LIBRO IX.

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ARGUMENTO.

Este noveno libro cuenta la astucia del asno cómo se escapó de la muerte, de donde se le siguió mayor peligro, que creyeron que rabiaba, y con el agua que bebió vieron que estaba sano. — Cuenta una mujer que engañó a su marido por un sutil arte de un tonel. — Ítem el engaño de las suertes que traían los echacuervos de la diosa Siria. — Y cómo fueron tomados con un hurto, y fueron presos por ello. — Y de cómo fue vendido a un tahonero, adonde cuenta de la maldad de su mujer y otras cosas de mucho gusto y pasatiempo. — Y cómo después fue vendido a un hortelano, y de un caballero que quiso tomar el asno por fuerza, y lo que le aconteció.

I.

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Cómo después que Lucio entendió que el cocinero le quería matar, buscó astucia para librarse de tan gran peligro, de donde se le siguió otro mayor, del cual también se libró.

Aquel cocinero traidor ya armaba contra mí sus crueles manos. Yo, con la presencia de tan gran peligro, no teniendo consejo ni aun tiempo para pensar en él, deliberé, huyendo, escapar de la muerte que sobre mí estaba, y prestamente, quebrando el cabestro con que estaba atado, eché a correr a cuatro pies cuanto pude, y metime sin empacho ni vergüenza en la sala donde estaba cenando aquel señor de casa sus manjares con los sacerdotes de aquella diosa Siria; y con mi ímpetu derramé y vertí todas aquellas comidas que allí estaban, mesas y candeleros y cosas semejantes, la cual disformidad y estrago, como vio el señor de la casa mandó a un siervo suyo que con diligencia me tomase y como asno importuno y garañón me tuviese encerrado en alguna parte, porque otra vez con mi poca vergüenza no desbaratase su convite placentero y alegre.

Entonces yo me alegré con aquel mandamiento de la guarda y cárcel saludable, viendo cómo con mi astucia y discreta invención había escapado de las crueles y pestilenciales manos de aquel carnicero.

Pero cuando la fortuna persigue a un hombre, ningún buen consejo le aprovecha, porque la invención que a mí me pareció haber hallado para mi salud, me fabricó otro mayor peligro, y fue que un muchacho entró en la sala donde estaban comiendo, y dijo a su señor cómo de una calleja de allí cerca había entrado poco antes un perro rabioso con gran ímpetu y ardiente furor, y había mordido a todos los perros de casa, y después había entrado en el establo y mordido con aquella rabia a muchos de los caballos que allí estaban, y que también había mordido a algunas personas de casa, lo cual asombró a todos, y pensando que por estar yo inficionado de aquella pestilencia hacía aquellas ferocidades, arrebataron lanzas y dardos y comenzáronse a amonestar unos a otros que echasen de sí un mal tan grande como era aquel. Y cierto, ellos me perseguían y rabiaban más que yo, por lo cual, sin duda, me mataran y despedazaran con aquellas lanzas y venablos y con hachas que traían; mas yo, viendo el ímpetu de tan gran peligro, luego me metí en la cámara donde posaban aquellos mis amos.

Entonces ellos, cerrándome luego las puertas, velaban hasta que aquella fuerte pestilencia y rabia se consumiese, para que ellos pudiesen estar sin peligro.

Como yo me vi así encerrado, libre de aquel infortunio, echeme encima de la cama, que estaba muy bien hecha, y descansé durmiendo como hombre, lo cual mucho tiempo había que no usaba. Y a otro día bien claro, habiendo yo muy bien descansado con la blandura de la cama, levanteme esforzado y aceché aquellos veladores que allí estaban guardándome, los cuales altercaban sobre mí de esta manera:

—Este mezquino asno creemos que está fatigado con su furor y rabia, y puede ser que estará ya muerto. Bueno será que veamos lo que hace.

Y abierta una pequeña parte de la puerta, viéronme estar sosegado y muy quieto; y como así me vieron, uno de aquellos que parece los dioses habían enviado para mi remedio, mostró a otro un remedio para conocer mi sanidad, diciendo que me pusiesen una caldera de agua para beber, y que si yo sin temor y como acostumbraba llegase al agua y bebiese, de buena voluntad supiesen que yo estaba sano y libre de toda enfermedad; y por el contrario, si vista el agua hubiese miedo, haciendo algunos meneos y diabluras, y no la quisiese tocar, tuviesen por muy cierto que aquella rabia mortal duraba en mí, y que esto tal se solía guardar según cuentan los libros antiguos.

Como esto les pluguiese a todos, tomaron luego una grande herrada de agua clara y limpia, y con algún temor me la pusieron delante; yo salí luego sin tardanza ninguna a recibir el agua con harta sed que tenía, y comencé a beber de aquella agua, que asaz era para mí verdaderamente saludable. Entonces yo sufrí cuanto ellos hacían, dándome golpes con las manos y tirarme de las orejas y trabarme del cabestro, y cualquier otra cosa que ellos querían hacer por experimentar mi salud; yo había placer de ello, hasta tanto que con su desvariada presunción yo probase claramente mi modestia y mansedumbre para que a todos fuese manifiesta.

II.

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Lucio recuenta una historia que oyó haber acontecido en un pueblo, decómouna mujer burló de su marido.

Luego otro día siguiente, habiendo yo escapado de tanto peligro, me cargaron otra vez de los divinos despojos, y ellos con sus panderos y campanillas comenzamos a caminar, y habiendo ya pasado algunas caserías, llegamos a un lugarejo, adonde aquella noche nos aposentamos.

Allí oí contar un gracioso cuento, el cual quiero que vosotros sepáis.

Era un hombre que se alquilaba por trabajador, y con aquello que ganaba se mantenía miserablemente; tenía una mujer galana y requebrada. Un día de mañana, como el marido se fuese a la plaza para buscar de trabajar, vino el enamorado de su mujer y metiose en casa.

