Hacia las diez de la mañana del 17 de abril de 2002, en una cálida y soleada mañana primaveral, el helicóptero presidencial Marine One, con su franja blanca pintada en la parte superior, aterrizó con suavidad sobre el césped perfectamente segado de la plaza de armas del Instituto Militar de Virginia, en Shenandoah Valley. En el Cameron Hall, la cancha de baloncesto de la academia, se apelotonaban unos 2.000 cadetes. Todos se esforzaban por contener el sudor en sus almidonados uniformes de gala de color blanco y gris. Estaban esperando para dar la bienvenida al comandante en jefe. Cuando el presidente George W. Bush subió al escenario unos minutos más tarde, guiñando el ojo, saludando y enseñando el pulgar, la concurrencia se puso en pie y prorrumpió en un estruendoso aplauso.
Bush tenía motivos para sonreír y disfrutar de la atención. Seis meses antes había ordenado a las fuerzas armadas invadir Afganistán y tomar represalias por los atentados del 11S, que se cobraron 2.977 vidas en la ciudad de Nueva York, en el norte de Virginia y en Shanksville (Pensilvania). Pero esa guerra no se parecía a ninguna otra de la historia de Estados Unidos; había empezado de repente y de improviso, provocada por un enemigo apátrida con base en un país sin acceso al mar en la otra punta del planeta. Pero el éxito inicial de la campaña militar había superado las expectativas hasta de los comandantes de operaciones más optimistas. La victoria parecía plausible.
Gracias al aplastante poderío aéreo, los señores de la guerra apoyados por la CIA y los equipos de comandos sobre el terreno, Estados Unidos y sus aliados tumbaron el gobierno talibán en Kabul en menos de seis semanas. Asesinaron o capturaron a cientos de combatientes de Al Qaeda y los demás líderes de la red terrorista, incluido Osama bin Laden, se escondieron o huyeron a otros países.
Felizmente, había habido pocas bajas. En el momento en que Bush dio su discurso, habían muerto en Afganistán veinte soldados estadounidenses, uno más de los que habían perecido durante la invasión de cuatro días de la isla caribeña de Granada, en 1983. Los choques con fuerzas hostiles se volvieron tan esporádicos que algunos soldados se quejaban de aburrimiento. Muchas unidades ya habían regresado a casa. Quedaban unos 7.000 efectivos allí.
La guerra transformó el prestigio político de Bush. Aunque ganó por un pelo las elecciones a la presidencia del año 2000, las encuestas indicaban que un 75 % de los ciudadanos apoyaban en ese momento su mandato. En sus declaraciones ante la academia militar, Bush se mostró ilusionado con lo que depararían los meses siguientes. Derrotados los talibanes y con Al Qaeda a la fuga, dijo que la guerra había entrado en una segunda fase. En adelante, Estados Unidos pondría el acento en eliminar células terroristas en otros países. Advirtió de que en Afganistán podía volver a estallar la violencia, pero aplacó los ánimos diciendo que tenía la situación controlada.
Aludiendo a las desastrosas incursiones de Reino Unido y la Unión Soviética durante los últimos dos siglos, Bush prometió que Estados Unidos no correría la misma suerte que las otras grandes potencias que habían invadido Afganistán: «Empezaron con un año de éxito, seguido por largos años de tambaleos hasta llegar a la derrota final. No vamos a repetir ese error».
Pero el discurso de Bush enmascaraba los recelos que circulaban entre los miembros más destacados de su gabinete Esa mañana, mientras el presidente viajaba al suroeste de Virginia, su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, reflexionaba en voz alta en el Pentágono, donde trabajaba en un escritorio de pie en un despacho de la tercera planta, en el anillo exterior del edificio. Rumsfeld no creía en los mensajes de sosiego que él y Bush habían transmitido públicamente durante meses; tenía mucho miedo de que el Ejército encallara en Afganistán sin una clara estrategia de salida.
