—Vamos a bailar de lo lindo esta noche —comenzó el marinero.
Lo miré en silencio. Había elegido el largo y sobre todo desierto pasillo de popa con la esperanza de poder pasar la noche en paz. Pero debía de tener el aspecto de alguien que necesita compañía porque el recién llegado, en absoluto desanimado, se había sentado enseguida a mi lado.
Una vez más, las olas elevaron el barco y lo obligaron a permanecer suspendido unos instantes en el vacío antes de que la proa se sumergiera de nuevo.
—¿Lo ve? ¿Nota cómo cabecea? —continuó—. Hace diez años que trabajo en esta línea, me conozco el mar como la palma de mi mano y veo al vuelo cuando tiene intención de fastidiarnos la travesía. Llegaremos con dos horas de retraso como mínimo.
Asentí con la cabeza para darle a entender que me hacía cargo de la gravedad de la situación, pero que no me interesaba en absoluto tener más información al respecto. Tras unos instantes de silencio, se marchó visiblemente molesto.
Al poco llegó una mujer delgadísima, de nariz larga y aguileña, enfundada en un mono negro demasiado adherente en el que destacaba una bisutería barata.
—No consigo dormir... —se lamentó—. Con el mar así es imposible. Menos mal que no he cenado nada; si no, a estas horas...
La ignoré mientras fijaba con descaro la mirada en el anuncio del queso de oveja Brigante que colgaba en la pared de enfrente.
—Voy a ver a mi hermana —continuó—. Se ha casado con un financiero de Viterbo al que han trasladado a Cerdeña...
—Acaba de pasar un marinero —la interrumpí, mientras señalaba al fondo del pasillo— que también tenía muchas ganas de charlar. Aún puede alcanzarlo. Están hechos el uno para el otro.
—Prefiero a los hombres silenciosos. Dan la impresión de que te escuchan —susurró, buscando mi mirada.
—¡Lárgate, guapa! —estallé—. Si te dejo, en cinco minutos empezarás a hablarme de tu anorexia. No tengo ganas de fastidiarme la noche.
Enrojeció de forma violenta y durante unos instantes trató de encontrar algún argumento para rebatirme. Luego se recolocó un mechón de pelo y se alejó indignada, asiéndose con fuerza a la barandilla del pasillo para evitar caerse.
—¡Eh! —le grité—. No es nada personal. Es solo que estoy de mal humor.
Lo estaba de verdad.
Para evitar posibles nuevos encuentros, me tumbé en el alféizar de un ventanal y fingí que dormía. Cerré los ojos y me pregunté si en realidad había sido una buena idea embarcarme en ese transbordador. Seis meses antes, durante el curso de una investigación que me había obligado a abandonar Padua quizá de forma definitiva, había conocido a un músico de Cagliari que me había traído un disco bastante raro de blues —mi gran pasión— como regalo de parte de alguien que quería contratarme y de quien ni siquiera me habían dicho el nombre.
Solo sabía que se trataba de un encargo «delicado».
—En nuestra tierra todo es «delicado» —había subrayado aquel tipo.
Había pasado mucho tiempo y el cliente podía haberse cansado de esperarme, pero como en aquel momento no tenía nada mejor que hacer, decidí que podía arriesgarme a hacer un viaje en balde. Después de todo nunca había estado en Cerdeña.
Tras la fuga, mi socio y yo nos escondimos en Córcega, donde él conocía a un contrabandista que le debía un favor. En Padua destapamos una alcantarilla y estuvimos a punto de pagar cara nuestra curiosidad. Unos contactos del Véneto nos aseguraron que ni la policía ni los jueces mostraron ningún interés por nosotros. Pero no podía decirse lo mismo de la gente a la que habíamos causado problemas, y esos eran unos enemigos mucho más temibles que la justicia. Así que todavía no era cuestión de dejarse ver.
Con el tiempo, sin embargo, me había cansado de pasar los días bebiendo calvados en compañía de unos hospitalarios hampones corsos con la pistola metida en el calzón, en un bar del viejo puerto de Bastia con el nombre de un ave marina grabado en el rótulo que en el mundillo se conocía como Au Roi des Bandits. Volví a Italia vía Marsella. Luego tomé un tren directo a Civitavecchia y desde allí me embarqué para Cerdeña. Un rodeo decididamente tortuoso, pero no tenía intención de desvelar dónde estaba mi refugio.
Traté de imaginar quién podría necesitar mis servicios en un lugar que no conocía y un instante después me dormí.
La ciudad parecía una señora vieja y gorda, reclinada con suavidad en una colina, dedicada a gozar del tibio sol de una mañana de mediados de enero.
Estaba observándola desde hacía un buen rato, apoyado en una escalerita del puente de proa, mientras saboreaba el segundo café del día. En el golfo de Cagliari el mar se había calmado de repente y el barco se deslizaba sobre el agua ligeramente encrespada por la brisa procedente de tierra.
El atraque fue largo y laborioso y solo media hora después bajé por la escalerilla, donde un perro de la brigada antidroga me olfateó distraído.
Seguí a un grupo de senegaleses que, como había imaginado, me condujeron hasta una pensión de ínfima categoría donde no se preocupaban mucho por la documentación.
Compré una botella de calvados y me encerré en la habitación a esperar la noche.
Gracias a las indicaciones del hijo de la propietaria, un veinteañero lleno de acné que escuchaba heavy metal, llegué al barrio de Marina, frente al puerto. Llamé a la puerta de un local, Las Lunas de Urano.
Era pequeño, sin ventanas y con dos habitaciones con el techo en arco. Las mesas eran metálicas, colocadas en forma de raspa de pez; un lugar agradable que ofrecía la cantidad justa de humo, música y alcohol. Me senté en el único taburete libre de la barra y cuando el encargado, un rubio con coleta, dejó de hablar con un grupo de clientes, lo llamé y le pregunté si conocía a Alberto Cabiddu, el músico que había contactado conmigo.
—Claro. Estuvo aquí hace dos noches. Sé que va también por el Jazzito, el Charanga, el Cuba Libre y el Libarium...
—Esto es lo que se dice una indicación precisa.
—Aquí en Cagliari la gente se mueve todo el rato de un local a otro... —rebatió el chico, encogiéndose de hombros.
Lo encontré en el Charanga, donde estaba actuando con su grupo, los Superpartes, con «Volando voy», quizá la mejor canción de Camarón de la Isla.
Cuando lo conocí me dio la impresión de ser un buen músico. No me había equivocado. Poseía una voz de timbre cálido y destacaba sobre todo con las percusiones. A Camarón le habría gustado. Y también el grupo. Unos excelentes profesionales bien conjuntados: un guitarrista de aire gitano, un bajo implacable, una batería que evocaba atmósferas de jazz, un pianista clásico perfectamente ensamblado con el son cubano y, por último, otro percusionista, un timbalero dotado de verdad.
Apenas me vio, Cabiddu me guiñó un ojo y me señaló una mesa donde estaba sentada una guapa chica de largo cabello negro que bebía una cerveza.
—Annalisa —se presentó, tendiéndome la mano.
—Marco.
—¿Eres amigo de Alberto?
—Estuvimos bebiendo juntos una noche.
Cabiddu cogió el micrófono.
—Dedicada a un extranjero, cerramos la noche con una canción de los cubanos Los Compadres, «Mi son oriental«, que habla de caimanes.
Le dirigí una mirada interrogativa: habría preferido pasar desapercibido. Me respondió con una sonrisa y empezó a cantar.
—Eres el Caimán —constató la chica.
—Cierto.
—Alberto me ha hablado de ti. Me ha dicho que solo bebes calvados y que hace tiempo eras músico de blues...
—Cierto.
Cuando se acercó a nosotros, Cabiddu me estrechó la mano con entusiasmo.
—Me alegro mucho de verte. Espero que no te hayas ofendido por la dedicatoria.
—No, pero no me conviene demasiado la publicidad... He decidido visitar al cliente del que me hablaste. Siempre que, durante este tiempo, no haya contratado a otro.
—No. Me llama cada semana por si tengo noticias tuyas. Es un abogado. Se llama Genesio Columbu.
El despacho del letrado estaba en el tercer piso de un edificio de la calle Tuveri, a dos pasos del tribunal. Me abrió una señora mayor, con aspecto maternal y las piernas sin duda doloridas. Se presentó como la secretaria del abogado y me miró de arriba abajo de manera detenida cuando le dije mi nombre. Sabía quién era y por qué estaba allí. Al final se decidió a acompañarme hasta la puerta del despacho en el que me esperaba el abogado. La abrió y regresó a la penumbra del largo pasillo.
Detrás de un vetusto escritorio de cerezo se sentaba un viejo menudo con una hirsuta barba blanca, probablemente de un par de días. Tenía las manos entrelazadas sobre el estómago hundido y no dijo una palabra hasta que me senté.
—Se lo ha tomado con calma, señor Buratti.
—Mal empezamos, abogado. Entre nosotros no existía ningún acuerdo. Si tenía prisa, podía haberse dirigido a cualquiera de por aquí.
—Los investigadores de esta ciudad proceden todos de las fuerzas del orden y no saben moverse sin la ayuda de estas. Yo necesito a alguien como usted, con buenos contactos en ciertos «ambientes».
Cogió una carpeta que contenía un fax y empezó a leer:
—«Marco Buratti, llamado el Caimán, nacido y residente en Padua. Exmúsico y cantante de blues. Víctima de un error judicial, cumplió siete años por pertenencia a banda armada. Durante el encierro adoptó el papel de mediador y pacificador entre las distintas facciones del hampa organizada. Una vez en libertad, ha empezado a colaborar como investigador sin licencia con varios penalistas. Muy útil en investigaciones reservadas, en las que sea necesario establecer contacto con ambientes ilegales...»
»Necesitaba justamente a alguien como usted —afirmó satisfecho tras cerrar la cartera—. Aquí en la isla no había nadie adecuado. Así que, al final, me decidí a buscarlo en el continente. Un colega de Padua...
—Lea el fax hasta el final —lo interrumpí—. Se ha dejado las últimas líneas.
—Quizá porque no le gustaría escucharlas.
—No se preocupe. Su trabajo es dar malas noticias.
Reanudó la lectura.
—«Absolutamente fiable y escrupuloso, a pesar de tener el vicio de la bebida. Desarrolla las investigaciones con métodos poco ortodoxos y a menudo ilegales de los que no da cuenta a los clientes. Casi siempre trabaja con un tipo con antecedentes, Beniamino Rossini, ladrón, contrabandista y exponente destacado de la vieja hampa milanesa. Un personaje peligroso y violento.»
—¿Ya está? —pregunté con un resoplido.
—Sí.
—Vale. Ahora explíqueme por qué me ha llamado.
El viejo penalista se quitó las gafas y apoyó los codos en el escritorio.
—Toni, mi hijo, es prófugo desde hace más de cinco años por motivos políticos. Como a usted, lo condenaron por pertenencia a una banda armada. La diferencia es que él sí formaba parte efectiva de uno de esos grupos a los que se les ha metido en la cabeza cambiar el mundo con las armas. Una especie de reproducción local de las Brigadas Rojas. El típico arrepentido los fastidió a todos... Hace dos años que no sabemos nada de él y su madre está muy preocupada.
—¿Por casualidad es su secretaria? —lo interrumpí.
—¿Cómo lo sabe?
—Intuición... Si lo he entendido bien, quiere contratarme para que lo encuentre. Como usted ya sabe, acabé metido en líos por haber acogido, sin saberlo, a un tipo que estaba en busca y captura. Por tanto, mis relaciones con el sector son fruto de los años de cárcel: no está claro si estas nos permitirán localizar a su hijo.
—Quiero que usted se ocupe de ello.
Lo miré a los ojos y su mirada me convenció de que no debía profundizar. Tuve la sensación de que había algo más, pero sentía que en ese momento no habría servido de nada pedir explicaciones.
—¿Ha probado a preguntar por él a sus excompañeros? —pregunté.
—Sí. No saben nada. Estuvo en París durante un tiempo y luego desapareció. Parece ser que allí conoció a una mujer y que se fue con ella.
Encendí un pitillo y reflexioné con calma sobre lo que me acababa de decir.
—Escuche, abogado —declaré al final—, todo lo que tenemos es una pista de hace dos años. Su hijo ha podido irse a cualquier parte y, desde luego, no puedo buscarlo haciendo una batida por los cinco continentes. Lo único que puede hacerse es una simple tentativa. Telefónica. Espero poder decirle algo en los próximos dos días.
Al abrir la puerta para salir, Columbu me detuvo.
—El disco que le envié era de Toni. Lo escuchaba todo el rato —dijo con un tono cargado de nostalgia.
Me marché en silencio, sin lograr mirar a la cara a la madre-secretaria.
Me recluí en la habitación de la pensión con una nueva botella de calvados y una provisión de cigarrillos.
«Hay algo que no cuadra —pensé mientras me servía la primera copa—. Para saber algo de los prófugos políticos, el círculo en el que hay que indagar es el de sus abogados y parientes. No es posible que el viejo Columbu no sepa esto.»
Seguí preguntándome el motivo, el verdadero motivo por el que me habían contratado, hasta que llegó la noche y me acabé la botella. Después salí para comprar más licor y llevar a cabo el intento que le había prometido al abogado.
En el «internado» había conocido a un tipo de Como de aspecto rollizo, un tal Alessio Sperlinga, a quien llamaban el Cereza porque había nacido con un bulto rojo y redondo en medio de la mejilla derecha. También él, como otros soñadores, había acabado en la cárcel gracias al arrepentido de turno. Pasó los primeros meses allá adentro preguntándose todo el rato cómo era posible que hubiera colaborado precisamente aquel compañero, a quien todos consideraban el mejor, el más duro. Y cómo había podido traicionarle justo a él, su mejor amigo. Al final se dio cuenta de que las cárceles están llenas de gentes que, antes de acabar dentro, habrían puesto la mano en el fuego por la fidelidad de sus amigos, y se resignó a ello. Antes de que lo encarcelaran, trabajaba como informático. Al salir había preferido expatriarse a Francia antes que empezar de nuevo de cero en su ciudad. Yo sabía que, desde hacía años, estaba recogiendo material para un libro sobre la historia del exilio político: un proyecto monumental que —estaba casi seguro— no acabaría nunca. Era el hombre perfecto para echarme una mano.
Tuve suerte y lo encontré en casa.
—Allô ! —respondió con un perfecto acento parisino.
—Soy tu antiguo vecino de la ciento doce —me presenté.
—¡Ah, hola, Caimán! —me saludó sorprendido—. Cuánto tiempo sin saber nada de ti.
—Es verdad. Pero te llevo siempre en el corazón, Cereza. ¿Cómo podría olvidar las noches en que me desvelabas con tus dulces ronquidos?
—Sigues siendo el mismo gilipollas de siempre —se rio—. ¿Me has llamado por placer o por trabajo?
—Por trabajo. Estoy buscando a un prófugo de la lucha armada, un tal Antonio Columbu, llamado Toni. ¿Lo conoces?
