EVOLUCIONES E INVOLUCIONES. LA IDEA DE ESPAÑA EN DICTADURA Y EN DEMOCRACIA
Ismael Saz
Universitat de València
Se habla en este texto de evoluciones e involuciones: evoluciones, como es obvio, respecto de esa dictadura nacionalista españolista que fue el franquismo; involuciones respecto del desarrollo de la actual democracia parlamentaria. Incluso en un sentido muy específico, que desarrollaremos más adelante, podría hablarse de una cierta involución a lo largo de las últimas décadas de la idea de España respecto de ciertas retóricas, usos y prácticas presentes en y contra el franquismo.
A tal efecto, partimos de dos hipótesis que intentaremos verificar en nuestra exposición. En primer lugar, que la Constitución española de 1978 es un empate entre las fuerzas que venían del franquismo, reformista o no, pero que aceptan la democracia y unas fuerzas políticas, las del antifranquismo, que habían protagonizado la lucha por la democracia y la España plural. De ahí el carácter rocambolesco de una Constitución absolutamente contradictoria, pero por ello mismo abierta. Por una parte, el célebre artículo 2.º se formulaba como lo más lejano que cabe imaginar respecto de una concepción cívica de la nación: era «la indisoluble unidad de la nación española (la) patria común e indivisible de todos los españoles» la que fundamentaba la Constitución y no al revés, como cabría esperar de un enunciado democrático. Por otra parte, sin embargo, la introducción del término «nacionalidades» evocaba, se quisiera o no, el espíritu, que no la letra, de la autodeterminación. Más aún, la distinción entra nacionalidades y regiones remitía, como se haría en el título VIII, a una configuración asimétrica de la España autonómica que se iba pergeñando.1 En suma, este carácter contradictorio-abierto podría derivar tanto en una dirección que desarrollase todas las potencialidades en sentido federal y plural, como en la antitética, consistente en considerar que con lo allí establecido se había alcanzado el máximo de lo tolerable y que, por ende, se trataba de sacralizar la Constitución, convirtiéndola en un artefacto más predispuesto a eventuales recentralizaciones que a ulteriores desarrollos de la España plural.2
En segundo lugar, consideramos que el actual problema del separatismo, soberanismo o independentismo catalán nos remite a una situación que es, en última instancia, en la que hemos estado (casi) siempre, como es que el problema de España es, ha sido, fundamentalmente Cataluña. No solo porque esta región-nacionalidad ha estado siempre en la vanguardia de todo impulso descentralizador, sino porque, por acción y reacción, explícita o implícitamente, así ha sido considerado, en los diversos momentos y circunstancias, por quienes se han planteado a lo largo de más de cien años el problema de España, el problema de la unidad española. A estas cuestiones en su desarrollo histórico está dedicado este trabajo.
UN RECORRIDO POR LA HISTORIA (HASTA 1936)
Es sabido, y no insistiremos excesivamente en ello, que la eclosión del nacionalismo/regionalismo catalán es plenamente contemporánea de la profunda rearticulación que experimenta el nacionalismo español en torno a la crisis finisecular: son dos monedas similares y, al mismo tiempo, las dos caras de una misma moneda. Tienen aspectos comunes, en especial la dialéctica de la decadencia-regeneración, la deriva historicista-etnicista, el alejamiento de la vieja identificación liberal entre patria y libertad como fundamento de la fortaleza de la nación. Por supuesto, en la complejidad intrínseca de cada uno de ellos, tienen aspectos diferentes, empezando por el fundamental, el relativo al encaje de Cataluña en España. Y, en fin, se condicionan mutuamente: el regionalismo catalán pudo autoconsiderarse, al tiempo que ser considerado, regeneracionismo español, y viceversa, el modo de situarse ante el «problema catalán» condicionará decisivamente la deriva del nacionalismo español a lo largo del siglo XX.
De todo esto nos hemos ocupado en otro momento.3 De lo que se trata ahora es de incidir, desde la perspectiva del nacionalismo español, que es el que aquí nos ocupa, en dos aspectos del problema: primero, que la centralidad del problema catalán tiene como uno de sus fundamentos que Cataluña es seguramente la región más avanzada de España en prácticamente todos los planos,4 y segundo, que de ahí deriva una aproximación profundamente contradictoria al problema catalán.
Esta circunstancia es plenamente apreciable en los regeneracionistas de todos los signos.
Así, Macías Picavea llamaba a Cataluña a asumir junto a Euskaria la guía y dirección de España, pero veía en la lengua castellana la prueba de la «superioridad de la raza que lo ha formado y lo usa».5 Unamuno, que creía ver un desierto en España del que solo se salvarían los catalanes, invitaría a estos a catalanizar España, aunque para ello debieran verter su espíritu al castellano.6 Admirador profundo de la cultura catalana, Menéndez y Pelayo hablaría en 1908 de una Barcelona destinada a ser «la cabeza y corazón de la España regenerada», aunque, eso sí, desde el rechazo a toda forma de catalanismo político.7
Menos propenso a reconocer las posibles aportaciones del otro catalán, el castellanocentrismo de Ortega lo era sin fisuras: «Castilla ha hecho España y Castilla la ha deshecho»; solo cabezas castellanas tendrían los «órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral».8 Por otra parte, Ortega consideraba que el separatismo distaba de constituir un mero capricho y apuntaba al particularismo –el del propio núcleo central y el secesionista– como el gran responsable del decaimiento de España. Y por ahí vendría otro de sus más importantes, aunque no más recordados, legados: la consideración de que había una relación directa entre la mengua de la «fuerza o capacidad de atracción del núcleo central» y la «reemergencia de las energías secesionistas».9 No fue el único, desde luego. Su visión de la España de las «grandes comarcas» (¿autonómica?) apuntaba a una descentralización puramente administrativa más orientada a liberar a la capital de la presión ruralista de las provincias que a la supuesta redención de estas.10 En los debates sobre el Estatuto de Cataluña dejó bien claro que había que blindar la cuestión de la soberanía, sin que se diese por este lado cesión alguna; apuntó a la autonomía como elemento de desactivación de cualquier pretensión catalanista;11 dio todo un recital de catalanofobia;12 mostró todas las preocupaciones posibles respecto de la enseñanza universitaria en catalán, y recalcó hasta la saciedad que el sentimiento de todos los españoles debía pesar más que el de los catalanes.13 En suma, autonomía como descentralización-recentralización, ningún reconocimiento (en positivo) del hecho nacional y blindaje sin fisuras de la cuestión de la soberanía.