A las 9.15 de la mañana, sus pensamientos cristalizaron y dictó un breve memorando, algo a lo que ya estaba habituado desde hacía tiempo. Escribía tantos que su personal los llamaba copos de nieve, hojas de papel blanco del jefe que se apilaban en las mesas. Este se marcó como clasificado e iba dirigido a cuatro altos miembros del Pentágono, incluidos el presidente y el vicepresidente del Estado Mayor Conjunto. En el memorando de una página, Rumsfeld escribió: «Puede que sea impaciente. De hecho, sé que lo soy un poco. [...] Pero nunca sacaremos a las tropas de Afganistán a menos que procuremos construir algo que aporte la estabilidad con la que dejemos de ser necesarios».1
«¡Ayudadme!», añadió.
Rumsfeld se cuidaba de no revelar sus dudas y recelos. Semanas antes lo había hecho durante una larga entrevista en la MSNBC. Durante la emisión del 28 de marzo, se jactó de haber arrollado al enemigo y dijo que no tenía sentido negociar con los vestigios de los talibanes, y mucho menos con Al Qaeda: «Lo único que puedes hacer es bombardearlos e intentar acabar con ellos. Es lo que hicimos y ha funcionado. Se han ido y el pueblo afgano está mucho mejor sin ellos».2
Como Bush, Rumsfeld cultivaba una imagen de líder valiente y decidido. El presentador de la MSNBC Brian Williams afianzó esta idea adulando al secretario de Defensa, alabando el «paso decidido» de Rumsfeld y sugiriendo que era el «hombre más seguro»3de Estados Unidos. «Supervisa una guerra como ninguna otra. Y seguramente se ha convertido en la cara y la voz más reconocibles de esa guerra», dijo Williams a los espectadores.
La única pregunta incómoda tuvo lugar cuando el periodista quiso saber si alguna vez Rumsfeld había sentido la tentación de mentir acerca de la guerra durante sus habituales ruedas de prensa en el Pentágono. «¿Con qué frecuencia se ve obligado a adornar la realidad en la sala de prensa porque hay vidas estadounidenses en juego?»
«No miento», contestó Rumsfeld: «Creo que nuestra credibilidad es mucho más importante que adornar la realidad». Y añadió: «Haremos justo lo que tenemos que hacer para proteger la vida de los hombres y las mujeres de uniforme y para ver triunfar a nuestro país. Pero eso no implica mentir».
Según los criterios de Washington, Rumsfeld no estaba mintiendo, aunque tampoco estaba siendo honesto. Horas antes de grabar la entrevista con la MSNBC, el secretario de Defensa había dictado un copo de nieve confidencial a dos subordinados. En él había plasmado un punto de vista completamente diferente respecto a cómo iban las cosas en Afganistán: «Me preocupa que se nos esté yendo de las manos».4
Al inicio de la guerra, la misión parecía sencilla y concreta: derrotar a Al Qaeda y prevenir otro 11S. El 14 de septiembre de 2001, en una votación casi unánime, el Congreso autorizó rápidamente el uso de la fuerza militar contra Al Qaeda y sus secuaces.5
Cuando el Pentágono lanzó los primeros ataques aéreos contra Afganistán el 7 de octubre, nadie esperaba que el bombardeo fuera a prolongarse veinte años. En un discurso televisado, Bush dijo ese día que la guerra tenía dos objetivos específicos: acabar con el uso de Afganistán como base terrorista de operaciones de Al Qaeda y atacar la capacidad militar del régimen talibán.
El comandante en jefe también prometió a las fuerzas armadas claridad en el propósito: «A todos los hombres y mujeres de nuestras tropas les digo esto: vuestra misión está definida. Los objetivos están claros».
Los estrategas militares aprenden que nunca se debe empezar una guerra sin un plan para ponerle fin. Así y todo, ni Bush ni nadie de su administración articuló públicamente cómo, cuándo ni en qué condiciones pretendían concluir las operaciones militares en Afganistán.
