UNA IMPROVISADA PERVIVENCIA: LA CONSTITUCIÓN DE 1978 Y LA IDEA DE NACIÓN ESPAÑOLA
Ferran Archilés
Universitat de València
La Constitución española de 1978 fue el resultado de una meditada reflexión tanto como de la improvisación. Si muchas de las posiciones en juego contaban con décadas de maceración, la plasmación final fue, como no es extraño que suceda en la redacción de textos constitucionales, el resultado del trabajo de unos pocos meses. De manera abusiva o no y amparados en una automitificación que juzgaban como favorable, muchos de los protagonistas de aquel proceso han insistido en la importancia de la coyuntura, del día a día. O mejor, del noche a noche, de las negociaciones cerradas en la madrugada, con llamadas telefónicas intempestivas. El «consenso» lo exigía, el regate lo imponía. Una constitución nacida entre el humo de los cigarrillos y el café a deshoras.
No faltaron estudios y publicaciones que, de izquierda a derecha, y especialmente desde finales de los años sesenta, plantearan el futuro institucional para España tras la muerte de Franco. De Un proyecto de democracia para el futuro de España del prolífico Ramon Tamames al Libro blanco para la Reforma de Manuel Fraga, con mayor o menor concreción, la cuestión territorial estuvo siempre muy presente. Pero lo cierto es que acertaron más bien poco en el resultado final, la derecha más que la izquierda, tal vez.
Fue debido a la presión del nacionalismo catalán y vasco, y en general de las demandas surgidas en sus sociedades, el que resultara insoslayable una reforma de la articulación territorial del Estado, ante la inviabilidad de pervivencia de la dictadura y su modelo centralista, abiertamente desacreditado. Las izquierdas españolas integraron, con mayor o menor facilidad, la propuesta federal en sus planteamientos de cambio social, mientras que las derechas españolas «reformistas» fueron casi siempre a remolque. Excepto en el momento decisivo.1
Con la aprobación de la Constitución de 1978, quedó fijada la existencia jurídica de la nación española, de manera que (aunque con vacilaciones y contradicciones) el texto constitucional se convirtió en una suerte de grado cero de la nación misma (aunque en realidad se reconocía la preexistencia de la nación al acto constitutivo). Esta idea de nación española se redefinió aceptando un principio de descentralización que afecta a la estructura territorial del Estado, pero no desde un postulado ni de federalismo explícito ni de plurinacionalidad, aunque retazos, tal vez jirones, de todo ello quedaran entre las páginas de las agotadoras sesiones de discusión parlamentaria y extraparlamentaria.
Desde entonces la gestión de gobierno de los tres partidos mayoritarios, UCD, PSOE y PP, ha incidido, aunque con prácticas y ritmos bien distintos, en un doble proceso de descentralización y construcción del marco autonómico, por una parte, pero de inequívoco reforzamiento de la nación española y su unidad, por otra. Desde 1977 se ha consolidado y legitimado una esfera política nacional (vinculada a las nuevas libertades) ya desde las primeras elecciones libres, que no por casualidad fueron «generales», cuya importancia está muy por encima del peso (excepto en Cataluña y Euskadi) de los ámbitos políticos autonómicos.
¿Supuso entonces la democracia el fin de todo vestigio de gran relato nacionalista (español)?2 En mi opinión, difícilmente. El marco nacional diseñado en la Constitución, acompañado del modelo de la España de las autonomías, ha servido para reinventar y consolidar la identidad nacional española así como el nacionalismo español. Ningún indicador social permite afirmar que en las dos primeras décadas tras la aprobación de la Constitución y de funcionamiento del marco autonómico hayan debilitado la identidad nacional española allí donde no lo estaba ya. Hacia la primera mitad de los años noventa (con la única excepción clara de Euskadi, donde el porcentaje no superaba el 50%, y Cataluña) en el conjunto de España, entre dos tercios y un 80% de la población se autoidentifican como españoles, ya sea de manera exclusiva o mayoritariamente a través de la llamada (aunque se trata de una definición no exenta de problemas)3 «identidad dual» regional/española (que no pone en cuestión la identidad nacional superior).4 Los resultados no son muy diferentes en los últimos diez años, con la salvedad fundamental de la transformación producida en Cataluña.5
Sin embargo, junto a estos resultados y según algunas encuestas, cerca del 68% de los españoles no se autoidentifican como nacionalistas españoles, frente a un 29% que sí lo haría.6 ¿Significa ello, por tanto, que no deberíamos hablar más que en pasado de nacionalismo español?, ¿que la España constitucional está exenta de nacionalismo español?
No hay que olvidar, por otra parte, que la idea de España como nación parcialmente fallida en la modernidad ha formado parte de los análisis académicos más relevantes desde los años sesenta en adelante, ya sea en la obra inmensamente influyente del sociólogo Juan José Linz, como en la historiografía que culmina en el debate sobre la débil nacionalización española.7 Cabe recordar que durante mucho tiempo solo desde las culturas políticas nacionalistas alternativas se hablaba de nacionalismo español.8
Pero, en mi opinión, al menos cinco elementos caracterizan el nacionalismo español desde 1978, que con matices, claro está, son compartidos por la izquierda y la derecha. En primer lugar, la incuestionable definición de España como nación, entendida como único sujeto de soberanía. En segundo lugar, un relato histórico que se basa en los lazos compartidos políticos y culturales de una experiencia común y anterior (objetivamente forjada por la historia) a la Constitución de 1978.9 En tercer lugar, la oposición a cualquier voluntad de secesión de los territorios que componen la nación.10 A la vez que se afirmaría la españolidad de Gibraltar, Ceuta y Melilla. En cuarto lugar, la definición de la nación española no es solo de cariz cívico (frente a las definiciones de los nacionalismos alternativos), sino también cultural. En este sentido, la centralidad del nacionalismo lingüístico (al menos desde finales del siglo XIX) ha sido una premisa central. Las dificultades para aceptar la diversidad lingüística en el seno del Estado (una cifra relativamente estable del 40% de la población vive en territorios bilingües) y su reconocimiento son la segunda cara de la misma moneda. El reconocimiento constitucional de la centralidad del español (y por consiguiente su función como lengua de prestigio) o el hecho de ser requisito para obtener la ciudadanía española son dos ejemplos de carácter institucional, pero deben completarse con la función simbólica del español como lengua «global» (la de los «trescientos millones») que permea el discurso de los medios de comunicación. En quinto lugar, cabría explorar la función de «enemigo interno» que juegan los nacionalismos catalán (y el desarrollo del anticatalanismo como discurso asociado) y vasco (especialmente agudizado por la acción de ETA) y que se desborda hacia el menosprecio y denuncia ante las demandas culturales asociadas.
Se ha señalado la relativa invisibilidad y débil articulación política del nacionalismo español posterior a 1975 (y vinculada precisamente a la hiperinflación previa y deslegitimación anterior) como una característica excepcional del caso español.11 Probablemente así fue (aunque, por ejemplo, el francés es otro caso de nacionalismo invisibilizado) pero, como señala Xosé-Manoel Núñez Seixas, ello no es prueba alguna de su inexistencia. En mi opinión, sin embargo, debería valorarse también el hecho de que a partir de 1975, el Estado que debía relegitimarse y que, en todo caso, se estaba refundando mantuvo el control en todo momento sobre la redefinición del marco territorialnacional (no olvidemos el estatus permanentemente minoritario del peso del electorado catalán y vasco en el conjunto). La visibilidad del nacionalismo español era irrelevante en el periodo de 1975-1977 e innecesaria en el fondo, a partir de 1978, cuando el Estado-nación ya estaba refundado. Su eficacia, por otra parte, se situaría en definitiva, en su banalidad.12
Se ha apuntado, sin embargo, que precisamente la existencia de un activo nacionalismo español (opuesto a los nacionalismos periféricos) y a la vez la debilidad y carácter divisorio de los símbolos nacionales introducirían matices a la posible definición como nacionalismo banal.13 Pero en realidad presencia activa y carácter banal no son contradictorios, pues son dos caras de una moneda que dependen de las coyunturas. De hecho, los individuos transitan de una forma de experimentación a otra porque están compuestas de la misma materia (la «identidad nacional»).
En numerosas ocasiones se ha argumentado que la presión de las culturas nacionalistas alternativas habría provocado desde la transición en adelante la erosión e incluso el «olvido» de la idea de nación española por su identificación con el pasado franquista. Sin embargo, conviene destacar que fue la crisis de legitimidad del régimen la que abrió la puerta a las nuevas demandas y cambios. Como sucedió tras 1898 y de nuevo a partir de 1931, fue una crisis de legitimidad la que permitió una relectura (y abrió un nuevo horizonte de expectativas) del significado de lo nacional en España.
Fue el propio régimen el que deslegitimó el discurso amparado por el modelo oficial del nacionalismo español, mientras que los nacionalismos periféricos son solo una parte de este proceso. Solo desde el cinismo más extremo se puede llegar a afirmar que «lo autonómico era más un problema de la clase política, de los políticos nacionalistas, por supuesto […] ¿Por qué entonces la cuestión de las autonomías pasó a ser un problema importante que no estaba sin embargo entre las primeras exigencias de los españoles, ni siquiera en los territorios históricos donde tenía mayor arraigo, a convertirse en un problema urgente y perentorio?». Según Rodolfo Martín Villa: «Aquí, sinceramente, yo no encuentro otra respuesta ni otra explicación que la que se deriva del fenómeno terrorista».14 Teniendo en cuenta que el autor está exponiendo su experiencia como gobernador civil de Cataluña, el argumento no es solo insostenible, sino que revela el grado de improvisación que sintieron algunos de los protagonistas clave para el cual, precisamente, ellos no estaban advertidos.
NACIONES PARA EL DESPUÉS DEL DESPUÉS DE UNA GUERRA
En estrecha conexión con la tesis del «olvido» de la idea de España se ha señalado frecuentemente el posible efecto «desnacionalizador» que habría ejercido el franquismo. Sin embargo, ello solo tendría sentido si se estuviera aludiendo al alejamiento o limitada penetración del discurso nacionalista franquista, pero no respecto a una subyacente (auto)identificación con la identidad nacional española. Ningún indicador social de la década de los años setenta permite afirmar lo contrario y en ningún momento la adscripción de los ciudadanos a la identidad nacional parece haber estado en cuestión (excepto en el País Vasco y en menor grado Cataluña). En este sentido, creo que cabría matizar la tesis del fracaso del proyecto de renacionalización autoritaria franquista. En mi opinión ello es cierto en la dimensión «autoritaria» del proyecto pero no en su carácter (re)nacionalizador. Sin duda, convendría no ceñir el análisis a los mecanismos institucionales (educación, propaganda, ejército) utilizados por el franquismo, aunque incluso en estos se ha insistido en exceso en su «fracaso». Tal vez sirva como ejemplo señalar que a mediados de los años setenta entre un 60 y un 80% de la población de los territorios con lengua propia era incapaz de citar un hecho histórico o escritor en lengua propia (con la excepción del País Vasco).15
La castellanización excluyente promovida por el régimen franquista en la esfera pública y en la enseñanza es uno de los legados más duraderos y eficaces. En su conjunto, la consolidación (interrumpiendo los cambios introducidos en los años treinta) del desprestigio social de las demás lenguas tuvo enormes efectos al consolidar usos diglósicos. Además, reforzó el desconocimiento y los prejuicios lingüísticos en el conjunto del Estado (a pesar de que el 40% de la población vivía en territorios con otras lenguas), dificultando el respeto y reconocimiento de la diversidad y sentando las bases de un agresivo nacionalismo lingüístico.16
En todo caso, también hay que prestar atención a otros mecanismos informales de nacionalización, incluyendo formas de nacionalismo «banal» del franquismo que cabría analizar con detalle. La esfera pública, los espectáculos (del cine al fútbol), las fiestas locales, el énfasis en las identidades regionales…estaban saturados de «españolidad». Y en absoluto en una dimensión estrictamente folclorizante o retrógrada. El «desarrollismo» franquista se hizo de la mano de un programa no menos españolista. De hecho, este «desarrollismo» permitiría la aparición de un nuevo modelo de consenso social que el franquismo ni había intentado ni había obtenido en momento previo alguno. No hay que olvidar que el crecimiento económico acelerado se convirtió en Europa, ya en la década de los años cincuenta, en una eficaz ideología legitimadora del capitalismo. De lo que se trata, por tanto, es en todo caso de la «deslegitimación ideológica» del nacionalismo español (lo que significa que solo la derecha posfranquista dispuesta a no rechazar el legado ideológico podía asumir el discurso nacionalista). Pero no de sus efectos sociales, cuya identificación no debemos trazar de manera mecánica.
Sin duda, este proceso de redefinición implicó una mutación de la naturaleza discursiva y de la presencia pública del nacionalismo español. Este experimentó un proceso de «ocultación» y pudo quedar subsumido en otras dinámicas. Pero es imposible separarlo de dinámicas de más largo alcance. La redefinición de la identidad nacional española producida durante la Transición reabsorbió los efectos sociales de la nacionalización los cuarenta años previos. No fue, ni pudo ser, desde una perspectiva de historia social, una tabula rasa. Presentar el «olvido» de la nación como parte del «olvido» del franquismo puede ayudar a entender algunas de las características del proceso, pero resulta un planteamiento demasiado rígido y que deja fuera demasiadas variables de lo que cabe entender como «nación» (y como sentimiento de «pertenencia» a la nación, esto es, de identidad nacional). En mi opinión, no podemos pretender que exista una «desaparición» del nacionalismo español tout court y su discurso (y por lo tanto en sus efectos sociales).
