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Doblar la apuesta

Con su habitual cara de póquer, el 11 de mayo de 2009 el secretario de Defensa Robert Gates entró con paso firme en la sala de reuniones del Pentágono para ofrecer a una rueda de prensa organizada a toda prisa. Con la mano izquierda agarraba una declaración de cuatro páginas doblada por la mitad para ponerla a salvo de miradas curiosas. Se sentó a una mesa junto al almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto, para enfrentarse a unas tres docenas de periodistas que no tenían la menor idea de por qué habían sido convocados. Un silencio solo alterado por el clic de las cámaras fotográficas invadió la sala.

Gates, poco amigo de hablar por hablar, fue directo al grano. Hizo una breve alusión a la noticia del día —inexplicablemente, un sargento del Ejército de EE. UU. había acribillado a balazos a cinco compañeros militares en un centro de salud iraquí— y, sin alterar su semblante sombrío, empezó a leer su declaración. Dijo que tras una cuidadosa revisión de las operaciones en Afganistán había llegado a la conclusión de que el Ejército de EE. UU. «puede y debe hacerlo mejor», y que la guerra requería «nuevas ideas y nuevos enfoques».

Entonces soltó el notición: cinco días antes había despedido al general del ejército David McKiernan, comandante de las tropas de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán. A pesar de la notoria propensión del Pentágono a las filtraciones, Gates había mantenido el bombazo en secreto. Hasta los periodistas que habían viajado con él a Afganistán la semana anterior y se habían reunido con McKiernan no tenían ni idea.

Tras dos años y medio de ejercicio en el Pentágono, Gates se había ganado una reputación de jefe poco escrupuloso que trataba a los mandos a toque de campana. Pero destituir a un comandante de guerra era una cosa muy distinta. El último caso destacado se había producido en 1951, cuando el presidente Truman relevó al general Douglas MacArthur por insubordinación durante la guerra de Corea.

Finalmente, Gates optó por salvaguardar su secreto antes que explicar por qué había tomado una medida tan drástica y dijo que McKiernan no se había negado a cumplir ninguna orden ni había hecho nada malo. «No ha sido por nada en concreto», dijo, simplemente era «el momento de un nuevo liderazgo y una mirada distinta».

El almirante Mullen fue igualmente críptico. Dijo que se sentía «muy animado por los progresos que se están haciendo» en algunas zonas de Afganistán, pero también pensaba que, no obstante, había llegado «la hora de un cambio».

Los periodistas miraron a Gates y a Mullen con escepticismo. Barbara Starr, corresponsal de la CNN de lengua afilada y asidua en los pasillos del Pentágono, les incitó a que dieran una respuesta más elaborada. «¿Es solo una pérdida de confianza?», preguntó. «Ustedes me perdonarán, pero todavía no he escuchado nada sobre por qué los dos piensan que [McKiernan] no podría hacer su trabajo.»

Gates repitió la consigna de que había llegado la hora de un cambio. Señaló que el presidente Barack Obama, el nuevo comandante en jefe, había revelado su «estrategia integral» para la guerra hacía seis semanas y había acordado enviar 21.000 soldados más a Afganistán, con lo que el total de efectivos estadounidenses se elevaría a unos 60.000. Debido a esos cambios, dijo Gates, él y Mullen querían un nuevo comandante de guerra: el general del Ejército Stanley McChrystal, un guerrero avezado en operaciones especiales que había trabajado para Mullen en el Estado Mayor Conjunto.

A primera vista, la abrupta destitución de McKiernan no tenía mucho sentido. Habían sido los propios Gates y Mullen quienes lo habían elegido para el puesto hacía once meses. Desde que aterrizó en Afganistán, McKiernan había estado pidiendo más tropas y equipos, y ahora que los refuerzos por fin llegaban, le daban la patada.

Pero McKiernan había violado una regla tácita. En los últimos días de la administración Bush se había convertido en el primer general en Afganistán que admitió que la guerra no iba bien. A diferencia de otros oficiales al mando, no engañaba al público con retórica falaz y habló sin rodeos hasta el final.

El 6 de mayo de 2009, en la que acabó siendo su última rueda de prensa en Kabul, McKiernan describió la guerra como en «punto muerto» en el sur y como «una lucha muy dura» en el este. Horas después, durante una cena privada en el cuartel general, Gates le dio el finiquito.

De forma intencionada o no, tanto Gates como Mullen habían enviado un mensaje al resto de las fuerzas armadas estadounidenses: habían despedido al comandante general por decir la verdad.

