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La gran ilusión

El presidente Obama había prometido poner fin a la guerra, por lo que el 28 de diciembre de 2014, autoridades estadounidenses y de la OTAN celebraron una ceremonia en su sede de Kabul para señalar la ocasión. Una guardia multinacional desfiló mientras sonaba la música. Un general de cuatro estrellas pronunció un discurso y enarboló solemnemente la bandera verde de la fuerza internacional liderada por Estados Unidos que había ondeado desde el inicio del conflicto.

En su discurso, Obama calificó el día como «un hito para nuestro país» y dijo que Estados Unidos estaba más seguro y protegido después de trece años de guerra. «Gracias a los extraordinarios sacrificios de nuestros hombres y mujeres de uniforme, nuestra misión de combate en Afganistán está terminando, y la guerra más larga de la historia estadounidense está llegando a un final responsable», declaró.

El general del Ejército John Campbell, de 57 años, comandante de las fuerzas de Estados Unidos y la OTAN, también celebró el supuesto fin de la «misión de combate» y adornó algunos de sus logros. Desde el comienzo de la guerra, afirmó, la esperanza de vida del afgano medio había aumentado en veintiún años. «Si se multiplica por los 35 millones de afganos que conforman el país, el resultado son 741 millones de años de vida», añadió atribuyendo a las fuerzas estadounidenses, de la OTAN y afganas lo que parecía una mejora notable.1

Pero para ser un día tan histórico, el evento pareció extraño y poco convincente. El presidente no asistió; Obama emitió sus comentarios en una declaración escrita desde Hawái mientras se relajaba en sus vacaciones. La ceremonia militar tuvo lugar en un gimnasio, donde varias docenas de personas se sentaron en sillas plegables. Apenas se mencionó al enemigo, y mucho menos un instrumento de rendición. Nadie vitoreó.

De hecho, la guerra estaba lejos de haber llegado a un final, «responsable» o no, y las tropas estadounidenses seguirían luchando y cayendo en combate en Afganistán durante muchos años. Las desvergonzadas afirmaciones que aseguraron lo contrario figuran entre los engaños y mentiras más atroces que los dirigentes estadounidenses han difundido durante dos décadas de guerra.

Obama había reducido las operaciones militares durante los tres años anteriores, pero no consiguió sacar a Estados Unidos del atolladero. En el momento de la ceremonia quedaban unos 10.800 soldados estadounidenses en Afganistán, lo que suponía un descenso de casi el 90 % con respecto al punto álgido del aumento de efectivos. Obama prometió retirar el resto de las tropas a finales de 2016, coincidiendo con el final de su mandato, con la excepción de una fuerza residual en la embajada estadounidense.

Sabía que la mayoría de sus compatriotas habían perdido la paciencia. Solo el 38 % de la opinión pública pensaba que la guerra había merecido la pena, según una encuesta de diciembre de 2014 hecha pública por The Washington Post-ABC News,2lo que contrastaba con el 90 % que la había apoyado al comienzo del conflicto.

El presidente se enfrentaba a las presiones del Pentágono y de los halcones del Congreso para que se mantuviera firme. Obama había intentado un enfoque similar para poner fin a la guerra en Irak, donde las fuerzas armadas estadounidenses cesaron las operaciones de combate en 2010 y se retiraron por completo un año después, pero el tiro no tardó en salirle por la culata. En ausencia de tropas estadounidenses, Estado Islámico —una rama de Al Qaeda— arrasó el país y se apoderó de varias ciudades importantes mientras el Ejército iraquí, entrenado por Estados Unidos, oponía escasa resistencia. Para contrarrestar a Estado Islámico y evitar que Irak se desmoronara, Obama ordenó a regañadientes el regreso de las fuerzas estadounidenses, comenzando con una campaña de ataques aéreos en agosto de 2014 seguida de 3.100 efectivos sobre el terreno. Permanecerían allí años.