Sin duda, desde la perspectiva de las culturas políticas, el problema era cómo hacer uso y en qué grado del legado hiperinflacionario que la dictadura había dejado de la nación y la idea de España. Para la izquierda, el rechazo global al franquismo no implicó en absoluto desentenderse de un discurso sobre la identidad española, pero se incidió en una versión caracterizada por cierto reconocimiento de la diversidad y una voluntad de descentralización política. Para la derecha (y el «centro») posfranquista el legado fue no poco ambivalente, pues tuvo que combinar su propia versión nacionalista evolucionada con las demandas democráticas de autonomía, que le eran ajenas, así como reivindicaciones culturales.
Desde inicios de los años sesenta, y con una fuerza y visibilidad creciente en el tardofranquismo, la visibilidad de las demandas y presencia social de los nacionalismos, catalán y vasco sobre todo (pero también gallego y valenciano, entre otros de menor visibilidad) se convirtió en un factor decisivo del escenario político, relegitimados por su oposición a la dictadura, lo que permitió su inserción en el conjunto de las culturas de oposición antifranquistas.
No es fácil establecer unas pautas comunes en las demandas de las diversas culturas nacionalistas alternativas surgidas o reformuladas desde los años sesenta. De hecho, sus fundamentaciones teóricas eran muy diferentes: la distancia que hay entre la Vasconia de Federico Krutwig y Nosaltres els valencians de Joan Fuster, ambos aparecidos en 1962, es enorme. Además, tampoco pueden minimizarse sus propias diferencias internas, de las que el caso vasco es el ejemplo más visible, pero no el único. Pero, indudablemente, todos los movimientos nacionalistas alternativos abogaban, en su condición antifranquista, por una reformulación radical del marco político y por tanto de su organización territorial, lo que en la práctica significaba apostar desde posiciones federalistas a las independentistas, estas últimas minoritarias, pero no por ello menos activas.
En realidad el problema de fondo era otro. Con singular presciencia, Juan José Linz señalaba ya en 1967 que de cara al futuro (aun añadiéndose otros movimientos en distintos territorios) el electorado de Cataluña y el País Vasco tendría un estatus permanentemente minoritario respecto al conjunto del electorado español, lo que le llevaba a concluir que «las elecciones de principio mayoritario no pueden resolver el problema de la autonomía local y de las demandas nacionalistas».17 Un estatus minoritario que, en contraste, no se correspondía con la fuerza económica de estos territorios, y en general con los que planteaban demandas de autonomía. De las diez provincias con mayor riqueza per cápita hacia 1975, solo Madrid no planteaba problemas identitarios.18
Por otra parte, sería profundamente erróneo plantear la existencia de demandas nacionalistas alternativas como una anomalía española en el contexto de la Europa occidental del momento. Al revés, desde los años sesenta se asistió en este marco territorial a una nueva oleada de demandas políticas y culturales, a un «nuevo nacionalismo»,19 que afecta, sin ánimo de exhaustividad, a los movimientos bretón, corso, occitano, flamenco y valón, frisón, norirlandés, escocés y galés. Además, es imposible minimizar el hecho de que a finales de los años sesenta y desde los años sesenta, los debates en torno a procesos de descentralización o regionalización estaban muy presentes incluso en Francia, además de en Gran Bretaña. A principios de los años setenta Italia inició un proceso de implementación de su texto constitucional, y desarrolló por fin su modelo de Estado regional, un ejemplo que estuvo muy presente en los debates españoles durante la redacción de la Constitución. Bélgica modificó su estatus como estado federal en 1970. En realidad solo Portugal quedó al margen de este proceso (manteniendo como única peculiaridad la de las Islas Azores). Este nuevo nacionalismo responde, sin duda, a la reconfiguración de la relación de poder entre el centro y la periferia en los países europeos, en el marco del crecimiento económico de la Europa de posguerra, así como a la difusión de nuevas pautas de homogeneización cultural (de las que la televisión es la imagen más visible). Pero también cabe tener presente el auge de los movimientos de descolonización en África y Asia, y la oleada revolucionaria en América Latina, que frecuentemente encontraron eco en Europa. Asimismo, cabe no olvidar el clima cultural e ideológico que fraguó en torno a lo que 1968 representa como símbolo. La redefinición de las pautas de participación social y democrática, las nuevas políticas de la identidad y, en fin, el convencimiento de que «lo pequeño es hermoso» coadyuvaron a la nueva manera de entender las identidades colectivas de las naciones sin Estado.
HORIZONTES DE EXPECTATIVAS ANTE LA CUESTIÓN NACIONAL
Durante mucho tiempo, parece haber sido casi un lugar común que la identificación del españolismo con el franquismo habría llevado a la izquierda española a un inopinado apoyo a las demandas de los nacionalismos periféricos, algo ajeno a sus tradiciones y que a la postre obligaría a una rectificación inevitable.20 Sin embargo, esta argumentación puede incurrir en un grave anacronismo si se descontextualiza el significado que la redefinición de los planteamientos nacionales e identitarios tuvo en el marco de la lucha antifranquista y ya en los primeros años de la Transición.21
En vez de presentar las opciones federales o federalizantes, puesto que esta era la formulación más repetida, así como la frecuente referencia al derecho de autodeterminación (que nunca fue defendido como sinónimo de secesión o «separatismo»22), simplemente como una suerte de aberración respecto a la trayectoria histórica de la izquierda española, sería mejor interpretarlas en los términos en los que se hizo en el momento, como sinónimo (parte de un mismo campo semántico, podríamos decir) de descentralización y de derecho a la libre formulación de un marco territorial común. Ningún lenguaje político puede entenderse al margen de su contexto de enunciación y recepción. Ciertamente, conceptos como el de autodeterminación se habían prestigiado entre la izquierda en el marco de las luchas de liberación anticolonial de los años sesenta, como tantos otros elementos de la misma procedencia. Pero no se trataba de simple mimetismo, sino de traducción al contexto de la lucha contra el franquismo y su estructura económico-social. En este sentido, además, es importante señalar que se trataba de propuestas planteadas en el seno del programa de «ruptura democrática» que construyó la izquierda, y no elementos accesorios. Asimismo, no debería olvidarse que la adopción de algunas de estas propuestas era el resultado de la colaboración de las fuerzas de la izquierda con otras sensibilidades en el día a día y no una mera elucubración abstracta, en la lucha por la democracia, como sucedía en la Assemblea de Catalunya, donde el componente catalanista era una pieza clave.
El PCE fue el primero en plantear doctrinalmente la apuesta por un marco de descentralización y reconocimiento del derecho a la autodeterminación. Pesaba en ello la memoria del legado del periodo republicano y en todo caso la estructura del partido fue singular al coexistir en su seno el PSUC (que ejerció de verdadero motor para la aceptación de muchas propuestas del catalanismo) así como los partidos comunistas de Euskadi y Galicia. Ciertamente, hasta fechas muy tardías las propuestas no iban más allá de los tres territorios vinculados al pasado de autogobierno adquirido en la República, mientras que el resto quedaba inserto en una vaga concepción descentralizadora (que recogía la distinción entre nacionalidades y regiones). En un escrito de finales de 1970 que sintetizaba la posición del PCE, Dolores Ibárrruri señalaba que: «Existen problemas muy específicos como los de Navarra, Valencia, Baleares y Canarias a los que habría que dar en ese marco una solución que corresponda al derecho de sus habitantes libremente expresados».23 Pero, por ejemplo, respecto al País Valenciano, la concreción era escasa. Cuatro años antes, mientras se elaboraba la importante obra Un futuro para España: la democracia económica y política no se incluyó ninguna referencia específica al País Valenciano a pesar de que se había enviado abundante información al respecto.24
Santiago Carrillo en el importante informe al Pleno del Comité Central, en Roma, de 1976, había destacado cómo quedaba definitivamente anudada la lucha por la democracia con las luchas por la autonomía y la descentralización. En segundo lugar, destacaba el uso de la fórmula de «nacionalidades» y la distinción, por tanto, entre nacionalidades y regiones. Su uso no era una novedad aunque lo cierto es que los comunistas españoles habían hablado sobre todo de un Estado «multinacional», donde tendrían cabida diversos «pueblos» e incluso se había llegado a utilizar la expresión de núcleos nacionales. ¿Qué significado preciso cabría atribuir a esta fórmula ahora? La respuesta no es nada sencilla. Tal vez todos sabían a qué se referían al utilizarla, pero el terreno de la definición resultaba mucho más elusivo. Carrillo parecía haberla usado como sinónimo exacto de nación en 1958,25 pero las cosas parecían ahora ser más complejas.26 En 1975, Jordi Solé Tura, reflexionando sobre el catalanismo (y en concreto sobre Prat de la Riba) señalaba que «el análisis del concepto de “nación” y de “nacionalidad” debe centrarse en el proceso histórico de formación, consolidación y transformación de un determinado bloque de clases sociales».27 Esta afirmación se insertaba, en definitiva, en el marco de una reflexión de neta inspiración marxista sobre la cuestión nacional. Un año después, al traducir el texto al catalán (pero con un significativo cambio en el título del artículo, pues el énfasis pasaba de la nación precisamente a la nacionalidad) el autor le añadió una nota a pie de página adjunta al concepto de «nacionalidad», que decía «Si s’admet una diferencia substancial entre tots dos conceptes, la dualitat de terminología pot servir per a distinguir la plenitud o la manca de plenitud del poder polític estatal. Per això prefereixo parlar de “nacionalitat catalana”».28 Curiosamente hallaremos pocos textos más de Solé Tura, al margen de esta simple nota, que nos ayuden a entender el significado de una distinción de tanta trascendencia. Por ella podemos suponer, por tanto, que para el autor una «nacionalidad» es un determinado estadio (un proceso histórico, con un determinado bloque de clases sociales en acción) de una comunidad en función de su relación con la «plenitud» del poder político que representa el Estado. ¿Existe entonces una distinción de base (en su «entidad», en su fundamentación o definición identitaria) entre una nación y una nacionalidad? ¿O se trata solo de un grado en un desarrollo (prefijado o no)? A la postre (como se evidenciaría en el debate constitucional) la clave no era tanto si ambas nociones eran idénticas, como resultó bastante aceptado, sino si la de nacionalidad daba lugar a derechos (o permitía aspiraciones) de soberanía similares, lo que resultó ampliamente rechazado tanto por la izquierda como por la derecha españolas.
