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Trabajando para la revolución

 

 

El doctor Johannes Faust fue un personaje real que tiene una entrada en el diccionario biográfico nacional alemán.[6] Era un astrólogo y mago de oficio que en el siglo XVI se dedicaba a vagar de ciudad en ciudad de Alemania repartiendo horóscopos y consejos astrológicos entre obispos y príncipes, pero también entre la gente común. Era lo suficientemente famoso como para llamar la atención de Martín Lutero, que lo denunció por haber sellado un pacto con el diablo. No está claro que el propio doctor Fausto afirmara haber hecho un trato con el diablo. Poco después de su muerte se convirtió en una leyenda tras haberse publicado en Alemania un relato de su vida que incluía muchas historias fantásticas procedentes de otras fuentes.

Menos de un siglo después, Christopher Marlowe escribió su obra teatral La trágica historia del doctor Fausto, que dio a la leyenda forma dramática. Cuando el diablo le presenta a Helena de Troya, el Fausto de Marlowe pronuncia estos versos inmortales: «¿Fue este el rostro que fletó mil barcos / y quemó las torres sin fin de Ilión?», y estos otros cuando vence su deuda con el diablo y este se lo lleva a pasar la eternidad en el infierno: «Ved, ved cómo la sangre de Cristo riela en el cielo».[7] Doscientos años después de Marlowe, Johann Wolfgang von Goethe escribió su Fausto, una obra que se hizo aún más famosa y de lectura obligatoria para todos los escolares en los países europeos de habla alemana. El Fausto de Goethe es un personaje más complejo que el de Marlowe. Al final de la obra de Goethe, Fausto es redimido y su pacto con el diablo queda roto. A comienzos del siglo XX, Fausto era la obra más conocida de la literatura alemana. En Inglaterra, Marlowe fue eclipsado por Shakespeare, pero en Alemania nadie eclipsó a Goethe.

Y sucedió que, en 1932, un grupo de físicos jóvenes y brillantes reunidos en el Instituto de Física Teórica de Copenhague para su congreso anual de Pascua decidieron entretener a sus colegas mayores con una parodia del Fausto de Goethe. El alemán era entonces el idioma internacional de la física y la principal lengua de trabajo en Copenhague. Todo el mundo hablaba en el congreso un alemán fluido y estaba familiarizado con el Fausto. En el congreso de Pascua de 1931 se llevó a cabo una interpretación similar con el título Las bacterias robadas, y que era una parodia de una película de espías proyectada poco antes en Copenhague. El espectáculo de 1931 fue escrito y dirigido por George Gamow, no menos famoso como bromista que como físico. A finales de 1931, Gamow había regresado imprudentemente a su Rusia natal, y el gobierno soviético se negó a dejarlo salir. El trabajo de crear y dirigir el espectáculo de 1932 corrió a cargo de Max Delbrück, amigo íntimo de Gamow. Delbrück contaba entonces veinticinco años, y todavía no había ocupado su puesto de ayudante de Lise Meitner en Berlín. Meitner era físico experimental, y en 1939 se haría mundialmente famosa por su participación en el descubrimiento de la fisión nuclear. El espectáculo de Gamow de 1931 había sido un gran éxito. En 1932, Delbrück no solo estuvo a la altura, sino que produjo algo todavía mejor.

El fundador y el alma del instituto de Copenhague era Niels Bohr, el físico danés que en 1913 había desarrollado la primera teoría cuántica del átomo. Gracias a su habilidad como recaudador de fondos y administrador y a sus notables cualidades intelectuales y humanas, Bohr había hecho de su instituto un centro mundial de la física teórica. Copenhague era el lugar donde, en los años veinte, los líderes de la revolución cuántica se reunían, discutían y ataban cabos. Bohr era infatigable en su análisis y clarificación de todos los detalles de la nueva teoría. En la versión de Fausto que Delbrück concibió, el papel de Dios lo interpretaría Felix Bloch presentándose como Bohr y el papel de Mefistófeles, Léon Rosenfeld presentándose como Wolfgang Pauli. Bloch y Rosenfeld eran jóvenes coetáneos de Delbrück.

