Los dignatarios estadounidenses visitaron Kabul a finales de diciembre de 2001 para celebrar la instauración del gobierno provisional de Afganistán. Los retretes del palacio presidencial no dejaban de arrojar agua;1fuera, una densa capa de humo2se cernía sobre las ruinas de la capital. La mayoría de los afganos quemaban madera o carbón para mantener el calor. La gente había arrasado con los cristales, los cables de cobre, los cables telefónicos y las bombillas de los escasos edificios públicos que aún se tenían en pie. Aunque tampoco importaba. En Kabul hacía años que no funcionaba el servicio telefónico ni el eléctrico.
Ryan Crocker, un arabista de cincuenta y dos años del Servicio de Exteriores, llegó días después para reabrir la Embajada de EE. UU., que llevaba una eternidad cerrada a cal y canto. Iba a ser embajador en funciones. Como Kabul carecía de un aeropuerto operativo, aterrizó en la base aérea militar de Bagram, a 50 kilómetros.
Crocker se dirigió hacia Kabul «avanzando pesadamente por un paraje desolado».3Cruzó un río como pudo porque el puente había desaparecido. Las escenas le recordaban las avenidas berlinesas llenas de escombros allá por 1945. Al llegar a Kabul, vio que el complejo de la embajada había sobrevivido a años de bombardeos, aunque las tuberías estaban rotas y no estaban mejor que las cañerías atascadas del palacio presidencial. En un edificio, unos cien guardias de la embajada tenían que compartir un solo inodoro.4En otra parte del complejo, cincuenta civiles tenían que apañárselas con una sola ducha.
En la primera ronda de reuniones con Hamid Karzai, Crocker se dio cuenta de que Afganistán afrontaba problemas más grandes que la reparación de los destrozos materiales tras años de guerra. En una entrevista de Lessons Learned, dijo: «Me encontré con un líder de la autoridad provisional que no tenía poder real ni nada con lo que trabajar: ni ejército, ni policía, ni funcionariado, ni una sociedad activa».5
Cuando Estados Unidos invadió Afganistán, el presidente George W. Bush dijo al pueblo americano que no se iban a enfrascar en la misión y el dispendio de «construir una nación». Pero esa promesa presidencial, reiterada por sus dos sucesores, resultó ser una de las mayores falsedades vertidas sobre la guerra.
Construir una nación fue exactamente lo que se propuso Estados Unidos en un Afganistán arrasado por la guerra. Y lo hizo a una escala colosal. Entre 2001 y 2020, Washington invirtió para dicho fin más recursos que ningún otro país. Asignó hasta 143.000 millones de dólares para la reconstrucción, los programas de ayuda y las fuerzas de seguridad afganas.6Teniendo en cuenta la inflación, es más de lo que Estados Unidos gastó en Europa occidental tras la segunda guerra mundial con el Plan Marshall.
Pero el proyecto de construcción nacional para Afganistán fue diferente del Plan Marshall: fue una chapuza desde el principio y fue descontrolándose más y más a medida que avanzó la guerra. En lugar de traer paz y estabilidad, Estados Unidos creó sin quererlo un gobierno corrupto y disfuncional que dependía del poder militar estadounidense para sobrevivir. Incluso en el mejor de los escenarios, nuestros líderes calculaban que el país necesitaría miles de millones de dólares más en ayudas, cada año y durante décadas.
En los cuatro lustros de tutelaje estadounidense, la desdichada campaña para transformar Afganistán en una nación moderna fluctuó entre dos extremos. Al principio, cuando los afganos necesitaban más ayuda, la administración Bush no se apartó de su estrategia frugal, pese a que estaba instando a Afganistán a crear una democracia e instituciones públicas de la nada. Más tarde, la administración Obama lo compensó en exceso, enviando al país más ayuda de la que podía absorber y creando una nueva serie de problemas sin solución. En general, el proyecto estuvo lastrado por la soberbia, la incompetencia, las luchas internas burocráticas y la descuidada planificación.
