Sentado en una sala de reuniones de la CIA en Langley, Virginia, Leon Panetta pasaba las cuentas de un rosario con su mirada de setenta y tres años pegada a un enlace de vídeo seguro que mostraba helicópteros estadounidenses volando en la oscuridad sobre terreno pakistaní.1En la misa de esa mañana —1 de mayo de 2011—, había rezado para que la audaz misión secreta que había tramado saliera bien.
Ex congresista y jefe de gabinete de la Casa Blanca, Panetta había trabajado en el gobierno el tiempo suficiente como para saber que su cargo y su reputación estaban en juego. Como director de la CIA durante los dos años anteriores, había supervisado la indecisa caza de Osama bin Laden, el terrorista más buscado del mundo. Acababa de pedir una autorización presidencial para enviar dos docenas de fuerzas de Operaciones Especiales a Pakistán —una potencia nuclear bastante enojadiza— basándose en la suposición de la CIA de que un ermitaño que vivía recluido tras los muros de un complejo de un millón de dólares en la ciudad de Abbottabad era en realidad Bin Laden. Si la operación fracasaba, las consecuencias serían imprevisibles.
Panetta vio como dos de los helicópteros aterrizaban en las instalaciones a través de una transmisión de vídeo en directo realizada por drones invisibles que sobrevolaban Abbottabad. Sin embargo, las cámaras aéreas no podían ver el interior de los muros del complejo. Cuando un equipo de los Navy SEAL irrumpió en el edificio, lo único que pudo hacer Panetta fue escuchar y esperar. Después de quince minutos interminables, el equipo respondió por radio: habían encontrado al objetivo y lo habían eliminado.
El jefe de los servicios de espionaje contuvo las ganas de celebración hasta que las fuerzas de Operaciones Especiales regresaron sanas y salvas a su base de operaciones en Afganistán y confirmaron la identidad de Bin Laden. Panetta sonrió y se acordó de su viejo amigo Ted Balestreri, un restaurador de Monterey, California, que una vez le había prometido abrir la joya más preciada de su bodega, un Chateau Lafite Rothschild de 1870, si Leon atrapaba al cerebro del 11S.2Panetta telefoneó a casa y habló con su esposa, Sylvia. «Llama a Ted y dile que ponga la CNN», dijo, «me debe una botella de vino.»
La muerte de Bin Laden parecía marcar un verdadero punto de inflexión en la infortunada guerra de Afganistán. El único propósito había sido eliminar a Bin Laden y su red. Mientras el líder de Al Qaeda siguiera libre, ningún presidente podía plantearse de manera realista el fin de las operaciones militares estadounidenses en Afganistán. Ahora, después de diez largos años, Estados Unidos se había vengado por fin del 11S y parecía que la oportunidad estaba al alcance de la mano.
Dos meses después, Panetta viajó a Kabul. El presidente Obama acababa de nombrarlo secretario de Defensa y era su primer viaje al extranjero para reunirse con las tropas. Tenía buenas noticias que compartir.
Obama había decidido empezar a traer a las tropas estadounidenses a casa. De un máximo de 100.000, el número de efectivos se reduciría a 90.000 a finales de año y a 67.000 en el verano de 2012. A primera vista, la estrategia de guerra de Estados Unidos parecía que podía dar resultado. Panetta se sentía relajado y a gusto.
A diferencia de sus predecesores, que sopesaban cada palabra por sus posibles repercusiones, Panetta hizo gala de un don especial para los comentarios contundentes y espontáneos durante su visita a Afganistán y la región.3Habló sin tapujos de la presencia clandestina de la CIA en el país, llamó «hijo de perra» a Bin Laden y en cada parada se maravillaba ante las tropas de lo improbable que había sido para él, hijo de inmigrantes italianos pobres y plantador de nogales a tiempo parcial, acabar al mando de las fuerzas armadas más poderosas del mundo.