Pauli era mayor que ellos. A los treinta y un años, la irreverente generación más joven lo consideraba ya una vieja celebridad que había dejado atrás su mejor momento como pensador original, pero todavía era un crítico formidable. Se eligió a Pauli para hacer de Mefistófeles por su famosa mordacidad. Era implacable criticando a las personas que no hablaban o pensaban con claridad. Hasta se atrevió a criticar a Bohr. Estaba orgulloso de que lo llamaran «el azote de Dios» por su manera de fustigar verbalmente a las personas que decían sandeces. En la vida real, Bohr y Pauli se trataban con cauteloso respeto, como Dios y Mefistófeles en la obra de Goethe.

El intérprete de Fausto, protagonista de la obra de Goethe, fue Paul Ehrenfest, un profesor carismático que se había establecido en la ciudad holandesa de Leiden y había formado a una serie de brillantes estudiantes holandeses que alcanzarían grandes metas. Ehrenfest era un alma atormentada. Se sentía a gusto en el cómodo y viejo mundo de la física clásica y como un pez fuera del agua en el extraño nuevo mundo de la mecánica cuántica. Contaba cincuenta y un años, cinco más que Bohr, y era incapaz de dar el salto cuántico que el danés se había atrevido a efectuar. Como Fausto era también un alma atormentada, era lógico darle el papel a Ehrenfest. Pero cuando Delbrück escribió el guión, no conocía el grado del tormento que sufría Ehrenfest. Delbrück le entregó estos versos:

 

Yo soy el crítico triste y desgraciado.

Dudas me asaltan, escrúpulos me inquietan,

y temo a Pauli como al mismísimo diablo.

 

Estos versos eran involuntariamente crueles con Ehrenfest. Reflejaban muy bien la angustia que ocultaba cuidadosamente a sus amigos. Si Delbrück hubiera sabido que Ehrenfest se hallaba al borde de la desesperación, habría encontrado una manera de darle el papel de Fausto a otra persona.

En la vida real, Pauli y Ehrenfest eran buenos amigos, y el primero fomentaba la actitud inquisitiva del segundo hacia la teoría cuántica. Pero Ehrenfest se sentía incompetente y marginado por la generación más joven de físicos, que redactaban artículos con tanta rapidez que no podía leerlos. Escribió cartas a Bohr y Einstein en las que les contaba que pensaba en el suicidio, pero nunca las echó al correo. Un año y medio después de la interpretación de Fausto, se suicidó en un parque de Amsterdam.

En la representación del Fausto de Delbrück en 1932 no se observó ninguna señal de la inminente tragedia. Tanto el público como los actores disfrutaron mucho del espectáculo. El guión estaba plagado de chistes inteligentes que solo las personas familiarizadas con la obra de Goethe y con las personalidades de la física moderna podían apreciar. El público era experto en ambas materias. En la primera fila se sentaron Bohr, Ehrenfest, Meitner, Werner Heisenberg, Paul Dirac y Delbrück, todos ellos físicos famosos, y todos excepto Meitner tenían un papel en la obra. Con la posible excepción de Ehrenfest, rieron las bromas y disfrutaron viéndose a sí mismos y viendo a sus colegas actuar en aquella parodia. Todos ellos se quedaron con el recuerdo de una velada que fue un acto memorable del instituto de Copenhague y de la física del siglo XX.

Delbrück conservó el guión de la representación, pero nunca lo publicó. El texto en alemán sigue inédito. Treinta años después del evento, Gamow le pidió el guión a Delbrück y lo tradujo al inglés con la ayuda de su esposa, Barbara. Esta versión la incluyó Gamow, con ilustraciones suyas, en su libro Thirty Years That Shook Physics.[8] Gamow había adquirido por entonces una sólida reputación en Estados Unidos como autor de obras de divulgación científica y como padre de la cosmología del big bang.

