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Una guerra contra el opio

En marzo de 2006, una flota de tractores Massey Ferguson1invadió las áridas llanuras de la provincia de Helmand, hogar de los campos de amapola más fértiles del mundo. Los tractores arrastraban pesados rastrilladores de metal con los que aplastaron hileras de amapolas frescas que habían crecido hasta la altura de la rodilla, pero que aún estaban a unas semanas de la cosecha. Un pequeño equipo de jornaleros con palos cubrió el terreno al que los Massey Ferguson no llegaban. Cruzaban campos regados con canales y sacudían los tallos uno por uno.

La invasión de los campos marcó el inicio de la operación River Dance (Danza fluvial), pregonada por Estados Unidos como un avance en su guerra contra el opio. Sobre el papel, la campaña de erradicación duraría dos meses y sería una misión conjunta de los gobiernos de Estados Unidos y de Afganistán. Pero la labor y sus costes no se repartieron por igual. Las fuerzas de seguridad afganas y los contratistas privados atacaron las cosechas y se ensuciaron las manos mientras los consultores militares y agentes del Departamento de Estado y de la DEA (el organismo de lucha antidroga) vigilaban y orientaban. Por su parte, los contribuyentes estadounidenses corrían con los gastos de la operación.

La amapola afgana, la planta de la que se extrae el opio para producir heroína, llevaba décadas dominando el mercado internacional. Pero después de la invasión liderada por Estados Unidos en 2001, su producción alcanzó nuevas cotas. Los agricultores, que trabajaban tierras casi estériles, se aprovecharon del descalabro talibán y sembraron tanto cultivo comercial como pudieron. En 2006, los estadounidenses calculaban que la amapola suponía un tercio de toda la producción económica de Afganistán y representaba el 80 o el 90 % de toda la oferta de opio mundial.

El auge de las drogas coincidió con el resurgimiento talibán y la administración Bush concluyó que los narcodólares estaban nutriendo el despertar de la insurgencia. De resultas, la administración exigió una ofensiva contra el opio en Helmand, la provincia sureña donde los agricultores cultivaban el grueso de la planta.

En cuanto empezó la operación, dignatarios estadounidenses y afganos proclamaron su tremendo éxito. Mohammed Daud, el recién nombrado gobernador de Helmand, prometió que en dos meses no quedaría «opio en la provincia».2El general de división Benjamin Freakley, el comandante de la 10.ª División de Montaña, dijo que la campaña pintaba bien y presagiaba «un buen porvenir».

John Walters, el director de la Oficina para el Control de las Drogas con Bush, visitó Afganistán en plena operación. Al regresar a Washington, dijo a los periodistas en el Departamento de Estado que el país estaba «haciendo grandes progresos» y que la situación estaba «mejorando día a día». Alabó al gobernador de Helmand por «abanderar» la guerra contra el opio y declaró que todos los agricultores, líderes religiosos y representantes locales de la provincia estaban a favor de la campaña de erradicación.

No había ni rastro de verdad en sus palabras.

La operación River Dance fue un fiasco en todos los aspectos. En cables diplomáticos y entrevistas con el Ejército, representantes estadounidenses la describieron como una calamidad mal planificada que se tambaleó desde el principio. Según el teniente coronel Michael Slusher, un oficial de la Guardia Nacional de Kentucky que asesoró a soldados afganos durante la campaña: «Dicen que fue un gran éxito. A mí me parece una trola».3Y añadió que toda la operación no había «servido para nada».

Los tractores se atascaban en las acequias y los campos. Las excavadoras y los vehículos militares se averiaban constantemente. El método de azotar las plantas con los báculos resultó ser tan ineficaz que los líderes la desecharon enseguida.

El 24 de abril, la campaña sufrió otro varapalo. Un avión arrendado por el Departamento de Estado con dieciséis personas a bordo, la mayoría de ellas estadounidenses expertos en la lucha antidroga, se estrelló en Helmand. Impactó contra una hilera de casas hechas con ladrillo de adobe. En ese momento, representantes de Estados Unidos y de la OTAN dijeron que solo habían muerto dos pilotos ucranianos, pero los noticieros aseguraron que también habían perdido la vida dos niñas afganas.

