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El día en que mi aspecto mejoró lo suficiente para asomar la nariz fuera del refugio de Pitz’e Serra ocurrió algo extraño: Marlon Brundu nos propuso, en señal de gran amistad y con evidente orgullo, que lo acompañáramos a visitar Sant’Elia, su barrio. Aceptamos solo porque entendimos que, para nuestro amigo sardo, el acontecimiento era, en verdad, importante.

—¿Desde cuándo, en el ambiente de los expresidiarios, se organizan visitas turísticas a los lugares de origen? —pregunté a Rossini.

—Desde nunca. Somos gente que acostumbra a enseñar los dientes y a lamerse las heridas a escondidas... Pero aquí es distinto... —me respondió de forma enigmática.

Años atrás, había oído hablar de Sant’Elia como el único barrio italiano que había acogido al Papa a pedradas. La operación policial consiguiente había llevado al arresto y a varios años de cárcel a gente que, ni por asomo, había apedreado a nadie.

Ese domingo por la mañana había mercado. Marlon iba delante en la moto con su cazadora Black Rebel. Nosotros lo seguíamos en el coche. Sardos, senegaleses y polacos se ganaban las lentejas con el mismo esfuerzo. Las casas eran populares y ruinosas, ventanas cuarteadas verdes que despuntaban en muros cuarteados blancos. Lo que veía ahora era algo más que un simple barrio degradado del extrarradio de una gran ciudad. No lograba entender qué era ese algo más y se lo pregunté a Brundu, quien se encogió de hombros.

—Es Sant’Elia —dijo sin más.

Marlon era todo un personaje: bebimos vino y estrechamos manos de hombres que llevaban su navaja de pastor al cinto y de quienes no había duda de que la sabían usar bien y sin pensar demasiado. Cuando llegó el momento de irnos, el sardo nos preguntó si nos había gustado su barrio.

—Da asco —dijo Beniamino en tono solemne mientras yo trataba de encontrar las palabras adecuadas—. Es un auténtico desastre, habría que traer unas buenas excavadoras, arrasarlo todo y reconstruirlo, pero... entonces no sería ya tu cojonudísimo barrio, la gente ya no sería la misma y tu vida cambiaría... Enhorabuena, Marlon, da asco lo justo.

El milanés y el sardo se llegaron al corazón, se abrazaron conmovidos y luego se estamparon dos besos en las mejillas. En ese momento comprendí que, a pesar de mis siete años de encierro y de mi profesión, yo era diferente. No entendería nunca algunas cosas. Encendí tres pitillos y los distribuí: un gesto que en el mundillo significa confianza y estima recíproca. Fumamos en silencio.

Fue solo después de ese episodio cuando empecé a entender Cagliari y a quedar dulcemente impresionado por su belleza. Mi trabajo es descubrir la verdad y he aprendido que siempre se encuentra bajo la alfombra, junto a la porquería. Demasiado ocupado en cubrirme las espaldas o en mirar las ajenas mientras las estoy siguiendo, había perdido ya la costumbre de pasear sin pensar en nada mirando al cielo. Esa ciudad era el lugar perfecto para volver a hacerlo. Durante dos días me comporté como un turista. Luego Marlon encontró un informador que, por la módica cifra de cinco millones, estaba dispuesto a revelarnos la dirección del escondite de Leon Benoit. Nos encontramos con él en el bar Nobel de la calle Biasi. Era un tirillas con las uñas negras que fumaba cigarrillos mentolados, embutido en un llamativo abrigo de ante.

—De verdad ya no puedes fiarte absolutamente de nadie —espetó Beniamino, sin lograr contenerse cuando el tipo nos explicó que era el fontanero del belga y que había decidido «vender» a su cliente porque aún le debía la instalación de un jacuzzi.

Era un expresidiario y entendió a la perfección el significado de aquella frase; de hecho, tuvo un instante de duda cuando Brundu le entregó la cifra pactada.

—Demasiado tarde para avergonzarse —comentó afligido el viejo Rossini mientras negaba con la cabeza.

El exmilitar vivía cerca de allí, en el número 16 de la calle Molise. En un barrio formado por residencias señoriales y algo anónimas, que acogían en un número equivalente a familias y oficinas. El fontanero nos había confiado que ocupaba el segundo piso y que la placa del portero automático tenía el nombre de un tal Antonio Cottiglia. Cuando vio las cerraduras de la puerta, nuestro amigo sardo se quitó la gorra de cuero con tachuelas y se rascó meditabundo la cabeza.

—Son del tipo coñazo y conectadas a una alarma aún más coñazo de desactivar. Necesito por lo menos media hora —susurró desconsolado.

—Entonces volvemos mañana por la noche —intervino mi socio—. El viernes sale todo el mundo a divertirse. Cuando el belga vuelva a casa, nos encontrará esperándolo y haremos de todo para que el resto de la velada le resulte agradable.

No ocurrió así. El belga hacía siempre lo contrario de lo que nosotros esperábamos. Aquella noche se quedó en casa frente al televisor, sentado con comodidad en un sillón que, a simple vista, valía mucho más de los cinco millones que había ganado el que lo había traicionado. Estaba a punto de irse a la cama. Lo supimos por la indumentaria: un bonito pijama de seda con los colores de la bandera de Bélgica y una elegante bata azul marino con el símbolo de la OTAN. Lo que no entendimos enseguida era a qué objeto pertenecía la empuñadura que le sobresalía del ojo izquierdo y que ciertamente lo había matado en el acto.

Se trataba de un rectángulo de plástico gris, que se vaciaba a presión, como se empeñó en puntualizar con pedantería Beniamino, de un centímetro y medio de espesor y redondeado con armonía en su extremidad.

—No me parece que sea un cuchillo —añadió mi socio—. La empuñadura no está en el mismo eje que el resto.

—Es verdad —asentí—. Diría que forma un ángulo de unos cincuenta grados.

—¿Por qué no lo sacamos y vemos qué es? —preguntó el sardo con candidez.

—Si luego volvemos a ponerlo en su sitio... —contesté.

El viejo Rossini asintió con la cabeza.

—Eso puedo garantizarlo. Yo a casa no me lo llevo.

Se acercó, agarró con dos dedos la empuñadura y empezó a tirar con cuidado. A pesar de sus precauciones hubo una pérdida inmediata de fragmentos de globo ocular y de materia cerebral, que mancharon la bata.

—Esto dará qué pensar al forense —se rio sarcástico—. A saber qué puta teoría se inventa... Esos son famosos por sus trolas.

—Pues se dará cuenta de que el arma se ha manipulado post mortem —intervine.

Brundu se echó a reír.

—Y dirá al juez que el asesino volvió para darle otro «toque» porque no estaba seguro de que este cabrón estuviera muerto.

El milanés interrumpió la extracción y se dio la vuelta hacia nosotros.

—¿Queréis saber cómo acabará de verdad la historia? —Agitó el índice de la mano derecha enguantada—. Montarán un buen pollo al madero que encuentre el cadáver. Pensarán que ha sido él, que la curiosidad le impidió mantener las manos quietas.

—Eso me llena de tristeza... —ironicé.

El resto del arma no era más que un cono puntiagudo de plástico.

—Parece el cucurucho de un helado con mango —dijo el viejo Rossini, dándole la vuelta en las manos—. Nunca había visto nada así.

—Yo tampoco —convine.

—Yo sí que sé lo que es —intervino radiante Brundu—. Es un plantador.

—¿Un qué? —pregunté sorprendido.

—Un plantador. Sirve para plantar bulbos. De jovencito trabajé con un florista...

—Un arma singular —lo interrumpió mi socio—. Hasta ahora, en el apartamento solo he visto plantas, quién sabe si también habrá flores... Y, ya que estamos, vamos a ver si sentía tanta pasión por la jardinería.

Comprendí de inmediato el significado de sus palabras. Era importante saber si el asesino había usado un arma hallada en la casa —porque entonces se trataría de un delito cometido en un arrebato— o si, por el contrario, la llevaba consigo. En ese caso el delito había sido cuidadosamente premeditado. Leon Benoit no tenía buena mano con las plantas: había pocas y estaban descuidadas.

—¿Quieres saber algo? —me preguntó Beniamino con una extraña luz en la mirada.

—Ya lo sé —lo previne—. El asesino es un profesional, del tipo «fantasía y muchos huevos».

Advertí la mirada interrogante y asombrada de Marlon.

—El plantador es letal solo si lo introduces en el cerebro a través del ojo —le expliqué—. El asesino eligió esta arma porque le gustaba usarla, quién sabe por qué excéntrico circuito mental, y además, porque estaba seguro de poder matar al belga de esa manera.

—Segurísimo —intervino el viejo Rossini, mientras se acercaba al cadáver—. Mira —dijo, dirigiéndose al sardo—: en la cara, alrededor del ojo, no hay equimosis y esto significa que el asesino descargó un solo golpe. Directo y preciso. El difunto ni siquiera se dio cuenta de que se moría...

—¿Te digo yo ahora una cosa? —lo interrumpí.

—Ya sé qué vas a decirme. No han sido los sicilianos. Esos, cuando matan, no son nunca tan rebuscados; es más, tienden al modelo «vulgar carnicería»...

—Justo, socio. La orden de eliminar al belga vino directa de los «abogados». Quisieron eliminar al intermediario que los ligaba al tráfico de heroína de la base de Decimomannu. Prefirieron sacrificar a su hombre más importante...

—O castigarlo porque no fue capaz de acabar con nosotros... —aventuró a su vez Brundu.

—Puede ser —convine—. En cualquier caso, por ahora esta pista vuelve a ser impracticable..., a menos que encontremos algo interesante.

Mientras mi socio volvía a introducir el plantador en la cavidad ocular del exsargento, Marlon y yo empezamos a curiosear por la casa. No encontramos nada, excepto algunos imperceptibles indicios de un cuidadoso registro. Informé de ello al viejo Rossini, quien afirmó que «era obvio que no encontraríamos absolutamente nada que fuera comprometedor» y aventuró que Benoit llevaba muerto por lo menos un día.

A las seis de la mañana seguíamos sentados en compañía del estimado difunto, bebiendo y fumando. Los otros dos querían marcharse, pero yo encontraba siempre alguna excusa para quedarnos un poco más en el apartamento. Había algo que se me escapaba y «sentía» que solo podía llegar a saber qué era si me quedaba allí. Totalmente aburridos y distendidos, mis dos colaboradores se divertían inventando bromas para enredar la investigación del homicidio, como colocar el plantador en la mano del belga para inducir a creer que había sido un suicidio y otras amenidades. De repente, tras observar por enésima vez al cadáver, lo entendí. Chasqueé los dedos para atraer su atención.

