¿RECUERDAS TU PRIMERA VEZ?
Paul Du Noyer | Noviembre de 2003, The Word (Reino Unido)
En este artículo de la revista británica The Word, ambos, escritor y artista bajan la senda de los recuerdos.
Paul Du Noyer nos ofrece un panorama sobre los cambios que puede sufrir la relación entre un fanático y un artista si el primero se convierte en escritor profesional con fácil acceso a su viejo ídolo. Bowie, por su parte, explora en público lo que motivara en 1990 la extraña decisión (incumplida luego) de dejar de tocar sus viejos éxitos en conciertos y reconocer efectivamente que era consecuencia de la preocupación de que sus nuevas canciones no resistieran una comparación con su viejo material.
Además, acaso haya en este artículo una clave respecto del motivo por el cual Bowie pronto dejaría de hablar con la prensa, y de hecho, de hacer música. Las referencias a su esposa e hijo que condimentan este diálogo sugieren que su felicidad doméstica era lo que mejor definía su vida al momento presente, antes que grabar u ofrecerles réplicas picantes a sus entrevistadores.
En un día de difícil calor bíblico de verano de 2003, una limusina negra hace su entrada triunfal por una calle lateral que se hornea bajo el sol. Desde su interior de aire acondicionado, David Bowie observa y ve acorralados a sus acólitos más devotos. Esperaron pacientemente todo el día detrás de las vallas que contienen momentáneamente a la multitud. Muchos han viajado por todo el estado de Nueva York y algunos, reconoce el pasajero, son parte del núcleo duro de fanáticos de Gran Bretaña. Mi mirada se posa sobre un muchacho alto que está al frente del amontonamiento, cuya lujosa cabellera tiene el estilo anaranjado y rubio de The Man Who Fell To Earth. Si no fuera japonés, podría ser su doble.
Estamos en Poughkeepsie, una ciudad lo bastante alejada de Nueva York para que los músicos de rock and roll celebren audiciones de su nuevo material con cierta privacidad antes de salir de gira. Nuestro recinto es un club de rock llamado The Chance, que aún se ve igual a la pequeña sala de cine que solía ser en los días de Charlie Chaplin y Buster Keaton. La banda de David Bowie estuvo ensayando aquí toda la tarde y su líder ahora llega para uníserle. Afuera, los fanáticos, que consiguieron entradas por medio de la comunidad digital de Bowie, aclaman y gritan de alegría ante cada introducción que oyen. “Suffragette City”, “The Man Who Sold The World”, “Rebel Rebel”…
Bowie ríe con exasperación al fijarse en los fanáticos británicos cuando entra. “Les dije que no iba a ser un concierto largo”. Recuerda que decidió no tocar todo el álbum esta noche –estamos a un mes del lanzamiento de Reality– porque imagina que mañana podría haber un registro pirata del concierto en venta en eBay.
En veinte minutos, Bowie está sobre el escenario con la banda para el resto de la prueba de sonido. Lleva puesta una camiseta blanca, jeans con botas negras y retornó con éxito al corte de pelo de Station To Station. Bajo la luz apropiada, parece escapado de 1976. La charla con los músicos es afable, pero la conversación técnica pasa a través del guitarrista Gerry Leonard, un joven irlandés que se convirtió en director musical de Bowie. Más allá del enredo de cables del escenario, está la bajista, notablemente calva, Gail Ann Dorsey, y el más-que-nadie guitarrista de rock and roll, Earl Slick. Otro veterano de la banda de Bowie, Mike Garson, se sienta a sus anchas detrás de los teclados viéndose como Marlon Brando en Apocalipsis Now, ejecutando los sonidos rotos de piano de juguete que dramatizaban Aladdin Sane.
Es casi un procedimiento comercial. “¿Te parece bien, Pete?”, pregunta Bowie cada tanto al sonidista. Las miradas ceñudas de la organización de Bowie se ven oscuramente atareadas, al igual que varios empleados del evento que pronto llevarán esta gira a lo largo del mundo. Un agente de prensa neoyorquino informa el programa al personal de televisión para una rápida entrevista. En el rincón más tranquilo de todos, Bowie mira detenidamente el cancionero que tiene delante sobre un atril, y ocasionalmente se agazapa hasta el frente del escenario para consultar a Coco Schwab, su asistente personal desde tiempos inmemorables. David Bowie no posee teléfono móvil, pero en Schwab tiene lo más cercano a su equivalente humano.