Mike Winstead, un coronel del Ejército de EE. UU. que ayudó a coordinar la operación River Dance, dijo que la devastación había sido mucho peor. En una entrevista de historia oral con el Ejército, explicó que había ido rápidamente a ayudar a extraer los cuerpos de unos quince afganos de sus casas, destrozadas.4Del lugar del siniestro también recuperó un maletín con documentos clasificados y una bolsa con 250.000 dólares en efectivo,5enviados por el Departamento de Estado para sufragar las medidas contra la amapola.

El accidente fue el emblema de la futilidad de la campaña. «No tengo claro que la situación fuera mucho mejor al final de la campaña. Sufrimos muchísimo»,6dijo Winstead.

Para más inri, a medida que la temporada de floración avanzaba y las amapolas pintaban una espectacular estampa con flores rosas y blancas, muchos afganos de los equipos de erradicación desertaron.7

Según un cable diplomático estadounidense, la mayoría de los bastoneros «abandonaron sus puestos» cuando supieron que podían ganar mucho más cultivando opio para los agricultores que acabando con las plantaciones para el gobierno afgano. Los labradores ofrecían sueldos que quintuplicaban los del gobierno, en efectivo o en especie (drogas). Al concluir la operación River Dance, el personal antidroga había pasado de tener quinientos efectivos a menos de cien.8

Para encubrir la debacle, los representantes afganos mintieron en sus informes respecto al número de hectáreas de amapolas desmanteladas.9Exageraron las cifras con unos cuantos ceros. En un par de cables diplomáticos enviados a Washington en mayo, la Embajada de EE. UU. en Kabul admitió que solo se había destruido «una cantidad simbólica»10del cultivo de amapola y arrojó dudas sobre las estadísticas oficiales afganas. Con todo, el Departamento de Estado avaló las falseadas cifras ante el Congreso y las citó como prueba del éxito de la misión.11

Lo que sí consiguió la operación River Dance fue enfurecer a los agricultores de amapola de Helmand. Para sabotear a los erradicadores, enterraron bombas caseras y otras trampas cazabobos e inundaron los campos para que los tractores quedaran atascados. Muchos acusaban a los americanos de quitarles el sustento. Estaban especialmente indignados por que destruyeran un producto que se consumía en gran medida en Occidente. Según Winstead: «Muchos lugareños me preguntaban: “Coronel, ¿por qué os estáis cargando un producto que los vuestros consumen y desean?”. No lo entendían».12

Cuando resultó evidente que sus aliados del gobierno afgano estaban embolsándose gran parte de los beneficios del opio de Helmand y que estaban usando la operación River Dance para castigar a la competencia, los estadounidenses se ruborizaron. Bien entrada la operación, se dieron cuenta de que los estaban utilizando.

Un cable diplomático del 3 de mayo firmado por el embajador Ronald Neumann destacó al gobernador adjunto y al jefe de policía de Helmand como «individuos especialmente corruptos».13El cable admitía que los cultivos principales de amapola de la provincia habían salido indemnes porque estaban bajo el control de «poderosos líderes tribales» y funcionarios con «considerables intereses y un buen grado de influencia». La policía afgana también recibía pagos de los agricultores a cambio de perdonar sus campos del arrasamiento. Visto lo visto, los estadounidenses corrían el riesgo de colaborar con una extorsión a gran escala.

El mayor Douglas Ross, un consejero militar integrado en una unidad de soldados afganos, tildó la River Dance de «operación ilegal» y temió que pudiera provocar una revuelta colosal contra las fuerzas estadounidenses y afganas. En una entrevista de historia oral con el Ejército, dijo: «Si hay alguien allí desplumando a la gente y nosotros garantizamos la seguridad, estamos enviando un mensaje incorrecto. Ya te digo que al final de la operación, el pelo se me había vuelto blanco».14

La campaña contra la amapola afectó sobre todo a agricultores pobres que no tenían conexiones políticas o dinero para los sobornos. Desolados y en la más extrema pobreza, se convirtieron en reclutas perfectos de los talibanes.