Obama quería evitar el mismo destino en Afganistán, pero necesitaba ganar más tiempo para que las fuerzas estadounidenses reforzaran el tambaleante Ejército afgano y no se viniera abajo, como sí lo hicieron las fuerzas iraquíes. También quería crear un efecto palanca para que el gobierno de Kabul convenciera a los talibanes de negociar el final del conflicto.

Para que todo funcionara, Obama ideó un truco. Su administración puso en marcha una campaña de mensajes para hacer creer a los estadounidenses que las tropas que seguían en Afganistán se mantendrían al margen de la lucha, con funciones que las relegaban a un segundo plano. Al arriar la bandera durante la ceremonia de diciembre de 2014 en Kabul, los comandantes de Obama hicieron hincapié en que el ejército y la policía afganos asumirían la plena responsabilidad de la seguridad de su país a partir de ese momento y que las fuerzas estadounidenses y de la OTAN se limitarían a funciones «no combativas» de formación y asesoría.

Pero el Pentágono estableció numerosas excepciones que, en la práctica, hicieron que las distinciones carecieran de sentido. En el cielo, los cazas, bombarderos, helicópteros y drones estadounidenses siguieron realizando misiones de combate aéreo contra las fuerzas talibanes. En 2015 y 2016, los militares estadounidenses lanzaron misiles y bombas en 2.284 ocasiones,3un descenso con respecto a los años anteriores, pero todavía una media de más de tres veces al día.

Sobre el terreno, el Pentágono creó otra excepción de combate para las tropas que realizaban «operaciones antiterroristas» o incursiones en objetivos específicos. Esas reglas de enfrentamiento permitían a las fuerzas de Operaciones Especiales capturar o matar a miembros de Al Qaeda y «fuerzas asociadas», un término vago que también podía aplicarse a los talibanes u otros insurgentes. Las reglas también permitían a las tropas estadounidenses acudir en ayuda de las fuerzas afganas para evitar la caída de una ciudad importante o en otras circunstancias. En otras palabras, los militares estadounidenses seguirían desempeñando un papel indispensable y permanecerían en la lucha.

Sin embargo, tras trece años de resultados mediocres, muchos líderes estadounidenses albergaban dudas sobre lo que realmente habían logrado y sobre si el nuevo enfoque de Obama podría funcionar mejor que el anterior. En una entrevista de Lessons Learned, un alto funcionario estadounidense que sirvió como civil en Afganistán dijo que cada vez era más obvio que la estrategia de aumento de tropas de Obama había sido un error. Según el funcionario, en lugar de inundar el país con cien mil soldados estadounidenses durante dieciocho meses habría sido mejor enviar una décima parte, pero dejándolos en Afganistán hasta 2030.4«Puedes crear estabilidad con botas y dinero, pero la pregunta es si se mantendrá cuando te vayas», dijo.5«Dado nuestro deseo de reforzar e irnos rápidamente, no existía ningún umbral razonable que pudiéramos alcanzar y dejar una buena gobernanza con nuestra marcha.»

Cuando Richard Boucher, el principal diplomático estadounidense que supervisó la política del sur de Asia durante la administración Bush, fue entrevistado para Lessons Learned en 2015, encontró una forma sucinta de ilustrar el fracaso del mayor proyecto de construcción de una nación en la historia de Estados Unidos. «Visto después de quince años, podríamos haber cogido a mil escolares [afganos] de primer grado —bueno, no de primer grado, pero sí de quinto— y llevarlos a recibir educación y formación en escuelas y colegios indios», dijo. «Después podríamos haberlos traído de vuelta en un avión y decirles: “Muy bien, vosotros dirigiréis Afganistán”. [...] Mejor que mandar a un montón de estadounidenses que van y dicen: “Nosotros lo construiremos por vosotros”.»6

Obama había basado sus aspiraciones de poner fin a la guerra en un calendario político tambaleante. Dada la improbabilidad de una rendición talibán, necesitaba que el gobierno afgano se comprometiera a hacerse cargo de la lucha para que las fuerzas estadounidenses pudieran marcharse.

