UNA ESTRELLA DE REGRESO EN LA TIERRA
Mick Brown | 14 de diciembre de 1996, Telegraph Magazine (Reino Unido)
En este reportaje para el suplemento del sábado del periódico británico Daily Telegraph, Mick Brown repasa brevemente casi todos los hitos de la carrera de Bowie haciendo un resumen de ella hasta el momento.
Si se equivoca en el año de la declaración de “soy gay” de Bowie, podemos perdonarlo por la calidad general del artículo y la interesante anécdota personal que cuenta al principio, la cual ejemplifica cómo la sombra de una superestrella llega a afectar una vida normal.
A lo largo de los setenta, David Bowie no tenía fanáticos. Tenía acólitos, discípulos, obsesivos; adolescentes y veinteañeros que compraban sus discos, observaban cada movimiento, copiaban su ropa y sus peinados –el alto copete en llamas de Ziggy Stardust, el tupé de muchacho soul de Young Americans–, su actitud.
Tony, un estudiante amigo mío, idolatraba a David Bowie. A fines de los sesenta, antes de que el mundo en toda su extensión supiera quién era David Bowie, Tony se había encontrado con él una o dos veces incluso. Bowie estaba viviendo en aquel entonces en el suburbano Beckenham –un aspirante a cantante pop, que incursionaba en la mímica, el kabuki, las artes visuales–, llevaba adelante un proyecto de artes, y un par de veces invitó a Tony a su casa para pasar el rato, fumar uno o dos porros y charlar.
Esto ocurrió antes de que Bowie grabara The Man Who Sold The World, el álbum que le diera una reputación. El disco era admirable por dos cosas: su tapa, que mostraba a Bowie apoltronado en un amplio diván en un atractivo vestido de seda, la primera señal de la ambigüedad sexual que se convertiría en su marca registrada; y sus letras, que se enfrentaban explícitamente con la fina línea entre la cordura y la locura, aludiendo a la historia de la esquizofrenia en la familia de Bowie y sugiriendo, tal como la canción, que Bowie también se quedaría “con todos los locos / puesto que estoy bastante contento de que todos estén tan cuerdos como yo”. (1)
A Tony le encantaba The Man Who Sold The World, no solo acaso porque reflejara la locura que germinaba en su propia mente, sino también porque la legitimizaba. En algún momento de los primeros sesenta, a Tony le diagnosticaron esquizofrenia y fue internado en un hospital psiquiátrico. Yo lo visité una o dos veces. En la puerta de su habitación tenía un enorme póster de Bowie en su encarnación de Aladdin Sane –el destello del rayo en zigzag que cruzaba un rostro que parecía una máscara mortuoria. Podía imaginar a Tony en su habitación, sintonizando con el póster, extrayendo sus propios mensajes y significados ocultos. Un muchacho loco. El póster lo llamaba, y un día Tony atravesó el largo estacionamiento del hospital psiquiátrico y tomó un autobús a Beckenham para ver a Bowie.
Fue complicado, pero Tony encontró la casa. No hubo respuesta cuando tocó el timbre, de modo que Tony abrió la puerta hacia el jardín trasero, rompió la ventana de la cocina y entró en la casa. Después de todo, David comprendería.
Tony miró a su alrededor: muebles de G-Plan y alfombras de motivos arremolinados. No era lo que él recordaba pero, diablos, el gusto de Bowie siempre había sido excéntrico. Tony se sentó en la sala del frente, ante el hogar eléctrico, a beber té, a esa hora en que las respetables familias suburbanas regresan a casa.
Al cabo de una hora, Tony volvió al hospital.
Claro, hacía bastante tiempo que Bowie había dejado Beckenham por entonces y probablemente no recordara a Tony. Es difícil situarlo con exactitud, pero para el momento en que Tony rompía la ventana de la cocina, acaso Bowie estuviera albergado en el hotel Pierre de Nueva York. Un monstruo del rock. Había alquilado dos habitaciones, a 700 dólares la semana: una donde vivir, otra transformada en un estudio improvisado donde se recluía para hacer películas sobre sí mismo, construyendo modelos a escala del escenario para su próxima gira, pesadilla-del-apocalipsis, de Diamond Dogs.