En una entrevista de historia oral con el Ejército, el coronel Dominic Cariello, un oficial de la Guardia Nacional de Wisconsin que asesoró a una unidad del Ejército afgano durante la operación, dijo: «El 90 % de los ingresos de la gente en la provincia de Helmand provienen de la venta de amapola. Ahora se lo estamos quitando. Pues claro que cogerán las armas y te dispararán. Les estás robando el sustento. Tienen una familia que alimentar».15

Los labradores que no se presentaban voluntarios para la insurgencia solían ser reclutados de todas formas. Antes de la siembra, muchos habían firmado pactos con los narcotraficantes y habían prometido entregar una cantidad fija de resina seca, o «goma», al final de la estación. Arrasados sus cultivos, tenían una presión enorme por pagar la deuda.

En una entrevista de historia oral con el Ejército, el mayor John Bates, edecán del subcomandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, declaró que «al narcotraficante no le importa de dónde venga la goma, pero te dirá: “En invierno te di 2.000 dólares y me debes 18 kilos. Si no me puedes entregar la goma, te mataré a ti, a tu esposa y a tus hijos. O también puedes coger esta arma y ayudarme a luchar contra los americanos”».16Y añadió: «Estábamos fastidiando a toda la provincia. Helmand estalló».17

Antes de la operación River Dance, Helmand fue un frente relativamente tranquilo en la guerra con los talibanes. Pero una vez iniciada la operación, los insurgentes entraron en tromba. En un cable del 3 de mayo, Neumann informó de lo siguiente: «Parece que la campaña también ha atraído más talibanes a Helmand. Quizá estén intentando proteger su propio interés financiero y ganarse el favor de la población local protegiendo de algún modo sus cosechas de amapola».18Dos semanas después, otro cable de la Embajada de EE. UU. señaló que la seguridad en Laškar Gāh, la capital de la provincia, era muy mala y seguía deteriorándose.19

El pico de violencia de mayo coincidió con la llegada de tropas británicas a Helmand, consecuencia de una remodelación en la distribución de fuerzas de la OTAN. Los británicos demostraron falta de preparación y se vieron desbordados. Slusher, el miembro de la Guardia Nacional de Kentucky, dijo esto de las tropas caídas o heridas en combate: «En cuanto traspasamos el mando a los británicos, en menos de una semana se dispararon los caídos y heridos en combate. Los señores de la guerra intervinieron, los talibanes intervinieron y la cosa se puso fea».20

Pese a las alabanzas públicas de los representantes estadounidenses y afganos, la operación River Dance se convirtió en uno de los desaciertos estratégicos más grandes de la guerra. En vez de generar confianza en el gobierno afgano y cortar las fuentes de ingresos talibanes, la campaña en Helmand de 2006 ayudó a transformar la región en un bastión letal de los insurgentes.

Las fuerzas de Estados Unidos, de la OTAN y de Afganistán pagarían un alto precio por el error durante el resto de la guerra.

 

 

Los plantadores afganos llevan generaciones plantando variedades de la amapola, la Papaver somniferum. En el valle del río Helmand crece particularmente bien gracias a la extensa red de canales financiados por los contribuyentes americanos. En los años sesenta, en plena guerra fría, la USAID construyó los canales para estimular la producción de algodón y otros cultivos en el sur de Afganistán.

En plena floración, las flores de la amapola irradian majestuosos e incandescentes tonos de blanco, rosa, rojo y morado. Cuando caen los pétalos, en el extremo superior del tallo queda una cápsula del tamaño de un huevo. Durante la cosecha, los labriegos cortan las cápsulas para drenar un látex blanco lechoso, que se seca y se convierte en resina. Es un cultivo comercial ideal para Afganistán. A diferencia de las frutas, las verduras y los granos, la resina no se pudre ni atrae plagas. Es fácil de almacenar y se puede transportar a grandes distancias.