En los primeros compases de la guerra, y durante el resto de su presidencia, Bush esquivó las preguntas sobre cuánto tiempo tendrían que seguir luchando las tropas en Afganistán. No quería disparar las expectativas ni coartar las opciones de sus generales comprometiéndose con un programa. Pero también sabía que los ciudadanos recordaban con dolor la última vez que el país había librado en Asia una guerra interminable. Por eso intentó aplacar el miedo a que la historia pudiera repetirse.
Durante una rueda de prensa del 11 de octubre de 2001, en horario de máxima audiencia, un periodista hizo a Bush una pregunta a bocajarro en la Sala Este de la Casa Blanca: «¿Podrá evitar meterse en Afganistán en un atolladero como el de Vietnam?».
Bush llevaba la respuesta preparada: «En Vietnam aprendimos cosas muy importantes. Quizá lo más importante fue que no se puede librar una guerra de guerrillas con fuerzas convencionales. Por eso le he explicado al pueblo americano que este es otro tipo de guerra».
Y añadió: «La gente me pregunta muchas veces cuánto durará. Este frente de batalla seguirá activo hasta que podamos llevar a Al Qaeda ante la justicia. Puede que sea mañana, puede que sea dentro de un mes, o que tardemos un año o dos, pero venceremos».
Años después, en conversaciones confidenciales con entrevistadores del gobierno, muchos estadounidenses que tuvieron un papel clave en la guerra juzgaron con dureza la toma de decisiones durante las primeras fases del conflicto. Según ellos, los objetivos de la guerra derivaron pronto hacia vericuetos que tenían poco que ver con el 11S. También reconocieron que Washington no supo definir exactamente qué pretendía lograr en un país que, para la mayoría de los dignatarios, resultaba un enigma.
En una entrevista de Lessons Learned, un ex alto miembro no identificado del Departamento de Estado dijo: «Si fuera a escribir un libro, su consigna sería: “Estados Unidos se va a la guerra sin saber por qué”. Tras el 11S entramos instintivamente en guerra sin saber lo que pretendíamos. Me gustaría escribir un libro sobre la importancia de tener un plan y una meta final antes de empezar».6
Otros dijeron que nadie se había molestado en hacer, y mucho menos en contestar, muchas preguntas obvias.
Un dignatario estadounidense no identificado, que trabajó con el representante civil especial de la OTAN en Afganistán entre 2011 y 2013, confesó esto al Lessons Learned: «¿Qué estábamos haciendo realmente en ese país? Lo invadimos tras el 11S para derrotar a Al Qaeda en Afganistán, pero la misión se desdibujó. [...] Los objetivos también eran confusos: ¿cuáles son? ¿Construir una nación? ¿Proteger los derechos de las mujeres?».7
Richard Boucher, que al principio de la guerra fue portavoz principal del Departamento de Estado y luego se convirtió en máximo responsable de la diplomacia en Asia Meridional, dijo que Estados Unidos cometió el absurdo de querer abarcar demasiado y nunca se marcó una estrategia realista de salida. En una entrevista de Lessons Learned, declaró: «Si hay un paradigma del sobredimensionamiento bélico, es Afganistán. De decir que íbamos a librarnos de la amenaza de Al Qaeda, pasamos a decir que íbamos a acabar con los talibanes. [Luego dijimos] que íbamos a deshacernos de todos los grupos con los que colaboran los talibanes».8
Aparte de eso, Boucher dijo que Estados Unidos se había propuesto un fin «imposible»: crear un gobierno estable y americanizado en Afganistán con elecciones democráticas, un Tribunal Supremo operativo, una autoridad anticorrupción, un ministerio para los derechos de las mujeres y miles de escuelas de nueva creación con un plan de estudios modernizado. Y añadió: «A ver, intentas crear un gobierno sistemático a lo Washington D. C. en un país que no opera así».9
Sin apenas debatirlo públicamente, la administración Bush cambió sus objetivos poco después de iniciar los bombardeos en octubre de 2001. Entre bastidores, las fuerzas armadas estaban urdiendo sus planes sobre la marcha.