—¿Desde cuándo buscas a políticos? —preguntó mosqueado.
—Desde que me lo piden sus padres, capullo paleto de Como —rebatí cabreado—. Estaba en París hace dos años. Parece ser que allí conoció a una chica. Y luego desapareció.
—El nombre no me dice nada. ¿En qué grupo militaba?
—Una formación local. Nada importante.
—Llámame mañana por la tarde —zanjó el Cereza.
Me zampé un par de bocadillos en una taberna que frecuentaban soldados de permiso y luego me encaminé hacia Castello, el casco antiguo. No tenía ganas de volver a la sordidez de mi habitación del hotel. Decidí entrar en el Libarium, un local de puro estilo liberty al que había echado un ojo la noche anterior cuando buscaba a Cabiddu, el músico. Miré a mi alrededor: lleno de gente, ruidoso y con gran variedad de licores. Sin duda un lugar para bebedores.
El camarero me sirvió el primer calvados en una copa de coñac apoyada en un recipiente lleno de agua hirviendo perfumada con malva y acompañado de un puro de regalo.
—Voy a tomarme varios —le protesté—. Los siguientes los quiero sin tantas chorradas.
Me miró escandalizado.
—Bebo para olvidar... —le susurré con ademán cómplice para tranquilizarlo.
Al día siguiente me desperté a primera hora de la tarde con la certeza de haber hablado con mucha gente. Recordaba vagamente el contenido de las conversaciones, pero no lograba centrar las caras.
Me tomé un par de carajillos bien cargados y llamé por teléfono a Sperlinga.
—No me des malas noticias, Cereza. He tenido un despertar difícil esta mañana —le exhorté.
—Me temo que no voy a poder complacerte. Antonio Columbu está muerto. Asesinado. Se fue de París con una turinesa de Prima Linea con destino a Puerto Escondido. Querían abrir un restaurante. Para conseguir capital tuvieron la brillante idea de traficar con maría y, en la primera compra, él se encontró con el Pedro Navaja de turno que le encajó un par de puñaladas justo en el sitio. Lo sepultaron con un nombre falso y la turinesa se volvió loca.
Acusé el golpe. No me apetecía presentarme ante el viejo con aquella noticia y me arrepentí de haber salido de Córcega.
—¿Tienes el nombre del muerto?
—Claro. Incluso lo he archivado... Son cosas que un día se contarán, Caimán. Nuestra generación tiene que encontrar el valor...
—Cereza —lo interrumpí—, no es el momento... Dame el nombre y te estaré eternamente agradecido.
Al salir de la cabina telefónica me dirigí al despacho de Genesio Columbu.
«Cuanto antes mejor —pensé—. Voy allí y le digo: su hijo está muerto. Lo siento mucho, etcétera. Si me doy prisa, estoy a tiempo de embarcar en el transbordador de las seis.»
Cuando me encontré frente a la madre-secretaria, mi determinación sufrió la primera fisura. Una vez sentado frente a aquel viejo demasiado delgado y demasiado triste, me sentí como un trapo.
—¿Y bien? —preguntó en tono expeditivo para enmascarar la ansiedad.
—Buenas noticias, abogado —me sorprendí diciendo—. He sabido que Antonio está bien, tiene novia y ha abierto un restaurante... Por desgracia no puedo decirle dónde... Cuestión de seguridad... Digamos que en Centroamérica, eso es... Me temo que, por las mismas razones, no podrá ya ponerse en contacto con ustedes... Pero lo importante es que está bien...
El abogado se cubrió la cara con sus manos huesudas.
—Burato, usted miente. Antonio está muerto. Por nada del mundo se habría olvidado del cumpleaños de su madre. Lo llamé para que descubriera cómo y dónde y usted, en cambio, se pone a hacer el papel del investigador romántico. ¿Es que le doy pena? ¿O es que me ha tomado por el general Sternwood de El sueño eterno?
—De acuerdo, abogado, de acuerdo —lo interrumpí—. Todos hemos leído a Chandler... Y, vale, Antonio ha muerto. Se hizo el listo con unos mexicanos de navaja fácil y ahora está enterrado en Puerto Escondido con este nombre —solté, y le alargué por encima del escritorio el papel en el que lo había escrito.
Al levantarme, le di una patada a la silla.
—¡Podía haberme dicho que presentía que estaba muerto! —exclamé cabreado—. Normalmente nunca miento a mis clientes y no sé qué me ha pasado esta vez.
Di otra patada que estampó la silla contra la pared y salí de la habitación sin despedirme. Al salir, no pude evitar mirar de reojo a la mujer de Columbu: lloraba en silencio apoyada en la vieja Olivetti de la antesala.
No me embarqué. Me metí en un bar de la calle Roma, desde donde podía ver el barco al que debería haberme subido, y me emborraché con la esperanza de recuperar un poco la calma. Estaba furioso conmigo mismo. No me había comportado como un profesional y había engañado a un cliente. Salí tambaleándome y me equivoqué de calle un par de veces durante mi camino de vuelta al hotel. Cuando por fin me encontré en la habitación, metí una cinta en el walkman y me aislé del resto del mundo. Me quedé dormido con Slim Harpo cantando un húmedo blues de Luisiana: «Raining In My Heart».
Me desperté de madrugada. Tenía ganas de hablar con alguien y el único que seguro que estaba despierto a aquella hora era Maurizio Camardi, un amigo de Padua, saxofonista de jazz, conocido también por ser un auténtico experto en mujeres guapas. Cerca del hotel había una cabina. Entré y marqué su número.
—Según tú, Maurizio, ¿qué música escuchaba Chandler mientras escribía El sueño eterno allá por 1939?
—Jazz, Caimán. Buen jazz negro para sus oídos de blanco... En aquellos tiempos funcionaba así...
—Entonces dame un consejo: tengo que regalarle un disco a un tipo, algo que tenga que ver con México, la muerte, la nostalgia, los padres, los hijos...
—Muy fácil. Tijuana Moods de Charles Mingus. A Charles le gustaba México. Murió allí en 1979. En Cuernavaca para ser más concreto. Es el disco apropiado... Pero no entiendo...
—Es una larga historia, Maurizio, ya te la contaré en otra ocasión... Digamos que he conocido a un cliente que me ha comparado con Marlowe y no hay nada que me cabree más que eso.
—Bueno, Caimán, mejor que te tomen por un caballero errante de la modernidad que por un exmúsico de blues enloquecido y bebido que hace de investigador porque se le fue la olla en la cárcel.
—Vale, veo que, como siempre, muestras una gran consideración por el que suscribe —me reí sarcástico.
—Sabes lo que quiero decir: tendrías que volver a cantar y tocar —continuó impertérrito—. Esa es tu vida. El día en que se den cuenta de que eres solo un envoltorio de una sesión de blues te recluirán, Caimán, e inventarán en tu honor una nueva técnica de lobotomía...
Estuvimos charlando hasta que se agotó la tarjeta del teléfono y luego volví a la pensión. Intenté cantar frente al espejo del baño. Me aventuré con el inicio de «My Babe» de Little Walter. Comenzó el acompañamiento de Leonard Caston y Robert Junior Lockwood a las guitarras, Willie Dixon en el bajo y Fred Below en la batería. Pero de mi garganta no salió ningún sonido. La banda se cansó de repetir la introducción y se escapó de mi mente. Para volver a encontrar a unos músicos tuve que encender el walkman.
Volví al despacho de Columbu poco antes del mediodía.
—Abogado —comencé—, ¿sabe que da la impresión de haber vivido toda la vida sentado detrás de ese escritorio?
Con un gesto cansado se bajó las gafas hasta la punta de la nariz.
—Buratti, ¿ha venido a pedir disculpas?
—Sí, y le he traído un regalo para que me perdone —dije, dándole el disco que acababa de comprar.
Lo miró, dándole varias vueltas.
—¿Tiene algún significado que deba entender? No soy ningún experto en jazz... —se excusó.
Encendí un pitillo y le hablé entonces de Mingus y su música.
Sonrió.
—¿Cree que al escucharlo tendré «buenas vibraciones», como decían en los años setenta, y se mitigará el dolor por la muerte de Toni?
—Muy bien, abogado —aprobé, mientras me levantaba—. Ha captado el espíritu y yo aprovecho para regresar satisfecho al «continente».
Me detuvo con un gesto.
—No tenga prisa, Buratti. También yo le debo una disculpa... Siéntese otra vez, por favor.
Había llegado el momento de expresar mis sospechas:
—El verdadero motivo por el que me llamó no era encontrar a su hijo, ¿verdad? Usted, como penalista, debía de saber que para encontrar a prófugos políticos se siguen caminos muy diferentes...
—Sí. Y en cualquier caso no pensaba recorrerlos. No quiero tener nada que ver con el entorno responsable de la ruina de Toni... Siempre fue un débil, ya desde niño... Y sospechaba que estaría muerto. Como ya le dije, nunca se había olvidado del cumpleaños de su madre. Entre ellos existió siempre una unión muy fuerte. Pero, obviamente, eran simples suposiciones. Necesitaba certezas... y observarle un poco de cerca... para entender qué tipo de persona es usted, Buratti.
—¿Y no le he desilusionado? —pregunté en tono inexpresivo.
—¿Por qué? Me ha demostrado que sabe moverse y... que es un hombre que respeta a los viejos. No es poco en los tiempos que corren. —Se levantó y se dirigió a la ventana que daba al tribunal, un feo edificio gris construido en la época fascista—. Unos clientes me han encargado que contrate a un detective privado para una investigación especialmente delicada...
—Ya. «Delicada» —intervine sarcástico—. Por lo que tengo entendido, aquí significa «muy peliaguda»...
El viejo letrado se dio la vuelta para mirarme.
—Buratti, si su fama es cierta, este debería ser uno de los casos que más le gustan: víctimas inocentes y una verdad ocultada con cuidado... Y usted mejor que yo sabe lo apropiado que es definir como «delicados» este tipo de asuntos.
El viejo zorro había logrado captar toda mi atención. Me acomodé en la silla y encendí un pitillo. No quería dar la impresión de que me moría de curiosidad, pero la sonrisa que iluminaba la cara de Genesio Columbu me dijo que no lo había logrado.
—Me han encargado que le exponga el caso a grandes rasgos. Si es de su interés, habrá un encuentro con los clientes; en caso contrario se le reembolsarán, como acordamos, los gastos por las molestias...
—Expóngalo, abogado, expóngalo —lo incité.
—Hace unos diez años tres caballeros fueron acusados de homicidio y tráfico de estupefacientes. No hace falta decir que eran por completo ajenos a ambas imputaciones pero, para que se reconociera su inocencia, tuvieron que esperar la sentencia durante casi dos años, por supuesto en la cárcel, y enfrentarse a un proceso que se prolongó durante ciento tres audiencias...
—Pero lo consiguieron —le interrumpí, un poco perplejo y desilusionado—. Además, después de tantos años, ¿para qué quieren un investigador, continental por añadidura?
Genesio Columbu se acercó y plantó su cara a pocos centímetros de la mía. Calibró el tiempo justo para una pausa de efecto y soltó de carrerilla:
—Alguien afirma que ha visto al muerto. Hace poco. Y no le ha parecido que estuviera especialmente muerto. No es la primera vez que se oyen rumores en este sentido y mis clientes han decidido comprobar, de forma definitiva, su autenticidad... Y ya que están, quieren saber quién los ha jodido.
—¿Y por qué precisamente yo? —le pregunté a bocajarro.
—Dicen que es usted el mejor a la hora de olfatear viejas pistas, incluso las de hace muchos años.
No era la verdad. Lo presentía. El viejo me adulaba con la consumada habilidad del penalista que quiere seducir a un juez vanidoso y estúpido. El asunto, traducido a mi lengua, significaba solo una cosa: necesitaba un cruzado, o sea, ese tipo de detective que se mete hasta el cuello en las investigaciones porque o no tiene nada que perder o no le funciona del todo bien la cabeza. Sabía que los legales para los que había trabajado en el pasado pensaban de mí ambas cosas. Y la voz se había extendido... por supuesto. Debía levantarme y marcharme. Abandonar. Olvidarme. Pero no lo hice. Hacía meses que no trabajaba y necesitaba dinero... Y una investigación. Sí, quería un caso... Vaya si lo quería. Y fue así, con satisfacción, que oí mi voz acordar la primera cita con mis nuevos clientes.
Eran tres abogados. Esto fue una auténtica sorpresa. No había oído nunca hablar de abogados que hubieran acabado en la cárcel por homicidio y tráfico de drogas. Entre cincuenta y sesenta años; lo cual quería decir que los encerraron en lo mejor de sus vidas profesionales. Gabriele Vargiu, de aspecto robusto y fumador de puros. Vincenzo Pontes, delgado y nervioso, un pitillo tras otro. Reconocí en él al fumador de prisión: la colilla que marca las horas. A Ignazio Moi el vicio debía de habérselo quitado el médico: la camisa, demasiado ancha, le bailaba en el cuello. Una delgadez que apestaba a enfermedad... de las que consumen.
Leyó en mis ojos el diagnóstico y me lo confirmó:
—Señor Buratti, ¿usted cree que el encarcelamiento puede considerarse responsable de la aparición de enfermedades psicosomáticas?
—Sí, abogado. En siete años tuve ocasión de constatarlo —respondí con seguridad.
—Yo tengo leucemia... por indignación. No quiero aburrirlo con discursos patéticos sobre el mal que corre más veloz que la vida, pero, las cosas claras, le digo que para mí ha llegado el momento de conocer la verdad. Sé que interpreto también el pensamiento de mis amigos y colegas... y excoimputados aquí presentes.
Antes de tomar la palabra, Vargiu apagó el puro.
—Durante veinte años, en mis alegatos recordé a los jueces que los italianos somos un pueblo en libertad provisional: el proceso inquisitorial, la cultura de la sospecha y la total ausencia de una cultura de la investigación no preservan a ningún inocente del peligro de ir a la cárcel... Luego me ocurrió a mí y no podía creérmelo. Una pesadilla que duró veintidós meses... Han pasado ocho años y a estas alturas ya sé que nuestra vida, tanto en el plano profesional como en el personal, no va a ser igual... Como ha dicho Ignazio, ha llegado la hora de restablecer la verdad.
Perdí la paciencia.
—Señores, la vida y la justicia también me dieron por el culo. Lo sé todo sobre este tema, así que saltémonos los preliminares y vayamos rápido a lo que interesa. Estoy aquí para aceptar o no un encargo: en pocas palabras, me gustaría saber qué quieren que haga. El abogado Columbu me ha anticipado ya algo pero, como pueden imaginar, no es suficiente para una valoración seria.
Los tres se dieron la vuelta para mirar al viejo abogado, que, como siempre, estaba sentado tras su escritorio. Se ve que les había garantizado mi disponibilidad desde antes de nuestro encuentro. Columbu se encogió de hombros.
—Nuestro amigo investigador se muere de ganas de empezar. Ahora se hace el interesante y el altivo de boquilla, pero no cedería este caso a nadie —dijo, mientras me miraba con aire socarrón.
