votos. Otro docto académico, Jean-Charles de Borda, ideó un sistema de voto preferencial para la elección de los miembros de la Academia Francesa de las Ciencias. El esquema de Borda evitaba la paradoja de Condorcet, pero daba lugar a otra que podría ser aprovechada por políticos sin escrúpulos para ganar elecciones. Resultó que ningún sistema de votación está libre de paradojas matemáticas. Y cuando la revolución llegó, trajo un cuarto de siglo de muerte y destrucción en lugar de la paz y la armonía que Rousseau había prometido.

Para resumir las lecciones que hay que aprender de la historia, Ekeland escribe:

 

Hemos llegado al final de nuestro viaje. Se inició en el mundo del Renacimiento, impregnado de valores cristianos. [...] Las leyes de la naturaleza eran entonces simplemente las reglas que Dios estableció al crear el mundo, y el propósito de la ciencia es reconocerlas mediante las observaciones. También hay, pues, una ciencia profunda que busca el propósito con que Dios mismo creó el mundo. Esto es lo que Maupertuis, en un momento glorioso, pensó que había logrado, reconciliando para siempre ciencia y religión por ser ambas el conocimiento de la voluntad de Dios en el mundo físico y en el mundo moral. Nuestro viaje termina en un mundo donde Dios ha retrocedido, dejando sola a la humanidad en un mundo que no ha elegido.

 

Mientras leía esta historia, me sentía cada vez más intrigado por cómo un noruego que trabaja en Canadá había adquirido una visión de las matemáticas y de la historia netamente francesa. Los personajes de su historia son en su mayoría franceses, y el papel dominante de las matemáticas en su forma de pensar es un sello distintivo de la cultura francesa. En ningún otro lugar se hacen acreedores los matemáticos de tanto respeto. Al consultar Google, pronto encontré la solución al misterio. A pesar de su nombre noruego, Ekeland es francés. Nacido en París, educado en la histórica École Normale Supérieure, profesor de la Universidad de París-Dauphine y posteriormente rector de la misma, es una figura destacada de la institución académica francesa. Ha escrito la mayoría de sus libros en francés, y luego han sido publicados en otros idiomas. El reseñado aquí es una traducción de una obra con el mismo título publicada en francés en 2000, y luego revisada y puesta al día para los lectores de habla inglesa. Nos ofrece una amplia perspectiva de la historia y el destino de la humanidad vistos con los ojos de un académico maduro formado en el sistema educativo galo.

Hay por lo menos otro francés que no comparte la visión del mundo de Ekeland. Pierre-Gilles de Gennes es un brillante físico que recibió el Premio Nobel en 1991 por haber desentrañado el comportamiento de los materiales blandos en la frontera entre los estados líquido y sólido. Llamó «materia blanda» a las cosas que estudiaba. Después de que el Premio Nobel lo convirtiera en un héroe nacional, recibió multitud de invitaciones a visitar institutos de secundaria e incitar a los alumnos a seguir sus pasos. Las aceptó y pasó un año y medio explicando la ciencia a los adolescentes cual gurú itinerante. Disfrutó tanto del contacto con los jóvenes que vertió sus charlas con ellos en un libro que tituló Les objets fragiles. El libro fue traducido al inglés y publicado por Springer en 1996, bajo el título Fragile Objects. Soft Matter, Hard Science, and the Thrill of Discovery. En él describe en términos sencillos cómo la ciencia de la materia blanda explica el comportamiento de materiales corrientes como el jabón, la cola, la tinta, la goma, la carne y la sangre que los chicos encuentran en su vida cotidiana. Las charlas de De Gennes se dirigían a los jóvenes normales, no a los pocos de especial talento que pudieran llegar a ser científicos profesionales. El libro está muy bien concebido para dar al lector medio una idea práctica del modo en que la ciencia trabaja.