La prueba de sonido pronto pierde atractivo, y aunque es divertido observar a Bowie cerrar, opto por una bocanada de aire fresco. En una pequeña enjundia detrás del club, el conductor de la limusina pone “a prueba el talento del coche”, una maniobra desempeñada para matizar la eventual salida de dicho talento. Los fanáticos enrojecen bajo el calor de la tarde, anticipando la caída del sol. Hablo con una chica de Inglaterra que declara orgullosamente haber visto por primera vez a Bowie en 1973, en el Hammersmith Odeon. Lo que me lleva a pensar en mi primera vez…
Fue un poco antes, a fines de 1969. Aunque Bowie acababa de lograr un éxito pop poco convencional con Space Oddity, su rostro aún no era famoso y se encontraba de gira por Gran Bretaña al final de una cartelera encabezada por el “supergrupo” pesado de Steve Marriott, Humble Pie. Apoyándolos, porque eran los días finales de la gira, había un surtido de fenómenos pelilargos que incluía a Love Sculture, de Dave Edmunds, y bandas que probablemente habían sido bautizadas en referencia a hobbits de Tolkien a los que más o menos se asemejaban. Recuerdo sobre todo lo incómodo que se veía aquel modesto Bowie. Tímido y sin amplificar, era un cantante folk de pelo ensortijado en una noche de monstruos del rock.
El público del Liverpool Empire era un hosco manojo de casposos trogloditas que no le daban ni la hora, vestidos con gabanes de saldo de la Royal Air Force. Pifiaba algunas canciones y tenía que volver a empezar. Luego tocaba su éxito y se marchaba bajo una rala mezcla de aplausos débiles, abucheos y silencio. A mí me daba pena por él, pero también creía haber visto a un genio de otro mundo, “el muchacho de mirada salvaje de Freecloud”. (1) Siendo yo tan neófito para la música en vivo, pensaba que todo había sido impresionante aquella noche, pero solo Bowie me había cautivado. Tras eso, no se supo más de él por unos años, hasta que en 1971 lanzó Hunky Dory y volví a descubrirlo.
Volviendo a Poughkeepsie, un poco más tarde esa noche, el club estaba lleno de fanáticos de Bowie, aunque los que hay esta noche se ven menos acérrimos que los que hicieron vigilia durante el día. De hecho, sorprende que haya pocos signos de completa devoción, ciertamente no hay rayos de Aladdin Sane o atuendos brillantes de Pierrot. Tal vez los norteamericanos entiendan a Bowie como rock más convencional que la afectuosa concepción que tiene Inglaterra de él, como la dama de la pantomima salida de la era espacial.
La banda arranca con el tema que da título al álbum, “Reality”. En la oscuridad del club, la esposa de Bowie, Iman, se ve vivaz, rodeada de guardaespaldas y desapercibida por el público. Hay capacidad solo para quinientas personas, y yo encontré un puesto al frente, de modo que estoy a solo unos pasos del micrófono de Bowie.
Sin embargo, no es lo más cerca que estuve. Mi mente se retrotrae a mi segundo concierto de Bowie, en un estadio de box, pequeño y lúgubre, que se llamaba Liverpool Stadium. Ocurrió el 3 de junio de 1972, y yo observo al contendiente de la noche cautivado. Habíamos estado esperando la rubia apariencia de Hollywood del LP Hunky Dory, pero Bowie ya se había transformado en la figura que ilustraría la tapa del álbum siguiente, The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars.
El pelo recortado hacia atrás, de apariencia enmarañada y proto punk, liderando una banda que vestía trajes acolchados de una pieza, botas y, así y todo, lejos del misticismo, se veían tan brutales como los tipos de nariz chata que cada tanto peleaban en ese ring de box. El estilo de los Spiders, lo entendería más tarde, era muy La naranja mecánica, pero de momento yo me regocijaba por haber encontrado una banda que estuviera haciendo precisamente lo que yo necesitaba ver. Es decir, finalmente alguien asesinaba los años sesenta.
Cuánto aborrecía a los hippies y a los insulsos pantalones de pana. Hacia la década del amor y la paz, yo sentía asco como solo puede sentirlo un adolescente fanático. Observaba desde abajo a Bowie esa noche con gratitud y adoración. Cantaba “Hang On To Yourself” y todas las canciones de Ziggy que no habíamos escuchado antes. Para el fin del verano, me sabía todas las letras y creo recordarlas aún.
Poco después de aquello, en mi primera semana en Londres, busqué “K. West” en la guía telefónica (todo admirador de Bowie sabe que eso dice el cartel luminoso de la tapa de Ziggy). Buscar Heddon Street fue mi primer encuentro con el Londres céntrico, y mi mapa mental de la ciudad creció en torno de esta calle. Saliendo de Regent Street, rara vez voy por allí sin hacer una visita. Está llena de restaurantes elegantes ahora, pero en aquellos días era solo un callejón polvoriento destinado a la industria de la confección. Es curioso recordar que, tan maravillado por Heddon Street, no me preocupara en buscar el edificio que está casi justo frente a él: el viejo cuartel de control de Apple, en Savile Row, donde los Beatles, un par de años antes, habían dado su último concierto en público.
Treinta y un años después y el Bowie que se mueve delante de mí es impresionantemente el mismo. El único peso que puede apreciarse lo ganó en algunos músculos de los pectorales y bíceps. Lleva puesta una campera de jean corta, ajustada ingeniosamente a sus estrechas caderas. Pronto estará reducido a una camiseta y a un aire afectado de maneras femeninas. Lo que es muy diferente hoy en día es la relación de Bowie con nosotros, el público. El primer Ziggy era bastante educado en escena. No decía mucho y se ocupaba de agradecernos cada aplauso. Pero todos sentían que estaban en presencia de, bueno, lo extraño. Su distancia era infranqueable. El joven carisma de Bowie era tan inusual que la noción de un chico desamparado, abandonado por gitanos cósmicos, no era tan difícil de tragar.
