LAS FLORIDAS

Índice

I.

Índice

Es costumbre de los viajeros piadosos, cuando encuentran algún bosque sagrado o algún lugar santo, detenerse en ellos un momento para pedir ayuda a los cielos y ofrecerles sus votos. Yo, como ellos, al entrar en esta ciudad, la más santa de todas[6], apremiado como lo estoy por el tiempo, debo, ante todo, implorar indulgencia, detener mis pasos, pronunciar un discurso. Nada hay, en efecto, más digno de que un viajero de religiosas costumbres suspenda su marcha, ni el altar adornado con flores, ni la gruta que el follaje sombrea, ni la encina que termina en forma de cuernos, ni el haya coronada de pieles, ni la colina consagrada por un cercado, ni tronco que la azuela ha esculpido, ni césped fumigado con las libaciones, ni piedra impregnada de perfumes, porque tales signos son poca cosa, pocos son los que los conocen y adoran; el vulgo los ignora y sigue adelante.

II.

Índice

No es esto lo que opinaba nuestro maestro Sócrates.

Mirando cierto día a un bello joven que guardaba prudentísimo silencio: «Habla, le dijo, para que te vea.» Así, pues, para Sócrates, el callar equivalía a no dejarse ver, es decir, que pensaba no deben apreciarse los hombres con los ojos del cuerpo, sino con la mirada de la inteligencia y la vista del alma, y en este punto estaba en desacuerdo con el soldado de Plauto, que dice:

«Más vale un hombre con ojos que diez con oídos.»

El filósofo, para examinar al hombre, volvía del revés la frase diciendo:

«Más que diez hombres con ojos, vale uno con oídos.»

Por lo demás, si el juicio de la vista fuera superior al de la inteligencia, la sabiduría del águila sería mayor que la nuestra.

Nosotros los hombres no podemos distinguir los objetos ni demasiado distantes ni demasiado cerca; en cierto modo todos somos ciegos, y si quedáramos reducidos a los débiles ojos del cuerpo, tendría razón un famoso poeta al decir «que una especie de nube se extiende ante nuestros ojos impidiéndonos ver más allá de donde llega la piedra que sale de la honda». Pero el águila, cuando con sublime vuelo se lanza hacia las nubes, cuando llega a la región de las lluvias y de las nieves y más allá de las alturas donde se producen el relámpago y el rayo, y que, por decirlo así, son la base del éter y la cima de las tempestades; cuando allí se balancea suavemente a derecha o a izquierda y a su placer mueve la masa de su cuerpo, ayudándose de las alas como de velas, de la cola como de timón y de sus plumas como de remos infatigables, todo lo ve. Irresoluta un momento, suspende de pronto el vuelo, contempla cuanto le rodea y busca y escoge la presa sobre la que ha de arrojarse desde lo alto como el rayo. Desde las nubes, que ocultan su presencia, distingue el rebaño en la llanura, la fiera en la montaña y los hombres en el interior de las poblaciones; les amenaza con la vista y con las garras y se apresta a despedazar con el pico, a desgarrar con las uñas a la descuidada oveja o a la liebre medrosa, o a cualquier otra víctima que el acaso ofrece a su hambre o a sus crueles instintos.

III.

Índice

Hyagnis, según la tradición, fue el padre y señor del flautista Marsias, el único que en aquellos siglos rudos poseía el instinto de la música. Desconocía la flauta de muchos agujeros con su flexible armonía y variadas modulaciones, pues este arte, de reciente invención, estaba entonces en la infancia; que nada desde su origen es perfecto, y los elementos ricos en esperanzas preceden siempre a los resultados de la experiencia. Antes de Hyagnis, la mayoría, como el pastor o boyero de Virgilio, no sabían sino

Stridente miserum stipula disperdere carmen.

Aun los que tenían fama de haber profundizado más en los dominios del arte, limitábanse a hacer sonar una sola flauta, como se hace con una trompeta. Hyagnis fue el primero que movió los dedos para producir varios sonidos, el primero que animó dos flautas con un solo aliento, el primero que, por medio de agujeros colocados a izquierda y derecha, produjo el acorde musical mezclando sonidos agudos y notas graves. Marsias, su hijo, heredero de la flauta y del talento paterno, era, sin embargo, un frigio, un bárbaro asqueroso y repugnante, de barba sucia, erizada de espinas a guisa de pelos, y no obstante, se dice (audacia inaudita) que quiso rivalizar con Apolo, como si Tersites compitiera con Nereo, un rústico con un erudito, un bruto con un dios.

Minerva y las Musas fingieron constituirse en jueces para burlarse de la bárbara fanfarronada de este monstruo y para castigarle por su estupidez. Pero Marsias (y este era el rasgo distintivo de su necedad), no comprendiendo que servía de mofa, empezó, antes de hacer sonar la flauta, a decir groseras impertinencias de él y de Apolo. Alabábase de su cabellera echada hacia atrás, de su barba sucia, de su velludo pecho, de que el arte le había hecho flautista y la fortuna indigente; y, cosa ridícula, censuraba en Apolo las cualidades contrarias; que tuviese el cabello largo, gracioso semblante, cutis suave, grandes y variadas dotes artísticas y opulenta fortuna.

«Y además, dijo, su cabellera, arreglada en pequeños bucles y graciosos anillos, cae por ambos lados de la frente; todo su cuerpo es encantador, sus miembros de blancura deslumbradora, su boca profética con igual facilidad habla en prosa que en verso. ¿Qué? ¿Es acaso bella cosa su vestido de finísimo tejido, de blanda tela, teñido de radiante púrpura? ¿Lo es una lira en que brilla el resplandor del oro, la blancura del marfil y el fulgor de los diamantes? ¿Lo es, en fin, murmurar docta y gratamente algunas canciones? Todas estas niñerías no son títulos de virtud, sino signos de afeminación.»