“Es increíble”, dice Bowie inclinándose hacia adelante sobre el sofá del estudio de grabación neoyorquino donde estamos charlando. “De veras guardo un sinfín de cosas, y el otro día me encontré con esta película, es tan extraña.
“John Lennon estaba allí en aquel momento y de vez en cuando la cámara lo registra al fondo, sentado con su guitarra, tocando los éxitos del momento y diciendo: ‘¿Qué mierda estás haciendo tú, Bowie? Es tan negativo tu material. Toda esta mierda mutante de Diamond Dogs. Ja’.
“Yo amaba a John. Me acuerdo de preguntarle una vez qué pensaba del glam rock y me dijo: –Bowie adopta un convincente acento de Liverpool– ‘Es solo maldito rock and roll con lápiz de labios’. Lo cual era muy sucinto, pero no del todo preciso”.
Bowie se mece hacia atrás riéndose. Ríe sin reparos. Es lo primero que notas en él. Eso y su cercana calidez. No hay indicios de timidez o de reserva, ningún indicio de misterio. Todo lo contrario de hecho: el caluroso apretón de manos, la camaradería del sur de Londres, el aire de candor despreocupado. Al cabo de cinco minutos, todo conspira para hacerte caer en esa gran artimaña social de tener la sensación de haber conocido a Bowie toda la vida.
Es algo inesperado, porque lo que hemos llegado a suponer de Bowie, en su apogeo como estrella de rock, era un mito deliberado. Mejor que nadie, Bowie comprendió el imperativo de ambigüedad y transformación en la música popular, el hecho de que es más difícil acertar si le apuntas a un blanco móvil. En los sesenta, la “autenticidad” había sido el producto más preciado en la música rock, un retroceso a sus raíces, a la forma “pura” del blues. Pero el talento de Bowie estaba en el mestizaje, se apropiaba astutamente de ideas de vanguardia y las popularizaba.
También comprendió el poder del sexo en la música pop. Mick Jagger alardeaba afeminamiento con los Rolling Stones, pero Bowie lo llevó más lejos, elevando el ardor de la ambigüedad sexual hasta un cri de coeur, “Oh You Pretty Things”, cantaba en una de sus canciones más populares, “don’t you know you’re driving your mamas and papas insane”. (2)
Por encima de todo, el desempeño de Bowie en escena estaba consagrado a un despliegue del disfraz, intercambiando una serie de identidades teatrales y estilos musicales que, al tiempo que embelesaba al público, imploraba la pregunta perpetua: ¿quién es exactamente David Bowie?
Este fue el juego que convirtió a Bowie en el artista de rock más consistentemente inventivo de su generación, y en uno de los más exitosos, hasta que en algún momento de mediados de los ochenta perdió fuerza, su toque pareció haberlo abandonado y ya nadie se preocupó demasiado por saber quién era Bowie.
Entonces, ¿quién es exactamente David Bowie ahora? Cumplirá 50 años el mes que viene. Es padre de un hijo de 25 años, Joe, de su primer matrimonio. Casado estos últimos cuatro años con Iman, una ex modelo de modas que ahora dirige su propia compañía de cosméticos. Tienen una casa en Suiza, donde Bowie ha vivido desde 1981, a pesar de que es probable encontrarlo trabajando y viajando por Nueva York, Londres, París y el Lejano Oriente (tiene pasión por Indonesia).
Acaso se lo pueda describir como un dilettante multipráctico del arte. Compone discos; actúa (recientemente hizo el papel de Warhol en la película Basquiat, dirigida por su amigo, el pintor Julian Schnabel); colecciona cuadros (expresionismo alemán y contemporáneos británicos) y pinta por su cuenta; diseña empapelados; tiene un lugar en la mesa editorial de la publicación de arte Modern Painters, donde también oficia de crítico. Se ha descripto a sí mismo como “un populista del arte y un budista posmoderno que navega a su manera por el caos del fin del siglo XX”, lo que tal vez explique por qué hoy en día mucha gente piensa que el peor vicio de David Bowie es la pretenciosidad.