El teniente comandante Philip Kapusta, un oficial de la Armada que ayudó a planificar algunas intervenciones de Operaciones Especiales, dijo que las primeras órdenes del Pentágono en otoño de 2001 fueron poco específicas. Por ejemplo, no estaba claro si Washington quería castigar a los talibanes o expulsarlos del poder. Dijo que muchos oficiales del Mando Central de EE. UU., el cuartel general de la guerra, no confiaban en el plan y lo veían como un apaño provisional para ganar tiempo y pulir la estrategia.
En una entrevista de historia oral con el Ejército, Kapusta dijo: «Nos dieron algunas directrices generales, como: “Eh, que queremos ir a luchar contra los talibanes y Al Qaeda en Afganistán”. En verdad, en el plan original, el cambio de régimen no era un objetivo primordial. No se descartaba, pero no era el propósito fundamental».10
El 16 de octubre, el Consejo de Seguridad Nacional de Bush aprobó un nuevo documento estratégico. El plan secreto de seis páginas,11adjuntado a uno de los copos de nieve de Rumsfeld y más tarde desclasificado, consistía en aniquilar Al Qaeda y acabar con el régimen talibán, pero citaba pocos objetivos concretos más allá de eso.
La estrategia concluía que Estados Unidos debía «tomar medidas para contribuir a crear un Afganistán postalibán más estable». Pero anticipaba que las tropas estadounidenses no se quedarían mucho tiempo: «Estados Unidos no debería involucrarse en ninguna campaña militar tras la caída de los talibanes, porque ya estará totalmente sumido en un esfuerzo antiterrorista en todo el mundo».12
Conociendo la historia de Afganistán, pródiga en encerronas a los invasores extranjeros, la administración Bush quiso destinar el menor número posible de soldados al país.
En una entrevista de historia oral con la Universidad de Virginia, Douglas Feith, subsecretario de políticas militares del Pentágono, dijo que, «según Rumsfeld, en Afganistán el plan era usar una fuerza pequeña porque no queríamos tener tanta presencia como los soviéticos. No queríamos provocar una reacción xenófoba de los afganos. Los soviéticos enviaron a 300.000 soldados y cayeron. No queríamos repetir ese error».13
El 19 de octubre entraron en Afganistán las primeras fuerzas de Operaciones Especiales. Allí se unieron a un puñado de agentes de la CIA coligados con la Alianza del Norte, un grupo de señores de la guerra antitalibanes. Los aviones estadounidenses con base en la región aportaron una enorme potencia de fuego. Pero a pesar de toda la ayuda exterior, las heterogéneas fuerzas de la Alianza del Norte no consiguieron ganar mucho terreno a los combatientes talibanes ni a Al Qaeda.
El Día de Todos los Santos, Rumsfeld se reunió con la cúpula del Pentágono en su despacho, a última hora de la mañana. En un momento dado se volvió hacia Feith y el general de la Marina Peter Pace, vicepresidente del Estado Mayor Conjunto, y les dijo que había que replantear la estrategia de guerra. Impaciente, el secretario de Defensa pidió un nuevo plan por escrito y dio a Feith y Pace cuatro horas14para tramarlo, según la entrevista de historia oral de Feith.
Feith y Pace abandonaron el señorial despacho de Rumsfeld y se dirigieron al trote al despacho del primero, cruzando el pasillo del anillo exterior. Allí se les sumó el general de división de las Fuerzas Aéreas Michael Dunn, que lideraba el equipo de planificación del Estado Mayor Conjunto. Con los dos generales curioseando detrás de él, Feith se sentó delante del ordenador15y redactó un nuevo análisis estratégico para Rumsfeld, algo que normalmente exigiría meses y una barbaridad de personal.