Diablo de abogado. Era totalmente cierto. Pero, por lo menos en los primeros cinco minutos, hubiera preferido que no se me viera tanto el plumero con los clientes.
—¿Y bien? —los incité.
—La historia es larga y complicada —dijo Vincenzo Pontes, el más joven del terceto, que tomó la palabra por primera vez—. Para evitar relatársela de manera inútil es mejor dejar claras nuestras condiciones desde el principio. Queremos que descubra en primer lugar si Giampaolo Siddi, de cuya muerte fuimos acusados, está vivito y coleando, como parece; segundo, el motivo de nuestra aparición en las investigaciones y, en tercer lugar, quién nos gastó esta mala jugada. Nombres y apellidos.
En ese punto, por lógica, debería haberles preguntado qué uso harían de las posibles informaciones que yo les facilitara. En un asunto de este tipo, la venganza podía ser un motivo más que suficiente para encerrar a un investigador sin licencia como el que suscribe. Pero esta idea ni siquiera se me pasó por la cabeza. Se veía de lejos que eran unos auténticos caballeros y no quería faltarles al respeto. Encarnaban la figura del abogado sardo de la vieja guardia de la que tanto había oído hablar en la cárcel. Así que, por fin, decidí entrar a fondo en la cuestión pidiendo datos de la víctima.
—Ese Giampaolo Siddi —pregunté—, ¿quién era? ¿A qué se dedicaba?
—Era un abogado civilista del foro de Cagliari.
Otro golpe de efecto... que hizo que me atragantara con el humo del pitillo. Mientras tosía, pensaba que Cabiddu tenía razón: el asunto era de verdad «delicado».
—Un abogado presuntamente asesinado, tres colegas en la cárcel y, como telón de fondo, el tráfico de drogas —enuncié preocupado—. Creo que va a ser cuestión de que procedamos por orden. ¿Qué les parece si empezamos por el principio?
—Sí, pero no aquí —intervino Vargiu, el gordo del puro—. Es hora de cenar y la historia es larga. Vamos a comer algo.
Lo detuve.
—Mire, yo como poco y mal. Mi dieta es sobre todo líquida y mi presencia en un restaurante es del todo inútil; más aún, diría que perjudicial para la inspiración creativa de los cocineros.
El abogado me miró divertido.
—Es usted un auténtico bárbaro, Buratti —comentó afable mientras me cogía del brazo.
En poco menos de tres horas tuve conocimiento del caso Siddi. A pesar de la intensa actividad de mis jugos gástricos, debida a la insistencia de mis anfitriones en obligarme a probar una innumerable cantidad de pescados, no perdí una palabra de lo que se me expuso de forma un tanto sugestiva. Descubrí que los tres abogados eran narradores precisos y fascinantes: Pontes se ocupó de ponerme al corriente de los hechos en orden cronológico, Moi destripó el sumario y el proceso desde el punto de vista jurídico y, por último, Vargiu me informó de todos los comentarios recogidos en el curso de esos años.
—No me gustaría que lo que estoy a punto de decir se entendiera mal, porque es indudable que ustedes son víctimas de un error judicial y que nadie podrá devolverles los años de vida que la cárcel les quitó y bla bla bla, pero, joder, chicos, ¡un caso como este es el sueño de cualquier investigador! —comenté mirándolos casi radiante cuando acabaron.
Tras un embarazoso instante de silencio, tuvieron la fuerza suficiente para dedicarme una sonrisita de circunstancias. El comentario no les había hecho ninguna gracia, pero aguantaron con estoicismo; seguramente Columbu les había advertido de que soy un tipo un poco extravagante.
Tomé un largo trago de calvados y encendí un pitillo. Había llegado el momento de reorganizar las ideas.
—Veamos si lo he entendido bien —empecé con tono profesional—. El 22 de abril de hace diez años, Giampaolo Siddi, de cuarenta y un años, abogado civilista, casado y padre de tres hijos, sale de casa a las ocho de la mañana. —Aspiré una larga bocanada de humo—. No aparece a la hora de comer. Su mujer se enfada y, luego, a medida que pasan las horas y sigue sin tener noticias del marido, empieza a preocuparse. Llama a su despacho y habla con su secretaria, la cual afirma con seguridad que lo ha visto salir hacia las diez en compañía de un cliente con el que había estado durante aproximadamente una hora. Este, un tal Leon Benoit, belga, exsargento de la OTAN, de servicio en la base de Decimomannu, se ha licenciado del ejército para abrir un pequeño supermercado en Cagliari. Al interrogarle afirma que el abogado lo acompañó hasta el coche, que estaba aparcado cerca del despacho, y que no había vuelto a verle desde entonces.
»En la posterior reconstrucción de los hechos, Benoit será la última persona que vio a Siddi con vida.
»A primera hora de la mañana del 23 de abril, cerca del cementerio mayor, la policía encuentra el Mercedes del abogado. El coche está abierto y sin las llaves. En el asiento delantero derecho se encuentra un ejemplar del periódico Unione Sarda del día anterior, y pan y fruta en una bolsa de plástico.
»Se pone en marcha una investigación. La búsqueda se realiza en diferentes puntos de la ciudad y de la provincia, sin ningún resultado. Se toman en consideración todas las hipótesis posibles: desde el secuestro hasta el suicidio. Mientras tanto se interroga a parientes, amigos, colegas y clientes, y se deduce que Giampaolo Siddi ejercía su profesión de forma muy esporádica y prefería, en cambio, mezclarse en asuntos un poco turbios. Además de usura y corrupción en el sector de la contratación pública, se perfila que frecuenta de manera habitual la base de la OTAN de Decimomannu, donde su contacto resulta ser el exsargento Leon Benoit. Un suboficial italiano relata al juez que unos soldados alemanes compran de contrabando una partida de whisky Chivas por valor de cien millones de liras a través de unos amigos de Siddi que pagan en marcos y que, con posterioridad, confirman la autenticidad del relato. Benoit acaba en la cárcel por contrabando y falso testimonio. Se convierte en el sospechoso número uno y su posición empeora cuando unos chivatos de la policía, de la sección de narcóticos, reciben información sobre una partida de drogas gestionada por algunos “abogados”, detrás de los cuales están unos militares alemanes de la misma base.
»Como en cada historia italiana que se precie —hice una pausa para servirme otra copa de calvados—, aparecen los servicios secretos: una serie de personajes relacionados con agentes de diferentes países, entre los cuales una mujer española que trabaja para la inteligencia alemana.
»En la ciudad nadie tiene dudas: la desaparición de Siddi está relacionada con sus actividades en la base de la OTAN. Mientras tanto, ocurre algo que, en apariencia, no tiene nada que ver con el caso en cuestión. El 7 de junio, en la carretera de la costa entre Cagliari y Villasimius, se encuentra el cadáver de un delincuente de medio pelo en avanzado estado de descomposición, un tal Gianni Mereu, de treinta y siete años.
»Al preguntarle sobre las amistades de su hijo, la madre de la víctima da el nombre de un tal Gavino Perra, el Profesor, un tipo de cuarenta y cinco años que enseña francés, amante de las emociones fuertes y cliente asiduo del bar Kristall, conocido lugar de encuentro de hampones de la misma calaña del muerto.
»Este tipo, al que citan en comisaría, declara con la mayor desenvoltura posible que a Mereu lo han asesinado otros dos clientes del bar y cómplices suyos en el tráfico de drogas, Pinuccio Cau y Denis Pilia. El móvil: se había quedado con medio kilo de heroína.
»En los sucesivos interrogatorios, el testigo cae en numerosas contradicciones, pero la riqueza de detalles con la que describe los hechos induce al magistrado a emitir contra él una orden de arresto por homicidio, ocultamiento del cadáver, tráfico de heroína y asociación para delinquir.
»En ese punto Perra se retracta y declara que se lo ha inventado todo, pero no le creen. Así, también Cau y Pilia acaban en la cárcel.
»Unos meses después, el 29 de septiembre, el Profesor promete “decir toda la verdad”: sostiene que pertenece a la misma banda que Cau, Pilia, Mereu y otros de los que da el nombre, y que tuvo contactos con Giampaolo Siddi, que era su proveedor de heroína. Declara además a los investigadores que Mereu y Beppe Puddu, otro miembro de la banda, habían citado al abogado en los alrededores del cementerio el día de su desaparición. Allí lo agarraron, lo obligaron a subir en su coche y después lo mataron a tiros cerca del restaurante Tavernetta di Campo Omu. Sobre el destino del cadáver proporciona tres versiones distintas. En la primera lo arrojan al mar, en la segunda lo descuartizan y después tiran los trozos a diferentes contenedores de basura del pueblo Quartu Sant’Elena y, por último, en la tercera lo tiran al incinerador de Cagliari. Algún tiempo después, Puddu y Pilia eliminan a Mereu por el ya citado robo de medio kilo de heroína.
Tenía la garganta seca por la gran parrafada y pedí más licor. El abogado Moi aprovechó la pausa para intervenir:
—Llegados a aquel punto, estaba claro que Gavino Perra no era fiable en absoluto, un cuentacuentos con evidentes problemas psíquicos. Y, sin embargo, los investigadores no solo le creen, sino que abrazan entusiasmados la versión de la muerte de Siddi, hasta el punto de que abandonan para siempre la pista de la base de la OTAN de Decimomannu, a la que, una vez comenzado el proceso, no se volverá a hacer referencia. Todo esto, mira por dónde, justo en la vigilia del interrogatorio del subcomandante alemán, un tal Otto Schleier...
—... al cual, unos días después, trasladan a otro destino —subrayó irónico Vargiu.
—Sin duda Perra no era fiable —retomé—. Pero la banda entera cae presa del pánico al ver que los investigadores creen su confesión. Así, muy pronto empieza la carrera para ver quién está más arrepentido. Arrestan en Módena a Efisio Piredda, el único prófugo del grupo, toxicómano terminal, y en cuanto lo trasladan a Cerdeña, desmiente la declaración de Perra y se confiesa autor material del homicidio de Mereu.
»Otro imputado, Giovanni Azuni, al tener conocimiento del arrepentimiento de Piredda y convencido de que este lo habrá acusado, llama al juez, da otra versión de los hechos en la que involucra a personas desconocidas hasta ese momento y desmiente las declaraciones de los dos primeros arrepentidos.
»Estos tratan de recuperar su credibilidad. Así, mientras Piredda confiesa un robo llevado a cabo en el tiempo en que era prófugo, Perra lanza un órdago: se juega la carta de la pista de los abogados dedicados a la venta de heroína que tanto fascinaba a los magistrados y de ese modo los mete a ustedes en el ajo.
»Ante el juez empieza con el habitual “quiero decir toda la verdad” y cuenta que Puddu le confió que el aquí presente Ignazio Moi, apreciado penalista de Cagliari, constituía el vértice de la organización y, como tal, ordenó el homicidio de Giampaolo Siddi por haberse apropiado este último de doscientos millones de liras pertenecientes a Moi. Puddu y Cau son los ejecutores materiales. En lo que respecta al homicidio de Mereu se atiene a la versión anterior, cambia solo algún nombre y resta gravedad al hecho.
»Su bufete está a nombre de los tres. Al principio, al fiscal le pareció extraño que dos de ustedes estuvieran fuera del asunto, pero bastó con interrogar a los arrepentidos Piredda y Azuni para confirmar la participación de Vargiu y Pontes.
»Piredda cuenta que ha sabido por Beppe Puddu que el cerebro era Moi y el ejecutor material, el abogado Gabriele Vargiu. Afirma que este liquida a Siddi cerca del cementerio mayor y Puddu y Mereu se encargan de llevar el cadáver a Oristano para enterrarlo. Cambia entonces la versión sobre el homicidio de Mereu, del que anteriormente se había declarado culpable. Dice que estaba “confundido”... y que ahora recuerda que los asesinos son Puddu, Pilia y Cau.
»Azuni también se retracta, ya que, según él, ha llegado el momento de recuperar su dignidad como hombre. Su objetivo es implicar a Pontes, al que atribuye, como elemento más joven del bufete, solo la distribución de la droga. El 2 de diciembre saltan las órdenes de busca y captura y, entonces, ustedes se encuentran en la cárcel con la acusación de homicidio, tráfico de drogas y asociación para delinquir.
»Empieza la pesadilla y se pone en marcha el mecanismo perverso del error judicial. Serán necesarios veintidós meses y un proceso de más de cien audiencias para demostrar que la banda formaba parte de un grupo de traficantes de escasa importancia, que sí era responsable del homicidio de Gianni Mereu, pero que ninguno de sus componentes había matado a Siddi porque... ni siquiera lo conocían. Como tampoco a ustedes. A pesar de la inconsistencia de las acusaciones y las puntuales reprobaciones de la defensa, sin duda podrían haberlos condenado si uno de los arrepentidos, Giovanni Azuni, no se hubiera avergonzado de su cobardía y no se hubiera retractado de las acusaciones lanzadas contra ustedes durante la vista... Y la vergüenza siguió atormentándolo hasta el punto de fulminarle con un infarto mientras se sentaba en el banquillo de los acusados, dos años más tarde, durante el proceso de apelación.
»Tras la absolución queda una pregunta en la mente de todos: ¿por qué precisamente ustedes? Pues bien... todo nace de una vieja historia de enfrentamientos y desquites con la fiscalía del Estado a partir de un proceso político que puso en ridículo a alguien vengativo... ¿Me he olvidado de algo? —pregunté a modo de conclusión.
—De algún detalle, pero de nada importante —caviló Moi.
—Como ve, Buratti —intervino Pontes—, el caso Siddi no existe, o mejor aún, nunca lo ha hecho desde el punto de vista de la investigación. Una vez abandonada la pista de la base de Decimomannu, al seguir la de los cuatro quinquis se entró en una impresionante sucesión de despropósitos. Cuanto más se inventaban los arrepentidos, más les creían. Está claro que a ellos no se les hubiera ocurrido nunca dar nuestros nombres si alguien no se los hubiera indicado. Aquellos magistrados estaban encantados con la posibilidad de arrestarnos, pero hemos de excluir, sin duda, que fueran ellos los que hicieron la sugerencia... Es evidente que fue obra de otros, y nosotros queremos saber quiénes y por qué.
—Para descubrirlo, hay que revisar el caso Siddi desde el principio... —puntualizó Vargiu—. Exactamente desde el día de su desaparición. Desarrollar aquella investigación que había apenas comenzado.
El personal del restaurante empezó a recoger el comedor, aunque nosotros no mostráramos ninguna intención de marcharnos. Signo evidente de que mis clientes eran conocidos. Pedimos el enésimo calvados para mí y filu’e ferru[2] y mirto para Pontes y Vargiu. Moi apenas había bebido media copa de vino.
—En estos años les han llegado rumores de varios avistamientos del abogado desaparecido. Pero ¿qué piensan ustedes? ¿Está vivo o muerto? —les pregunté a bocajarro.
—Vivo. Lo presiento —respondió Pontes con seguridad.
Los otros se encogieron de hombros.