Días antes de su cese, McKiernan confió a otros oficiales destinados en Afganistán que sus valoraciones sinceras y sus repetidas peticiones de más tropas habían molestado a los altos funcionarios del Pentágono. En una reunión con el general de brigada del Ejército John Nicholson, comandante en la región de Kandahar, McKiernan dijo: «Puede que hayamos hecho demasiado bien al explicar lo mal que van las cosas aquí», según explicó el mayor Fred Tanner, asistente militar de Nicholson.1

Rememorando los hechos en una entrevista de historia oral del ejército, Tanner apunta a que McKiernan ya debía de conocer su destino: «Lo dijo con mucha profesionalidad. No estaba enfadado. Pero, mirando atrás, puedo pensar que acababa de recibir la noticia».2

El cambio en la cúpula militar generó titulares, pero no consiguió resolver los problemas subyacentes. Por el contrario, provocó más dudas e incertidumbre sobre la errática estrategia bélica de Estados Unidos.

Obama ganó las elecciones en 2008 después de haber prometido poner fin a la impopular guerra de Irak y prestar más atención a la de Afganistán. En ese momento, debido al 11S, la mayoría de los estadounidenses todavía consideraban la guerra de Afganistán una causa justa.

Después de tomar posesión de su cargo, Obama retuvo a Gates —republicano— como secretario de Defensa y lo puso al frente de lo que el presidente denominó una nueva «estrategia integral» para Afganistán. Obama dijo que haría hincapié en aumentar la diplomacia con Pakistán, donde los líderes talibanes y de Al Qaeda habían encontrado refugio y rejuvenecido sus redes. Pero la nueva estrategia se parecía en gran medida a la anterior. Obama siguió a rajatabla el plan de Bush de contención de la insurgencia y fortalecimiento del gobierno afgano hasta que pudiera valerse por sí mismo.

Sobre el terreno, las tropas estadounidenses siguieron lidiando con muchas de las preguntas que habían quedado sin respuesta desde 2001. ¿Cuáles eran sus metas, puntos de referencia y objetivos específicos? En otras palabras, ¿para qué estaban combatiendo?

En 2009, muchos soldados, marinos, aviadores y miembros del Cuerpo de Marines ya habían pasado varios períodos de servicio en Afganistán y cada vez que se reincorporaban encontraban menos sentido a la guerra. Años de persecución de presuntos terroristas no los habían llevado a ninguna parte. Los talibanes seguían resistiendo. «En aquel momento, miraba a Afganistán y pensaba que tenía que haber otra manera de resolver el problema que no fuera matando a la gente, porque eso era lo que estábamos haciendo, y cada vez que volvía, la seguridad había empeorado», dijo en una entrevista de Lessons Learned el general de división del Ejército Edward Reeder Jr., un comandante de Operaciones Especiales que sirvió en seis misiones de combate en Afganistán.3

El mayor George Lachicotte, nacido en Caribou (Maine), fue destinado por primera vez a Afganistán en 2004 como oficial de infantería. Cinco años después regresó como jefe de equipo del 7.º Grupo de las Fuerzas Especiales a las órdenes de Reeder. «Era mucho más enrevesado. Era mucho más difícil saber quién era el enemigo y quién no», dijo en una entrevista de historia oral del Ejército. «Los tipos que un día eran el enemigo, al día siguiente ya no lo eran.»4

En la mitad de su despliegue en 2009, mientras los estadounidenses trasladaban tropas para reforzar las asediadas fuerzas de la OTAN en el sur de Afganistán, el equipo de las Fuerzas Especiales de Lachicotte fue redesplegado repentinamente de la provincia de Helmand a la vecina Kandahar sin recibir muchas explicaciones. «No había una estrategia clara», dijo.5

Joseph Claburn, nacido en Alabama, era un joven teniente primero del Ejército en la 101.ª División Aerotransportada cuando fue destinado por primera vez a la zona de guerra en 2001. Su unidad luchó en la operación Anaconda, la última gran batalla contra las fuerzas de Al Qaeda, en marzo de 2002. Cuando regresó a Afganistán seis años después, lo habían ascendido a mayor. Como oficial de brigada del Estado Mayor con fuerzas británicas en Kandahar, le resultaba difícil visualizar cómo o cuándo podrían terminar los combates. «¿Cómo deberán ser las cosas cuando llegue el momento de irnos?», preguntó Claburn en una entrevista de historia oral del Ejército. «Si tuviera que escribirle ahora mismo en un papel “así deben estar para que podamos irnos”, diría que podríamos seguir allí por un tiempo extremadamente largo.»6

La nueva estrategia de Obama apenas duró unos meses. Tan pronto como McChrystal asumió el mando de la guerra en junio de 2009, ordenó una nueva revisión de la estrategia bélica; una clara señal de que el conflicto se había deteriorado más si cabe y de que no creía que el plan del presidente fuera a funcionar.