En medio de su legión de fanáticos, por contraste, el modelo 2003 es un pastor muy amanerado a cargo de una noche de tómbola. “¿Qué tal están?”, pregunta. “Oh, ¡me gustan tus zapatos!”. Da toda la sensación de ser la persona más relajada de la sala. “Oigan”, sigue hablando con ellos, “es solo un concierto. ¡No se pongan tan nerviosos!”. ¿No debería ser al revés?
“No sé qué sucedió”, dirá más tarde, “si es que tuve un hijo recientemente o qué… No es que el trabajo no sea una prioridad, pero lo pone en perspectiva. Te das cuenta de que trabajar frente a una multitud no es una situación amenazante. Simplemente sales y cantas unas cuantas canciones. No es nada más que eso. Este fue un regreso para mí y lo disfruté mucho más. Los conciertos se habían transformado en algo diferente estos últimos años. ‘Aquí estoy yo, aquí las nuevas canciones que escribo, te gustarán algunas de ellas, otras no las habrás escuchado, otras simplemente no te gustarán’. Estoy muy cómodo con eso. Y no soy precisamente una persona gregaria, así que tiene algo de descubrimiento social”.
De modo que estoy en presencia del nuevo y normal David Bowie, y de sus nuevos y normales fanáticos, y pensando en cuán extraordinariamente normal parece todo comparado con los viejos tiempos. Pero mientras el último acorde muere y las luces de la sala siguen encendidas, una mujer que vio mi pase al backstage me toca el hombro con los ojos terroríficamente en blanco. “¿Me llevas a conocerlo?”, dice con la voz incoherente de alguien que acaba de despertarse. “Debo conocerlo. Soy su mayor admiradora”. Afirma solemnemente con la cabeza: “Totalmente”.
Con un ligero estremecimiento recuerdo los años en que trabajaba en la vieja oficina de New Musical Express, en Carnaby Street. La visita de lunáticos no era poco común, pero por lejos el padrón más numeroso era el de fanáticos de David Bowie. Siendo yo malo para decirles que se largaran, solía pasarme horas enteras escuchando sus locas declaraciones sobre que Bowie había quedado con ellos allí, o de que les habían legado superpoderes para ser sus sucesores en la tierra, o… lo que fuere.
Había, en la música de Bowie, un trasfondo perturbador de disfunción mental, y en la extrañeza que su personaje parecía provocar. Para ser honesto, de pronto sentí un poco de nostalgia.
Bowie volvió a casa desde Poughkeepsie a eso de la una y media anoche, pero sin embargo despertó esta mañana a la hora habitual, las 6:30. Le gusta salir temprano de su departamento a caminar por el centro. Dice que es su hora favorita en Nueva York, cuando no hay nadie más que los trabajadores de Chinatown que ingresan vegetales frescos al mercado. Bastante lejos está el Bowie de “The Jean Genie”, la canción de alabanza de muchacho británico boquiabierto ante la ciudad que nunca duerme.
Me pregunto si aún reconoce la Nueva York de aquellos días. ¿Los días de blazers de tajo trasero y de seducir camareros? (2) “Creo que ahora me siento mucho más en casa”, dice. “Aquella era una visión más romántica que la que tendría ahora. Pero insisto, yo tenía un estilo de vida muy diferente. Una vida nocturna. No resucitaba hasta las cuatro de la tarde. Pasaba toda la noche afuera. Estoy seguro de que ese costado sigue allí, pero simplemente esa ya no es mi Nueva York”.
Estamos sentados en el estudio Looking Glass, de Manhattan, donde grabó Reality. Señala varios rincones de la sala como un guía turístico, contándome dónde se ubicaron los diferentes músicos durante la grabación. Una gorra de béisbol, bien apretada a la cabeza, le aplasta la gran melena de pelo y lo hace ver más pequeño que anoche. Lleva una camiseta muy ajustada, jeans y zapatillas deportivas, y se desploma sobre el sofá mientras se sirve el té. ¿Siente que Nueva York es su casa en estos días?
“Sí, de veras que sí. Siento que estoy de vacaciones en un sitio al que siempre había querido ir, una sensación de la que no puedo despegarme. Así que ‘casa’ no es muy correcto, ¿verdad? Siempre me siento un extraño aquí. Soy un marginal. Aún soy británico, de verdad, no hay cómo evitarlo. Pero tengo amigos aquí. Probablemente conozco mejor esta ciudad de lo que conozco la nueva Londres, que cambió increíblemente desde que vine a Estados Unidos. Puedo caminar por aquí y encontrar mejor el camino que en Chelsea. Me olvidé de todas las calles. (Finge perplejidad) ¿Adónde quedaba Clareville Grove?”.