—Es difícil decirlo —replicó Moi perplejo—. Por lo que sabemos, las dos hipótesis tienen fundamento. La del homicidio funciona porque estaba implicado en varios tipos de contrabando, y en ese entorno... Por el contrario, a favor de una desaparición voluntaria, los elementos más valiosos son los testimonios de personas que «creen» haberlo reconocido, y su casi segura pertenencia o colaboración con los servicios secretos...
—Son conscientes de que han pasado muchos años y que no siempre se logra seguir viejas pistas...
—No se haga el modesto, Buratti. Todos sabemos que es su especialidad. Estamos seguros de que no nos defraudará —ironizó el abogado Moi, con tono de querer dejar zanjado el asunto.
—Les agradezco la confianza —repliqué, mientras asentía ligeramente con la cabeza.
Escribí una cifra en una servilleta y se la pasé a mis clientes.
—Al día. Más los gastos, claro.
—Ningún problema —asintió Vargiu.
—Necesitaré un ayudante...
—Beniamino Rossini, ya lo sabemos —intervino Pontes.
—¿Algo que objetar al personaje?
—Ninguno, Buratti, no se preocupe —se apresuró a tranquilizarme Vargiu.
—Entonces hay un par de cosillas más que tengo que pedirles y luego podremos irnos todos a dormir. Necesito un apartamento discreto, un teléfono móvil y un coche.
—Ya habíamos pensado en ello —respondió de nuevo Vargiu, guiñándome el ojo—. Las llaves las tiene Genesio.
—Un consejo —dijo Moi, poniéndome una mano sobre el brazo—. Somos viejos penalistas y conocemos todos los ambientes de la isla. Cambie de aspecto. Así... parece un bohemio, un artista... Vaya, yo creo que sería un obstáculo...
—Entendido —lo interrumpí picado—. Me disfrazaré de persona normal.
—Bien. Aquí el aspecto es importante. Añádalo todo en la cuenta de gastos —continuó—. Para cualquier eventualidad póngase en contacto con el abogado Columbu, es como si hablara con nosotros. No volveremos a vernos hasta el final de la investigación... Lo preferimos así.
Me despedí de ellos y había recorrido ya algunos metros en dirección a la pensión cuando oí la voz de Moi.
—¿Cree usted que está vivo o muerto? —me preguntó.
Me había leído el pensamiento. Justo en aquel momento estaba sopesando ambas posibilidades... Pero mi alma blues me decía que estaba vivo.
—Un investigador con licencia se encogería de hombros —respondí— y dejaría claro que es demasiado pronto para aventurar hipótesis. Como yo no tengo licencia, puedo permitirme opinar que ese hijo de puta está vivo. —Encendí un pitillo, mientras me deleitaba en la pausa para crear efecto—. No solo porque lo siento... En realidad no logro sacarme de la cabeza el detalle del periódico y de la bolsa de plástico con el pan y la fruta que encontraron en el asiento del coche. Apesta a montaje. Un tipo como Siddi, especialmente atento a los acontecimientos de la ciudad, compra el periódico al salir de casa por la mañana. El pan y la fruta, sin embargo, son las clásicas compras de última hora, cuando las tiendas están a punto de cerrar y vuelves a casa corriendo para comer. Siddi desapareció a las diez de la mañana. Demasiado temprano para ese tipo de compras.
Mientras me despedía con un gesto, leí en sus ojos una mezcla de interés y de respeto. Aquello me gustó.
La comunicación no era buena pero el desacuerdo de mi socio se detectaba por encima de las interferencias de la línea.
—Este debe de ser otro de tus putos casos. Aunque no sepa nada, presiento que será otra cagada, como el último, que nos obligó a salir corriendo... Y eso si consideramos que los buenos éramos nosotros...
—De acuerdo, Beniamino —repliqué conciliador—. No te preocupes. Puedo apañármelas solo...
—No te hagas el bastardo, Marco —se creció—. Tienes que volver enseguida a Bastia y olvidar a tus caballeros abogados. Si te quedas ahí, me obligas a ir y a jugar a los detectives...
—¡Nadie te obliga a hacerlo! —lo interrumpí, levantando la voz.
—No es verdad y lo sabes. Estoy en deuda contigo porque me salvaste la vida en la cárcel y, además, soy tu mejor amigo: saber que andas por ahí, metiéndote en líos sin el que suscribe para cubrirte las espaldas, me angustia y, cuando estoy así, los negocios se resienten y no se me empina... Tengo cincuenta y tres años...
—¿Cuándo llegas? —lo atajé.
Suspiró resignado.
—En tres días. Con el transbordador de la tarde de Santa Teresa de Gallura. Ah, Marco...
—Dime, socio.
—Solo conozco un dicho en sardo, que me enseñaron en la cárcel los que tienen la sabiduría del condenado a cadena perpetua: «zente istranza», o sea, «extranjeros». ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Claro. Significa que tenemos que movernos con extrema precaución.
—Exacto —subrayó—. Algo que no te he visto hacer nunca —añadió tras un instante de pausa.
Mientras esperaba la llegada del viejo Rossini, tomé posesión del coche, un anónimo Panda azulito, y del apartamento, dos habitaciones en Pitz’e Serra, un barrio de nueva construcción de Quartu Sant’Elena, el extrarradio más cercano en el que viven los cagliaritanos que no pueden permitirse los altos precios de las casas de la ciudad. Decenas de edificios, todos iguales, y otros tantos en construcción, separados entre sí por terrenos sin árboles, cubiertos totalmente de hierba amarilla quemada por el invierno. Cada mañana los apartamentos se vacían. En casa quedan solo las amas de casa, los jubilados y los niños demasiado pequeños para ir a la guardería. La zona es demasiado nueva para tener una auténtica vida de barrio. Todo esto no me disgustaba en absoluto. Es más, era justo el tipo de sitio en el que me habría gustado vivir de forma estable, porque me ofrecía la posibilidad de pasar inadvertido. Y no me sentía nada oprimido por la «angustia metropolitana» de la que me habló durante casi una hora una tipa aburridísima con veleidades de filósofa posmoderna que bebía Campari a las diez de la mañana en un cercano bar anónimo.
A última hora de la tarde, las calles se llenan de coches aparcados bien pegados el uno al otro, cada uno con su buena alarma antirrobo, que se diferencia de la de al lado por el tono diferente de la sirena. Cagliari es una de las ciudades donde se roban más coches y protegerlos con medios cada vez más sofisticados constituye un auténtico desafío al que no quieren renunciar los propietarios, como me había explicado Columbu mientras me enseñaba el funcionamiento de la alarma del Panda. Hay que decir que la banda sonora de la mayoría de las noches en este barrio la provoca casi siempre un simple golpe de viento. El abogado había añadido que, en su opinión, la dedicación al sector de los coches aleja a la delincuencia de la tentación de robar bancos, una actividad con un porcentaje menor que en otros lugares. No estaba en absoluto de acuerdo, pero me guardé bien de decírselo; no tenía las más mínimas ganas de entablar debates sociológicos sobre las perspectivas de desarrollo de la ilegalidad isleña. Tenía que cambiar mi atuendo y eso no me ponía precisamente de buen humor.
Cuando ya no fue posible posponer más las compras, me encaminé hacia el centro en busca de una tienda donde hubiera poca gente y pudiera aprovisionarme de un guardarropa completo, desde los zapatos hasta el sombrero.
Vi una en la calle Deledda, en el corazón de la ciudad, una de cierto nivel y muchas pretensiones, sobre todo porque anunciaba con grandes cartelones las mayores rebajas de la historia. Esperé con paciencia a que no hubiera más clientes y entré desplegando una sonrisa radiante. La dependienta, una rubia de unos diecinueve años, del tipo «ceñida y pintarrajeada» no correspondió a mi jovialidad y se apresuró a llamar al encargado. Apareció un tipo de unos treinta años con cara de dóberman y el típico principio de calvicie de los jóvenes que piensan solo en enriquecerse y por ello desprecian a todo el mundo, excepto a los que son como ellos y a los que les precedieron en la escalada de ese objetivo.
Me repasó de arriba abajo como si fuera una cucaracha que había osado infestar su linda boutique. La miradita partió de mis botas de pitón, subió por los vaqueros que llevaba puestos veinte días seguidos, se transformó en una ceja fruncida cuando se dio de narices contra el alegre violeta de mi camisa de seda salvaje de «negro» de Luisiana y, por último, dedicó una lenta mirada panorámica a mi cazadora original de piloto americano con el cuello de piel sintética. Sabía que hacía tiempo que estaba pasada de moda y que desentonaba de todas todas con el suave enero de Cagliari, pero se había convertido en una compañera inseparable con la que me enfrentaba al invierno desde hacía años.
Antes de que el dóberman pudiera decir algo desagradable que me cabreara, saqué del bolsillo el clip de plata con forma de caimán —regalo de un cliente al que devolví una hija adolescente que se había escapado con un representante que era tres veces mayor que ella— y mostré explícitamente los billetes de cincuenta mil y cien mil liras que me habían entregado los abogados como anticipo. Agité el dinero varias veces.
—Me caí al mar desde mi yate y el carguero filipino que me recogió no tenía un vestuario muy bien provisto... Me han dicho que quizá en esta tienda pueda resolver mi problema —recité de una tirada con un ridículo acento milanés.
Fue suficiente para disolver todas las reservas hacia mí y una hora después salía de la tienda cargado de bolsas llenas de ropa que nunca hasta aquel momento habría imaginado que me pondría pero que me quedaba «súper bien», como dejó caer la dependienta cuando mis compras ascendían a más de un millón.
Sabía que una historieta de este tipo influiría en el estado de ánimo del viejo Rossini, así que se lo conté por teléfono. Se rio y prometió traer sus mejores galas. Conocía su tipo de elegancia. Durante unos instantes tuve la tentación de convencerlo para que se renovara con algo un poco más sobrio, pero me arrepentí. Sin duda se habría ofendido. El problema con Beniamino era que su forma de arreglarse llamaba más la atención que el que suscribe en su versión de músico de blues.
Mis temores se confirmaron cuando lo vi bajar del transbordador con un abrigo largo de color camello bajo el cual destacaba un traje azul oscuro de mil rayas. Y de calzado, un par de zapatos blancos y negros.
—Beniamino, pareces un gánster —lo saludé.
—Soy un gánster... Tú, sin embargo, pareces un empleado de banca. Y no lo eres. ¿Qué es peor? —replicó mientras negaba con la cabeza mirando mi traje de terciopelo verde.
—Llamaremos la atención —insistí.
—Llamaremos la atención en cualquier caso. Somos zente istranza y nunca lograremos parecer sardos ni de lejos.
—¿Ya empiezas a hacerte el hampón sabihondo? —me burlé.
—Ese pendiente es demasiado grande. Desentona. Decididamente eres poco creíble —comentó, ignorando mi pregunta y señalándome la oreja izquierda—. Pareces uno de esos ladrones de bancos que se disfrazan de empleado, pero se olvidan de un detalle importantísimo y luego se sorprenden cuando el golpe sale mal... Y se pasan el resto de su vida preguntándose cómo es posible que saltara la alarma... ¿Has visto alguna vez en tu vida a un banquero con pendiente de pirata?
Negué con la cabeza para dejarle claro que no había nada que hablar sobre quitarme el pendiente.
—No, ¿algo más?
—Nada —respondió imperturbable, encogiéndose de hombros—. De lejos tenemos un pase.
Luego intentó disuadirme y llevarme de nuevo a nuestro cómodo tran-tran de clientes del bar del puerto de Bastia. Antes de que empezara a contárselo, ya estaba convencido de que sería un caso sin esperanza. Como siempre. Se había convertido en un viejo ritual. Recalcitrante al principio, pero incapaz de soportar la idea de que me ocupara de ello sin su protección y, sobre todo, sin su asesoramiento, porque estaba convencido de que yo no era capaz de moverme sin él en ese tipo de situaciones, que debían gestionarse con la sabiduría de la «calle» y la profesionalidad criminal. Tenía toda la razón. Sin su ayuda no habría sido capaz de resolver la mayoría de los casos. Solo que no podía admitírselo: se habría aprovechado de ello. Así, yo fingía aventurarme en casos difíciles y peligrosos, y él hacía creer que se sentía obligado a colaborar en la investigación. Un poco por amistad y otro poco porque en la cárcel le había salvado la vida. Me lo echaba siempre en cara, pero los dos sabíamos que ya había saldado aquella deuda un centenar de veces. En realidad le gustaba la aventura pura y simple. A sus cincuenta y tres años era un hampón rico y respetado: podía retirarse en cualquier momento, pero eso le habría hecho sentirse viejo... y él odiaba la simple idea de hacerse mayor. En el mundillo se le conocía como el Viejo Rossini, pero nunca en su presencia y solo para distinguirlo de sus numerosos hermanos, que como él se dedicaban al contrabando. El cuidado obsesivo que dedicaba a su cuerpo —«a lo ciclista profesional» como le gustaba definirlo a él mismo: delgado, enjuto, perennemente bronceado—, dejaba bien clara su poca simpatía por el ineludible paso del tiempo. Quizá exageraba un poco al teñirse el bigote y el poco pelo que le quedaba a lo Xavier Cugat, pero tenía las ideas claras en cuanto a la cosmética masculina y ponerlas en discusión podía resultar peligroso.
Cuando por fin —durante el desplazamiento desde el norte al sur de Cerdeña— lo puse al corriente del caso Siddi, fui muy concreto, casi puntilloso: los detalles también son importantes.
—¿Cómo piensas actuar? —preguntó.
—En dos direcciones: la vida privada del abogado desaparecido y monsieur Leon Benoit y su corte de soldaditos.
El viejo Rossini y el abogado Columbu se enamoraron a primera vista. Cada uno de ellos reconoció en el otro lo que efectivamente era: un mafioso y un abogado de la vieja guardia, educados en el respeto a las reglas, a la tradición y a la palabra dada. Hombres a los que bastaba un simple apretón de manos para recordar un compromiso toda la vida.
—Ahora ya no es así —oí repetir hasta el infinito durante la primera media hora de su encuentro.
Tuve que interrumpir el idilio para devolverlos a la realidad del caso Siddi. Lancé un largo resoplido y luego empecé:
—He leído todos los artículos que se escribieron sobre el caso. Me ha sorprendido el hecho de no encontrar ningún cotilleo de la vida privada del desaparecido. En aquella época tenía cuarenta y un años, una mujer y tres hijos. A los listillos como Siddi yo los veo, como mínimo, con una amante o un par de vicios «importantes»... Es algo característico de estos personajes... —expliqué, mirando a Columbu a los ojos.
—¿Esa es la primera pista que va a seguir? —preguntó Columbu.
—No solo esa. Nuestro Sherlock ha decidido rastrear también la de la base de Decimomannu —puntualizó Beniamino.
Esperé a que el abogado acabara el ritual de colocarse con gran cuidado las gafas en la punta de la nariz.