De hecho, su mayor culpa es haber sido arrasado por el maremoto de su propio entusiasmo. Al hablar de la obra de Bowie, Brian Eno, su ocasional productor y amigo íntimo, lo describe como un “intuitivo salvaje, lo que quiere decir que trabaja en buena medida a partir de su propia emoción. Es capaz de tangentes de veras veloces, brillantes, hacia ese lugar que no habías sospechado”.
Lo mismo puede decirse sobre su forma de conversar. Bowie habla de manera locuaz, grandiosa, yendo como un rayo de una cuestión a la siguiente, poniendo paréntesis y luego paréntesis a los paréntesis, como si tuviera demasiadas ideas para una sola conversación.
Mencionas el “expresionismo alemán” (al que Bowie cita a menudo) y eso es el preludio a una extensa diatriba sobre Pabst y Fritz Lang, el enclave Blaue-Reiter, y cómo, tal como Bowie lo describe, “la cualidad doméstica del teatro del expresionismo alemán generó una extravagancia emocional que contrasta con el profesionalismo hábil de la concepción norteamericana de la teatralidad”. ¿Quieren hablar de arte performático? Bowie discurrirá largamente sobre su interés artístico en los fluidos del cuerpo, la autolaceración y la obra de los “castracionistas vieneses”, cuyo líder, Rudolf Schwarzkogler, “se cortó las pelotas en una presentación y murió en un manicomio”.
¿Qué hay del ocultismo? “Nadie que profese un conocimiento sobre las artes negras”, dice Bowie con firmeza, “debería ser tomado en serio si no puede hablar latín o griego. Lo sé, lo sé”, suspira, siempre habituado –sospecha uno– a que se lo acuse de autodidactismo en el mejor de los casos; y en el peor, de no permitir a nadie hacer una acotación al margen. “Si tengo un nuevo interés, hablaré infinitamente sobre eso, explicaré de dónde proviene y cómo comenzó…”. Si no tuviera habilidades artísticas propias, dice, estaría “absoluta y perfectamente dispuesto a aprender y enseñar”.
La tarde ya aportó algo así como una visita guiada por los entusiasmos actuales de Bowie. Nos encontramos en el centro, en el estudio de Tony Oursler, un artista amigo de Bowie, cuya especialidad es crear “instalaciones” que consisten en retratos en video que les son proyectados a unos títeres de tela. Una imagen distorsionada de Bowie hablando consigo mismo se proyectaba en un rincón del estudio, mientras Bowie se embrollaba elaborando planes sobre incorporar esas “cabezas parlantes” de Oursler como vocalistas sustitutos en su nueva presentación en escena.
Al dejar el estudio de Oursler, hicimos una peregrinación, doblando la esquina, hasta un pequeño graffiti callejero particularmente vívido que brotó durante la noche. Bowie se pasea por Houston Street ajeno a la mirada de los transeúntes –“¡Eh, ese es David Bowie!”– y con una pequeña fila a sus espaldas: yo, su encargado de relaciones públicas, su asistente personal, Coco, y su guardaespaldas. Llegamos hasta la parte alta de la ciudad (Bowie en una limusina negra, yo siguiéndolo en un taxi), al estudio de grabación donde estuvo trabajando en un nuevo álbum.
Está vestido con unos pantalones marrones y ceñidos como un tubo de desagüe, una camiseta deportiva a rayas, una campera holgada de corderoy negro, decorada con tres prendedores de platillos voladores. Su pelo ha hecho un viaje extraño y atávico hacia el corte de matorral alto de llama anaranjada que llevaba a principios de los setenta, acentuando la palidez de su rostro, los rasgos finamente esculpidos.
Se apoltrona sobre el sofá encendiendo el tercero de una infinita cadena de Marlboros Light. “Hubo un período de mi vida”, dice, “en el que estuve tan encerrado en mi propio mundo que no tenía relación con nadie. Y eso que a mí me encanta la comunicación. En este momento me siento más que nunca como un animal muy social, cosa que antes no era. Y me encanta la libertad que tiene, el placer que produce. Y me encantan los conflictos y los debates que hacen de uno un miembro de la sociedad mucho más plenamente activo”.