Einstein representó en esta obra el papel secundario de un rey con un séquito de pulgas amaestradas que causaban considerables molestias a los demás personajes. Las pulgas eran sus teorías del campo unificado, que en 1932 se estaban convirtiendo ya en una obsesión. Su desconfianza hacia la mecánica cuántica y su adicción a las teorías de campo unificado lo alejaron de sus antiguos amigos. Delbrück sostenía un espejo delante de Einstein para mostrarle cómo miraba a la generación más joven. Pero Einstein no miraba al espejo. No estaba entre el público.

Gino Segrè, profesor de física y astronomía de la Universidad de Pennsylvania, ha utilizado la función de Copenhague de 1932 como texto central de su libro Faust in Copenhagen. A Struggle for the Soul of Physics.[9] Se trata de una historia de la revolución cuántica que se inició con una atrevida propuesta de Max Planck en 1900. Planck sugirió que la radiación de luz y calor es emitida en pequeños paquetes que llamó quanta, siendo la energía de cada quantum proporcional a la frecuencia de la radiación. La revolución cobró fuerza en 1905, cuando Einstein describió la luz como un conjunto de pequeñas partículas, de pequeños quanta, con existencia independiente no solo cuando son emitidas, sino también mientras viajan de un lugar a otro. El siguiente gran paso se dio en 1913, cuando Bohr describió los átomos como sistemas solares en miniatura, en que los electrones describen órbitas alrededor del núcleo, igual que los planetas alrededor del Sol, y las energías de las órbitas toman valores discretos limitados por condiciones cuánticas. Entre los años 1900 y 1923, los físicos padecieron una suerte de esquizofrenia. Habían sido educados para creer que las leyes de la física clásica lo explicaban todo, pero los nuevos efectos cuánticos, confirmados por experimentos, eran a todas luces incompatibles con aquellas.

La verdadera revolución cuántica comenzó en 1923, cuando el físico francés Louis de Broglie propuso prescindir de todas las leyes clásicas y representar todos los objetos materiales como ondas. El austríaco Erwin Schrödinger encontró la ecuación de onda que dotó de una teoría coherente a las ondas de materia que De Broglie había imaginado. Los años 1925-1928 fueron la era de la Knabenphysik, o «física de los jóvenes». Las nuevas y radicales ideas de la mecánica cuántica emergieron en rápida sucesión de los cerebros de jóvenes de veinticinco años de edad, en particular de los de Heisenberg, Pauli y Dirac, mientras la generación de mayor edad, incluidos Bohr, Einstein, Schrödinger y Ehrenfest, se esforzaba por seguir aquel ritmo.

En 1932, cuando se representó la parodia de Fausto, la revolución se había consumado. La mecánica cuántica se hallaba firmemente establecida. Dirac había anunciado el final de la revolución en 1929 con su claridad habitual: «Las leyes físicas subyacentes necesarias para la teoría matemática de una gran parte de la física y la totalidad de la química son ya perfectamente conocidas». Uno de los temas principales del guión de Delbrück era el hecho de que los jóvenes genios que en 1925 inventaron la mecánica cuántica, en 1932 habían empezado a envejecer. Al final de la función, Dirac hizo otra afirmación bien clara:

 

[...] la edad es una fiebre fría

que todo físico padece.

Cuando ha pasado de los treinta,

vale tanto como un muerto.

 

Heisenberg dio un tono aún más sombrío al lamento de Dirac: «Más valdría para ellos una muerte temprana». Por último, Pauli, que en la vida real nunca perdía la ocasión de soltar alguna mordacidad, puso fin a la representación con una triste confesión: «Aquí, Pauli no tiene nada más que decir».

La representación concluyó con el fin del reinado de Pauli-Mefistófeles. Delbrück proclamó ante sus amigos de veinticinco años que se encontraban entre el público que los antiguos Wunderkinder de treinta años sentados en la primera fila estaban marchitos, y que había llegado el momento de que los de veinticinco tomaran el relevo en la revolución. Estaba claro que la mordaz sátira de Delbrück no iba dirigida contra Ehrenfest sino contra los treintañeros, unos genios que se habían convertido demasiado pronto en viejas celebridades.