En un debate más serio con los periodistas que lo acompañaban, Panetta calificó la muerte de Bin Laden como el principio del fin de la llamada guerra contra el terrorismo. Gracias a la incesante campaña de ataques con drones de la CIA, Panetta estimó que a Al Qaeda solo le quedaban entre diez y veinte «líderes clave» vivos en Pakistán, Somalia, el norte de África y la península Arábiga. No había ninguno en Afganistán, donde los militares estadounidenses calculaban que Al Qaeda solo tendría entre cincuenta y cien combatientes de bajo nivel. «Estamos a punto de derrotar estratégicamente a Al Qaeda», dijo Panetta. «Creo que ha llegado el momento. [...] Podemos realmente inutilizar a Al Qaeda como amenaza para este país.»
El éxito de la redada contra Bin Laden supuso un acicate político para Obama, pero también hizo crecer las expectativas del público y aumentó la presión para demostrar que las políticas en Afganistán estaban funcionando. Siendo candidato para ocupar la Casa Blanca en 2009, Obama había prometido dar un giro a la guerra. Ahora le quedaba un año para volver a someterse al veredicto de los votantes.
«Nos reconforta saber que la marea de la guerra está bajando», declaró Obama en junio de 2011 cuando anunció la reducción de tropas. Según su calendario de retirada, 33.000 soldados volverían a casa en agosto de 2012, tres meses antes del día de las elecciones.
La reputación de sus altos mandos militares también estaba en juego. Dos años antes habían vendido su estrategia de contrainsurgencia al presidente y al pueblo estadounidense. Siempre confiados, siguieron augurando el éxito.
«Hemos progresado mucho», dijo el almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto, al presentador de televisión Charlie Rose en junio de 2011. «Desde el punto de vista de la estrategia, parece que ha funcionado realmente como esperábamos.»
Pero la retórica optimista y tranquilizadora ocultaba la verdad: a pesar de las enormes inversiones, la estrategia bélica de Obama estaba fracasando. Estados Unidos y sus aliados no podían solucionar algunos problemas fundamentales. Las fuerzas de seguridad afganas daban pocas señales de poder salvaguardar su propio país mientras los líderes talibanes dormían a pierna suelta en sus santuarios de Pakistán esperando a que las fuerzas extranjeras decidieran marcharse. La corrupción intensificó su capacidad para controlar un gobierno que marginaba e indignaba al pueblo al que supuestamente servía.
Las autoridades estadounidenses querían retirarse, pero temían que el Estado afgano se derrumbara si lo hacían. Era precisamente el escenario que Bin Laden había esperado cuando planeó el 11S: atraer a la superpotencia estadounidense a un conflicto de guerrillas que no podría ganar, esquilmaría su tesoro público y menoscabaría su influencia global.
«Después de la muerte de Osama bin Laden, dije que probablemente estaría riéndose en su tumba oceánica al ver lo que nos hemos gastado en Afganistán», dijo Jeffrey Eggers, el oficial de la Armada que sirvió como miembro del Consejo de Seguridad Nacional para Bush y Obama, en una entrevista de Lessons Learned.4
Para correr un tupido velo sobre los problemas, los funcionarios estadounidenses minimizaron repetidamente las malas noticias del frente, llevándolas a veces hasta niveles absurdos.
En septiembre de 2011, una lluvia de titulares desoladores se cernió sobre Panetta cuando acudió al Capitolio para testificar ante una comisión del Senado. Un sicario había matado a un ex presidente afgano encargado de las negociaciones de paz, y los talibanes también habían llevado a cabo una serie de atentados suicidas y ataques coordinados contra objetivos de alto nivel en Kabul —supuestamente la zona más protegida del país—, incluidas la Embajada de EE. UU. y la sede de la OTAN.
Pero hasta el lenguaraz Panetta tuvo que secundar el espejismo del éxito y describió un panorama halagüeño para los legisladores alegando «progresos innegables» y diciendo que la guerra «iba en la dirección correcta». Calificó los asesinatos y los atentados suicidas de «signo de debilidad de la insurgencia», argumentando que los talibanes recurrían a estas tácticas solo porque estaban perdiendo territorio frente a las fuerzas estadounidenses.