—Mirad aquí —dije con tono de triunfo señalando las zonas del asiento del sillón a los lados de las piernas del muerto. La suave y lujosa piel presentaba dos hendiduras—. El asesino estaba a caballo sobre él cuando lo mató.

Los dos se acercaron y Beniamino, después de observar con atención, empezó a retorcerse el bigote.

—Pensaba que lo habían sorprendido mientras veía la televisión, pero esto da a entender que permitió al asesino que se le sentara encima. ¿Sabes lo que quiere decir eso, Sherlock?

—Que todo se complica, Watson —respondí en tono preocupado—. El muerto esperaba un gesto de afecto y no que lo confundieran con una maceta de flores... O era homosexual o el asesino es una mujer.

—Borremos las huellas de nuestra visita y busquemos una pastelería para desayunar —nos animó Rossini—. Luego dormimos un poco y a última hora de la mañana vamos al hospital a visitar a un enfermo.

—¿Y a quién, si puede saberse? —pregunté en tono meloso, aunque ya conocía la respuesta.

—Al gorila del belga... Quiero ser el primero en darle la noticia de que está en paro.

 

 

El hospital público Brotzu era el típico cubo de cemento enorme que antes o después se encuentra en casi todas las ciudades, plantado entre una carretera de circunvalación, hoteles económicos y tiendecitas que sobreviven gracias a las pequeñas necesidades de los enfermos. Compartimos el trayecto en ascensor con una familia deshecha en lágrimas por la muerte de una tía. Esto nos puso de malhumor. Para quien ha estado en la cárcel, morir en el hospital es una crueldad, una desgracia añadida a la ya sufrida. Porque significa resignarse a una larga agonía aunque cándida e inmaculada, a sufrir rodeados de extraños con bata en habitaciones numeradas como celdas. Mejor caer de golpe, incluso en la calle, despidiéndote de la vida con el sabor de la sangre y el asfalto en la boca.

Encontramos al guardaespaldas en la habitación número ocho del departamento de traumatología. Cuatro camas para los correspondientes infortunios graves: un amasijo de piernas y brazos escayolados y en tracción. Apenas lo vi me di cuenta de que estaba verdaderamente mal. Me había quedado en el golpe de maza en el hombro, los otros dos no me habían hablado de la rodilla derecha.

—¿Qué tal? —preguntó en tono pacífico el viejo Rossini.

—Bien —mintió el otro con convicción.

—No era nada personal —prosiguió el milanés.

—Claro, claro... Pero como te coja, y un día lo haré, te devolveré la gentileza. Con intereses, por supuesto —prometió el gorila, como si estuviera hablando del tiempo.

—A tu disposición. Mientras tanto, come mucha pasta y trata de ser más astuto —lo cortó Beniamino.

Los otros tres enfermos, que hasta ese momento habían seguido con interés el intercambio de ocurrencias, se vieron afectados al comprender el significado por un súbito ataque de sueño.

—Hemos venido a hablar y no a escuchar tus propósitos de venganza, por muy legítimos que sean. ¿Te apetece charlar un poco? —pregunté, con la esperanza de interrumpir aquella amena conversación.

—No parecéis sicilianos —arriesgó.

—Ni lo somos ni trabajamos para ellos.

La respuesta pareció tranquilizarlo.

—Entonces depende del tema —respondió con cautela.

—Tu jefe está muerto —dijo en voz baja Beniamino.

—¿Tú? —preguntó el otro, tragando saliva.

—No. Fuimos anoche a hacerle una visita a su casa y lo encontramos con un plantador clavado en el cerebro.

El gorila palideció por el miedo. Mi socio se aprovechó de ello:

—Quizá tú también estés en la lista... No hay nada más fácil para un asesino que entrar en esta habitación y eliminarte... Una víctima que no puede escapar ni defenderse... Un buen trabajito, fácil y bien pagado...

Intercepté una mirada de mi amigo, la señal que esperaba para representar el papel del buen samaritano.

—Estamos aquí para ayudarte —lo tranquilicé—. Si quieres podemos sacarte de aquí y llevarte adonde creas que estarás mejor, o bien avisar a alguien de quien te fíes... A cambio solo tienes que contarnos un par de cosillas...

—Vale —consintió aliviado—. Pero este trato no cancela las cuentas que tengo que ajustar con el viejo —puntualizó, sacando a la luz una última punta de orgullo.

Rossini le dirigió una mirada cargada de odio: no le importaba nada la amenaza, pero no soportaba que lo llamaran «viejo».

—Faltaría más —repuso este último con rencor.

—¿Quién crees que se lo ha cargado? —pregunté.

—Los sicilianos —respondió seguro—. Hace tiempo que quieren un trozo del pastel.

—No. No han sido ellos —rebatí.

—Entonces ni idea. Antes de que aparecierais vosotros, nunca había ocurrido nada grave —dijo, tocándose la escayola del hombro—. Lo protegía día y noche. Excepto el jueves por la noche: una vez por semana tenía que desaparecer desde las ocho hasta las dos de la mañana.

Al oírlo, mi socio y yo nos miramos. Según nuestros cálculos, habían asesinado al belga justo el jueves por la noche.

—¿Quién iba a visitarlo? —pregunté.

—Nunca me lo dijo. A veces encontraba el cenicero lleno de colillas y algunas copas sucias, como si hubiera habido una reunión... Otras veces, «olía» a tía.

—¿Estás seguro de que el olor era de mujer? —me adelanté.

—Sí —respondió picado—. El jefe no era maricón.

—¿Has oído hablar alguna vez de los «abogados»? —dijo el viejo Rossini cambiando de tema.

—No.

—¿Seguro?

—Pues claro. Me pagaba solo para protegerlo. Durante los tres años que he estado con él nunca me habló de negocios...

—No eres de Cagliari —constató Marlon, abriendo la boca por primera vez.

—Mis padres son sardos, pero nací y crecí en Turín.

—¡Vuélvete allí! —saltó con crueldad el sardo—. Vete a hacer de camello a tu casa.

Había llegado la hora de marcharnos. El gorila me dio un número de teléfono y un mensaje para una tal Lorella.

 

 

Nos encerramos en el semisótano del Ribot para centrar nuestras ideas. Tras la eliminación de Leon Benoit no podía esperarse nada bueno. Quedaba la pista de la viuda Vadilonga: yo había descubierto la clave «cinematográfica» del código de los mensajes, pero todavía faltaban cuatro días para que saliera el Baratto y no teníamos ninguna seguridad de que justo en ese número se publicara el anuncio dedicado a ella. Estábamos desmoralizados y algo preocupados por la aparición en escena de un asesino profesional al que podían haber pagado para que nos eliminara. Beniamino y Marlon decidieron llevar siempre encima los cake decorator, las dos metralletas M3, y estuvieron de acuerdo en la necesidad de mantener los ojos bien abiertos..., sobre todo conmigo, «porque es un pipiolo», como subrayó más de una vez mi socio.

Organizamos la vigilancia de la amante del desaparecido abogado Giampaolo Siddi. Definimos todos los escenarios posibles y, tras un par de horas de extenuantes discusiones, nos consideramos satisfechos.

—Bueno, hemos acabado por hoy —decretó el viejo Rossini—. Es sábado por la tarde y el que suscribe os anuncia que tiene intención de divertirse. Una buena cena, un club con clase y un polvo con lazos... ¿Te vienes conmigo, Marlon? —añadió luego.

—Claro —contestó el sardo con entusiasmo—. ¿Y él?

—Ni lo sueñes. —El milanés negó con la cabeza—. Él no se divierte como todos los cristianos... Se pasa los sábados bebiendo calvados y escuchando su música, y los domingos cuidándose el dolor de cabeza... Es irrecuperable.

Me levanté, guiñé un ojo a mis dos socios y me fui. Llegué a Castello y me puse a pasear por las estrechas calles y a curiosear escaparates de los innumerables anticuarios. No tenía intención de comprar nada, solo deseaba mirar aquellos objetos inútiles y bellos. Hubo un tiempo en que viví en una casa que estaba llena de ellos. Volvieron a mi memoria lugares y personas, y la tristeza me embargó hasta volverse insoportable. Lo había hecho adrede. Desde unos cuantos años atrás, había descubierto que las cogorzas de calvados y blues son más satisfactorias cuando tienen que luchar con el recuerdo de los buenos y lejanos tiempos.

Decidí proceder con método. En primer lugar tenía que pensar en preparar el «fondo» y rellenar el estómago con algo sólido para aguantar el alcohol lo máximo posible. Entré en una bocadillería y pedí una baguette de queso, sin preocuparme de las súplicas del encargado, que no aceptaba mi rechazo a degustar sus especialidades, fruto de años de experimentaciones. Se vengó asfixiándome con sus charlas sobre los cambios producidos en la sociedad italiana tras la introducción del poli-bocadillo, que había suplantado al mono-bocadillo, justo aquel al que yo estaba dando un mordisco en aquel mismo momento. Era un filósofo del acoplamiento del gorgonzola con los corazones de palma y, cuando se lo dije, casi se conmovió. Quiso estrechar mi mano a toda costa y me perdonó sin reservas.

Aquella tarde me di cuenta de que en Cagliari los conciertos de blues eran algo muy inusual. Por aquel entonces estaban de moda los cantautores y otros ritmos, géneros dignos obviamente del mayor respeto, solo que no se trataba de mi música. Me refugié en el Libarium, donde descubrí que un par de horas más tarde actuaría Alberto Cabiddu con sus Superpartes. Iba ya bien «cargado» cuando lo vi llegar. Lo saludé con un seco:

—No me dijiste que en esta ciudad no se toca blues.

—No me lo preguntaste, Caimán —respondió con una sonrisa—, ¿recuerdas el consejo que me permití darte? —preguntó luego mientras se ponía serio de golpe.

—Claro. Que cambiara de música... que el blues me había corroído el alma...

—Esta noche tendrás ocasión de escuchar otros sonidos... Estos también irán directos a tu alma y te sentarán bien... Te la acunarán y caldearán.

No me lo creía pero, como había sido músico y respeto el trabajo de mis antiguos colegas, ya sabía que escucharía su música. Como mucho, me acabaría aburriendo. La primera pieza, «Sa ena», en limba, es decir en sardo, me contó la historia de una rosa florecida por la mañana en una tierra de ensueño y dolor donde las torres estaban caídas y los árboles arrancados. Cometí el error de cerrar los ojos para escucharla mejor y, a pesar de tener los párpados cerrados, me di cuenta de que seguía viendo cómo tocaban los músicos.