No era este, desde luego, el caso de Azaña. Alejado de todo sentimiento hostil hacia Cataluña, fue capaz de denunciar el centralismo jacobino de los liberales decimonónicos, e incluso había llegado a asumir, bien que no como objetivo ideal, el principio de autodeterminación.14 Para Azaña, en cualquier caso, la respuesta al problema político que era el nacionalismo catalán debía ser política. Y de ahí su confianza en que el estatuto, como afirmación autonómica en el marco del Estado republicano integral, pudiera servir tanto para fortalecer al Estado republicano como para desactivar las pretensiones que hoy llamaríamos soberanistas.15
Los debates en torno al Estatuto de 1932 mostraron, en suma, todos los repertorios que se prolongarían hasta el presente. El de la tendencia a la exasperación sin límites, no en último lugar. Pero vinieron a redundar también en la centralidad del problema catalán. No es de extrañar por ello que la extrema derecha española, de cuyos planteamientos se iba a nutrir al cabo el franquismo, ensayara su propia gama de respuestas al efecto. Todos sus sectores coincidían en el más feroz de los antiautonomismos. Aunque lo hicieron con matices diversos. Entre los fascistas, un inefable Giménez Caballero llegó a abogar, desde presupuestos absolutamente historicistas, por una especie de imperio confederal español, lo que no le impediría acuñar, ya en la posguerra, aquella lúgubre frase referida a Cataluña de «la maté porque era mía».16 Ramiro Ledesma llegaría a admitir la posibilidad de una especie de república federal, aunque eso sí en «nombre de la eficacia del nuevo Estado», alejada de todos los «plañideros artificiosos de las regiones» y dispuesta a «administrar castigos implacables» a toda pretensión catalana de acceder a un régimen distinto del de las otras regiones.17 Si Ledesma seguía, extremándola, la senda de Ortega, Onésimo Redondo haría lo propio en relación con Menéndez y Pelayo. Así, se mostraba dispuesto a reconocer el «hecho diferencial» de Cataluña e incluso a aceptar que esta tenía «derechos históricos a una singular autonomía». Reconocía igualmente que Cataluña tenía razones para reivindicar fueros y libertades que le habían sido cercenados. Pero más allá y por encima de la Región estaba la Nación y esta era incuestionable. Ni era admisible ninguna forma de «nacionalismo separatista», ni Cataluña podía ser, en modo alguno, dueña de sí misma: «Cataluña no es de Maciá, no de la Esquerra, ni de los catalanes. Cataluña es de España».18
Más dispuesto a tocar todas las teclas, José Antonio Primo de Rivera podía reconocer que España era «varia y plural», que algunos de sus pueblos tenían sus propias lenguas, usos y características. Al mismo tiempo, sin embargo, su castellanismo profundo le llevaba a localizar en Castilla la «tierra absoluta», lo que es tanto como decir la esencia de la españolidad.19 Y, por supuesto, su –negado– ultranacionalismo españolista le llevaba a defender la irrevocabilidad absoluta de la unidad española: no es que Cataluña no tuviera derecho de decidir separarse de España, es que tampoco tendrían nada que decir los españoles al respecto. Si estos llegasen a aceptar las pretensiones catalanistas, estarían cometiendo «la más alevosa traición». La peculiar solución de José Antonio Primo de Rivera a este juego de contradicciones es sobradamente conocida: era la ignota, pero absoluta, «unidad de destino en lo universal» la que otorgaba a España su carácter irrevocable.20 Y ya por la senda orteguiana de la empresa común, Primo de Rivera se lanzaba para extremarla, al modo que lo habían hecho ya Giménez Caballero y Ledesma Ramos, por la vía del destino imperial. Hay que retener, en fin, el último legado joseantoniano de largo recorrido: admitida la pluralidad de lenguas, usos y características de los pueblos de España, había que radicar la nación en otra parte. No, la nación no estaba ahí –pues ello habría supuesto reconocerle tal carácter nacional a Cataluña– ni tampoco, claro, en ninguna noción romántica y/o democrática; estaba en aquella irrevocable unidad de destino que, por tal, no precisaba para su defensa de nacionalismo alguno. En consecuencia, Primo de Rivera terminaba por afirmar su repudio de todo nacionalismo, empezando, claro, por negar el propio.