Cuando Panetta regresó a Afganistán de nuevo en marzo de 2012, se produjo otra serie de desastres de protocolo. Momentos después de que el Boeing C-17 del secretario de Defensa aterrizara en una base de la OTAN en la provincia de Helmand, un asaltante afgano condujo un camión robado hasta la pista e intentó atropellar a un general de la Armada estadounidense y a otros miembros del grupo de bienvenida de Panetta. El atacante se prendió fuego y estrelló el camión; murió posteriormente a causa de las heridas. Panetta aún no había desembarcado de su avión y nadie más resultó herido, pero se había mascado la tragedia. Al igual que cinco años antes, cuando un terrorista suicida había atentado contra el vicepresidente Cheney en otra base de Afganistán, las autoridades militares estadounidenses trataron de tapar el incidente. Durante diez horas ocultaron los hechos a los periodistas que viajaban en el mismo avión que Panetta y solo informaron, sin mencionar demasiados detalles, después de que los medios de comunicación británicos dieran la noticia.
Al principio, Panetta y otras autoridades insinuaron que el momento del ataque había sido pura coincidencia y dijeron que no tenían motivos para pensar que el objetivo fuera el secretario de Defensa. Pero posteriormente reconocieron que si el incidente hubiera ocurrido cinco minutos más tarde, el camión que iba a toda velocidad podría haber impactado con Panetta a su bajada del avión.
Durante la visita al país, Panetta también tuvo que lidiar con las consecuencias de una de las peores atrocidades de la guerra. Pocos días antes de su llegada, un soldado estadounidense en solitario, el sargento primero Robert Bales, se adentró en dos pueblos afganos de la provincia de Kandahar en plena noche y masacró inexplicablemente a dieciséis aldeanos que dormían, la mayoría de ellos mujeres y niños. El asesinato masivo soliviantó a los afganos y los talibanes lo explotaron como alimento propagandístico.
A pesar de todo, Panetta calificó la visita de «muy alentadora» y dijo que Estados Unidos estaba «muy cerca de cumplir» su misión. «La campaña, como he señalado antes, creo que ha hecho progresos significativos», dijo a los periodistas en Kabul. «Estamos en el camino correcto. Estoy absolutamente convencido de ello.»
Para reforzar el mensaje, los funcionarios de la administración Obama pregonaron estadísticas que distorsionaban lo que realmente estaba ocurriendo sobre el terreno. La administración Bush había hecho lo mismo, pero los funcionarios de Obama en la Casa Blanca, el Pentágono y el Departamento de Estado fueron más allá y dieron bombo a unas cifras que eran engañosas, espurias o directamente falsas. «Hemos atajado el empuje talibán», dijo la secretaria de Estado Hillary Clinton ante una comisión del Senado en junio de 2011. Como prueba, citó una retahíla de datos: en las escuelas afganas se habían matriculado 7,1 millones de estudiantes, un aumento de siete veces desde la caída de los talibanes; la mortalidad infantil había disminuido en un 22 %; la producción de opio se había reducido; cientos de miles de agricultores habían sido «formados y provistos de semillas nuevas y técnicas distintas»; y las mujeres afganas habían recibido más de 100.000 microcréditos. «Por consiguiente, ¿qué nos dicen estas cifras y otras que podría aportar?», dijo Clinton. «Que la vida es mejor para la mayoría de los afganos.»
Sin embargo, los auditores del gobierno de Estados Unidos concluirían años más tarde que la administración Obama había basado muchas de sus estadísticas sobre mortalidad infantil, esperanza de vida y matriculación escolar en datos inexactos o no contrastados.5
John Sopko, el inspector general especial para la reconstrucción de Afganistán, dijo ante el Congreso en enero de 2020 que los funcionarios estadounidenses «sabían que los datos eran malos» y, sin embargo, alardeaban de las cifras. Afirmó que las mentiras formaban parte de «un hedor a mendacidad» que se extendía sobre el retrato que hacía el gobierno sobre la guerra.