Segrè caracteriza en el subtítulo de su obra la parodia de Copenhague como «Una lucha por el alma de la física». No es una descripción exacta ni de la parodia ni del libro. La parodia apenas se ocupaba de la física. Aludía a un extraordinario grupo de seres humanos que habían trabajado juntos durante muchos años y obtenido resultados asombrosos. Aquella representación celebraba su éxito en una comedia que utilizaba el pomposo lenguaje de Goethe para hacer sátira de sus idiosincrasias personales. Era un retrato de grupo visto en el espejo deformante del ingenio de Delbrück. El libro de Segrè versa sobre la física, no sobre una lucha por el alma. Hace un vivo relato de la revolución cuántica con extractos de Goethe y Delbrück intercalados para añadirle color personal. Solo al final hay un breve pasaje que describe las luchas por el alma de la física que comenzaron diez años después, y que poco tuvieron que ver con la revolución cuántica.

Hubo dos batallas distintas por el alma de la física. Una dio inicio cuando se empleó la física en la producción a una escala gigantesca de armas nucleares en la Segunda Guerra Mundial; la otra cuando, después de la guerra, la física se vio cada vez más dominada por los grandes aceleradores de partículas operados por grandes equipos de científicos e ingenieros. Ninguna de estas luchas fue prevista por Delbrück o por cualquier otra persona en 1932. La principal preocupación de los físicos era por entonces que se les acabaran las ideas. No les preocupaba que los militares o la industria pesada pudieran servirse de ellas. No les preocupaba la posibilidad de perder sus almas. Delbrück vio en Fausto una fuente de oportunas citas literarias, no un dilema moral para los físicos. La idea de que los físicos que trabajaban en la energía nuclear estaban sellando un pacto fáustico con el diablo vino después, tras el descubrimiento de la fisión en 1938. Los primeros de estos pactos los hicieron Heisenberg en Berlín en 1939, y Bohr y muchos otros en Los Álamos en 1943. Ni Heisenberg ni Bohr manifestaron jamás remordimiento alguno por sus pactos. Ninguno de los dos dejó de creer firmemente en las promesas de la energía nuclear como una bendición para toda la humanidad.

La principal cuestión que el libro plantea es si la revolución cuántica de la década de 1920 fue un acontecimiento único en la historia de la ciencia o si algún día podría volver a ocurrir algo similar. La mayoría de los físicos de aquella generación estaban convencidos de que vivirían para ver esa repetición. La experiencia de vivir una crisis como aquella les llegó tan hondo que no podían volver fácilmente a formas menos audaces de pensar. Veían que la revolución cuántica era incompleta y dejaba sin resolver muchos misterios importantes. Y no podían abandonar la esperanza de que un día pudieran resolver esos misterios con una segunda oleada de nuevas ideas.

Muchas de las grandes figuras de la primera revolución, como Einstein, pasaron el resto de sus vidas persiguiendo diversas ideas radicales que no les llevaban a ninguna parte. Cada uno imaginó que su visión personal sería la llave que abriría la puerta a la segunda revolución. Sus ideas radicales eran todas diferentes, pero tenían en común la falta de todo apoyo experimental. La primera revolución la habían guiado y confirmado numerosos experimentos de física atómica, pero las ideas radicales posteriores no solo no llegaron a ser confirmadas, sino que era imposible hacerlo. No hacían predicciones lo suficientemente precisas como para que pudiera probarse su veracidad o su falsedad. Einstein tenía sus teorías del campo unificado, que unían las ecuaciones del electromagnetismo clásico y de la gravitación. Heisenberg tenía una teoría del campo cuántico no lineal que anunció con gran publicidad y poco éxito. Incluso Dirac, que solía ser el más equilibrado del grupo, persiguió durante unos años una versión loca de la mecánica cuántica que permitía a las probabilidades ser mayores que uno o menores que cero. Todos estos esfuerzos fracasaron, y la segunda revolución no se produjo.