Estando ellos así, el marido, que ninguna cosa sabía ni sospechaba, tornó de improviso a casa y batió a la puerta.

La mujer, que era astuta para tales sobresaltos, hizo meter a su enamorado en un tonel viejo que estaba en un rincón de casa, medio roto y vacío; y abierta la puerta a su marido, comenzó a reñir con él, diciendo:

—¿Cómo así venís vacío y muy despacio, metidas las manos en el seno? ¿No veis nuestra necesidad y pobreza? ¿Por qué no traéis alguna cosilla para comer? Yo, mezquina, que todo el día y la noche me estoy quebrando los dedos hilando, encerrada en casa, al menos que tenga para encender un candil. ¡Bienaventurada mi vecina Dafnes, que en amaneciendo come y bebe cuanto quiere, y todo el día está en placeres con sus enamorados!

El marido, convencido con esto, dijo:

—¿Pues qué es ahora esto? Aunque mi amo está ocupado en un pleito y no nos ha llevado a trabajar, yo he proveído a lo que hemos de comer, porque he vendido aquel tonel, que nunca nos sirve de nada, por cinco dineros a un hombre que aquí viene; por tanto, ayúdame a sacarlo de aquí, y entregarlo hemos a quien me lo compró.

Cuando esto oyó la mujer, sacó el engaño de lo que el marido decía, y fingiendo una gran risa, le dijo:

—¡Oh qué hombre y buen negociador he hallado, que la cosa que yo, siendo mujer necesitada, tengo vendida por siete dineros, vendió él en la calle por menos!

El marido, alegre con esto, le dijo:

—¿Quién es este que tanto te dio por él?

La mujer respondió:

—Vos no sabéis nada; ahora entró uno dentro de él para ver qué tal estaba.

No faltó astucia al enamorado, que luego saltó de dentro, diciendo:

—Buena mujer, este tonel me parece que está abierto por muchas partes.

Y disimuladamente volviose al marido, como que no le conocía, y díjole:

—Tú, hombrecillo, quien quiera que eres, ¿por qué no me traes un candil para ver bien de dentro este tonel? ¿Por ventura piensas que he de dar mis dineros sin mirarlo muy bien?

El buen hombre, no sospechando mal, no tardó en encender el candil, y dijo al enamorado:

—Apártate, hermano, y huelga, que yo entraré a ver las heces, y verás si es hendido y mal tratado.

Diciendo esto, tomó la mujer el candil, y él entró en el tonel y comenzó a raer aquellas costras.

El adúltero, como vio que la mujer estaba bajada alumbrando a su marido, dolábala por detrás; y ella, con astucia metida la cabeza en el tonel, burlaba del marido, diciendo: «trae aquí y allí, y quita esto y esto otro», hasta que la obra de entrambos fue acabada.

Entonces salió del tonel, y tomando sus siete dineros el mezquino del marido cargó el tonel a cuestas, y llevolo a casa del adúltero.

Aquí estuvimos algunos días, donde por la liberalidad de los moradores de aquella ciudad fuimos muy bien tratados, y mis amos cargados de dones por su adivinar.

III.

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Cómo Lucio recuenta una astuta manera de suerte que los echacuervos usaban para sacar dineros; y cómo fueron presos y él vendido a un tahonero.

Bien sabían engañar al pueblo aquellos limpios y buenos de mis amos, porque para sacar dineros inventaron una suerte sola; la cual aplicaban y referían a muchas cosas, y en cada pueblo de aquellos la sacaban para responder y engañar a los que les preguntaban, y consultaban sobre cosas varias; y la suerte decía de esta manera:

—Por ende, los bueyes juntos aran la tierra, porque para el tiempo venidero nazcan los trigos alegres.

Con esta suerte burlaban a todos; porque si algunos deseaban casarse, y les preguntaban cómo sucedería, decían que la suerte respondía que era muy buena para juntarse por matrimonio y para tener buenos hijos. Si alguno quería comprar una heredad, respondían que era muy bien, porque los bueyes y el yugo significaban los campos floridos y llenos de fruto. Si alguno quería ir camino y preguntaba a aquellos buenos sacerdotes de su viaje, decían que sería muy bueno, porque venían en la suerte los más mansos animales que hay en el mundo y más provechosos. Si alguno de aquellos quería ir a la guerra o a perseguir ladrones, y preguntaba si sería su ida provechosa, respondían que la victoria tenían muy cierta, según la demostración de la suerte; porque sojuzgarían al yugo las cervices de los enemigos, y habrían de lo que robasen muy abundante y provechosa presa.

Con esta manera de adivinar y con su grande astucia, no pocos dineros apañaban. Pero ya cansados de recibir dineros, aparejáronse para caminar, llevándome muy bien cargado por un camino muy bellaco de muchos lodos y lagunas, que a cada paso resbalaba y tenía gran miedo de dar con la diosa en tierra.

Saliendo de este mal camino llegamos a unos espaciosos y hermosos campos, y he aquí súbitamente a nuestras espaldas una manada de gente de a caballo, corriendo con gran ímpetu, y pegaron muy recio a los sacerdotes, llamándoles sacrílegos y regulares y grandes ladrones, engañadores y falsarios; dándoles buenas puñadas echaron a todos esposas a las manos, y con palabras muy recias les comenzaron a apretar, para que descubriesen dónde llevaban un vaso de oro que habían hurtado, y que dijesen la verdad, porque fingiendo ellos de sacrificar secretamente a la madre de los dioses que allí iba, de su estrado lo hurtaron escondidamente; y pensando escapar de la pena de tan gran traición, se partieron calladamente, antes que amaneciese, de la ciudad.

Diciendo esto, no faltó uno de aquellos caballeros que por encima de mis espaldas metió la mano debajo de las faldas de la que yo traía, y buscando bien halló el vaso de oro, el cual sacó delante de todos.