—Tiene razón, Buratti. En efecto, Siddi tenía una amante. La defensa lo supo siempre, pero se trataba de una mujer casada (hoy viuda), por lo que no se consideró necesario que testificara. Quisieron evitar el riesgo de dar mala imagen. Además, la esposa, a pesar de que no se constituyó como parte civil, asistió siempre a las sesiones y los miembros del jurado se habrían sentido violentos con su, llamémoslo así, «vergüenza». Una mujer... —hizo una breve pausa—, por encima de todo ama de casa y madre de sus hijos, por completo ajena a los asuntos del marido, que durante el proceso no levantó nunca la mirada del suelo. —La voz dejó traslucir una cierta conmiseración por la señora Siddi.
—¿Y la amante? ¿Asistió al juicio? —preguntó mi socio.
—No. Fiorenza Vadilonga, que así se llama, se mantuvo siempre al margen del asunto. Ni siquiera los investigadores se ocuparon nunca de ella. Trabaja en una notaría. A partir de las siete de la tarde pueden encontrarla sentada a la mesa de un bar de la calle Roma. Todos los días se queda allí más o menos una hora, bebiendo con calma una copa y mirando con aire ausente a la gente que pasa.
—¿Chiflada? —pregunté preocupado
—No —se apresuró a puntualizar el abogado—. Diría más bien inquieta... como si estuviera esperando siempre algo importante.
—Como, por ejemplo, el regreso de su viejo amante —aventuré.
—Quizá nunca hayan dejado de verse y ella siente la pena de amor del que sabe que entre un encuentro y otro pasará bastante tiempo —añadió con malicia el viejo Rossini.
—Los investigadores son ustedes... —dijo Columbu, encogiéndose de hombros.
—Aquí solo hay un investigador —puntualizó con ahínco Beniamino—. El que suscribe está aquí únicamente por amistad y porque una vez...
—No creo que al abogado le interesen nuestras historias —intervine para aplacar la polémica con una sonrisa.
—Solo quería que quedara bien claro que en mi vida me dedico a cosas muy diferentes... Por eso no quiero que se sepa por ahí que me siento obligado a gastar las suelas persiguiendo a gente —añadió con aire ofendido.
—¿Y qué me dice de Leon Benoit? —pregunté, para cambiar de tema.
—Recogido. Apréndase este término, Buratti. Aquí, en Cagliari, es una palabra importante. Significa «introducido, protegido, recomendado». Tras su excarcelación, pues se lo consideró persona «ajena» a los hechos, volvió a su supermercado y al narcotráfico. A lo largo de estos años se ha enriquecido y ha invertido mucho en inmuebles. Eso es todo. Para nosotros siempre ha sido imposible «echarle el guante»... No sé si me entiende...
—A la perfección —respondí mientras me levantaba—. Si es tan amable de anotarme en un papel la dirección del supermercado, no lo molestaremos más.
Ya en la calle, Beniamino me preguntó adónde nos dirigíamos. Respondí que era casi la hora del aperitivo y que podíamos tomarlo en compañía de la viuda Vadilonga.
Nos miramos. En ese momento empezaba la auténtica investigación. Mi amigo sonrió complacido y se lanzó a imitar a Bogart:
—Vamos a quitarnos este marrón de encima, socio.
El nudo que sentía en la boca del estómago no me permitió ser tan brillante. Para relajarme me refugié en el blues. Me puse los auriculares del walkman: Bo Diddley, cantando «I’m A Man», trató de recordarme quién era yo y qué podía esperar de la vida.
Los bares de la calle Roma mantienen las mesas de las terrazas, tanto en invierno como en verano, bajo los altos soportales que hay a lo largo de la calle. Aquella tarde, los clientes se mostraban decididamente arrebujados: con la excusa de protegerse del frío, un poco más intenso de lo habitual, por fin tenían la justificación para sacar el guardarropa invernal, hasta ese momento guardado en los cajones y en los armarios de las casas. Como contraste, los camareros en mangas de camisa que entraban y salían de los locales y sorteaban con habilidad la muchedumbre de transeúntes. La meticulosa descripción del abogado nos permitió identificar enseguida a Fiorenza Vadilonga. Estaba tomando un Aperol a sorbitos y alargaba la mano a intervalos regulares hacia un plato con cacahuetes y galletitas saladas. Nos sentamos a su lado. Hubiéramos preferido una posición un poco más apartada, pero no había ningún sitio más libre. Evitamos observarla hasta que nos sirvieron. Una precaución inútil: como nos había anticipado Columbu, su único interés era seguir el flujo de la gente que pasaba por la calle.
Tenía unos cincuenta años pero, en realidad, aparentaba diez más. El cuerpo, sin formas, rellenaba de modo grotesco una indumentaria ostentosa y juvenil: un abrigo de leopardo sintético, un vestido escocés más bien corto, medias transparentes y unos zapatos de charol verdes y negros con un tacón que seguramente medía unos diez centímetros. Tiempo atrás, sin embargo, debía de haber sido guapa. Se intuía por la piel bronceada, las facciones delicadas de la cara, los ojos almendrados y su ligero estrabismo de Venus, que muchos hombres habrían encontrado intrigante.
—Está alcoholizada —sentenció Beniamino—. Tú también acabarás así. Viejo, agilipollado y vestido aún como un imberbe —continuó luego, mientras me miraba.
—No veo la hora —atajé—. En cualquier caso, tu análisis es una buena pista. Bebe porque está destrozada por la pena... Se siente triste... insatisfecha... Pero no de luto. Cuanto más la miro, más me convenzo de que Giampaolo Siddi sigue vivo.
El viejo Rossini me dedicó una sonrisa ácida.
—Ya sé a dónde quieres ir a parar: tu blues le ha leído el alma...
—Justamente —rebatí con calma—. Si no crees en mi sensibilidad de músico, fíate de la de borracho. Esta última me dice que la señora sopla para aguantar, no para olvidar... No está aliviando un luto, eso lo veo claro.
La mujer se bebió otros tres aperitivos y luego pidió la cuenta. La seguimos con facilidad: caminaba despacio y de vez en cuando se paraba a mirar los escaparates de las tiendas. Paseó durante más de un hora. Al final nos condujo a su casa, un edificio pequeño de dos plantas en la calle Giuseppe Giusti, a espaldas de la plaza Giovanni XXIII.
Abrió el portal con una lentitud exasperante. No mostraba ningún entusiasmo por volver a las paredes domésticas.
—Algún día de estos tenemos que echar una ojeada ahí dentro —dije a mi socio, señalando la casa con la barbilla.
Negó con la cabeza.
—La he visto maniobrar con un par de llaves especiales. Si quieres que entremos sin que se dé cuenta tenemos que reclutar a un profesional. Yo soy capaz de abrir esas cerraduras, pero las puedo fastidiar algo...
—¿Tienes alguna idea?
—Alguna. Pero me gustaría echar un vistazo al belga antes de hablar con ella.
Atravesamos el umbral del supermercado Delicatessen a las diez de la mañana. Era pequeño, pero bien abastecido de especialidades extranjeras. Extranjera también era la clientela: la mayoría, mujeres de militares de la OTAN. Provistos de un carrito, aprovechamos para hacer la compra: nuestra nevera seguía vacía de manera desoladora. La oficina del belga, un despachito de aluminio y cristal, se encontraba entre la sección de frutas y verduras y la de congelados. Sentado frente al escritorio, un hombre —pelirrojo, con un bigote de inconfundible corte militar, la cara redonda y una corpulencia maciza— estaba amablemente ocupado con una conversación telefónica. Sonreía sin parar y dejaba a la vista dos incisivos manchados de nicotina. Un segundo individuo más joven, que camuflaba la mirada bajo dos gruesos cristales de gafas de sol, con una incipiente calvicie, un cutis lleno de pequeñas cicatrices y un cuerpo delgado y musculoso, se sentaba frente a la puerta. Su aspecto amenazador imponía a cualquiera que quisiera entrar el hecho de pedirle que se apartara con el mayor tacto posible.
—¿Guardaespaldas? —pregunté a mi amigo.
—Sin duda. Y de los duros, por añadidura. ¿No crees que su presencia resulta exagerada para una actividad comercial tan pequeña?
—Sí —convine—, apesta a tapadera. Me da la impresión de que en ese despachito no llevan solo la contabilidad de las delicatessen.
Nos apostamos en el Panda azul para vigilar la entrada trasera. Esa mañana no se dejó ver nadie y los dos salieron después de la hora de cierre. El guardaespaldas tenía una manera de moverse ligera, de bailarín.
—Es un experto en artes marciales —sentenció Beniamino.
El belga tendría unos cincuenta o cincuenta y cinco años, y ostentaba un aire decidido, de hombre de negocios. Subieron a un Rover Coupé y se dirigieron sin prisa hacia el barrio de Sant’Avendrace, lo que nos permitió seguirles sin problemas. Se pararon frente a un restaurante cuyo cartel prometía una comida rápida y barata. Benoit esperó a que el otro bajara y controlara la situación antes de abrir la puerta del coche. Beniamino y yo nos miramos estupefactos. Era la forma de comportarse, cauta y prevenida, del hampón con problemas de competencia. Un elemento que quizá más adelante podríamos explotar.
El camarero que nos recibió pretendía mandarnos a una sala distinta de donde se habían sentado los dos, así que le alargué con discreción un par de billetes de diez mil para que cambiara de idea. Nos dimos cuenta enseguida de que el local era el segundo despacho del exmilitar. El gorila se sentaba con la espalda contra la pared, una elección que le permitía una visión completa. Su jefe estaba enfrente de él, con la cabeza inclinada sobre un plato de espaguetis con marisco. Al lado, una silla vacía que iban ocupando tipos que se paraban solo el tiempo necesario para susurrar alguna frase y dejar unos fajos de billetes sobre la servilleta extendida sobre las rodillas.
—Narcotráfico. Un grupo bien organizado, no hay duda —me susurró Rossini.
—Y protegido —añadí—. Columbu tenía razón. Hacía tiempo que no veía a un traficante recoger las ganancias a la luz del día. En jefatura, su expediente debe de llevar un gran sello con la palabra INTOCABLE.
Mi socio asumió una expresión pensativa.
—Necesitamos un apoyo local, Marco. Esta gente es peligrosa y no podemos permitirnos cometer errores... Si no, acabaremos como tapicería de los fondos del golfo de Cagliari.
—¿Que forme parte del equipo o que sea externo, como el cerrajero que necesitamos para entrar en casa de Vadilonga? —pregunté.
—Del equipo. Quiero a alguien capaz de dar siempre informaciones fiables y... de enfrentarse a cualquier tipo de situación.
—Preferiría que no fuera así —dije—. No me gusta que dé la lata más gente. Si ya es duro soportarte a ti, imagina a otro hampón.
—No tenemos otra elección, Sherlock —rebatió—. Al venir aquí violaste las reglas fundamentales de tu oficio: no indagar nunca en la mierda de una ciudad que no conoces. «Un investigador que se mueve fuera de su zona es como un ciego que decide cruzar una autopista.»
—¿Y eso dónde la has leído? —pregunté estupefacto.
—Beniamino Rossini. Obras escogidas, primer volumen.
—De acuerdo —me rendí—. Advertiré a los clientes de que hay que pagar un sueldo más.
En ese momento el belga se levantó y dejó caer sobre la mesa, de forma en apariencia distraída, un par de billetes de cincuenta mil liras y se dirigió a la salida precedido por el guardaespaldas. Este se detuvo un instante al pasar frente a Beniamino. Se miraron a los ojos: el mensaje fue elocuente. Se reconocieron como profesionales de la violencia y cada uno pensaba que era más fuerte que el otro.
—Ahora no olvidará ya tu linda carita —resoplé.
—Perdona, Marco... La he cagado, pero no bajo la mirada ante nadie, y mucho menos delante del primer Van Damme que pasa —murmuró desconsolado—. Le meteré su kung-fu por el culo —añadió luego gélido.
El seguimiento nos llevó de nuevo al supermercado. Los dos entraron, como antes, por la puerta de atrás.
—Y por hoy, el dinero está ya reciclado y preparado para depositarlo en el banco —constaté.
—Odio a los narcos, Marco. Lo sabes. Han echado a perder el hampa... —murmuró con rabia Rossini.
Preocupado, me di la vuelta para mirarlo.
—¿Y qué? —pregunté.
Me dirigió una sonrisa de inocencia sospechosa.
—Nada..., nada..., no pasa nada.
El viejo Rossini insistió en acompañarme al apartamento de Pitz’e Serra: no quería que anduviera cerca mientras seleccionaba a nuestro futuro compañero de equipo. La idea no me hacía la menor gracia, pero estaba seguro de que elegiría a la persona adecuada. El abogado Columbu, en una llamada telefónica, aprobó la iniciativa sin dudarlo y añadió que sus colegas también estarían muy de acuerdo. Tenía sed y decidí esperar el regreso de mi colega en el bar. Me encontré de nuevo con la tipa que sufría «angustia metropolitana» y que para curársela bebía grandes vasos de Campari. Me invitó a su mesa para que nos bebiéramos un par juntos. Nos enzarzamos en una charla decididamente patética, al final de la cual me propuso un polvo igual de prometedor. Decliné la oferta con amabilidad y me refugié en la lectura del periódico local.
Mi amigo llegó un par de horas después, con la expresión satisfecha de las grandes ocasiones.
—He encontrado al hombre perfecto. Esperemos que acepte...
—¿Lo conozco? —pregunté receloso.
—No. Fuimos vecinos de celda en Porto Azzurro durante dos años, un «pensionado» que no has tenido el privilegio de frecuentar. Es un tipo de una pieza, un ladrón de primera sin los típicos caprichos de su clase en lo que respecta a las armas...
—¿Cómo se llama?
Beniamino ahogó una carcajada.
—Lo conocerás esta noche, Marco... No te montes ideas raras sobre el personaje... Te garantizo...
No logré averiguar nada más. Cada vez que tocaba el tema de refilón, el único resultado que obtenía era que desencadenaba su hilaridad. Llegué a la hora de la cita curioso, nervioso y cabreado. Odio las sorpresas. El lugar elegido era la parada del autobús para Calamosca, en una placita en la cima de una colina, muy frecuentada en verano por el panorama y la playa que está a sus pies, pero absolutamente desierta en invierno. Aquel día, sin embargo, había allí una parejita. Beniamino, con uno de sus habituales y elocuentes gestos, los convenció en dos segundos para que se buscaran otro sitio donde jurarse eterno e incondicional amor. Unos minutos después vi el faro de una moto por la calle de subida. El Panda estaba en mitad de la explanada y el motorista dio una vuelta a su alrededor antes de pararse.
—No será ese, ¿verdad?
Por toda respuesta, Rossini bajó riéndose del coche y se dirigió hacia el tipo con la mano extendida. A caballo de una vieja Ducati doscientos cincuenta, amarilla y negra como una avispa, tan brillante que parecía recién salida de fábrica, había un cuarentón de rasgos físicos marcadamente mediterráneos y vestido como Marlon Brando en Salvaje. La cazadora negra de cuero llevaba incluso escrito en la espalda BLACK REBELS. Al acercarme, dejaron de hablar y Beniamino me presentó.