El único de la vieja generación de revolucionarios que no sucumbió a las fantasías de una segunda revolución fue Bohr. Hasta el final de su vida continuó prestando apoyo y aliento a sucesivas generaciones de jóvenes científicos. No se retiró, como Einstein, a una torre de marfil para incubar aislado sus ideas. Cuando yo era un joven científico del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, tuve ocasión de observar directamente el contraste entre las actitudes de Bohr y Einstein. Fue en la década de los cincuenta, cuando Bohr llegó al Instituto entre una multitud de visitantes más jóvenes. Asistió a nuestros seminarios y participó en nuestras discusiones. Estaba interesado en todo lo que hacíamos. Disfrutaba viendo cómo la ciencia de la física de partículas se desarrollaba con descubrimientos frecuentes de partículas e interacciones inesperadas. Estaba seguro de que la revolución cuántica de los años veinte había proporcionado una base sólida para comprender los nuevos descubrimientos. No veía ninguna necesidad de una segunda revolución.

Al mismo tiempo, Einstein trabajaba por su cuenta en un despacho cercano ensayando una serie tras otra de ecuaciones del campo unificado. Nunca apareció en nuestros seminarios ni mostró jamás el menor interés por nuestras actividades. Para nosotros y para Bohr, el problema central de la física era entender y explicar las nuevas partículas. Para Einstein, estas carecían de interés. No permitía que le apartaran del camino que había elegido, y nunca aparecieron en sus ecuaciones.

Einstein y Bohr siguieron trayectorias divergentes. Al primero lo movía un descontento divino que lo llevó a rechazar la primera revolución cuántica y a esforzarse por provocar una segunda revolución partiendo del pensamiento puro. A Bohr lo movía el orgullo por los éxitos de la primera revolución, que lo llevó a continuar explorando los detalles de la física nuclear y de partículas y le granjeó la amistad de las nuevas generaciones de jóvenes científicos que fueron a trabajar con él. Las generaciones más jóvenes tenían que elegir entre dos opciones: o bien seguir a Bohr y contentarse con una vida dedicada a investigar en los campos sólidamente establecidos pero no revolucionarios de la física, o bien seguir a Einstein y pasarse la vida intentando iniciar en solitario una nueva revolución sin guía experimental alguna. Se sentían atrapados en un dilema, obligados a elegir entre dos caminos, uno que conducía a una mediocridad conservadora y otro que llevaba a una irrelevancia radical. La física era entonces un atolladero, porque la primera revolución ya se había producido, y la única manera de intentar una segunda era saltar a un hiperespacio de pura especulación.

Delbrück y Gamow, los creadores del Fausto de Copenhague, encontraron una vía de escape, consistente en salir de la física y adentrarse en otros campos en los que aún no se habían producido revoluciones. En otros ámbitos las revoluciones iban con retraso, y aún era posible iniciar una sin perder el contacto con la realidad. Era posible ser radical sin ser irrelevante. Gamow saltó de la física a la cosmología y Delbrück, de la física a la biología, y ambos iniciaron revoluciones.

Gamow revolucionó la cosmología con su teoría de que la expansión del universo comenzó con un big bang, o gran explosión, «caliente». Propuso que el universo primitivo era una densa y caliente mezcla explosiva de partículas y radiación, y su teoría era comprobable gracias a un residuo de la primitiva radiación de alta temperatura que todavía podía ser detectado. Gamow predijo que existiría un mar uniforme de radiación de microondas omnipresente en el universo actual, con longitudes de onda aumentadas y temperaturas disminuidas en un factor de mil desde el momento en que el universo era una primigenia bola de fuego opaca. Según su teoría, esta radiación de fondo de microondas debía de ser lo bastante intensa como para ser detectada con radiotelescopios sensibles. Tres años antes de morir Gamow, Arno Penzias y Robert Wilson descubrían la radiación cósmica de microondas, y la cosmología del big bang caliente acabó siendo generalmente aceptada como una descripción real del universo primitivo.