Diciendo esto ostentaba las cualidades específicas de su persona. Las Musas, al oír que dirigía a Apolo censuras que todo hombre sensato desearía merecer, estallaban de risa. El flautista fue vencido en esta lid, y ellas le dejaron como oso en dos pies, con el pellejo roto y las entrañas palpitantes. Así fue castigado Marsias por su reto y su derrota, avergonzando a Apolo tan humilde victoria.

IV.

Índice

Era Antigénidas un flautista que sabía cadenciar dulce como la miel todos los acordes y producir todos los modos que se deseaban, el sencillo eólico, el variado iásico, el plañidero lidio, el frigio religioso y el belicoso dórico. Lo que más afligía a este hombre eminente en el arte, lo que, al decir suyo, mortificaba más su alma y su genio, era oír llamar a los flautistas músicos de entierros. Pero seguramente hubiera sufrido esta calificación, de haber visto los mimos (entre los cuales unos presiden, otros reciben los golpes, y todos visten púrpura casi semejante), si hubiera asistido a nuestros juegos, donde de igual manera preside un hombre o combate, o si viera tomar la toga lo mismo para un sacrificio que para unos funerales, y el manto servir lo mismo para envolver cadáveres que para traje de filósofos.

V.

Índice

Favorable es el afán con que venís aquí sabiendo que el sitio no puede disminuir la autoridad del orador y que conviene enterarse antes de lo que se verá en el teatro; porque si es un mimo, os reiréis; si un bailarín en cuerda, lo admiraréis; si un cómico, aplaudiréis; si un filósofo, os instruiréis.

VI.

Índice

La India, paraje lleno de habitantes y que se extiende hasta el infinito, está situada lejos de nosotros, al Oriente, en los lugares donde el Océano forma un golfo, donde nace el sol. Próximo a los primeros astros y límite del mundo, encuéntrase más allá de los sabios Egipcios, de los Judíos supersticiosos, de los Nabateos mercaderes, de los Arsácidas de vestiduras talares, de los Itureos, pobres en frutos, de los Árabes, ricos en perfumes.

Por mi parte no admiro a esos indios por sus masas de marfil, sus cosechas de pimienta, su comercio de cinamomo, el temple de sus hierros, sus minas de plata y sus auríferos ríos. ¿Qué me importa que tengan el mayor de estos, el Ganges?

Monarca de las aguas; origen de cien ríos
Que cien valles recorren, fecundizando el suelo,
Y por cien bocas entran en el undoso mar.

¿Qué me importa que estos pueblos, situados en los lugares donde empieza el día, muestren en sus cuerpos el color de la noche, y que allí inmensas serpientes luchen con monstruosos elefantes en combates donde igualmente peligran y mueren? Porque estos reptiles encadenan con sus tortuosos repliegues a los elefantes, que no pudiendo desenlazar las patas y escapar a la furiosa presión de las serpientes y a sus escamosas ligaduras, vense precisados a procurar la venganza con el peso de su cuerpo, arrojándose al suelo para aplastar con su masa a los enemigos que les sujetan.

Hay entre los indios gran variedad de razas, pues me agrada más contar los prodigios del hombre que los de la Naturaleza. Una de ellas solo sabe apacentar bueyes, y de aquí que se les llame boyeros. Otras se distinguen por su habilidad en el cambio de mercancías o por su valor en la guerra; de lejos combaten con la flecha, y de cerca con la espada.

Existe además una clase preeminente que se llama de los gimnosofistas. Estos son los que admiro. ¿Por qué? Porque son hábiles, no en propagar la viña o podar los árboles o labrar la tierra; no saben cultivar el campo, ni recolectar el vino, ni domar un caballo, ni sujetar un toro, ni esquilar o apacentar ovejas y cabras. ¿Y qué importa? Saben lo que es superior a todo; todos ellos cultivan la sabiduría, lo mismo los viejos maestros que los jóvenes discípulos, y mis mayores elogios son al odio que profesan a la torpeza del entendimiento y a la ociosidad. Por ello, cuando está puesta la mesa, y antes de traer las viandas, todos los jóvenes dejan sus trabajos y moradas, reuniéndose para la comida, y los maestros les preguntan qué han hecho bueno desde la salida del sol hasta aquella hora del día. Uno refiere que, elegido por árbitro entre dos hombres, ha sabido calmarles la ira, aplacar sus corazones, disipar sus sospechas, y de enemigos que eran, convertirles en amigos; otro dice que ha obedecido todas las órdenes de sus padres; otro que ha logrado con sus meditaciones algún descubrimiento o que lo aprendió por las demostraciones de otro; finalmente, todos refieren lo que han hecho, y el que nada tiene que decir para merecer la comida, es echado fuera, para que continúe el trabajo con el estómago vacío.

VII.

Índice

Alejandro, el más ilustre de todos los reyes por sus acciones y sus conquistas, mereció el título de Grande, que le dieron para que quien había adquirido una gloria por nadie igualada, no fuera jamás nombrado sin elogio. Desde que el mundo empezó y la tradición existe, este hombre, cuyo brazo invencible había sometido el universo, es el único superior a su fortuna. Sus más extraordinarios triunfos los provocó con su valor, los igualó con su mérito y los sobrepujó con la grandeza de su alma. Es el único que brilla sin rivales, hasta el punto que nadie se atrevería a esperar su virtud o a desear su fortuna.

Las acciones sublimes que llenan la vida de Alejandro, los brillantes rasgos que causan la admiración, aquella audacia en la guerra, aquella previsión en el gobierno, ha tomado a su cargo el referirlas un poeta eruditísimo y suavísimo, mi Clemente[7], en un maravilloso poema.