Más claro y confuso a la vez era el discurso del nacionalismo reaccionario y el de origen tradicionalista. Este último podía remontarse, como lo había hecho siempre, a sus concepciones regional-foralistas, antijacobinas y anticentralistas, al tiempo que defensoras a ultranza de la unidad española. Pero en el contexto de la Segunda República había que extremar el discurso antiestatutario, lo que tendía a situar en un segundo plano el regionalismo foralista. El más destacado de todos ellos, miembro a su vez de Acción Española, Víctor Pradera, lo ejemplifica a la perfección. Reconocido incluso por Franco como el gran defensor de la unidad española, el regionalismo de Pradera se mantenía en términos retóricos cuando no confusos. Y, sin embargo, ese legado unitaristaregionalista, en el que no faltaban reformulaciones de estambre maurrasiano, tendría una en absoluto irrelevante presencia en el franquismo.21
Hasta 1936, en efecto, la común hostilidad hacia el desarrollo autonómico de la derecha española y el profundo nacionalismo españolista que le sustentaba habían recorrido los más diversos caminos: desde la negación absoluta de todo hecho diferencial hasta la aceptación más o menos matizada de este; desde el recurso a las viejas tradiciones fueristas hasta la más radical defensa de la uniformidad política; desde la reivindicación de que la soberanía residía por completo en el conjunto de los españoles hasta el enunciado de que ninguna soberanía, ni siquiera la española, podría decidir sobre el futuro de la nación española. Era un legado, o un complejo de legados, que mostraría sus potenciales contradicciones, primero en el franquismo y después en la construcción democrática, pero que sería, con todo, eso, un poderoso legado.
ENTRE EL FRANQUISMO Y LA DEMOCRACIA
En el franquismo, en efecto, destruida la hidra separatista, las diferencias pudieron reemerger y lo hicieron con mayor fuerza cuando a través de ellas se expresaban diversos proyectos políticos en el seno del régimen y para el régimen. Y aquí se pondría de manifiesto una vez más que, para afirmarlo o para negarlo, «Cataluña era, seguía siendo, el problema de España».
Pueden localizarse, en efecto, tres grandes momentos en los que el problema catalán reemergió durante el franquismo. En el primero de ellos cuando, tras la derrota de la ofensiva del falangismo radical en mayo de 1941, algunos sectores del régimen –la falange más franquista y nacionalcatólicos de diverso signo– arremetieron con fuerza contra los derrotados, a quienes se reprocharían todos sus vicios noventayochistas, intelectualistas y centralistas.22 En este contexto el viaje triunfal de Franco a Cataluña en enero de 1942 adquiriría una dimensiones inesperadas: se emprendió una carrera pseudocatalanista en la que resonaron todos los ecos contra la España centralista, la que quiso hacer de Madrid el París de España, la que había ignorado la riqueza de sus regiones, la que no había sabido ver la fundamental contribución catalana a la construcción de España.23 El enemigo era, claro, la falange revolucionaria, madrileña y castellanista. Pero, por este lado, aflorarían las dos viejas concepciones de España que latían en el franquismo: la de la propensión regionalista de raíces tradicionalistas más o menos desarrolladas por las gentes de Acción Española y la crudamente unitarista propia de sus antagonistas. Por supuesto, nada pasó de lo retórico o de lo simbólico y nadie iba a reivindicar la más mínima concesión no ya al catalanismo sino ni siquiera a un desarrollo político en sentido regionalista. Pero, embriagados por el carácter plebiscitario que se había querido dar al viaje de Franco, los que se embarcaron en tan peculiar carrera vinieron a poner de manifiesto por enésima vez que el problema de España era Cataluña; o, como se dijo en más de una ocasión, que Cataluña era la unidad de España.24 Claro que se trataba, como no podía ser de otro modo, de una pretendida Cataluña nacionalcatólica bien alejada de la revolucionaria o catalanista de la última centuria.25
Poco pudieron oponer a esta auténtica ofensiva los Laín, Ridruejo y demás gentes de Escorial; a lo sumo una especie de mutis por el foro.26 Distinta fue la evolución de la otra gran polémica de los años 1948-1953. Una batalla político-cultural abierta entre los falangistas y los epígonos de Acción Española –Calvo Serer y Pérez Embid, significativamente–. Sabemos que el núcleo del debate lo constituyó la publicación de España como problema de Laín. Un libro falangista en el que se defendía la vieja síntesis fascista entre los españoles que habrían sabido ser modernos, aunque no buenos españoles, los progresistas, y quienes sí habían sabido ser esto último pero no lo primero, los tradicionalistas. Era el problema, una vez más, de la revolución pendiente que se debería traducir, también una vez más, en una recuperación de posiciones para falange en aquello que se ha dado en llamar, justamente, la nueva «primavera falangista». El programa que opusieron sus adversarios adoptó todos los perfiles maurrasianos frente al renacido revolucionarismo falangista: España ya no era un problema, aunque tenía problemas y objetivos que cumplir: la restauración de la Monarquía y la descentralización administrativa, entre otros. Y por aquí se reanudó la vieja querella contra la España centralista y castellanista, ignorante de las regiones, ensimismada en su pesimismo. Se atacó de nuevo a Madrid y Castilla, para reivindicar una vez más el papel de Cataluña y Aragón en la construcción nacional española, se inventó una curiosa tradición federal y hasta se llegó a reivindicar a Prat de la Riba.27 Como no podía ser de otra manera, Cataluña estaba volviendo a ocupar el centro del espacio. Pero esta vez, volens nolens, los falangistas, siguiendo ahora a Ridruejo, intentaron pagar a sus adversarios con la misma moneda: saliendo al encuentro de Cataluña y de su cultura. Y de este modo vino a producirse una especie de carrera catalanista que hacía que la revista del SEU, Alcalá, se datase desde noviembre de 1952 en Madrid y Barcelona o que su antagónica Ateneo llegase a titular una de sus secciones «Cataluña rica y plena». Más lejos llegó Ridruejo y no solo por su papel en los famosos encuentros de poesía; también en ese plano simbólico que le llevó a hablar de Cataluña como la «nación fraterna y necesaria».28