Después de que Karzai obtuviera a base de trampas la reelección en 2009, los diplomáticos estadounidenses presionaron a los ayudantes del presidente afgano para que incluyeran en el discurso de investidura una línea sobre la aceptación de la responsabilidad de la seguridad del país en un calendario específico.7El texto prometía que las fuerzas afganas asumirían el liderazgo «para garantizar la seguridad y la estabilidad en todo el país» en un plazo de cinco años, al final del segundo mandato de Karzai.

Pero la antigua cordialidad y confianza en la relación de Karzai con los estadounidenses se había agotado. En lugar de colaborar con la administración Obama para suavizar la transición, Karzai impidió las negociaciones sobre un acuerdo de seguridad entre Estados Unidos y Afganistán que habría autorizado a Estados Unidos a mantener las tropas en Afganistán después de 2014.

Washington quería mantener una fuerza pequeña para poder seguir entrenando y equipando al Ejército afgano y realizar ataques antiterroristas contra Al Qaeda. Pero Karzai quería prohibir a los soldados estadounidenses que hicieran redadas en los hogares afganos, un punto conflictivo desde hacía tiempo. También se opuso a una disposición que concedía a las fuerzas estadounidenses inmunidad ante la ley afgana. El gobierno de Obama se negó a ceder ante ninguna de las dos demandas.

Suponiendo que Karzai se rendiría, los funcionarios estadounidenses amenazaron con cerrar sus bases y retirarse por completo si no firmaba el acuerdo antes de finales de 2013. Pero Karzai se mantuvo firme y desestimó el farol de Obama, adivinando que los estadounidenses no iban en serio.

Estaba en lo cierto. Los funcionarios estadounidenses se echaron atrás y tuvieron que esperar a que Karzai dejara el cargo. Su sucesor, Ashraf Ghani, firmó el acuerdo en septiembre de 2014.

James Dobbins, el diplomático que ayudó a dirigir la Conferencia de Bonn en 2001, volvió como representante especial de Obama en Afganistán y Pakistán de 2013 a 2014. Dijo que la disputa sobre el acuerdo de seguridad ejemplificaba una paradoja que Obama nunca resolvió. El presidente quería que los afganos pensaran que Estados Unidos era un aliado firme que no los abandonaría contra los talibanes, pero al mismo tiempo les estaba diciendo a los estadounidenses, cansados de la guerra, que era hora de marcharse. «Había una tensión continua tanto en nuestros mensajes como en nuestro comportamiento real», dijo Dobbins en una entrevista de Lessons Learned.8

Para dar continuidad a la fantasía del «final del combate» entre los estadounidenses en casa, el Pentágono siguió presentando informes optimistas desde el frente. En febrero de 2015, Ashton Carter, un antiguo funcionario del Departamento de Defensa nombrado cuarto secretario de Obama en dicha cartera, visitó Afganistán por primera vez bajo su nuevo cargo. Comenzó su viaje repitiendo algunas de las frases que sus predecesores ya habían recitado desde el inicio de la guerra. «Aquí han cambiado muchas cosas, y muchas de ellas a mejor», dijo Carter en Kabul en una conferencia de prensa con Ghani, el presidente afgano. «Nuestra prioridad ahora es asegurarnos de que este progreso se mantenga.»

Pero durante una visita a la base aérea de Kandahar se salió brevemente del guion y admitió que los afganos habían sido lamentables e ineptos hasta hacía poco, lo que contradecía las brillantes evaluaciones que los funcionarios estadounidenses habían presentado al público durante más de una década. «No es que los afganos no sean buenos en la lucha. Lo son. Pero hace unos años no había realmente ninguna fuerza de seguridad nacional afgana», dijo Carter. «Ahora están saliendo a flote y están empezando a hacer por ellos mismos lo que nosotros hacíamos por ellos.»

Durante unos meses parecía que los endebles planes de la administración Obama aguantaban. Las noticias de Afganistán se espaciaron y las tropas estadounidenses se mantuvieron fuera de los focos. Pero a medida que las fuerzas de seguridad afganas se esforzaban por hacer frente a los talibanes, los estadounidenses volvieron a pagar con sus vidas.