Pero con este tan gran crimen no se avergonzaron aquellos sucios bellacos, mas antes fingiendo un mentiroso reír, dijeron:

—¡Oh, qué crueldad y sinrazón! Por un vasillo que la madre de los dioses presentó a su hermana Siria, en don de haberla tenido por huésped en su casa, lleváis vosotros a sus sacerdotes presos como a homicidas.

Estas y otras tales mentiras y excusas gritando daban, mas aquellos caballeros, no curando de sus palabras, los tornaron para atrás y los metieron en la cárcel, y el vaso de oro y la diosa que yo llevaba pusieron en el templo de la madre de los dioses.

Al otro día sacáronme a la plaza, y otra vez me pusieron en almoneda, pregonando el pregonero: «¿Quién da más por él?» y un tahonero de un lugar allí cerca me compró por siete dineros más caro que el echacuervos me había comprado; el cual molinero luego me cargó muy bien de trigo, y por un camino lleno de piedras y cuestas me llevó a su tahona. Allí vi muchos caballos y acémilas que traían aquellas muelas en derredor dando vueltas siempre por un camino. Y no solamente de día, pero toda la noche hacían harina, volviendo continuamente aquellas tahonas. Pero como venía de nuevo, porque no me espantase de la novedad de aquel servicio, aposentome el nuevo señor en lugar ancho donde estuviese; aquel primer día que llegué me dejó holgar, dándome muy bien de comer.

Pero aquella bienaventuranza de holgar y comer no duró más adelante, porque al otro día siguiente bien de mañana yo fui ligado a un ingenio de aquellos, que parecía ser el mayor de todos, y cubierta mi cara fui compelido a caminar por aquel espacio redondo de canal torcida de manera que yo retornando y rehollando mis pasos en la redondez de aquel término triste y sin esperanza, y no olvidando mi sagacidad y prudencia, fácilmente me di a la novedad de mi servicio; y también cuando yo era hombre, muchas veces había visto semejantes ingenios.

Mas hallando este oficio muy trabajoso, propuse en mí de hacerme espantadizo y andar para atrás, pensando que como a asno bobo y sin provecho para aquel oficio, me enviarían a otro lugar donde tuviese más liviano trabajo, o por ventura me dejarían holgar.

Pero en balde pensé yo esta astucia dañosa, porque luego muchos de aquellos que allí estaban se pusieron alrededor de mí con varas en las manos; y como yo estaba seguro por tener los ojos tapados, súbitamente con grandes voces me dieron muchos palos, y en tal manera que con aquel ruido me espantaron, que luego dejado todo mi consejo, muy sabiamente, así como estaba ligado con aquellas cinchas de esparto, hice mis discursos y vueltas, alegre, aunque me daban harto trabajo; y con esta súbita mudanza de un extremo a otro, los que allí estaban se finaban de risa.

Ya gran parte del día había muy bien molido, y aun andaba harto desmayado y cansado, cuando me quitaron las cinchas de esparto con que andaba ligado, y lleváronme al pesebre. Pero yo, aunque había bien menester descansar, que casi estaba muerto de hambre, dejando todo refrigerio aparte, me puse a mirar la familia y gente de aquella casa. ¡Oh Dios, y qué hombrecitos había allí, pintados de las señales de los azotes que les daban, las espaldas negras de los palos, con unos enjalmillos más para cobertura que vestidura; otros solamente con paños menores cubiertas sus vergüenzas, y tan rotos, que casi todo se les parecía, herrados en la frente[4] y argollas de hierro en los pies, las cabezas trasquiladas, los ojos pelados y comidas las pestañas del humo y hollín de la casa; por lo cual todos tenían los ojos muy malos y blanqueaban con el polvo de la harina, como luchadores que se polvorean cuando quieren luchar!

Pues de mis compañeros, los otros asnos y acémilas que molían, ¿qué podría decir? ¡Cuán cansados, aquellos machos y jacones flacos, cerca de los pesebres royendo granzones de paja, los pescuezos desollados y llenos de llagas podridas, las narices abiertas para tomar más huelgo, los pechos, del muermo, tosiendo, y de los antepechos que les ponían para moler, todos pelados y llagados, que casi les parecían los huesos, las uñas de pies y manos alzadas hacia arriba de no herrarse, y mancos de andar alderredor, todo el pellejo sarnoso de magrez y flaqueza!

Mirando yo esto, temía de venir en otro tanto, y recordándome de cuando era hombre, y que había venido en tanta desventura, bajada la cabeza, lloraba, y no tenía otro solaz de mi pena, sino que con mi natural ingenio que tenía, me recreaba algo, porque no curando de mi presencia, libremente hacía y hablaba cada uno, delante de mí, lo que quería, por donde yo conocí que, no sin causa, aquel divino autor de la primera poesía[5], deseando mostrar un varón de gran prudencia entre los griegos, celebró y alabó a Ulises haber alcanzado las soberanas virtudes, por haber andado muchas ciudades y conocido diversos pueblos. Así que yo, recordándome de esto, hacía muchas gracias a mi asno, porque me traía encubierto con su figura, ejercitándome por muchos y diversos casos y fortunas, por lo cual si yo no fui prudente, al menos me hizo sabedor de muchas cosas.

IV.

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Cómo Lucio cuenta un gracioso acontecimiento, en el cual la mujer del tahonero (su amo) gozó un enamorado; y tomándolos juntos los castigó, en la cual venganza le ahorcó por arte de encantamento.