En todo caso, en el texto del informe de Carrillo pronunciado en Roma en 1975 se señalaba cómo «El Partido Comunista, que defendió siempre el derecho de autodeterminación de los pueblos de España, considera este hecho, en su conjunto, no sólo como una realidad insoslayable, que ninguna violencia podría contener a medio plazo, sino también como un factor extraordinariamente positivo para el futuro democrático y socialista del país». La propuesta comunista sería explicitada ahora como la apuesta por un Estado federal. Pero se añadía inmediatamente que «España será tanto más fuerte cuanto más libres sean los pueblos que la componen». Es más, se añade, «la condición para que España permanezca unida es la liquidación del centralismo arbitrario y la construcción en común, libremente, de un, por todos los pueblos, de un Estado de tipo federal». La «unidad», por tanto, aparece como horizonte indispensable, y estrechamente unido a las demandas federales. Además, y con enorme fuerza argumentativa, se señalaba que «cuando hablamos de la España futura, lo hacemos porque para nosotros España es una realidad, a la que nos sentimos adheridos; es la comunidad en la que históricamente hemos convivido todos; en la que se han creado lazos económicos, sociales, culturales, humanos, que son también un hecho, que diferencia a España de otros Estados». Se añadirá, además, el convencimiento de que «España es un producto de la historia mucho más rico, delicado y plural de lo que quieren hacernos creer los fanáticos del uniformismo». La centralidad de la premisa para los comunistas españoles estaba clara, no menos que su firme creencia en la existencia de un «hecho» nacional español.29
En el fondo, se impone una cierta sensación de imprecisión respecto al modelo que seguir más allá del enunciado fuerte del federalismo. Algo que es extensivo al PSOE, que además ni siquiera tenía una estructura claramente organizada por territorios históricos. En el IX Congreso de 1964 se llegó a incluir una declaración anexa en que se apelaba a una «Confederación republicana de nacionalidades ibéricas», pero hasta 1972, en el XII Congreso, no ganó carta de naturaleza el análisis del llamado «problema de las nacionalidades», y ya claramente en 1974, en el Congreso de Suresnes, donde además se consagró la fórmula de las «nacionalidades y regiones», que no tenía precedentes en el socialismo español, además de la defensa del derecho de autodeterminación.30 El retraso respecto al PCE era claro. Pero desde luego, era mayor en otras fuerzas de la izquierda socialista española, como el PSP,31 cuya Comisión Nacional en 1974 se limitaba a afirmar que «reconoce la personalidad política de las comunidades histórica, económica y culturalmente diferenciadas, que constituye el Estado español» y defendía que una vez restaurada la democracia «las comunidades podrán definirse libremente al respecto».32 Al año siguiente, sin embargo, se defendía explícitamente el derecho de autodeterminación de las «nacionalidades y regiones», sin mayores concreciones.33
Aunque, en realidad, en los documentos de la Junta Democrática, impulsada por el PCE, las demandas aparecían bastante más moderadas. Así, en la primera declaración de la Junta en julio de 1974, se propugnaba un punto noveno que hablaba tan solo del «Reconocimiento, bajo la unidad del Estado español, de la personalidad política de los pueblos catalán, vasco, gallego, y de las comunidades regionales que lo decidan democráticamente», sin mención alguna a la multinacionalidad o al derecho de autodeterminación.34
La Plataforma de Convergencia Democrática que agrupaba al PSOE y a Izquierda Democrática en septiembre de 1975 pedía «El pleno, inmediato y efectivo ejercicio de los derechos y de las libertades políticas de las distintas nacionalidades y regiones del Estado Español» sin mención explícita al derecho de autodeterminación.35
Los documentos unitarios posteriores de la Platajunta y otros organismos continuaron en la misma estela. Es el caso del que fue acordado en Valencia en septiembre de 1976, que reconocía las aspiraciones a «Estatutos de autonomía de las nacionalidades y regiones que las reivindiquen», con el restablecimiento provisional de la autonomía de Cataluña, Euskadi y Galicia, y de nuevo sin mención explícita al derecho de autodeterminación. Pero lo cierto es que incluso esta formulación fue revisada a la baja por presiones, entre otros, del PSOE y del PSP. Aunque con pocos cambios en la formulación del documento de creación de la llamada Plataforma de Organismos Democráticos del 23 de octubre de ese mismo año, una tendencia más pragmática parecía imponerse.36 De aquí iba a surgir, por tanto, la posición de negociación con Suárez, de la conocida como comisión de los nueve. Sin embargo, en la reunión preparatoria de noviembre de 1976 se planteó una formulación algo distinta al proponerse el «Reconocimiento de la necesidad de institucionalizar políticamente todos los países y regiones integrantes del Estado español y de que los órganos de control de los procesos electorales se refieran también a cada uno de sus ámbitos territoriales».37 Había desaparecido el concepto de «nacionalidades». De hecho, la formulación inicial era todavía menos comprometida pues señalaba simplemente que «al establecer los órganos de control (del proceso electoral) se tendrá en cuenta el necesario reconocimiento de la personalidad de todos los países y regiones integrantes del Estado español». Según parece, por la presión de algunos representantes catalanes y valencianos se acordó el redactado final.38
La delegación de la comisión de los nueve que se reúne con Suárez en enero de 1977 planteaba un escenario y un léxico diverso. Aludía a las nacionalidades catalana, vasca y gallega y hablaba a la vez de «países y regiones», así como de plurinacionalidad e incluso de «plurirregionalidad».39
En todo caso, Suárez difícilmente podía, antes de las elecciones, ni quería mojarse. No olvidemos que en la declaración de su toma de posesión como presidente del Gobierno del verano de 1976 Suárez lo más que había precisado era que «El Gobierno, consciente de la importancia del hecho regional, reconoce la diversidad de pueblos integrados en la unidad indisoluble de España. Su política a este respecto es la de facilitar la creación de las leyes, de aquellos instrumentos de decisión y representación que propicien una mayor autonomía en la gestión de sus propios intereses y en desarrollo de los valores peculiares de cada región».40
En todo caso, la denuncia del españolismo franquista nunca implicó ni en los discursos políticos ni en la elaboración de imaginarios culturales por parte de la izquierda, la negación de la idea y realidad (lo que implicaba su historia) de España, ni por supuesto de su futuro fundamento institucional y ámbito territorial.41 Los partidos de la izquierda hicieron siempre un gran esfuerzo por explicar que incluso las propuestas federalizantes no implicaban una negación de la idea de España. En mi opinión, en partidos como el PCE, y aun más claramente en partidos con menos tradición en este aspecto, el problema era más bien que el paso de concepciones centralistas a realmente federalizantes (con la excepción del PSUC) era aún relativamente reciente y por tanto menos consolidado de lo que podría parecer.
En todo caso, el énfasis en ciertas formulaciones doctrinales fue declinando sobre la cuestión nacional, como sobre otros muchos aspectos del programa de ruptura, a medida que avanzaba el calendario político. Lo mismo sucedería con las propuestas federalistas. Porque, por supuesto, una vez iniciado el debate para la redacción de una Constitución, todo iba a cambiar. Consciente la izquierda de estar en minoría, su línea de actuación se orientó hacia la consecución de unos regímenes realistas de «autonomías». No menos, pero tampoco más. Justo es decir que tampoco «desde abajo» sus electores y bases los castigaron por ello, o exigieron rectificaciones. De hecho, antes incluso de formarse la ponencia constitucional el PCE, en documento redactado en el verano de 1977 por Jordi Solé Tura, ya señalaban que no iban a pedir la inclusión del concepto «Estado federal» en la futura Constitución, ya que consideraban el federalismo un horizonte de llegada, no un punto de partida.42 Lo mismo cabría decir del PSOE.
Por lo que respecta a la derecha española, cabría distinguir dos posiciones, por una parte la de la amalgama que acabó aglutinada en UCD (en síntesis inestable de planteamientos democratacristianos, tibiamente socialdemócratas o liberales) y la de Alianza Popular.43 Además, claro está, de la posición de la extrema derecha estricta, que podemos simbolizar en la Fuerza Nueva de Blas Piñar y sus aledaños. En este último caso, las posiciones defendidas eran herederas directas de las de la dictadura, lo que supuso una defensa cerrada del nacionalismo español excluyente como su rasgo básico.
En mi opinión, en su conjunto la derecha española se caracterizó por la improvisación a la hora de defender sus posiciones respecto a la nueva articulación del Estado y las demandas de los nacionalismos periféricos. Ciertamente, desde los años cincuenta el Estado franquista había venido debatiendo (dejando al margen su regionalismo retórico y folclorizante) planes de regionalización, al menos económica. Sin embargo y a pesar de una cierta abundancia de congresos institucionales y papel impreso, el bagaje disponible de cualquier forma articulada de un programa de «descentralización» (aunque fuera local, un tic que parece heredado de la Restauración y que fue de hecho el motivo de la última ley aprobada antes de la ley para la reforma política) era muy pobre.44
Para el influyente grupo de los autores que firmaban bajo el nombre de Tácito (muchos de los cuales acabarían en UCD), que por cierto dedicaron una escasa atención al asunto, se trataba sobre todo de una propuesta de descentralización con un horizonte económico, de desarrollo regional (en el fondo un modelo de Estado regional en absoluto federal), evidentemente heredero de los proyectos tecnocráticos y sus polos de desarrollo. Para Tácito:
España no puede ser una simple suma de provincias arbitrariamente creadas, sino una unidad armónicamente regional en la que existe un pasado común, aunque diferenciado, y una vocación de presente y futuro solidaria. La región es, por tanto, para nosotros una entidad natural de carácter político con un ámbito existencial, cultural, jurídico y económico propio. Pensamos que el reconocimiento del hecho diferencial de los pueblos que componen el Estado español supondría un elemento positivo en el reforzamiento de la estructura político-administrativa común. Ahora bien, el reconocimiento de la personalidad regional comporta un sentimiento de solidaridad entre todas las regiones, la obligación de planificar el conjunto nacional con sentido de una más justa distribución de los bienes comunes y el compromiso de atender de modo especial a las regiones más deprimidas, estableciendo un nuevo equilibrio económico y social sobre bases equitativas.
Como coda a este programa orgánico-regionalista se añadía que «Mantener indefinidamente la división territorial actual supondría seguir viviendo sobre la artificiosa parcelación provincial originada en las concepciones geométricas de la revolución francesa, que tan negativamente ha influido el funcionamiento del sistema político-administrativo, fomentando una permanente tensión centro-periferia».45
Tal vez algo más de concreción tenía el programa de reforma política del grupo GODSA, impulsado por Manuel Fraga, que en 1976, y en medio de inmensos recelos y cautelas, y el rechazo explícito a una propuesta federal, proponía un modelo de «Estado regional» y de regionalismo, probablemente más ambicioso que el que después defendería Fraga.46 En realidad se parecía más al que acabó aceptando UCD.
Evidentemente ante la Comisión de los nueve y sus demandas federalistas, en enero de 1977, Suárez tenía poco concreto que ofrecer y menos aun que aceptar. El primer Gobierno Suárez hizo frente a las demandas de autogobierno procedentes de Cataluña y de Euskadi, sin tener un programa de actuación coherente, y menos aun lo tenía para el resto de los territorios. Aunque J. M. Otero Novas ha señalado que en la Semana Santa de 1977 en el proyecto de Constitución preparado por la Secretaría Técnica de Presidencia se incluía una propuesta de generalización de un marco autonómico, con tres territorios de régimen especial,47 en el estudio encargado ese mismo año por el Ministerio de Presidencia se optaba por una vía generalista para las autonomías regionales, un trabajo coordinado significativamente por un discípulo de García de Enterría.48
En gran manera la UCD fue a remolque, pero maniobró para poder controlar la situación y así quien no tenía programa marcó la agenda. Frente a la propuesta inicial de la izquierda española y de los nacionalismos catalán y vasco, para UCD (para el complejo conglomerado que acabó siendo este partido)49 la idea de la generalización sin federalismo de los proyectos autonómicos que propugnó públicamente García de Enterría en septiembre de 1976 había resultado ser, en efecto, muy atractiva. Se trataba de una propuesta de matriz orteguiana donde el autor distinguía el «nuevo regionalismo» cuasitecnocrático del que denominaba tradicional y que endosaba, sin más, al tradicionalismo (lo que implicaba una notable incomprensión de las demandas culturales específicas). Vale la pena insistir en que García de Enterría basaba parte de su reflexión en el modelo derivado del «Informe Kilbrandon» de 1972, encargado por el Gobierno británico para regular una posible devolution para Escocia y Gales.50 El informe proponía un modelo no federal, una muy limitada capacidad fiscal autónoma y en el fondo una capacidad política de alcance limitado. Con todo era un informe confuso en sus propuestas, que planteaba soluciones desiguales para Escocia y Gales y no contemplaba ninguna articulación para Inglaterra.51 Su legado fue ambivalente y sus recomendaciones demasiado vagas, y en todo caso irrelevantes cuando en 1979 sendos referendos bloquearon en Escocia y Gales el proyecto de descentralización.
En todo caso, la actuación de Suárez y de la UCD, especialmente tras las elecciones de junio de 1977, fue en gran medida pragmática e incluso oportunista, como lo prueba la negociación para el retorno del presidente Josep Tarradellas y el restablecimiento de la Generalitat.52 La apertura del proceso constituyente (una vez que Suárez abandonó la idea de encargar no a las Cortes sino a un comité de expertos o al ministro de Justicia la elaboración de un proyecto) reveló finalmente la complejidad e inestabilidad de la posición de UCD. Con su mayoría en la ponencia constitucional y en el pleno del Congreso la UCD determinó el resultado final, a pesar de importantes diferencias en su seno (pues entre Miguel Herrero de Miñón, Manuel Clavero Arévalo, Antonio Fontán o Rodolfo Martín Villa, por citar tan solo unos ejemplos relevantes, las diferencias eran notables).
Ante las elecciones de junio de 1977 la coalición UCD integraba entre sus doce formaciones a partidos regionalistas (ciertamente sobre todo plataformas de élites y clientelas locales) como el Partido Social Liberal Andaluz, de Manuel Clavero, el Partido Gallego Independiente, de José Luis Meilán, Acción Regional Extremeña, de Enrique Sánchez de León, Acción Canaria, de Lorenzo Olarte, y Unión Demócrata de Murcia, de Pedro Pérez.53 Además, algunos partidos integrados, como el Partido Popular, contaban con figuras vinculadas a propuestas más o menos «regionalistas», como el caso del valenciano Emilio Attard.
En realidad no fue extraño que, como en el caso valenciano (y también en Cataluña), inicialmente hubiese figuras que iban más allá del regionalismo, como Joaquín Muñoz Peirats, o de talante abiertamente nacionalista, como Francesc de P. Burguera (ambos elegidos diputados en la primera legislatura). Tras las elecciones de junio se acabarían integrando además gentes procedentes de partidos nacionalistas como Unió Democrática del País Valencià (partido que formó parte de Equipo Democratacristiano y que no obtuvo representación parlamentaria). En un principio, por tanto, y en un territorio tan sensible como era o podía ser el País Valenciano para el conjunto de la arquitectura identitaria del Estado, la UCD tenía una configuración más abierta de lo que acabaría por representar. Porque el endurecimiento de su discurso tuvo lugar precisamente para torpedear la evolución de las demandas autonomistas valencianas. Es algo más que una casualidad que Fernando Abril Martorell y Manuel Broseta (secretario de Estado de asuntos autonómicos) además de Emilio Attard fueran valencianos que ocuparon cargos decisivos, ya que ellos fueron responsables de desencadenar en Valencia un atroz anticatalanismo, y un frenazo del proceso autonómico en el conjunto de España.