Pero ved aquí un rasgo notable entre los que lo son más. Quería Alejandro que su imagen fuera transmitida fielmente a la posteridad, y temiendo que la desfigurasen la generalidad de los artistas, prohibió en todo el universo reproducir su real efigie en bronce, en pintura o por medio del grabado. Polícleto solo fue el encargado de reproducirla en bronce, Apeles de representarla con el pincel, y Pirgoteles de esculpirla con el buril. A excepción de estos tres artistas, cada uno superior en su arte, quien se atreviera a acercarse a aquella santa imagen, debía ser castigado como sacrílego. Gracias a este general temor, Alejandro es él en todos sus retratos. En todas las estatuas, en todos los cuadros, en todos los vasos aparece igualmente el varonil vigor del audaz guerrero, el inmenso genio del héroe en la flor de su bella juventud y con el encanto de su olímpica frente.

¡Oh! ¡Si la filosofía pudiera, como Alejandro, prohibir a lo vulgar reproducir su imagen! Corto número de hombres de bien verdaderamente instruidos, se dedicarían a este estudio que lo comprende todo: al estudio de la sabiduría. La turba grosera, ignorante, inculta, no imitaría a los filósofos hasta en el manto, y a la reina de las ciencias, que no enseña menos a bien decir que a bien vivir, no la deshonrarían con un mal lenguaje y peor conducta. Este doble vicio es facilísimo; nada más común que la violencia del lenguaje, unida a la bajeza de las costumbres. Ambas cosas nacen del desprecio a los demás y a sí mismo, porque prescindir de la moral es despreciarse a sí propio y atacar groseramente a los demás; es despreciar al auditorio. ¿Acaso no es para vosotros el mayor ultraje que os crean íntimamente gozosos por los insultos dirigidos a los hombres más honrados, suponer que no comprendéis el sentido de las palabras bochornosas y deshonestas, o que, si lo entendéis, os agradan? ¿Qué zafio, mozo de esquina o tabernero, no tendría más verbosidad que vosotros para insultar, si quiere tomar el manto?

VIII.

Índice

Debe más a su persona que a su dignidad, aunque de esta dignidad no sea partícipe todo el universo. Porque entre un número infinito de hombres, pocos son senadores; entre los senadores, pocos son nobles de nacimiento; de estos consulares, pocos son virtuosos, y finalmente, de estos virtuosos, pocos son instruidos. Pero, hablando del honor únicamente, las insignias de este cargo, el vestido y el calzado, no las tiene el primero que llega.

IX.

Índice

Si por acaso en esta ilustre asamblea hay alguno de mis envidiosos, porque en una gran ciudad siempre hay hombres que prefieren denigrar el mérito superior a imitarlo, y que, desesperando de igualarlo afectan despreciarlo; hombres cuyo nombre es oscuro y que quisieran darse a conocer a expensas del mío; si, pues, alguno de estos seres biliosos se ha mezclado, como mancha, a este brillante auditorio, deseo que pase un poco la vista por el inmenso concurso, y que mirando esta concurrencia tan grande que ningún filósofo la ha visto igual alrededor de su cátedra, medite qué peligros puede correr un hombre que inspira tan grande estimación y está tan habituado al desprecio.

¡Cuán ruda y penosa tarea la de satisfacer la curiosidad, por poca que sea, de un corto número de oyentes, sobre todo para mí, a quien mi fama y una favorable prevención no permiten negligencia alguna, ninguna expresión descuidada! ¿Quién de vosotros, en efecto, me perdonaría un solecismo? ¿Quién una sola sílaba pronunciada con acento bárbaro? ¿Quién me permitiría balbucear frases incorrectas y viciosas como las que produce el delirio de la fiebre?

Sin embargo, todo esto lo permitís a los demás y tenéis razón sobrada. Pero cada una de mis palabras la examináis, la pesáis cuidadosamente, la sometéis al contraste de la lima y de la cuerda, relacionáis el torno con las exigencias del coturno. Tanta es la indulgencia con la medianía, como la severidad con el mérito.

Reconozco, pues, la dificultad de mi situación y no os demando diferente disposición de ánimo; pero no os dejéis engañar por una ligera y falsa semejanza, porque ya lo he dicho con frecuencia: los pordioseros con manto llenan las calles. El pregonero sube al tribunal con el procónsul, y también va cubierto con toga; a veces está largo tiempo de pie: a veces anda; pero ordinariamente grita con toda la potencia de su voz. El procónsul permanece sentado; habla raras veces, y si habla es con voz pausada, y lo más frecuente es que lea en sus tablillas. Ahora bien: el gritador de voz estentórea es un ministril; el procónsul que lee en sus tablillas es un juez, y a su fallo, una vez pronunciado, no se puede añadir ni quitar una sola letra. Tal como lo pronuncia es inscrito en el archivo de la provincia.

Yo estoy, por mis estudios, casi en una posición análoga, salvo la distancia correspondiente. Lo que ante vosotros digo es escrito y leído en seguida, nada puedo retirar, ni cambiar, ni corregir, y por ello mis palabras tengo que medirlas y pensarlas en mis diversas composiciones. Porque hay más obras en mi galería que había en la fábrica de Hipias[8]. Sea de ello lo que quiera, estad atentos y hablaré con mayor cuidado y método.