Hay algo desconcertante en esta perorata. Es casi como si estuvieras oyendo a alguien hablar sobre reincorporarse a la raza humana. Es probable que se hayan escrito más biografías sobre Bowie que sobre cualquier otra estrella pop de su generación. Otras dos se publicaron para marcar su quincuagésimo cumpleaños. No colaboró con ninguna de ellas. Su broma es que planea publicarlas todas en un solo volumen como la última biografía no autorizada. “Entonces, si realmente tengo éxito, voy a poder demandarme a mí mismo y hacer una fortuna”.
En lugar de esto, Bowie ofrece un atractivo bosquejo práctico y aproximativo de su propia vida. Esto sugiere que hubo más de dos ocasiones en las que se perdió a sí mismo: la primera –“emocional y espiritualmente”– fue en los setenta, cuando quedó atrapado en un remoto pantano de drogas; la segunda, “artísticamente”, fue en los ochenta, irónicamente, en el momento de su mayor éxito comercial, cuando atravesó un bloqueo creativo.
La suposición subyacente en esta breve tesis es que Bowie volvió a encontrarse a sí mismo, quien sea que resulte ser el “sí mismo” ahora. Bowie siempre tuvo historias que contar sobre sí mismo, no siempre veraces. En los setenta, por ejemplo, era afecto a equiparar su temprana infancia en Brixton con los ritos de iniciación que experimentan los jóvenes en las raídas y picarescas calles de Harlem. La verdad era que, para cuando tenía 6 años, su familia se había mudado a las alborotadas calles de árboles del suburbano Bromley, y que sus primeros años de adolescente transcurrieron sin mayores sobresaltos. La diferencia entre su ojo izquierdo y derecho, algo inquietante –la pupila izquierda está tan dilatada que se asemeja a una camiseta desteñida– fue atribuida ya a sus orígenes extraterrestres, a la esquizofrenia o a la reconstrucción molecular que resulta del empleo de drogas: la verdad prosaica es que una vez, durante una discusión por una chica en el patio de la escuela, le dieron un puñetazo en el ojo.
Estas mentiritas son simplemente trucos habituales en el mercado del pop, desde luego, pero la propensión de Bowie por la automitología fue más lejos, creando toda una serie de álter egos que le permitieran hacerse de una carrera a partir de una crisis de identidad. “Mi problema es que siempre fui tímido y las situaciones sociales me ponían bastante incómodo”, dice. “A lo largo de toda mi juventud, usaba la fanfarronería y el artilugio –los disfraces y un comportamiento llamativo– en un intento desesperado de no quedarme fuera de todo”.
En otras palabras, ¿no debías ser tú mismo entonces?
“Exacto”. Bowie apaga su cigarrillo y se estira en busca de otro. “Es interesante poder hacer eso en las fiestas. En un simple juego familiar como el de las adivinanzas, ves estas increíbles manifestaciones de la personalidad de parte del tío Bill o de quien sea cuando describe algo con mímica. Ese artilugio te permite, de forma exagerada, exponer quién eres. Y yo usaba muchas de estas cosas”.
Su primera adivinanza pública, el andrógino y sobrenatural Ziggy Stardust, era, en cierto modo, la caricatura que un artista podía hacer de una estrella de rock: brillante, estrafalario, más grande que la vida misma. Se convirtió en una profecía autocomplaciente: “En gran medida”, se inclina hacia adelante, entusiasmándose con el tema. “Y creo que yo alenté eso. Una vez que creas un personaje, querer convertirte en él es increíblemente tentador. Y yo fui el primer voluntario”.
En un extraño proceso de metamorfosis, Ziggy fue reemplazado por el ícono del glam rock, Aladdin Sane; luego deshidratado por el Delgado Duque Blanco; y luego por el “muchacho blanco del soul” de Young Americans, hasta que el creador perdió el norte mismo de sus creaciones. “Está bien”, dice Bowie, “en tanto y en cuanto tengas el control de la imagen, como un pintor, por ejemplo. Pero cuando te usas a ti mismo como imagen, nunca es así de simple. Porque hay aspectos de tu propia vida que se mezclan con la imagen que estás tratando de proyectar en calidad de personaje, y esto se convierte en un híbrido entre la realidad y la fantasía. Y esa situación es extraordinaria. Además, cuando tomas conciencia de que no eres tú en realidad, te incomoda fingir que sí lo eres, te vuelve introvertido. Y yo me volví introvertido, obviamente a través de las drogas, cosa que no ayudó para nada”.