—Marco Buratti, conocido como el Caimán.
—Marlon Brundu. De Sant’Elia, el barrio más bonito de Cagliari. Y el más cojonudo —dijo el motorista con una gran sonrisa mientras se quitaba el guante y me tendía la mano.
Miré a Rossini.
—¿Marlon Brundu? —repetí, con la esperanza de no haber entendido bien.
Respondió con un cabeceo afirmativo.
—Perdone un minuto.
Cogí a mi socio del brazo y nos alejamos unos metros.
—Llévatelo de vuelta a donde lo hayas encontrado —le susurré al oído.
—Te he dicho que tiene mi garantía —rebatió acalorándose.
—Se llama Marlon Brundu e interpreta Salvaje veinticuatro horas al día: es una caricatura y nosotros necesitamos a un profesional —rebatí.
—No me cabrees, Marco. Conoce su oficio y mantiene la boca cerrada. Si acepta, estamos haciendo un gran negocio.
Probé una última jugada.
—Los tres juntos parecemos el anuncio de una agencia de comparsas cinematográficos. ¿No te parece que llamaremos un poquito la atención?
—Sí. Es el circo de siempre de tus investigaciones de los huevos... Y ahora convéncelo o nos volvemos a Bastia —concluyó perentorio.
Por fortuna, Marlon resultó ser un tipo despierto y bien informado. Había seguido el caso y conocía a todos los protagonistas de la historia. En particular odiaba a Leon Benoit porque llenaba su barrio de heroína. Para aceptar pidió la palabra de honor de Beniamino de que no se pasaría ninguna información a los maderos y luego nos tendió la mano con expresión solemne. Le miré fijamente. El viejo Rossini tenía razón: era un tío íntegro.
Se montó en la moto y nos hizo un gesto para que le siguiéramos. Se paró frente al Ribot, una cervecería de la plaza Pascoli, conocida en el mundo de los bebedores porque estaba abierta las veinticuatro horas del día. Había oído hablar de aquel sitio en Padua a un grupo de músicos. El local estaba apenas iluminado por una serie de fluorescentes azules y rojos, colocados aquí y allá sin lógica aparente. Brundu nos aseguró que tanto los dueños como la clientela no se metían en los asuntos de los demás. Nos sentamos a una mesa del sótano y pedimos calvados y cerveza. Tras los brindis de rigor nos dedicamos a planear la investigación. La cita era para el día siguiente a las cuatro y media de la tarde cerca de la casa de la viuda Vadilonga.
Marlon dio buena cuenta de la alarma y las cerraduras de la casa en un cuarto de hora. Tal como había prometido. Permaneció luego fuera con el móvil guardándonos las espaldas; un solo timbrazo del teléfono de la señora nos habría advertido de la presencia de cualquier problema.
Se trataba de un apartamento de unos ochenta metros cuadrados, distribuidos en dos plantas. Provistos de unos guantes de cirujano, iniciamos el registro desde el dormitorio, que estaba en el primer piso. En realidad no teníamos mucha idea de qué había que buscar para averiguar si Giampaolo Siddi estaba vivo o muerto. Pero ya no bastaba una impresión: necesitábamos pruebas o, por lo menos, una nueva pista.
La habitación tenía el mismo aspecto de tristeza que su propietaria. Frente a un imponente televisor, una cama deshecha y llena de migas, con un enorme oso de peluche que ocupaba casi la mitad. Me acerqué para observarlo mejor: alrededor del cuello del animal el tejido estaba completamente desgastado. Imaginé a la mujer abrazada con fuerza al muñeco en las noches solitarias. Por todas partes una capa de polvo. Las paredes necesitaban con urgencia una mano de pintura y las cortinas, un lavado. En la cocina un olor acre de cacerolas mal fregadas. La impresión general era la de una casa habitada por una mujer que no esperaba ya nada de la vida.
Al abrir los armarios y curiosear en los cajones, la personalidad de la viuda Vadilonga asumía un aspecto inesperado. Había muchos vestidos, nuevos, ordenados y perfumados. La lencería era selecta y tenía un punto de maliciosa sensualidad. Encontramos una elegante maleta a medio hacer, como a punto para un viaje inminente.
En una habitación destinada a estudio, Beniamino saltó con cuidado la cerradura de un armario que contenía, bien amontonados en varios estantes, distintos objetos del difunto señor Vadilonga. Recuerdos archivados para siempre. La gran librería estaba llena de volúmenes rigurosamente cubiertos de polvo. Excepto uno. Alargué de inmediato la mano y me encontré con un monumental ejemplar de una Historia del cine francés. Las ajadas páginas daban la impresión de que se trataba de un libro que habían consultado centenares de veces. Una súbita intuición me empujó a comprobar la presencia de dedicatorias.
«Para que me perdones por todas las veces que me he dormido en el cine. Con todo mi amor, Giampaolo.»
La fecha, 20 de abril de diez años atrás, era justo dos días antes de la desaparición de Siddi. Probablemente el último regalo. Volví a imaginarme a la mujer entrando cada noche en aquella habitación, cogiendo el libro y hojeándolo con apasionada nostalgia.
—Mira aquí —me llamó el viejo Rossini, inclinado sobre el escritorio.
Extendidos sobre la mesa, en riguroso orden cronológico, algunos ejemplares del Baratto, un semanario local de anuncios gratuitos. Beniamino los cogió uno a uno y me indicó dos detalles: la fecha y las páginas leídas. Se trataba de las últimas nueve publicaciones, de las que solo se habían hojeado las tres últimas páginas. Periódicos de sesenta y cuatro páginas que, hasta la sesenta y una, estaban intactos, como recién salidas de la imprenta.
Las secciones preferidas de la señora Vadilonga eran la cuarenta y siete (mensajes/comunicados) y la cuarenta y ocho (matrimonios/amistades).
—La viuda está en el grupo de los corazones solitarios —sentenció lacónico mi socio.
Pensé en el vestuario ceñido y juvenil y asentí.
—Podría ser.
—¿Podría? He encontrado un armario lleno de periódicos —replicó, indicando con el pulgar a su espalda.
Abrí las puertas de par en par y me encontré frente a anualidades enteras del Baratto, separadas con gran cuidado por cartulinas rosas en las que sobresalía, escrito con rotulador azul, el año de edición. El primer número de la colección era el de mayo de diez años atrás. Unos diez días después de la desaparición del abogado Siddi.
Se lo señalé a Beniamino. Llegamos a la misma conclusión.
—¡Un código! —exclamó el viejo Rossini con aire triunfal, ganándome por segundos—. Los anuncios son un código para mensajes y encuentros.
—Exacto, Watson —confirmé, chasqueando los dedos por la alegría—. Veamos si entendemos cómo funciona.
Ninguno de los dos tenía experiencia en el tema de la resistencia a la soledad. Por lo tanto, antes que nada, teníamos que tratar de entrar en el mecanismo de los anuncios. Llamé por teléfono al periódico. Una señorita amable, aunque veladamente aburrida, me explicó el procedimiento que siguen los corazones solitarios locales para entrar en rumbo de colisión. El anuncio, casi siempre, se graba en el contestador automático de la redacción y aparece en la sección cuarenta y ocho. El mensaje puede indicar como dirección de contacto un apartado o una lista de correos, un buzón de voz o, en la mayoría de los casos, el periódico mismo. El anunciante debe elegir entonces un código que empieza con la sigla RIF a la que sigue el nombre, por lo general un apodo de fantasía. El que responde lo hace en la sección cuarenta y siete, la de los mensajes, usando el código de referencia. Algunos dejan un número de móvil, pero en ese caso se trata casi siempre de una red de prostitución.
—Dime, Marco, me juego lo que quieras a que te mueres de ganas de que te lea alguno.
—Claro.
—Escucha: «Defraudado experiencias anteriores, joven de buena posición, buena presencia, contactaría mujer auténtica, aspecto agradable. Se pide y ofrece máxima seriedad. Se agradece teléfono. Escribir a CP 2029 Cagliari».
»“Profesional liberal madurito contactaría parejas o amigas, mejor rellenitas, para noches de frenético erotismo. Abstenerse mercenarias e inhibidas. C. I. AA3785110 A.C. Cagliari”.
»“Mujer atractiva amante sumisión o dilataciones. Acompaña también dulce joven aparente. Acercamiento gradual. Buzón de voz 301”.
»“Jovencita busca maduros de buena posición para encuentros. Puedo alojar. Abstenerse curiosos. 0368/316711.
»“Treinta años, seria, atractiva, contactaría, máximo de cuarenta y dos para amistad, posible unión. Dejar mensaje en el Baratto, REF. Giada...”.
Cerró el periódico y lo tiró sobre la mesa.
—Llevamos aquí casi dos horas... Tenemos otras dos antes de que vuelva la mujer... pero no son suficientes para comprobar centenares de anuncios.
—Tienes razón —convine, mientras miraba el reloj—. Mejor empezar a buscar recibos de alquiler de apartados de correos, cartas o números de documentos personales. Los anuncios los dejaremos para mañana. Nos meteremos en una hemeroteca y...
—Ojalá tengamos suerte, Marco. En cada número hay cientos de anuncios. Nos arriesgamos a perder un montón de tiempo.
—No hay alternativa. Es la única pista... Siempre que no nos hayamos equivocado —rebatí dubitativo.
El registro iba despacio. Estábamos obligados a actuar con la mayor cautela: no podíamos permitirnos que la viuda Vadilonga se diera cuenta de nuestra visita. Me sudaban las manos dentro de los guantes de goma y la molestia agudizaba el deseo de un pitillo y de un buen calvados.
Aparte del número de algún documento de identidad, no encontramos nada útil. Nuestra única esperanza era que la mujer usara como dirección de contacto una lista de correos.
Dos días después, esta también se desvaneció. Habíamos pasado las mañanas y las correspondientes tardes revisando los tres últimos años del semanario, sin encontrar el menor rastro de la presencia de Fiorenza Vadilonga. En este punto decidí restringir el control a los anuncios más frecuentes, con la esperanza de que fueran pocos. Me equivocaba: los aficionados[3] de los corazones solitarios eran muchos, metódicos y constantes.
Decidimos quedar con Marlon Brundu en el Ribot para hacer un análisis de la situación. Mordisqueando de mala gana un bocadillo de filete de caballo, la especialidad de la casa, el viejo Rossini sostuvo la necesidad de cambiar de pista.
—Ya hemos perdido demasiado tiempo sin encontrar nada que relacione a la mujer con el periódico, y mucho menos indicios de códigos... Lo único que podemos hacer es organizar una vigilancia continua, con la esperanza de que nos lleve a una de esas citas.
Yo no estaba de acuerdo.
—¿Y si la próxima cita es dentro de un mes? ¿O en medio año? ¿Quién sigue mientras tanto la pista del belga si nos dedicamos por completo a Vadilonga?... Corremos el riesgo de joder toda la investigación.
—¿Estáis seguros de que los anuncios tienen alguna relación con el caso? —preguntó Brundu.
—Lo estoy —respondí con vehemencia— No puede ser una simple coincidencia que conserve religiosamente todos los números desde hace diez años y lea solo dos secciones...
—No sé... —me interrumpió Marlon—. Podría ser una maníaca... Una de esas que se excitan leyendo los anuncios... Está sola, con el vicio del trago...
—No. Yo también estoy convencido de que tiene que existir una relación —intervino Rossini.
—¿Cuándo aparece el próximo número? —pregunté.
—Ha salido hoy —respondió el sardo—. Como cada miércoles. Si quieres, en la calle Roma hay un quiosco que está abierto toda la noche...
No me apetecía. Cambié de tema.
—Y del belga, ¿qué se sabe?
Brundu dio un largo sorbo de cerveza antes de contestar, como si quisiera reorganizar sus ideas.
—Vamos a ver —empezó—, aquí en Cerdeña el sector del narcotráfico está libre, en el sentido de que no existen organizaciones que hayan impuesto controles territoriales. Todo el que quiera traficar puede hacerlo y nadie tiene nada que decir. Tal como está la situación, Benoit ha gestionado siempre el sector de los «abogados»...
—Pero entonces existe de verdad —solté sorprendido—. Pensaba que era una invención de los arrepentidos del proceso.
—Es la única verdad que dijeron. Solo que acusaron a abogados inocentes —respondió Marlon—. He preguntado por ahí y me han confirmado un rumor que circulaba ya entonces: el narcotráfico existe y lo gestiona el belga, pero los capos son personas «respetables», profesionales que todos estos años han permanecido a cubierto.
—Y la droga procede de la base de la OTAN de Decimomannu —puntualizó Beniamino.
—Exacto. Como muchos tipos de contrabando más, por otro lado —continuó el de Cagliari—. Los alemanes la traen del extranjero, se dice que de otras bases estadounidenses, y se la dan a Benoit, que se ocupa de la venta. Parece que fue Siddi el que proyectó e hizo operativo el tráfico, naturalmente por cuenta de los abogados, que, desde entonces y siempre según los rumores, invierten el dinero de la droga en negocios inmobiliarios. Sin embargo, desde hace un par de años, han llegado los sicilianos y esos quieren meter las narices en todo, incluso en los negocios de los abogados. Parece ser que propusieron hacer negocios también a Benoit, pero que él los mandó a la mierda.
—¿Y qué hace la mafia en Cerdeña? —pregunté cada vez más sorprendido.
—Hace mucho que opera en la Costa Esmeralda. Parece que nos la trajo un jefazo del hampa del Véneto, que desembarcó siguiendo a algunos constructores del norte. Es lógico que llegaran también aquí... Cagliari es un buen bocado.
—Parece... Creo... Se dice... Así no llegamos a ninguna parte... Y el tiempo pasa. Quizá deberíamos remover las aguas... —intervino mi socio, con una extraña luz en los ojos.
Conocía su significado.
—Quieres ir a hacer una visita al belga, ¿eh? —pregunté.
—Me parece que no nos queda otra elección —añadió, con aire indiferente.
—Así tendrías la posibilidad de medirte con su gorila, el que osó clavarte la mirada —continué en tono burlón.
Me miró de través.
—A menos que quieras hacerlo tú —rebatió picado.
—Cálmate, Beniamino. Ni en sueños. Más bien, ¿cómo piensas moverte? No podemos presentarnos ante Benoit y preguntarle qué sabe del caso Siddi. Es imposible prever los riesgos y las ventajas, ya lo sabes.
—Solo quiero atracar el supermercado. Cuando abren por la tarde, después de ingresar el dinero de los camellos. —Se detuvo un instante, para regodearse en la sorpresa de nuestras caras—. El exsargento y sus jefes pensarán en una movida de los sicilianos para obligarlos a dividir el pastel y nosotros podemos aprovecharnos para marcar de cerca al belga y tratar de llegar a los «abogados».
—Magnífica idea —aprobó Brundu, que trató de ocultar su entusiasmo.