Este Hipias, el primero de los sofistas por la variedad de su talento y la facilidad de sus locuciones, era contemporáneo de Sócrates. La Élida fue su patria: se ignora su origen; tenía gran reputación, mediana fortuna, memoria excelente, variados conocimientos y numerosos rivales. Vino una vez a los juegos olímpicos a Pisa; su traje era tan brillante como de extraña forma, y nada de lo que sobre sí llevaba lo había comprado, sino estaba hecho por sus manos, las telas que le cubrían, el calzado que llevaba en los pies y los adornos que llamaban la atención. Ceñía el cuerpo con estrecha túnica de finísimo tejido de tres hilos, de púrpura dos veces teñida, y la había tejido él mismo. El cinturón era un tahalí cubierto de bordados babilónicos de abigarrados y brillantes colores, y nadie le había ayudado en este trabajo. Cubríale un manto blanco que echaba por encima del hombro. Este manto también, según se decía, era obra suya y los pantuflos que le servían de calzado. Mostraba con ostentación en la mano izquierda un anillo de oro, cuyo sello estaba artísticamente trabajado, y él era quien había redondeado el oro, puesto el engarce y grabado la piedra. No he enumerado aún todas sus obras, porque no debo avergonzarme en referir lo que él sin ruborizarse y vanidosamente mostraba. Refirió ante numerosa asamblea haber fabricado el frasco de aceite que llevaba, que era un vaso de forma lenticular, suavemente redondeado por los contornos, y como compañero mostraba un precioso peinecillo de mango recto y púas en forma de tubos, de manera que el mango servía para sostenerlo, y los tubos para que corriese el sudor.

¿Quién no elogiaría a un sabio en tan gran número de artes, en tan varias ciencias; peritísimo Dédalo para todos los utensilios? Yo también elogio a Hipias, pero prefiero igualar su fecundidad con mi instrucción mejor que con mi talento para fabricar tantas cosas. Lo confieso: soy inferior a él en las artes mecánicas; compro mis vestidos al sastre y mi calzado al zapatero; no uso anillo y estimo el oro y las piedras preciosas como el plomo y los guijarros. El peine, el frasco de aceite y los demás objetos de baño los compro en el mercado. Finalmente, ¿por qué negarlo? no sé manejar ni la escuadra, ni la lezna, ni la lima, ni el torno, ni otras tales herramientas. A todas ellas, lo confieso, prefiero una pluma de escribir, que me sirve para componer toda clase de poemas dignos de la cítara, de la lira, del coturno o del zueco; sátiras, logogrifos, historias varias, discursos admirados por los oradores, diálogos elogiados por los filósofos; abarco todos los géneros y los expreso en griego y en latín, por mi doble vocación, con el mismo gusto e igual estilo.

¡Que no pueda yo ofrecerte, ilustre procónsul, todos estos tributos literarios, no en partes separadas y como nuestras, sino en su conjunto y unidad, y merecer tu glorioso testimonio por la universalidad de mis aptitudes! Y no es ciertamente por falta de alabanzas, porque mi gloria, siempre intacta, floreciente siempre, ha llegado a tu noticia por conducto de todos tus predecesores; pero deseo con preferencia a todos los otros sufragios, el del hombre que yo más estimo, porque es natural amar a quienes se estima, y buscar los elogios de aquellos a quienes se ama. Ahora bien: yo te profeso la más viva amistad, porque si ninguna obligación tengo con el hombre privado, el magistrado ha adquirido por completo mi afecto, y si ningún favor he obtenido de ti, es porque ninguno he pedido.

Además, la filosofía me ha enseñado a amar no solamente a mis bienhechores, sino hasta a mis enemigos; a escuchar la voz de la justicia mejor que los consejos del interés; a preferir la utilidad general a la mía propia. Así, pues, mientras los más aman los efectos de tu benevolencia, yo amo tu inclinación al bien. Me he aficionado a ti al ver tu celo por los negocios de la provincia, celo que te debe proporcionar el apasionado amor de todos: de los obligados, por el beneficio, de los demás, por el ejemplo; porque si los beneficios son útiles a gran número, el ejemplo es saludable a todos.

En efecto, ¿quién no deseará aprender de ti por qué moderación se adquiere esa amable gravedad, esa dulce austeridad, esa seguridad tranquila, esa amenidad que no excluye la energía?

Ningún procónsul, que yo sepa, inspira a África más respeto y menos temor. Jamás, antes de tu mando, se había visto ser más fuerte que la intimidación para reprimir el crimen, la vergüenza de cometerlo.

Ningún otro, con igual poder, repartió más beneficios e infundió menos terror; ninguno trajo consigo un hijo que tanto le asemejara en las virtudes; ninguno ha sido por más largo tiempo procónsul de Cartago; porque cuando tú recorrías la provincia, Honorio quedaba con nosotros, y si nuestro pesar fue más amargo, tu ausencia era menos sentida. En el hijo se encontraba la equidad del padre, en el joven la prudencia del anciano, en el teniente la autoridad del cónsul. Retrata tan fielmente todas tus virtudes, que se te admiraría más por tu hijo que por ti mismo, si este hijo no fuera uno de tus dones. ¡Plegue al cielo que gocemos siempre de tu mando! ¿Para qué esos cambios de procónsules? ¡Años demasiado cortos; meses que transcurren fugaces! ¡Cuán fugitivo es el paso de los hombres virtuosos! ¡Qué rápidamente cumplen su misión los buenos gobernadores! Ya te acompaña, Severiano, el sentimiento de toda la provincia; pero Honorio es llamado por su sangre a la pretura; el favor de los Césares le prepara el consulado. Desde ahora posee nuestro amor, y en él cifra Cartago su esperanza para lo porvenir. ¡Único consuelo que tu ejemplo nos da! Es enviado de lugarteniente, y pronto volverá a nosotros de procónsul.

X.

Índice

Citemos primero el Sol, cuyo carro, en su luminosa carrera, inunda el universo con su brillante llama, y la Luna, que refleja dócilmente su luz, y los otros cinco planetas, el benéfico Júpiter, la voluptuosa Venus, el rápido Mercurio, el devorador Saturno, Marte el incendiario.