Esta noción de confusión alcanzó su nadir a mediados de los setenta –lo que Bowie describe como “mi primer período de aislamiento”– cuando estaba viviendo en Los Ángeles, llevando una existencia sombríamente solitaria, envuelto en una coraza de cocaína y una autosuficiencia mesiánica. Un período confuso, reflexiona. “Sentía que estaba metido en un viaje personal demencial que simplemente me arrastraba”.
El ocultismo se abrió camino a la cima de su lista de lecturas –el álbum Station to Station, que grabó en 1976, era, dice ahora, una interpretación paso por paso de la Cábala, “a pesar de que nadie en absoluto se dio cuenta de eso en aquel momento, desde luego”– y lo condujo, a su vez, a la “mitología del Santo Grial”, y luego, a un interés poco saludable en el papel de la magia negra durante el auge del nazismo. “Estaba seriamente involucrado con lo negativo”, describe.
Este fue un período en el que se lo citaba diciendo que “Gran Bretaña podría beneficiarse con un líder fascista” y aparentemente se declaraba a sí mismo como un futuro candidato. Al final, las nubes de la ilusión y las nubes de la cocaína juntas fueron demasiado. “Un día me soné la nariz en California”, recordó memorablemente en una oportunidad, “y salió allí la mitad de mi cerebro”.
Deprisa se marchó a Berlín, donde, en una ocasión, fue visto en un café con la cabeza sobre un plato, gritando “por favor, ayúdenme”. “Estaba en grave decadencia, emocional y social”, dice ahora. “Creo que estaba camino a ser simplemente otra baja del rock. De hecho, estoy bastante seguro de que no habría sobrevivido a los setenta si hubiera continuado de esa forma. Pero tuve la buena suerte de encontrar un lugar dentro de mí, al que yo estaba realmente asesinando, y tuve que hacer algo drástico para salirme de aquello. Tenía que parar y lo hice”.
No hay nada novedoso en esto. La idea de que la senda del exceso conduce a la sabiduría era, desde luego, una noción imperativa en los sesenta. Haber leído En el camino de Jack Kerouac a los 15 años fue, dice Bowie, un momento epifánico. (“Las únicas personas para mí son los locos, los que están locos por vivir, locos por hablar, locos por ser salvados, deseosos de todo al mismo tiempo, los que no bostezan o dicen un lugar común, sino que arden, arden, arden como fabulosas velas romanas amarillas…”).
Hay un momento en la vida de todo adolescente, insinúo, en que, conscientemente o no, se toma la decisión de seguir los rieles o echarse a un costado. “Oh, sí, y yo elegí el segundo camino, definitivamente. Creo que fundamentalmente me excluí del movimiento controlado. Esa clase de vida laboral y cotidiana me resultaba repelente, simplemente no podía tomármela en serio. No creo que haya sentido alguna vez que la vida fuera muy larga. No era una sorpresa para mí tener que envejecer. No sé si eso es bueno o malo, pero siempre fui terriblemente consciente de la finitud, y siempre me pareció que, si solamente tenemos una vida, entonces hay que experimentar con ella.
“Sabemos lo que puede pasar: puedes encontrar un trabajo, ir a trabajar, puedes seguir esa línea de seguridad perceptible. Pero creo que hay un tipo de seguridad diferente a la confianza de vivir bajo una normativa, que es casi vivir a la deriva, adonde te lleve el viento. Y yo estuve hasta los 20 haciendo eso, simplemente ofreciéndome a la vida con todo el corazón, en todas las direcciones, para ver qué sucedía. Tomar drogas; ser total, completa e irresponsablemente promiscuo…”. Hace una pausa, ríe para sí. “Para bien de mis habilidades. Era simplemente meterme en situaciones y luego tratar de rescartarme de ellas”.