Al final de la obra, De Gennes añade algunos capítulos que no están dirigidos a los jóvenes, sino a sus profesores. Uno de estos capítulos, titulado «The Imperialism of Mathematics», es una diatriba contra el predominio de estas en el sistema educativo francés. Allí escribe:

 

Cada vez que se establece una prueba de acceso en una disciplina científica, invariablemente consistirá en un ejercicio de matemáticas. [...] ¿Por qué centrarse así en las matemáticas? La verdad es que la tendencia a la matematización convierte a nuestros licenciados, a nuestros futuros ingenieros, en individuos hemipléjicos. [...] Quizá habrán aprendido a dominar ciertas herramientas y a preparar informes, pero padecerán una debilidad incapacitante en menesteres como la observación, las destrezas manuales, el sentido común y la sociabilidad.

 

De Gennes no es un intelectual francés típico. Mezcla la teoría con el experimento, y prefiere los objetos concretos a las ideas abstractas. En su labor como investigador y docente, lucha contra el imperialismo de las matemáticas.

En Estados Unidos tenemos la situación opuesta. Nuestros hijos estudian una serie de temas sin mucha disciplina formal, y la mayoría son analfabetos en matemáticas. Es bueno que recordemos que los distintos países tienen culturas profundamente diferentes y virtudes y vicios igual de variados. El imperialismo de las matemáticas es difícil de imaginar para los estadounidenses, pero en Francia es un verdadero problema. Si los niños norteamericanos aprendieran más matemáticas y los niños franceses menos, ambos países se beneficiarían. Los primeros no deben dejarse engañar por la diatriba de De Gennes y pensar que no tenemos nada que aprender de Francia. Describe elocuentemente los vicios del sistema educativo galo, pero no destaca sus virtudes. La mayor de ellas es la estricta disciplina que impone. Cada niño y cada estudiante deben cumplir con rígidos niveles de conocimiento y aptitud. De Gennes da por sentado que los niños a los que se dirige están bien alfabetizados y tienen una idea clara de las matemáticas elementales. Los norteamericanos deberían preguntarse por qué semejante nivel de competencia literaria y matemática no puede darse por sentado en Estados Unidos.

Ekeland no excluye por completo de su narración a los no franceses. Reconoce las grandes aportaciones de Galileo, Newton, Leonhard Euler y Darwin al desarrollo de la ciencia moderna, y las grandes aportaciones de los historiadores Tucídides y Francesco Guicciardini a la comprensión del destino humano. Algunos de los pasajes más esclarecedores del libro son citas de Tucídides y Guicciardini, ambos generales que lucharon en el bando de los perdedores en guerras catastróficas y que luego escribieron sus historias para enseñar a la posteridad las amargas lecciones que podía aprender de su derrota. Ambos constataron que la tragedia no nace de un sino implacable, sino de la locura humana y de accidentes desafortunados. Con líderes más sabios, podrían haberse evitado los errores y la tragedia no habría llegado a producirse. Los peores errores son los de exceso de confianza cometidos por líderes arrogantes que no consideran las aptitudes de sus enemigos o los caprichos del azar. En la edición norteamericana de su libro, Ekeland ha insertado algunos comentarios mordaces sobre la arrogancia y el exceso de confianza que acusan ciertas medidas recientes del gobierno estadounidense.

Un Ekeland diferente, educado en la tradición angloamericana en lugar de la francesa, habría escrito un libro distinto sobre la historia cultural de los últimos cuatrocientos años. Llamaré Akeland a este Ekeland imaginario y supondré que se halla tan claramente inmerso en la tradición angloamericana como Ekeland lo está en la francesa. Para Akeland, la ciencia moderna todavía comienza con Galileo, pero luego continúa con Francis Bacon en lugar de con Descartes. Bacon era tres años mayor que Galileo y treinta y cinco mayor que Descartes. Impulsó la ciencia inglesa en la dirección del experimento con tanta fuerza como Descartes impulsó la ciencia francesa en la dirección de la teoría. Bacon no tenía muy buena opinión de la teoría, y escribió: «La lógica actualmente en uso sirve más para fijar y dar estabilidad a los errores que tienen su fundamento en nociones comúnmente recibidas que para colaborar en la búsqueda de la verdad». Asimismo, predicó la humildad frente a la naturaleza como la única manera de llegar a la verdad: «Siendo el sirviente e intérprete de la naturaleza, el hombre solo podrá hacer y comprender tanto como haya observado, en los hechos o en el pensamiento, sobre el curso de la naturaleza; fuera de esto, ni sabrá ni podrá hacer nada». Bacon tenía una visión grandiosa del futuro de la ciencia, pero una pobre opinión de la ciencia de su tiempo: «Pues aunque sea cierto que mi principal interés son los resultados y el fomento activo de las ciencias, espero el tiempo de la siega, y no intento cortar el musgo o cosechar grano verde». No vivió para ver la cosecha de descubrimientos que comenzaría treinta y cuatro años después de su muerte, cuando se fundó la Royal Society londinense. Falleció cuando el grano estaba todavía verde y Descartes no había comenzado aún a cortar el musgo.