Delbrück inició una revolución en la biología al elegir como objeto de una detenida investigación el bacteriófago, un tipo de virus simple que infecta a las bacterias. Observó que el éxito de la revolución en la física se debió en gran parte a que se eligió el átomo de hidrógeno como objeto de estudio. El átomo de hidrógeno es el tipo más simple de átomo, ya que consta de un solo protón y un solo electrón, y sus reglas de comportamiento son las más sencillas. Su proceder era lo bastante simple como para permitir comparaciones precisas de la teoría con el experimento mientras se desarrollaba la teoría. Por eso eligió Delbrück el bacteriófago, o fago para abreviar, como átomo de hidrógeno de la biología. Era la forma de vida más simple conocida, y por lo tanto la que podía resultar más inteligible.

Estudiar detenidamente el fago era la manera más prometedora de llegar a entender la vida. Primero en Berlín, y luego en la Universidad Vanderbilt y en el Instituto de Tecnología de California, Delbrück formó un equipo de científicos jóvenes llamado Grupo del Fago. Estudiaron fagos con las herramientas de la física además de las herramientas de la biología. Resultó que el fago fue una buena elección como clave para algunos de los misterios de la vida, aunque no todos. En la vida se dan dos funciones principales, el metabolismo y la replicación. El metabolismo es la compleja red de procesos químicos que permiten a una célula viva mantener su integridad en un entorno variable. La replicación es un proceso, mucho más sencillo, de copia química que permite a una célula madre duplicarse y producir así dos células hijas. El fago es el tipo más simple de organismo, ya que tiene solamente replicación, y no metabolismo. Es un parásito puro que se replica a sí mismo dentro de una bacteria sirviéndose del aparato metabólico de esta para suplir su falta de funciones metabólicas. El fago permitió a Delbrück dilucidar las reglas básicas de la replicación sin las complicaciones asociadas al metabolismo. El fago era realmente, como había supuesto al principio, un buen sustituto del átomo de hidrógeno.

El concepto que Bohr tenía de la mecánica cuántica se basaba en un principio filosófico que llamó «principio de complementariedad». Se dice que dos descripciones de la naturaleza son complementarias cuando ambas son verdaderas pero no pueden reconocerse en el mismo experimento. En la mecánica cuántica, la imagen de la onda y la de la partícula de un electrón o un cuanto de luz son complementarias. Vemos la imagen de onda cuando hacemos un experimento con electrones o con la luz proveniente de una rejilla de difracción y observamos las ondas difractadas. Y vemos la imagen de la partícula cuando detectamos electrones, o cuantos de luz, en un contador electrónico y los contamos uno por uno. La complementariedad es un hecho establecido en la mecánica cuántica. Pero, en 1932, Bohr propuso extender la idea de complementariedad a la biología, lo cual sugiere que la descripción de un ser vivo como un organismo y la del mismo como una colección de moléculas son también complementarias. En este contexto, la complementariedad significaría que cualquier intento de observar y localizar de forma precisa cada molécula en un ser vivo conllevaría la muerte del organismo. La visión holística de una criatura como un organismo vivo y la visión reduccionista de la misma como una colección de moléculas son ambas correctas, pero se excluyen mutuamente. Bohr creía firmemente en esta aplicación de la complementariedad para entender la vida. Delbrück también creía en ella cuando decidió convertirse en biólogo.

Una de las ironías de esta historia es que Delbrück eligiera estudiar el fago, que acaso sea el único organismo lo suficientemente simple como para poder describirlo sin recurrir a la complementariedad. La vida del fago es replicación pura sin metabolismo. La replicación es un proceso químico que fue completamente explicado por la estructura de doble hélice de la molécula de ADN descubierta por Francis Crick y James Watson en 1953. Cuando Crick y Watson descubrieron la doble hélice, afirmaron ruidosamente haber descubierto el secreto mismo de la vida. El descubrimiento supuso una decepción para Delbrück. Parecía hacer innecesaria la complementariedad. Delbrück dijo que era como si se hubiera explicado por completo el comportamiento del átomo de hidrógeno sin necesidad de la mecánica cuántica. Reconoció la importancia del descubrimiento, pero llegó a la triste conclusión de que demostraba que Bohr estaba equivocado. Resultó que la vida podía explicarse de manera fácil y sencilla observando en detalle un modelo molecular. Las profundas ideas de complementariedad no tenían cabida en la biología.