En realidad, aun a inicios de 1978 la UCD estaba «sin proyecto autonómico», en palabras de Emilio Attard.54 En el documento ideológico consensuado en enero de 1978, UCD se definía como «partido nacional» y proponía el «reconocimiento de la región» (o también la autonomía «para las diversas realidades y pueblos de España») sin mayores concreciones.55
Con las excepciones que hagan al caso, no hay que olvidar que por procedencia geográfica y formación biográfica (por ejemplo de los presidentes Suá-rez o Calvo Sotelo) ante los planteamientos políticos o culturales de la periferia la incomprensión era notable. En palabras de Rafael Arias Salgado, «en nuestra generación éramos casi todos jacobinos y centralistas».56 No solo en la UCD, cabría señalar. La aceptación de la inevitabilidad de la voluntad de autogobierno procedente de las fuerzas políticas y sociales de Cataluña y Euskadi (a las que se añadió Galicia) obligó a concretar respuestas. Aunque el rechazo a una solución federal sí fue homogéneo, el partido de Suárez oscilaría entre asumir cierto grado de excepcionalidad o la generalización del marco autonómico (algo que defendía el propio Suárez).57
DOS BORRADORES Y UN DESTINO (INDISOLUBLE)
El testimonio, el juicio, es ya definitivo. «El título VIII de la Constitución no es, desde luego, un modelo de rigor jurídico», afirmó Jordi Solé Tura. «Es un Título desordenado y algunos de los problemas fundamentales –como el de la distribución de competencias–están resueltos de manera deficiente. La explicación de esto es fácil de comprender. Ningún otro Título de la Constitución se elaboró en medio de tantas tensiones, de tantos intereses contrapuestos, de tantas reservas y, en definitiva, de tantos obstáculos. El consenso peligró en muchas ocasiones, pero en ninguna como en el caso de las autonomías».58
En un trasfondo de vacilaciones y presiones empezó su trabajo la comisión de ponentes encargada de elaborar un proyecto de Constitución. La primera redacción (que partía del implícito de la puesta en marcha con rapidez de los marcos preautonómicos), finalizada en diciembre de 1977, de lo que sería el título VIII proponía una homogeneización de la configuración del Estado de las autonomías, igualando las vías de acceso, frente al modelo que sería perfilado a partir de la propuesta de la Comisión Constitucional de antes del verano. En la primera redacción, según José Luis Meilán (que participaría de manera decisiva en la redacción y negociación posterior),
el actual preconsituyente no es neutral; quiere un Estado regional, pero con un punto de precaución o de cuquería no lo declara. El constituyente republicano del 31 resulta más sincero y más prudente. No impuso la autonomía a nadie, ni la reconoció sólo a unos pocos, ni impidió que cualquiera que aspirase a ella la obtuviese. El anteproyecto, por el contrario, generaliza oblicuamente la fórmula, la impone sutilmente, siguiendo el impulso de la carrera hacia las «preautonomías» que estamos presenciando. Parece como si esta generalización del fenómeno autonómico pretendiese diluir la intensidad de unos casos singulares cuyo tratamiento diferencial corriese el riesgo de ser presentado como privilegio.59
Es significativo señalar que Peces Barba entendía que la generalización de las autonomías era una forma de «Estado regionalizado» y que esta era la traducción de «federalismo funcional y orgánico» del PSOE.60 Aunque el PSOE terminó apoyando la propuesta de diferenciación territorial final (subsumida en un modelo de más largo alcance y tras un acuerdo con UCD ya en la Comisión del Congreso), parece claro que, con mucho, la propuesta generalista inicial era la preferida por Peces Barba.61
Para el ponente Miquel Roca, en el primer anteproyecto «se otorga a territorios sin conciencia de identidad nacional un mismo tratamiento que a unas nacionalidades muy consolidadas», pero lo cierto es que su valoración no era aparentemente negativa, pues, de manera algo optimista afirmaba incluso que el borrador reconocía la «plurinacionalidad» de España.62
Tras el primer anteproyecto de Constitución de diciembre, y en un proceso de confección más amplio y complejo –entre otras cosas por las tensiones internas en UCD que acabaron con la marginación de Herrero de Miñón, por ejemplo–,63 «tumultuoso», de idas y venidas y reuniones secretas, en la versión del título VIII que pasaría a ser votada en la Comisión Constitucional, UCD (de acuerdo finalmente con la minoría catalana pero también con representantes catalanes de PSOE y PCE, aunque no por los mismos motivos)64 había acabado por proponer una vía diferenciada de acceso a la autonomía, la que entraría finalmente en el redactado del artículo 151.65 Se trataba, sin duda, de una vía pensada para Cataluña, País Vasco y Galicia, aunque dejaba la puerta abierta a otros territorios, como en efecto sucedería, de manera no claramente planificada y que generalizaba a la baja, en principio, pero no en su horizonte o techo final, al resto. En uno de los primeros comentarios sistemáticos de la Constitución, Óscar Alzaga ya defendió que el título VIII, y en concreto el artículo 151, estaba pensado como una expresión de singularidad para Cataluña, País Vasco y Galicia, de manera que se les garantizaran sus demandas sin impedir a otros en el futuro seguir un camino parecido, si así lo deseaban. Según Alzaga, el texto constitucional era «casi federalista para Cataluña y el País Vasco», moderadamente regionalizable para otros «pasando por situaciones intermedias».66 Por ello, en la ponencia del congreso de UCD de octubre de 1978 se argumentó que «la autonomía, concebida como derecho, no conduce a un Estado plenamente regional, dado que es posible que parte del territorio esté constituido en Comunidad autónoma y parte no».67
Parece ser que la idea de plantear la celebración de un referéndum, el endurecimiento de las mayorías necesarias y conformación como ley orgánica, todo con la voluntad de dificultar y hacer más excepcional esta vía, fue de Fernando Abril.68 Aunque es difícil creer que a esas alturas del proceso (y procedimiento) general de negociación no contara con el aval de Alfonso Guerra. Miquel Roca y Solé Tura consiguieron que, a diferencia de lo sucedido con el Estatuto de 1932, el procedimiento de aprobación sometiera el mismo texto al electorado y cámaras general y autonómica.69
Por la naturaleza misma del proceso constituyente (enmarcado en una evolución tutelada desde las estructuras jurídicas del régimen anterior) la insistentemente presente afirmación de la «indisolubilidad» de la unidad nacional estableció un límite jurídico y simbólico al terreno de juego de la propia descentralización. Es lo que sucedería, precisamente, en el proceso de redacción del artículo segundo.70 Entre la primera redacción y la definitiva, como es bien sabido, el derecho a la autonomía pasó de ser fundamento de la Constitución a reconocida por esta, mientras con marcial soniquete se remachaba, por fin, la inclusión de la «indisoluble» unidad y aparecía la idea de nación española en su redactado, algo escrupulosamente evitado en el primer borrador.71
Con todo, en la redacción de este artículo (aunque de manera significativa quedó eliminado del título VIII, donde estuvo inicialmente presente) la inclusión del término nacionalidades junto al de regiones, a propuesta de Miquel Roca, puede considerarse un logro del nacionalismo catalán y del conjunto de la izquierda (pues en UCD era un término visto con enorme dificultad ante casi insondables presiones extraparlamentarias).72 De hecho, algún ponente, como Gabriel Cisneros, ha llegado a afirmar: «Quizá el reproche que yo me sigo haciendo y que podemos hacer a la posición de los ponentes de la UCD es que el término de nacionalidades se entregó demasiado pronto, prácticamente en algunas de las primeras reuniones de la ponencia, cuando hubiera sido una prenda de negociación valiosísima, aunque hubiera podido entregarse o reconocerse al final».73 Casi sobran las palabras.
Aunque en la práctica inmediata ello no implicaba nada demasiado concreto, teóricamente –y por tradición– quedó claro en los debates constitucionales que se equiparaba a nación y que aunque sin carga soberana efectiva sí tenía una fuerza simbólica clara.74 En realidad, quedó en el terreno de lo implícito (ampliamente entendido así en su momento, desde luego) que este concepto se refería concretamente a Cataluña y Euskadi y tal vez a Galicia. En el documento político del primer congreso de UCD, de octubre de 1978, se afirmaba que:
Para UCD la contraposición entre nacionalidades y regiones no conduce al establecimiento de regímenes autonómicos diversos para unas y otras. El término de nacionalidades significa un mayor y más intenso sentido de autoidentificación, de una más amplia conciencia del hecho diferencial, detectable, por lo general, por el sentimiento reivindicativo y restitutorio de instituciones propias, por la existencia de una cultura y de una lengua de la Comunidad.
Por su parte, Gregorio Peces Barba, ante el Pleno del Congreso defendió el término, frente a la posición excluyente de Federico Silva. Pero su intervención tenía un doble filo. Para Peces Barba: «la existencia de España como nación no excluye la existencia de naciones en el interior de España; nacionescomunidades, no debe llevarnos a una aplicación rígida del principio de las nacionalidades tal como se formuló por los liberales en el siglo XIX, de que cada nación debe ser un Estado independiente».75 De esta manera, defendía a la vez la pluralidad nacional, encubierta en la fórmula «nacionalidades», tanto como la vaciaba de sentido de cara al cuestionamiento (por parte de esas mismas nacionalidades) del Estado que la Constitución iba a instituir. Y es que, por muy sorprendente que haya podido parecer después, en el periodo constituyente afirmar que además de la Nación común existían en su seno «otras identidades nacionales» era moneda común (excepto en AP), aunque su valor de cambio fuese más dudoso.76
Ciertamente, la izquierda cedió (en realidad ya había cedido antes) en la defensa del derecho de autodeterminación (defendida finalmente en la Comisión Constitucional solo por Francisco Letamendía y con el voto del PNV, que de todas formas no quería incorporarla a la Constitución) y sobre todo en la defensa explícita del federalismo. Creer, como hicieron socialistas y comunistas ya en el proceso de aprobación final de la Constitución y han hecho después, que el modelo adoptado era en el fondo federal y por tanto se cumplimentaron sus planteamientos originales es algo que responde a otras lógicas que poco o nada tienen que ver con el estudio de lo que sucedió.
Pero, ciertamente, AP se dedicó a tronar contra la inclusión del término nacionalidades, consiguiendo crear no poco ruido en el marco de una continuada denuncia de los «excesos» descentralizadores y la amenaza a la unidad de España. Es bien significativo que, a propuesta de un diputado valenciano de AP, Alberto Jarabo Paya (que fue de los que ni siquiera votó finalmente a favor de la Constitución), pero secundada por la mayoría de las Cortes, se prohibiera explícitamente –como ya sucedía en la Constitución de 1931– la federación de comunidades autónomas. En realidad esta enmienda, convertida en el artículo 145, estaba dirigida a impedir una posible federación de los Países Catalanes.77 No hay que olvidar que el anticatalanismo fue una estrategia acerbamente defendida por AP tanto como por la UCD valenciana.78 No obstante, como señalaron Soledad Gallego-Díaz y Bonifacio de la Cuadra el «consenso UCD-PSOE impidió avanzar todo proyecto de institucionalización de los “Països Catalans”».79
Para Fraga, «La cuestión de las nacionalidades no es una cuestión semántica. Es el ser o no ser de España».80 La denuncia del título VIII y la amenaza a la unidad fueron, en efecto, poco menos que obsesiones en los textos doctrinales que Fraga publicó desde 1977 y durante los años ochenta.81
En realidad, se sentaron ahí las bases para un legado ambivalente en la derecha española que Manuel Fraga acabaría por refundar tras el hundimiento de la UCD (muchos de cuyos cuadros pasaron a AP, entre ellos destacadas figuras del proceso constituyente, como Herrero de Miñón o Gabriel Cisneros). Para el PP la «defensa» de cierta idea de España permanentemente amenazada sería un ideal regulador inmutable. Alianza Popular trató de hegemonizar el sentido de españolidad, presentándose como su voz auténtica, lo que le permitió nuclear un nacionalismo español de amplio alcance social y muy hostil a las amenazas «separatistas». Durante los años ochenta, con AP incapaz de ganar frente al PSOE, la dureza de las posiciones conservadoras en materia autonómica fue considerable. La oposición a las incipientes políticas lingüísticas en Cataluña (o en Valencia a pesar de su modesto alcance) o Euskadi se convirtió en una de sus banderas, bastante eficaz socialmente para cohesionar a su electorado en el conjunto de España.82 Aunque no se trataba de un texto oficial de las posiciones del partido, en el balance final de la obra más minuciosa publicada por los aliancistas, Gabriel Elorriaga señalaba que «el peso perenne de España como impulso histórico y la valoración de su destino como proyecto de futuro deben estar claros en la conciencia de todas aquellas personas que, individual o colectivamente, se comprometan en la hermosa tarea de participar, desde unas u otras posiciones, en el rumbo histórico de una empresa que, no lo olvidemos, se llama la Patria».83 La denuncia de las «Autonosuyas» fue algo más que un clamoroso éxito editorial del inveterado franquista valenciano Fernando Vizcaíno Casas.