La experimentación sexual fue parte de ello. Su “salida del armario” pública como bisexual en 1974, declarándoselo a Melody Maker, sugería una vigorosa honestidad o bien una clara comprensión de las vacilantes barreras sexuales de la época, y, probablemente, fuera un poco de ambas cosas. En cualquier caso, era una cause du scandale que difícilmente hoy haría que alguien arqueara las cejas.
Su primera esposa, Angie –la esposa de rock venida del infierno–, una modelo norteamericana con la que se casó en 1969 y se divorció (amargamente) siete años más tarde, escribió su propio libro regodeándose en un recuento de detalles sobre los excesos orgiásticos de Bowie y tan lleno de disparates sensacionalistas como nunca se haya visto. Recientemente apareció en televisión acusándolo de hipocresía por haberse declarado resueltamente heterosexual con el paso del tiempo.
La verdad es que, insinúa Bowie, su bisexualidad fue apenas una fase. “Yo estaba prácticamente probando cualquier cosa. Tenía una sed auténtica de experimentar todo lo que la vida tenía para ofrecer, desde los fumaderos de opio hasta lo que fuere. Y creo que he hecho todo lo posible, salvo cosas muy peligrosas, como ser explorador. Pero de las cosas que la cultura occidental tiene para ofrecer, yo he incursionado en la mayoría”.
La conclusión a la que llegó con el paso del tiempo fue, dice, que él no era “una persona particularmente hedonista, hice lo mejor que se podía. Estuve allí con los mejores. Me empujé hacia zonas solo para experimentar, y a la fanfarronería, para ver qué podía pasar. Pero, en un análisis final, aquel no era yo”.
Lo que ahora reconoce, dice, es que aquel peregrinaje por las drogas, el hedonismo, las experiencias –el camino del exceso– se trató en parte de “tratar de reconocer lo que es la vida espiritual dentro de mí mismo y cómo identificarla”. Hace una pausa, consciente de que está abordando una cuestión que cierta gente consideraría como “terriblemente hippie de manual”.
De adolescente, le atrajo el budismo. Estudió durante un año con un lama tibetano y dice que, en ese entonces, contempló la idea de hacerse monje, “hasta que mi maestro me dijo que yo no había nacido para serlo. Pero mucho de lo que me atrajo del budismo en aquel entonces quedó dentro de mí. La idea de la transitoriedad, y de que no hay nada, en definitiva, a lo que aferrarse; que en algún momento u otro tenemos que dejar ir lo que más valoramos, porque la vida es muy corta.
“La mayor lección que probablemente haya aprendido es que mi realización parte de una suerte de investigación espiritual. Y que no se trata de querer encontrar una religión a la que aferrarse. Se trata de procurar hallar la vida interior de las cosas que me interesan, ya sea cómo funciona un cuadro, o exactamente por qué disfruto de navegar en un lago, aun cuando no pueda nadar más de quince brazadas”.
Me pregunto si alentó, o desalentó, a su hijo a seguir el mismo camino. Habiendo sobrevivido a los reveses de un hogar roto, a una educación en Gordonstoun y a ser bautizado “Zowie”, tuvo el buen tino de cambiar su nombre por Joe y ahora está estudiando un doctorado de filosofía en la Universidad Vanderbilt, en Nashville, Tennessee.
“Ya sea porque alenté a Joe a ser curioso hacia la vida, o que sea solo una cosa genética, no lo sé”. Se empeñó, dice, en nunca reprenderlo de nada: drogas, sexualidad, la elección de su carrera. “La única vez que caí inconscientemente en la severidad –la frase caí inconscientemente parece significativa– fue en la cuestión de una moralidad fundamental, que está mal herir o robar, el requisito de honestidad. Pienso que básicamente soy una persona honesta y sé que él es una persona muy honesta”.
Bowie asumió la custodia de Joe luego de que su matrimonio se rompiera, en 1976, cuando su hijo tenía 5 años. “Me ha visto cuando yo realmente atravesaba una agonía absoluta, abyecta en relación con mi estado emocional, el punto más alto de mi problema con la bebida o con las drogas. Ha visto mucho. De modo que ya tuvo una dosis total a través de mí, más de lo que necesite alguna vez”.