En abril de 2015, el especialista John Dawson, médico del Ejército de 22 años de la localidad de Whitinsville (Massachusetts), murió en un ataque interno en Jalalabad. Un soldado afgano abrió fuego contra las tropas de la coalición en un complejo gubernamental, matando a Dawson e hiriendo a otras ocho personas.

Dos meses después, Krissie Davis, una civil de 54 años de la Agencia de Logística para la Defensa, murió en un ataque con cohetes en la base aérea de Bagram.

En agosto, el sargento primero Andrew McKenna, un boina verde de 35 años en su quinto despliegue en Afganistán, murió en un tiroteo cuando combatientes talibanes atacaron un campamento de las fuerzas de Operaciones Especiales en Kabul. Los insurgentes se abrieron paso con un coche bomba, mataron a ocho guardias afganos e hirieron de gravedad a otro soldado estadounidense. McKenna recibió a título póstumo la Estrella de Plata —la tercera condecoración militar más alta concedida por el valor en combate— por ayudar a repeler el ataque mientras estaba mortalmente herido.

Diecinueve días más tarde, el capitán de la Fuerza Aérea Matthew Roland, de 27 años, y el sargento Forrest Sibley, de 31, murieron en otro ataque interno en un puesto de control de la policía afgana en la provincia de Helmand. Roland recibió la Estrella de Plata a título póstumo por sacrificar su vida para salvar a otras fuerzas de Operaciones Especiales en la emboscada.

A finales de septiembre, la ilusión de que las tropas estadounidenses ya no estaban en combate desapareció por completo. Tras un largo asedio, las fuerzas insurgentes se apoderaron de Kunduz, la sexta ciudad más grande de Afganistán, a unos 320 kilómetros al norte de Kabul. La caída de Kunduz conmocionó al país; era la primera vez desde 2001 que los talibanes controlaban una zona urbana importante. Los equipos de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos se apresuraron a llegar a Kunduz para ayudar al Ejército afgano a retomar la ciudad durante varios días de intensos combates.

En la penumbra de la madrugada del 3 de octubre de 2015, un helicóptero de combate AC-130 de la Fuerza Aérea de Estados Unidos —con el indicativo de llamada Hammer (martillo)—9disparó repetidamente sobre un hospital de Kunduz con fuego de cañón y mató a cuarenta y dos personas. El hospital estaba dirigido por la organización humanitaria Médicos sin Fronteras. En un intento de salvaguardar el centro de traumatología, la organización había proporcionado a las fuerzas estadounidenses y afganas las coordenadas de GPS del lugar varios días antes,10por lo que no había excusa para el ataque.

Obama y otros funcionarios estadounidenses pidieron perdón por la catástrofe. Posteriormente, una investigación militar estadounidense echó la culpa de lo que calificó de destrucción «involuntaria» del hospital a la «niebla de guerra», a los errores humanos y a los fallos de los equipos. El Pentágono dijo que dieciséis miembros del servicio estadounidense recibieron castigos administrativos por su papel en el ataque. Ninguno se enfrentó a cargos penales.

Pero en vez de reducir las operaciones militares de Estados Unidos, Obama se atrincheró más todavía. Doce días después de la debacle de Kunduz, el presidente ordenó detener la lenta retirada de las tropas estadounidenses y amplió su misión indefinidamente para evitar que los talibanes invadieran más ciudades. Incumpliendo su promesa de poner fin a la guerra, dijo que al menos 5.500 soldados permanecerían en Afganistán después de que él dejara el cargo en enero de 2017. «No apoyo la idea de una guerra interminable y me he opuesto repetidas veces a una dinámica de conflictos militares de duración indefinida», anunció Obama desde la Sala Roosevelt de la Casa Blanca. «Sin embargo, dado lo que está en juego en Afganistán [...] estoy firmemente convencido de que tenemos que hacer este esfuerzo adicional.»