Los traficantes llevan la resina del opio a laboratorios o refinerías, donde se procesa para fabricar morfina y heroína. El opio afgano satisface la demanda de heroína en Europa, Irán y otras partes de Asia. Uno de los pocos mercados que no domina es el de Estados Unidos, que obtiene la mayor parte de la droga de México.

Es irónico, pero la única fuerza capaz de poner límite al sector de la droga afgano han sido los talibanes.

En julio de 2000, cuando los talibanes controlaban la mayor parte del país, su ermitaño y tuerto líder, el mulá Mohammed Omar, declaró que el opio contravenía las normas islámicas y prohibió el cultivo de amapola. El resto del mundo se quedó de piedra, pero la prohibición funcionó. Por miedo a irritar a los talibanes, los agricultores afganos dejaron de plantar amapola de inmediato. Naciones Unidas calculó que el cultivo de la planta se desplomó un 90 % del año 2000 al 2001.

La declaración provocó un terremoto en el mercado global de heroína y fue un mazazo para la economía afgana. Años más tarde, los afganos recordaban el momento con asombro y decían que evidenciaba la impotencia de Estados Unidos y sus aliados del gobierno afgano en las batallas contra el opio.

En una entrevista de Lessons Learned, Tooryalai Wesa, ex gobernador de la provincia de Kandahar, dijo que «cuando los talibanes ordenaron parar el cultivo de amapola, el mulá podía hacer cumplir el decreto con un solo ojo. Una vez aprobada la norma, nadie cultivó amapola. [...] Cuando llovieron miles de millones de dólares para el Ministerio Antidroga, lo cierto es que no menguó [nada] el cultivo de amapola. Incluso aumentó».21

Los talibanes habían esperado que la prohibición del opio les ganara el favor de Washington e instara a Estados Unidos a prestar ayuda humanitaria. Pero esas esperanzas se diluyeron con los ataques del 11S de Al Qaeda, organización a la que los talibanes habían concedido refugio.

En cuanto las fuerzas armadas estadounidenses invadieron el país y expulsaron del poder a los talibanes en 2001, los agricultores afganos volvieron a sembrar las semillas. Los estadounidenses y sus aliados reconocían que seguramente el problema se iba a agravar, pero no lograron acordar ningún plan.

Estados Unidos estaba obcecado con cazar líderes de Al Qaeda. El Departamento de Estado ya tenía suficiente con intentar consolidar el nuevo Estado afgano. Aunque la amapola no tenía nada que ver con el motivo por el que se había declarado la guerra, algunos congresistas y senadores presionaron a la administración Bush para que se priorizara la cuestión.

En 2002, Michael Metrinko, el diplomático estadounidense que sobrevivió al cautiverio durante la crisis de rehenes en Irán, visitó el abandonado complejo de la Embajada en Kabul y dijo que «en el Congreso todo el mundo se subió al carro en el acto».22En una entrevista diplomática de historia oral, recordó una conversación con un político no identificado que estaba consumido por el proyecto: «Miré al congresista y le dije: “Señor, aún no tenemos ni un retrete operativo en la Embajada. Comparto uno con unos cien hombres más. ¿Qué prioridad quiere que le dé a intentar acabar con la producción de droga en el otro extremo del país?”».23

El presidente George Bush convenció a la ONU y a los aliados europeos para urdir una estrategia antiamapola. En la primavera de 2002, los británicos, que habían aceptado la misión, hicieron una oferta irresistible. Convinieron en pagar a los agricultores de amapola 700 dólares por acre24(unos 1.700 por hectárea) por destruir sus cosechas, lo cual era un dineral en un país empobrecido y desolado por la guerra. El rumor sobre el inicio de un programa de treinta millones de dólares provocó un rapto de cultivo de amapola. Los agricultores plantaron tanta como pudieron, ofreciendo parte de su cultivo a los británicos para que lo destruyeran y vendiendo el resto. Otros cosecharon el látex justo antes de destruir las plantas y cobraron igualmente. Según Metrinko: «Los afganos son como la mayoría: están encantados de aceptar grandes sumas y prometer cualquier cosa sabiendo que te vas a marchar. Los británicos llegaban y entregaban cantidades de dinero. Los afganos decían: “Sí, sí, sí, lo quemaremos ahora mismo”. Y entonces se iban. Ingresaban dinero de dos sitios por la misma cosecha».25