Hasta ahí se llegó en el franquismo –lo que no es poco si nos viene a la cabeza alguna sentencia del actual Tribunal Constitucional–. Pero como también era de esperar todo quedó ahí. La gran batalla cultural de los años cincuenta se cerró con un ni-ni: ni revolución falangista, ni «regionalización nacionalcatólica». Más aún, todo debate sobre el ser de España quedó definitivamente postergado. Al fin y al cabo, pensar la nación española, incluso entre franquistas, no dejaba de constituir sino una fuente de problemas y desavenencias. Esto no quiere decir, lógicamente, que el franquismo en su conjunto renunciase a nacionalizar a los españoles, pero se mostraba más eficaz hablando siempre de España como un dato naturalizado y sacralizado, hasta la banalización, que mentando cosas tan problemáticas como patria y nación; nociones que, ciertamente, cayeron en un relativo desuso.29
Con todo, el cierre de la polémica tuvo un alto coste para el régimen. En clave revolucionaria, como acreditarían las dinámicas de la Universidad a partir de febrero de 1956, y en clave regional-nacional. En lo que se refiere a esta última, la renuncia a todo tipo de proyecto claro embarrancó al régimen en un círculo vicioso: se hacían concesiones a Cataluña/Barcelona en todos los planos: el relajamiento de la represión cultural, el reconocimiento de la singularidad catalana, ciertos elementos de pseudo bicapitalidad, como, por ejemplo, la existencia de dos centros de TVE, uno en Madrid y otro en Barcelona. Y, en fin, algunas concesiones simbólicas como, por ejemplo, la olvidada representación de España en el festival del Mediterráneo en catalán y a cargo de Salomé y Raimon. Pero, a falta de un proyecto explícito, lo que se estaba entrando era en una dinámica, como bien supieron captar algunos miembros del Consejo Nacional del Movimiento, en la que la subyacente represión era considerada como lo que era: represión, pero toda concesión era percibida como una victoria del catalanismo, como algo que se arrancaba al régimen.
Con esto nos hemos adentrado ya en el tercero de los momentos a que nos referíamos, el de la última década de la dictadura. Aquella en que los distintos estamentos del régimen tuvieron que reconocer que en el plano regional-nacional estaban perdiendo la partida frente a los nacionalismos. Pudieron acordarse entonces de hipotéticos desarrollos más o menos regionalistas o regionalizadores. Para descartarlos en un momento; para lamentarse de haberlos descartado cuando se comprobaba que la batalla estaba ya prácticamente perdida. Algún recuerdo hubo a una hipotética tabla de salvación con la vuelta a enfoques propios del viejo tradicionalismo.30 Diversos sectores del franquismo ya terminal buscarían en lo sucesivo alternativas regionales, del regionalismo «bien entendido» y por supuesto igual para todos, cuando el horizonte democrático y autonómico se empezó a vislumbrar como inexorable.31 Frente a este último reto, los viejos franquistas, reformistas o no, carecían de un lenguaje de nación, o al menos de uno reciente. Pero no serían los únicos en carecer de él, también desde otros sectores hubo que desempolvar viejos discursos, viejas recetas.
Para los nacionalistas vascos o catalanes, la cosa estaba clara: tenían su propia patria, que era su propia nación; algo que, por supuesto, debería reconocer la Constitución española.32 Socialistas y comunistas partían por entonces del supuesto del reconocimiento del derecho de autodeterminación, aunque fuera, como lo era, para abogar por la integración en el Estado español de las nacionalidades históricas.33 Es decir, casi sin excepciones (aparentes) el grueso de lo que había sido el antifranquismo partía del reconocimiento de que Cataluña, como el País Vasco o Galicia, eran nacionalidades. Y nacionalidades quería decir, en el lenguaje de la época, naciones sin Estado que, como tales, tenían el derecho a reivindicarlo. Lo sabían las izquierdas y lo sabían quienes venían del franquismo. De ahí la insistencia de los primeros en que figurase el término en el texto constitucional y la oposición de los segundos.34 Conocemos el resultado: ese rocambolesco artículo segundo que, por una parte, blinda la unidad española como un supuesto prepolítico y, por otra, parece reconocer la existencia de nacionalidades como algo, cuando menos, distinto a las regiones.35 No vamos a insistir ahora en ello, aunque sí valga la pena subrayar el primado de lo político sobre lo discursivo a lo largo de ese proceso: hubo una intervención extraparlamentaria en la redacción final del artículo segundo y hubo un imperativo político en la restauración provisional de la Generalitat catalana. El «ja soc aquí» de Terradellas suponía, se ha recalcado muchas veces, el principal hilo de continuidad entre la Segunda República y el Estado que se estaba forjando. Pero supondría también el reconocimiento implícito de que Cataluña estaba en el centro del problema, que Cataluña marcaba el camino.
Pero ¿qué camino? También por este lado conocemos el resultado: el famoso «café para todos», con la generalización de las autonomías y los intentos posteriores, más o menos logrados –la LOAPA, por ejemplo–, de reconducir el proceso en un sentido restrictivo, también «para todos». La generalización autonómica podría servir para neutralizar, difuminar, negar, la pluralidad nacional española, pero esa misma generalización podría dar lugar a un desarrollo no deseado –y para muchos excesivo– de todas las potencialidades del Estado de las Autonomías. De ahí esa carrera hacia ninguna parte en la que ha vivido la democracia española hasta el presente: por un lado, la realidad, afirmada o negada, del hecho diferencial catalán llevaba a unos, los nacionalistas catalanes –y los vascos–, a impulsar el desarrollo autonómico en un sentido nacional –o «nacionalitario»–, a otros –los gobiernos de turno– a hacer concesiones más o menos materiales, retóricas o simbólicas, y al resto a seguir la estela catalana, apropiándose, desde el supuesto de la igualdad de todos, de cuantos avances se dieran en Cataluña. Por otro lado, aunque no podía ser de otro modo, ganaba cada vez más terreno en la perspectiva española la idea de la insaciabilidad de los nacionalistas, tanto como ganaba al otro lado del Ebro la idea de la imposibilidad española de reconocer el hecho nacional catalán. Un círculo vicioso que parece no admitir más desarrollos potenciales que el de recrearse hasta el infinito, el del surgimiento de propuestas recentralizadoras y el de la (antagónica) deriva explícitamente soberanista.