Hijo de un general de dos estrellas del Ejército, McChrystal había servido anteriormente en Afganistán, pero se había hecho notar en Irak, donde dirigió un grupo de Operaciones Especiales que persiguió y mató a cientos de líderes insurgentes. Había establecido un vínculo muy estrecho con el general del Ejército David Petraeus, comandante de las tropas estadounidenses en Irak y arquitecto de la estrategia de contrainsurgencia del Pentágono en ese país. Desde entonces, Petraeus había sido ascendido a jefe del Mando Central de Estados Unidos, desde donde supervisaba las operaciones militares en Oriente Medio y Afganistán. Había recomendado a McChrystal para el puesto de comandante de guerra en Afganistán.

Ambos generales alimentaban una imagen pública de superhombres cerebrales, adictos al trabajo, capaces de llevar a cabo varias tareas a la vez.

Petraeus, de 56 años, se había doctorado en Princeton y le encantaba retar a los periodistas a torneos de flexiones. Y si estos podían seguirle el ritmo durante sus carreras diarias de ocho kilómetros, respondía a sus preguntas.

McChrystal, de 54 años, transmitía la imagen de un capataz asceta que consumía audiolibros mientras corría trayectos de trece kilómetros. No tenía tiempo para desayunar o almorzar. «Se presiona a sí mismo sin piedad, duerme cuatro o cinco horas por la noche y solo come una vez al día», dijo de él The New York Times Magazine en una reseña.7

Recién llegados de su experiencia en Irak, McChrystal y Petraeus querían adoptar una estrategia de contrainsurgencia en Afganistán. Otros generales llevaban desde 2004 tratando de poner en práctica un enfoque similar, pero solo disponían de una pequeña parte de los efectivos que McChrystal y Petraeus consideraban necesarios.

Algunos oficiales del Ejército con experiencia en Afganistán pensaron que McChrystal, Petraeus y sus ayudantes eran unos arrogantes al asumir que podrían implementar su versión de la contrainsurgencia ignorando las lecciones aprendidas por los comandantes anteriores. «Fue decepcionante volver en 2009 y escuchar a una gente ebria de sus éxitos en Irak decir que “ahora voy a arreglar las cosas en Afganistán”», dijo en una entrevista de historia oral del Ejército el mayor John Popiak, oficial de inteligencia de la Agencia de Seguridad Nacional destinado tres veces en Afganistán entre 2005 y 2010. «Personalmente, creo que es erróneo afirmar que la buena contrainsurgencia comenzó cuando el general McChrystal llegó a Afganistán.»8

McChrystal terminó su revisión de la estrategia en agosto de 2009. Su informe clasificado de sesenta y seis páginas pedía una campaña de contrainsurgencia con «recursos adecuados».9Como parte de estos recursos quería hasta 60.000 soldados más, casi el doble de los que ya tenía. El nuevo comandante de guerra también reclamaba una inyección masiva de ayudas para construir el gobierno afgano y ampliar el tamaño de su ejército y fuerza policial. Al mismo tiempo, presionó para restringir las normas de combate de las fuerzas estadounidenses para limitar las bajas civiles en los ataques aéreos y las incursiones, un problema recurrente que enfurecía a muchos afganos.

Pero la nueva estrategia de McChrystal no abordaba otros defectos básicos que socavaban los esfuerzos en Afganistán. Desde su alarmante falta de conexión, Estados Unidos y sus aliados no se ponían de acuerdo sobre si estaban luchando realmente en una guerra en Afganistán, participando en una operación de mantenimiento de la paz, dirigiendo una misión de entrenamiento o haciendo otra cosa distinta. Estas diferencias eran importantes porque algunos aliados de la OTAN solo estaban autorizados a entrar en combate si era en defensa propia.