En entrevistas de Lessons Learned, funcionarios y asesores militares estadounidenses describieron esfuerzos explícitos y sostenidos para confundir deliberadamente a la opinión pública. Afirmaron que, sobre el terreno, en el cuartel general de Kabul, en el Pentágono y en la Casa Blanca era práctica habitual falsear las estadísticas para hacer creer que Estados Unidos estaba ganando la guerra, cuando no era así. «Todos los datos eran alterados para presentar la mejor imagen posible», dijo Bob Crowley, un coronel del Ejército que sirvió como asesor principal de contrainsurgencia para los comandantes estadounidenses en 2013 y 2014, en una entrevista de Lessons Learned.6«Las encuestas, por ejemplo, no eran nada fiables, pero reforzaban que todo lo que hacíamos era correcto y nos regodeábamos con nuestras propias mentiras.»
En los cuarteles militares «la verdad rara vez era bienvenida» y «las malas noticias eran reprimidas a menudo», dijo Crowley. «Había más libertad para compartir malas noticias si eran de poca envergadura —niños atropellados por nuestros [vehículos blindados] MRAPS— porque esas cosas podían cambiarse con directivas políticas. Pero cuando tratábamos de airear problemas estratégicos de mayor envergadura sobre la predisposición, la capacidad o la corrupción del gobierno afgano, estaba claro que eso no era bienvenido.»
John Garofano, un estratega del Naval War College que asesoró a los Marines en la provincia de Helmand en 2011, dijo que los funcionarios militares sobre el terreno dedicaron una cantidad desmesurada de recursos a producir gráficos con códigos de colores que auspiciaban resultados positivos. «Tenían una máquina carísima que imprimía láminas realmente grandes, como en una imprenta», dijo en una entrevista de Lessons Learned.7«Había una advertencia que decía que las cifras no eran realmente científicas, o que no había un procedimiento científico detrás.»
Pero, según Garofano, nadie se atrevía a preguntar si los gráficos o las cifras eran creíbles o tenían sentido. «No había voluntad de responder a preguntas como: ¿qué significa este número de escuelas construidas?, ¿cómo ha progresado esto hacia su objetivo?», dijo.8«¿Cómo es que muestran eso como una prueba de éxito y no como una prueba del esfuerzo o una prueba de que simplemente se está haciendo algo bueno?»
Los funcionarios militares y diplomáticos dudaban a la hora de trasladar las evaluaciones negativas a la cadena de mando por otra razón: el arribismo. Nadie quería que se le culpara de los problemas o los fallos que se produjeran en el ejercicio de su cargo. Por ello, independientemente de la gravedad, aseguraban que estaban haciendo progresos.
«Desde los embajadores hasta el nivel más bajo, [todos dicen que] estamos haciendo un gran trabajo», aseguró en una entrevista de Lessons Learned el teniente general Michael Flynn, encargado de supervisar la inteligencia militar durante el aumento de tropas de Obama. «¿Seguro? Entonces, si lo estamos haciendo tan bien, ¿por qué da la impresión de que estamos perdiendo?»9
Mientras duró la guerra, a los comandantes de brigada y de batallón del Ejército de EE. UU. se les asignó la misma misión básica a su llegada a Afganistán: proteger a la población y derrotar al enemigo. «Llegaban para el período que tuvieran asignado, nueve o seis meses, recibían esa misión, la aceptaban y la ejecutaban», dijo Flynn.10«Después, cuando partían, todos decían que habían cumplido la misión; todos los comandantes. Ninguno se iba a ir de Afganistán [...] diciendo:“¿Sabes?, no cumplimos nuestra misión”.»
Los datos relativos a bombardeos, atentados y otros enfrentamientos violentos se volvían más desalentadores cada vez que Bush u Obama revisaban la estrategia de guerra. Era imposible cuadrar las tendencias negativas con los mensajes públicos optimistas sobre el progreso, por lo que los funcionarios estadounidenses mantuvieron la confidencialidad de la totalidad de los registros de datos. «Cada vez que se compartían datos quedaba claro que todo estaba empeorando, especialmente con las revisiones de la estrategia», dijo en una entrevista de Lessons Learned un alto funcionario estadounidense no identificado que trabajó para Bush y Obama.11
En otra entrevista de Lessons Learned, un miembro anónimo del Consejo de Seguridad Nacional dijo que el Pentágono y la Casa Blanca de Obama presionaron a la burocracia para que produjera cifras que demostraran que el aumento de tropas de 2009 a 2011 estaba funcionando, por mucho que la pura realidad apuntara a lo contrario.12«Era imposible establecer parámetros adecuados. Lo intentábamos con el número de tropas entrenadas, los niveles de violencia, el control del territorio, pero nada de todo ello transmitía una imagen fiel», dijo el miembro del Consejo de Seguridad Nacional.13«Los parámetros se manipularon constantemente mientras duró la guerra.»