—Ya. Nuestros clientes quieren saber quién los involucró y no hay duda de que deben de ser los jefes de Benoit —dije—. Pero no quiero que abandonemos la pista de la viuda. Si Siddi está vivo, es el camino más lógico para llegar hasta él y no debemos olvidar que descubrirlo es el principal objetivo de nuestra investigación.
—Vale —asintió mi socio, riéndose bajo el bigote—. Vamos corriendo a comprar el Baratto. Esta noche te vas a dar un buen atracón de corazones solitarios.
Lo ignoré y me dirigí al sardo para cambiar de tema.
—Marlon, no te lo tomes a mal, pero tienes un nombre singular...
—No te preocupes, Caimán —respondió con rapidez—. Me lo dice todo el mundo. Nací en el 55, el año en que se estrenó Salvaje. Marlon Brando era el mito de todos, especialmente de mis padres... Es verdad que exageraron un poco. En definitiva crecí con el deseo de ser como él: ropa, peinado —concluyó.
—¿Y la Ducati?
—Es la moto más bonita del mundo —respondió con aire soñador—. Y tú, ¿de qué película has salido? —añadió, mientras me miraba.
Me eché a reír.
—No tiene nada que ver con el cine. Hace tiempo tocaba y cantaba en un grupo de blues, los Old Red Alligators. ¿Conoces el blues...?
—Perdonad si os interrumpo —se entrometió el viejo Rossini—, pero todavía no hemos tomado ninguna decisión. ¿Cuándo cojones atracamos ese puto supermercado?
—¿Mañana iría bien? —aventuré.
Los otros dos asintieron satisfechos.
—¿Me quedo yo en el coche vigilando? —dijo Brundu, dirigiéndose a mi amigo.
—No, tú entras conmigo. Que se quede fuera él... el investigador.
Marlon asintió con la cabeza.
Aquella noche descubrí el poder soporífero de la lectura de los anuncios. Al cabo de diez minutos se me caía la cabeza y estuve a punto de quedarme dormido con el pitillo encendido entre los dedos. Por fortuna se me cayó de la mano la copa de licor y abrí los ojos. Decidí que ya tenía bastante y me fui a la cama. A la mañana siguiente me puse de nuevo manos a la obra; fue un pasatiempo inútil mientras esperaba que Beniamino saliera del baño. No encontré nada nuevo, pero sirvió para que se me pasaran las ganas de tirar abajo la puerta.
El plan del golpe se elaboró en el Ribot. Para un experto como el viejo Rossini, fue cosa de niños. El sardo y él entrarían por la puerta principal en el momento en que el supermercado se abriera por la tarde para evitar que hubiera gente por medio. Se dirigirían de inmediato hacia la oficina con los pasamontañas puestos. Allí neutralizarían al guardaespaldas que vigilaba la puerta y cogerían toda la pasta que hubiera, no sin antes haber dado una buena lección a Benoit. El clásico guion de intimidación entre bandas de hampones.
—Tú —dijo dirigiéndose a mí— entras detrás de nosotros y te plantas a la altura de las cajas. En cuanto nos veas entrar en la oficina, sales afuera rápidamente, subes el coche y nos esperas frente a la puerta de atrás.
—¿Y por qué no lo hago antes? —pregunté desconcertado.
Me miró con desconsuelo.
—Las típicas preguntas de pipiolo. Porque allí hay un cartel bien grande de aparcamiento privado y nos arriesgamos a que los dos compadres te vean y se mosqueen.
—¿Armas? —preguntó Brundu con tono profesional.
Negó con la cabeza.
—Nada de fuego. Debemos interpretar el papel de los fuertes, de quienes tienen a la espalda una organización tan poderosa que se permite mandar a dos matones armados solo con mazas... Aunque de cinco kilos —dijo, haciendo énfasis en sus tres últimas palabras.
Lo miré. Por nada del mundo hubiera querido ser el guardaespaldas de Leon Benoit.
En el curso de la mañana, Marlon robó un Fiat Uno de cinco puertas que escondió cerca del Delicatessen. A las cuatro en punto, vi cómo Beniamino y él entraban en el supermercado y, mientras trataba de aparentar indiferencia, me apresuré a seguirlos. Se calaron el pasamontañas con consumada habilidad y sacaron de debajo de la gabardina dos mazas con un largo mango de madera. Beniamino clavó la suya con todas sus fuerzas en el cristal de la mitad superior de la puerta de la oficina. Su objetivo era el cráneo del gorila que se sentaba al otro lado. En ese momento estaba de espaldas y fue solo gracias a su instinto que advirtió el peligro. Con un salto logró mantener la cabeza a salvo, mientras los cinco kilos de hierro le destrozaban el hombro. Oí, bien diferenciados, el ruido del cristal que se rompía en mil pedazos, seguido por el de los huesos partidos y, por último, el grito de sorpresa y miedo que lanzó el belga a la vista de los dos encapuchados. Había llegado el momento de ir a por el coche.
Exactamente tres minutos después, Beniamino y Brundu salieron sin prisa por la puerta de atrás. Este último llevaba en la mano izquierda una bolsa de plástico. La gabardina de mi amigo estaba manchada de sangre de manera muy vistosa. Nos alejamos sin problemas pero, por el silencio cargado de tensión de mis pasajeros, comprendí que había ocurrido algo. Dirigí una mirada interrogativa a Rossini, que iba sentado a mi lado.
—Me ha reconocido —soltó, encogiéndose de hombros—. Cuando salía, el cabrón ese de gorila me ha señalado con el índice y me ha dicho: «Eres el del restaurante».
—¿Y tú qué has hecho? —pregunté.
—Me he quitado el pasamontañas —contestó imperturbable.
Lo miré como si se hubiera vuelto loco.
—¿Me puedes explicar por qué has cometido esa cagada?
—Por respeto a sus cojones, Marco. Estaba en el suelo, hecho una mierda, y ha tenido el valor de decirme que me había reconocido...
—¿Cómo lo ha descubierto? ¿Por qué sabía que eras tú? —preguntó el sardo.
—Por la mirada. Hace unos días, en el restaurante, jugaron a ver quién la tenía más cruel y tuvo todo el tiempo del mundo para grabarse sus ojos bien en la memoria —respondí yo en lugar del viejo Rossini, mientras negaba con la cabeza—. No entenderé nunca vuestras gilipolleces de hampones... ¿Y eso, qué es? —pregunté luego señalando la gabardina.
—La nariz de Benoit.
Estaba furioso con Beniamino y su absurdo sentido del honor de gánster de la vieja escuela, pero sabía que era inútil discutir con él.
—Ahora vendrán a cazarnos y estamos solo al principio de la investigación... Quizá deberíamos dejarlo todo y volver a Bastia —lo provoqué.
—De eso nada, Marco. Ahora... ya no nos echamos atrás.
—Venga, chicos —intervino Marlon con tono conciliador—. Mientras discutíais he contado el dinero. Aquí hay más de treinta millones... No sé vosotros, pero yo hacía mucho que no veía tanto dinero junto.
«Bonita cifra», pensé. Después me concentré en conducir. El futuro se preveía lleno de problemas: solo nos faltaba un accidente.
Tras el robo, nuestro plan continuaba con el seguimiento constante de Leon Benoit, con la esperanza de que por fin nos condujera hasta los «abogados». Habíamos planificado ya con todo detalle la vigilancia del supermercado, del restaurante donde recaudaba los beneficios del tráfico de drogas y de su casa. Bastaba solo con tener un poco de paciencia... El belga, sin embargo, nos lo desmontó todo con una acción sorprendente: inmediatamente después del atraco de Rossini y Brundu, se montó en su Rover y desapareció sin dejar rastro. No se preocupó siquiera de socorrer a su guardaespaldas.
Estaba claro que no había reaccionado de manera instintiva y que la fuga estaba pensada y organizada desde hacía tiempo, como reacción a posibles iniciativas poco amistosas por parte de los sicilianos. Batimos Cagliari palmo a palmo. A Brundu se le secó la garganta de pedir información entre la gente del mundillo. Nadie sabía dónde se había escondido.
La tarde del tercer día de búsqueda nos encontramos en el Libarium para reorganizar las ideas. A medida que pasaban las horas, Rossini se ponía más nervioso: lo único que hacía era retorcerse el bigote a lo Xavier Cugat y los innumerables brazaletes de oro macizo de su muñeca izquierda. No había tenido nunca el valor de pedirle que me contara la historia. Cuando lo conocí en la cárcel llevaba solo dos o tres; ahora le cubrían buena parte de la muñeca.
—Este asunto me gusta cada vez menos —empezó—. El belga se ha escondido, no ha escapado. Esto quiere decir que está esperando a que ocurra algo para volver a asomar la nariz.
—Nuestra muerte, por ejemplo —asentí con gravedad—. Después de la bravata de quitarte el pasamontañas, sabe a quién tiene que buscar...
—Caimán, déjalo ya —me interrumpió Marlon—. Beniamino hizo bien. Entre hombres con cojones, hay que hacer ese gesto de respeto.
Discutir con esos dos hampones de museo era solo perder el tiempo. Así que me concentré en el esfuerzo de rematar la media botella de calvados que el camarero había traído a la mesa sin esperar siquiera a que pidiéramos. Alcancé casi de inmediato un agradable estado de torpor; decididamente, el punto de la borrachera que prefiero. Me deja la impresión de que estoy sentado en una montaña de algodón y observo el mundo con una distancia tranquilizadora. Se me instala en la cara una sonrisa astuta y marisabidilla. Y con ese mismo gesto saludé al camarero al salir.
—Pero ¿es que nunca hace frío en esta ciudad? —preguntó Beniamino.
—¿Nostalgia de las nieblas norteñas? —pregunté a mi vez.
Brundu nos miró como si estuviéramos locos.
—Hoy hace mucho frío —aventuró con timidez—. Estamos en pleno invierno...
Se desencadenó entre los dos una acalorada discusión sobre el concepto de invierno. De vez en cuando trataba de intervenir pero, cuando lograba organizar un pensamiento, descubría en ese momento que tenía la boca en exceso pastosa y la lengua demasiado envarada para tratar de expresarlo. Habíamos llegado ya a la explanada del bastión desde el cual se domina buena parte de la ciudad. Me apetecía mucho sentarme en un banco a airear la borrachera mientras disfrutaba de la panorámica; estaba a punto de lograrlo cuando Beniamino me agarró por la manga de la cazadora y me gritó que corriera.
Instintivamente volví la cabeza y vi a unos diez hombres altos, rubios, robustos y armados con bates de béisbol y picos que corrían hacia nosotros con intenciones belicosas. Al instante me di cuenta de que Benoit nos mandaba a sus amigos de la base de Decimomannu. Me parecía que corría a toda velocidad, pero era evidente que estaba ocurriendo justo todo lo contrario y que estaba entorpeciendo la fuga de los tres. En cualquier caso logramos bajar las escaleras del bastión y cruzar la calle. Beniamino me obligó a saltar un parapeto tras el cual había una callejuela y fue en ese momento cuando nos alcanzaron.
Marlon y Rossini se pusieron al momento con la espalda pegada al muro y en sus manos se materializaron dos largas facas. En cuanto a mí, estaba desarmado y tenía los reflejos demasiado embotados para intentar cualquier tipo de defensa. Logré solo protegerme la cabeza con los brazos. El primer golpe de bate me partió la muñeca; el segundo, el cúbito del brazo derecho. Cometí el error de apartarlo y de inmediato me golpearon en la cabeza. Caí sobre las rodillas y un segundo después noté cómo la sangre me entraba en las orejas. Menos mal que estaba borracho: me ahorraba bastante dolor.
—¡Marco! —gritó asustado el viejo Rossini, y con una finta y un pinchazo se desembarazó de uno de sus agresores abriéndole un largo corte en el muslo.
Este aulló, soltó el bate y se llevó las manos a la herida. Beniamino aprovechó la coyuntura y lo agarró por la espalda poniéndole la navaja en la garganta.
—Os propongo un trato —dijo gélido a los militares—. Vosotros os largáis y yo no mato a vuestro amigo.
Se hizo un profundo silencio, que Brundu aprovechó para acercarse a mí y comprobar mi estado. Uno de los agresores hizo un intento de golpearlo. El viejo Rossini consideró entonces que la tregua había acabado. Como un rayo, deslizó la navaja, la clavó y la revolvió con saña en el glúteo derecho de su prisionero. El hombre chilló tanto que convenció al que debía de ser el jefe de aceptar las condiciones. Tiraron los bates al suelo y se alejaron unos cien metros andando hacia atrás para no darnos la espalda.
Cuando se alejaron, Beniamino dejó libre al rehén, que cayó de rodillas. Él y el sardo me levantaron, sujetándome por las axilas, y me sacaron de allí a toda prisa. Menos mal que el coche estaba cerca, porque los soldados no respetaron el trato y volvieron al lugar de la agresión para recuperar los bates.
—Estoy mal, Beniamino. Llévame al hospital.
—No puedo. Marlon te buscará un médico.
—No quiero un médico —lloriqueé—. Quiero todo un hospital.
—Debes de tener solo un par de fracturas y una conmoción cerebral: muy poco para urgencias.
—En las películas es siempre el herido el que no quiere que lo lleven al hospital, pero el amigo no atiende a razones y así logra salvarlo. Así que pórtate como un amigo y haz que me curen las enfermeras más guapas de Cagliari.
—Te has equivocado de guion, Marco. Esta vez, el que salva al héroe es un médico del hampa.
Frente a tanta obstinación decidí que lo mejor para mostrar mi desdén era desmayarme, y lo hice con inmenso placer. Cuando abrí los ojos, tenía frente a mí a una mujer de unos cuarenta años con una bata blanca en la que una tarjeta me advertía de que me estaban tratando en la CLÍNICA DE LOS PEQUEÑOS ANIMALES COCCO Y PES.
—No se preocupe —dijo, con una irritante voz ronca—, los mamíferos son todos iguales... Más o menos.
Habría querido tener fuerzas para discutir, pero tuve que conformarme con preguntar por qué estaba allí.
—Porque soy buena y cocainómana —respondió con acritud—. Así que curo hámsters y delincuentes con la misma pasión.
No me cayó bien.
—No soy un delincuente —rebatí picado—. Soy un detective privado.
—Perdone —dijo en tono burlón—. Tendría que haberlo imaginado por el golpe de la cabeza... A todos los investigadores se lo dan a mitad de la película.
La cosa me dio algo sobre lo que pensar.
—Es la primera vez que me ocurre...
—Y si le hubieran golpeado un poco más fuerte, también habría sido la última —me interrumpió—. He tenido que hacerle un buen cosido, pero creo que una semana de reposo será suficiente... No me parece que tenga nada roto dentro... El brazo, en cambio, lo está en dos puntos y tendrá que llevar la escayola un mes.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que estaba empaquetado desde la muñeca hasta el hombro. La desesperación me reavivó el dolor y me desmayé otra vez, quizá incluso con mayor convicción.
Me desperté de nuevo en la cama del refugio de Quartu. Beniamino y Brundu, sentados en un sofá, fumaban y charlaban en voz baja.
—Necesitamos material adecuado para dar una lección a los alemanes —dijo el primero.