La segunda canción, «Milonga blanca», estaba llena de humores argentinos y de las vicisitudes de un hombre que vuelve a casa. En la tercera estrofa me di cuenta de que los músicos tenían tres manos. En el blues hay que vender el alma al diablo para tocar «mejor» que bien, pero en aquella música había algo más. Lo descubrí rápido: venía de muy lejos, del Caribe, de África y de la profunda Cerdeña. Llegaba desde todos los lugares pero no quería ir a ninguna parte. Sabía que ese encantamiento, el cual me acunaba el alma de verdad, como me había prometido Cabiddu, duraría solo el tiempo del concierto y que luego habría regresado a mi desgarrador y amadísimo blues, pero me sentía feliz de haber estado allí en aquel lugar, aquel día.

Estaba, en verdad, en un extraño estado de gracia, exaltado por haber ahogado la pena en un calvados sabiamente envejecido. Quizá por eso me quedé deslumbrado, como no me ocurría desde hacía tiempo, cuando aquella rubia apoyó las manos en el borde de la mesa y acercó sus labios a mi oído.

—¿Sabes que cuando los caimanes hacen el amor, la hembra emite un sonido parecido al de los tambores? —preguntó en un susurro.

La miré. Labios carnosos, naricilla de patata, gafas de sol de gata años treinta que me apresuré a quitarle para entrar en conocimiento de dos ojos verdes llenos de briznas doradas. Mientras se sentaba a mi mesa y se reajustaba las gafas, recordé la pregunta que me había hecho.

—No. Nunca había oído eso de los tambores —respondí enseguida.

Alargó la mano hacia mi calvados, bebió un largo trago y lamió al final el borde de la copa.

—¿Y sabías que lo hacen en el agua? —prosiguió.

Negué con la cabeza. Me gustaba oírla hablar: aquella voz tenía una ese apenas acentuada, como la de los niños.

—Primero se miran con la cabeza erguida y las fauces completamente abiertas, luego se persiguen con la cola fuera del agua. El macho muerde a la hembra y la obliga a ponerse boca arriba y, entonces, ella «toca» los tambores... Al final descansan nadando el uno junto al otro.

—Sabes muchas cosas sobre los caimanes, ¿no?

—Sé todo lo que hay que saber, Caimán. Antes he oído cómo uno de los músicos te llamaba así y me ha entrado curiosidad... He empezado a observarte... Y lo que he visto me ha gustado, ¿sabes?

Llevaba una chaqueta blanca y una camisa de seda azul que resaltaba una talla cuatro que despuntaba como un alféizar.

Se parecía a alguien a quien había visto años atrás, pero no lograba recordar de quién se trataba.

—¿Cómo te llamas?

—Gina —respondió—. Gina Manès.

En ese momento lo comprendí.

—¿Sabes que tienes un nombre de personaje de Diabolik y, sin embargo, te pareces, mejor dicho, eres idéntica a Satanik?

Se lo tomó como un cumplido. Sonrió y puso al descubierto una hilera de dientes pequeños y blancos. En aquel instante me enamoré. Primero advertí los síntomas; luego tuve la certeza cuando sentí que llegaba la pequeña crisis de pánico, típica de quien ya no está acostumbrado a ese tipo de emociones después de un mazazo aún no digerido. Me armé de valor y pronuncié la frase más cariñosa de todas las que se me vinieron a la cabeza.

—Estoy demasiado cocido para follar.

Se levantó de la mesa suspirando.

See you later, Alligator —se despidió con el estribillo de una canción americana.

In a while, Crocodile —canturreé como respuesta.

Tras acariciarme la mejilla se alejó mostrándome el resto de sus gracias.

«Estoy algo oxidado», pensé mientras con un gesto llamaba al camarero en busca de auxilio.

 

 

El día siguiente, tal como había pronosticado mi socio, me lo pasé en la cama aguantando la resaca. No dejé de pensar ni un solo instante en Gina. Me convencí incluso de que era un nombre bonito. Me dejé ver el lunes por la mañana a la hora del café. Brundu había llegado ya, con un variado surtido de pastas, que dejó con descuido encima de una metralleta.

Los dos me saludaron y luego se quedaron mirándome en silencio.

—¿Qué pasa? —pregunté molesto—. Soy de esos que por la mañana no están nunca de buen humor.

—¿Qué te pasa a ti? —rebatió el de Cagliari—. Te veo muy raro.

El viejo Rossini, que me conocía desde hacía muchos años, me señaló con el índice con una sonrisa torcida.

—¡Estás enamorado! —exclamó.

Mi cara se iluminó y él se llevó las manos a la cabeza.

—Te dejo solo una noche y mira lo que haces —farfulló desconsolado.

—Es guapa, Beniamino —susurré—. Es muy guapa...

—Y quieres tener hijos con ella... —me interrumpió—. Hay que entenderlo... Hace mucho tiempo que no le pasaba... Marco es del tipo «eterno corazón roto»... —añadió luego, dirigiéndose ahora a Marlon.

—Lo sabe todo de cómo hacen el amor los caimanes... —intervine con un tono cargado de orgullo.

—Otra estudiante de los cojones —comentó con malicia mi socio—. Bueno, volvamos a los negocios. ¿Cómo nos habíamos dividido el trabajo para hoy? —añadió luego.

El sardo y él se dedicaron a la búsqueda del equipo fotográfico con el que queríamos inmortalizar los encuentros de Fiorenza Vadilonga; yo, por el contrario, tenía que encontrar el ejemplar del libro sobre la historia del cine francés que, según mi teoría, debía contener la clave del código de los anuncios. Busqué sin éxito en todas las librerías. Solo a la caída de la tarde se me ocurrió la genial idea de dirigirme a la asociación de cinéfilos que organizaba en la ciudad el ciclo de proyecciones de antiguas películas de cine extranjero. Esa noche, presidía el centro del círculo Trece Lunas un simpático jovencito llamado Antioco, que intuyó de inmediato el libro que me interesaba y se ofreció a acompañarme a una tienda para fotocopiarlo. Volví al refugio de Pitz’e Serra. En la mesa del salón mis socios habían desplegado cámaras fotográficas, objetivos, películas y todo lo necesario para el revelado y la copia de los negativos. Añadí al material las fotocopias encuadernadas. Estábamos listos. Solo había que esperar a que llegara el miércoles.

 

 

Esperábamos a la furgoneta que repartía los periódicos encerrados dentro del Panda. La atmósfera era tensa y estaba saturada de humo. Había buscado a mi Gina por todos los locales de la ciudad, pero sin éxito. Estaba pensando otra vez en ella cuando Beniamino abrió la puerta.

—Ha llegado —dijo, y salió del coche para comprar el periódico.

Volvimos al apartamento y comencé una larga y paciente búsqueda, que se complicaba por la presencia de mis dos amigos preguntándome todo el tiempo si había encontrado algo. Leía el anuncio y después buscaba alguna referencia en el índice analítico del libro.

Al principio se me escapó porque pensaba en un nombre francés. Luego, al verlo repetido en la segunda sección, lo miré con más atención.

Sección número cuarenta y siete: «Mensajes y comunicados». «Ref.: ANNABELLA: Te espero en el sitio de siempre el jueves a las siete y cuarto de la tarde. A. D.»

Sección número cuarenta y ocho: «Matrimonios, amistades». «ANNABELLA, cincuenta años, le gustaría mucho encontrar compañero de la misma edad, inmejorable posición económica, buena presencia. Dejar mensaje en el Baratto

—Puede que haya encontrado algo —anuncié.

Annabella aparecía repetido dos veces... En el índice del libro se destacaba que, en la página 72, resultaba ser el nombre artístico de Suzanne Charpentier, una famosa actriz francesa de los años veinte. Podía tratarse de un error clamoroso, pero el hecho de que también estuviera en la sección cuarenta y ocho me hizo pensar que Vadilonga debía de ponerlo todas las semanas. La persona con la que tenía que verse le respondía luego, en el momento oportuno, en la sección número cuarenta y siete.

—Entonces la seguiremos como habíamos previsto —confirmó Beniamino.

 

 

Fiorenza Vadilonga salió de la notaría a las siete menos cuarto de la tarde. Empezamos a seguirla, yo a pie, Beniamino con el Panda y Marlon con la moto. El uso de unos minúsculos transmisores garantizaba nuestra coordinación. Temíamos un intento de despiste, como si se introdujera de repente en un taxi. Sin embargo, con la mayor tranquilidad del mundo, la mujer nos condujo a una mesita de un bar de la plaza Yenne. Pidió el acostumbrado Aperol y luego se puso a mirar a los transeúntes. En sus ojos no reconocí la habitual mirada perdida. Daba la impresión de ir a la caza de un rostro bien concreto.

No pude reprimir un gesto de cabreo cuando vi al hombre que se sentó a su lado: no se parecía ni de lejos a Giampaolo Siddi.

—No es él, ¿verdad? —pidió como confirmación el viejo Rossini.

—Desgraciadamente no.

Lo fotografiamos con una película de infrarrojos. Unas veinte instantáneas, para no correr riesgos. El tipo debía de tener entre cincuenta y cinco y sesenta años. Un metro setenta y cinco, más o menos, barriga y un par de patillas canosas que enmarcaban un rostro redondo y terso como el culito de un niño. Escondidos en un portal, estábamos a unos treinta metros de la pareja, que no podía vernos: no captábamos sus palabras, pero parecía evidente que mantenían de una discusión nada cordial.

La viuda hablaba con vehemencia y a menudo tenía accesos de rabia en mitad de una frase. El hombre trataba de calmarla y de vez en cuando le tomaba una mano para acariciársela. De repente, él se levantó y se despidió ciñéndole los hombros y acariciándole la cara con los labios.

Ella permaneció inmóvil, mientras esperaba con los ojos cerrados a que se fuera.

Lo seguimos con la misma técnica que habíamos utilizado con la mujer. Esta vez, sin embargo, nos dimos cuenta enseguida de que nos enfrentábamos a un profesional: aunque más por la costumbre que por haberse dado cuenta de verdad de que lo seguían, trató de gastarnos un par de jugarretas. Primero se metió en un bar que tenía salida a otra calle en la parte de atrás. Luego se dio la vuelta de repente y volvió sobre sus pasos unos cincuenta metros mirando bien a la cara a los transeúntes. Por último, entró a paso ligero en una callejuela desierta. En ambas ocasiones, fue el de Cagliari quien resolvió la situación, dando gas a la moto y llegando al final de la calleja a través de una calle paralela. Nos dio las coordenadas del pájaro por radio y desde ese momento ya no lo perdimos de vista.