A pesar de las enormes ventajas que tenía el Ejército afgano en cuanto a personal, equipamiento y entrenamiento, los funcionarios estadounidenses temían que sus aliados perderían ante los talibanes si las tropas norteamericanas abandonaban el campo de batalla. En un fugaz momento de franqueza, Obama admitió que «las fuerzas afganas todavía no son lo fuertes que deben ser».

Para hacer que la guerra interminable fuera más aceptable de cara al público, Obama perpetuó la ficción de que las tropas estadounidenses eran simples espectadores en la contienda. En sus declaraciones desde la Sala Roosevelt insistió en que la misión de combate había «terminado», aunque matizó ligeramente su afirmación al añadir que los estadounidenses no estaban participando en «combates terrestres importantes contra los talibanes».

Para las tropas, esta distinción no marcaba ninguna diferencia, porque para ellas Afganistán seguía siendo una zona de combate. Todos llevaban armas. Todos cobraban la paga de combate. Muchos recibían condecoraciones de guerra. Otros morían.

 

 

A medida que 2015 llegaba a su fin, la insurgencia ganaba poder y los líderes militares estadounidenses comenzaban a mostrar raros destellos de pesimismo.

Durante una nueva visita a Afganistán en diciembre, Ashton Carter se despachó con las fuerzas de seguridad afganas a base de falsos elogios. En sus declaraciones ante las tropas estadounidenses en una base cerca de Jalalabad, dijo que el ejército y la policía afganos «lo están consiguiendo», pero dio a entender que no confiaba demasiado en la fuerza sustituta del Pentágono. «Si me hubieran pedido que apostara por ella hace cinco años, no lo sé, tal vez le habría dado alguna ventaja», dijo. «Pero parece que está tomando forma.»

Ese mismo día, en una rueda de prensa con periodistas en Bagram, el general Campbell se mostró aún más sombrío. «Acabamos de pasar por una temporada de lucha muy, muy dura», dijo. «Sabíamos que iba a ser un año duro, los afganos sabían que iba a ser un año duro.»

Tres días después, el 21 de diciembre, un terrorista suicida cargado con explosivos en una motocicleta mató a seis miembros del personal de seguridad de la Fuerza Aérea estadounidense que patrullaban a pie cerca de Bagram. Entre las víctimas mortales se hallaba la mayor Adrianna Vorderbruggen, de 36 años y graduada de la Academia de la Fuerza Aérea, que había impulsado la revocación en 2011 de la ley popularmente conocida como Don’t Ask, Don’t Tell (No preguntes, no hables), que prohibía a cualquier militar homosexual o bisexual manifestar abiertamente su orientación sexual. Vorderbruggen recibió tres condecoraciones de combate a título póstumo: la Medalla de la Estrella de Bronce, el Corazón Púrpura y la Medalla de Acción en Combate de la Fuerza Aérea. Dejó una esposa, Heather, veterana militar, y un hijo de cuatro años, Jacob.

Cuando la guerra entró en su decimoquinto año, Estados Unidos se enfrentó a un nuevo combatiente en Afganistán y las viejas líneas divisorias comenzaron a desplazarse. Estado Islámico, la red terrorista que había crecido velozmente en Irak y Siria, se amplió a Afganistán y Pakistán. A principios de 2016, los militares estadounidenses estimaron que la filial local del grupo tenía entre 1.000 y 3.000 combatientes, en su mayoría antiguos miembros de los talibanes. Su aparición amplió y complicó la guerra. En enero de 2016, la Casa Blanca aprobó nuevas reglas de combate que autorizaban al Pentágono a atacar a Estado Islámico en Afganistán. Eso llevó a un aumento de los ataques aéreos estadounidenses contra el grupo, que centraba sus operaciones en las provincias de Nangahar y Kunar, en el este de Afganistán, junto a la frontera con Pakistán.