Segrè está de acuerdo con este juicio. Dice dogmáticamente: «La conjetura de Bohr era provocativa, como no podía ser de otro modo, pero al final resultó ser errónea. El ADN y el ARN son la respuesta a la vida, no la complementariedad». En los años centrales del siglo XX, este era el veredicto de la mayoría de los científicos. El histórico debate sobre la complementariedad entre Bohr y Einstein había terminado. Bohr había ganado en la física y Einstein, en la biología.

Ahora, cincuenta años después, la opinión de Segrè se halla muy extendida entre los físicos, pero menos entre los biólogos. Discrepo profundamente de él. En mi opinión, la doble hélice es demasiado simple para ser el secreto de la vida. Si el ADN fuese el secreto de la vida, hace mucho tiempo que habríamos sido capaces de curar el cáncer. La doble hélice explica la replicación, pero no el metabolismo. Delbrück eligió estudiar el fago porque era un buen ejemplo de replicación sin metabolismo, y Crick y Watson eligieron estudiar el ADN por la misma razón. La replicación es limpia, mientras que el metabolismo es caótico. Al excluir el desorden, excluían la esencia misma de vida. Los genomas de los seres humanos y otras criaturas ya han sido cartografiados por completo y los procesos de replicación, analizados a fondo, pero los misterios del metabolismo siguen siendo eso, misterios.

Y el fago sigue siendo la única criatura viva cuyo comportamiento es lo bastante sencillo como para ser completamente entendido y predicho. Para comprender otros tipos de criaturas, desde las moscas de la fruta hasta los seres humanos, necesitamos también un conocimiento profundo del metabolismo. Puede que la comprensión del metabolismo sea el tema de la próxima revolución en la biología. Ya me he referido al trabajo pionero del biólogo Carl Woese titulado «A New Biology for a New Century», que indica el camino hacia la próxima revolución.[10] La nueva biología de Woese se basa en la idea de que un ser vivo es un modelo dinámico de organización en la corriente de materiales químicos y energía que pasa a través de él. Constantemente están formándose y reformándose patrones de organización. Si intentamos observar y localizar cada molécula que pase por un organismo, es probable que destruyamos los patrones que constituyen la vida metabólica. En la idea que Woese tiene de la vida, la complementariedad desempeña un papel central, tal como Bohr había asegurado.

Al tiempo que Woese y otros debaten sobre el futuro de la biología, prosigue el gran debate sobre el futuro de la física. Sigue siendo una controversia sobre las mismas cuestiones que ocasionaron el desacuerdo entre Bohr y Einstein. ¿Nos proporciona la teoría cuántica de los años veinte, junto con el modelo estándar de partículas e interacciones que surgió de ella, una base sólida para la comprensión de la naturaleza, o bien necesitamos otra revolución para llegar a una comprensión más profunda?

Los físicos teóricos están divididos en dos facciones principales. Los que esperan otra revolución creen en su mayoría que tendrá su origen en un gran esquema matemático conocido como «teoría de cuerdas». Y los que están satisfechos con los resultados de la vieja revolución se ocupan en su mayoría de temas más mundanos, como los superconductores a alta temperatura y los ordenadores cuánticos. La teoría de cuerdas puede considerarse un contraataque de los que, en 1932, perdieron en el debate de Copenhague sobre la complementariedad en la física. Es la venganza de los herederos de Einstein contra los herederos de Bohr. La nueva disciplina de la biología de sistemas, que describe los seres vivos como organizaciones dinámicas emergentes, y no como colecciones de moléculas, es el contraataque de los que, en 1953, perdieron en el debate sobre la complementariedad en la biología. Es la venganza de los herederos de Bohr contra los herederos de Einstein.