Cuando llegué el otro día al aeropuerto John F. Kennedy, el oficial de inmigración me hizo pasar por la rutina habitual, observó sospechosamente, con ojos entrecerrados, mi visa de periodista, y me preguntó por el propósito de mi viaje. “¿David Bowie? ¿Aún está vivo?”. Educadamente le aseguro que sí. “Hmm. Parecía medio muerto la última vez que lo vi…”. Pero claro, este Bowie de 56 años se ve enteramente vivo y envidiablemente bien. Si pensamos que el corte de pelo de 1976 también le reducía el rostro, ahora, aunque arrugado por la edad, estructuralmente nada parece haber cambiado desde los tiempos de Ziggy Stardust. Hay incluso una mejoría significativa, presumiblemente una concesión al recelo de Estados Unidos sobre sus dientes británicos, en el resplandenciente trabajo con la dentadura: la sonrisa de Bowie solía hacerte pensar en un cementerio gótico.
De su dentadura, generosamente renovada, sobresale el palillo que de pronto comenzamos a ver en todas sus publicidades. Como a la mayoría de los ex adictos –y Bowie declara tener una personalidad adictiva– le encanta hablar sobre sus viejos tormentos y no puede pasar por alto el tema de los cigarrillos. “La cruz de mi existencia”, se queja. El arma de defensa que eligió son palillos de hierbas (aparentemente, Australian Tea Tree) que tienen lo que describe como “un sabor extraño, mentolado”. Inevitablemente se encontró con que ahora es adicto a ellos.
Sin embargo, se encuentra en plena forma física. Cerca de tres veces por semana se somete a un entrenador personal cuya especialidad es hacer boxeadores de los chicos rudos de los distritos más díficiles de Nueva York, y Bowie ríe cuando se pregunta qué hizo este tipo con él, con este frágil esteta inglés que ni siquiera podría darle puñetazos a una bolsa de papel. “Creo que me sacó del mero atolondramiento. Pero soy bastante disciplinado. Ahora entreno mucho. Comencé de verdad cuando nació nuestra niña, porque quería durar un poco más para ella: ‘Vamos, en marcha, Bowie. Solías estar en forma, hazlo otra vez’”.
Según Bowie, la llegada de su hija, Alexandria, hace tres años, lo cambió todo dentro de su rutina doméstica. Pese a que trata de mantenerse actualizado en relación a la música (The Dandy Warhols, Polyphonic Spree y Granddaddy reciben susurros de aprobación), la única canción que escucha con regularidad es “The wheels on the bus go round and round…”. (3) “Te digo, el factor es el tiempo. Los pequeños requieren mucho de tu tiempo porque quieren que les prestes atención. ¡Mírame, papá! ¡Entreténme, papi! Así que ya no salgo en búsqueda de cosas. Y es muy díficil además, habiendo tanta basura dando vueltas”.
Cada vez más, se encontró volviendo al vinilo. “Te diré lo que estaba escuchando el otro día: David Allen, que estaba en Gong y en Soft Machine. Creo que todas las facetas del glam rock están ahí. Se nos adelantó en dos años. Y también Kevin Ayers. Soft Machine, especialmente Robert Wyatt, eran grandes favoritos de Londres. Era como ‘nuestra banda heavy’”. Otro sendero lo llevó desde el poeta de clubs bautizado Linton Kwesi Johnson, hasta el proto rap de Gil Scott-Heron and The Last Poets, y el “jazz de la palabra” de los cincuenta de Ken Nordine, pasando por la estrella de hip-hop moderna y de conciencia social, Mos Def. Como el tipo erudito en que se convirtió, Bowie disfruta de hacer conexiones entre materiales, desde la fusión de la palabra con la música hasta los cuentistas griot de África. (4)
¿Qué más hace? “Vamos a ver una película ocasionalmente, pero todo eso está cambiando. Ser una persona hogareña de veras se lo come todo. No pude ir al teatro últimamente, algo que solía encantarme. El último evento teatral que fui a ver es El Rey León”. (Su hija, informa, quedó debidamente impresionada, la mejor obra que ella haya visto”).
Es conocida su afición a Internet, desde luego. Se debe a su comunidad de admiradores en línea, Bowienet, como un pastor particularmente diligente. (Todos sabemos que Bowie adoptó varios disfraces a lo largo del tiempo pero ¿quién hubiera pensado que ‘Internet Service Provider’ sería uno de ellos? Y sí, lo es). Aún pasa un buen trozo del día en el ciberespacio, dice, especialmente cuando está investigando para su novela.
¿Una novela? Sonríe, apenas tímido: “Precisa de unos cien años de investigación, y nunca la completaré en lo que me queda de mi vida, pero me lo paso bien. Comienzo con el sindicalismo femenino de comercio del este de Londres en 1890, y salgo justo por Indonesia y los problemas políticos en los mares del sur de China. Selecciono cosas extraordinarias acerca de las que nadie sabe. Y es tan fácil investigar en Internet. Es algo que estuve escribiendo los últimos dieciocho meses y es espantosamente difícil. El problema es que mi línea argumental empezó a bifurcarse en algún punto, porque sigo encontrando gran cantidad de cosas interesantes, y tengo que decirme, ‘no, vuelve a la historia, deja de salirte por la tangente. Solo demuestra que puedes escribir una maldita historia que tenga un principio, un nudo y un desenlace’.