En la versión que Akeland ofrecería de esta historia, el científico que personifica la Ilustración del siglo XVIII es Benjamin Franklin en lugar de Maupertuis. Y, en lugar de los matemáticos Lagrange y Poincaré, los científicos que nos introducen en el mundo moderno son los físicos británicos decimonónicos Michael Faraday y James Clerk Maxwell, que establecieron las leyes básicas de la electricidad y el magnetismo. Bacon, Franklin, Faraday y Maxwell, los principales personajes en la narración de Akeland, no son ni siquiera mencionados en la de Ekeland. Del mismo modo, Akeland no menciona a Descartes, Maupertuis, Lagrange y Poincaré. Su tema principal es la aparición de la electricidad en el siglo XVIII como germen de un nuevo avance científico. La electricidad era un producto de la ciencia puramente baconiana, que surge de las observaciones inesperadas de la naturaleza más que de la deducción matemática.

El libro de Ekeland sitúa la optimización matemática en el núcleo de su historia. Optimizar significa elegir la mejor de una serie de alternativas. La optimización matemática consiste en utilizar las matemáticas para efectuar la elección. Maupertuis es el personaje central de la historia, porque afirmó que el universo está optimizado matemáticamente. En cambio, el libro de Akeland pone todo el énfasis en lo opuesto. Para él, las cosas son más importantes que los teoremas. Los experimentos son más importantes que las matemáticas. El gran logro científico de la Ilustración fue el estudio experimental de la electricidad, que ha sido la fuerza impulsora de la ciencia durante doscientos años, desde la muerte de Newton hasta la aparición de la biología molecular. La electricidad también amplió el alcance de la ciencia, que salió del universo lógico y mecánico de Newton y dotó de color y variedad al mundo moderno. El biólogo Stephen Jay Gould formuló el principio filosófico que Akeland ha tomado para el título de su libro: «Somos hijos de la historia, y debemos seguir nuestros propios caminos en el que es el más diverso e interesante de todos los universos concebibles». En lugar de la optimización matemática, Akeland postula la máxima diversidad como principio imperante en el universo. El título de su libro es El más interesante de todos los mundos posibles: la electricidad y el destino.

Franklin no tuvo un conocimiento teórico de la electricidad; estaba fuera del dominio de la mecánica y la gravitación newtonianas, que constituían la ciencia teórica de su tiempo. Franklin estudió la electricidad porque era una parte de la naturaleza que nadie entendía. Sin pretender comprenderla, aprendió a controlarla. Su invención del pararrayos lo hizo mundialmente famoso y le valió una calurosa bienvenida cuando se fue a vivir a Francia. Llegó allí demasiado tarde para conocer a Maupertuis. Si se hubiera producido ese encuentro, habrían visto que tenían mucho en común. Franklin era solo ocho años más joven que Maupertuis. Ambos eran buenos organizadores además de buenos científicos. Franklin fundó la Sociedad Filosófica Estadounidense en Filadelfia y Maupertuis, la Academia Prusiana en Berlín. Ambos eran caballeros de la Ilustración, aventureros y viajeros en una época en que los viajes eran lentos y complicados. Los dos eran optimistas por temperamento, pero ninguno era un Pangloss. La única diferencia importante entre ellos era que Maupertuis era un matemático y Franklin, un experimentador.