«Llamar a esto una guerra tiene grandes implicaciones», dijo en una entrevista de Lessons Learned un alto funcionario de la OTAN no identificado que ayudó a McChrystal con su revisión. «Desde el punto de vista del derecho internacional, esto tiene graves implicaciones, así que lo consultamos con el equipo jurídico y están de acuerdo en que no es una guerra.»10Para disimular el problema, McChrystal añadió una línea en su informe que describía el conflicto como «no una guerra en el sentido convencional».11

La declaración oficial de la misión de Estados Unidos y la OTAN era aún más enrevesada. Decía que el objetivo era «reducir la capacidad y la voluntad de la insurgencia, apoyar el crecimiento de la capacidad y las posibilidades de las Fuerzas Nacionales de Seguridad Afganas (ANSF, por sus siglas en inglés), y facilitar las mejoras en la gobernanza y el desarrollo socioeconómico con el fin de proporcionar un entorno seguro para una estabilidad sostenible que sea perceptible por la población».

La estrategia de McChrystal pasó por alto otra cuestión fundamental: ¿quién era el enemigo?

El primer borrador del informe de McChrystal no mencionaba a Al Qaeda porque el grupo prácticamente había desaparecido de Afganistán, según el funcionario de la OTAN que colaboró en la revisión de la estrategia. «En 2009, la percepción era que Al Qaeda ya no era un problema», dijo el funcionario. «Pero el motivo principal de estar en Afganistán era Al Qaeda, así que el segundo borrador la incluyó.»12

Hasta a los líderes afganos les resultaba difícil seguir la lógica de las veleidosas estrategias de guerra de Estados Unidos.

«Estoy confundido», dijo Hamid Karzai a la secretaria de Estado Hillary Clinton durante una reunión en Kabul en 2009. «Entiendo lo que se suponía que hacíamos entre 2001 a 2005. Era una guerra contra el terrorismo. Y entonces, de repente, empecé a oír a gente de su gobierno decir que no necesitábamos matar a Bin Laden ni al mulá Omar. Y yo no sabía qué quería decir eso.»

McChrystal basó su nueva estrategia de contrainsurgencia en algunos supuestos cuestionables. Daba por hecho que la mayoría de los afganos veían a los talibanes como opresores y que se pondrían del lado del gobierno afgano si este proporcionaba seguridad y servicios públicos fiables. Sin embargo, un número considerable de afganos, especialmente en las regiones pastunes del sur y el este, simpatizaban con los talibanes. Muchos se unieron a la insurgencia porque veían a los estadounidenses como invasores infieles y al gobierno afgano como una marioneta movida desde el extranjero.

«La presencia de talibanes era un síntoma, pero rara vez tratábamos de entender cuál era la enfermedad», dijo un funcionario anónimo de la USAID en una entrevista de Lessons Learned. Cuando las fuerzas estadounidenses y afganas intentaban tomar bastiones insurgentes, a veces solo empeoraban «el cáncer porque no sabíamos por qué estaban allí los talibanes».13

En su revisión de la estrategia, McChrystal también minimizó la influencia decisiva de Pakistán en la guerra. Su informe reconocía la presencia de los refugios de los talibanes en Pakistán, pero concluía que Estados Unidos y la OTAN podían ganar la guerra a pesar de la protección y la ayuda que los talibanes recibían de los servicios de inteligencia pakistaníes.

Esta apreciación enfrentaba a McChrystal con otros altos funcionarios estadounidenses. Entre ellos estaba Richard Holbrooke, el veterano diplomático que había malogrado la guerra contra el opio de la administración Bush. Tras las elecciones, Obama nombró a Holbrooke como su representante especial para Afganistán y Pakistán.

Holbrooke había servido como civil en Vietnam y veía paralelismos entre esa guerra y la de Afganistán. «La similitud más importante es el hecho de que, en ambos casos, el enemigo tenía un santuario seguro en un país vecino», declaró a la National Public Radio estadounidense.

Dejando a un lado Pakistán, Holbrooke dudaba de que la estrategia de McChrystal funcionara. «No creía [en la contrainsurgencia], pero sabía que se metería en problemas si lo decía», dijo Barnett Rubin, el experto en Afganistán que se unió al equipo de Holbrooke en el Departamento de Estado, en una entrevista de Lessons Learned.14

El nuevo embajador de Estados Unidos en Afganistán también albergaba serias dudas acerca de los méritos del plan de McChrystal. Karl Eikenberry, el general que habla mandarín, se había retirado del Ejército en la primavera de 2009 para convertirse en el principal diplomático de Obama en Afganistán. Después de servir dos veces en la zona de guerra, se había vuelto pesimista sobre lo que Estados Unidos pudiera lograr.