En una entrevista de Lessons Learned, Anthony Fitzherbert, un experto agrícola británico, señaló que el programa de dar dinero a cambio de destruir los cultivos fue «una espantosa muestra de total ingenuidad».26Afirmó que la gente al mando no conocía en absoluto los pormenores: «Y no sé si les importaba ni un comino».

En 2004, mientras los afganos labraban más y más tierras y los británicos se veían desbordados, la administración Bush empezó a reconsiderar su rol. Pero la burocracia estadounidense carecía de consenso y dirección para abordar el problema. La INL (Oficina Internacional de Estupefacientes y Aplicación de la Ley) del Departamento de Estado debía supervisar la política. Pero según el teniente general David Barno, comandante de las fuerzas estadounidenses entre 2003 y 2005, en ese momento la INL solo tenía un empleado destinado a la Embajada de Kabul.27

Comparativamente al Departamento de Estado, el Ejército de EE. UU. poseía más recursos, pero los comandantes no veían claro meterse en ese embrollo. No pensaban que luchar contra los narcotraficantes fuera parte de la misión y estaban preocupados. Atacar a los agricultores podía amenazar a sus tropas. La CIA era reacia a poner en peligro sus relaciones con los señores de la guerra por el tema de las drogas. Los aliados de la OTAN tampoco se ponían de acuerdo en lo que había que hacer.

El general de división británico Peter Gilchrist, que fue subcomandante de Barno entre 2004 y 2005, dijo en una entrevista de historia oral con el Ejército que «no había literalmente ninguna coordinación. Pero había muchas pugnas entre agencias. Y no solo entre sus agencias, sino entre las suyas y las nuestras, las británicas. Era un galimatías. No funcionaba y punto. No estábamos nada engrasados».28

En noviembre de 2004, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld envió un copo de nieve a Doug Feith, el responsable de política del Pentágono. En él protestaba por la falta de rumbo estratégico de la administración Bush: «Con respecto a la estrategia antidroga para Afganistán, parece que no está sincronizada y que no hay nadie al volante».29

Entre 2004 y 2006 aumentaron los atentados suicidas y otros tipos de ataques. Miembros del Congreso y agentes de la DEA y la INL alegaban que los beneficios del opio estaban alimentando la insurgencia. Otras voces argumentaban que las fuentes de financiación y las motivaciones detrás de la insurgencia eran más complejas, pero perdieron el debate. La administración Bush decidió ser más intransigente con los labradores afganos de amapola y reservó 1.000 millones de dólares al año para programas como la operación River Dance.

Al declarar el opio el enemigo, Estados Unidos abrió un segundo frente en la guerra de Afganistán.

Barnett Rubin, experto académico en Afganistán y antiguo asesor de la ONU, dijo que la administración Bush había malinterpretado los factores del resurgimiento talibán. En una entrevista de Lessons Learned, dijo: «Por algún motivo se nos ocurrió la explicación de las drogas: los talibanes se benefician de las drogas y, por tanto, las drogas son la causa de los talibanes».30

Pero aparte de los talibanes, había más gente que se estaba lucrando con el comercio de las drogas. Gobernadores, señores de la guerra y otros altos dignatarios afganos, supuestamente aliados de Washington, se volvieron dependientes del negocio, llevándose una mordida de agricultores y traficantes que operaban en sus áreas de influencia. Estados Unidos y la OTAN tardaron mucho en reconocer que la corrupción relacionada con el narcotráfico estaba entorpeciendo el esfuerzo bélico y amenazaba con convertir Afganistán en un «narcoestado».