Hay además otras divinidades intermedias cuya influencia sentimos, pero que no alcanzamos a ver con nuestros ojos, como el Amor y todos sus adherentes, que, invisibles por la forma, conocemos por su fuerza. Esta fuerza es la que, conforme a los designios de la Providencia, ha levantado aquí las encrespadas crestas de los montes, y allá extendido a sus pies el nivel de las campiñas, diversificando por todas partes el curso de los ríos y el verdor de las praderas. Ella es la que ha dicho al pájaro: «Vuela», y a la serpiente: «Arrástrate», a la fiera: «Corre», y al hombre: «Anda».

XI.

Índice

Veis esos desgraciados que cultivan una heredad estéril, un campo pedregoso, lleno de guijarros y matorrales, no recolectando ningún fruto en sus arenales pantanosos, no encontrando sino la estéril cizaña y la infecunda avena; pues como no tienen frutos suyos, toman los de otros y cogen las flores del vecino para mezclarlas a sus cardos. Lo mismo sucede a los hombres estériles en virtudes.

XII.

Índice

El loro es un ave de la India, casi del mismo tamaño que una paloma, pero de distinto color. No es el blanco leche, ni el tinte amarillento, ni la mezcla de ambos colores con el gris ceniciento; el color del loro es verde desde el nacimiento de las plumas hasta la punta de las alas, y solo el cuello se diferencia por estar rodeado de un círculo de bermellón que, como collar de oro, se repite alrededor de la cabeza en forma de brillante corona. El pico es de una dureza sin igual, y cuando desde la altura se precipita sobre una roca con toda la impetuosidad de su vuelo, el pico es como ancla que lo sujeta. La cabeza es igualmente dura, y por eso, para obligarle a imitar nuestro lenguaje, se le da en ella con una varilla de hierro a fin de hacerle comprender lo que se le manda. Es como la férula del colegial.

Puede ser instruido desde que nace hasta la edad de dos años, porque entonces su garganta se presta fácilmente a todos los ejercicios, su lenguaje a todas las evoluciones. Pero cuando se le coge viejo, es indócil y olvidadizo.

El loro que se presta mejor a reproducir el lenguaje humano es el que se alimenta con bellotas y tiene en las patas tantos dedos como el hombre. En esto se distingue de las otras especies; pero es condición común a todas, la de que, poseyendo la lengua más fuerte que las demás aves, articulan más fácilmente la palabra humana por tener el paladar y la laringe más desarrollados.

El loro habla, o mejor dicho, canta lo que aprende con tan fiel imitación, que al oírle se creería que es un hombre, pero viéndole se reconoce que su palabra es un esfuerzo. Por lo demás, el loro, como el cuervo, no pronuncia más que los sonidos que ha aprendido. Enseñadle palabras indignas y os aturdirá día y noche con sus blasfemias; esta será su poesía y su canción, y cuando agote su repertorio, comenzará la misma cantilena. El único medio de poner coto a su tan indecorosa verbosidad, será cortarle la lengua o devolverle cuanto antes a sus bosques.

XIII.

Índice

La filosofía no me ha dado una palabra en el género de canto corto e intermitente que la Naturaleza ha proporcionado a ciertos pájaros. La golondrina se hace oír por la mañana, la cigarra al mediodía, el murciélago al ponerse el sol, la lechuza al oscurecer, el búho durante la noche, y el gallo antes de despuntar la aurora. Todos estos animales parece que se relevan, si se considera la variedad de tiempo y de modo que determinan la hora y el tono de sus cantos. El gallo da el grito de aviso, el búho gime, la lechuza se queja, el murciélago lanza roncos sonidos, la cigarra chirría, la golondrina gorjea. Pero la razón, como la palabra de los filósofos, son de todos los momentos, y así sucede por su carácter imponente de autoridad, de utilidad y de universalidad.

XIV.

Índice

Oyendo Crates a Diógenes repetir estas máximas y otras semejantes, tanto se enardeció su ánimo, que un día fue a la plaza pública y arrojó allí todo su patrimonio como vil carga, más embarazosa que útil. Después, en medio de la multitud que le rodeaba, exclamó: «Crates emancipa a Crates.» Desde entonces, solo, desnudo, libre de todo, vivió toda su vida como verdadero hombre feliz.

Buscábanle con tanto empeño, que una doncella de ilustre nacimiento, desdeñando a todos los pretendientes jóvenes y ricos, deseó unirse a él. Crates le descubrió sus hombros, entre los cuales tenía una joroba, puso en el suelo sus alforjas, su bastón y su manto, y le dijo que aquellos eran todos sus bienes, y sus atractivos personales ya los veía, añadiendo que consultara seriamente consigo misma, para que no se arrepintiera después.

Hiparquia, no obstante, aceptó las condiciones, y respondiole que ya había reflexionado y deliberado bastante; que en parte alguna encontraría un marido más rico y más amable y que podía conducirla donde quisiera. El cínico la llevó al Pórtico, y allí, en el sitio más frecuentado, ante todos, y en pleno día, se acostó junto a ella, y ante todos también hubiera consumado el matrimonio, a lo que accedía la joven con igual desenfado, si Zenón no les hubiera cubierto con su manto para ocultar a su maestro de las miradas de la multitud que le rodeaba.

XV.

Índice

Es Samos una islilla del mar Icariense, situada frente y al Occidente de Mileto, de la cual la separa un brazo de mar. Con viento favorable se puede hacer el trayecto de una a otra en dos días. El suelo, poco fértil en trigo, rebelde al arado, pero propicio al olivo, no produce ni viñas ni legumbres. El cultivo consiste, únicamente, en plantar y podar olivos, cuyo producto es más beneficioso a la isla que las demás recolecciones. Por lo demás, Samos está pobladísima y es muy frecuentada por los forasteros. La ciudad no responde a la fama de la comarca, y solo las ruinas de los muros indican que fue una gran población.