Era una escena curiosa en varios sentidos. Feith era un intelectual licenciado en Harvard de cuarenta y ocho años. Tenía los labios fruncidos, llevaba gafas redondas y nunca había vestido de uniforme. Sacaba de quicio a muchos generales fingiendo saber más de lo que sabía sobre operaciones militares. El arisco general del Ejército de Tierra Tommy Franks, proveniente de Oklahoma y a cargo de la campaña militar, acabaría llamando a Feith «el pendejo más estúpido de la faz de la Tierra».16Otro general de cuatro estrellas del Ejército de Tierra, George Casey, dio una entrevista de historia oral en la Universidad de Virginia en la que describió a Feith como «intransigente» y alguien con quien era casi imposible trabajar, añadiendo que: «Siempre tenía que llevar la razón y era tan obstinado en sus argumentos y sus posturas que realmente se volvió muy difícil».17
En un curioso capricho del destino, Feith hizo buenas migas con Pace,18que había combatido en Vietnam como jefe de un pelotón de fusileros y había estado destinado a Somalia, Corea y otros puntos candentes durante los treinta y cuatro años que había servido en los marines. Juntos, y sin dejar de mirar al reloj, articularon una nueva guía estratégica para Afganistán y se la entregaron a tiempo a Rumsfeld por la tarde. Así lo recuerda Feith: «Estando allí, me volví hacia Pace y le dije algo así como: “Esto es un poco extraño, ¿no? Es como quedarte toda la noche estudiando para un examen en la universidad”».19
El documento se replanteaba algunas cuestiones obvias20sobre la campaña militar: «¿Dónde estamos? ¿Cuáles son nuestros objetivos? ¿Cuáles son nuestras hipótesis? ¿Qué podemos hacer?». Feith quedó muy contento con el producto final. En su entrevista de historia oral, dio a entender que su jefe también había dado su aprobación. «Era una versión mini de un buen análisis estratégico desde el prisma de Rumsfeld. Con tanta urgencia, no se puede estudiar algo a fondo.»
Días más tarde, muchos líderes estadounidenses se quedaron de piedra cuando la suerte cambió a su favor. Con la ayuda de Estados Unidos, las fuerzas de la Alianza del Norte tomaron rápidamente el control de varias ciudades importantes: Mazar-e Sarif el 9 de noviembre; Herat el 12 de noviembre; Kabul el día 13; y Jalalabad el día siguiente.
Kapusta, estratega de Operaciones Especiales, estaba presente en una sala de conferencias de Tampa, en el cuartel general del Mando Central. El grupo de oficiales de alta graduación allí presente se maravillaba del progreso. «Justo después de la caída de Kabul, uno de los tipos llegó a decir: “En serio, no creíais que esta locura iba a salir bien”. Y todo el mundo asintió en señal de consenso.»21
Los jefes del Pentágono tampoco salían de su asombro con el veloz giro de los acontecimientos. «Allá por noviembre nos estábamos preguntando cuánto territorio podríamos recuperar o conquistar antes de las vacaciones? ¿Podemos rascar lo suficiente para sobrevivir al invierno?»22Pace, el general de la Marina, dijo esto en una entrevista de historia oral con la Universidad de Virginia: «Ahora todo el país nos pertenece. Y no es Navidad todavía. O sea, lo lógico es pensar: “Joder, está bastante guay”».
Después de expulsar a los talibanes de forma algo inesperada, los comandantes militares demostraron no estar preparados para la siguiente fase ni tener claro qué hacer. Temían que Afganistán se sumiera en el caos, pero también tenían miedo de que, si mandaban más fuerzas terrestres para llenar el vacío, podrían verse obligados a asumir la responsabilidad por los numerosos problemas del país. Por tanto, el Pentágono envió unas cuantas tropas extra para ayudar a cazar a Bin Laden y otros líderes de Al Qaeda, pero limitó al máximo su visibilidad y sus misiones.