78, MODELO PARA ARMAR: ¿UN «NO-FEDERALISMO» ASIMÉTRICO?
La entrada en vigor de la Constitución significó, obviamente, un punto de inflexión decisivo en la redefinición de la idea de nación y del modelo de Estado. Debido al carácter normativo de toda constitución, su impacto es igualmente decisivo en la manera como las distintas culturas políticas plantearían a partir de entonces estos aspectos.
Pero la Constitución no pudo cerrar lo que durante su redacción quedó deliberadamente abierto (precisamente como consecuencia de la correlación de fuerzas, en concreto la debilidad relativa de la izquierda y las fuerzas nacionalistas y el insoslayable horizonte de consenso). Esta inicia pero no agota el ordenamiento territorial, de suerte que las posibilidades constitucionales deben ser desarrolladas precisamente en el nivel de los estatutos.84 De hecho ambos niveles conforman lo que se suele denominar «bloque de constitucionalidad». Por ello, el despliegue del modelo autonómico y la relectura del alcance de la identidad nacional (así, en el debate en torno al patriotismo constitucional) continuaron siendo espacios de disputa para las culturas políticas nacionalistas alternativas tanto como para las españolas.
Por lo que respecta al despliegue del Estado autonómico, hay que recordar que la redacción de la Constitución ni funcionó ex novo (debido a los compromisos adquiridos), ni enumeró –cerrándolos– los componentes del mapa autonómico (así como no obligaba a ningún territorio a ser Comunidad autónoma, además de abrir la puerta a las comunidades uniprovinciales). Es por ello que se ha podido hablar con Cruz Villalón de «desconstitucionalización» de la organización territorial del Estado.85 El título VIII (de hecho, compuesto en gran medida por disposiciones transitorias) no resolvía ni cerraba nada de manera definitiva, sino que lo dejaba en manos de desarrollos ulteriores. En palabras de Javier Pérez Royo, «La Constitución española […] no define la estructura del Estado». Esta «es en consecuencia el resultado de dos procesos: un proceso constituyente que culmina en 1978, en el que no se define la estructura del Estado, pero que posibilita su definición; y un proceso estatuyente, que se inicia en 1979 y culmina en 1983».86
Irónicamente, a quien la Constitución ha garantizado y redimido de sus «estigmas» es a la previa estructura provincial, lo que ha condicionado desde entonces toda la organización territorial –y la de los partidos políticos en concreto– entre otras cosas al ser la circunscripción electoral (también en todos los ámbitos autonómicos) y la demarcación de las diputaciones.87
Sin duda, tuvo una especial trascendencia (y además de las vicisitudes asociadas a la vuelta del President de la Generalitat) que tras las elecciones de junio de 1977, con el ministro de UCD Clavero Arévalo al frente, se iniciara ya (a propuesta autónoma de las denominadas asambleas de parlamentarios) la configuración de los «entes preautonómicos» (con el horizonte de una voluntad generalizadora del proceso por parte del ministro no compartida por el conjunto de UCD)88 cuando la Constitución ni siquiera se había terminado de redactar (con cinco anteproyectos aprobados por decreto-ley).89 Por cierto que, sin convocatoria de elecciones municipales hasta 1979, la composición de ayuntamientos y diputaciones provinciales le otorgó mayor capacidad de maniobra al Gobierno (y además fue clave a la hora de poner en marcha los entes preautonómicos).90
Una capacidad de maniobra amparada en su conjunto, conviene subrayarlo, por el mecanismo electoral aplicado para las elecciones de junio de 1977. Se trataba de un sistema proporcional (y no mayoritario, ante el peligro de un triunfo de la izquierda) pero con una corrección territorial sobre la base precisamente de las provincias que benefició extraordinariamente a la UCD frente a la izquierda.91 En la práctica se negó la proporcionalidad, que solo se dio en cuatro circunscripciones.92 Estas elecciones conformaron a la postre unas Cortes constituyentes compuestas conjuntamente de Parlamento y Senado que por tanto elaboraron, en lo que es un tanto insólito, un redactado con filtro bicameral.93 Un quinto del Senado era de designación real, y por tanto no fue elegido democráticamente, y además el mínimo de senadores por provincia introducía una distorsión aun mayor que en el Congreso.94 Por otra parte, la ley electoral había situado la edad de voto en 21 años, y dificultó el voto efectivo de los trabajadores emigrados, lo que pudo privar a la izquierda de importantes caladeros de voto.
Además, los procesos preautonómicos relativos a Cataluña y Euskadi (que se saldarían a la postre con los dos primeros estatutos de autonomía aprobados) implicaron tener que asumir ciertos compromisos. Como hemos visto, la activa presencia del nacionalismo catalán (además de la presencia de Jordi Solé Tura) en la ponencia constitucional determinó que, en realidad, la piedra de toque de un proceso generalizado o no la marcara la autonomía para Cataluña, y al final su «techo», aunque el margen de negociación quedara finalmente más en los ritmos de acceso al marco autonómico que en los contenidos o competencias (por ejemplo, muy escasas en materia fiscal, frente al País Vasco). Por su parte, la negociación de la autonomía vasca fue especialmente compleja por la insistencia del PNV (que había quedado formalmente fuera de la ponencia constitucional pero participó de lleno en los demás procesos de redacción) en el reconocimiento foral como elemento distintivo y fundacional a efectos de soberanía.95 Pero, en la práctica, las cesiones por parte del PNV al respecto fueron considerables (incluida la incorporación de Navarra), y poco coherente el cambiante comportamiento de UCD (sometida a fuertes presiones por la acción terrorista y la presión del ejército, además de por su propio desorden interno). Finalmente los «derechos históricos» se incorporaron a la Constitución, pero plenamente reconducidos en ella, lo que provocó la paradoja de que el PNV (además de la izquierda nacionalista que se opuso) no votara en el Parlamento español y se abstuviera de proponer la aprobación de la Constitución en Euskadi, con un éxito nada desdeñable. La aprobación del Estatuto de Autonomía serviría al PNV para recuperar la iniciativa en su propio terreno, aunque evidentemente el Estatuto se basaba en lo que se había inscrito en la Constitución.
Pero lo cierto es que la UCD no lograba elaborar una dirección clara para los procesos autonómicos. En apenas tres años el Ministerio de Administraciones Territoriales tuvo cuatro titulares: Manuel Clavero, Antonio Fontán, José Pedro Pérez-Llorca y Rodolfo Martín Villa. Aunque es cierto que su contribución directa a la elaboración de los estatutos vasco y catalán fue escasa, las diferencias en sus planteamientos fue notable, y no facilitó las cosas.96
El tormentoso trámite final de la autonomía andaluza (y en otro sentido la gallega) evidenció las contradicciones que el doble mecanismo de acceso al autogobierno despertó en la derecha española (pero también en la izquierda). De hecho, los acuerdos autonómicos de julio de 1981 (basados en el informe de una comisión de técnicos encabezada por García de Enterría y no por el Parlamento)97 impulsados urgentemente tras el golpe de estado del 23 de febrero98 evidenciaron que tanto la UCD como el PSOE habían decidido finalmente primar la que fue abusivamente denominada «racionalización» del proceso autonómico (como si la responsabilidad estuviera en el consabido sarampión autonomista y no en la pobre ejecución desde el Gobierno), una denominación que se había extendido en muchos medios de opinión.99 El presidente Calvo Sotelo, sin embargo, señaló que la voluntad de acuerdo era ya anterior al golpe. Aunque hay no poco de racionalización retrospectiva en esta afirmación (que pretende desvincular las decisiones tomadas de toda cesión ante el golpismo), lo cierto es que traduce un clima compartido.100 Cabe destacar en este sentido las acciones emprendidas por el ministro de Administración Territorial desde septiembre de 1980 (y que había sido encargado de presidir una comisión de su partido al respecto desde el año anterior) que así lo indican.101 Pero en las propuestas de Martín Villa de diciembre del mismo año se insistía en aspectos que iban más allá de la «racionalización» y que adoptaban un tono restrictivo notable. Así, por ejemplo, desde el Ministerio se proponía restringir explícitamente el uso de los términos nación, nacional e incluso nacionalidad para referirse a España, así como una nueva insistencia en la «garantía» del uso y enseñanza del castellano.102
A la postre, este contexto se tradujo en un proceso de generalización y tendencia a la homogenización de los marcos autonómicos más allá de los cuatro territorios que habían optado por la vía del 151 (aunque Valencia –que fue el primer caso de viraje cuando ya se cumplían los prerrequisitos de la vía 151– y Canarias tuvieron un posterior tratamiento competencial) que acabó siendo conocido como «café para todos». Cualquier opción deliberada por la «asimetría» quedaba así sacrificada. Un proceso que iba en la línea que siempre propugnó García de Enterría, que se plasmaría en la LOAPA.103 El escenario cambió notablemente y por ello hay razones para creer con Herrero de Miñón que, de hecho, «la configuración actual del régimen autonómico no es resultado de la Constitución, donde por cierto se trató de prever un sistema distinto, sino de los pactos autonómicos».104 Ya en agosto de 1981 Rafael Ribó, diputado autonómico del PSUC, había advertido de que «Si el pacto autonómico llega a aplicarse representará, en la práctica, una reforma de la Constitución en el terreno autonómico. El PSOE y UCD bajo el cobijo y la protección de la pretendida objetividad de unos expertos […] se disponen a reformar ilegalmente el Título VIII de la Constitución, vaciándolo de contenido».105
Con una comparación tan poco apropiada como reveladora (y no sin advertir que no «quiero que me den ese título, pero me lo merecería»), Leopoldo Calvo Sotelo afirmaría algunos años más tarde que «Yo hubiera querido ser el Javier de Burgos de las autonomías».106
Se dibujó a la postre un mapa de un país a varias velocidades. Irónicamente, el resultado ha sido un sistema «asimétrico» (o «no-simétrico»…) de facto, al distinguir distintas vías de acceso a la autonomía (la de los artículos 143, 151 y 144, además de otros procedimientos, como las disposiciones adicionales y transitorias al texto constitucional) y sancionar sin resolver (pues no se indica explícitamente qué territorio corresponde a una u otra definición ni vincula explícitamente la vía de acceso o competencias) la diferencia entre nacionalidades y regiones.107 Además, contempla dos territorios, Navarra y País Vasco, con un sistema de financiación propio y el reconocimiento de unos derechos históricos (preconstitucionales pero reconducidos), y un régimen fiscal específico para Canarias.108 El mapa autonómico contempla finalmente hasta siete comunidades uniprovinciales, diez multiprovinciales y dos ciudades en situación especial, como son Ceuta y Melilla (que solo aprobarían sus estatutos de Ciudades autónomas en 1995); se mantienen las diputaciones provinciales (pero no en las comunidades uniprovinciales) pero también existen cuatro diputaciones forales, así como cabildos insulares y consells insulars en Canarias y las Islas Baleares respectivamente.
A este respecto, la sui generis naturaleza federal de la Constitución y del Estado de las autonomías ha acabado por ser materia de debate académico, aunque con evidentes implicaciones políticas. La definición del Estado autonómico como «sistema federal con hechos diferenciales» muestra la dificultad taxonómica del proceso español.109 No es un tema menor que no aparezca mención alguna a la naturaleza federal en la Constitución, aunque es cierto que tampoco aparece en casos como Estados Unidos, Canadá o mucho menos Gran Bretaña, y ello no es obstáculo para que de facto lo sean. Pero, en mi opinión, tampoco debe olvidarse que, como se plasmó en el artículo segundo de la Constitución, en el tema de la soberanía se excluyó de manera deliberada una fundamentación federalista. En palabras de Gregorio Peces Barba (que recordemos que había defendido la idea de España como una nación de naciones): «…no queríamos en ningún caso que se pudiese apoyar en la Constitución un federalismo originario, y no solo organizativo, consistente en defender una soberanía propia a las nacionalidades, basada en una torcida aplicación del principio romántico de que cada nación tiene derecho a ser un Estado independiente, y en un desconocimiento de la realidad histórica de España».110 De hecho, para el Tribunal Constitucional, la Constitución «no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ella situaciones “históricas” anteriores».111
Es interesante que en el proceso de tramitación del Estatuto de Cataluña (el llamado Estatut de Sau) durante los meses de junio a agosto de 1979 se modificara la redacción del artículo 1.3, donde figuraba que «los poderes de la Generalitat emanan del pueblo». Tras la oposición de UCD (pero no inicialmente del PSOE), la redacción final fue: «Los poderes de la Generalitat emanan de la Constitución, del presente Estatuto y del pueblo». El texto fue aprobado por la Comisión Constitucional y la delegación de la Asamblea de Parlamentarios, con la oposición de Heribert Barrera. En el debate final de aprobación del Estatuto (y tras nada plácidas intervenciones por su parte en sesiones previas a propósito de la financiación) Alfonso Guerra afirmó: «estamos dando un paso importante para la concreción, la realización de Cataluña como una identidad nacional» y todo ello tras afirmar seguir defendiendo la idea federal de los socialistas.112
La declaración posterior de inconstitucionalidad de buena parte de la LOA-PA (que los parlamentos catalán y vascos habían denunciado, además de otras fuerzas de la izquierda comunista)113 no modificó en absoluto esta realidad bá-sica.