Hay, sin embargo, en ella un templo a Juno, muy celebrado en la antigüedad. Este templo, si no recuerdo mal, está a veinte estadios de la población siguiendo la ribera. El altar de la diosa es riquísimo y se ha empleado gran cantidad de oro y plata en platos, espejos, copas y otros objetos que sirven de ornamentación. También hay allí muchas estatuas de bronce representando diversas figuras, trabajo antiguo y muy notable. Citaré la de Batilo, que está delante del altar y que fue dedicada por el tirano Polícrates. No conozco trabajo más esmerado. Algunos creen, erróneamente, que es la estatua de Pitágoras.

Representa un adolescente de admirable belleza. Sus cabellos, partidos por mitad de la cabeza y retirados de las sienes, caen por la espalda en largos bucles, formando sobre los hombros una sombra en la que destaca el cuello finísimo y mórbido; las líneas de las sienes son graciosas, las mejillas redondeadas, con un hoyuelo en medio de la barba. Su postura es la de un tocador de cítara; mira a la diosa y parece que canta. Su túnica, cubierta de bordados y sujeta con cinturón griego, cae hasta los pies. Una clámide cubre ambos brazos hasta los puños, y por bajo flota en elegantes pliegues. La cítara está suspendida de un tahalí de perfecto trabajo. Sus manos son finas y delicadas; la izquierda toca las cuerdas separando los dedos, y la derecha aproxima el arco de la cítara como si aguardara para tocar a que la voz interrumpa el canto que parece escaparse de su redondeada boca y de los dulcemente entreabiertos labios.

Admito que esta estatua sea de algún favorito de Polícrates que, por agradarle, modula una canción anacreóntica, pero de seguro no es la imagen de Pitágoras. Este era, en verdad, de Samos, de belleza maravillosa, de talento superior para tocar toda clase de instrumentos de música y vivió en los tiempos en que Polícrates dominaba a Samos; pero el tirano jamás amó al filósofo, porque cuando aquel se apoderó del mando, Pitágoras escapó secretamente de la isla. Acababa de perder a su padre Mnesarco, hábil grabador en piedras, que en el arte de trabajarlas prefería, según se dice, la gloria al provecho.

Hay quien supone que Pitágoras fue uno de los cautivos del rey Cambises, llevado a Egipto, donde tuvo por maestros a los magos persas, y especialmente a Zoroastro, el gran fundador de su religión y que después fue rescatado por un tal Gillo, príncipe de los Crotonenses. Pero la tradición más acreditada consiste en que fue voluntariamente a estudiar las doctrinas egipcias y que los sacerdotes le enseñaron el increíble y misterioso poder de sus ceremonias, la admirable combinación de los números y las fórmulas rigurosas de la geometría. Su ciencia no le satisfizo: visitó a los Caldeos y después a los Brahmanes y sus gimnosofistas. Los Caldeos le revelaron la ciencia de los astros, las revoluciones precisas de los planetas y su influencia en el nacimiento de los hombres. Diéronle los remedios para curar las enfermedades, remedios adquiridos a gran coste, buscados en la tierra, en el cielo y en la profundidad de los mares. De los Brahmanes tomó el mayor número de los principios de la filosofía; el arte de ilustrar la inteligencia; el de fortificar el cuerpo; las diferentes partes del alma; las transformaciones de la vida; las penas y recompensas concedidas por los dioses manes a cada mortal según su mérito.

También tuvo por maestro a Ferécides de Siros, el primero que sacudió el yugo de los versos y empleó un lenguaje libre, sin las trabas de la poesía. Y cuando Ferécides, putrefacto por los horribles insectos que le roían, sucumbió víctima de esta espantosa enfermedad, Pitágoras amortajó religiosamente a su maestro.

Dícese, además, que estudió filosofía natural con Anaximandro, de Mileto, que siguió la escuela del cretense Epiménides, augur y poeta ilustre, y que escuchó las lecciones de Leodamas, discípulo de Creófilo, de quien se asegura que fue huésped y rival de Homero.

Este hombre, instruido por tantos maestros; este hombre, que había recorrido el universo para aprender las doctrinas en su origen; este genio eminente, cuya inteligencia supera los límites impuestos a la humana; este fundador, este creador de la filosofía, lo primero que enseñó a sus discípulos fue el silencio. En su opinión, el primer estudio de quien quería llegar a ser sabio, era el de contener completamente su lengua, refrenar esas palabras que los poetas llaman volantes, cortarles las alas, encerrarlas en esa fortaleza de marfil que forman los dientes. El primer elemento de la filosofía era aprender a reflexionar y olvidar el perorar.

No estaba prohibido el uso de la palabra toda la vida, ni todos los discípulos estaban condenados a mutismo de igual duración. Para los hombres graves reducía el maestro a corto tiempo la obligación del silencio; para los locuaces prolongaba hasta a cinco años esta especie de destierro de la palabra.

Ahora bien: nuestro Platón, que ha sido fiel o se ha desviado muy poco de las leyes de esta secta, pitagoriza casi siempre; y yo, que he sido adoptado en su nombre por mis maestros, debo a mis meditaciones académicas la doble ventaja de saber hablar animosamente cuando es preciso, y callarme sin esfuerzo cuando la ocasión lo exige.

Gracias a esta moderación, he obtenido con tus predecesores la honrosa reputación de hombre que sabe guardar silencio a propósito y hablar cuando es preciso.

XVI.