Finalmente, que yo deliberé de traer a vuestras orejas una buena historia, suavemente compuesta, mejor que las que he dicho, la cual comienza:

Aquel molinero que me compró, era hombre de bien y de buena conversación, y tenía una mujer la más pésima y mala que jamás se vio, con la cual él pasaba mucha pena y enojo en su casa, que por cierto yo había mancilla de aquel buen hombre, porque ningún vicio faltaba en aquella mala mujer, que todos se habían lanzado en su cuerpo, como en sucia sentina; soberbia, cruel, lujuriosa, borracha, porfiada, avara en robar donde pudiese, gastadora en cosas sucias, enemiga de fe y de honra. Menospreciaba los dioses, y mentía jurando por ellos, y con juramentos engañaba a todos, y al mezquino del marido. Embeodábase luego de mañana, y todo el día gastaba con sus enamorados.

Esta mala mujer, con grande odio me perseguía, que en amaneciendo, antes que ella se levantase, llamaba a los mozos y mandábales que echasen a moler al asno novicio. Y como ella salía del palacio cuando se levantaba, allí, en su presencia, me mandaba dar de palos, y cuando soltaban las otras bestias temprano, mandaba que a mí dejasen hasta más tarde, que no me diesen a comer.

Y esta crueldad suya fue causa que yo más en sus costumbres mirase; de manera que yo veía a menudo entrar un mancebo en su aposento, la cara del cual yo deseaba ver, mas no podía, por los anteojos que traía; verdad es que no me faltaba astucia para descubrir, en cualquier manera, la maldad que aquella mala mujer hacía a su marido, mas una vieja que sabía toda la ruindad, y era mensajera entre ella y su amigo, nunca se partía de allí, las cuales, en amaneciendo, almorzaban, y entre sí altercaban quién bebería más del vino puro. La mala de la vieja, alcahueta, hacía estos aparatos públicos y engañosos en gran daño del triste del marido. Y aunque yo muchas veces, entre mí, me enojaba contra Andria, que por hacerme ave me tornase asno; todavía, en esta triste deformidad mía, había placer, porque como tenía las orejas largas, cualquier cosa que decían, aunque estuviese lejos, luego la oía.

Un día, estando la vieja hablando con ella, decía estas palabras:

—Hija mía, mira bien lo que te cumple acerca de este mancebo que ahora amas, porque es negligente y temeroso, y tiene miedo del gesto arrugado de tu marido, y tal enamorado no pertenece para ti, que quieres holgar y llevar buena vida en cuanto tienes tiempo; igual es Filesitero, un mancebo hermoso, gentilhombre, liberal, magnífico, y contra los celos de estos maridos muy esforzado, el cual es digno de ser enamorado de todas las mujeres del mundo, y merecedor de traer una corona de oro, por sola una cosa que hizo el otro día a un casado celoso.

Óyeme ahora, y verás cuánta diferencia hay de un enamorado a otro. Bien conoces un barbudo que es alcaide de esta villa, que tiene una mujer muy hermosa, y es muy celoso; este, pues, habiendo de ir fuera de la ciudad, dejó encomendada la guarda de su mujer a Hormigón, su esclavo, por ser más fiel y diligente. A este cometió secretamente toda la guarda de su mujer, diciéndole que si no guardaba bien a su señora, de manera que ninguno, pasando cerca de ella, solamente le tocase con el dedo o con la falda, que le echaría hierros y en cárcel perpetuamente, donde muriese de hambre, lo cual juró y perjuró muchas veces por todos los dioses. Así que con esta seguridad se partió, dejando por recio guardián a Hormigón, y bien amedrentado, el cual guardaba a su señora con tanta diligencia, que a ninguna parte la dejaba ir, y de continuo estaba sentado cerca de ella, estando hilando o haciendo otras cosas que las mujeres hacen en su casa, y si alguna vez, por grande necesidad, iba a lavarse al baño, Hormigón iba tan pegado a ella, que las faldas llevaba en la mano, y de esta manera, con mucha sagacidad cumplía lo que su señor le había mandado.

Pero no se pudo esconder a Filesitero la hermosura de esta gentil mujer, porque la bondad y castidad de ella le inflamó y puso más codicia para hacer todo lo que pudiese, y ponerse a cualquier peligro que le viniese, y con esta gana propuso de combatir y expugnar la fortaleza o casa bien guardada de la dueña, confiando y siendo cierto que la flaqueza humana, con el dinero, al cual toda dificultad es llana, se puede fácilmente derribar, que el oro por donde quiera halla entrada, aunque las puertas sean diamantes muy fuertes.

Un día, andando en este pensamiento, Filesitero halló solo a Hormigón, y díjole abiertamente toda su pena y amor, rogándole, con mucha cortesía, que diese remedio a su tormento, porque si presto no alcanzaba lo que deseaba, su muerte era muy cierta, y que en esto no temiese, porque él iría, secreto, de noche, que nadie lo sintiese, y en un momento de hora se tornaría. Estas y otras persuasiones tales diciendo, añadió un grandísimo aguijón, el cual rompió y pervirtió a Hormigón por su codicia. Echó mano a la escarcela, y sacó treinta ducados, nuevos, resplandecientes, de los cuales dijo a Hormigón que diese veinte a su señora, y tomase diez para sí.

Cuando esto oyó Hormigón, espantose de tan abominable pecado, y tapadas las orejas echó a huir; pero el resplandor y codicia que tenía del oro no le pudo huir de los ojos y del corazón, mas apartado lejos, yéndose apriesa hacia casa, representábasele la hermosura de la moneda ante los ojos, y deseaba apañar lo que ya tenía arraigado en el corazón. Con este pensamiento, el mezquino navegaba como en las ondas de la mar, ya en una cosa ya en otra. De la una parte se le representaba la fidelidad, de la otra la ganancia. De la otra la pena con que le amenazó su señor, de la otra el deleite y provecho del oro. Finalmente, que el oro venció al miedo de la muerte, y apartada de sí toda tardanza, llegose a su señora, y secretamente le dijo todo el negocio como pasaba.

Ella, con la natural liviandad, luego obligó su pudicicia al maldito metal, y consintió por apañar el dinero.