Incluso cuando el recuento de víctimas y otros valores parecían malos, la Casa Blanca y el Pentágono les daban la vuelta a su favor.14Así, presentaban los atentados suicidas en Kabul como una señal de que los insurgentes eran demasiado débiles como para entrar en combate directo y decían que el aumento de bajas entre las tropas estadounidenses demostraba que se estaba luchando contra el enemigo.
«Estas eran sus explicaciones», dijo el miembro del personal de la Casa Blanca.15«Por ejemplo, si los ataques se recrudecían: “Es porque hay más objetivos contra los que disparar, así que el aumento de ataques es un falso indicador de inestabilidad”. Después, a los tres meses, si los ataques seguían empeorando: “Es porque los talibanes están desesperados, así que en realidad es un indicador de que estamos ganando”.»
Las autoridades militares estadounidenses dieron al traste con tantas estadísticas y parámetros distintos que la opinión pública no tenía la menor idea de cuáles eran realmente importantes.
Los legisladores también querían saber. Durante una sesión de la Comisión de Servicios Armados del Senado en abril de 2009, la senadora Susan Collins (republicana de Maine) preguntó a Michèle Flournoy, subsecretaria de Defensa para políticas militares, cómo sabía la administración Obama si el aumento de tropas estaba teniendo éxito.
«¿Cómo sabremos si estamos ganando?» preguntó Collins. «¿Cómo sabremos si esta nueva estrategia está funcionando o no? Me parece que necesitan un conjunto de parámetros y referencias claras.»
Flournoy dio una respuesta confusa: «Hay todo un conjunto de parámetros heredados mucho más desarrollado, dado que llevamos mucho tiempo realizando estas operaciones», dijo. «Lo que estamos tratando de hacer es clasificarlos con más cuidado. Algunos están más relacionados con el aporte. Y en lo que realmente intentamos centrarnos es en los resultados y las repercusiones reales. Por lo tanto, no estamos empezando con una hoja en blanco, sino que estamos en el proceso de refinar los parámetros que se están utilizando en Afganistán.»
A medida que las tropas fueron entrando en la zona de guerra, los mandos militares perfeccionaron el arte de seleccionar las estadísticas para demostrar que su estrategia estaba funcionando.
En julio de 2010, en una sesión informativa con periodistas en el Pentágono, el general de división del Ejército John Campbell, comandante de las fuerzas estadounidenses en el este de Afganistán, dijo que los talibanes habían llevado a cabo un 12 % más de ataques durante el primer semestre del año que en los seis primeros meses de 2009. Consciente de que el dato podría sonar mal, Campbell añadió enseguida que «la eficacia de esos ataques ha bajado aproximadamente un 6 %». No explicó cómo los militares miden la «eficacia» con tanta precisión, pero aseguró a los periodistas que la guerra iba bien. «Ganar es hacer progresos, y creo que cada día estamos haciendo progresos», dijo.
En marzo de 2011, la Comisión de Servicios Armados de la Cámara de Representantes convocó a Petraeus para que proporcionara información actualizada sobre la guerra. El general bombardeó a los legisladores con una descarga de cifras inconexas y habló de «un aumento de cuatro veces» en los alijos de armas y explosivos «entregados y encontrados». Dijo que los comandos estadounidenses y afganos mataban o capturaban a «unos 360 líderes insurgentes seleccionados» en un «período típico de noventa días». En Marja, una ciudad de la provincia de Helmand que había sido arrebatada del control talibán, el 75 % de los votantes registrados habían votado en las elecciones del consejo comunitario, y en todo Afganistán, el número de torres y dirigibles de vigilancia había aumentado de 114 a 184 desde agosto.
«Para terminar», dijo Petraeus, «en los últimos ocho meses se han producido avances importantes pero muy reñidos».