En un copo de nieve de octubre de 2004, Rumsfeld notificó a varios miembros destacados del Pentágono que la ministra de Defensa francesa, Michèle Alliot-Marie, estaba inquieta por que el sector del opio debilitara el control sobre el país del presidente Hamid Karzai: «Cree que es importante actuar pronto para evitar que los narcodólares elijan al Parlamento afgano y, luego, este se oponga a Karzai y corrompa el gobierno».31

Un año después, Neumann hizo sonar la misma alarma. En un cable clasificado de septiembre de 2005 para Washington, dijo: «Muchos de nuestros contactos temen, lógicamente, que el floreciente sector de los narcóticos dispare la corrupción en el país y escape a cualquier control. Tienen miedo de que la ingente cantidad de dinero ilegal procedente del cultivo, el procesamiento y el tráfico de opio asfixie al legítimo Estado de Afganistán justo cuando acaba de nacer».32

Pero los líderes estadounidenses seguían sin saber qué hacer.

Cuando la operación River Dance demostró lo absurdo que era atacar los campos de amapola con tractores y palos, algunos miembros de la administración Bush y políticos presionaron para adoptar un plan más agresivo, como el que Washington había apoyado en Colombia para combatir el tráfico de cocaína. Una parte esencial de ese programa, conocido como Plan Colombia, era la fumigación aérea con herbicidas para erradicar las plantas de coca. La administración Bush celebró como un éxito el Plan Colombia, a pesar de que se decía que los herbicidas podían provocar cáncer.

Algunos líderes dudaban de que pudiera funcionar en Afganistán, por esos motivos y por otros. John Wood, un miembro del Consejo de Seguridad Nacional con Bush, dijo en una entrevista de Lessons Learned que el entonces presidente de Colombia, Álvaro Uribe, era un aliado fiable que apoyaba la fumigación aérea: «Uribe era un líder creíble y veía un vínculo entre la insurgencia y las drogas. Además, el Ejército colombiano era competente».33

En cambio, las fuerzas de seguridad afganas eran mucho más débiles y el presidente Karzai estaba menos por la labor. En público, Karzai declaró una «guerra santa» a la amapola y dijo que el negocio era «más peligroso que el terrorismo». Pero, en privado, albergaba serias dudas.

Karzai y los ministros de su gabinete rechazaron la propuesta de fumigación estadounidense. Les asustaba que los herbicidas pudieran contaminar el agua y los suministros de comida, y que los afganos de las zonas rurales se rebelaran si su gobierno permitía a extranjeros soltar extrañas sustancias desde el cielo. En una entrevista de Lessons Learned, Zalmay Khalilzad, embajador de Estados Unidos en Kabul de 2003 a 2005, dijo que «Karzai pensaba que los afganos verían la medida como un ataque químico contra ellos».34

Además, los dignatarios afganos sabían que si la fumigación funcionaba, aplastaría el único retal de la economía nacional que iba viento en popa. Y eso desilusionaría aún más a los habitantes de las zonas rurales.

En una entrevista diplomática de historia oral, Ronald McMullen, que dirigía la oficina afgano-pakistaní de la INL, dijo: «Alentar a Karzai a organizar una campaña efectiva contra el narcotráfico era como pedir a un presidente americano que paralizara toda la actividad económica de Estados Unidos al oeste del Misisipi. Esa era la magnitud de lo que les estábamos pidiendo a los afganos».35

Los militares estadounidenses eran igual de recelosos de la fumigación, pese a que la administración Bush respaldaba la idea. Para la mayoría de los comandantes, el opio era un problema de orden público. También les daban miedo los posibles riesgos para la salud de sus tropas. Y la situación les devolvía a la guerra de Vietnam, cuando las fuerzas estadounidenses arrojaron agente naranja, un defoliante tóxico, sobre las selvas tropicales.