Predeciblemente tal vez, el hijo no podría ser más diferente del padre. Joe no fuma ni bebe, tuvo una relación estable con su novia estos últimos cinco años y es un jugador aficionado de rugby y fútbol americano. “Lo miro a veces y me asombra que seamos parientes. Pero tenemos una relación de lo más maravillosa”.
El viaje desde los campos recreativos del exceso inmoderado hasta las templadas pasturas de la sobria mediana edad –vía una confesión pública en que se retractaba de los pecados del pasado– acaso llegue a ser una lección de libro de texto para la generación de Bowie y muchos de sus contemporáneos. “Creo que probablemente es lo que conocemos como madurez”, dice Bowie con una carcajada. “En mi caso, fue solo que maduré tarde”.
Su matrimonio con Iman, dice, llegó en un momento en el que tomaba conciencia por primera vez de que “estaba verdaderamente empezando a encontrar que mi vida era plácida, y quería compartirla con alguien más. Y estar acompañado de una persona era todo lo que quería”.
Durante un tiempo tuvo una relación con una bailarina llamada Melissa Hurley, a la que le llevaba veinte años, pero la diferencia de edad, dice, volvía algo difícil la relación. “Reconocí que solo podría traerme problemas en el futuro. Así que dejé de pensar en eso. Luego, cuando conocí a Iman, fue instantáneo. De veras fue una de esas cosas que suceden de la noche a la mañana. De hecho, fue tan así que supimos que deberíamos esperar un par de años antes de casarnos, para asegurarnos de que no estuviéramos engañándonos a nosotros mismos. Y afortunadamente no fue así. Fue todo un placer”.
Se casaron en Florencia en 1992, al estilo moderno, con la asistencia de solo unos pocos amigos íntimos y un equipo de la revista ¡Hello! “No podías distinguir lo que era real de lo que era teatro”, recuerda Brian Eno. “Fue muy conmovedor”. Eno le atribuye al matrimonio la transformación de Bowie. “Desde que está casado, se lo ve muy positivo. Y es un verdadero placer estar con él desde ese punto de vista”.
Eno comenzó a trabajar con Bowie durante su período de recuperación, en Berlín en 1976, produciendo una trilogía de álbumes durante ese período –Low, Heroes y Lodger– y el último álbum, Outside.
“El estado en el que se encontraba David a fines de los setenta probablemente podría ser descripto como levemente maníaco-depresivo”, agrega. “Quiero decir, no creo que tuviera un trastorno reconocible o algo así, pero cambiaba de humor de forma impredecible y llegaba a deprimirse mucho. Atravesaba muchos altibajos. Ahora, la mayoría del tiempo, está contento”. Es como si, dice Eno, Bowie hubiera “sorteado la mitad baja de la curva”.
Bowie quiere hacerme escuchar algunos temas de su próximo álbum, Earthling, un título que juega nada sutilmente con su nuevo personaje en calidad de tipo normal, afable, aunque artístico. En el estudio, un ingeniero reproduce las canciones a todo volumen. Siempre es un momento potencialmente incómodo escuchar la obra de un artista cuando este está sentado detrás de ti. ¿Cómo esbozar un rictus de aprobación en tu cara si las canciones son horribles? De hecho, las canciones suenan como lo más fuerte que haya grabado en años: densamente texturadas –“rock industrial”, dice Bowie– pero ricas, con esa suerte de gancho comercial que estuvo ausente en sus trabajos más recientes. Bowie siempre fue listo para acercarse a los estilos musicales y estampar en ellos su propia firma –el “muchacho blanco” de la música soul de Young Americans, las atmósferas ambientales y electrónicas de Low. A principios de este año, participó de algunas fechas en festivales con la nueva generación de grupos tecno tales como The Prodigy y The Chemical Brothers. Es el pater familias de los jóvenes aspirantes. Y se incorporó diestramente a la nueva tendencia del drum ’n’ bass con algunas de sus nuevas canciones.