Las autoridades militares sobre el terreno sabían que el aluvión de cifras significaba muy poco. «Desgraciadamente, las cifras se pueden interpretar como uno desee»,16dijo en una entrevista de historia oral del Ejército el mayor John Martin, que se describía a sí mismo como un staff bubba, un currante del montón, y ejerció de proyectista en la base aérea de Bagram. «Por ejemplo, si el año pasado hubo 100 ataques y este año se han producido 150, ¿significa que la situación ha empeorado porque ha habido más ataques?», se preguntó Martin.17«¿O significa que ahora tienes más tipos buenos que van a más lugares y encuentran a más tipos malos, y por ello hay más ataques, pero estás mejorando la situación porque encuentras a más tipos malos?»
Otros altos funcionarios decían que daban gran importancia a una estadística en particular, aunque el gobierno de Estados Unidos rara vez la mencionara en público. «Creo que el indicador clave es el que he sugerido, es decir, cuántos afganos están siendo asesinados», dijo James Dobbins, el diplomático estadounidense, ante una comisión del Senado en 2009. «Si la cifra aumenta, estamos perdiendo; si disminuye, estamos ganando. Es tan sencillo como eso.»
Sin embargo, hasta ese momento nadie se había molestado en hacer un seguimiento fiable de las bajas afganas. Para el Pentágono, el tema era delicado. A los funcionarios de Defensa no les gustaba responder a las preguntas sobre las bajas civiles, y mucho menos hablar de quiénes eran los responsables. Hacer un seguimiento del número de pozos excavados y de escuelas construidas era más fácil y generaba una publicidad más favorable.
En una entrevista de Lessons Learned, un alto funcionario de la OTAN no identificado dijo que la alianza empezó a hacer un seguimiento de las víctimas civiles en 2005 y creó «lo que se suponía que era la madre de todas las bases de datos».18Pero el programa fue abandonado por motivos no especificados. «Tenía que haber un procedimiento estándar desde el principio para registrar las víctimas civiles, pero no fue el caso», dijo el alto funcionario de la OTAN.19
En 2009, Naciones Unidas desarrolló una campaña de recuento de muertos y heridos civiles en Afganistán. El programa de la ONU se convirtió en el primer cómputo exhaustivo de víctimas no militares, pero las cifras eran desalentadoras y no dejaban de crecer. Decenas de personas morían como promedio cada semana.
A medida que las tropas estadounidenses aumentaron su presencia en Afganistán entre 2009 y 2011, la cifra anual de bajas civiles aumentó de 2.412 a 3.133. El total se redujo en 2012, pero creció en 2013 y siguió subiendo hasta alcanzar las 3.701 muertes en 2014. Eso significaba que el número de civiles afganos muertos se había disparado un 53 % en cinco años. Según la regla de tres del diplomático Dobbins, Estados Unidos y sus aliados estaban perdiendo de largo.
El estudio de Naciones Unidas culpó a los insurgentes de la mayoría de las muertes. Pero, independientemente de quién fuera el responsable, las cifras de víctimas mostraron que Afganistán se estaba volviendo más inestable e inseguro, exactamente lo contrario de lo que se suponía que debía lograr la estrategia de contrainsurgencia de Estados Unidos.
Las evaluaciones de los servicios de inteligencia estadounidenses también sembraron dudas sobre la evolución de la guerra. Los analistas militares y de la CIA prepararon informes mucho más pesimistas que los pronunciamientos de los generales al mando sobre el terreno. Pero los funcionarios de inteligencia rara vez hablaban en público y sus informes permanecían clasificados.
Una vez al año, el Congreso convocaba a los altos cargos de los servicios de inteligencia para que declararan en sesión pública sobre las amenazas globales a la seguridad nacional de Estados Unidos. El tono era uniforme y hablaban en jerga, pero los comentarios sobre Afganistán eran generalmente adustos.