“Es tan épica que no estoy seguro de que alguna vez la termine. Quizás las notas emerjan luego de que muera. ¡Son notas interesantes! Hay un horrible montón de ‘¿sabías qué?’ (pone una aburrida voz de hombre de pub suburbano). ¡Jaja! ‘¿Sabías que hacia 1700 la población de Londres era un veinte por ciento negra?’. Todos vivían en la zona de St Giles, había pubs de negros…”.
Deberías leer a Peter Ackroyd.
“¡Oh! Me encanta Peter Ackroyd. Leí todo lo que escribió. Iba a llamarlo y debo decidirme a hacerlo. Esa inquietante marginalidad que ve en Londres, es así como yo la percibo también”.
Uno imagina que las primeras visitas a Nueva York del joven Bowie fueron –como lo sugiere “The Jean Genie”– un inclemente remolino de fiestas de Andy Warhol, una prodigiosa ingesta de drogas, una creatividad sin límites y una exploración sexual abierta las veinticuatro horas. Al pie de la agenda, tal vez, habría digresiones por las grises extensiones del New York Times.
Pero su conversación hoy en día –vacilantemente intelectual, efusivamente de izquierda– sugiere una Manhattan académica. El nuevo álbum, Reality, está atravesado por referencias locales y tiene el sello de la aversión cultural hacia George Bush que es lo más común en los círculos de Nueva York.
“Nueva York le da forma”, dice sobre el disco, “pero no es ese el contenido del álbum. Trata sobre Nueva York más de lo esperado, pero no quisiera que se lo considere como mi álbum de Nueva York. Es más sobre los momentos en los que fue hecho”.
Pese a que algunas de las canciones de Heathen tenían un aire desolado, producto del 11 de septiembre, en realidad fueron escritas antes de ese día. Las de Reality fueron escritas después. Y su casa adoptiva, la ciudad de Nueva York, se encontraba en medio de todo.
“Se trazó una gruesa línea negra en la historia de Nueva York el 11 de septiembre”, dice. “De veras cambió todo en esta cultura. Incluso de la forma más sutil. Me asombró la manera en que los neoyorquinos se juntaron durante el apagón [el apagón de electricidad de agosto de 2003]. Fue algo absolutamente sin precedentes. Creo que la última vez ocurrió hacia 1977 y yo escribí una canción llamada “Blackout” porque también me encontraba aquí. Recuerdo fuego, saqueos, se puso muy feo. Pero esta vez todo el mundo estaba en búsqueda del prójimo. Fue extraordinario. No hubo saqueos. Normalmente es la regla número uno, hay un apagón, se desconectan todas las alarmas, saqueos. Pero esta vez fue extraordinario. Definitivamente hay un sentido de comunidad aquí que no había antes”.
Saca a relucir las teorías conspiratorias del 11 de septiembre que, si no fueron instigadas por el gobierno norteamericano, al menos fueron explotadas por este para fomento de planes que ya tenía en marcha. Muchas de estas sospechas surgen de la nueva escuela de pensamiento neoconservadora de Internet, Proyecto Para El Nuevo Siglo Norteamericano, cuyos miembros incluyen al círculo inmediato de Bush y aboga por una dominación estadounidense mundial posterior a la Guerra Fría. “Mi asombro”, dice, “es que nadie, aparte de ciertos escritores de izquierda y revistas como Mother Jones, se haya encontrado con ese sitio o haya dicho algo sobre él”.
(Cuando regreso a Londres, encuentro que me envió por correo electrónico algunas direcciones. Vayan a www.newamericancentury.org para las declaraciones del manifiesto de este grupo, y, para una visión opuesta, www.informationclearinghouse.info/article1937.htm).
“Así que no puedo encontrarle sentido al hecho de que parezca haber un plan y de que nadie parezca reconocer ese plan. Todo es diferente de lo que te dicen que es”.
Pero esta desconfianza por las apariencias es un viejo hábito de Bowie. Siempre fue el primer subversivo del pop frente a la “autenticidad” clamada por otros artistas de rock. Ahora esta autenticidad está en el corazón de su nuevo álbum y en su mismísimo título. No cabe duda de que la palabra realidad tiene implícitas comillas a su alrededor, o por lo menos un signo de interrogación.
“La palabra tiene tantas vueltas inherentes a sí misma en estos días. Se volvió muy difícil decir ‘realidad’ sin poner lo virtual frente a ella, o la televisión. De modo que se degradó. Pero bien, ¿qué es lo que se degradó? La realidad de la realidad está en cambio continuo ahora. Hay diferentes realidades para personas diferentes”.
Siendo que yo soy un anticuado buscador de la verdad absoluta, también soy un poco reacio a esta doctrina posmoderna de que ya no existe algo así como realidad. Bowie mismo reconoce con algunas reservas: “Sé que a alguien de un país del Tercer Mundo no va a importarle una mierda que pensemos que hay o no absolutos. Porque para ellos sí hay absolutos, indeleblemente, la pobreza y demás, absolutos de supervivencia día tras día. De modo que la definición de la palabra es el lujo de una élite de pocos en Occidente”.