Frente a la entrada del mercado, entró en un largo y angosto patio que conducía a un escaparate iluminado. El anuncio de la calle nos indicó que se trataba de una bodega.

—No tiene salidas traseras —nos comunicó Marlon.

—Entonces tiene una cita —dije—. Voy a ver con quién.

El establecimiento era grande y estaba dividido en dos espacios. En el primero encontré a nuestro hombre dedicado a observar la etiqueta de una botella de vino blanco en compañía de un tipo alto y delgado, de pelo blanco, que llevaba una gabardina al estilo teniente Sheridan.[4] Tampoco él podía ser Giampaolo Siddi. Parloteaban entusiasmados, pero tenían los ojos abiertos y los dirigieron de inmediato hacia el que suscribe apenas entré en su campo visual. Para no levantar sospechas, me encaminé con paso decidido hacia una estantería, cogí una botella y me fui a la caja.

Hice un informe rápido a mis colaboradores y nos apostamos para fotografiar al segundo hombre. No lo logramos. Salió con un borsalino calado hasta los ojos y una pipa en la boca que formaban una intensa sombra sobre su cara. Después, con la agilidad de quien practica diariamente footing, atravesó la calle de repente y desapareció en la oscuridad de un aparcamiento. Tuvimos que conformarnos con alguna que otra instantánea más del tipo de las patillas.

A la mañana siguiente me presenté temprano en el despacho del abogado Columbu. Como siempre, me recibió su mujer en la entrada: repetimos el acostumbrado número de las miradas bajas y las frases entrecortadas.

—Veo que ha seguido el consejo de mi colega Moi sobre el cambio de imagen —me saludó el abogado.

—Así es.

—Las calles de Cagliari están llenas de trampas. La verdad es que es fácil caerse —añadió con una sonrisa, señalando el brazo escayolado.

—Así es —repetí mientras lanzaba sobre la mesa el sobre con las fotos hechas la tarde anterior.

Las miró con atención. Luego se rascó con calma la piel fláccida del cuello, mientras observaba un punto indeterminado del techo. Sabía que, hasta que no se colocara las gafas en la punta de la nariz, no abriría la boca y no me diría quien era aquel tipo. «Está claro que lo conoce», pensé mientras encendía un pitillo. Estaba tomándose su tiempo para encontrar la forma de encajar en el lugar adecuado la aparición de ese tipo dentro del intrincado rompecabezas del caso Siddi. Al final no lo consiguió. Desilusionado, se aclaró la garganta jugando con las gafas y yo me preparé para escucharlo atentamente.

—A este señor lo vi una vez —empezó—, digamos que hace cuatro o cinco años... Durante un careo a la americana entre un cliente mío y un arrepentido que lo acusaba de haber participado en un secuestro en Ogliastra... Un proceso tremendo y desagradable... a pesar de la absoluta falta de pruebas y de mi defensa puntual...

—¡Abogado! —salté, recordándole que volviera a la realidad.

Me miró a los ojos.

—Sí, sí. Perdone... En aquel momento, el séquito del arrepentido lo capitaneaba este señor —contó—, que se presentó con un nombre falso, de cobertura: Alberto Dedonato. Era un funcionario del Sisde[5] destacado en el Servicio Central de Protección de arrepentidos.

—Entonces ha llegado el momento en el que yo salgo de escena —dije, levantándome—. No me encargo de casos donde están involucrados directamente polis y magistrados. Yo no trabajo así... Lo sabe todo el mundo.

—Vuelva a sentarse —me ordenó con amabilidad—, y tratemos de razonar sobre este asunto. Yo también estoy sorprendido, igual que usted... si no más. Pero, dígame, ¿no habrán hecho algo que pueda haber despertado el interés de las fuerzas del orden? —preguntó con una mirada penetrante.

—No, abogado. A los polis ni siquiera los hemos olido...

Empecé entonces a referirle mis investigaciones: le conté solo la parte correspondiente a la viuda Vadilonga y al intercambio de mensajes en el periódico de anuncios gratuitos.

—Parece una confirmación de que Siddi está vivo —comentó.

—Sí. Y la presencia de Dedonato podría significar que quieren pescarlo utilizando a la mujer como cebo...

El anciano volvió a jugar con las gafas y yo aproveché aquel gesto para encenderme otro pitillo.

—¿Y si, por el contrario, Dedonato y Siddi, por razones que en este momento no puedo siquiera imaginar, estuvieran compinchados? Tal vez desde el principio... —dijo, mientras se adelantaba hacia mí.

—Y entonces ¿la desaparición del abogado fue un montaje organizado por los servicios secretos, que prefirieron mandar a la cárcel a unos inocentes y arruinar su vida para cubrir una de sus habituales mamonadas, quizá de marca OTAN? —remarqué con malicia.

—Exacto, Buratti. Eso es lo que quería decir.

Lo miré fijamente a los ojos. Ese viejo filibustero estaba planteándome el caso desde un punto de vista demasiado atractivo para abandonarlo.

—Analizar mierda de semejante calidad no es algo que ocurra todos los días —farfullé meditabundo. Genesio Columbu puso cara de satisfacción. Parecía una araña que empieza a hacer la digestión—. De acuerdo, abogado, seguiré pero... —le apunté con el índice a la altura de la nariz—... si descubro que estamos cruzándonos con una investigación oficial, lo dejo todo.

—De acuerdo, Buratti —asintió, tendiéndome la mano.

—No querría tenerlo como adversario en un tribunal. Es usted un auténtico hijo de buena madre. Un leguleyo peligroso, como una serpiente de cascabel —me despedí mientras me dirigía hacia la puerta, remedando a Jack Nicholson en el papel del detective J. J. Gittes.[6]

Lo oí reír. Por primera vez. Una carcajada pletórica, rotunda. De esas que salen del fondo del alma.

La mujer-secretaria me dirigió una mirada interrogativa, a la que respondí encogiendo los hombros de manera imperceptible.

 

 

Beniamino empeoraba con los años: cada día se ponía más pesado. Se lo dije a sabiendas de que le ofendía, pero no aguantaba más sus quejas. Cuando le conté que el corazón solitario amigo de Fiorenza Vadilonga era un miembro de los servicios secretos, dio un salto en la silla.

—¿Un madero del Sisde? —preguntó, con la esperanza de haber oído mal.

Tras mi lacónica confirmación empezó a relatar a un estupefacto Marlon Brundu la lista de todas las ocasiones en las que, según él, le había metido en líos en aquellos años con el evidente objetivo de demostrar que yo era un loco irresponsable.

Lo dejé desahogarse y luego comencé a desarrollar la técnica adulatoria de Columbu. Primero le expliqué el acuerdo con el abogado y luego le clavé la estocada final.

—... Claro que si la teoría del abogado es cierta, se trataría de una ocasión irrepetible para darle una buena patada en el culo a alguno de esos servicios secretos desviados... Los de las masacres...

Vi cómo se le alargaban las orejas. Yo sabía, porque él me lo había contado millones de veces, que a un amigo de infancia, anarquista, lo habían acusado injustamente de colocar una bomba en un banco. Aunque hacía cuarenta años que no lo veía, no había logrado digerir la injusticia que había sufrido su compañero de juegos infantiles.

—Bueno, vale —barbotó—. Seguiremos con la investigación, pero solo por respeto a ese caballero, el abogado Columbu. De todas formas, si nos llega la peste a maderos y magistrados, nos volvemos a Bastia, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —prometí en tono solemne. Y no pude evitar reírme de satisfacción: Beniamino había repetido de manera literal lo que yo había dicho poco antes. Pero me cuidé mucho de hacérselo notar.

—¿Y tú? —pregunté a Marlon.

—Ah, Caimán —respondió a la cagliaritana—. Vaya preguntas que me haces... Yo soy un hampón de Sant’Elia, yo... A los maderos me los paso por el culo.

Ese día propuse que comiéramos en casa. No tenía hambre y sentía la necesidad de volver a examinar la pista de Vadilonga. Empecé de nuevo a partir de los anuncios. El que se refería a la cita de la viuda lo firmaba simplemente A. D.: Alberto Dedonato, el nombre ficticio del que me había hablado el abogado Columbu. Cogí las fotocopias del libro sobre la historia del cine francés y empecé a recorrer el índice. Aquel nombre no estaba, pero aparecía un tal Albert Dieudonné, que, como Annabella, era un actor de los años veinte. Las casualidades existen solo en la vida normal de las personas normales. Nunca en el crimen. Esta fue la certeza que me convenció de que Dedonato no era otra cosa que la traducción de Dieudonné y que, junto con Annabella, formaba parte de una banda donde todos se llamaban como actores famosos de aquella época. Volví a la cocina, donde el milanés y el cagliaritano, dedicados a preparar un risotto a la pescadora, estaban recordando los viejos tiempos de la prisión en Puerto Azzurro.

—Fiorenza Vadilonga —silabeé, interrumpiéndolos—. Sabe un montón de cosas que nosotros desconocemos. Quizá sería oportuno ir a hablar cuatro cosas con ella.

Los dos hampones torcieron el morro ante la idea de interrogar a la mujer.

—Lo haré yo —los tranquilicé—. Y dado que el sistema de comunicación con el poli tiene una cadencia semanal, y dudo que tengan una alternativa de emergencia porque la mujer, en definitiva, no debe de contarle mucho, quiero aprovechar los días que faltan para la próxima salida del periódico para suavizarla con el truco del fantasma.

El viejo Rossini hizo tintinear sus brazaletes.

—Magnífica idea, socio. Me hubiera disgustado maltratarla... Es una pobre sonada.

Como ocurría a menudo en esos días, el cagliaritano nos dedicó una mirada interrogativa. Le dije que tuviera paciencia, que lo entendería todo al día siguiente cuando nos viera manos a la obra.

 

 

Esperé a la viuda a la salida de la notaría donde trabajaba. Me acerqué a ella mientras cerraba el portal.

—Buenas tardes, Annabella —la saludé con una gran sonrisa.

Ella palideció y luego, como si estuviera paralizada, se quedó mirándome mientras yo me alejaba de ella. Unos veinte metros más adelante, me di la vuelta y agité la mano con alegría. Más tarde, en el bar de siempre, la mujer tenía un aire aún más ausente de lo habitual y dio un bote en la silla cuando me presenté de nuevo frente a ella.