En noviembre de 2009, Eikenberry envió dos cables clasificados en los que instaba a la administración Obama a rechazar el plan de contrainsurgencia de McChrystal. En dichos cables, Eikenberry advertía que «Pakistán seguirá siendo la mayor fuente de inestabilidad afgana mientras se mantengan los santuarios fronterizos».15También predijo que si Obama aprobaba la petición de McChrystal de decenas de miles de efectivos adicionales, solo provocaría más violencia y «nos hundiría más».16

Ante la disensión en las filas, el comandante en jefe trató de encontrar una solución. En un discurso pronunciado en diciembre de 2009 en la Academia Militar de West Point, Obama anunció que desplegaría 30.000 soldados más en Afganistán. Sumados a las tropas que él y Bush ya habían autorizado, McChrystal tendría 100.000 soldados estadounidenses bajo su mando. Por otro lado, los miembros de la OTAN y otros aliados acordaron incrementar sus fuerzas hasta 50.000 efectivos.

Pero la oferta de Obama tenía gato encerrado. El presidente impuso un calendario estricto a la misión y dijo que las tropas adicionales empezarían a volver a casa al cabo de dieciocho meses. El plazo sorprendió a muchos altos cargos del Pentágono y del Departamento de Estado, pues consideraban que era un grave error estratégico comprometerse por adelantado con una fecha de retirada y hacerla pública. Lo único que tenían que hacer entonces los talibanes era tumbarse a la bartola hasta que las fuerzas estadounidenses y de la OTAN se retiraran.

«El calendario nos fue comunicado de sopetón», dijo Petraeus en una entrevista de Lessons Learned. «Un domingo, dos días antes de que el presidente pronunciara su discurso, nos llamaron a todos y nos dijeron que nos presentáramos en el Despacho Oval esa misma noche para que el presidente nos dijera lo que iba a anunciar dos noches después. Nos quedamos de piedra.» Petraeus añadió: «Ninguno de los convocados lo sabíamos».17

«Y entonces nos preguntó: ¿estáis todos de acuerdo? Recorrió la sala y todos dijimos que sí. Era eso o nada.»

Barnett Rubin, el experto en Afganistán que trabajaba para Holbrooke, no coincidía con muchas de las posturas de los generales, pero, al igual que Petraeus, dijo que se quedó «estupefacto»18cuando escuchó a Obama revelar su calendario durante el discurso de West Point. Rubin entendía que Obama quisiera advertir al gobierno afgano y al Pentágono que Estados Unidos no lucharía en la guerra por siempre, «pero había una disparidad entre el plazo y la estrategia», dijo Rubin en una entrevista de Lessons Learned. «Con ese plazo no se podía utilizar esa estrategia.»19

En lugar de resolver las contradicciones internas, los funcionarios de la administración Obama dejaron de lado sus reparos y se mostraron en público como un frente unido. Prometieron que Estados Unidos no se empantanaría en Afganistán y algunos garantizaron una victoria rotunda.

«Los próximos dieciocho meses serán probablemente decisivos y, en última instancia, posibilitarán el éxito», declaró McChrystal en una comparecencia en el Senado en diciembre de 2009. «De hecho, vamos a ganar. Nosotros y el gobierno afgano vamos a ganar.»

Pero las dudas persistían entre las tropas en el frente.

El mayor Jeremy Smith, intendente del Ejército cuya unidad instaló las primeras duchas en la base aérea de Bagram poco después de que comenzara la guerra, volvió en febrero de 2010 para cumplir un año de servicio. Apenas reconoció Bagram, que se había transformado en una ciudad de tamaño medio, pero seguía desprendiendo el mismo aroma «único». «No puedo describir el olor, hay que estar allí para conocerlo», dijo en una entrevista de historia oral del Ejército.20

Sin embargo, tras casi una década de guerra, Smith no apreció ningún cambio estratégico. «Más de lo mismo»,21dijo que pensó para sus adentros. «Ya estuve al principio. Ahora vuelvo y ¡menudo panorama! Las cosas tendrían que estar más avanzadas de lo que están.»

El mayor Jason Liddell, oficial de inteligencia del Ejército que sirvió en Bagram desde noviembre de 2009 hasta junio de 2010, dijo que él y sus soldados seguían órdenes y hacían su trabajo sin rechistar, pero también que ni él ni los altos mandos estadounidenses pudieron dar ninguna explicación satisfactoria sobre por qué ponían vidas estadounidenses en peligro y qué intentaban conseguir.