Desde 1982 y hasta 1996 (lo que incluye los importantes pactos autonómicos de 1992 con el PP que generalizaron el traspaso de competencias, a pesar de las iniciales reticencias de AP-PP) el PSOE desplegó el programa de implantación autonómica y de transferencias (incluyendo las primeras reformas de estatutos) y gobernó en hasta catorce de las comunidades autónomas (y de manera permanente en Andalucía, Extremadura y Castilla-La Mancha hasta 1996 –y después– y Valencia, Asturias y Murcia hasta 1995). De todas formas, conviene recordar que hasta los acuerdos con CIU de 1993, que lo fijaron en una fracción del 15%, las comunidades autónomas no disponían de control alguno sobre elementos clave de financiación como el IRPF. Además, hasta mediados de los años noventa, al menos, el peso total del gasto público por parte del Estado era superior al 70% y el de las comunidades de algo más del 23%.
En todo caso, el despliegue autonómico se integraba en un proyecto global de modernización económica y social, no exento de un neorregeneracionismo nacionalista. Acaso quepa recordar aquella afirmación de Felipe González en su primera entrevista como presidente del Gobierno, cuando señaló que «¿sabes lo que dicen del nuevo Gobierno español en Estados Unidos? Pues que somos un grupo de jóvenes nacionalistas. Y no les falta verdad. Creo que es necesaria la recuperación del sentimiento nacional, de las señas de identidad del español».114 Su vicepresidente, Alfonso Guerra, afirmaría altisonantemente en 1985 que el triunfo electoral del PSOE significaba que «estamos, por fin, ante una España vertebrada».115 Sin duda, el PSOE nunca dejó de tener, ni en sus líderes nacionales ni regionales, un discurso inequívocamente nacional español.116
NACIÓN DE NACIONES, PATRIOTISMO DE PATRIOTISMOS
En definitiva, a más de treinta años de la entrada en vigor de la Constitución y su definición de la nación y de puesta en marcha del Estado autonómico, la impresión que subyace es la de un proceso permanentemente en revisión. Otra cosa es si esto debe ser visto como una anomalía insalvable de la trayectoria histórica española, o como un terreno de juego derivado de la realidad diversa de las identidades en España (que incluye la existencia de culturas políticas partidarias de la independencia de Euskadi y Cataluña pero también de modelos de pacto) tanto como de un marco jurídico, la Constitución, ambiguo por definición. En este sentido, el grado de «conflictividad intergubernamental» (centro-autonomías) derivaría del marco abierto de distribución del poder sancionado por la propia Constitución, además de ser, como señalara Luis Moreno, algo similar a lo que sucede en muchos sistemas federales o federalizantes.117
No es extraño, sin embargo, encontrar extendida la opinión de Fernando Savater (intelectual próximo a UPyD) de que «el país más descentralizado de Europa es el más amenazado por la fragmentación nacionalista, que en todas partes está considerada una abominación reaccionaria salvo aquí, donde es de izquierdas y constituye una alternativa de progreso».118 Dejando al margen la afirmación indemostrable de que España sea el país más descentralizado de Europa (no lo es en transferencia de recursos, gobierno compartido, representación internacional o capacidad legislativa, por ejemplo)119, olvida Savater que el grado alcanzado es precisamente el resultado de las demandas y presiones de los nacionalismos periféricos, y no el resultado de ninguna graciosa concesión.
En este debate, una de las fórmulas defendidas por la izquierda española (y en ocasiones por algunas fuerzas nacionalistas catalanas e incluso lo fue por algún miembro de UCD) es la idea de España como «nación de naciones», amparada en la inclusión del término nacionalidades en el artículo segundo de la Constitución.120 La autoría de tal fórmula, antes de los debates constitucionales, es dudosa, y frecuentemente se atribuye a Anselmo Carretero. Pero lo cierto es que su influencia en el socialismo español durante la redacción de la Constitución fue débil, por no decir inexistente.121 Se trata de un caso, en definitiva, de invención de la tradición.122
Esta fórmula pareció cobrar fuerza a medida que el federalismo desaparecía del horizonte de posibilidades (un federalismo solo defendido de manera constante por la coalición Izquierda Unida, que ha rescatado parte del legado del PCE, y por buena parte de los nacionalismos periféricos). Pero no hay que olvidar que, a pesar de estar presente en los debates constitucionales, no figura en el redactado de esta, lo cual añade a su ambigüedad básica su posible irrelevancia jurídica.
Otra respuesta (en parte tal vez compatible con la idea de la nación de naciones) ha sido la articulada en torno a la fórmula del «patriotismo constitucional», popularizada por Jürgen Habermas como propuesta para Alemania.123 Impulsada originalmente por prominentes figuras del PSOE (como el presidente del Senado Juan José Laborda en 1992), se presentó explícitamente como enemiga de cualquier lectura nacionalista (por supuesto española, y en las antípodas del nacionalismo «cultural» de las periferias).124 Posteriormente, el PP, en su XIV Congreso de 2002, en una ponencia firmada por María San Gil y Josep Piqué, elaboraría su propia versión de este, enfatizando la dimensión de defensa de la unidad nacional y el ataque a las demandas de los nacionalismos alternativos. La modernidad de su lenguaje, sin embargo, descolocó tanto a los sectores más conservadores como al PSOE. En el fondo, sin embargo, tal vez sea una prueba de que es un discurso «patriótico» que la izquierda y la derecha españolas pueden compartir.125 En consonancia, desde las culturas políticas del nacionalismo catalán o vasco, o de cualquier nacionalismo alternativo, el patriotismo constitucional se ha interpretado como una simple reformulación del nacionalismo español.
En definitiva, el tema de fondo es si la Constitución de 1978 está libre o no de carga nacionalista y permite este tipo de lecturas teóricamente alejadas (al menos en la lectura impulsada por el PSOE) de una definición normativa de la nación con contenido cultural. Sin embargo, el artículo segundo de la Constitución parece apostar claramente por una definición nacional única, que además es considerada preexistente a la propia constitución, mientras que las demás realidades identitarias (estructuradas en el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones) resultan subsidiarias.126 En este sentido, no hay que olvidar que ya en febrero de 1981 (aunque a propósito de materia de administración local) el Tribunal Constitucional sentenció que «autonomía no es soberanía[…] en ningún caso el principio de autonomía puede oponerse al de unidad», remitiendo precisamente al artículo segundo.127
En mi opinión, un problema de fondo es que el patriotismo constitucional se sustenta sobre un modelo teórico que distingue entre la nación «cívica» o «política» pura frente a la «cultural», que ha sido objeto de numerosas críticas por parte de la historiografía de estudio de las naciones y los nacionalismos. Difícilmente podría concluirse que la Constitución de 1978 está exenta de estos contenidos culturales, como prueba su premisa lingüística (asimétrica simbólicamente y de facto) de la obligación de todos los españoles de conocer el español, pero no las demás lenguas españolas.128 De hecho, más allá de los ámbitos autonómicos, el Estado no asume ninguna responsabilidad en la protección o fomento de las demás lenguas, solo un vago «respeto» (el Instituto Cervantes es un ejemplo de las dificultades en este sentido).129 Cabe recordar que no se trata de olvido alguno, pues una enmienda presentada por Socialistes de Catalunya en el Pleno del Congreso el 5 de julio de 1978, que habría incluido que «los poderes públicos pondrán los medios para que todos los residentes en los territorios autónomos conozcan la lengua respectiva y garantizarán el derecho a usarla», fue rechazada.130
Además, cabe plantearse si lo que ha estado en juego en el debate sobre el patriotismo constitucional no es sino la existencia de una «cultura política nacional» común. En este sentido, parece que no se trataría solo de la aceptación de la Constitución (puesto que esto es algo que, aunque en grados distintos, ya comparten PSOE, PP e IU) frente a los cuestionamientos (así por parte del nacionalismo vasco, al menos de manera simbólica), sino de compartir una lectura de la idea de nación. Tal vez simplemente ello no sea posible, pues la definición de la idea de nación en España es y debe ser objeto de pugna pues las distintas culturas políticas trasladan sobre ella anhelos y aspiraciones (así como temores) que no pueden ser clausurados.
EPÍLOGO: DE IMPLÍCITOS Y EXPLÍCITOS
¿Cuántos implícitos hubo en la redacción de la Constitución española? ¿Cuántos reconocimientos previos de lo que nunca apareció en su redactado? Sin duda, la preexistencia de España, de la nación española. Pero también de los «derechos históricos» (o sus efectos fiscales al menos) de la Generalitat de Cataluña o de la Monarquía, por ejemplo. Todos ellos fueron refundados en la propia Constitución, pero no por ello fueron menos previos. Nacionalidades fue la manera de denominar a unas naciones sin Estado –y en concreto Cataluña y el País Vasco– (y que a efectos constitucionales debían seguir siendo sin Estado, excepto el español) necesariamente preexistentes (como la propia nación española), pues en caso contrario no tendría sentido su uso y su distinción respecto a la región (aunque esta pudiese ser igualmente preexistente, por cierto). Pero se optó por no plasmar este hecho, por ello la Constitución no es plurinacional. ¿O sí lo es? ¿Fueron o no fundantes de la legitimidad constitucional? ¿Acaso el reconocimiento de la autonomía en la primera redacción del artículo segundo no significaba exactamente eso?
La resolución de la cuestión española en la Constitución estuvo marcada por la coyuntura del proceso constituyente y es absurdo pretender minimizar este hecho. La búsqueda de la estabilidad institucional de un proceso efectivo de democratización, en medio de una tormenta de amenazas antidemocráticas, explica, sin ningún género de dudas, su desarrollo. Pero no puede ser una hipoteca y menos aún una coartada para cerrar nada de lo que quedó, necesariamente, abierto, en construcción.
La izquierda española y los nacionalismos periféricos entraron en la carretera constitucional con unas propuestas de federalización más o menos claras que solo se cumplieron en parte y no de manera explícita. La derecha española (excepto la no democrática) consiguió a bout de souffle frenar aquel impulso y canalizó un modelo de descentralización, eso sí, más profundo de lo que nunca creyó conceder. Pero la «insoslayable unidad» se salvó. ¿Qué efectos va a tener primar ese horizonte como ultima ratio de cara al futuro, al presente?
En el verano de 1979, mientras se debatía la aprobación del Estatuto de Cataluña, el portavoz socialista, Alfonso Guerra, dijo: «estamos dando un paso importante para la concreción, la realización de Cataluña como una identidad nacional», y aludió abiertamente a la «necesaria aspiración de identidad nacional de los catalanes».131 Unas palabras que, ciertamente, no ha vuelto a repetir en años posteriores.
*El autor participa en el proyecto HAR20011-27392 del Ministerio de Economía y Competitividad.
1Defender que el principal obstáculo para el federalismo en España es la actuación de los nacionalismos catalán y vasco es una afirmación históricamente indefendible. Véase, sin embargo, A. Elorza: «El laberinto nacional», Claves de Razón práctica, 230, 2013, pp. 8-19.
2S. Juliá: Historias de las dos Españas, Madrid, Taurus, 2004, p. 462.
3L. García, I. Grande: L’invent de l’espanyolitat, Fundació Catalunya Estat, Barcelona, 2012.
4L. Moreno: La federalización de España, Madrid, Siglo XXI, 1997, pp. 125 y ss. F. Moral: Identidad regional y nacionalismo en el Estado de las autonomías, Madrid, CIS, 1998, pp. 45-54.
5Véase el capítulo de Klaus-Jürgen Nagel en este mismo volumen.
6F. J. Llera: «Las identidades», en S. del Campo, J. F. Tezanos (dirs.): España siglo XXI, vol. 2. La política, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008, pp. 678-679.
7F. Archilés: «Melancólico bucle. Narrativas de la nación fracasada e historiografía española contemporánea», en I. Saz, F. Archilés (eds.): Estudios sobre nacionalismo y nación en la España contemporánea, Zaragoza, Publicaciones Universitarias de Zaragoza, 2011, pp. 245-330.
8Véanse algunos de los ácidos escritos de la década de los sesenta y setenta de J. Fuster: Contra el nacionalisme espanyol (a cura de J. Pérez Muntaner), Barcelona, Curial, 1994.
9Una nación que coincide, cabe añadir, con los límites de un Estado heredado aunque ha expulsado al olvido el alcance territorial del pasado colonial.
10X-M. Núñez Seixas: Patriotas y demócratas. Sobre el discurso nacionalista español después de Franco (1975-2005), Madrid, La Catarata, 2010, pp. 15-16.
11Ibíd., pp. 18-19.
12Al menos parcialmente en el sentido del concepto acuñado por M. Billig: Banal Nationalism, Londres, Sage, 1995.
13J. Muñoz: La construcción política de la identidad española ¿del nacionalcatolicismo al patriotismo democrático?, Madrid, CIS, 2013, pp. 44-50.
14R. Martín Villa: Al servicio del Estado, Barcelona, Planeta, 1984, pp. 175 y ss.
15S. del Campo, M. Navarro, J. F. Tezanos: La cuestión regional española, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1977.