Índice

Quiero, nobles jefes de África, antes de daros gracias por esta estatua que me habéis hecho el honor de pedir para mí cuando estaba entre vosotros y de conceder en mi ausencia, quiero explicaros por qué he faltado muchos días a mi auditorio y he ido a las aguas Persianas[9], sitio de delicioso solaz para los sanos y de salud para los enfermos; porque he resuelto daros cuenta de todos los instantes de esta vida mía que os está consagrada para siempre, y cuanto haga, importante o frívolo, someterlo a vuestro conocimiento y a vuestro juicio.

El motivo que repentinamente me privó de vuestra ilustre presencia, tiene alguna relación con el hecho que voy a referir: se trata de Filemón el cómico[10]. Probablemente conoceréis su genio: escuchad algunos detalles de su muerte. ¡Pero qué! ¿Dudáis de su talento? Pues sabed que Filemón era un poeta de la media comedia, contemporáneo de Menandro, con quien luchó, y si no le iguala, fue al menos su rival, y aun con frecuencia, vergüenza me da decirlo, su vencedor.

Encuéntrase en sus obras fina sátira, intrigas ingeniosas, reconocimientos de hijos clarísimamente explicados: los actos y el lenguaje de sus personajes están de acuerdo con las situaciones, sus chistes nunca son triviales, su gravedad nunca trágica. Rara vez son sus comedias licenciosas, y si habla del amor, es tratándolo como un extravío. Pero nunca deja de sacar a la escena el mercader de esclavos sin fe, el amante en desvarío, el criado astuto, la querida falaz, la esposa arrogante, la madre indulgente, el tío sermoneador, el amigo entremetido, el soldado fanfarrón y hasta los glotones parásitos, los padres testarudos y las procaces meretrices.

Gracias a estos méritos llegó a ser célebre Filemón en el arte cómico. Un día que recitaba en público una obra suya nueva, en el tercer acto de la comedia, en el momento en que todo el interés estaba más vivamente excitado, una lluvia repentina, como me sucedió hace poco, le obligó a interrumpir la lectura y a prometer, por petición de todo el auditorio, acabarla al día siguiente.

Acudió al otro día inmensa multitud; cada cual procura sentarse lo más cerca posible; los últimos en llegar hacían señas a sus amigos de que se estrecharan para dejarles puestos; los espectadores de las extremidades se quejaban de que les empujaban fuera de sus asientos; el auditorio estaba apiñado en el teatro, y empezaron las conversaciones. Los que no estuvieron la víspera preguntaban lo que se había leído; los que asistieron recordaban lo que habían oído, hasta que sabiéndolo todos, esperaban la continuación de la comedia.

El día avanza y Filemón no acude a la cita; algunos murmuran por su tardanza; los más defienden al poeta. Pero después de aguardar largo rato, y viendo que Filemón no llegaba, envían a los más impacientes para que salgan a su encuentro, y le hallan... muerto en su lecho. Acababa de exhalar el último suspiro, y tendido en la cama parecía estar meditando, con los dedos aún entre las hojas y la boca junto al libro abierto. Pero el alma había partido; el libro estaba cerrado y olvidado el auditorio.

Los primeros que entraron permanecieron un instante inmóviles, sorprendidos por un acontecimiento tan imprevisto como lo era una muerte tan maravillosa y bella. Seguidamente fueron a anunciar al pueblo que el poeta Filemón, a quien esperaba para terminar en el teatro la lectura de una comedia escrita sobre asunto imaginario, acababa de terminar en su casa el verdadero drama, diciendo por última vez a las cosas humanas valere et plaudere, y a sus amigos dolere et plangere; que la lluvia de la víspera era presagio de lágrimas; que su comedia había llegado a la antorcha fúnebre antes de llegar a la antorcha nupcial, y que al abandonar este ilustre poeta el teatro de la vida, su auditorio debía asistir a sus exequias, recogiendo primero sus huesos y después sus versos.

Largo tiempo hace que sabía esta historia, y la he recordado en daño mío; porque no habéis olvidado que la lluvia interrumpió mi último discurso, y que a petición vuestra dejé el continuarlo para el día siguiente. A fe mía que me ha faltado poco para asemejar por completo a Filemón; el mismo día sufrí en la palestra tan violenta torcedura en el talón, que estuvo a punto de romperse la articulación de la pierna, aún inflamada por consecuencia de la luxación. Pero mientras la curaba a fuerza de ligaduras y por mi cuerpo corría el sudor a torrentes, la acción de un frío demasiado prolongado me dejó transido, produciéndome dolor agudo en las entrañas, que no se calmó sino en el instante en que su violencia me iba a matar. Expuesto he estado, como Filemón, a despedirme de la vida antes de volver a veros, a hacer mi reverencia al mundo antes de hacerla al público, a terminar mi existencia antes que mi historia. Pero gracias a las aguas Persianas, a su dulce temperatura, a sus duchas saludables, he recobrado la facultad de andar, y aunque todavía mal seguro sobre mis piernas, venía apresurado a pagar la deuda con vosotros contraída, cuando vuestro beneficio, no solo ha puesto al cojo en pie, sino que le ha dado alas.

¿Acaso no debía yo apresurarme tratándose de un honor que me obliga al agradecimiento, mayormente por no haber sido pedido? Y no es porque la gloriosa Cartago no merezca hacerse pagar los honores, aun para un filósofo, con un ruego, sino porque para que vuestro beneficio nada perdiese de su gracia y de su precio, era necesario que no alterara su brillo una demanda; que fuera gratuito.

En efecto, no se obtiene gratis lo que se consigue por ruegos, como no es dar nada ceder a las instancias. Por esto se prefiere comprar todos los utensilios a pedirlos, y en mi opinión este principio es especialmente aplicable en cuestión de honores, porque quien laboriosamente los consigue, no está obligado más que a sí mismo; pero quien, sin importunar, los obtiene, debe doblado reconocimiento a sus bienhechores, porque no pide, recibe. Os debo, pues, doble reconocimiento, o mejor dicho, inmenso, y lo proclamaré siempre y en todas partes.