En una entrevista de Lessons Learned, Michael Callen, un economista de la Universidad de California San Diego especializado en el sector público afgano, dijo lo siguiente: «Pinta mal. Gastamos lo indecible y apenas se ha conseguido nada. ¿Cómo irían las cosas si no hubiéramos gastado nada? No lo sé. Quizá sería peor. Probablemente sería peor, pero ¿cuánto peor?».7
Ningún país ha necesitado más construcción que Afganistán en 2001. Era una nación históricamente empobrecida y había vivido en guerra constante desde que los soviéticos invadieran el territorio dos décadas antes. De unos 22 millones de habitantes, unos tres habían abandonado el país como refugiados. La mayoría de los que se quedaron eran analfabetos y padecían desnutrición. Al acercarse el invierno, las organizaciones benéficas alertaron de que uno de cada tres afganos corría el riesgo de pasar hambre.
Pero en ese momento la administración Bush todavía no había decidido si involucrarse en una campaña de construcción nacional a largo plazo o si pasar el problema a otros.
En el año 2000, Bush había llegado a la Casa Blanca proclamando su aversión por los costosos enredos en el extranjero. Durante la campaña, había arremetido contra la administración Clinton por destinar a las fuerzas armadas a «ejercicios de construcción nacional» en Somalia, Haití y los Balcanes. En un debate con su oponente demócrata, Al Gore, manifestó: «En mi opinión, no deberían usarse nuestras tropas para la llamada construcción nacional. Creo que nuestras tropas deberían usarse para combatir y ganar guerras». Cuando el campechano tejano ordenó al Ejército bombardear Afganistán, consoló al pueblo americano diciendo que la ONU, y no Washington, asumiría «la denominada construcción nacional».
Cuando Crocker llegó a Afganistán en enero de 2002, pensó que pasar la responsabilidad a otros «habría sido bastante difícil de justificar y defender, atendiendo a las condiciones extraordinarias del país y el sufrimiento del pueblo afgano».8Pero él no estaba autorizado para hacer grandes promesas durante su fugaz trimestre en Kabul.
En los informes que enviaban a Washington, los representantes de la USAID (Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) señalaban que los afganos no podrían poner orden en el país sin grandes ayudas. Un alto cargo de la USAID que estaba asesorando al gobierno afgano señaló que el país no tenía bancos ni moneda de curso legal;9los señores de la guerra habían emitido su propia moneda, generalmente carente de valor. Había Ministerio de Finanzas, pero el 80 % del personal no sabía leer ni escribir.
En una entrevista de Lessons Learned, un representante no identificado de la USAID confesó: «Cuesta explicar a la gente lo mal que estaba Afganistán en esos primeros compases. Habría sido más fácil si no hubieran tenido nada. Para empezar a construir, teníamos que destruir lo que había».10
Richard Boucher, el portavoz principal del Departamento de Estado, visitó Kabul en enero de 2002 con el secretario de Estado Colin Powell. Karzai invitó a los diplomáticos estadounidenses al palacio presidencial para asistir a una reunión de su nuevo gabinete. Parecía una versión peliculera de los consejos celebrados en Washington. El edificio era de piedra y había treinta personas sentadas a una mesa; entre ellas, la ministra de Asuntos de la Mujer, un cargo recién creado por insistencia de los estadounidenses.11
En una entrevista de Lessons Learned, Boucher dijo: «Era como el gabinete de Estados Unidos. Estaban allí sentados de brazos cruzados. El gobernador del banco central decía que había abierto las cajas fuertes, pero que no había nada dentro. No había dinero, ni moneda, ni oro ni nada que pudiera uno imaginarse».12
Pero Karzai y su gabinete no perdieron la compostura. Estaban decididos a hacer gala de la hospitalidad afgana. Según Boucher: «No sé cómo, pero los afganos organizaron una comida estupenda. Hubo un gran banquete con pilas de arroz y carne de cabra. Eran personas capaces, pero no tenían nada con lo que dirigir un gobierno, así que empezaban desde cero tanto organizativa como materialmente».13
Cuando todo el mundo vio la desesperación del país, Bush suavizó su postura respecto a la construcción nacional. Durante su discurso del estado de la Unión de enero de 2002, el presidente halagó el espíritu del pueblo afgano y prometió: «Seremos aliados en la reconstrucción del país».