El siguiente par de personajes en las historias de Ekeland y Akeland son Lagrange en Francia y Faraday en Inglaterra. Vivieron en siglos diferentes, y tenían menos en común que Maupertuis y Franklin. Fueron ejemplos extremos de científicos cartesianos y baconianos, respectivamente. Faraday exploró los nuevos mundos de la electricidad, el magnetismo, la química y la metalurgia, internándose en un territorio desconocido que escapaba a toda comprensión teórica. Lagrange (1736-1813) creó la ciencia de la mecánica analítica, un marco matemático abstracto que incluía todos los resultados de la dinámica newtoniana como casos especiales. Cada uno fue un maestro en su campo, pero estos eran muy diferentes. Al unificar las ideas de Newton en un solo esquema, Lagrange dejó el mundo más sencillo de lo que lo encontró. Al descubrir una serie de nuevos fenómenos inesperados, Faraday (1791-1867) dejó el mundo más complicado de lo que lo encontró. Lagrange fue un unificador; Faraday, un diversificador. A pesar de que la gran obra de Lagrange fue publicada tres años antes de que Faraday naciera, este nunca la leyó y nunca la necesitó. Toda la matemática que Faraday necesitaba era la aritmética elemental y un poco de álgebra.

Las historias de Ekeland y Akeland comienzan a divergir con Maupertuis y Franklin, y llegan al punto de máxima divergencia con Lagrange y Faraday. Con el último par de personajes, Poincaré y Maxwell, las historias convergen. Poincaré (1854-1912) era un matemático con cierto gusto por la diversidad. Le interesó la nueva ciencia del electromagnetismo, además de la vieja ciencia de la mecánica, y descubrió en la dinámica de las estrellas y los planetas una variedad de movimientos caóticos con la que Lagrange jamás habría soñado. Maxwell (1831-1879) fue un físico con una pasión, la unificación. Partiendo de las observaciones de Faraday, descubrió las ecuaciones que unifican las teorías de la electricidad, el magnetismo y la luz en una estructura matemática tan elegante como la mecánica de Lagrange. La convergencia de Ekeland y Akeland culmina cuando Poincaré explora el grupo de simetrías de las ecuaciones de Maxwell, lo que hoy los físicos conocen como «grupo de Poincaré». Maxwell y Poincaré prepararon juntos el camino por el que Einstein llegó al nuevo mundo de la relatividad.

El Ekeland real y el Akeland ficticio nos enseñan una lección sencilla. Cada uno nos da una visión sesgada y parcial de la historia. La verdadera historia de la ciencia moderna debe tener en cuenta a los dos; una ciencia que inició su rápido crecimiento en el siglo XVII, tomando sus objetivos y métodos no de Descartes ni de Bacon solamente, sino de la fertilización cruzada de las ideas cartesianas y baconianas. Isaac Newton, la mayor figura de la historia de las ciencias físicas, era una íntima mezcla de Descartes y Bacon. Fue baconiano en su estudio de la óptica, cuando separó la luz blanca en sus componentes cromáticos e inventó el telescopio reflector. Y fue cartesiano al escribir sus Principia Mathematica, donde dedujo el sistema del mundo de una secuencia lógica de proposiciones matemáticas. Utilizó hábilmente un estilo argumentativo cartesiano junto con un conocimiento baconiano de los movimientos planetarios para demoler la cosmología cartesiana de los vórtices en el espacio.

En una verdadera historia de la ciencia, las matemáticas y la electricidad hacen por igual contribuciones al destino humano. El nuestro podría ser el mejor de todos los mundos posibles y podría ser también el más interesante. Ambas posibilidades están abiertas. Nuestro destino depende de unas elecciones que aún no hemos hecho, probablemente más interesados en la biología —y en especial en nuestra incipiente comprensión del cerebro humano— que en las matemáticas o en la electricidad.