Cuando Hormigón oyó esto, lleno de placer y gozo, deseaba ya de tocar aquel dinero, que en precio de su fidelidad había ganado, y fue luego a dar la nueva a Filesitero, pidiéndole lo que le había prometido. Y como Hormigón se vio con tanto dinero, habido de buen lance, estaba tan alegre, que luego a la noche tomó a Filesitero, y lo metió secretamente en la cámara de su señora.

Los nuevos enamorados, estando ya desnudos y a placer, tomando el primer fruto de sus amores, no pensaban ni sospechaban la venida de su marido.

De improviso súbitamente comienzan a dar grandes voces a la puerta de casa, y a querer quebrar la puerta con una piedra; y cuanto más tardaban en abrirla, tanto más sospecha le ponían de la que él tenía. Así que comenzó a amenazar a Hormigón que lo mataría. Hormigón, oyendo esto, y con la prisa que le daba, estaba turbado, y con la turbación no tenía consejo, ni sabía qué hacerse, sino decía que no tenía lumbre, y que no hallaba la llave de la puerta.

En tanto, Filesitero, como oyó el ruido, arrebató su ropa, y vistiose, mas con la turbación se le olvidaron las chinelas, y saliose de la cámara.

En esto Hormigón llegó con la llave y abrió las puertas a su señor, el cual entró bramando, y luego fue derecho a la cámara. Filesitero, en tanto, botó por la puerta fuera de casa, y Hormigón cerró las puertas.

El marido, desde que vio todo seguro, ya un poco manso, fuese a dormir.

Otro día luego de mañana, como el barbudo se levantó, vio junto a la cama unas chinelas que no eran de casa, las cuales había dejado Filesitero, y sospechando y sacando de allí lo que podía ser, y cómo alguno había dormido aquella noche con su mujer, que las había dejado, calló su dolor y congoja, que ni a su mujer ni a otro de casa dijo cosa alguna, y tomó las chinelas secretamente, y metióselas en el seno, y mandó a otros siervos que le trajesen a Hormigón atado hasta la plaza.

El barbudo, yendo todavía entregruñendo, andando aprisa hacia la plaza, tenía por cierto que por las chinelas había de hallar al adúltero que sospechaba haber estado con su mujer. Iba él en este pensamiento, la cara turbia, las cejas caídas y muy enojado, y detrás de él Hormigón atado, aunque no se sabía la culpa que él tuviese; pero él mismo bien lo sabía, por lo cual lloraba, de suerte que los que le veían habían gran duelo de él.

Acaso Filesitero, que iba a otro negocio, encontró con ellos, y como vio de la manera que llevaban a Hormigón, sin miedo ni turbación, y acordándose que se le habían olvidado las chinelas en la cámara, y sospechando que por aquello llevaban así atado a Hormigón, astutamente y con su esfuerzo acostumbrado, apartó a los otros siervos y arremetió con Hormigón, y con grandes voces comenzole a dar de puñadas, y decirle:

—¡Oh malvado, ladrón ahorcado; este tu señor, y todos los dioses del cielo a quien tú has perjurado, te hagan mal y te destruyan, que me hurtaste el otro día mis chinelas en el baño; bien mereces, por cierto, ser muy bien castigado!

Con este engaño que el esforzado Filesitero hizo, el barbudo, que iba determinado de matar a Hormigón, depuesto ya de toda crueldad, tornose a su casa y llamó a Hormigón, al cual dio las chinelas y perdonó de muy buena gana, y le mandó que luego las tornase a quien las había hurtado.

Acabado de decir esto la vejezuela, comenzó la mujer del tahonero:

—Bienaventurada ella que goza de la libertad de tan constante y recio enamorado; pero yo, mezquina de mí, que caí con uno que ha miedo del sonido de la muela y de la cara cubierta de aquel asno sarnoso que allí está.

Respondió la vieja:

—Pues si tú quieres, yo emplazaré a este alegre enamorado que venga delante de ti, y luego voy por él. Cuando sea noche, espérame, que yo tornaré.

La buena mujer, con el ansia que tenía de ver aquel enamorado, aparejó muy bien de cenar, vinos excelentísimos de buenos, y la mesa puesta con todo lo demás, esperando su venida como de algún dios.

Acaso el marido cenaba aquella noche con un pelaire, un muy su amigo, y casi a mediodía, que nos soltaba de la tahona, para darnos de comer; yo no había tanto placer con la comida y descanso, cuanto porque me desataban los ojos, que libremente podía ver las artes y engaños de aquella mala mujer.

Ya el sol puesto, vino aquella vieja mala con el adúltero escondido a su lado, el cual era un mancebo gentilhombre que entonces le apuntaba la barba. Ella lo recibió con muchos besos, abrazándole, y sentáronse a la mesa.

En comenzando a cenar los primeros bocados, el marido llamó a la puerta, sin ser esperado, ni creyendo que viniera tan presto. Ella, cuando esto vio, comenzolo a maldecir, diciendo que las piernas tuviese quebradas y los ojos. Diciendo esto, y sobresaltada, metió el enamorado debajo de una artesa en que limpiaba el trigo, y sentose cerca de él, y con su malicia acostumbrada, disimulando tanta maldad, con su rostro sereno, preguntó a su marido qué era la causa por que venía tan presto, dejada la cena de su amigo.

Él le respondió con mucha tristeza, diciendo:

—Yo vine tan presto, porque acaeció allá una cosa bien bellaca. ¡Oh Dios, y que es posible que una mujer tan honrada haya de hacer tan gran fealdad! Juro por este pan, que aunque yo lo viera con mis ojos, que no lo creyera.

Ella le preguntó muy ahincadamente le contase aquel negocio, qué era y cómo pasara.