Esas palabras provocaron una sonrisa en el barbudo rostro de Karzai. Había acudido al discurso como invitado de honor y se le había concedido un preciado asiento al lado de la primera dama, Laura Bush. Karzai apretó su gorrito de lana de oveja y se inclinó ligeramente mientras los políticos le dedicaban una gran ovación. En el palco de la primera dama les acompañaba también una mujer con gafas y pañuelo blanco: Sima Samar, la nueva ministra afgana de Asuntos de la Mujer.
A pesar de sus nuevas promesas de alianza con los afganos, Bush no se apartó de su instinto mezquino. En una conferencia de donantes internacionales para Afganistán previa al discurso del estado de la Unión, Estados Unidos prometió 296 millones de dólares en ayudas para la reconstrucción y ofreció una línea de crédito de 50 millones. En total, la suma no llegaba a un 0,5 % de todo lo que acabaría gastando Washington para reconstruir Afganistán a lo largo de las dos décadas siguientes.
Bush también se negó a aportar tropas estadounidenses a una fuerza de paz internacional en Kabul porque no quería que el Pentágono se distrajera de su misión: perseguir a Al Qaeda y los talibanes. El Pentágono aceptó la responsabilidad de formar a un nuevo Ejército afgano, pero solo si la tarea de la construcción nacional se repartía entre los aliados de Estados Unidos.
Con ese pacto, los alemanes aceptaban la obligación de crear una nueva fuerza policial afgana; los italianos convenían en ayudar a los afganos a rearticular su sistema judicial; y los británicos se ofrecían voluntarios para disuadir a los agricultores de cultivar opio (históricamente, el cultivo comercial estrella del país). En los años venideros, cada uno de los aliados marraría en su cometido.
En las entrevistas de Lessons Learned, varios responsables de la administración Bush dijeron que nadie quería abrir el melón: el presidente estaba incumpliendo poco a poco las promesas hechas en campaña sobre la construcción nacional. Sin embargo, afirmaron que Bush y otros miembros de la Casa Blanca tenían miedo de repetir el error que Washington había cometido en los años noventa. Entonces, se había dejado de prestar atención a Afganistán cuando los rebeldes respaldados por Estados Unidos hubieron forzado al Ejército soviético a retirarse, dejando un reguero de caos.
Stephen Hadley, subconsejero de Seguridad Nacional de Bush durante su primer mandato en la Casa Blanca, dijo que crearon un monstruo y se marcharon.14Hadley y muchos otros temían que el país volviera a sumirse en una guerra civil y que Al Qaeda regresara si Estados Unidos no conseguía estabilizar Afganistán.
Según un dignatario estadounidense no identificado: «Construir un país no era una prioridad. Pero llegamos y nos dimos cuenta de que no podíamos largarnos».15Otro funcionario no identificado dijo que los que estaban metidos en el tinglado detectaron un claro «cambio político: de estar en contra se pasó a estar a favor de la construcción nacional».16Aun así, el cambio de actitud nunca se plasmó en documentos estratégicos.
Pero las expectativas eran bajas. Richard Haass era un alto diplomático de la administración Bush, que ejerció como coordinador especial para Afganistán tras el 11S. Según él, «se palpaba en el ambiente que en Afganistán había pocas posibilidades» y que el gobierno de Estados Unidos «no estaba dispuesto a hacer una gran inversión».17
Haass recuerda haber presentado un informe durante otoño de 2001 a Bush, a Powell, a Rumsfeld y a la consejera de Seguridad Nacional Condoleezza Rice. El vicepresidente Dick Cheney se conectó por videollamada desde un lugar desconocido: «A ver, había cero ganas de aplicar una política ambiciosa, que digamos... La sensación era que podías invertir muchísimo y no sacarías gran cosa. Tampoco lo llamaría cinismo; diría que la gente era pesimista respecto a la rentabilidad de la inversión».18
Igual que la estrategia bélica en general, la campaña de construcción nacional acusó una falta de metas y cotas claras. «Si vamos a reconstruir, ¿qué teoría y objetivos tenemos?»,19se preguntaba un alto dignatario de la administración Bush en una entrevista de Lessons Learned: «Necesitamos una teoría, en vez de enviar a un don nadie como yo y decirle: “Ala, a ayudar al presidente Karzai”».