Pero cuando comienzo a mencionar la sátira de Tom Wolfe de los posmodernos, Bowie se refrena ante tal nombre: “Oh, admiro la fluidez de su escritura, pero es un escritor muy egocéntrico. Su visión del mundo es algo estrecha, muy puritana, que no me lleva a tenerle cariño”. (Permítanme, igualmente, recomendar la colección de ensayos de Wolfe, Hooking Up, la cual es cruelmente mordaz sobre las prácticas intelectuales de nuestros tiempos).
De la sátira pasamos al misticismo y de algún modo llegamos a George Harrison, cuyo “Try Some, Buy Some” es versionado en Reality. “Para él”, reflexiona Bowie, “hay una creencia en algún tipo de sistema. Pero a mí eso me resulta muy difícil. No dentro de una base cotidiana, porque hay hábitos de vida que me convencieron de que hay algo sólido en lo que creer. Pero cuando me pongo a filosofar, en esas ‘largas horas de soledad’, esta es la fuente de todas mis frustraciones, me machaco con las mismas preguntas que me he hecho desde los 19 años. Nada cambió en realidad para mí. Aquella abrumadora búsqueda espiritual.
“Si puedes llegar a una conexión espiritual con algún tipo de claridad, entonces todo lo demás encontrará su sitio. Tendrás a disposición una moralidad, un plan, algún sentido. Pero eso se me escapa de las manos. Sin embargo, no puedo evitar escribir sobre ello. Mi caché de temáticas se hace cada vez más pequeño y es rápidamente reducido a esas dos o tres preguntas. Pero son preguntas continuas y parecen ser la esencia de lo que he escrito a lo largo de los años. Y no voy a parar”.
Mi lealtad hacia Bowie nunca flaqueó en los setenta. En la tradición más fina del esnobismo adolescente, me rehusé a ver su gran gira de Ziggy Stardust porque me sentía ofendido con todos esos nuevos admiradores que acababan de descubrirlo. Y mientras me enamoraba de Aladdin Sane y Diamond Dogs, no pude pasar por alto el corte mullet de los 80, los leopardos y el horror al estilo del glam rock. Con el cambio de imagen de muchacho soul de Young Americans, llegué al menos a considerar a Bowie aceptable, y, para 1976, consentí en asistir a su siguiente gran gira, las fechas del “Delgado Duque Blanco” que acompañaron a Station To Station.
Su estilo esta vez era impecable: traje negro, camisa blanca, los Gitanes en el bolsillo de su chaleco, el tupé rubio de lamida de vaca de la Berlín de preguerra. Era una buena imagen, e iba a repetirla con éxito en los últimos tiempos. Haciendo cola en Wembley, saqué un malicioso placer divisando los tontos de cabezas con brillantina que se habían tropezado con el nuevo régimen y aún se vestían como payasos de Bacofoil [marca de productos de nailon]. Esa misma semana, en mayo, su película The Man Who Fell To Earth se estrenó y, en las estaciones de metro de Londres que lucían el cartel de la película, había una curiosa tendencia a dibujar una pequeña esvástica en el pómulo de Bowie. Yo comencé a ver a los Sex Pistols en el 100 Club y encontré allí tipos más artísticos llevando esa misma y pequeña esvástica.
Lo volví a ver cada vez que regresaba, en las fechas junto a Iggy Pop en 1977, luego en Earls Court y –su logro de consumo masivo– la gira Serious Moonlight de 1983. Para ese entonces, el periodista de rock en el que me había convertido, veía un concierto de The Clash en Nueva York junto a él y a Joey Ramone. Tuve que haber estado estático, pero de algún modo no lo estaba, en parte porque había perdido la sensación de maravilla que solo puede sentir un muchacho por fuera del negocio musical, y en parte porque el nuevo David Bowie no era tan fascinante como el de los viejos tiempos.
En los ochenta, vimos a un David más alegre en los bulevares del pop, pero para mí no fue un logro. Mientras que el exceso físico y la turbulencia mental de los setenta se complementaban al menos con una música maravillosa (Ziggy Stardust, Low y demás), la siguiente década lo encontró paseándose con discos mediocres tales como Never Let Me Down. Tal fue mi desilusión que recuerdo tener entradas de prensa para la gira Glass Spider en 1987 y decidir de improviso regalárselas a alguien en un pub.
Hoy en día, Bowie recuerda aquel período como una crisis creativa.
“Mi propio éxito como compositor y artista, creo, cobra vuelo si estoy haciendo algo con integridad personal. Mis peores errores han ocurrido cuando intenté pensar de más o complacer al público. Mi obra siempre es más fuerte cuando me vuelvo egoísta con respecto de ella y hago solo lo que quiero hacer. Aun cuando fueron ignorados, y tal vez con justicia, hubo un par de álbumes en los ochenta a los que les fue excepcionalmente bien. Y aunque no soy un artista que venda muchísimo, no son álbumes de los que esté orgulloso. Prefiero decir que compuse Buddha Of Suburbia [su banda de sonido de 1993 para una serie de televisión]. Me siento mucho más cómodo en relación con eso que con Never Let Me Down, incluso cuando este sí vendió mucho”.