Durante un tiempo, fue suficiente para impedir que Afganistán se descosiera. En público, Rumsfeld actuaba como si nunca hubiera dudado ni por un segundo del plan general.
En una triunfalista conferencia de prensa del 27 de noviembre en el cuartel general del Mando Central en Tampa, Rumsfeld dijo: «Creo que lo que ocurrió en las primeras fases fue justo lo que teníamos pensado. Se estaban gestando las condiciones para lo que había que hacer». Incluso soltó una pulla a los periodistas que habían especulado con el fantasma de Vietnam. «Parecía que no estaba pasando nada. Hasta parecía que estábamos... venga, ¡repetidlo todos juntos!... en un atolladero.»
Al principio, el Ejército tenía tan clara la intención de no prolongar su estancia en Afganistán que optó por no importar conforts básicos para acomodar a las tropas. Los soldados que querían lavar la ropa tenían que enviar la colada sucia por helicóptero a una base de apoyo temporal en el vecino país de Uzbekistán.
El Día de Acción de Gracias, el Ejército hizo una pequeña concesión en aras de la higiene y envió un equipo de dos hombres para instalar la primera ducha en la base aérea de Bagram, en el norte de Afganistán. En ese momento acogía unos doscientos soldados de Fuerzas Especiales y un sinfín de unidades de tropas aliadas.
El mayor Jeremy Smith fue el intendente que supervisó la unidad de lavandería en Uzbekistán. Según dijo en una entrevista de historia oral con el Ejército: «Había hombres que llevaban allí hasta treinta días. Necesitaban una ducha».23Sus superiores no querían enviar personal ni equipamiento adicional a Bagram, pero acabaron claudicando: «Al final cedieron, pero dijeron: “No tenemos claro el tiempo que vamos a estar aquí, hay muchas cosas que no vemos claro, así que nuestra presencia aquí será lo más testimonial posible. ¿Cuál es el número mínimo de gente que podéis enviar?”. El número más bajo eran dos personas. “¿Cuál es la ducha más pequeña que podéis mandar?” “Bueno, el diseño es para doce, pero la unidad más pequeña que podemos mandar tiene seis cabezas.” La cabeza, la caldera y las bombas de agua estaban diseñadas para un sistema de duchas de doce cabezas. Por tanto, si solo se colocaban seis, significaba que iba a haber una estupenda presión del agua. A todo el mundo le pareció bien».
Con el tiempo, Bagram fue ensanchándose hasta convertirse en una de las bases militares más grandes de Estados Unidos en el extranjero. Cuando Smith regresó a Bagram una década más tarde para un segundo período de servicio, se encontró una ciudad plenamente operativa con un centro comercial, un concesionario Harley-Davidson y unos 30.000 soldados, civiles y contratistas: «Reconocí en el acto las montañas, incluso antes de que el avión aterrizara. Y entonces noté el mismo olor. Pero al desembarcar, fue como: “¡Virgen santa! No reconozco casi nada”».24
En diciembre de 2001, sin embargo, solo había 2.500 efectivos estadounidenses en todo Afganistán. Rumsfeld permitió que la cifra aumentara un poquito, pero impuso límites estrictos. A finales de enero, había más personal militar realizando labores de vigilancia en los Juegos Olímpicos de Invierno de 200225en Salt Lake City (4.369) que en Afganistán (4.003).
Muchas de las tropas en el sur de Afganistán no se movían de un aeródromo cerca de Kandahar, donde las condiciones eran aún más deplorables que en Bagram, a unos 500 kilómetros. «Solo había un lugar en el que ducharse en todo el país»,26dijo en una entrevista de historia oral con el Ejército el mayor David King, del 160.º Regimiento de Aviación de Operaciones Especiales. «Entras sabiendo que vas a mear en un tubo y que vas a cagar en un barril y a prenderle fuego con gasóleo. [...] No había camiones de recogida de residuos, ni inodoros portátiles ni nada por el estilo... al menos de momento.»