Él, importunado de ella, comenzó a contar duelos ajenos, no sabiendo el triste de los suyos, diciendo así:

—La mujer de este pelaire, mi vecino y amigo, cierto parecía mujer de vergüenza y casta, que no se podía pensar mal de ella; cuando íbamos a cenar ahora a su casa, ella parece que estaba holgando con su enamorado secretamente, y como llegamos, turbada con nuestra presencia, de súbito consejo proveída, tomó aquel su enamorado y metiolo debajo de un azufrador de mimbres, donde tenía azufrando sus tocas, que estaba junto con la mesa; pensando ella que ya estaba seguramente escondido, sentose a la mesa a cenar con nosotros sin ningún cuidado.

Entretanto, con el grave humo del azufre embarbascado el otro, no podía resollar debajo del perfumador; como es vivo y hediondo aquel humo, comenzó a estornudar de la parte donde estaba sentada la mujer.

El marido pensó que era ella, y díjole como se suele decir: «Dios te ayude.» Mas el desventurado dio otro estornudo, y otro; y estornudó tantas veces, que el marido sospechó lo que podía ser, y arrojó de sí la mesa, y alzó el perfumador, y halló debajo el gentilhombre, que con el gran humo estaba casi muerto, que no resollaba.

Cuando lo vio, inflamado de su injuria, echó mano a su espada, que lo quería degollar, pero porque yo estaba presente, y no me culpasen de la muerte de aquel hombre, lo defendía diciendo también que si no curase de él, que presto moriría sin cargarnos culpa, según estaba casi ahogado de la furia y violencia del azufre.

Él, como vio que le decía bien, más por necesidad suya que por mi persuasión, amansado del enojo, sacó al adúltero medio vivo, y lo echó en una calleja cerca de su casa. Yo, como vi la revuelta, dije a la mujer que huyese a casa de una vecina suya, en tanto que al marido se le pasaba el enojo y se le amansaba el calor de la ira y dolor del corazón; porque con la rabia no dudaba que de sí y de su mujer hiciese algún mal recado. Así que yo, enojado de lo que había acaecido en su convite, torneme a mi casa.

Diciendo esto el tahonero, su mujer reprendía con muy malas palabras a la mujer de aquel pelaire, diciendo que era una mala mujer, sin fe y sin vergüenza, deshonra de todas las mujeres; que pospuesta su honra y bondad, menospreciando la honra de su marido y casa, la había ensuciado y deshonrado, por donde había perdido nombre de casada, y tomado fama de burdelera; y aun añadía encima de esto, que tales hembras merecían ser quemadas. Pero ella, instigada y amonestada de la llaga que sentía, y de su mala y su sucia conciencia, queriendo librar a su enamorado de la pena que tenía debajo de la artesa, ahincaba mucho a su marido que se fuese a acostar temprano. Él, como le habían atajado la cena en casa de su amigo, por no irse a dormir ayuno y sin cenar, demandó a la mujer que le pusiese la mesa.

Ella, aunque contra su voluntad, porque estaba para otro guisada, púsosela delante muy de prisa y de mala gana. A mí se me quería arrancar el corazón y las entrañas, habiendo visto la maldad pasada que hizo, y la traición presente de tan mala mujer; y pensaba entre mí cómo, descubriendo aquel engaño y maldad, podría ayudar a mi señor, y aquel que estaba como galápago debajo de la artesa, para que todos lo viesen.

Estando con pena en esto, la fortuna lo hubo de proveer, porque un viejo, cojo, que tenía cargo de dar pienso a las bestias, siendo la hora de llevarnos a beber, saconos a todos juntos; lo cual me dio causa muy oportuna para vengar aquella injuria. Así que, pasando cerca de la artesa, vi como era angosta y tenía de fuera los dedos de la mano, y púsele el pie encima, apretando tan reciamente, que le desmenucé los dedos.

El adúltero, con gran dolor, dio grandes voces, y echó de sí la artesa, de manera que quedó descubierto a todos, y fue entendida la maldad que aquella mala mujer hacía.

El tahonero, cuando esto vio, no se curó mucho por el daño de la honestidad de su mujer, antes con el gesto sereno y alegre, comenzó a hablar al mozo, que estaba amarillo y temeroso de la muerte, de esta manera:

—No temas, hijo, que de mí te venga mal ninguno, ni tampoco te acusaré para que te degüellen por el rigor de la ley de los adúlteros, pues eres tan lindo y hermoso mancebo. Mas, cierto, yo te trataré igualmente con mi mujer, no te apartaré de mi heredad, mas comúnmente partiré contigo; y sin ninguna división, todos tres moraremos en uno; porque siempre yo viví con mi mujer en tanta concordia, que, según sentencia de los sabios, siempre una cosa agradó a entrambos. Por tanto, yo te quiero hacer muy bien curar de la mano que tienes maltratada.

Con estos halagos burlando, llevó al mozo a su cámara, aunque él no quiso, y a la buena de su mujer encerrola en otro aposento.

Otro día de mañana llamó a dos valientes mancebos sus criados, y mandó tomar al mozo y azotarlo muy bien en las nalgas con un azote, diciéndole:

—Pues que tú eres tan blando y tierno, y tan muchacho; ¿por qué engañas a las mujeres y andas tras las casadas, rompiendo los matrimonios, y tomando para ti, muy temprano, nombre de adúltero?

Diciéndole estas palabras y otras muchas, y habiéndolo muy bien azotado, echolo fuera de casa. Aquel valiente y esforzado enamorado, cuando se vio en libertad que él no esperaba, aunque llevaba las nalgas blandas, bien azotadas, llorando de noche y de día, huyó.

El tahonero dio carta de quita a la mujer, y luego la echó de casa.