—¿El Aperol lo preparan mejor aquí o en la plaza Yenne, donde se encontró con Dedonato? —le pregunté.

No respondió pero, en compensación, una repentina contracción nerviosa de la muñeca hizo que se derramara la bebida sobre el abrigo de leopardo. No iba a aguantar, estaba claro. Pero no hacía falta insistir. Era viernes y no volvería a verme en todo el fin de semana. Le daría el tiempo necesario para que aumentaran la ansiedad y el miedo. La veía insomne, abrazada al oso de peluche, preguntándose quién sería aquel hombre que sabía cosas que no debería conocer y que la estaba poniendo en peligro. Luego, el lunes no le daría tregua y el martes presentaría la factura. Era cruel, pero era el método menos violento, con diferencia, que conocía. En mi mundo, cuando se le pide a alguien que desvele un secreto, se usan guantes solo para no dejar huellas.

 

 

Como el fin de semana anterior, mis amigos volvieron a ponerse elegantones y se lanzaron a la conquista de exóticas chicas de alterne. Por mi parte me fui flechado al Libarium, con la esperanza de encontrar a mi Gina.

Me prometí a mí mismo no beber demasiado para no repetir el papelón de la semana anterior y durante las dos primeras horas sufrí como un perro. Cuando por fin entró, fue directa a mi mesa.

—¿Te gusta cómo voy vestida? —preguntó, exhibiéndose con una pirueta.

Llevaba un traje de chaqueta cruzada, oscuro y a rayas, la versión femenina de los trajes de gánster que habitualmente se ponía el viejo Rossini. En vista de que yo tardaba en responder, dibujó un arco en el aire, llevó el índice de la mano izquierda al bajo de la falda corta y lo levantó poco a poco hasta mostrarme el borde azul oscuro de las medias.

—Estás muy elegante, Gina. Además de guapa —la cortejé con aire soñador.

—Me dijiste que me parezco a Satanik y he pensado en vestirme como ella —añadió con tono travieso.

—Has hecho bien. ¿Por qué no te sientas y así puedo alargar las manos por debajo de la mesa?

—Adoro estas formas tuyas de caballero, Caimán.

Pidió un manhattan sin angostura y luego se dedicó a contarme su vida. Romana, treinta y cuatro años, se había casado un par de años antes con un ingeniero aeronáutico «guapo pero muy aburrido», del que había escapado hacía unos veinte días. Había llegado a Cagliari para olvidarlo y empezar de nuevo.

—Los hombres son unos gilipollas —sentenció al final.

—Lo sé —asentí—. Además, somos unos traidores y unos bastardos, y solo os hacemos sufrir... Bienvenida al club de las desengañadas —concedí, para cerrar definitivamente el argumento.

Añadió que mataba el tiempo haciendo un curso de flamenco en la ciudad con dos maestros: Anita la Maltesa y Ramón Ruiz. Me confió que su mayor aspiración era convertirse en bailarina profesional y dar la vuelta al mundo taconeando y tocando las castañuelas.

Pensar que podía lograrlo con treinta y cuatro años era una auténtica locura. La encontraba loca en la justa medida: la mujer de mis sueños.

—¿Y tú a qué te dedicas, Caimán?

—Soy una especie de investigador privado —respondí con sinceridad.

—He perdido un pendiente entre las sábanas. ¿Serías capaz de recuperarlo?

—Esos casos son mi especialidad.

—Entonces vamos. Déjame ver lo que vales.

Necesitábamos una ducha para evaporar un poco el alcohol. Resolvió el problema de mi brazo escayolado envolviéndolo en plástico transparente, como un trozo de carne dispuesto para congelar. Nos desnudamos uno al otro en el baño. Tenía la piel lisa y un cuerpo suave y turgente. Algunas estrías en el pecho y los glúteos evocaban una adolescencia hipercalórica. Cuando me preguntó si me gustaba, le respondí que sí, que tenía un cuerpo que me recordaba a la gran odalisca de Ingres, y que no veía la hora de frotarme con él.

Bajo el chorro de agua, enjabonarnos se convirtió en una excusa para conocernos un poco más íntimamente. Intenté quitarle las gafas de sol, pero ella me bloqueó la mano con un movimiento fuerte y seguro.

—No me las quito nunca, Caimán.

—Pero se mojan —protesté.

—No... Se lavan conmigo... que no es lo mismo.

Más tarde descubrí que se había preocupado de llenar la despensa de comida y calvados: podíamos aislarnos del resto del mundo durante todo el fin de semana.

El lunes por la mañana me desperté sobresaltado. Era tarde y estaba en la casa equivocada. Llegué a Pitz’e Serra al final de la mañana y me encontré con el viejo Rossini de pésimo humor.

—No he pegado ojo en toda la noche, Marco —empezó—. El acuerdo era verse anoche y tú te presentas doce horas más tarde... Con un asesino por ahí, ¿cómo crees que me he sentido durante todo este tiempo?

Pedí perdón pero todavía tuve que tragarme el sermón un buen rato. Tenía razón, me había comportado de una manera incalificable, pero no lograba sentirme demasiado culpable. Era feliz. Como solo el amor puede hacerte.

—Bueno, ahora movámonos —dijo como conclusión—. Tienes que hacer saltar a una viuda hoy.

Me volví a vestir como el fantasma y esperé a Fiorenza Vadilonga al salir del trabajo, en el descanso para comer. La mujer abrió el portal con cautela, preparada para cerrarlo en caso de verme en las inmediaciones. Tras efectuar este control, se dirigió a paso veloz hacia su casa. Le dejé un poco de ventaja y luego aparecí por la espalda cogiéndola afectuosamente por el brazo.

—Buenos días, Annabella. ¿Por qué el jueves pasado estaba tan enfadada con Dedonato? ¿Quizá porque no le deja ver a su Giampaolo? —pregunté.

Luego, con la misma rapidez, le solté el brazo y desaparecí por una calle lateral.

A las cuatro volvió al trabajo en un taxi. Un movimiento previsible. Al entrar en el ascensor, se encontró con el que suscribe, que la acogía sonriente. Trató de escapar, pero la metí dentro agarrándola de un brazo. Pulsé el botón del segundo piso, donde estaba la notaría, y la acompañé hasta su destino sin decir una sola palabra. Lloraba tan fuerte que no pudo escucharme.

Me preparé para volver a verla al concluir la jornada de trabajo. La costumbre y las ganas de beber eran dos tentaciones demasiado fuertes para renunciar al bar de la calle Roma. Estaba seguro de que sabía que me dejaría ver de nuevo allí, pero aquel era el único momento del día en el que se sentía viva: ni siquiera un fantasma podía inducirla a renunciar. Cuando me senté a su mesa, el labio inferior le temblaba de forma incontrolada pero, en cualquier caso, logró encontrar las fuerzas suficientes para preguntarme qué quería. Podía ser el momento justo, pero el lugar, una de las calles más frecuentadas de Cagliari, sin duda no era el adecuado. Me limité a un acercamiento indirecto.

—Por ahora solo quiero saber una cosa: ¿Giampaolo Siddi se llevaba bien con su mujer?

—¡No! —respondió con decisión.

—¿Tan mal como para dejarla, a ella y a sus tres hijos, sin demasiados remordimientos?

—La odiaba. Como a aquellos tres pequeños bastardos —chilló con ferocidad.

Temblaba de pies a cabeza. Había llegado el momento de preguntarle si su amante seguía vivo. Sin embargo, con un sentido de la oportunidad por completo inadecuado, el camarero se acercó a nuestra mesa.

—¿Todo bien, señora? —preguntó, mirándome mal.

Me levanté.

—Sí, no se preocupe —respondí en vez de la mujer—. Soy su asesor fiscal y no le he dado buenas noticias. Ay, los impuestos... —suspiré en voz alta, mientras me alejaba—. Son la ruina de este país.

—¿Qué tal? —preguntó Beniamino, que me esperaba no muy lejos, junto al cagliaritano.

—Bien, se ha «ablandado» lo justo. Mañana la esperaremos en casa y, en cuanto me vea, soltará de una tirada toda su vida.

—A propósito, quiero volver a casa de Benoit. Lleva muerto once días y todavía no han descubierto el homicidio...

—Cierto —aprobé—. Es muy raro. Entre otras cosas era el propietario de un supermercado y hace tiempo que los dependientes deberían haber empezado a preocuparse.

 

 

Además del cadáver, también había desaparecido el sillón.

Durante unos instantes, los tres nos quedamos mirando sin palabras el espacio que había quedado vacío.

El viejo Rossini fue el primero en recuperarse.

—Esto es profesionalidad, chicos... Cuando no dejar huellas es ciencia...

Empecé a entenderlo.

—Querían que al muerto solo lo viéramos nosotros.

—Se me escapa el sentido del mensaje, Sherlock.

—Que son más fuertes, Watson. Que saben quiénes somos mientras nosotros no tenemos ni la más remota idea de quiénes son ellos y que pueden hacernos desaparecer como hicieron con el belga.

Brundu soltó el seguro de la metralleta que llevaba siempre en la cazadora.

—Ojalá lo intenten —dijo en tono amenazador.

 

 

Desde la mañana, controlamos de cerca a la viuda Vadilonga. No queríamos correr el riesgo de perderla justo el día en que tenía que contarnos todo lo que sabía sobre la desaparición del abogado Giampaolo Siddi y sus extrañas compañías.

Llegó la tarde y la mujer se dirigió al bar para tomar su bebida vespertina. Se tomó cinco copas y sus correspondientes platitos de galletitas y frutos secos. Era algo bueno que hubiera aumentado las dosis: se confiesa y se traiciona mejor con la cabeza confusa.

Dante es una calle con árboles, amplia y más bien larga, con muchos escaparates de tiendas. A aquella hora estaban ya todas cerradas y los transeúntes eran pocos y apresurados por el frío. Beniamino y yo estábamos a unos cincuenta metros de la mujer. Marlon nos seguía en paralelo con el Panda: en el asiento delantero llevaba la metralleta tapada con un periódico.

Estaba tenso y repasaba las preguntas que al rato le iba a hacer a Vadilonga. Mi socio, como de costumbre, transpiraba tranquilidad. De repente pasó junto a nosotros, balanceándose sinuoso, un joven con un par de patines roller-blade. Vestía un chándal de marca y en la cabeza llevaba una gorra de béisbol de las que entonces estaban de moda.