«He tenido el placer de trabajar con un montón de soldados, grandes patriotas estadounidenses, y la gran pregunta que se hacen esos jóvenes es: “Oiga, señor, ¿por qué demonios estamos haciendo esto?”», explicó Liddell en una entrevista de historia oral del Ejército.22

«Me resulta difícil responder, porque puedo darles la respuesta escrita, pero cuando la releo y la someto a una prueba de cordura, no siempre tiene sentido», añadió. «Si como líder no puedo dar un sentido a la situación después de hacer un examen de conciencia serio, aplicando el pensamiento crítico desde la lógica, entonces tengo que poner en duda que nuestros líderes también estén aplicando el pensamiento crítico desde la lógica.»23

Al principio, los funcionarios de la administración Obama aconsejaron paciencia y dijeron que se necesitaría al menos un año para determinar si el aumento de tropas y la estrategia de McChrystal estaban funcionando, pero a los pocos meses ya no se resistían a pregonar el éxito de la medida.

«Las pruebas apuntan a que nuestro cambio de enfoque está empezando a dar resultados», dijo Michèle Flournoy, subsecretaria de Defensa de Obama para políticas militares, ante la Comisión de Servicios Armados de la Cámara de Representantes en mayo de 2010. Habló de «síntomas de progreso» con las fuerzas de seguridad afganas y dijo que era «cautelosamente optimista». La insurgencia, añadió, estaba «perdiendo impulso».

«¿Cuándo declararemos la victoria?», preguntó Ike Skelton, representante demócrata por Misuri y presidente de la comisión.

«Creo que estamos logrando éxitos», respondió Flournoy. «Por primera vez en mucho tiempo vamos por el camino correcto.»

Fue una muestra de optimismo prematura. Las bajas estadounidenses se dispararon y pronto alcanzarían un nivel récord, con 496 en 2010, más que en los dos años anteriores juntos.

Mientras tanto, una gran ofensiva llevada a cabo esa primavera por quince mil soldados estadounidenses, de la OTAN y afganos para tomar el control de la ciudad de Marja, un centro de contrabando de drogas situado en la provincia de Helmand, se topó con la inesperada y feroz resistencia de una fuerza mucho más pequeña de combatientes talibanes. Fue una larga campaña que McChrystal calificó de «úlcera sangrante». Los planes para asegurar la provincia de Kandahar —bastión histórico de los talibanes— sufrieron continuos retrasos.

En junio de 2010, Flournoy volvió al Congreso para declarar ante la Comisión de Servicios Armados del Senado. Reconoció los «desafíos» de la guerra, pero se mantuvo firmemente positiva. «Creemos que hemos hecho un progreso gradual pero importante», dijo.

En la sesión del Senado también testificó Petraeus. El vicepresidente del comité, el senador John McCain (republicano de Arizona), preguntó al general si estaba de acuerdo con el plazo de dieciocho meses de Obama para una retirada de las tropas. Petraeus empezó a responder, pero de repente se desplomó y se dio de cabeza sobre la mesa de comparecientes.

«Dios mío», exclamó McCain.

Petraeus perdió el conocimiento, pero se recuperó al cabo de unos instantes. Dijo que solo estaba deshidratado y volvió al día siguiente para retomar su declaración. Pareció una metáfora de cómo iba realmente la guerra.

A la semana siguiente, otro general cayó de bruces.

La revista Rolling Stone publicó una extensa reseña sobre McChrystal titulada «The Runaway General» («El general fugitivo») en la que incluyó citas del comandante y su personal y referencias mordaces y maliciosas a Obama, Holbrooke y otros altos funcionarios de la administración.24Un asesor anónimo de McChrystal se burló del vicepresidente Joseph Biden refiriéndose a él como «Bite Me» («Muérdeme»). Obama despidió a McChrystal por insubordinación y lo convirtió así en el segundo comandante de guerra que perdía el puesto en trece meses.

El presidente lo sustituyó por Petraeus. Por tercera vez en dos semanas, Petraeus compareció ante la Comisión de Servicios Armados del Senado para responder a preguntas sobre la guerra, esta vez para su audiencia de confirmación como nuevo comandante de las fuerzas estadounidenses y de la OTAN en Afganistán.

Petraeus dijo que seguía creyendo que estaban haciendo progresos. Sin embargo, su voz parecía apagada cuando reconoció los recientes contratiempos. «Es como vivir en una montaña rusa», comentó.