Podría decirse, a la luz de cuanto exponíamos en la primera parte de este trabajo, que en todo esto, en las evoluciones y contradicciones, en las paradojas y las antinomias, no habría nada nuevo. No lo había, desde luego, en el plano discursivo, en el plano de los lenguajes. Y no lo había, como decíamos más arriba, porque a la altura de 1978 ninguno de los lenguajes próximos en el tiempo podía servir para legitimar el modelo de Estado que se estaba construyendo. No servía, desde luego, el franquista en todas sus variedades, aunque fueran muchos de sus legados los que, nunca explícitamente, se asumieran. Y no servía el de la autodeterminación, noción convertida, de la noche a la mañana, en el gran tabú de nuestra democracia. De modo que hubo que recurrir a lenguajes más antiguos, en lo fundamental deudores de los debates de la España del primer tercio del siglo XX, de los del Estatut de Cataluña de 1932, en buena parte.
Y aquí estaba Ortega y Gasset, un liberal que había trazado algunas de las líneas maestras de lo que serían los lenguajes legitimadores de la nueva democracia española, o, por decirlo de otro modo, de los grandes partidos –UCD, PSOE y APPP– que se han turnado en el poder. Un liberal que por su condición de tal podía ser utilizado para legitimar determinadas posiciones sin levantar sospecha alguna, en algunos casos, o para justificar abandonos de viejas consignas autodeterministas en otros.36 Así, la idea de la vertebración de España se convirtió en un auténtico mantra capaz de explicar la feliz culminación de un proceso histórico secular. Así, la idea de estar juntos «para hacer algo», ahora –otro final feliz–para estar en Europa. Ortega se había convertido ni más ni menos que en el verdadero padre putativo de la España autonómica.
Pero Ortega no era solamente esto. Ortega es, como veíamos, quien había defendido el carácter incuestionable de la unidad inquebrantable de la soberanía española; la idea de que el futuro de Cataluña era una cosa de todos los españoles y que escapaba, por tanto, a la voluntad de los catalanes; una concepción de la España de las grandes comarcas, regiones o autonomías, entendida como vertebración al servicio de la eficacia del Estado; la idea de las autonomías iguales como desactivadora de toda pretensión nacional específica; la idea, en fin, del no reconocimiento de hecho nacional alguno. Ciertamente, la hostilidad explícita de Ortega hacia Cataluña parece haber desaparecido del lenguaje político de nuestros políticos, por más que parezca ampliamente proyectada en la esfera pública, ahora sobre los nacionalistas catalanes. Por supuesto, no era, no es, solamente Ortega el artífice de todos estos legados. Pero habrá que reconocer, primero, que fue él quien los articuló de forma más eficiente; y, segundo, que así ha sido reconocido por la mayoría de los protagonistas y estudiosos.37
EPÍLOGO
No entramos en este trabajo en el debate en torno al «patriotismo constitucional», algo que lejos de constituirse al modo habermasiano en el núcleo legitimador de la España democrática –y, por ende, antifranquista– ha parecido funcionar como un instrumento ad hoc para hacer frente a cualquier pretensión de los nacionalismos alternativos. Algo, por ello mismo, de fácil olvido tan pronto como las mareas soberanistas quedaban, o parecían quedar, reconducidas.38 Tampoco insistiremos en la polémica en torno a ese otro curioso artefacto consistente en contraponer naciones culturales a naciones políticas. Algo que, careciendo de fundamento científico alguno, ha venido a resolverse en la tautología de que es nación política la que tiene un Estado –y debe seguir teniéndolo– y nación cultural la que no tiene Estado –y debe seguir sin tenerlo.39
Tampoco entraremos en el análisis de toda una serie de elementos que ratifican la existencia de dinámicas recentralizadoras –algunos prefieren llamarla de «españolización»– de amplio alcance. Tales como las relativas a las infraestructuras, con la configuración de la red del AVE que reactiva el siempre denostado por todos –eso creíamos– sistema radial decimonónico y cuyo fundamento estrictamente político-centralizador queda estridentemente de manifiesto si se considera que la línea más lógica y necesaria en términos de la economía española –el corredor Mediterráneo– ha venido a ocupar el último puesto en la escala de prioridades.40 Tales como la muy cultural identificación prácticamente absoluta entre España y el español, como si España no pudiera ser reivindicada y proyectada, hacia el interior y hacia el mundo, también por su riqueza lingüística. Y en relación con este último, finalmente, la desaparición de las otras lenguas españolas, aquellas que llegaron a asomar, incluso en el último franquismo, de los medios públicos de propiedad estatal, TVE especialmente.41
Lo que hemos querido subrayar en todo momento es que la democracia española y su configuración autonómica no han conseguido dar con un discurso legitimador profundamente democrático. No, desde luego, por la vía de un «patriotismo constitucional» fundamentado en los valores democráticos y, por tanto, en el noolvido y la condena del pasado franquista. Y tampoco por la vía de la fundamentación democrática de la nación española; toda vez que las nociones del artículo segundo de la constitución sobre la unidad e indivisibilidad de la nación-patria españolas son claramente prepolíticas: son la base de la Constitución española, y no al revés.