Las divisiones internas se acentuaron. En el Departamento de Estado, los diplomáticos y representantes de la USAID intentaban hacer más, aduciendo que solo Estados Unidos poseía los recursos y la influencia para reconducir Afganistán. En el Pentágono, Rumsfeld y sus acólitos se oponían, rebatiendo que sería un error intentar arreglar todos los problemas del país.
Crocker, que más tarde sería embajador en Bagdad, dijo que Rumsfeld y otros neoconservadores adoptaron una actitud similar en las guerras de Afganistán e Irak. Así resumió la mentalidad de Rumsfeld: «“Nuestro objetivo es acabar con los malos, y lo haremos. ¿A quién le importa lo que pase después? Eso es problema suyo. Si en una década y media tenemos que volver y acabar con más villanos, podemos hacerlo, pero no nos embarcaremos en una construcción nacional”».20
James Dobbins, el diplomático que ayudó a organizar la cumbre de Bonn en 2001, dijo que el resultado de esas disputas filosóficas rara vez variaba. El Pentágono ostentaba todo el arsenal y el poder político y se salía siempre con la suya. En una entrevista de Lessons Learned, Dobbins dijo que «ni por asomo iba el Departamento de Estado a convencer al Departamento de Defensa o al señorito Rumsfeld. A la Casa Blanca ya le costaba lo suyo, así que para el Departamento de Estado era prácticamente imposible».21
Muchos miembros del Servicio de Exteriores describían a Rumsfeld como un terco hombre del saco, pero otros consideraban demasiado simplista esta crítica. Según ellos, Rumsfeld no tenía nada en contra de la reconstrucción. Simplemente no quería que las fuerzas armadas tuvieran que asumir una obligación que, en su opinión, debía ser civil.
Sin embargo, la USAID llevaba años sufriendo recortes en su presupuesto y era una agencia mermada que dependía de contratistas para desempeñar su función. El resto del Departamento de Estado y otras ramas del gobierno tampoco eran capaces de resolver la larga lista de problemas de Afganistán. Eso hizo que para Rumsfeld fuera fácil responsabilizar a las otras agencias por la falta de progreso.
En un escrito del 20 de agosto de 2002 dirigido a Bush, Rumsfeld señaló que «el problema de fondo de Afganistán» no era la seguridad: «El problema que se debe abordar es más bien el lento progreso que se está haciendo por la vía civil».22Coincidía en que el imberbe ejecutivo de Karzai necesitaba más ayuda, tanto económica como de otros tipos, pero avisaba de que, enviando más tropas para estabilizar y reconstruir Afganistán, podía salirles el tiro por la culata: «El resultado sería un aumento de las fuerzas estadounidenses y aliadas. Podríamos correr el riesgo de sembrar tanto odio como los soviéticos. En cualquier caso, si no se logra la reconstrucción, cualquier incremento en las fuerzas de seguridad se quedará corto. Los soviéticos enviaron más de 100.000 efectivos y fracasaron».23
Marin Strmecki, un consejero civil de Rumsfeld, llamaba «incomprendido»24al jefe del Pentágono. Según él, Rumsfeld consideraba crucial reforzar las instituciones públicas afganas, pero no quería que el país dependiera in aeternum de Washington. En una entrevista de Lessons Learned, Strmecki dijo: «Muchas veces resulta más fácil hacer las cosas uno mismo que acompañar a la gente mientras aprende a hacerlo. La razón es el ínfimo capital humano que existe tras veinticinco años de guerra».25Y añadió que el recelo de Rumsfeld era que Estados Unidos se engastara hasta tal punto en el funcionamiento básico de Afganistán que nunca pudiera liberarse.