En febrero de 2012, el teniente general del Ejército Ronald Burgess, director de la Agencia de Inteligencia de Defensa, expuso una breve pero sombría evaluación ante la Comisión de Servicios Armados del Senado. Dijo que el aumento de tropas y la estrategia de guerra de Obama habían servido de poco para impedir la insurgencia. También comentó que el gobierno afgano estaba plagado de «corrupción endémica» y que el ejército y la policía afganos estaban llenos de «deficiencias cualitativas persistentes». A modo de comparación, describió a los talibanes como «resilientes» y habló de la capacidad que tenían de soportar las pérdidas infligidas por las tropas estadounidenses. «Desde sus refugios pakistaníes, los dirigentes talibanes siguen confiando en una futura victoria», añadió Burgess.
En la misma sesión, los legisladores pidieron al director de Inteligencia Nacional, James Clapper, que explicara por qué las agencias de inteligencia estadounidenses tenían una visión tan negativa siendo los mandos militares tan optimistas. Clapper respondió que la misma desconexión había surgido durante la guerra de Vietnam, cuando los funcionarios de inteligencia sabían que las tropas estadounidenses estaban en un atolladero, pero los generales no querían admitirlo en público.
«Si me permiten hacer un poco de historia», dijo Clapper, «en 1966 fui informador analista para el general [William] Westmoreland en Vietnam. Fue entonces cuando perdí algo de mi inocencia profesional al descubrir que los mandos operativos no siempre estaban acuerdo con [los funcionarios de inteligencia sobre] su visión del éxito de su campaña».
De hecho, cuando les tocó testificar un mes después, los mandos militares estadounidenses se mantuvieron firmes: estaban haciendo progresos. «El progreso es real y, lo que es más importante, es sostenible», dijo John Allen, general de la Armada y comandante de las fuerzas de Estados Unidos y la OTAN, a la Comisión de Servicios Armados del Senado en marzo de 2012. «Hemos mermado seriamente la insurgencia.»
La senadora Collins, republicana de Maine, señaló que Allen y otros generales llevaban años repitiendo la misma canción. «Recuerdo haber escuchado desde hace diez años evaluaciones muy similares de nuestros comandantes, que estamos haciendo progresos», dijo. «¿Por qué son ustedes tan optimistas al afirmar que tendremos éxito y nos impondremos?»
«Señora, si no creyera que es factible, se lo diría», respondió Allen. «Y se lo diría muy rápido, porque no me gustaría pasar otra vida en esta lucha si no fuera factible.»
La falsa narrativa del progreso se hizo más difícil de sostener a medida que se fueron retirando más tropas estadounidenses. En 2013, el número de fuerzas estadounidenses en Afganistán cayó por debajo de cincuenta mil por primera vez en cuatro años. El ejército y la policía afganos se esforzaron por llenar el vacío dejado por los estadounidenses. Los talibanes reactivaron sus fuerzas y se extendieron a nuevos territorios.
Pero los generales redoblaron sus argumentos. También incorporaron una palabra que en su momento habían evitado: ganar.
Cuando el general Allen terminó su período de diecinueve meses como comandante de las fuerzas estadounidenses y la OTAN en febrero de 2013, parecía más optimista que nunca. Dijo que las fuerzas de seguridad afganas habían mejorado y que el gobierno afgano estaba preparado para asumir la responsabilidad de su propia seguridad.
«Esto significa victoria», dijo en la ceremonia de relevo del mando en Kabul. «Es lo más parecido a ganar. Y no debemos rehuir el uso de estas palabras. Esta campaña es, y siempre lo ha sido, sobre el pueblo afgano y sobre la victoria.»
Hasta ese momento, los comandantes rara vez habían prometido una victoria tan rotunda. Otros generales no tardaron en adoptar el lenguaje y las bravatas de Allen.
«Estos días hablo mucho de ganar y creo firmemente que estamos en el camino de la victoria», dijo el general de la Armada Joseph Dunford Jr., sucesor de Allen, en una ceremonia militar en Kabul en mayo de 2013.
El adjunto de Dunford, el teniente general del Ejército Mark Milley, se hizo eco de las palabras de su jefe en la misma ceremonia cuando se dirigió a las tropas afganas en el patio de armas. «Ganaréis esta guerra y estaremos con vosotros en cada paso del camino», dijo Milley. Proclamó que estaban «en el camino de la victoria, en el camino de ganar, en el camino de crear un Afganistán estable».