Toda constitución es, con todo, fruto de su tiempo. Las propias contradicciones del artículo segundo, al añadir a lo anterior las nociones nacionalidades y regiones, lo acreditan ampliamente. Por decirlo de algún modo, la Constitución aparecía cerrada, pero no absolutamente, como alcanzaron a ver muchos contemporáneos.42 En este contexto, el problema de los lenguajes muestra todas sus potencialidades. Es el lenguaje el que ha cerrado la Constitución mucho más de lo que inicialmente estaba. Y es en el plano de los discursos donde encontramos el legado, aquí analizado, de más de cien años de historia. Discursos que se han demostrado extraordinariamente efectivos a la hora de cimentar, esencializar y banalizar en más de media España una serie de verdades que, por contra, se empiezan a diluir a ritmo vertiginoso en las nacionalidades llamadas históricas, en Cataluña especialmente –como se ha visto, no podría ser de otro modo–. Pero estos discursos no han sido los únicos. Hay, desde Pi y Margall hasta Azaña y tantos otros, toda una serie de discursos alternativos –y desde luego respetables– en nuestra historia. Tal vez nos iría mejor con ellos.
*El autor participa en el proyecto «De la dictadura nacionalista a la democracia de las autonomías: política, cultura, identidades colectivas» (HAR2011-27392).
1Como se sabe, nada más debatido que todo esto, en su momento y sucesivamente. Coincidimos aquí con J. I. Lacasta-Zabalza: España uniforme, Pamplona, Pamiela, 1998.
2Típica en este sentido la actitud de AP-PP en su pasaje de la tentación revisionista a la sacralización en sus potencialidades más restrictivas del texto constitucional.
3I. Saz: «Regeneracionismos y nuevos nacionalismos. El caso español en una perspectiva histórica», 1998. Ahora en I. Saz y F. Archilés (eds.): Estudios sobre nacionalismo y nación en la España contemporánea, Zaragoza, PUZ, 2011, pp. 55-78.
4En el económico, por supuesto, pero también en el cultural. Al respecto, V. Cacho Viu: Repensar el noventa y ocho, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, pp. 23-26 y 60-61.
5M. Picavea: El problema nacional, Madrid, Fundación Banco Exterior, 1992, pp. 306 y 334-335.
6H. Hina: Castilla y Cataluña en el debate cultural, 1714-1939, Barcelona, Península, 1986, pp. 215-217 y 297.
7A. Botti: Cielo y dinero. El nacionalcatolicismo en España (1881-1975), Madrid, Alianza, 1992, p. 40.
8J. Ortega y Gasset: España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos, Madrid, Austral, 1999, pp. 27 y 37-39. No nos ocupamos aquí del proceso formativo del joven Ortega, sobre el que pueden consultarse especialmente V. Cacho Viu: Los intelectuales y la política. Perfil público de Ortega y Gasset, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, y F. Archilés: «La nación de las mocedades de José Ortega y Gasset y el discurso del nacionalismo español (c.1906-c.1914», en C. Forcadell, I. Saz y P. Salomón (eds.): Discursos de España en el siglo XX, Valencia, PUV, 2009, pp. 65-121.
9Ibíd., p. 27.
10J. Ortega y Gasset: La redención de las provincias. Ahora en J. Ortega y Gasset: Obras Completas, t. IV, 1926/1931, Madrid, Taurus, 2005, pp. 671-747. Se trataba de que las provincias, donde radicaba el mal ruralista, se redimiesen a sí mismas ocupándose de los asuntos que les eran propios. Ni «centralizadora» ni «descentralizadora», o mejor, ambas cosas a la vez, la «gran reforma» de Ortega estaba al servició de la nacionalización: «Será, pues, un error calificar lo que sigue de política “descentralizadora”–así, sin más ni más. Porque, como veremos, se trata precisamente de extremar las dos dimensiones de la vida pública –la local y la nacional. Si, por una parte, es esta solución mucho más descentralizadora que la tradicional, es por otra mucho más centralizadora, que ninguna de las pasadas. Para mí la idea de nación, de nacionalización, es cosa tan grave y exigente, tan suprema y formidable, que, probablemente, causará algún susto a los que ahora van a tacharme de “descentralizador”, de “autonomista”, etcétera, etcétera» (p. 733). Y el sentido último que apuntábamos queda explícitamente subrayado unas páginas más adelante (p. 745): «España es la provincia; arrojemos la provincia al agua de su propia responsabilidad. (La bandada de grajos objetantes se hace nube, cubre el horizonte. ¡Bien, lector! Pero no se olvida que el Estado nacional está detrás, vigilando el aprendiz natatorio. Y ese Estado nacional va a ser cosa más seria y enérgica de lo que ha sido hasta aquí. El abandono de tanta jurisdicción que hemos hecho a la gran comarca parece hasta ahora inspirado sólo por una generosidad en beneficio de la vida local. Ya se verá cómo a la par va hecho en beneficio del poder nacional, que, libre de ese lastre, ascenderá a las alturas de prestigio que le corresponden y de que nunca debió bajar» (s.o.). Ya en el debate sobre el Estatuto de Cataluña, el razonamiento alcanzaba sus más acerados perfiles: «España es, en su casi totalidad, provincia, aldea, terruño. Mientras no movilicemos esa enorme masa de españoles en vitalidad pública, no conseguiremos jamás hacer una nación actual. ¿Y qué medios hay para eso? No se me pudo ocurrir sino uno: obligar a esos provinciales a que afronten por sí mismos sus inmediatos y propios problemas; es decir imponerles la autonomía comarcana o regional… Desde el punto de vista de los altos intereses históricos españoles, que eran los que a mí me inspiraban, si una región de las normales pide autonomía, ya no me interesaría otorgársela, porque pedirla es ya demostrar que espontáneamente se ha sacudido la inercia, y, en mi idea, la autonomía, el régimen, la pedagogía política autonómica no es un premio, sino, al revés, uno de esos acicates, de esos aguijones, que la alta política obliga por veces a hincar bien en el ijar de los pueblos cansinos. Así concebía yo la autonomía» (subrayados míos, ISC). «Discurso sobre el Estatuto de Cataluña». En M. Azaña y J. Ortega y Gasset: Dos visiones de España, Barcelona, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2005, pp. 28-58 (43).
