El primer rayo de sol logró penetrar la densa enramada de pinos y encinas seculares e iluminó débilmente la silueta de un corzo cincelada con elegancia en la culata de un fusil. El hombre que lo empuñaba dio sobre ella unos golpecitos con la uña de su dedo índice para atraer mi atención.

—Así como el ciervo representa la majestuosidad y el jabalí la fuerza —susurró—, el corzo es el símbolo de la gracia y la delicadeza... La caza con arma de fuego por excelencia, la más difícil y la más emocionante, porque se trata del animal más desconfiado del bosque: el oído es su sentido más desarrollado; luego, el olfato; por último, la vista. Si el estruendo de un avión lo deja del todo indiferente, el crac de una rama aplastada lo pone alerta al momento. Los cazadores deben encontrarse en el lugar elegido para apostarse antes del amanecer y tener cuidado de situarse a sotavento. El corzo aparece de repente, como un fantasma en la incierta luz de la mañana, y hay que decidir en el lapso de un segundo si vale la pena abatirlo...

Me miró con fijeza a los ojos para comprobar el efecto de sus palabras. Asentí con la cabeza. Satisfecho, el hombre sacó de uno de los innumerables bolsillos de su mono una larga mira telescópica y la fijó en el arma con unos pocos y precisos movimientos. Miró luego a través de ella para regular la luminosidad. Apuntó al claro de bosque que había entre la casa y la pocilga, doscientos metros más abajo, ya del todo visible a la luz del nuevo día.

Quitó el seguro, pero, dado que no se había producido ningún cambio en el paisaje, se sentó en una piedra y se resignó a esperar. Su actitud en apariencia distendida contrastaba con la tensión de su rostro, reflejada en la mirada enmarcada por unas arrugas que traicionaba el deseo de apretar el gatillo, de saborear el ruido del disparo que habría de lacerar con violencia el silencio del bosque. Los otros cazadores, también inmóviles y silenciosos, formaban un semicírculo para cerrar cualquier intento de fuga.

Por la chimenea del caserío de piedra se elevó un hilo de humo. Pasaron unos diez minutos: un tipo bajo y rechoncho, vestido de pastor, salió de la casa. En la mano el cubo con la comida para los cerdos, en la boca un pitillo recién encendido.

El cazador se arrodilló y lo encuadró en el punto de mira. Seguro de mi atención, reanudó el discurso interrumpido poco antes:

—Para una caza tan noble —susurró—, la elección del arma es fundamental: el fusil debe ser deportivamente de una sola bala y de un calibre que no destruya el trofeo. Esta carabina es muy antigua, una Henry-Martini del ejército inglés. Se usó en 1880 para tomar la fortaleza de Kandahar en Afganistán. Un siglo después la utilizaron los francotiradores afganos para matar a más de un soldado soviético...

A continuación calló, apuntó y disparó. El cubo voló por los aires y el hombrecillo cayó a tierra con la rodilla derecha atravesada por la bala. El cazador tenía razón: podía decirse que el tiro era «limpio». Si no hubiera sido por la sangre que salía en abundancia por la herida, hubiera podido creerse que había fallado el blanco.

El bosque estaba de nuevo silencioso. A duras penas se oía la respiración cada vez más dificultosa del herido que se arrastraba tratando desesperadamente de volver a la casa.

—El corzo, una vez herido —continuó el hombre, mientras cargaba con calma otra bala en el fusil—, trata de alcanzar lo antes posible una charca de agua para aliviar el dolor y para que se pierda su rastro. Un tiro en la columna vertebral o en la pelvis lo abaten de golpe. Una pata rota, sin embargo, a pesar del dolor, no le impide intentar la fuga...

El dedo acarició el gatillo y, antes incluso de oír el disparo, vi deshacerse el codo derecho del pastor como un colín. Esta vez el herido permaneció inmóvil y empezó a sollozar con intensidad, con la cara oculta en la hierba húmeda.

Miré a mi alrededor. Los otros cazadores seguían apuntando hacia la casa con sus fusiles ametralladores. Como su jefe, llevaban la cara cubierta con pasamontañas azul marino y vestían monos del mismo color. Solo Beniamino —mi socio— y yo no íbamos enmascarados ni armados.

Se reanudó la lección de caza:

—El corzo es un animal gregario y curioso: si un macho se aleja de la manada, los otros van enseguida a buscarlo... Y esto es extremadamente peligroso...

Lo interrumpió un grito. Un segundo hombre, más joven y más alto que el primero, salió de la casa corriendo y armado con un fusil. Alcanzó a su amigo tendido en la hierba. Se interpuso entre él y el bosque, como si quisiera protegerlo, y empezó a disparar: a los pinos, a las encinas, al miedo. Los cazadores ni siquiera intentaron buscar refugio. El recién llegado apuntaba un calibre doce semiautomático, cargado con perdigones: a esa distancia solo era peligroso para las cortezas de los árboles.