Por ahora, este discurso, compuesto a propósito de tal honor, será, como de costumbre, pública expresión de mi agradecimiento. El filósofo, en efecto, tiene un medio seguro de dar gracias a los que le decretan una estatua, y poco me apartaré de él en este discurso que reclama la eminente dignidad de Emiliano Estrabón; discurso que tendrá, así lo espero, algún éxito si él quiere añadir hoy su aprobación a la vuestra; pues tal es su superioridad literaria, que debe más fama a su propio genio que a sus títulos de patricio y de cónsul.

¿De qué términos, Emiliano Estrabón, el primero de los mortales que han existido, existen y existirán, el más ilustre de los hombres virtuosos, el más virtuoso de los ilustres y el más sabio de unos y otros; de qué términos me valdré para tributar a la benevolencia con que me honras, solemnes actos de gracia? ¿Cómo celebrar dignamente tan glorioso patrocinio? ¿Cómo reconocer e igualar con humildes palabras tan brillante favor? Busco aún el medio de conseguirlo, pero ¿lo encontraré? Al menos emplearé el mayor celo, los más grandes esfuerzos,

Si gratitud y vida no me faltan.

En este momento, lo confieso, la alegría entorpece mis palabras, el placer suspende mi pensamiento, y mi alma delirante prefiere saborear sus transportes a celebrarlos. ¿Qué hacer? Quiero mostrar mi gratitud, y en mi entusiasmo no encuentro palabras que lo expresen. Nadie, ni aun los que peor me quieran, se atreverá a censurarme porque, ante honor tan grande, quede tan sobrecogido como satisfecho, y que, por venir del más noble y sabio de los hombres, me exalte tan magnífico testimonio.

En efecto, ¿dónde lo he recibido? En medio del Senado de Cartago, cuerpo tan ilustre como benévolo, y de parte de un consular. Ser conocido de este sería ya insigne honor. ¡Y él, sin embargo, es quien se ha constituido en mi panegirista ante los primeros magistrados de la provincia! Porque, lo he sabido, él es quien ha propuesto hace tres días que se me erigiera una estatua en una plaza pública; él ha invocado primero los derechos de nuestra amistad, comenzada honrosamente por una comunidad de estudios con los mismos maestros. Después recordó los votos con que le he felicitado en todas las fases de su grandeza. Su primer beneficio ha sido recordar nuestros votos comunes; el segundo haberse vanagloriado, él, tan eminente, de mi afecto como del que le profesara un igual suyo. Además ha enumerado los pueblos y comarcas que me han dedicado estatuas y concedido otros honores.

¿Qué puedo yo añadir a este panegírico, hecho por un ilustre consular? Hasta ha demostrado que, en virtud del sacerdocio que ejerzo, poseo en Cartago una eminente dignidad, y coronando este elogio con el mayor de todos los beneficios, me ha recomendado, este glorioso preopinante, con todo el poder de su sufragio. En fin, ha prometido hacer elevar mi estatua a sus expensas en Cartago, él, a quien todas las provincias tienen por dicha ofrecerle cuadrigas y tiros de seis caballos.

¿Es necesario algo más para colmarme de gloria y poner el sello a mi reputación? ¿Qué falta acaso? Emiliano Estrabón, un consular que los votos de todos llevaran al proconsulado, ha hecho en el Senado de Cartago una proposición relativa a los honores que quiere se me concedan, y todos han aplaudido su pensamiento. ¿No os parece este asentimiento un senatus consulto? Diré más. Todos los cartagineses presentes en esta ilustre asamblea no han decretado inmediatamente la plaza donde será erigida la estatua, ni han dejado, yo creo, el votar una segunda estatua para la próxima sesión sino por deferencia, por respeto a su consular; querían parecer que le imitaban, no rivalizar con él, deseando que se dedicara un día entero y se consagrara a la expresión de los sentimientos públicos. Estos excelentes magistrados, estos jefes benévolos recordaban, sin embargo, Emiliano, que tu proposición estaba de acuerdo con su propia voluntad. ¿Y fingiré ignorar todo esto? ¿Guardaré silencio? Sería un ingrato. Permitidme que para responder a los brillantes honores de que he sido objeto por parte de todos los de vuestro orden senatorial, ofrezca y dispense todos los homenajes que puedo poner a vuestros pies, a vosotros, que me habéis saludado con vuestras gloriosas aclamaciones en un sitio donde tan honroso es el ser solamente nombrado.

Sí; lo que era difícil, lo que me parecía de todo punto imposible reunir, las simpatías del pueblo y el agrado del Senado, la aprobación de los magistrados y de los jefes del Estado, lo digo sin orgullo, ya en cierto modo he llegado a conseguirlo. ¿Qué falta, pues, a este insigne honor si no es la compra del bronce y el trabajo del artista? Seguramente no dejaré de tener en Cartago, donde la clase más ilustre, aun en los casos en que se ventilan los más grandes intereses, decreta y no calcula, estas dos cosas que he obtenido en las más pequeñas ciudades.

Por lo demás, cuanto más completo sea vuestro favor, más grande será mi gratitud.

Nobles senadores, ciudadanos ilustres, y vosotros, mis gloriosos amigos, cuando llegue la dedicatoria de mi estatua, yo os dedicaré un libro de mi mano en el que mi reconocimiento sea más vivamente expresado, y este libro correrá por todas las provincias, por todo el universo, en todos los siglos venideros, para inmortalizar en todos los pueblos la gloria de vuestro beneficio.