Pero ¿Estados Unidos tuvo alguna vez un plan? En su entrevista de Lessons Learned, Stephen Hadley admitió que durante la presidencia de Bush se trabajó para diseñar un modelo eficaz de construcción nacional. Incluso visto en perspectiva, dijo que era complicado concebir un método que hubiera funcionado: «Al principio dijimos que no íbamos a construir una nación. Ahora bien, sin ella es imposible asegurar que Al Qaeda no vaya a volver». Y añadió: «Dicho llanamente, no tenemos un modelo de estabilización que funcione para después de un conflicto. Cada vez que usamos uno, todo peca de cierta improvisación. No tengo nada claro que, si volviéramos a hacerlo, lo fuéramos a hacer mejor».26
No hacía falta ser un politólogo licenciado en Harvard ni un miembro del Consejo de Relaciones Exteriores para ver que Afganistán necesitaba un mejor sistema de gobierno. Desgarrado por una serie de tribus en liza y despiadados señores de la guerra, el inestable país había sido testigo de una retahíla inacabable de golpes de Estado, atentados y guerras civiles.
El acuerdo de Bonn de 2001 fijó un calendario para que los afganos convinieran en un nuevo marco político. En principio, una loya yirga, una asamblea tradicional de ancianos y próceres, tendría que redactar una Constitución en un plazo de dos años. Técnicamente, los afganos serían quienes deberían decidir cómo querían gobernar el país. Pero la administración Bush les persuadió de adoptar una solución a la americana: una democracia constitucional con un presidente elegido por voto popular.
En muchos aspectos, el nuevo gobierno era como una versión tosca del de Washington. El poder se concentraba en la capital, Kabul. Empezó a brotar una burocracia federal en todas direcciones, regada con dinero y huestes de asesores occidentales.
Pero había una diferencia clave. La administración Bush forzó a los afganos a consolidar el poder en manos de su presidente, que actuaba casi sin supervisión ni contrapeso. En parte, se hizo para limitar la influencia de los numerosos señores de la guerra regionales. Pero por encima de todo, Washington pensaba que había encontrado al hombre perfecto para colocar al frente de Afganistán: Karzai, un líder tribal que hablaba inglés y que los americanos habían tomado bajo su protección.
En las entrevistas de Lessons Learned, muchos dignatarios estadounidenses y europeos que participaron en los debates sobre la construcción nacional lo admitieron: la decisión de confiar tanto poder a un solo hombre fue un terrible error de cálculo. El rígido sistema chocaba con la tradición afgana, caracterizada por una mezcla de autoridad descentralizada y costumbres tribales. Y aunque al principio los estadounidenses se llevaron de fábula con Karzai, en momentos determinantes la relación se quebró y se desmoronó.
Un representante no identificado de la Unión Europea dijo que, «a toro pasado, la peor decisión fue centralizar el poder».27Un alto dignatario alemán, también sin identificar, añadió que habría sido más lógico construir poco a poco una democracia desde cero, empezando a nivel municipal: «Tras la caída de los talibanes, la idea era que necesitábamos un presidente ya, pero no era verdad».28
Un alto dignatario estadounidense anónimo dijo que le había asombrado que el Departamento de Estado pensara que en Afganistán funcionaría una presidencia americanizada: «Parecía que nunca hubieran estado en el extranjero. ¿Por qué creamos un gobierno centralizado en un lugar donde nunca lo había habido?».29
Incluso algunos miembros del Departamento de Estado reconocieron su pasmo. Un importante diplomático dijo: «En Afganistán, la política fue crear un gobierno central fuerte. Y fue una idiotez, porque el país no había tenido jamás gobiernos centrales fuertes. Para crear uno, normalmente hacen falta cien años. Y no los teníamos».30
Richard Boucher, el ex portavoz principal del Departamento de Estado, añadió: «No sabíamos lo que estábamos haciendo. El país solo funcionó cuando fue un hervidero de tribus y señores de la guerra presidido por una persona más o menos insigne que logró apaciguarlos para que al menos no se mataran. Creo que la idea con la que llegamos, la de crear un gobierno estatal como el de un estado americano o así, era un brindis al sol. Y es lo que nos condenó a una guerra de quince años, en vez de una de dos o tres».31
Incluso los soldados estadounidenses que no conocían en absoluto la historia y la cultura afganas antes de llegar dijeron que tratar de imponer un gobierno fuerte y centralizado era un evidente absurdo. En entrevistas de historia oral con el Ejército, decían que los afganos eran hostiles por naturaleza con los oligarcas y tenían pocas esperanzas puestas en lo que pudiera conseguir una burocracia en Kabul.