En ese momento, las autoridades militares estadounidenses reconocieron que su némesis original en la guerra —Al Qaeda— prácticamente había desaparecido de Afganistán. «Por sí mismos, no creemos que representen una amenaza real, una amenaza significativa y real para el gobierno afgano», dijo el general de brigada del Ejército Charles Cleveland, portavoz de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, a los periodistas del Pentágono en mayo de 2016. En lo que él denominó un SWAG —acrónimo de uso castrense de la expresión scientific, wild-assed guess, o conjetura científica descabellada— aportó el cálculo de que entre 100 y 300 miembros de Al Qaeda mantenían «algún tipo de presencia» en Afganistán. Cinco años después de la muerte de Bin Laden, la red del saudí apenas había participado en la lucha.

Mientras tanto, el Ejército de EE. UU. clasificó a los talibanes en una nueva y vaga categoría. Seguían siendo una fuerza hostil, pero no necesariamente enemiga. Los funcionarios de la administración Obama habían llegado a la conclusión de que la única manera de poner fin a la guerra y estabilizar Afganistán era que el gobierno afgano negociara un acuerdo de paz con los talibanes. Los anteriores intentos de iniciar un proceso de reconciliación no habían llegado a buen puerto, pero los representantes estadounidenses querían volver a intentarlo y decidieron tratar a los talibanes de forma diferente con la esperanza de persuadir a sus líderes de que se sentaran a la mesa.

Como resultado, el Pentágono impuso nuevas reglas de enfrentamiento según las cuales las fuerzas estadounidenses podrían atacar libremente a Estado Islámico y a lo que quedara de Al Qaeda. Sin embargo, solo podrían luchar contra los talibanes si era en defensa propia o si las fuerzas de seguridad afganas estaban a punto de ser aniquiladas.

El nuevo enfoque llegó incluso a confundir a los legisladores estadounidenses. En una sesión de la Comisión de Servicios Armados del Senado celebrada en febrero de 2016, el senador Lindsey Graham (republicano de Carolina del Sur) presionó al general Campbell para que se explicara. «¿Son los talibanes enemigos de este país?», preguntó Graham. «No he oído la pregunta», respondió Campbell. «¿Son los talibanes enemigos de Estados Unidos?», repitió Graham. Campbell balbuceó: «Los talibanes, en la medida que ayudan a Al Qaeda, a Haqqani y a otros grupos insurgentes, los talibanes han sido responsables de...».

Graham lo interrumpió y preguntó varias veces si las fuerzas estadounidenses podían pasar a la ofensiva y atacar a las fuerzas talibanes o matar a sus altos dirigentes.

«Repito, no voy a entrar en reglas de autoridades de combate en una audiencia pública», dijo Campbell esquivando las preguntas. «Lo que le diría es que nuestro país ha tomado la decisión de que no estamos en guerra con los talibanes.»

Pero los talibanes seguían en guerra con Estados Unidos y el gobierno afgano, y para los líderes talibanes, los combates iban bien. En 2016, las fuerzas insurgentes volvieron a invadir Kunduz, bombardearon repetidamente Kabul y se hicieron con el control de la mayor parte de la provincia de Helmand, el corazón del lucrativo cinturón del opio de Afganistán.

En Washington, aumentó el temor de que el gobierno afgano corriera el peligro de sufrir un colapso político. Calificando la situación de «precaria», Obama volvió a dar marcha atrás en julio de 2016. En vez de reducir las tropas a 5.500, como estaba previsto, ordenó que las fuerzas estadounidenses permanecieran en Afganistán. Cuando dejó la Casa Blanca en enero de 2017, quedaban unos 8.400 soldados.

Al mes siguiente, el general del Ejército John Nicholson Jr., sucesor de Campbell como general en jefe, compareció ante la Comisión de Servicios Armados del Senado. Al ser preguntado sobre si Estados Unidos estaba ganando o perdiendo, respondió: «Creo que estamos en un punto muerto».

Sin embargo, en esa comparecencia Nicholson ya presagió lo que le esperaba con el nuevo presidente, Donald Trump. «La capacidad ofensiva es lo que romperá el punto muerto en Afganistán», dijo.

En la jerga militar, eso significaba más tropas y más armas.