Descargó los cinco disparos. Recargó otras dos veces. Tiró el fusil al suelo y extrajo un revólver del bolsillo. Gastó los seis proyectiles, luego lo lanzó contra los árboles y gritó aún más fuerte, hasta que el último aliento se le ahogó en la garganta. Acto seguido inclinó la cabeza y permaneció inmóvil, en silencio, mientras esperaba el proyectil.

Durante cinco interminables minutos no ocurrió nada. Al fin, el cazador apuntó de nuevo. Dos veces: el primer proyectil despedazó el fémur derecho del chico, el segundo le partió el izquierdo.

El joven gritó aún más fuerte.

—Los corzos tienen más dignidad —comentó el cazador, molesto, y disparó para acallarlo.

Esta vez el tiro resultó destructivo: entró por la mejilla derecha, se llevó por delante dientes y trozos de lengua y salió por el lado izquierdo de la cara, hasta hacerla estallar como una sandía caída desde un sexto piso.

—¡Hemos pillado a la peonada! —exclamó el hombre, dirigiéndose a mi socio y a mí—. Los que nos interesan han debido de marcharse hace horas...

—¿Nuestro acuerdo sigue en pie? —pregunté.

—Claro —respondió—. Cuando los encontremos, antes de ajusticiarlos, dejaremos que los interroguéis.

Beniamino abrió la boca por primera vez.

—¿A estos no les preguntáis nada? —dijo, señalando a los dos heridos.

—Los animales no hablan —respondió el otro con desprecio.

—En cualquier caso tienen derecho al tiro de gracia —intervine.

—No hay prisa —replicó con voz áspera. Se acercó y me miró fijamente a los ojos—. ¿Cuánto tiempo tardó en morir mi hermano? —preguntó.

—Demasiado —respondí con calma.

—¿Y a él le dieron un tiro de gracia?

—No —admití.

—Entonces que estos esperen también. Luego los sepultaremos. A mi hermano no le concedieron ni siquiera eso: lo echaron a los cerdos...

El hombre estaba trastornado, con la mente devastada por un dolor profundo, arrollador. La lección de caza a la que habíamos asistido era la prueba evidente de ello. Intenté hacerlo reaccionar.

—¡Qué terrible costumbre esta venganza vuestra! —exclamé en tono irreverente.

Me apuntó con el fusil a la altura del estómago. Beniamino se puso rígido: en su mirada leí una escasa consideración por mi salud mental y la contrariedad de no ir armado.

Nos mantuvimos frente a frente durante algunos segundos, luego bajó el arma y el cazador me reprendió mientras asentía.

—¿Qué quiere? ¡Cumplimos con nuestro deber! —Y añadió con cansancio una vez desahogada la rabia—: Docta cita, amigo italiano, pero Maupassant no comprendió nunca un carajo de nuestra tierra.

Mientras se alejaba, ordenó a algunos de los suyos que entraran en la casa. Tal y como se esperaba, no quedaba nadie. En el exterior, un grupito había empezado a cavar una fosa ancha y profunda. A pocos metros de distancia un hombre acabó con todos los cerdos de la pocilga de una sola ráfaga.

—Los sepultarán con los cerdos —comenté.

—Ellos se lo han buscado —sentenció Beniamino.

Un tipo nos llamó con un gesto:

—Vamos a quemar la casa, si antes quieren echar un vistazo...

Entramos en la casa, que se componía de una única habitación que olía a humo y queso de oveja. Cuatro camastros, una mesa larga, algunas sillas, un aparador, un armario y la chimenea. Los cazadores habían amontonado en la mesa todos los objetos dignos de interés. En una bolsita de plástico encontré una fotografía —el pastor más viejo de los dos en compañía de una mujer gorda y sonriente con tres niños pegados a la falda— y una cuartilla a cuadritos plegada en cuatro. La desplegué. Alguien, con la caligrafía incierta del adulto que no ha acabado la escuela primaria, había escrito en la parte de arriba una frase sin sentido aparente ni tampoco espacios entre las palabras: Mangiabarche.[1] Era la segunda vez que me tropezaba con una expresión tan extraña. Le pasé el papel a mi socio.

—No hay más que hablar: este Mangiabarche amenaza con convertirse en un auténtico tormento —fue su lacónico comentario.

Dos disparos anunciaron el fin del sufrimiento para los dos habitantes de la casa.

Una hora después, al volver a los coches, llegó el momento de separarse.

El jefe de los cazadores se acercó y, antes de estrecharme la mano, se quitó el pasamontañas. Aprecié el gesto. Aparentaba unos cincuenta años: una barba negra como la pez perfilaba la cara a la vista.

Nadie dijo nada. La venganza corsa es un viejo rito en el que solo la muerte y el silencioso dolor de los supervivientes tienen sentido.

 

 

Todo esto ocurría en la zona de Cartalavonu en Fôret de l’Ospedale, al sur de Córcega. Los encapuchados eran militantes el Frente de Liberación Nacional de Córcega, organización clandestina que había declarado la guerra a Francia. En aquella época estaban unidos; hoy todo ha cambiado: hermanos matan a hermanos y cada vez es más difícil para ellos reconocer al enemigo.

Mi socio y yo habíamos caído en aquella guerra por pura casualidad, siguiendo una pista que partía de Cerdeña.