16R. Ninyoles: Cuatro idiomas para un Estado, Madrid, Cambio 16, 1977. Hacia 1976, solo un 56% de la población (por tanto incluyendo los territorios con lengua propia) se mostraba favorable a la cooficialidad de las demás lenguas con el español. Véase, J. Jiménez Blanco et al.: La conciencia regional en España, Madrid, CIS, 1977, p. 67.
17J. J. Linz: El sistema de partidos en España, Madrid, Narcea, 1974, p. 196.
18J. de Esteban, L. López Guerra: La crisis del Estado franquista, Madrid, Labor, 1977, pp. 133-135.
19D. McCrone: The sociology of nationalism, Londres, Routledge, 1998.
20A. de Blas Guerrero: «El problema nacional-regional español en la Transición», en J. F. Tezanos, R. Cotarelo, A. de Blas Guerrero (eds.): La transición democrática española, Madrid, Sistema, 1989, pp. 587-609. Más matizado en A. Quiroga: «Coyunturas críticas. La izquierda y la idea de España durante la Transición», Historia del presente, 13, 2009, pp. 21-40.
21C. Molinero: «La oposición al franquismo y la cuestión nacional», en J. Moreno Luzón (ed.): Izquierdas y nacionalismos en la España contemporánea, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 2011, pp. 235-256.
22En la voz correspondiente a Independencia se definía explícitamente que «Este término se puede entender en dos sentidos. Primero como creación de Estados independientes para resolver el problema de las nacionalidades y regiones en España. Este sentido equivale al de separatismo y, como tal, es rechazado por los comunistas españoles». J. Solé Tura: Diccionario del Comunismo, Madrid, Dopesa, 1977, pp. 7-8, 47.
23D. Ibarruri: España, estado multinacional, París, Editions Socials, 1971, pp. 13-19.
24D. Balaguer: L’esquerra agònica. Records i reflexions, Catarroja, Afers, 2009, p. 143.
25S. Carrillo, «La lluita del proletariat per la direcció del moviment nacional», Nous Horitzons, 1962 (2), pp. 4-22, citas de las pp. 4-5, 16. Más sobre su oposición a cualquier posición separatista en las pp. 18-19. El texto es la versión catalana revisada y ampliada de la intervención de Carrillo ante el comité del PSUC en 1958.
26La equiparación entre el concepto de nación y el de «nacionalidad» la encontramos también en Anselmo Carretero, que lo había estado usando desde los años cuarenta, en el marco de una tradición netamente federalista.
27J. Solé Tura: «Historiografía y nacionalismo. Consideraciones sobre el concepto de la nación», publicado en Boletín Informativo de la Fundación March, 42, 1975, recopilado en Juan José Carreras et al.: Once ensayos sobre la historia, Madrid, Fundación Juan March, 1976, p. 102.
28J. Solé Tura, «La qüestió de l’Estat i el concepte de nacionalitat», Taula de canvi, 1, 1976, p. 18.
29S. Carrillo: «Informe de Santiago Carrillo al pleno del Comité Central. Roma, Julio, 1976», en D. Ibarruri, S. Carrillo y otros: La propuesta comunista, Barcelona, Laia, 1977, citas de pp. 258-261.
30S. Juliá: «Nación, nacionalidades y regiones en la transición política a la democracia», en J. Moreno (ed.): Izquierda y nacionalismos en la España contemporánea, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 2011, pp. 262 y ss. A. de Blas Guerrero: «El problema nacional-regional español en los programas del PSOE y del PCE», Revista de Estudios Políticos, 4, 1978, pp. 155-170.
31Pero no en los partidos agrupados en la Federación de Partidos Socialistas, mucho más fuertemente territorializada. Véase, E. Barón: Federación de Partidos Socialistas, Barcelona, Avance, 1976, pp. 51-54.
32F. Bobillo: PSP. Partido Socialista Popular, Barcelona, Avance, 1976, p. 57. Ni una sola referencia al tema en E. Tierno Galván: España y el socialismo, Madrid, Tucar, 1976.
33Por un socialismo responsable (El Partido Socialista Popular ante el futuro español), Madrid, Túcar, 1977, p. 72.
34Equipo de Documentación Política: La oposición española. Documentos secretos, Madrid, Sedmay ediciones, 1976, p. 23.
35P. Calvo Hernando: Juan Carlos, escucha, Madrid, Ultramar, 1976, p. 54.
36Ibíd., pp. 284-285, 291-296.
37El País, 5-1-1977.
38Los avatares de esta reunión en J. Pujol: «Ruptura, reforma y negociación (II)», El Correo Catalán 14-12-1976, en J. Pujol: Notícia del Present. Articles a premsa, 1947-2013, Barcelona, RBA, 2013 pp. 531-538.
39J. Satrustegui: «Nacionalidades y regiones», El País, 24-1-1978. En marzo de 1977 el jurista Jorge de Esteban redactó a propuesta del PSOE, PNV e Izquierda Democrática un proyecto de bases constitucionales que proponía un «Estado federal, basado en una comunidad integral de pueblos» y que precisaba en trece el número de los «Estados regionales». Destaca la presencia de dos Andalucías, Oriental y Occidental, León y Vasconia. Véase A. J. Sánchez Navarro: La Transición española en sus documentos, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, p. 472.
40Sobre la discusión del borrador, así como la primera versión que incluía: «El Gobierno reconoce el hecho regional y la diversidad de pueblos que constituyen la nación española», A. Osorio: Trayectoria política de un ministro de la Corona, Barcelona, Planeta, 1980, pp. 158 y 151.
41F. Archilés: «El “Olvido” de España. Izquierda y nacionalismo español en la Transición democrática: el caso del PCE», Historia del presente, 14, 2009, pp. 103-122.
42J. Solé Tura: Los comunistas y la Constitución, Madrid, Forma ediciones, 1978, pp. 32, 40.
43M. Penella: Los orígenes y la evolución del Partido Popular. Una historia de AP, 2 vols., Valladolid, Caja Duero, 2005.
44C. Garrido López: «El regionalismo “funcional” del régimen de Franco», Revista de Estudios Políticos, 115, 2002, pp. 111-127.
45Véase Tácito, Madrid, Centro de Estudios Comunitarios, 1975, pp. 26 -27 y «La Unidad nacional y el problema regional», en pp. 65-68.
46Libro Blanco para la reforma política, Madrid, GODSA, 1976, pp. 31-47.
47J. M. Otero Novas: Asalto al Estado. España debe subsistir, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005, pp. 204 y ss.
48T. R. Fernández (dir.): Las autonomías regionales I, Madrid, Presidencia del Gobierno, 1977. Sin datarlo, y defendido por Sánchez Terán, Clavero Arévalo señaló que llegó a votarse ante el grupo parlamentario de UCD una propuesta que diferenciaba Cataluña, Galicia y Euskadi de un régimen general para el resto. Véase M. Clavero: España, desde el centralismo a las autonomías, Barcelona, Planeta, 1983, p. 104.
49Es significativa la diferencia entre las propuestas de ciertos democratacristianos, como la que encabezó Fernando Álvarez de Miranda, que pasó de defender el Estado federal en el marco del acuerdo con fuerzas como UDC a defender solo un Estado multirregional, cuando se creó el Partido Demócrata Cristiano, que se integró en UCD. Véase F. Álvarez de Miranda: Del «contubernio» al Consenso, Barcelona, Planeta, 1985, pp. 80-81, 122-123.
50E. García de Enterría: «El problema regional», El País, 21-26 de septiembre de 1976.
51V. Bogdanor: Devolution in the United Kingdom, Oxford, Oxford University Press, 1999, pp. 170-177. J. Mitchell: Devolution in the UK, Manchester, Manchester University Press, 2009.
52Prueba de las imprecisiones del Gobierno Suárez, el Real Decreto-Ley que aprobaba el restablecimiento de la Generalitat fechado el 29 de septiembre de 1977 manifestaba que: «La institucionalización de las regiones ha de basarse principalmente en el principio de solidaridad entre todos los pueblos de España, cuya indiscutible unidad debe fortalecerse con el reconocimiento de la capacidad de autogobierno en las materias que determine la Constitución». Véase A. J. Sánchez Navarro: La Transición española…, op. cit., p. 639.
53D. Sánchez Cornejo: «La Unión de Centro Democrático y la idea de España: la problemática reelaboración de un discurso nacionalista para la España democrática», Historia del Presente, 13, 2009, pp. 7-20.
54E. Attard: La constitución por dentro, Barcelona, Argos Vergara, 1983, pp. 77-80.
55UCD: Documento ideológico de UCD, Madrid, Unión de Centro Democrático, 1978, p. 17.
56A. Lamelas: La Transición en abril. Biografía política de Fernando Abril Martorell, Barcelona, Ariel, 2004, p. 218.
57M. Herrero de Miñón: Memorias de Estío, Madrid, Temas de Hoy, 1993, p. 149.
58J. Solé Tura: Nacionalidades y nacionalismos en España. Autonomía, federalismo, autodeterminación, Madrid, Alianza Editorial, 1985, p. 89.
59J. L. Meilán Gil: Escritos sobre la Transición política española, Madrid, Ediciones Mayler, 1979, p. 278. Se trata de un artículo, «Las autonomías en borrador», publicado el 3-1-1978 en ABC.
60G. Peces Barba: La elaboración de la Constitución de 1978, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1988, pp. 73, 131. El acuerdo con UCD sobre el título VIII, en pp. 190-191.
61Creo que es también el caso de Jordi Solé Tura. Su defensa de un sistema general de autonomías en J. Solé Tura: «La constitucionalización de las autonomías», en Club Siglo XXI: Constitución. Economía y regiones, Madrid, Ibérico de Ediciones, 1978, pp. 307-327. En enero de 1978 informó a su partido globalmente de manera positiva sobre el título VIII. Véase J. Solé Tura: Los Comunistas y la Constitución…, op. cit., p. 97.
62M. Roca Junyent: «Una primera aproximación al debate Constitucional», en G. Peces Barba et al.: La izquierda y la Constitución, Barcelona, Edicions Taula de Canvi, 1978, pp. 43-44
63M. Herrero de Miñón: Memorias de estío…, op. cit, pp. 153 y ss.
64El grupo encargado de redactar el título VIII estuvo compuesto por Miquel Roca, Eduardo Martín Toval, Marcos Vizcaya, Jordi Solé Tura y José Luis Meilán. Véase la reconstrucción en S. Gallego-Díaz, B. de la Cuadra: Crónica secreta de la Constitución, Madrid, Tecnos, 1989, pp. 68 y ss.
65El testimonio, no necesariamente coincidente, de dos de los participantes en J. L. Meilán: La construcción del Estado de las Autonomías. Un testimonio personal, A Coruña, Fundación Caixa Galicia, 2012, pp. 55-59; J. Solé Tura: Nacionalidades y nacionalismos en España. Autonomía, federalismo, autodeterminación, Madrid, Alianza Editorial, 1985, pp. 106 y ss. La caracterización de «tumultuoso» en p. 207.
66Óscar Alzaga: La Constitución española de 1978 (comentario sistemático), Madrid, Ed. del Foro, 1978, pp. 819-825, 878-880.
67Véase UCD: La solución a un reto. Tesis para una sociedad democrática occidental, Madrid, Unión Editorial, 1979, p. 168.
68J. L. Meilán: La Construcción…, op. cit., p. 58. Manuel Clavero señala, en fin, que la redacción del artículo 151 fue obra suya y de Miguel Herrero así como fijar un umbral del 40% en el referéndum. M. Clavero Arévalo: España, desde el centralismo a las autonomías, Barcelona, Planeta, 1983, p. 104.
69J. Solé Tura: Nacionalidades y nacionalismos…, op. cit., p. 110.
70X. Bastida: La nación española y el nacionalismo constitucional, Barcelona, Ariel, 1998. En otro sentido, F. Domínguez García: Más allá de la nación. La idea de España como nación de naciones, Barcelona, Fundación Ramon Campalans, 2006, pp. 47-69.
71En su informe al PCE el ponente Solé Tura valoraba muy positivamente la primera redacción ya que: «A partir de ese artículo 2.º se abre pues el camino para entender políticamente de otra manera la unidad de España. España es un conjunto de pueblos, un conjunto de nacionalidades y regiones y esas nacionalidades y regiones tienen un derecho que la Constitución no crea, sino que reconoce a la autonomía». Véase J. Solé Tura: Los comunitas y la Constitución…, op. cit., p. 76.
72Testimonio de la complejidad de la inclusión del término nacionalidades, J. Solé Tura: Nacionalidades y nacionalismos…, op. cit., pp. 92-100.
73J. Somoano: ¿Qué ha pasado con la Constitución? 25 aniversario. Hablan los padres de la Carta Magna, Madrid, Maeva, 2003, p. 44.
74F. Domínguez García: Más allá de la nación…, op. cit., pp. 85-92.
75J. de Santiago Güervos: El léxico político de la Transición española, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1992, pp. 205 y ss. G. Peces Barba: La elaboración…, op. cit., pp. 239-241.
76La expresión es de la defensa del primer borrador por M. Herrero de Miñón: Una Constitución de todos los españoles, Madrid, Secretaría de Información de UCD, 1978, p. 11.