Ella, cuando se vio desechaba del marido y fuera de su casa, y que no comía ni bebía de lo puro, como solía, ni tenía qué dar ni mandar, viéndose afrentada y maltratada, con vida triste y amarga, con su malicia y natural inclinación, tornose al marido con sus maldades, y armose de las artes que comúnmente usan las mujeres, y con mucha diligencia buscó una mala vieja hechicera, que con sus maleficios y hechizos se creía que haría todo lo que quisiese. A esta vieja dio muchas dádivas, prometiéndole otras mayores, y le rogó mucho que hiciese por ella una de dos cosas: o que amansase a su marido y se reconciliase con él, o si aquello no pudiese acabar, que enviase algún fantasma o algún diablo que le atormentase el espíritu.

Entonces aquella hechicera comenzó a invocar los demonios, y hacer cuanto pudo por tornar el corazón del marido al amor de su mujer; mas esto no sucedió como ella quería, por lo cual se enojó contra los diablos, porque demás de hacerle perder la ganancia que ya le habían prometido, parecía que la menospreciaban, y comenzó a hacer su arte contra la cabeza del mezquino del marido, para lo cual llamó el espíritu de una mujer muerta a hierro, que le viniese a asombrar o matar.

Aquí, por ventura, tú, lector escrupuloso, reprenderás lo que yo digo, y dirás así: Tú, asno malicioso, ¿dónde pudiste saber lo que afirmas y cuentas que hablaban aquellas mujeres en secreto, estando tú ligado a la piedra de la tahona y tapados los ojos?

A esto respondo: Oye ahora, hombre curioso, en qué manera, teniendo yo forma de asno, conocí y vi todo lo que se hacía en daño de mi amo:

Un día casi a mediodía, súbitamente, cerca de la tahona, pareció una mujer muy fea y disforme, vestida de muy sucio y vilísimo hábito, los pies descalzos, flaca y muy amarilla, los cabellos medio canos, llenos de ceniza y desgreñada, colgando las greñas ante los ojos. Esta mujer diablo echó mano del tahonero, como que le quería hablar secreto, y llevolo a su cámara, y cerrada la puerta, tardaba mucho, y como ya se acababa de moler todo el trigo que estaba en las tolvas, los mozos tenían necesidad de pedir más, y fueron a la puerta del palacio, que estaba cerrada por dentro, y llamaron a su señor, que viniese a dar trigo, y como nadie les respondía, comenzaron a dar golpes a la puerta recio, y como estaba fuertemente cerrada, sospechando algún mal, con una palanca arrancaron la puerta.

Cuando entraron dentro, la mujer no pareció; pero hallaron a su señor ahorcado de una viga del aposento, el cual descolgaron con muchos llantos. Hechas sus obsequias, lleváronlo a enterrar.

Otro día vino una su hija de otro lugar, donde era casada, mesándose y dándose puñadas en los pechos, la cual sabía de la desdicha que había acontecido a su padre, sin que persona se lo hubiese dicho; mas en sueños le había aparecido el espíritu de su padre muy lloroso, atada la soga a la garganta, y le contó toda la maldad y traición de su madrastra, del adulterio que le acometía, de los hechizos, y de cómo lo hizo descender a los infiernos, endemoniado; la cual, como se fatigaba mucho llorando y gimiendo, los familiares de casa la consolaron e hicieron que diesen espacio a su corazón y al dolor.

Después, pasados los nueve días, hechos todos los oficios al difunto, sacaron a vender en almoneda toda la ropa y bestias como bienes de herencia.

V.

Índice

Cómo Lucio cuenta que lo vendieron a un hortelano, y de sus miserias, yloque acaeció con un caballero.

A mí, desventurado y mezquino, me compró en aquella almoneda un hortelano por cincuenta dineros, el cual decía que era gran precio; mas que me había comprado tan caro por buscar de comer para sí y para mí.

El tiempo y razón demandan que yo cuente la manera de mi servicio, la cual era esta. Aquel mi amo que me había comprado, acostumbraba bien de mañana, cargado de coles y hortaliza, ir a la ciudad que allí cerca estaba, y después que había vendido su mercadería, cabalgaba encima de mí y tornábase a su huerta. Entretanto que él, corcovado, andaba cavando y regando su huerta, yo me recreaba a todo mi placer y descansaba callando, que en otra cosa no entendía.

Así pasaba mi triste vida, contentándome con la alegre vista de la huerta, porque como era verano era cosa placentera.

Mas no quiso mi cruel fortuna que en esta huerta hubiese rosas para tornar a ser hombre con ellas, por ser parte donde muy bien lo pudiera hacer. Viniendo el invierno, tempestuoso y revuelto el signo de Capricornio, llovía continuamente y nevaba, y yo, triste, estaba encerrado en un establo sin techo y debajo del cielo, atormentado con el continuo frío. Pero ¿cómo no estaría yo así, pues que mi señor era tan pobre que no solamente no me podía dar alguna enjalma, o siquiera un poco de tejado, mas aun para sí no lo tenía, que con la sombra de ramas de una choza, donde moraba, era contento?

Demás de esto, en las mañanas hollaba aquel lodo frío y aquellos carámbanos helados, con los pies descalzos, y aun no podía henchir su vientre siquiera de los manjares acostumbrados, porque igual era la cena a mí y a mi amo, que cierto no había diferencia; pero eran bien pocas hojas de lechugas viejas sin sabor, o aquellas que de mucha vejez están espigadas de la simiente, tan altas como escobas, que ya el zumo de ellas se había tornado como carcoma desabrida y amarga.

Viniendo un día mi amo de la ciudad de vender unas coles, encima de mí, he aquí un hombre de buena disposición, y según mostraba su hábito y gesto, debía de ser hombre de armas de alguna hueste, nos encontró en el camino y preguntó con una palabra muy soberbia y arrogante:

—¿A dónde llevas aquel asno vacío?

Mi amo no entendió su lenguaje, que era romano o latino, y bajada la cabeza, pasó adelante.

El caballero, cuando esto vio, no pudo sufrir su acostumbrada soberbia, y enojado por su callar, como si le hubiera hecho una grande injuria, diole de palos con un sarmiento que en la mano traía, y juntamente le echó de encima de mí, dando con él en tierra.