El álbum más vendido de Bowie, Let’s Dance, fue grabado hace trece años, y, como tan a menudo es el caso, el éxito le trajo problemas. La percepción general sobre la carrera discográfica de Bowie entiende que, hasta el momento, siempre había estado un paso por delante del mercado de masas. Let’s Dance, que vendió seis millones de copias a lo largo del mundo, fue el punto donde el mercado de masas finalmente lo atrapó. Y desde entonces, Bowie ha estado un paso por detrás.
Bowie reconoce que el período de mediados de los ochenta fue el más bajo de su carrera. Con el éxito de Let’s Dance, de pronto se encontró a sí mismo actuando ante lo que describe como “un público tipo Phil Collins” y, por primera vez en su carrera, comenzó a componer su obra de acuerdo con lo que imaginaba que el público quería oír, en lugar de tocar lo que quería. “Básicamente, me metí en un embrollo terrible”. Lo salvó, dice, conocer al guitarrista norteamericano Reeves Gabrels.
“Reeves pudo ver que estaba cediendo al tratar de tener aceptación popular, y aquello simplemente no estaba funcionando. Entonces me dije, ¿por qué estás haciendo esto si es evidente que te hace desdichado? Haz lo que te haga feliz”.
Con Gabrels, Bowie formó el grupo Tin Machine, sumergiendo deliberamente su identidad en un intento de ser simplemente “uno más entre los muchachos”. Fue, admite ahora, “un desastre que rozó la gloria. Un desastre glorioso”. Los críticos fueron hostiles, el público estaba perplejo. Las ventas de discos eran insignificantes. “Pero, para bien o para mal, me ayudó a situarme en lo que había hecho y a entender que ya no disfrutaba de ser artista. Me ayudó, siento, a recuperarme como artista. Y siento eso porque en los últimos años volví a estar absolutamente a cargo de mi camino artístico. Trabajo según mi propio criterio. No estoy haciendo nada que vaya a avergonzarme en el futuro, o a lo que observe y diga que mi corazón no estaba allí”.
No es el éxito comercial lo que ahora le inquieta, dice, como “sentir que aún estoy en algún sitio dentro del diálogo, no solo en el terreno de la música pop, sino donde fuera que mis intereses lleguen a ocuparme.
“Siento una sensación mucho más inclusiva en las comunidades artísticas en general –la música, la literatura, las artes visuales. Y estoy convencido de que, si quisiera pintar, hacer instalaciones o diseñar vestuario, lo haría. Si tuviera ganas de escribir algo, lo escribiría”. Recientemente descubrió el placer de la colaboración –pintar “en acción” con Damien Hirst, instalaciones con Oursler y una serie continuada de álbumes al estilo de Outside planeados con Brian Eno. Esto lo llevará a realizar una puesta en escena en el marco del Festival de Salzburgo en el año 2000, que será producida por Robert Wilson.
Siempre fue un obsesivo del trabajo, reconoce –“no me gusta perder el tiempo”. Pero ahora se cuida de que el trabajo no afecte sus relaciones. “Voy a cenar con amigos; ¡me acuerdo de llamarlos por teléfono!”. Su tono de voz sugiere un nuevo placer hacia los rituales corrientes de la amistad.
“Creo que los valores interiores y exteriores de mi vida se superpusieron unos a otros para alcanzar un ámbito más positivo”, dice Bowie, cosa que, creo, es su circunloquio característico para decir que se siente particularmente bien con respecto a la vida.
“Ser tan camaleónico como David no es, por decir lo menos, nada convencional”, dice su amigo Brian Eno. “Lo peor que puede pasarle a alguien es que no tenga un sentido claro de sí, y preocuparse terriblemente por eso. Pero creo que él llegó a la idea de que bien puedes pensar que tienes un sentido claro de ti mismo, o de no preocuparte por el hecho de que no lo tengas. Ahora él piensa: ¿a quién le importa?”.
“Es cierto”, dice Bowie. “En serio siento una gratitud apabullante cuando me levanto de la cama cada día, gratitud por tener aún todas mis facultades y porque hoy en día mis intereses parezcan saludables. Con eso basta”. Se echa hacia atrás en el sofá, riendo: “A veces estoy tan feliz que deprimo a la gente”.