Los síntomas de esta crisis fueron el “adiós” de Bowie de 1989 a su viejo repertorio (con el que salió de gira bajo el título de Sound + Vision) y ese inoportuno período como miembro de Tin Machine. Muchos fueron escépticos con el primero y desdeñosos con el segundo. Yo me marché de una de sus conferencias de prensa francamente desconfiado de que hubiéramos escuchado lo último de Space Oddity. Pero en retrospectiva, estos gestos gemelos se ven a la larga como el principio del resurgimiento de Bowie. Los conciertos de Sound + Vision eran visualmente deslumbrantes y el concierto de Tin Machine que vi en Kilburn fue –de veras, tienen que creerme– fantástico.
Poco antes de Tin Machine, me encontré con Bowie en persona por primera vez, entrevistándolo en Nueva York. Para entonces yo era una vieja pluma como para ponerme nervioso. Cuando me sugirieron que llevara conmigo un viejo LP para que me lo autografiara, rechacé la idea por poco profesional. Pero a lo largo de nuestra conversación fue imposible detener toda la vida de recuerdos de fanático que se desplegaba en mi memoria. El hombre era absolutamente encantador y fue así en cada uno de los cuatro encuentros subsiguientes que tuve con él. Era como si un muchacho que pasara su primera carrera como extraterreste honorario se hubiese postulado –con la seriedad de un cachorro de boy-scout– para el papel de terrícola afable. Pero no puede ser así de vulgar, porque, desde luego, es David Bowie.
Este hecho bastante obvio volvió conmigo a casa con una fuerza demoledora ese día de los noventa en que tuve que acompañarlo a una ceremonia de premios de una revista. Simplemente escoltándolo, a él y a Iman, por el vestíbulo de un hotel abarrotado y un bar, hasta la mesa que le habían asignado, me di cuenta de cuán retorcidas pueden ser nuestras reacciones ante una celebridad. El balbuceo de las conversaciones, ensordecedor hasta el momento, cayó en un silencio cerrado cuando Bowie entró. Y aun cuando nadie quería dar la impresión de curiosear, cada mirada parpadeaba a su alrededor, una y otra vez, sin cesar. Sin pensárselo dos veces, el público se reunió al estilo del Mar Rojo frente a Moisés. Solo los paparazzis (cuya presencia yo había registrado escasamente dos minutos antes) rechazaron sumarse al juego. Todos los demás hicieron el intento –aunque infructuoso– de no mirar tan obviamente embobados al ver que los jovencitos lo acechaban con un voraz frenesí de gaviota sobre un cardumen.
La Bowiefilia de larga data debe estar lista para ocasionales y solitarias vigilias. A mí me ocurrió durante la salida del primer álbum de Tin Machine, en 1989, una banda que rockeaba duro y vestía de traje. Desde entonces vengo defendiendo el disco de incontenibles extraños. No solo es más melodioso y emocionante que lo que se dice: sirvió para un propósito más elevado al despertar a Bowie del letargo al cual había descendido. Por suerte encontré alguien que está de acuerdo conmigo ahora. El problema es que su nombre es David Bowie:
“¡Me encanta Tin Machine! Soy un gran admirador. De veras que lo tengo en gran consideración. Al menos el cincuenta por ciento de lo que hicimos fue bueno. Era un material excitante, y, parte de él, a su manera, era razonablemente innovador. En esa época no había mucho que sonara como eso. Yo sentí que había algo en el aire, así era el mundo en ese momento. Lo sentí de ese modo. Pero en la banda había personalidades muy volátiles, nunca sabías de la noche a la mañana adónde terminaría todo. No había mucho de lo que pudieras depender. Alguien a veces estaba desconectado, o no podía tocar, o incluso en algunos casos ni siquiera se presentaba. Pero cuando estábamos encendidos, era increíble.
“Y el público amaba esa banda. Outside fue un álbum muy popular para mí, fascinó al público, pero te digo, el público de Tin Machine se llevó las mejores noches. Cuando estábamos mal, sonaba horrible, pero una banda se trata de eso. Fue una experiencia tremenda, y de verdad me hizo sentir bien, porque pude tomar la decisión de lo que quería hacer en los años siguientes. No había lugar donde ocultarse con esa banda. Lo teníamos todo en nuestra contra, ¡y era genial!”.
¿Por qué crees que la banda fue tan rechazada?
“En líneas generales, se pensaba que era un gran bombo publicitario porque yo decía ser ‘parte de la banda’. No había nada que pudiera hacer o decir para convencer a la gente, pero yo era solo parte de la banda. No puedo decirlo en voz más alta. Cuando tomé la decisión de que íbamos a llevarlo adelante como una banda, de veras que se puso en marcha de forma democrática. Yo era parte de la banda. A mucha gente no le gustó eso y nunca entendí por qué. Siempre se me había aceptado cuando tocaba el piano con Iggy en los setenta, eso no causó tanto revuelo”.