—En mis tiempos no existían esos superpatines —se lamentó mi socio, con un tono cargado de nostalgia—. Eran unos trozos de hierro con ruedas de madera y un montón de correas...

—Los recuerdo. Cada vez que te cambiabas de zapatos te pasabas media hora regulándolos.

El patinador había llegado ya a la altura de la mujer. Con elegancia, la agarró por una muñeca y la hizo dar una vuelta completa a su alrededor. Acto seguido, la lanzó con violencia contra la pared de un edificio. La viuda chocó con la cabeza y, mientras el cuerpo inerte se deslizaba a lo largo de la pared, el joven aprovechó para clavarle dos dedos extendidos en el plexo solar. Luego agarró el bolso y se alejó con la misma elegancia con la que había llegado.

Para mis reflejos todo había ocurrido demasiado deprisa. Cuando empecé a correr hacia Vadilonga, Beniamino estaba ya casi junto a ella y Brundu perseguía al asesino.

—Está jodida —murmuró, mientras le sujetaba la cabeza.

Los labios de la mujer se movían.

—Parece que quiere decir algo —dije casi sin aliento por la carrera.

El viejo Rossini acercó el oído. Ella le susurró algo y segundos después murió.

—¿Qué ha dicho? —lo urgí.

—Vieja loca..... —comentó—. Ha dicho: «Qué pena... Faltaba poco... Mangiabarche»... —Negó con la cabeza—. Cuando uno está a punto de morir, debería decir algo más sensato, ¿no?

El cagliaritano llegó derrapando.

—Se me ha escapado —anunció.

—Rápido, larguémonos de aquí —nos apremió Rossini—. Dentro de nada llegarán un montón de maderos.

Ya en el coche se dio la vuelta para mirarme.

—Me quito el sombrero ante este homicidio disfrazado de tirón. Los polis no lo descubrirán nunca... Y nosotros hemos hecho un bonito papel de imbéciles. Si seguimos infravalorándolos, nos joderán a lo grande...

—Ya —asentí—. Nos han dejado otra vez petrificados. Tenemos que empezarlo todo desde el principio —murmuré desconsolado.

Mi amigo se dio otra vez la vuelta.

—Marco —anunció con gravedad—, antes de volver a empezar es mejor que pensemos en salvar el culo... Han matado a la viuda justo un minuto antes de que la obligáramos a cantar...

—Micrófonos —lo interrumpí, empezando a entenderle.

—Nos los habrán colocado en casa o en el Ribot. Son los lugares donde hemos elaborado el plan.

Encontramos un micrófono en la lámpara del comedor del apartamento de Pitz’e Serra y otro par más bajo las mesas que solíamos ocupar en el bar. Un gran trabajo que requería un contraataque.

Mientras Brundu buscaba otra casa segura, mi socio y yo pasamos la noche entre la casa y el Ribot, interpretando el papelón de investigadores derrotados que deciden abandonar el caso, con la esperanza de despistar a quien estuviera escuchando y grabando nuestras conversaciones. Necesitábamos un par de días para reorganizarnos.

El sardo pasó a recogernos a las nueve de la mañana y con mil precauciones nos llevó al nuevo refugio, no lejos del centro de Cagliari, en el número 3 de la calle Galassi, un gran edificio verde que era sobre todo de oficinas.

—Durante el día la gente entra y sale a todas horas; de noche está prácticamente desierto —nos ilustró mientras abría la puerta de la buhardilla.

Tres habitaciones, cocina y dos servicios, amueblada con los habituales restos de almacén. A nuestra disposición durante un mes por la módica cifra de cinco millones. Nos sentamos en la mesa de la cocina sin decir una palabra para analizar la situación.

—¿Y ahora? —me dijo Beniamino.

Encendí un pitillo, y solo después de fumarme más de la mitad, me decidí a responder.

—Pues ahora tenemos problemas. Muertos Benoit y Vadilonga, no tenemos otras pistas que seguir...

—Invéntate algo, Marco —saltó el milanés—. No sé si te das cuenta, pero hemos dejado que se carguen en nuestras narices a una señora de mediana edad mientras la estábamos siguiendo. No quiero que en el mundillo se rían del que suscribe. Un papelón de mierda de este tipo te jode una carrera prestigiosa, ya lo sabes... Tenemos que encontrar al tipo de los patines y cargárnoslo.

—Tiene razón, Caimán —intervino Brundu—. Además, el patinador ha violado la regla de «ni mujeres ni niños». Cuando lo encontremos, tenemos que recordárselo mientras lo llenamos de plomo... ¿Te acuerdas de la película León?

Lo miré, pero me abstuve de hacer comentarios.

—Por mí de acuerdo. «Engordemos» al asesino... Encontrarlo significa en cualquier caso resolver, al menos en parte, el caso y esto es lo que más me interesa...

—¿Estamos seguros de que es el mismo que eliminó al belga? —preguntó Brundu—. Porque entonces se trataría de un hombre y el belga sería en realidad un mariquita.

—Eso parece... —respondí con cautela.

—Yo os digo que es un loco —me interrumpió Beniamino, siguiendo el curso de sus pensamientos—. Olvidaos de la idea del clásico asesino contratado, mucho más del tipo «fantasía y muchos huevos», como habíamos pensado después del homicidio de Benoit. Este es un jodidísimo sicario psicópata, uno de esos que matan por placer.

—¿Estás seguro de eso? —pregunté perplejo.

—Segurísimo —rebatió—. Me pasó cerca, a un par de metros, y ni siquiera lo «noté». Si hubiera sido alguien que buscaba solo ganarse el pan, habría captado la tensión... Es mi trabajo y llevo en la calle de toda la vida... Sin embargo, ese iba perfectamente a su aire, tranquilo y despreocupado... Como si estuviera relamiéndose por el momento en que eliminaría a la viuda.

Volví a pensar en la escena.

—Podría ser —asentí. Luego me asaltó de repente otra idea—. Y si hubiera querido, habría podido dispararnos con una bonita pistola con silenciador... Cuando pasó a nuestro lado estábamos por completo indefensos... Por iniciativa suya o por orden de alguien está jugando con nosotros y con nuestra investigación... No entiendo el motivo, pero...

—Porque hemos perdido el control de la situación... Ni siquiera sabemos cuándo nos han «enganchado» —intervino mi socio—. Por eso tenemos que darnos prisa en encontrar una nueva pista y joderlos antes de que decidan hacerlo ellos... Un sicario psicópata es el peor enemigo que puedas encontrarte de frente.

—Tienes razón. Pero, como dije antes, al eliminar al belga y a la viuda han quemado la tierra a nuestro alrededor... Quedaría la pista de Dedonato: pero ese es un poli del Sisde y lo que debemos hacer es alejarnos lo máximo posible de él.

—Puede que encontremos una pista —aventuró con timidez Brundu—. En la base de todo ello hay un proceso famoso y los rumores corren entre los trabajadores... La gente imagina cosas...

—No te sigo, Marlon. ¿Qué quieres decir? —pregunté con curiosidad.

—Está proponiendo que nos dirijamos a un «renegado» —se anticipó el viejo Rossini—. Un poli corrupto, involucrado en su momento en las investigaciones y que quizá conserve buenos contactos en el mundillo.

—Ni hablar —corté—. Nunca he querido tener nada que ver con ellos... Con una mano cogen el dinero y con la otra te apuñalan por la espalda.

—Calma, calma, Marco. Quizá esta vez debamos pensárnoslo dos veces... Estamos metidos de verdad en la mierda. ¿Has pensado en alguien en concreto? —dijo luego, dirigiéndose al sardo.

—Sí, en un subteniente de los carabinieri del grupo de investigación destacado en el tribunal. Desde hace veinte años sigue los casos más importantes...

—¿De qué pie cojea? —pregunté.

Marlon hizo un gesto como de jugar a las cartas.

—Póquer —susurró con voz cómplice—. Conozco bien a alguien que le hizo perder tanto para tenerlo agarrado por los huevos durante el resto de su vida.

El viejo Rossini y yo nos miramos mucho rato.

—Probemos —me exhortó el milanés.

—De acuerdo. En este momento no tenemos otra elección.

Brundu se caló en la cabeza el gorro de cuero de motorista y se dirigió a la puerta. Lo imité.

—¿Adónde vas? —me preguntó Rossini en tono brusco.

—A ver a mi Gina —dije con mi mejor sonrisa.

—Me lo imaginaba —replicó, con aire de asco—. La estudiante de los cojones que está bien informada de cómo follan los caimanes... ¿Y a qué hora piensas volver?

No pude evitar una sonrisa.

—No lo sé.

—¡Dime por dónde andas! —gritó—. Un sicario de ese tipo, a un capullito como tú, se lo come de un solo bocado.

 

 

Mi chica no estaba en casa. Esperé una media hora sentado en el Panda y luego, atacado por el deseo impaciente de volver a verla, empecé a pensar dónde podía encontrarla. «Al fin y al cabo soy un investigador, no debería resultarme difícil encontrarla», pensé, tamborileando los dedos sobre el volante. Los locales aún estaban cerrados. Solo me quedaba buscarla en la escuela de baile donde Ramón Ruiz y Anita la Maltesa daban clases de flamenco. Una hora después aparcaba el coche bajo la ventana de un gimnasio del que procedía el ruido de un intenso taconeo.

Entré en un amplio salón iluminado con fluorescentes que tenía el suelo de tarima. No fue difícil distinguirla. Era la única que bailaba con gafas de sol. Tenía de pareja a un tipo de aire estirado que parecía tomarse muy en serio a sí mismo. Los observé unos minutos y tuve que rendirme ante la idea de que mi Gina era muy negada para ese tipo de danza. Parecía un muchachote obligado a bailar con la primera de la clase.

Al final se me acercó exhausta con un velo de sudor en el labio. Se lo quité con un beso.

—Tengo ganas de comer, emborracharme y follar. Exactamente en ese orden. ¿Qué te parece, bello Caimán?

—Que no veo la hora de dedicarme a los puntos dos y tres.

Quiso que la llevara a las afueras de la ciudad, a un restaurante conocido por la cantidad, además de por la calidad, de sus platos. Uno de esos sitios donde te sientas y unos camareros solícitos te traen un plato tras otro hasta que imploras piedad... y la cuenta.

Como siempre, me conformé con picar aquí y allá, demasiado ocupado en llenar mi copa de agua con calvados de la botella que tenía bien escondida bajo la mesa.