77Lo reconoce explícitamente Óscar Alzaga: La Constitución española de 1978 (comentario sistemático), Madrid, Ed. del Foro, 1978, p. 843. El caso de Navarra, por su parte, fue otro caballo de batalla, al quedar abierta su incorporación al resto de los territorios forales vascos por la disposición transitoria cuarta. Ello ha convertido al caso navarro, por cierto, en una doblemente asimétrica singularidad constitucional. A. Baraibar Etxebarrí: Extraño federalismo. La vía navarra a la democracia (1973-1982), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2004.
78Vicent Flor: Ofrenar noves glories a Espanya: anticatalanisme i identitat valenciana, Catarroja, Afers, 2011.
79S. Gallego-Díaz, B. de la Cuadra: Crónica secreta…, op. cit., p. 107.
80M. Fraga: La crisis del Estado español, Barcelona, Planeta, 1978, p. 174.
81Asimismo L. López-Rodó: Las autonomías, encrucijada de España, Madrid, Aguilar, 1980.
82El limitado alcance (con la excepción parcial de Cataluña) de estas políticas lingüísticas en el periodo en M. Siguán: España plurilingüe, Madrid, Alianza, 1992, pp. 279 y ss.
83G. Elorriaga, La batalla de las autonomías, Madrid, Azara, 1983, p. 344.
84J. J. Solozabal: «El Estado autonómico: actualidad y perspectivas», en S. del Campo; J. F. Tezanos (dirs.): España siglo XXI, vol. 2, La Política, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008, pp. 289-291.
85P. Cruz Villalón: «La estructura del Estado o la curiosidad del jurista persa», en Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, 4, 1981 pp. 53-63.
86Véase J. Pérez Royo: «Desarrollo y evolución del Estado autonómico: el proceso estatuyente y el consenso constitucional», en A. Hernández (coord.): El funcionamiento del Estado Autonómico, Madrid, Ministerio de Administraciones Públicas, 1999, cita de pp. 55-56.
87J. Burgueño: Geografía política de la España Constitucional. La división provincial, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1996, pp. 284-288.
88Aunque el ministro distinguía generalización de uniformización, ya que en su opinión serían los estatutos específicos los que marcaran las diferencias. M. Clavero Arévalo: La España de las Autonomías, Madrid, s. n., 1978, pp. 63 y ss.
89La decisiva importancia de la acción de Clavero, en el seno de una UCD que carecía de una opción firme sobre la materia, ha sido destacada por M. Herrero de Miñón: «La gestación del sistema autonómico español: claves del sistema constituyente», Revista Vasca de Administración Pública, 36 (II), 1993, pp. 42-44. Las diferencias de este autor con Clavero, en M. Herrero de Miñón: Memorias de estío…, op. cit., pp. 149-151.
90Dejo al margen de estas reflexiones la contribución nada equilibrada de los medios de comunicación controlados por el Gobierno, como por ejemplo TVE. Una matizada aunque discutible reflexión en M. Palacio: La televisión durante la Transición española, Madrid, Cátedra, 2013, pp. 107 y ss.
91C. Castro: Relato electoral de España (1977-2007), Barcelona, Institut de Ciències Polítiques i Socials, 2001, pp. 31-46.
92A. Soto: «El sistema electoral ¿Una decisión neutral?», en Rafael Quirosa-Cheyrouze (ed.): Los partidos en la Transición. Las organizaciones políticas en la construcción de la democracia española, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013, pp. 49-64.
93Es uno de los elementos que señala en el carácter «atípico» del proceso constituyente J. de Esteban: «El proceso constituyente español, 1977-1978», en J. F. Tezanos, R. Cotarelo, A. de Blas Guerrero: La Transición democrática…, op. cit., pp. 278-280.
94El mínimo de senadores por provincia se había aprobado con la Ley de Reforma Política. En otro sentido, resulta relevante que los senadores de designación real raramente dieron apoyo ni a las propuestas de la izquierda ni a las de los nacionalistas respecto a las cuestiones nacionales. Véase D. Sánchez Cornejo: «Los senadores reales y el debate sobre la organización territorial del Estado en los trabajos parlamentarios de la Constitución de 1978», La transición a la democracia en España, Guadalajara, 2004 (ed. CD-ROM).
95V. Tamayo Salaverría: Génesis del Estatuito de Gernika, Bilbao, Instituto Vasco de la Administración pública, 1991. J. Cocuera: Política y Derecho. La construcción de la autonomía vasca, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991. Leyre Arrieta: «Por los derechos del pueblo vasco. El PNV en la Transición (1975-1980)», Historia del Presente, 19, 2012, pp. 39-52.
96Por ejemplo, Antonio Fontán (en contraste con las propuestas de Clavero, por ejemplo) habría propuesto restaurar los estatutos republicanos para frenar el proceso generalizador, y el fracaso de su propuesta habría influido en su dimisión. R. Martín Villa: Al servicio…, op. cit., p. 188.
97Según el que fuera secretario de esta comisión, no recibieron instrucción alguna ni del Gobierno ni de la oposición en su labor. Véase S. Muñoz Machado: Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo, Barcelona, Crítica, 2012, pp. 41-42.
98Es verdaderamente revelador que en la reunión convocada por el Rey el día 24 de febrero fueran excluidos CIU y el PNV.
99Véase una suerte de balance en este sentido en las páginas que dedica a la cuestión territorial, J. L. Cebrián: La españa que bosteza. Apuntes para una historia crítica de la Transición, Madrid, Taurus, 1980, pp. 53 y ss. De manera un tanto desmemoriada, unos años más tarde este mismo autor señalaría que «Un estado de signo federal –rechazado al principio de la transición por los militares y temido por numerosas fuerzas políticas– hubiera sido posiblemente una solución más pragmática que la del actual estado autonómico». Cf. J. L. Cebrián: El tamaño del elefante, Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 22.
100L. Calvo Sotelo: Memoria viva de la transición, Barcelona, Plaza & Janés, 1990, pp. 104 y ss.
101Véase, R. Martín Villa: Al servicio…, op. cit., pp. 183 y ss. De hecho en los documentos del primer congreso de UCD, de octubre de 1978, ya se apostaba por la generalización del sistema. Véase UCD: La solución a un reto…, op. cit., pp. 171-172.
102R. Martín Villa: Al servicio…, op. cit., p. 192.
103Con todo, el informe de expertos había indicado que «La generalización de las autonomías territoriales no implica la total uniformidad del sistema de manera que unas Comunidades sean idénticas a las demás, en cuanto a sus instituciones y poderes». Véase E. García de Enterría y otros: Informe de la Comisión de Expertos sobre Autonomías, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1981, p. 18.
104Miguel Herrero de Miñón: «La gestación del sistema autonómico…», op. cit., pp. 29-30.
105El País, 4-8-1981, citado por P. Lo Cascio: Nacionalisme i autogovern: Catalunya, 1980-2003, Catarroja, Afers, 2008, p. 134.
106V. Prego: Leopoldo Calvo Sotelo. Un presidente de transición (1981-1982), Madrid, Unidad Editorial, 2002, p. 67.
107Otra cosa es si ello debe ser calificado de «foundational asymmetrical federal system», como señalan R. Máiz, A. Losada: «The Erosion of Regional Powers in the Spanish State of the Autonomies», en F. Requejo, K-J. Nagel ( eds.): Federalism beyond federation. Assymetry and Proceses of Resymetrisation in Europe, Farnham, Ashgate, 2011, pp. 81-107.
108Cabría añadir el posible desarrollo de formas del derecho privado, como en Aragón.
109E. Aja: El Estado autonómico. Federalismo y hechos diferenciales, Madrid, Alianza, 1999. Una interpretación sensiblemente distinta en E. Aja: Estado autonómico y reforma federal, Madrid, Alianza, 2014.
110Además «ese derecho previo se podía entender como una dimensión de una soberanía previa inexistente». Véase G. Peces Barba: La elaboración de la Constitución…, op. cit., pp. 48, 90. Jordi Solé Tura, sin embargo, resalta que el derecho de las comunidades a la autonomía sería previo a la propia Constitución, no otorgado. Véase J. Solé Tura: Nacionalidades y nacionalismos…, op. cit., p. 101.
111STC 76/1988, citada por J. J. Solozabal: «Las naciones de España», en A. Morales, J. P. Fusi, A. de Blas (dirs.): Historia de la nación y del nacionalismo español, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2013, p. 923.
112Estatuto de Autonomía de Cataluña. Trabajos Parlamentarios, Madrid, Publicaciones del Congreso de Diputados, Madrid, 1985, pp. 4, 28, 166.
113Alianza Popular, que participó en la redacción de los acuerdos, no los votó por razones tácticas. Pero en realidad su posición era la de defenderlos y posibilitar un cierre del proceso. Véase Alianza Popular: Soluciones para una década. Libro Blanco de Alianza Popular, t. 1, Madrid, Alinza Popular, 1982, pp. 133 y ss.
114El País, 12-12-1982. Para el tono nacionalista (y la huella orteguiana) del socialismo español de los años ochenta, Ch. T. Powell: España en democracia, 1975-2000, Barcelona, Plaza y Janés, 2001, pp. 336-337. Un balance general en L. Carchidi: «Uso pubblico dell’idea di nazione orteghiana. Le letture del Venticinquennio», en Alfonso Botti (ed.): Le patrie degli Spagnoli. Spagna democrática e questioni nazionali (1975-2008), Milán, Bruno Mondadori, 2007, pp. 306-327.
115El texto de 1985, A. Guerra: «El socialismo y la España vertebrada», en J. F. Tezanos, R. Cotarelo, A. de Blas Guerrero: La transición democrática…, op. cit., pp. 785-805.
116Véanse las opiniones de los primeros presidentes autonómicos socialistas en A. Aradilas: El reto de las autonomías, Barcelona, Plaza y Janés, 1987.
117L. Moreno: La federalización de España. Poder político y territorio, Madrid, Siglo XXI, 1997, pp. 103-104. Entre otras cosas porque no en todos los casos la Constitución desgrana el deslinde de competencias. Sobre esta diversidad E. Argullol (dir.): Federalismo y autonomía, Barcelona, Ariel, 2004.
118F. Savater: «Autopsia», El País, 12-4-2004.
119K-J. Nagel, F. Requejo: «El debate sobre la relación entre centro y autonomías en España», en W. L. Bernecker, G. Mailhold (eds.): España: del consenso a la polarización. Cambios en la democracia española, Madrid-Frankfurt, Iberoamericana-Vervuert, 2005, pp. 265-296.
120Una defensa en F. Domínguez García: Más allá de la nación…, op. cit.
121A. Geniola: «El hilo enredado de las nacionalidades. Las Españas de Anselmo Carretero entre el exilio y la Transición», en A. Barrio et al. (coord.): Nuevos horizontes del Pasado, Santander, Universidad de Cantabria, 2011 (ed. CD-ROM).
122En 1992 Jordi Solé Tura recordaría el impacto que le produjo la obra de Carretero y destacaría su aportación a un nuevo federalismo similar al que él defendió y plasmado en la Constitución. Véase Jordi Solé Tura: «Anselmo Carretero y el nuevo federalismo», en A. Carretero: Los pueblos de España, Barcelona, Editorial Hacer, 1992, pp. 7-13. Con todo, esta parece una reconstrucción a posteriori, un tanto discutible. Por ejemplo no aparece citado en su trabajo de 1985, J. Solé Tura: Nacionalidades y nacionalismos…, op. cit.
123Una genealogía nás completa en J-W. Müller: Constitutional Patriotism, Princeton-Oxford, Princeton University Press, 2007, pp. 15-45.
124S. Balfour, A. Quiroga: España reinventada, Barcelona, Península, 2007, pp. 167 y ss.
125Sobre las metamorfosis del discurso sobre la patria y el nacionalismo español, I. Saz: «Visiones de patria entre la dictadura y la democracia», en I. Saz, F. Archilés (eds.): La nación de los españoles. Discursos y prácticas del nacionalismo español en época contemporánea, Valencia, PUV, 2011, pp. 261-279.
126X. Bastida: La nación española…, op. cit. La caracterización de nacionalista pero en el marco de un patriotismo constitucional en J. J. Solozabal: «Nación y Constitución», en Fernando Quesada (ed.): Pluralismo y ciudadanía, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003, pp. 161-184. No usa el adjetivo nacionalista sin embargo en J. J. Solozabal: «Las naciones de España», op. cit.
127F. Tomás y Valiente: «El desarrollo autonómico a través del Tribunal Constitucional», Historia 16, 200, 1992, pp. 32-43.
128M. Alcaraz: El pluralismo lingüístico en la Constitución Española, Madrid, Congreso de los Diputados, 1999. Véase además la STC 82/1986.
129O. Alzaga: La constitución…, op. cit., p. 111. En caso de no figurar en un Estatuto (como es el caso del bereber en Melilla, el leonés o el catalán en Aragón), estas lenguas pueden quedar en una situación muy precaria.
130S. Gallego, B. de la Cuadra: Crónica secreta…, op. cit., p. 105.
131Estatuto de Autonomía de Cataluña…, op. cit., p. 166.