11Ibíd., pp. 43-44.
12«Este señores es el caso doloroso de Cataluña; es algo de lo que nadie es responsable; es el carácter mismo de ese pueblo; es su terrible destino, que arrastra angustioso a lo largo de su historia. Por eso la historia de los pueblos como Cataluña e Irlanda es un quejido casi incesante… De aquí que ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser, pequeña isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma; ese pueblo que está aquejado de tan terrible destino, claro es que vive, casi siempre, preocupado y como obseso por el problema de su soberanía, es decir, de quien le manda o con quien manda el conjuntamente. Y así, por cualquier fecha que cortemos la historia de los catalanes encontraremos a éstos, con gran probabilidad, enzarzados con alguien, y si no consigo mismos, enzarzados en cuestiones de soberanía… Pasan los climas históricos, se suceden las civilizaciones y ese sentimiento dilacerante, doloroso, permanece idéntico en lo esencial. Comprenderéis que un pueblo que es un problema para sí mismo tiene que ser, a veces, fatigoso para los demás…». Ibíd., p. 35.
13Nótese al respecto la contraposición en términos de destino del de España frente al, ya descrito, de Cataluña: «…porque frente a ese sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el otro sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como un ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica, de esa radical comunidad de destino, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de intereses, de esplendor y de miseria, a la cual tienen puesta todos esos españoles inexorablemente su emoción y su voluntad». Ibíd., p. 38.
14«He de deciros también que si la voluntad dominante en Cataluña fuese algún día otra, y resueltamente quisiera remar sola en su barca, sería justo pasar por ello, y no habría sino dejar iros en paz, con el menos destrozo para los unos y los otros, y desearos buena fortuna, hasta que cicatrizado el desgarrón, pudiéramos establecer cuando menos relación de buena vecindad». M. Azaña: «La libertad de Cataluña y de España». Discurso en el restaurante Patria, Barcelona, 27 de marzo de 1930, en Obras Completas, vol. II, Madrid, CEPC-Taurus, pp. 945-948. En un sentido similar se expresaría en julio de 1931, aunque vale la pena notar el especial énfasis que entonces ponía el líder republicano en el plano autonómico: «… y nuestro deber de españoles, de republicanos, de liberales y de hombres modernos es reconocerlo así y otorgar a los pueblos peninsulares que tienen su personalidad moral reconocida en su propia conciencia y en la concurrencia de los pueblos de España aquella amplitud, aquella autonomía tan grande como su voluntad colectiva la apetezca, sin perjuicio de la solidaridad moral de los pueblos hispanos…». M. Azaña: «Acción Republicana ante la Revolución y ante las Cortes». Discurso en el banquete ofrecido por el partido a sus candidatos a diputados, el 17 de julio de 1931, en Obras Completas, vol. III, Madrid, CEPC-Taurus, 2008, pp. 34-43 (subrayado mío, ISC).
15Véase «El Estatuto de Cataluña». Sesión de Cortes de 27 de mayo de 1932, en Obras Completas, vol. III, Madrid, CEPC-Taurus, 2008, pp. 335-370. No nos ocupamos aquí de la posterior evolución de Azaña, en especial durante la Guerra Civil. Pueden verse al respecto las consideraciones de E. García de Enterría: «Estudio preliminar», en M. Azaña: Sobre la autonomía política de Cataluña. Selección de textos y estudio preliminar de Eduardo García de Enterría, Madrid, Tecnos, 2005, pp. 9-80. Pero también las observaciones sobre este último texto de M. Contreras Casado: «La emoción catalana de Manuel Azaña», Revista de Libros, 120, 2006.
16Cf. E. Selva: Ernesto Giménez Caballero. Entre la vanguardia y el fascismo, Valencia, Pre-textos, 1999, pp. 178-180.
17R. Ledesma: ¡Hay que hacer la Revolución Hispánica! (carta al comandante Franco), Madrid, Editorial Albero, pp. 12-13 y 43-48.
18«Síntesis del problema catalán», Libertad, 9 de mayo de 1932, en O. Redondo: Obras Competas, II, Madrid, Publicaciones españolas, pp. 121-124.
19«Discurso de proclamación de Falange Española de las JONS», de 4 de marzo de 1934, en J. A. Primo de Rivera: Obras. Edición cronológica, Madrid, Delegación Nacional de la Sección Femenina del Movimiento, 1971, pp. 189-197.
20Véase I. Saz: España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003, pp. 138-149.
21A. Delgado: «Víctor Pradera: mártir de España y de la causa católica», en A. Quiroga y M. A. del Arco (eds.): Soldados de Dios y Apóstoles de la Patria. Las derechas españolas en La Europa de entreguerras, Granada, Comares, 2010, pp. 63-91. El reconocimiento de Franco, en el «Prólogo» de este a V. Pradera: Obra Completa, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1945, t. I, p. V.
22I. Saz: España, pp. 329 y ss. También J. Andrés-Gallego: ¿Fascismo o Estado católico? Ideología, religión y censura en la España de Franco, 1937-1941, Madrid, Ediciones Encuentro, 1997, pp. 241-257.