—Así es —asintió el segundo—. Puedo proporcionarte lo que quieras, aunque para las ocasiones importantes... tengo apartadas... dos M3.
Al viejo Rossini le brillaron los ojos.
—¿Dos M3? ¿Tienes dos metralletas de Detroit?
—Sí —respondió el sardo complacido—, dos cake decorator nuevas, a estrenar, y con cargadores de reserva.
—Era la metralleta preferida de los partisanos de mi pueblo. ¿Sabes que...?
—Alemanes, metralletas, cargadores... ¿Qué cojones estáis diciendo? —decidí intervenir.
—Feliz despertar, Marco. ¿Cómo va? —preguntó mi socio.
—Como uno al que han herido gravemente y le ha curado una veterinaria, subrayo, veterinaria, antipática y cocainómana.
—No seas quejica —soltó Beniamino—. En el hospital habríamos tenido que dar un montón de explicaciones a la policía y no podíamos permitírnoslo... Marlon me ha asegurado que Carla Pes lo hace bien y sabe mantener la boca cerrada.
—Me habría gustado verte en mi lugar... despertándote en la clínica de los pequeños animales... —rebatí, torciendo el morro—. Pero, bueno —continué—, ¿qué estáis tramando?
—Estamos preparando una lección para los teutones de la OTAN —respondió imperturbable Brundu.
—¿Por qué? —pregunté.
—¿Cómo que por qué? —rebatió sorprendido el sardo—. Nos han atacado, te han herido y no han respetado la tregua... Esto no se puede pasar por alto.
—En lo que a mí respecta, sí —respondí decidido—. Ha habido un herido en cada bando y el suyo más grave... Al menos eso espero. En cualquier caso, nosotros tenemos un encargo que cumplir que no prevé una declaración de guerra a la Alianza Atlántica.
Marlon me miró incrédulo y después se dirigió a Rossini en busca de aprobación, obteniendo como respuesta un gesto afirmativo.
—Volvemos a lo de siempre, Marco —intervino este último—. El hampa tiene sus reglas, los legales tienen las suyas. Tú intentas mantenerte en medio, pero no siempre es posible y este es uno de esos casos... Unos soldaditos alemanes, socios de Benoit en el tráfico de heroína, han intentado liquidarnos. Se han equivocado. No podían permitirse ni siquiera pensarlo... Y ahora nosotros vamos a joderlos. Eso es todo.
Suspiré.
—El hampa «tenía» sus reglas. Antes. Ahora sois pocos los que las respetáis de verdad...
Abandonó el tono tranquilo y se puso a gritar:
—¡Es verdad! Ahora el mundillo está infectado de gentuza que solo piensa en traficar, mata por nada y, en cuanto los encierran, empiezan a cantar como un coro de colegiales... pero, mientras esté vivo, me comportaré como un hombre.
—Yo también —se asoció Brundu en tono solemne.
Intenté inútilmente hacerles entrar en razón. Al final solo logré arrancarles su palabra de que, mientras yo me recuperaba de la herida, ellos llevarían a cabo su venganza y luego volveríamos a dedicarnos a la investigación.
A la mañana siguiente me miré al espejo. No tenía buen aspecto y, además, con la escayola y un turbante de gasa en la cabeza, era absolutamente aconsejable que no me dejara ver por ahí. Renuncié a mi acostumbrada visita al bar y pedí a los dos vengadores que me trajeran periódicos y calvados en abundancia.
El alcohol asociado a los analgésicos que tomaba en dosis masivas me aturdía tanto que pasaba en la cama buena parte del día. El tiempo restante lo dedicaba a la lectura de periódicos y a ver la televisión.
Cuando estaba lúcido, mi mente volvía a la investigación, en concreto a Fiorenza Vadilonga. Estaba cada vez más convencido de que era la única pista que teníamos para descubrir si el abogado Siddi estaba todavía vivo. Una curiosidad que mis clientes querían satisfacer de manera justa, dado que se habían chupado dos años de cárcel por aquel homicidio sin cadáver.
Estaba pensando en la viuda cuando en la televisión, que estaba sintonizada en un canal local, emitieron un reportaje sobre las actividades culturales de la ciudad. Empezó con una entrevista al presidente de Trece Lunas, una asociación de cinéfilos que publicitaba un ciclo de proyecciones de cine francés.
El recuerdo me devolvió al registro en la casa de la viuda. El único ejemplar de la librería sin una mota de polvo trataba justamente sobre cine francés. Rememoré la caligrafía irregular de Siddi: «Para que me perdones por todas las veces que me he dormido en el cine. Con todo mi amor, Giampaolo».
Me concentré con atención en la fecha: 20 de abril, exactamente dos días antes de su desaparición. Intenté imaginar la escena, el encuentro entre los dos amantes y a él entregándole el regalo. El último regalo. En mi oficio, la intuición, que muchas veces es el hilo que deshace el ovillo, nace precisamente de la capacidad de encontrar el elemento discordante. Y ese libro, entre todos los demás, sonaba muy mal.
Aquel día, en casa de la mujer, no valoré de forma racional los indicios y me dejé llevar por la imagen triste y desgarrada de ella cuando, antes de acostarse, entra en el estudio y toma en sus manos el libro, buscando entre las páginas los bellos recuerdos de un tiempo pasado.
Al rememorarlo, me di cuenta de que en aquella habitación los únicos objetos que no estaban cubiertos de polvo eran no solo el libro, sino también la pila de nueve ejemplares del Baratto, colocados en perfecto orden sobre el escritorio. ¿Qué buscaba entonces Fiorenza Vadilonga entre las páginas de aquella monumental Historia del cine francés?
Bebí un largo trago de calvados. A mi salud. Por fin había entendido dónde estaba la clave para encontrar el código de los mensajes en los anuncios de los corazones solitarios: en aquel libro. Allí se escondía la pista para llegar a Giampaolo Siddi. Tenía que conseguir por todos los medios un ejemplar. Estaba radiante, pero el entusiasmo desapareció en cuanto recordé que, para retomar el caso, debía esperar a que se consumara aquella estúpida represalia. Decidí armarme de paciencia. En el fondo, mi cabeza y mi brazo seguían necesitando reposo.
Beniamino y Marlon se dejaban ver muy poco, dada la intensa dedicación a la organización de su venganza. Los militares de la OTAN vivían, sobre todo, en urbanizaciones diseminadas a lo largo de la costa que va de Quartu Sant’Elena a Villasimius. Una única carretera fácil de controlar. Los localizaron el tercer día en un autobús militar verde oliva. Para el sardo, seguir aquel vehículo con la moto hasta la entrada del Marina Residence fue un juego de niños.
Beniamino y él pasaron un par de noches elaborando el plan. Al final mi socio, a pesar de la oposición de Brundu, que prefería un encuentro directo a golpe de metralleta, decidió poner en marcha para el día siguiente un falso accidente de tráfico. Poco antes de salir, vino a despedirse de mí.
—¿Sabes que los alemanes quisieron fusilar a mi madre? —empezó con un tono cargado de tristeza.
—La encontraron cuando bajaba desde la frontera suiza con una carga de arroz. En aquella época había pena de muerte para el contrabando...
—¿Y cómo acabó la historia? —pregunté con curiosidad. La figura de la madre, una legendaria contrabandista vasca, siempre me había fascinado.
—La llevaron a un cuartel la misma noche que fue bombardeado y consiguió escapar.
—Magnífica historia. ¿Qué intentas decirme?
—Echo de menos el contrabando, Marco. Lo echo mucho de menos. Podríamos montar una bonita sociedad y divertirnos un poco... Nos lo merecemos.
—Prometo pensarlo —mentí—. Ahora ve y rómpele el culo a la OTAN.
Soy un tipo que se entristece con facilidad y el único medio que conozco parea levantarme la moral es el alcohol. Mejor dicho, el alcohol, el tabaco y la música. Beber, fumar y escuchar blues son, sin duda, mis cosas preferidas. A hacer el amor lo coloco justo después.
Esa noche estaba triste y preocupado por mi mejor amigo, que se jugaba la vida o la cárcel. La banda sonora de mis blues empezó con «No Shoes» de John Lee Hooker, después continuó con «My Country Sugar Mama» de Howlin Wolf, «Bad Influence» y «Got To Make A Comeback» de Robert Cray y «No Hard Feelings» de Lowell Fulsom. Después ya no fui capaz de cambiar la cinta del walkman.
Recibí, en sueños, la visita de Robert Johnson, el rey del blues del Delta, envenenado a los veintiséis años por un marido celoso, en Greenwood, Mississippi, en agosto del 38. Alto y delgado, con aquellas manos tan largas que movía todo el rato, empezó a caminar arriba y abajo por la habitación mientras canturreaba «Cross Road Blues. Al final me vio y me insultó:
—No eres más que un blanco, Caimán.
Y después se fue.
Muchas horas más tarde mi estómago revuelto me despertó con brusquedad. Un ardor lacerante me obligó a levantarme e ir a la cocina, donde tenía una abundante provisión de antiácidos justo para este tipo de eventualidades.
Encontré a Marlon y Beniamino, que estaban preparándose un café. Sobre la mesa, una bandeja de bollos recién salidos del horno.
—¿Qué hora es? —pregunté, estirándome.
—Las siete y media de una radiante mañana de finales de enero —respondió mi socio con una sonrisa torcida, entre astuta y cruel.
Sus caras irradiaban satisfacción por todos los poros. Era evidente que se habían cargado a los alemanes y estaban como locos por contarlo. Por mi parte me moría de curiosidad y me sentía aliviado de volver a verlos sanos y salvos. Pero decidí ignorarlos y tomármelo con calma.
—Creo que he descubierto la clave del código que usaba Vadilonga para los anuncios del Baratto —anuncié.
—¿Y cuál es? —preguntó interesado al momento el viejo Rossini.
—El cine francés. Para codificar o descodificar los mensajes usa un texto especializado en el asunto. Una idea realmente genial...
—¿Te refieres a aquel libro manoseado que estaba en la librería del estudio?
—Sí, a ese...
—Caimán, ¿no te interesa saber cómo nos ha ido con los alemanes? —me interrumpió Brundu molesto.
Decidí seguir con el juego.
—No demasiado. Si estoy viéndoos aquí es porque habéis destrozado a las tropas enemigas y preveo que ese será el tema estrella de la semana... —refunfuñé distraído, ocupado en tragar un par de pastillas.
Marlon dirigió una mirada de desesperación al milanés, que soltó una carcajada mientras se comía encantado un cruasán.
—No le hagas caso, Marlon, el Caimán es un capullo que se hace el interesante, pero está como loco por saber qué ha pasado. Venga, cuéntalo...
No se lo hizo repetir dos veces y se levantó excitado.
—Los esperamos a la salida de Quartu dentro de una camioneta que habíamos cogido prestada en una empresa de construcción con un montón de cabillas de hierro... Ya sabes, esas varillas que se usan para reforzar el cemento armado...
Lo entendí y le hice un gesto para que prosiguiera.
—Bien... Yo iba al volante y él en la caja... Apenas los vi llegar, me coloqué frente a ellos y cuando, a la altura del Marina Residencie, decidieron darse la vuelta...
—Este milanés loco —continué en su lugar, señalando con la barbilla a Rossini— les enseñó a los alemanes el truco de las lanzas... Soltó el arnés que ataba las varillas, tú diste un buen acelerón y las cabillas se clavaron en la cabina del autobús de la OTAN.
—¡Así fue, justo así! —exclamó satisfecho el sardo.
Miré a Beniamino.
—¿Cuántos muertos? —pregunté.
—Tres seguro, los que iban sentados en la cabina... Luego el autobús se salió de la carretera y volcó... Para saber algo más, tendremos que esperar a ver las noticias del telediario local de las dos...
Negué con la cabeza desconsolado y me volví a la cama.
Poco después vino mi amigo y se sentó en el borde de la cama.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Muertos inútiles Beniamino, absolutamente inútiles. Vosotros y vuestras putas guerras... —farfullé mientras sentía otra fuerte punzada en el estómago, que me ayudó a darle más énfasis a la frase.
—¡Joder, ya está bien! Ya me has tocado las pelotas de verdad —soltó—. El problema es que te sientes responsable porque, en primer lugar —agitó frente a mi nariz el pulgar derecho—, fue idea tuya aceptar este encargo y, segundo, porque —sacó también el índice—, si no hubieras estado mamado como siempre, probablemente habríamos logrado escapar y no hubiera hecho falta desencadenar una guerra contra esos cuatro gilipollas.
Había dado en el clavo: me sentía responsable pero no quería admitirlo. Así que aumenté la dosis.
—Era suficiente una lección... Yo qué sé... unas cuantas piernas rotas...
Me agarró de una muñeca.
—Escucha, Marco —murmuró, tratando de mantener la calma—, esos tíos querían hacernos picadillo porque se lo había ordenado el belga... Su objetivo era proteger el tráfico de heroína... Si no hubiéramos tenido aquel enfrentamiento, habríamos podido solucionar las cosas jugando al escondite y, mientras, ir tratando de pinchar a Benoit para que cantara... Por desgracia, pasó lo que pasó y ninguno, repito, ninguno de nosotros tiene nada que reprocharse.
Me miraba fijamente a los ojos esperando mi reacción. Decidí que era mejor cambiar de tema: de todas formas no lograría quitarme de encima mi sentido de culpabilidad.
—Ahora podemos retomar la investigación y tenemos una buena pista para «cuidar» a Vadilonga.
—Puede ser —rebatió no muy convencido—. Sin embargo, no debemos olvidarnos del belga y de sus jefes. Nos arriesgamos a tener otras sorpresas y no es seguro que la segunda vez nos salga igual de bien...
—Dímelo a mí —ironicé, moviendo el brazo escayolado.
En el telediario vimos que había cuatro muertos entre los soldados de la OTAN, dos heridos y tres ilesos. Las fuerzas del orden buscaban activamente la furgoneta pirata entre las numerosas canteras de la zona. En una entrevista, un coronel de la policía de tráfico informó de estadísticas que demostraban que los accidentes debidos a una colocación defectuosa de la carga se encontraban en continuo aumento.
—Qué descuidados, estos camioneros —borbotó Beniamino, tocándose los brazaletes.
A última hora de la tarde llamé por teléfono al abogado Columbu, que, en nombre de sus clientes y en el suyo propio, se lamentó de la escasez de noticias que el que suscribe proporcionaba sobre el desarrollo de la investigación. Como no podía contarle el robo del supermercado y todas sus derivaciones posteriores, me vi obligado a adoptar el papel del investigador arrogante, el que siempre sabe cómo van sus asuntos. Le dije que tenía fama de solucionar siempre los casos por los que me pagaban y que esta vez no iba a ser distinta de las demás, y colgué.
Luego no pude evitar sentirme avergonzado por el papel de imbécil que había tenido que representar ante al viejo abogado, que siempre lograba hacerme sentir mal conmigo mismo. Quizá esto se debía a que se parecía a otro viejo, el mío, al que había decepcionado hacía muchos años, algo que no me había perdonado nunca.