Gina, por el contrario, se llevaba al coleto copas rebosantes de vino blanco helado entre un bocado y otro. Comía con avidez y gusto. Los ojos le brillaban y de vez en cuando se levantaba por encima de la mesa para besarme con unos labios que sabían a marisco.

Después de la cena fuimos al Libarium, el local donde nos conocimos. Allí me acordé de llamar por teléfono a Beniamino. Respondió con un gruñido y me regañó a gusto por haber dado señales de vida con algunas horas de retraso.

Sentados en una mesa de un rincón, pasamos el tiempo bebiendo y susurrándonos frases cariñosas y sin sentido al oído hasta que vi, con el rabillo del ojo, al viejo Rossini y a Marlon sentándose con aire indiferente en la mesa de al lado.

Ella los observó con atención.

—A este local empieza a venir gente desagradable —sentenció sin preocuparse de bajar la voz.

Beniamino le dedicó una sonrisa de vitriolo y yo decidí que había llegado el momento de las presentaciones.

—Gina, estos señores son dos queridísimos amigos míos.

Se estrecharon las manos sin levantarse alargando los brazos. Beniamino notó algo, le retuvo la mano y luego se la giró poco a poco hasta dejar a la vista la cara interna de la muñeca.

—Qué bonito es este tatuaje en forma de pica —comentó en tono neutro.

Alargué el cuello para cotillearlo. No lo había visto antes. No logré comprender si era natural o no pero, desde luego, era perfecto: parecía sacado de una carta de naipes.

Gina retrajo la mano de un tirón.

—Es un antojo, no un tatuaje —lo corrigió con un tono malvado que no le conocía.

Se miraron fijamente durante un largo instante. No se gustaban y la mirada, que ambos sostuvieron durante demasiado tiempo, se estaba transformando en un desafío.

—Todavía no habéis pedido nada —constaté para aliviar la tensión.

Beniamino desplazó la mirada hacia mí.

—Nos vamos ya. Hemos venido para decirte que mañana por la noche iremos a ver a «nuestro amigo».

Se levantaron y se fueron sin despedirse. Lo sucedido me había entristecido y cabreado. Gina, sin embargo, lo olvidó en pocos segundos y volvió a ser la gata de siempre. Fuimos los últimos clientes en dejar el local y nos decidimos solo cuando el camarero, al pasar la fregona, empezó a limpiar también nuestros zapatos.

Después de la ducha y una buena dosis de sexo disfrutado con calma, nos dimos las buenas noches cuando por la ventana se filtraba ya prepotente la luz del nuevo día. En el duermevela me di cuenta de que estaba pensando que me gustaría dormir al lado de ella todas las noches. Di un bote en la cama del susto. Mi chica roncaba ligeramente con una expresión borracha. La observé durante cinco minutos, luego me vestí en silencio y me marché.

Cuando abrí la puerta de la buhardilla de la calle Galassi, la luz de la cocina seguía encendida. Me encontré a Rossini y a Marlon mano a mano en una partida de cartas. Cigarrillos, licores y las metralletas a punto.

—Esa mujer te hará daño —empezó Rossini, sin apartar la mirada de las cartas—. Y te deprimirás, tendrás la cara larga de la mañana a la noche, mamarás calvados como un ternerillo y tocarás los cojones al que suscribe con tus penas de amor.

Resoplé y me dirigí a Brundu, que había seguido el discurso con mucha atención.

—No te metas en esto también tú —le advertí.

—Ni se me ocurriría, Caimán. Aquí no metemos las narices ni siquiera en los asuntos entre sardos, imagínate en los de los «continentales» —me tranquilizó, con un cierto tono de superioridad.

Apunté a mi socio con el dedo índice.

—Aprende... Eso es civismo —dije, y me marché fingiendo que estaba indignado.

Dormí algunas horas con un sueño agitado. En cuanto me desperté, afloró al momento la tensión por la cita con el «renegado» que estaba fijada para aquella noche. La escayola empezó a molestarme de forma insoportable y decidí que había llegado el momento de quitármela.

Cuando entré en la atestada sala de espera de la Clínica de los Pequeños Animales se hizo un silencio cargado de perplejidad: era evidente para todos que no llevaba conmigo el animal reglamentario. Un detalle no banal que no había tenido en cuenta en absoluto. Duró unos segundos; luego, los presentes volvieron a hablar de lo bonitos que eran sus Fuffi y a lamentarse del aumento de costes de la desparasitación de los cachorros.

Cuando la doctora Carla Pes detectó mi presencia, me llamó con un decidido gesto de la mano y me empujó rápidamente al cuarto de la limpieza.

—A los bandidos los recibo solo de noche —empezó—. ¿Por qué ha venido?

—Como ya le dije, no soy un bandido, sino un investigador y estoy cansado de llevar la escayola —respondí, tratando de ser amable.

—Es arriesgado... Aún no ha pasado un mes y dudo que el hueso se haya soldado... En cualquier caso es asunto suyo. Venga esta noche y se lo quito.

—Esta noche no puedo... Tiene que hacerlo ahora.

Se cruzó de brazos.

—Está de broma, ¿verdad? ¿Qué cree que pensarán los clientes al verlo salir sin escayola?

—Puedo esperar a la hora de cierre...

—Vale, vale —atajó—. Pero la próxima vez, antes de venir, recoja por la calle un gato o un perro... Vamos, que parezca que necesita una clínica veterinaria... Los clientes me harán preguntas...

—Le queda siempre la opción de decirles que tenía piojos con caspa... o la solitaria con úlcera.

Estalló en una carcajada histérica y catarrosa, y volvió a ocuparse de un pequeño canario que respondía al nombre de Jimmy y que tenía una fea infección en una pata.

La radiografía demostró que la doctora se había equivocado. Los huesos estaban soldados a la perfección, pero la pérdida de tono muscular necesitaba un mínimo de rehabilitación. Sentía un dolor de tres pares de demonios, pero me vi obligado a renunciar a los analgésicos y al calvados: aquella noche tenía que estar absolutamente lúcido.

 

 

La cita con el «renegado» se había fijado a las once en el aparcamiento desierto del centro comercial del barrio periférico de Pirri. El acuerdo preveía que los coches llegarían desde direcciones opuestas, se pararían en una zona bien iluminada en los límites del área, y que solo él y yo nos encontraríamos en el centro.

Alberto Fazio, subteniente del arma, llegó con un cuarto de hora de retraso y caminó hacia mí con aire circunspecto. Sabía que actuaría de ese modo: la cifra que le habíamos ofrecido era alentadora de verdad, pero el hecho de que la propuesta del encuentro procediera de desconocidos, continentales por añadidura, debía de haberle preocupado, y no poco: de hecho, no podía excluir que fuéramos colegas a la caza de carabinieri corruptos.

—No has venido solo —dijo mientras señalaba el Panda, en cuyo interior destacaban los perfiles de Marlon y Beniamino, que sabía que tenían las metralletas en el regazo.

—¿Qué más da?... Ya has comprobado los alrededores y sabes que no tienes nada que temer.

Se acercó y me registró en busca de micrófonos. Mientras deslizaba sus manos por mi cuerpo de forma profesional, pude observarle con atención. Cincuenta años, sobrepeso, cara de rasgos indefinidos, pelo rizado y perilla, ambos canosos. Lo catalogué como un poli untuoso y arrogante. Un verdadero mierda.

Alargó la mano y se puso a contar el dinero.

—¿Qué quieres saber?

—Quiero que me digas... todo lo que sabes del caso Siddi y de un colega tuyo del Sisde, un tal Alberto Dedonato.

Me devolvió el fajo de billetes y negó con la cabeza.

—Estos cuatro cuartos no son suficientes... Las respuestas que quieres valen mucho más.

Otra acción previsible. El viejo Rossini lo había dado por seguro. Me había explicado que el verdadero corrupto, el que no vende a su madre por cinco liras, adora realizar acuerdos como si fuera un auténtico hombre de negocios y que, si se empieza a discutir, el regateo puede ser largo. Y nosotros no teníamos tiempo para jueguecitos de ese tipo.

—Vale —respondí lacónico. Me di la vuelta y empecé a dirigirme de vuelta al coche.

—Ten en cuenta que solo yo puedo proporcionarte esas informaciones... Te conviene romper la hucha y volver con una cifra más seria —ofreció.

Lo ignoré y seguí caminando hacia el coche.

—Eh, amigo...

Me di la vuelta de un respingo.

—Ni soy tu amigo ni voy a darte una lira más. Lo tomas o lo dejas.

Estaba a punto de abrir la puerta del coche, resignado ya al fracaso de nuestra estrategia, cuando lo oí gritar:

—¡Vuelve aquí...! ¡Acepto!

Le entregué de nuevo el dinero.

—¿Primero Siddi o el agente del Sisde? —me preguntó.

Opté por el último. Y empezaron a saltar las sorpresas. La primera fue que Alberto Dedonato era un expoli. Convertido en jefazo de los «viejos» servicios, encargado de operaciones poco claras, lo habían «jubilado» tras la reforma. Fazio añadió que, en su opinión, estaba perdiendo el tiempo si tenía intención de buscarlo en Cerdeña, porque estaba en el extranjero hacía ya tiempo. Es decir, unos tres años, la época de la última misión. Entonces ya sabía que estaba jodido, pero había aceptado de todas formas llevar a término el encargo que le habían asignado de sacar del país a dos arrepentidos. Dos pastores que habían colaborado en la investigación de un secuestro de un conocido personaje del espectáculo y que con sus «cantes» habían hecho que arrestaran y condenaran al resto de la banda.

Dedonato tenía que acompañarlos a un país determinado y entregarlos a alguien que se ocuparía de proporcionarles una nueva identidad, casa y trabajo. Pero nunca llegaron a su destino y desaparecieron de forma literal en la nada. Todo esto ocurrió en un aeropuerto: mientras los otros agentes iban a resolver los asuntos de aduana, Dedonato y los dos arrepentidos se largaron. La noticia se mantuvo en secreto para no poner en crisis el Servicio Central de Protección de Arrepentidos. Las investigaciones para encontrarlos no llegaron nunca a nada concreto.

La parrafada le había secado la garganta y se calló el tiempo justo para desenvolver un chicle. Aproveché para preguntarle por los parientes de Dedonato.

—Su mujer y sus hijos viven en la provincia de Milán, pero nuestro hombre había roto con ellos hacía ya años, mucho antes de llegar a Cerdeña, cuando todavía no se llamaba Dedonato... Se dice que estaba con una chica medio alemana medio española, relacionada de alguna manera con los servicios secretos alemanes.