Cuando el mayor de infantería Glen Helberg llegó al aeródromo de Kandahar en enero de 2002, tuvo que trasnochar a la intemperie en un saco de dormir, en medio del desierto. Esto dijo en una entrevista de historia oral con el Ejército: «La arena era finísima. Esa noche llovió y el agua empezó a correr por debajo de la tienda. Me desperté y vi que algunas de mis cosas estaban flotando».27
Cuando la unidad de Helberg se fue seis meses más tarde, los soldados ya dormían en camas plegables, no sobre el suelo. Nadie imaginaba que el polvoriento campamento de Kandahar acabaría convirtiéndose en un gigantesco centro militar, al nivel del de Bagram. Alguna vez llegó a ser la pista de aterrizaje más concurrida entre Nueva Deli y Dubái, gestionando 5.000 despegues y aterrizajes a la semana.
En aquel momento, parecía más bien que la guerra había llegado al cénit y que había entrado en una fase de depuración. En una entrevista de historia oral con el Ejército, el mayor Lance Baker de la 10.ª División de Montaña, un oficial de inteligencia, dijo que había rumores de que su unidad no tenía nada más que hacer: «Ya no hay combates, nuestra misión en Afganistán se ha acabado. Volvemos a casa».28
En junio de 2002, el mayor del Ejército de Tierra Andrew Steadman y su batallón de paracaidistas aterrizaron en Kandahar. Se morían por empezar a cazar miembros de Al Qaeda, pero acabaron quedándose de brazos cruzados. En una entrevista de historia oral con el Ejército, dijo que «los muchachos no hacían más que jugar a videojuegos. Hacían ejercicio por la mañana y algo de entrenamiento por la tarde».29
En el este de Afganistán, cerca de la frontera pakistaní, el pelotón del mayor del Ejército de Tierra Steven Wallace también tuvo dificultades para encontrar alguien con quien combatir. Esto declaró ante los historiadores del Ejército: «Estuvimos allí ocho semanas y no hubo ni una sola reyerta con fuego real. A decir verdad, era un tostón».30
Por fuera parecía que Afganistán se estaba estabilizando. En diciembre de 2001, la ONU celebró una cumbre en Bonn (Alemania) para urdir un plan de gobierno. Se eligió como líder provisional a Hamid Karzai, un líder tribal pastún con vínculos con la CIA que hablaba inglés con fluidez. Grupos humanitarios y docenas de países ofrecieron ayuda urgente.
La administración Bush aún temía quedar empantanada en el país. Pero las victorias militares fueron vertiginosas y decisivas y apuntalaron la confianza de los dignatarios estadounidenses, abriendo la puerta a nuevos objetivos.
Stephen Hadley, el entonces subconsejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, dijo que la guerra había entrado en «una fase ideológica» en que Estados Unidos decidió introducir la libertad y la democracia en Afganistán como alternativa al terrorismo. Para lograrlo, las tropas tenían que prolongar su estancia.
En una entrevista de Lessons Learned, Hadley dijo: «Al principio dijimos que no íbamos a construir una nación. Ahora bien, sin ella es imposible asegurar que Al Qaeda no vaya a volver. No queríamos ser fuerzas de ocupación ni atosigar a los afganos. Por otro lado, una vez expulsados los talibanes, no queríamos dilapidar ese progreso».31
Cuando Bush dio ese discurso a los cadetes del Instituto Militar de Virginia en abril de 2002, se había marcado una serie de objetivos mucho más ambiciosos para la guerra. Según dijo, Estados Unidos tenía el deber de ayudar a Afganistán a crear un Estado libre de terrorismo, con un gobierno estable, un nuevo ejército nacional y un sistema educativo que tratara igual a niños y a niñas. Y añadió: «La auténtica paz solo será posible cuando facilitemos al pueblo afgano los medios para cumplir sus propias aspiraciones».