Según el coronel Terry Sellers, comandante de batallón en la provincia de Uruzgán: «Tenías que explicar a un montón de gente por qué les interesaba el gobierno, porque, no te engaño, les era algo muy lejano. El gobierno central no había llegado a muchos sitios, al menos hasta entonces, así que no entendían del todo ni veían el beneficio de contar con un gobierno central: “Llevo cientos de años cuidando de mis ovejas, cabras y hortalizas en este pedazo de tierra y no ha habido nunca un gobierno central. ¿Por qué necesito uno ahora?”».32
Según otros oficiales del Ejército, muchas veces les acababa tocando a ellos explicar a los afganos qué hacía un gobierno y cómo funcionaba una democracia. El coronel David Paschal, un oficial de infantería que estuvo destinado seis meses en la provincia de Gazni al este de Afganistán, dijo que su unidad repartió imágenes de Karzai entre aldeanos que nunca habían visto una foto de su presidente.33
Paschal había combatido en los Balcanes durante los noventa. Según él, cuando el Ejército de EE. UU. y sus aliados de la OTAN establecieron la democracia en Bosnia y Kosovo, empezaron con elecciones a líderes de distrito y fueron escalando hasta llegar a comicios regionales y nacionales: «Pero en Afganistán hicimos justo lo contrario. Les hicimos escoger primero al presidente, y la mayoría de esas personas ni siquiera sabía qué significaba votar. Sí, se pringaban el dedo de tinta púrpura», pero no comprendían la importancia del voto. «Creo que en las zonas rurales era muy difícil. Recuerdo que, una vez, una unidad estaba patrullando y la gente preguntaba qué estaban haciendo los rusos otra vez por ahí. Esa gente ni siquiera sabía que los estadounidenses llevaban un par de años en Afganistán.»34
El mayor Thomas Clinton Jr., oficial de la Marina, dijo que los soldados afganos que instruyó no eran tan distintos del americano medio: querían carreteras, escuelas, agua y otros servicios básicos. Pero según Clinton, era difícil explicarles cómo el sistema de gobierno americano financiaba esas cosas: «Los afganos creen que a los americanos les sale el dinero de las orejas. Yo les sermoneaba sobre fiscalidad y demás... y ellos me preguntaban qué eran los impuestos. Me puse a contarles que era más o menos como los señores de la guerra que imponían tributos a la gente. “Uy, no, eso es solo robar”, me decían. Y entonces tenía que explicarles todo el sistema tributario. Los oficiales estaban alucinados porque no tenían ni idea de lo que eran los impuestos». Y añadió: «No existe un concepto real de gobierno central que tenga poder supremo de este a oeste, desde Asadabad a Herat, y desde Kalat y Kandahar al sur a Spin Boldak y Mazar-e Sarif al norte. Hubo que educarlos».35
El teniente coronel Todd Guggisberg, un oficial del Ejército destinado al cuartel general de la OTAN en Kabul, dijo que dudaba de que los afganos fueran a aceptar jamás un gobierno moderno y centralizado: «Durante toda su historia han sido leales a la familia y a la tribu, así que al tipo que vive en Changcharan le importa un comino quién sea el presidente Hamid Karzai y que mande en Kabul».36
«Me recuerda a esa película de Monty Python en la que el rey pasa cabalgando al lado de un campesino en la mugre y se detiene para decirle: “Soy el rey”. El campesino se da la vuelta y contesta: “¿Qué es un rey?”.»37