Cuando anunciaste en 1990 que ibas a dejar de tocar tus viejas canciones, ¿fue a causa de que tu pasado te oprimía? Tuve la sensación de que tus trabajos recientes fueron una declaración para lograr equipararte con el pasado.
“Eso es absolutamente acertado. Ese momento para mí fue un torbellino. Sabía que tenía que hacer un verdadero cambio de vida. O me ponía en marcha o buscaba otra ocupación que de verdad disfrutara, hacerme pintor o algo así. No tenía la certeza de que mis canciones fueran buenas. Me había extendido muy pobremente y no quería que mi propio pasado me intimidara, así que pensé que tenía que empezar de nuevo. Hacerlo para mí mismo, todo de nuevo, crear un nuevo repertorio y ver adónde me podía llevar. ¿Cómo sería yo como escritor? Hagamos algo y veamos.
“Y mientras los noventa progresaban, sentía que mi escritura se fortalecía cada vez más. Sabía que era diferente. Acaso no tuviera la energía frenética de parte de mi material de juventud, pero es así a medida que envejeces. Sin embargo, había una cierta calidad en la escritura. Y francamente, estos últimos tres o cuatro años, estoy muy contento con la forma en que estoy escribiendo. Ahora me siento muy confiado para salir de gira y enfrentar las nuevas canciones con las viejas. No me siento intimidado, es así de simple”.
“Resulta que hemos estado viviendo bajo mucha presión estos últimos años. Los buenos tiempos están bien y, ciertamente, en el pasado. La ansiedad es cíclica, ¿verdad? Por eso sigo tratando de ser positivo. La última vez fue Bahía de Cochinos [un preludio a la Crisis de Misiles en Cuba, en 1962]. Recuerdo lo asustados que estaban mi mamá y mi papá, de veras pensaron que habíamos llegado a un límite, íbamos a sucumbir a un holocausto nuclear. De vez en cuando llegas a uno de esos momentos en que piensas: ‘Bueno, escapamos la última vez, y yo tengo una hija de tres años ahora y definitivamente vamos a escapar esta vez porque va a tener una buena vida, carajo’. Como esa idea sigue acudiendo a mí, no puedo permitirme ser negativo ya. Ya no me corresponde ser nihilista, aun por razones creativas. Tengo que ser positivo.
“Con suerte, hay una sensación de eso en el álbum. No es ‘el infortunio soy yo’, no es Diamond Dogs. Quiero que lo último que sientas al escucharlo sea algo bonito. De que hay algo que decir sobre nuestro futuro, y que será un buen futuro.
“La canción de George, ‘Try Some, Buy Some’, significa mucho para mí ahora. La primera vez que la escuché tenía una narrativa muy diferente. Ahora el vínculo que tengo con esa canción reside en dejar un estilo de vida atrás y encontrar algo nuevo. Es exagerada en relación con los muchos artistas de rock que dejan las drogas; es muy aburrido leer sobre eso. Pero cuando la escuché por primera vez, en el 74, aún no había pasado por mi período de drogas más duro. Y ahora es sobre el consuelo de haberte desecho de todo eso y sobre cambiar tu vida”.
¿Te sientes mejor al haber pasado por todo lo que pasaste?
“Es la parte que más asusta, pero la verdad es que no me arrepiento demasiado. Me arrepiento en lo personal, por mi propio comportamiento y por la gente que defraudé considerablemente en esos años. Pero la vida era así entonces para mí, así fue mi vida, y no puedo verla en términos de arrepentimiento. Si pienso en que perdí años de mi vida, entonces tal vez debería haberme embarcado en una aventura completamente diferente, por fuera de la música. Así que no me arrepiento de ello de esa manera. Si me dijeran que todo va a suceder de nuevo y pudiera retener los recuerdos de lo que ocurrió la última vez, no creo que lo haría de ese modo en absoluto. No lo haría porque es demasiado riesgoso. Podría morir la próxima vez, es lo que importa. O salir de ello clínicamente desequilibrado. Sabiendo lo que sé ahora… no volvería a someterme a algo así nuevamente”.
¿Sientes que has sido afortunado?
“¿Si me siento afortunado? Te diría que la suerte no tuvo nada que ver con eso…”.
¿Bendecido?
“Así debería llamar a uno de mis álbumes. Me siento bendecido. Podría darle gracias a Dios. Sí. ¿Pero a cuál?”.
1. Así se titula una canción del disco Space Oddity.
2. Referencia a una línea de la canción “The Jean Genie”: “Strung out on lasers and slash-back blazers / Ate all your razors while pulling the waiters” (“Colocado de lásers y blazers de tajo trasero / devorando todas tus navajas mientras seduces camareros”).
3. Línea de una conocida canción infantil: “Las ruedas del autobús giran y giran”.
4. Un griot es un narrador de historias de África Occidental. El griot cuenta la historia como lo haría un poeta, un cantante de alabanzas o un músico ambulante. Un griot es un depósito de tradición oral.