Bush estaba prometiendo entonces que Estados Unidos transformaría un país empobrecido y traumatizado por la guerra y los conflictos étnicos del último cuarto de siglo. Los objetivos eran nobles y magnánimos, pero Bush no concretó ni aportó baremos con los que valorar los resultados. En su discurso también esquivó la cuestión del coste o el tiempo total que se iba a requerir. Se limitó a decir: «Nos quedaremos hasta concluir la misión».
El clásico error de no adherirte a una estrategia clara... con objetivos concisos y asequibles. Aun así, pocas personas expresaron la sospecha de que Estados Unidos estuviera comprometiéndose con una misión sin final a la vista. Y los que plantearon dudas fueron ignorados. «Cuando invadimos Afganistán, todo el mundo hablaba de quedarnos un año o dos. Yo les dije que tendríamos suerte si salíamos en veinte años.»32Así se expresó Robert Finn, el embajador de Estados Unidos en Afganistán entre 2002 y 2003, en una entrevista de Lessons Learned.
Durante años, los altos comandantes del Ejército no quisieron reconocer que habían cometido errores estratégicos de bulto. Tommy Franks, el general que supervisó el inicio de la guerra, creía que había cumplido con su deber: derrotar a Al Qaeda y dejar fuera de combate a los talibanes. En una entrevista de historia oral con la Universidad de Virginia, dijo: «¿Cuántos ataques más ha habido en suelo norteamericano gestados en Afganistán? Un respiro, ¿no? Resolvimos el problema».33
En cuanto a resolver el futuro de Afganistán, Franks creía que era responsabilidad de otros: «Vale, creamos otros problemas y no hemos afrontado los siglos, por no decir milenios, de pobreza ni todos los escollos de Afganistán. ¿Tendríamos que habernos marcado eso como objetivo? No soy yo quien debe decirlo. Muchas veces di gracias por que el presidente no me preguntara jamás si debíamos hacer tal o cual cosa. Porque yo le habría dicho que ese era su trabajo, no el mío».34
No sería la última vez que Franks encabezaría una invasión sin planificar bien la ocupación posterior.
Seis meses después de estallar la guerra, Estados Unidos cometió un pecado de soberbia: asumió que el conflicto había terminado exitosamente y en los términos que el país había estipulado. Bin Laden seguía suelto, pero por lo general la gente en Washington dejó de prestar mucha atención a Afganistán y se centró en otro país de la región: Irak.
En mayo de 2002, un nuevo general de tres estrellas llegó a Afganistán para hacerse cargo de las fuerzas estadounidenses. Dan McNeill, nacido en Carolina del Norte en 1946 y veterano de la guerra de Vietnam, dijo que el Pentágono estaba tan sumido en Irak que le daba pocas órdenes.
Esto confesó McNeill en una entrevista de Lessons Learned: «Al principio no había ningún plan de campaña. Rumsfeld se ponía hecho un basilisco cuando aumentaba el número de soldados sobre el terreno».35
Cuando llegó el otoño, incluso el comandante en jefe se había distraído y había olvidado detalles cruciales sobre la guerra.
El 21 de octubre por la tarde, Bush estaba trabajando en el Despacho Oval cuando Rumsfeld entró a hacerle una pregunta rápida: ¿quería el presidente reunirse con el general Franks y el general McNeill esa semana?
Si nos guiamos por un copo de nieve que Rumsfeld escribió ese mismo día, Bush se quedó con la mirada perdida: «“¿Quién es el general McNeill?”, ha preguntado. Le he dicho que es el general al mando en Afganistán y me ha contestado que, sinceramente, no necesitaba reunirse con él».36