La reticencia de los cuadros militares irritó a algunos congresistas y senadores. Políticamente, era difícil explicar a los votantes por qué los americanos estaban librando una guerra para rescatar al mayor productor de opio del mundo. La cosa se puso aún más fea cuando los periódicos publicaron fotos de soldados estadounidenses patrullando a pie por campos de amapola en plena floración, pues la mayoría de las unidades tenían órdenes de no involucrarse en el hacer de los agricultores.

Poco después de iniciarse la operación River Dance en marzo de 2006, una delegación del Congreso liderada por el representante republicano Michigan Peter Hoekstra visitó Afganistán. Su misión era comentar los planes contra la amapola con agentes americanos, afganos y británicos. La INL organizó un vuelo en helicóptero por la zona central de Helmand para que los políticos lo vieran en primera persona.

Los congresistas vieron amapola creciendo por todas partes. No daban crédito.36Según un cable diplomático que resumió la visita, había plantaciones cerca de caseríos, en campos rodeados por muros de adobe e incluso alrededor de la capital provincial de Laškar Gāh: «De veras, había campos de amapola por todas partes. Desde el helicóptero se apreciaban sin dificultad cientos de sembrados gigantescos, con plantas en diferentes estadios de crecimiento. Muchos estaban en plena floración».

Con todo, algunos altos diplomáticos estadounidenses dijeron comprender la reticencia militar de enemistar a los agricultores y jornaleros. Según Richard Boucher, que supervisó la política en Asia Meridional para el Departamento de Estado de 2004 a 2008: «Empatizo con las tropas. Si yo llevara un chaleco táctico y hubiera amapolas, simplemente diría: “Mira qué flores más bonitas”. No estaban ahí para podar flores y esperar a que alguien les empezara a disparar de repente».37

Durante la etapa de Neumann como embajador, entre 2005 y 2007, él y otros miembros de la Embajada de EE. UU. en Kabul intentaron convencer a los miembros del Congreso de que el país tenía que pensar a largo plazo. Según Neumann, tendrían que pasar muchos años antes de que los afganos pudieran transformar su economía rural y encontrar alternativas realistas al cultivo de la amapola.

En una entrevista de Lessons Learned, dijo que había «una presión enorme por lograr resultados a corto plazo».38Añadió que la erradicación terrestre y la fumigación aérea eran «iniciativas del Congreso, que quería ver algo tangible», aunque era obvio que no era una solución sencilla. «Washington no lo entendía. Para que una campaña contra la droga fuera un éxito, tendría que ir acompañada de una colosal campaña de desarrollo rural.»

A finales de 2006, nadie dudaba de que la operación River Dance no había servido para mucho. Ese año, Afganistán recolectó un volumen récord de opio. Según las estimaciones de la ONU, el número de acres cultivados creció un 59 %. Y el año siguiente la cosecha fue todavía más abundante, incrementándose otro 16 %.

En 2007 la Casa Blanca nombró a otro embajador: William Wood, antiguo delegado del gobierno en Colombia y ferviente partidario de la fumigación aérea. Apodado Bill el Químico, Wood presionó a Karzai para que aceptara una gran campaña de fumigación. Pero por entonces el líder afgano andaba ya con la mosca detrás de la oreja y dudaba de las garantías de Washington respecto a la seguridad de los herbicidas. Se negó incluso ante las súplicas de Bush. Ya había dictado sentencia.

En enero de 2008, Richard Holbrooke, un ex embajador de Estados Unidos en las Naciones Unidas, arremetió duramente contra la guerra del opio de la administración Bush en un artículo de opinión en The Washington Post. Dijo que el énfasis en la erradicación «podía ser el programa más ineficaz en la historia de la política exterior americana».39

«No solo es tirar el dinero, sino que refuerza a los talibanes y a Al Qaeda»,40escribió Holbrooke. Al final, exigía una puesta al día de las «desastrosas políticas antidroga» del gobierno de Estados Unidos en Afganistán.

Pronto tendría la ocasión de probar sus métodos.