23A título de ejemplo, «España no es solo Madrid», Arriba, 27 de enero de 1942, donde se lanza un fulminante ataque al centralismo y la concepción radial en tanto que de origen revolucionario y antiespañol.
24I. Herráiz: «Cataluña impone la unidad», Arriba, 27 de enero de 1942; M. Fernández Almagro: «Emoción de la unidad en Barcelona», La Vanguardia Española, 25 de enero de 1942, Editorial; «El servicio nacional de Cataluña», Arriba, 29 de enero de 1942.
25Véase al respecto cuanto apunta Carles Santacana en este mismo volumen acerca de la dicotomía en el discurso franquista entre la Cataluña real y la Cataluña ideal.
26El editorial de la revista Escorial –n.º 17, marzo de 1942– subsiguiente a este acceso de catalonofilia oficial se limitaba, muy significativamente, a reproducir textos de J. A. Primo de Rivera, Ramiro Ledesma y del primer número de Arriba, donde se combinaban las críticas al separatismo y a las derechas con las referencias al imperio.
27F. Pérez Embid: «Sobre lo castellano y España», Arbor, 35, noviembre de 1948, pp. 263-276; del mismo, «La función nacional de las regiones españolas», Arriba, 17 de febrero de 1951; R. Calvo Serer: «España es más ancha que Castilla», ABC, 23 de abril de 1952; R. Olivar Bertrand: «Personalidad e ideología de Prat de la Riba», Arbor, 61, enero de 1951, pp. 31-58.
28D. Ridruejo: «Voces proféticas», Revista, 5 de junio de 1952.
29M. A. Rebollo: Lenguaje y política. Introducción al vocabulario político republicano y franquista, Valencia, Fernando Torres, 1978, p. 149; I. Saz: «Las Españas del franquismo», en C. Forcadell, I. Saz y P. Salomón (eds.): Discursos de España en el siglo XX, Valencia, PUV, 2009, p. 163.
30Para todo esto, C. Santacana: El franquisme i els catalans. Els informes del Consejo Nacional del Movimiento (1962-1971), Catarroja, Afers, 2000.
31Ibíd.; X. M. Núñez Seixas: «Nacionalismo español y franquismo: una visión general», en M. Ortiz Heras (coord.): Culturas políticas del nacionalismo español. Del franquismo a la transición, Madrid, Catarata, 2009, pp. 21-35.
32Cf. J. de Santiago: El léxico político de la transición española, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1992, p. 208.
33V. Rodríguez-Flores: «PSOE, PCE e identidad nacional en la construcción democrática», en I. Saz y F. Archilés (eds.): La nación de los españoles. Discursos y práctica del nacionalismo español en la época contemporánea, Valencia, PUV, 2012, pp. 323-339.
34S. Balfour y A. Quiroga: España reinventada. Nación e identidad desde la transición, Barcelona, Península, 2007, especialmente, pp. 88-135.
35X. Bastida: «Nación y democracia. El nacionalismo constitucional español», en Forcadell, Saz y Salomón: Discurso de España, pp. 255-281; J. I. Lacasta: España uniforme, pp. 199 y ss.
36No era especialmente difícil, para muchos, remontar un tanto la corriente para pasar de los destinos universales de José Antonio Primo de Rivera a los radicales destinos de Ortega.
37Aunque no por todos, claro. Véanse las polémicas consideraciones al respecto de X. Bastida: «La resurrección de Ortega. Acerca de la casquería constitucional», Hermes, 14, noviembre de 2004, pp. 2-14. La influencia determinante de Ortega ha sido también subrayada por Laura Carchidi: «Uso pubblico dell’idea di nazione orteghiana. Le letture del Venticinquenio», en A. Botti (cur.): Le patrie degli spagnoli. Spagna democrática e questioni nazionali (1975-2005), pp. 306-327. Por nuestra parte, coincidimos con A. de Blas cuando apunta que las reflexiones orteguianas desde La redención de las provincias en adelante ofrecían «un programa de regionalización política de España a cargo de Ortega que será mejor aprovechado en 1978 que en 1932». A. de Blas: Tradición republicana y nacionalismo español, Madrid, Tecnos, 1991, p. 132.
38Cf. X. M. Núñez Seixas: «Sobre la memoria histórica reciente y el “discurso patriótico” español en el siglo XXI», Historia del Presente, 3, 2004, pp. 137-155; X. M. Núñez Seixas: «Conservadores y patriotas: el nacionalismo de la derecha española ante el siglo XXI», en C. Taibo (dir.): Nacionalismo español. Esencia, memoria e instituciones, Madrid, Catarata, 2007, pp. 159-191; I. Saz: «Visiones de patria entre la dictadura y la democracia», en I. Saz y F. Archilés (eds.): La nación de los españoles, pp. 261-278.
39Cf. X. Bastida: «El nacionalismo constitucional español», pp. 266-269.
40Véase especialmente G. Bel: Anatomía de un desencuentro. La Cataluña que es y la España que no pudo ser, Barcelona, Destino, 2013, pp. 191 y ss.
41De interés al respecto, S. del Toro: Españoles todos, Barcelona, Península, 2004, pp. 44-45 y 111-114.
42Una situación abierta que se aprecia bien en las consideraciones sobre la cuestión de Amando de Miguel: «Lo cierto es que la Constitución se aprobó y que la acepción de nacionalidad, como idea de que puede haber naciones sin Estado en busca de su autogobierno, ha sido generalmente aceptada». A. de Miguel: «Los intelectuales castellanos y la cuestión catalana», Papers: Revista de Sociología, 12, 1979, pp. 115-138.