Entonces el pobre hortelano le respondió humildemente, diciendo que por no saber la lengua no podía saber ni entender lo que había dicho.

El caballero, con enojo, tornole a decir:

—Pues dime, ¿dónde llevas este asno?

El hortelano respondió que iba a aquella ciudad que allí cerca estaba.

El caballero dijo:

—Pues yo he menester este asno, porque ha de traer, con otras acémilas, unas cargas de nuestro capitán, que aquí cerca esté.

Y luego echó la mano y arrebatome por el cabestro, y comenzome a llevar.

El hortelano, estando limpiando la sangre que de su cabeza le corría de una descalabradura que le había hecho con el sarmiento, rogábale otra vez que tratase bien y mansamente al compañero, lo cual le pedía diciendo que así Dios le prosperase e hiciese victorioso; y asimismo decía que aquel asnillo era perezoso, y demás de esto tenía una abominable enfermedad, que era gota coral, y que a mala vez acostumbraba traer de cerca de allí unos pocos de manojos de berzas, y cuando llegaba con ellos, ya no podía resollar; cuanto más para gran carga, que en ninguna manera pertenecía para ello.

Pero desde que el hortelano vio que por ningún ruego se amansaba el caballero, antes veía que se ensoberbecía más, y algunas veces alzaba la mano para darle, buscó un último remedio: fingiendo de quererle besar las rodillas para conmoverle a misericordia, y estando así bajado y encorvado, arrebatolo por entrambos los pies, y alzándolo arriba, dio con él un gran golpe en tierra, y luego saltó encima y diole muchas puñadas, y con una piedra que allí halló le sacudió muy bien en la cabeza y en las manos y brazos, de manera que lo aturdió y descalabró en muchas partes.

El caballero, con la súbita caída y mucha presteza del hortelano, no tuvo lugar de pelear; solamente gritando amenazaba al hortelano que lo había de matar, lo cual, oído por él, de nuevo le tornó a dar más crueles heridas.

Estando el pobre caballero así maltratado y tendido en tierra, no hallando ningún remedio a su salud y vida, determinó de hacerse el muerto, y así lo hizo.

Entonces el hortelano, que así lo vio, tomándole la espada, cabalgó encima de mí cuanto más aprisa pudo, y acogiose a la ciudad, no curando de ir a ver su huerta, y fuese a casa de un amigo suyo, al cual, contándole todo como había pasado, le rogó que le ayudase en aquel peligro en que estaba y que lo escondiese a él y a su asno hasta que pasase el ímpetu de la pesquisa que la justicia había de hacer.

Aquel su amigo, no olvidando la ley de la amistad, recibiolo de buena gana, y a mí, atados los pies y manos, subiéronme por una escalera y metiéronme en un aposento. Al hortelano metiéronlo en una canasta con su tapadera encima.

El caballero, según que después supe, como quien se levanta de una gran embriaguez, medio trompicado, como mejor pudo llegó a la ciudad, y confuso de su poco poder y fuerza, no osó decir cosa alguna a la justicia; pero callando y tragando su injuria, halló a ciertos compañeros suyos y contoles esta su fatiga y pena, a los cuales pareció que él se debía esconder y no descubrirse a nadie, porque demás de la injuria que había recibido, que era infame y baja, había de temer el juramento que había hecho de la caballería, que le fuese acusado por haber perdido su espada, y que ellos, como ya tenían señas de nosotros, pondrían mucha diligencia en buscarnos para su venganza.

No faltó un traidor vecino suyo que luego descubrió que estábamos allí escondidos.

Entonces aquellos sus compañeros fuéronse a la justicia, y mintiendo, dijeron que habían perdido en el camino una capa rica y de mucho precio de su capitán, y que la había hallado un hortelano, el cual no se la quería restituir, por lo cual estaba escondido en casa de un su amigo.

Entonces los alcaldes, viendo la querella y el robo que le decían ser hecho al capitán, vinieron a las puertas de nuestra posada, y dijeron a nuestro huésped que aquel que tenía escondido dentro en su casa, pues sabían que era ladrón, que luego le entregase antes que incurriese en pena de su propia cabeza; pero el amigo no se espantó, antes procurando la salud de aquel que había recibido en su protección y amparo, no dijo cosa de nosotros, sino que había muchos días que a tal hombre no había visto.

Los escuderos porfiaban lo contrario, jurando por vida del Emperador que allí estaba escondido, y no en otro lugar alguno.

Finalmente, que los alcaldes acordaron de mandar buscarlo, y dijeron a un alguacil que entrase a buscarlo, el cual brevemente revolvió la casa y dijo a los alcaldes que no hallaba tal hombre.

Entonces fue mayor la porfía entre los escuderos, diciendo que sabían por muy cierto que nosotros estábamos allí, y protestaban por el ayuda y favor del Emperador.

El amigo nuestro negaba, jurando por los dioses que tal hombre no estaba en su casa.

Yo, cuando oí la porfía y voces que daban, como era asno curioso, deseé saber lo que pasaba; como bajé la cabeza por una ventanilla que allí estaba, por ver qué cosa era aquel tumulto y voces que daban, uno de aquellos escuderos acaso alzó los ojos a mi sombra, que daba abajo, y como me vio, díjolo a todos, y luego levantaron un gran clamor y vocería, riéndose de cómo me vieron arriba en la ventana, y luego me hicieron bajar y tomáronme por perdido, como esclavo cautivo. Y luego, buscando bien la casa, hallaron el mezquino hortelano metido en la cesta, al cual llevaron a la cárcel para darle la pena que merecía. Y en todo esto nunca dejaron de burlar con gran risa de mi asomada a la ventana, de donde nació aquel muy usado refrán de «la mirada y sombra del asno».