Pensé que ya había oído hablar de esa chica y luego recordé que habían sido mis clientes los que me contaron que en las primerísimas investigaciones sobre el caso Siddi, antes de abandonar la pista de la OTAN, se había señalado la presencia de una joven en las dependencias de la inteligencia alemana.

—Si no tienes más preguntas..., he agotado el tema Dedonato y podría pasar al abogado —precisó Fazio, mirando con descaro el reloj, como si quisiera subrayar la importancia de su tiempo.

—No tengas prisa. Estás trabajando para mí —subrayé—. Dime en qué sitios se dejaría ver el bueno de Alberto si decidiera volver a Cagliari.

Lo pensó.

—Solo conozco uno: el garito de la calle Merello. Iba siempre. Es el mejor de Cagliari pero yo no puedo entrar allí... Lo frecuenta cierta gente que es mejor que no sepa... —añadió desconsolado.

—Tu enfermedad es el póquer. ¿Y la suya?

—La ruleta. Dilapidar su dinero, que casi siempre es del Estado.

Encendí un pitillo.

—Pasemos a Giampaolo Siddi.

También él prendió uno. De los suyos. Ninguno de los dos estaba para gentilezas. Tampoco en este tema faltaron las sorpresas. Fazio también estaba convencido de que Siddi estaba vivo. Es más, estaba completamente seguro. Me desveló que todos los magistrados habían llegado a pensar lo mismo con el tiempo, pero que el mecanismo del proceso ya estaba en marcha, así que muchos respiraron aliviados cuando absolvieron a aquellos tres abogados de la acusación de homicidio después de «solo» dos años de cárcel.

Dijo conocer también el porqué de la desaparición y el consiguiente proceso de despiste: Siddi se había apropiado de una considerable cantidad de dinero, parece que en títulos al portador, que era propiedad de sus jefes, los llamados «abogados».

Cuando pregunté si sabía cómo se llamaban, negó con la cabeza.

—Ojalá, sería rico desde hace tiempo —me confió—. El sector cagliaritano que gestiona los negocios «de verdad» es una mezcla de masonería, políticos, constructores, grandes comerciantes, pero, en la base de todo, la que proporciona el dinero para su reciclaje es el hampa, en parte sarda, aunque sobre todo continental. Un magistrado honesto, un tocapelotas sardo de cabeza dura, me dijo que, en primer lugar, los «abogados» lo son no solo de nombre, sino también de hecho, y que su identificación es extremadamente difícil porque pertenecen a un grupo secreto dentro de ese sector...

—Y Siddi los jodió al escaparse con la caja... —comenté meditabundo.

—Exacto.

—¿Tienes alguna idea de dónde ha podido esconderse?

—El mundo es grande... —filosofó mientras se encogía de hombros.

Iba a preguntarle qué sabía de Fiorenza Vadilonga, pero me contuve. Era mejor fingir que no la conocía. No quería que se imaginara cosas. Así que le pregunté si Siddi y Dedonato se veían.

—Es posible —respondió—. Ambos estaban relacionados con la base de la OTAN de Decimomannu.

—¿Te dice algo la palabra «Mangiabarche»? —pregunté con indiferencia.

—No, no la he oído nunca.

Levanté la llama del mechero e iluminé la foto del tipo del pelo blanco y el impermeable a lo teniente Sheridan con el que Dedonato se había encontrado en la bodega. Negó con la cabeza.

Hice un gesto para aclararle que la conversación había acabado y volví al coche.

—¿Cómo ha ido? —preguntó impaciente el viejo Rossini.

Me di la vuelta hacia el sardo.

—Muy bien, Marlon —le reconocí—. Ha sido una idea magnífica hablar con el subteniente... Me ha indicado la pista para llegar a Siddi, el muerto más vivo que existe... Por el camino encontraremos también al sicario... y a un montón de gente estupenda.

 

 

El abogado Genesio Columbu estaba de pésimo humor. La llamada telefónica no dejaba dudas. Decidí entonces que me acompañara Beniamino, porque sabía que aquellos dos se respetaban y se comprendían y confiaba en su mediación. En cuanto nos sentamos en su despacho, Columbu nos plantó bajo la nariz un par de periódicos locales que informaban en la primera página de la noticia del asesinato de Fiorenza Vadilonga. «Los ladrones de tirón también matan. Bárbaro homicidio de una empleada en pleno centro», titulaba el primero. «Naranja mecánica en la calle Dante: ladrón con patines masacra a una viuda indefensa», denunciaba el segundo.

Intercambié una mirada de entendimiento con mi socio: como habíamos previsto, las investigaciones se habían centrado en la pista del ladrón asesino.

—Un amigo que trabaja en jefatura —empezó el abogado en tono cortante— me ha confiado que un testigo ha declarado que vio a dos hombres acercarse a la mujer tendida en el suelo y luego escapar en un Panda azul, conducido por un tercero... Y eso no es todo. Charlando de esto y aquello, me he enterado también de la desaparición de Leon Benoit, denunciada por los dependientes de su supermercado. La policía considera que ha sido víctima de un caso de lupara blanca...[7]

Se concedió una pausa para volver a acomodarse con calma en la silla, desplazar las gafas a la punta de la nariz y cruzar las manos sobre el estómago.

—Ahora quiero saber qué está ocurriendo —continuó imperativo—. Quiero saber por qué ha comenzado este reguero de muertes de personajes involucrados en el caso. Y también piensan lo mismo mis clientes...

—También son mis clientes —lo interrumpí con el mismo tono, aunque luego me callé.

No tenía ganas de discutir con aquel viejo y dejé que se las apañara Beniamino. Hablaban el mismo lenguaje: estaba seguro de que se entenderían.

—Abogado —empezó mi socio, con un tono cargado de respeto—, Marco tiene un método de trabajo muy particular... Los clientes, durante la investigación, se lamentan, lo sé por experiencia, pero luego, al final, están siempre satisfechos... En este momento estamos en un punto delicado, no podemos ponerlo al corriente de todos los detalles, pero estoy seguro —y mientras lo decía me miró fijamente— de que lo que ahora le contará mi amigo bastará para satisfacer su curiosidad.

Los rasgos del rostro del viejo abogado se relajaron de manera imperceptible: Rossini había logrado tranquilizarlo.

—Incluso haré más —intervine—. Le expondré mi teoría sobre todo el caso, así podrá divertirse interpretando el papel de abogado del diablo.

Me dedicó una mirada inexpresiva, que quise interpretar como un signo de asentimiento y una invitación a seguir.

—Giampaolo Siddi está vivo: su desaparición fue una completa puesta en escena para uso y consumo de los magistrados y de su familia, con la que no mantenía una buena relación. El motivo de esta fuga hay que buscarlo en una montaña de dinero, parece ser que en títulos al portador, que este señor sustrajo a sus jefes: los «abogados». Mientras traficaba con la base de la OTAN de Decimomannu conoció a Alberto Dedonato, agente poco limpio del Sisde destacado en el Servicio Central de Protección de Arrepentidos. Un auténtico especialista en esconder a personas facilitándoles una nueva identidad. Es el cómplice ideal para el plan de Siddi y quien sin duda lo ayudó a salir del país. Pero eso no es todo. En esos años, Dedonato gestionó también la relación con la amante del abogado, Fiorenza Vadilonga. A través de un complicado pero seguro sistema de mensajes publicado en los anuncios de los corazones solitarios, cuyo código se basa en el cine francés, ha logrado que se mantuvieran de forma constante en contacto. Desde el principio. Esto demuestra que entre él y Siddi nació una sociedad criminal que dura hasta hoy.

»Hace tres años, Dedonato desaparece. En un aeropuerto. Con los dos arrepentidos a los que acompañaba hacia un nuevo país y una nueva identidad. Al principio no entendía por qué se habían pirado los tres juntos. Ahora creo que Dedonato les ofreció algo más conveniente o, para ser más exactos, más rentable que un programa de reinserción: la propuesta de entrar en una banda nueva. No tengo ni idea de en qué ramo del crimen está especializada, pero sé que existe. De eso estoy seguro. Como del hecho de que opera sobre todo en el extranjero.

»Creo que Dedonato siguió viniendo a Cagliari para hablar con Vadilonga y, de vez en cuando, para acompañarla hasta su amante. Luego llegamos nosotros: empezamos a meter la nariz en todo, los alarmamos y obligamos a la banda a volver. Nos han estado “cuidando” sin que nos enterásemos, han puesto micrófonos en los lugares que frecuentamos, se han anticipado a nuestros movimientos y han eliminado a todo aquel que pudiera ponerlos en peligro. Primero a Benoit, que, como antiguo cómplice de Giampaolo Siddi, habría podido revelarnos que este seguía vivo y luego la viuda, a través de la cual habríamos podido llegar hasta él...

—¿Están seguros de que el belga está muerto? —preguntó Columbu.

—Sí. Lo vimos con nuestros propios ojos —respondió Rossini.

—Si la banda se encuentra ahora en Cerdeña, puede que también esté Siddi —aventuró el abogado.

—Lo dudo. Para él es demasiado peligroso. Seguro que algunos han vuelto —precisé—. Sin duda, Dedonato, el tipo de pelo blanco de quien solo tenemos la fotografía, y el asesino que ha llevado a cabo los dos homicidios. Por el modus operandi, mi socio está convencido de que se trata de un psicópata que mata más por placer que por dinero.

—¿Cómo piensan actuar de ahora en adelante? —preguntó Columbu.

—Trincaremos a Dedonato para llegar a Siddi y a él le preguntaremos el nombre de los «abogados».

—Dicho así, parece fácil.

—Sin embargo, no lo será, pero no tenemos otra elección —intervino Rossini—. Con la investigación hemos puesto en marcha un mecanismo de reacción que incluye la eliminación de varias personas...

—De ustedes dos, por ejemplo.

—Y de usted también, abogado —rebatió mi amigo—, igual que de sus clientes... Todos ustedes podrían ser objeto de atención por parte del asesino. Cualquiera que pueda saber algo útil para demostrar que Siddi está vivo se encuentra en peligro de muerte.

El abogado, perdido en sus pensamientos, se rascó largo rato el estómago con las dos manos.

—Su reconstrucción, Buratti, es burda, vacilante en algunos puntos y en otros poco clara. Además no responde a todas las cuestiones de la investigación que le han propuesto mis clientes... Pero el planteamiento de su razonamiento me parece sólido... Incluso podría haber dado en el clavo.