En 2003, Estados Unidos depositó sus esperanzas de concluir la guerra en un estéril pedazo de tierra junto a un cementerio de tanques soviéticos, en el extremo este de la capital. Era el llamado Centro de Instrucción Militar de Kabul. En las destartaladas instalaciones se instaló el campamento para el nuevo Ejército Nacional Afgano. Cada mañana, instructores militares arrancaban a los voluntarios de sus fríos y desangelados barracones para enseñarles el arte de la guerra. Si los reclutas sobrevivían a las deplorables condiciones de saneamiento y esquivaban las viejas minas terrestres enterradas alrededor del complejo, podían llegar a percibir unos 2,50 dólares al día por defender el gobierno afgano.1
La carretera que conducía de Kabul al campamento militar estaba tan bacheada2que el chófer del general de división Karl Eikenberry tenía que zigzaguear de un lado a otro sin exceder los quince kilómetros por hora. Como jefe de la Oficina de Cooperación Militar en la Embajada de EE. UU., el deber de Eikenberry era crear desde cero un ejército autóctono de 70.000 efectivos para proteger al débil gobierno afgano de una larga sucesión de enemigos: los talibanes, Al Qaeda, otros insurgentes, señores de la guerra renegados...
Eikenberry era general y académico. Hablaba chino mandarín y había cumplido dos períodos de servicio como agregado militar en Pekín. El 11S burló la muerte por los pelos.3El vuelo 77 de American Airlines impactó contra el Pentágono y la onda expansiva le catapultó contra la pared de su despacho, en el anillo exterior. Dos personas que trabajaban cerca de él fallecieron. Cuando llegó al Centro de Instrucción Militar de Kabul, la dantesca escena le recordó lo que sufrió el Ejército Continental4de George Washington en Valley Forge durante el invierno de 1777: «Por la noche todos las pasaban canutas. La cantidad de problemas era increíble».5
Como los afganos no tenían dinero, recayó sobre Estados Unidos y sus aliados sufragar las nuevas fuerzas armadas y proporcionar los instructores y el equipo. Alemania, aliado de la OTAN, acordó colaborar con el Departamento de Estado y otros países en la supervisión de un programa paralelo para reclutar y formar a sesenta y dos mil oficiales para la policía nacional afgana.
En primavera de 2003, Eikenberry creó una nueva formación para seguir de cerca la ciclópea campaña de instrucción del Ejército afgano. La llamó Task Force Phoenix6(Fuerza Operativa Fénix) como tributo al renacimiento del Estado afgano que, según él, se alzaba de «las cenizas tras treinta años de una guerra brutal». Toda la estrategia bélica estadounidense giró alrededor de ese programa. Tan pronto como los afganos dispusieran de unas fuerzas de seguridad competentes para asegurar su propio territorio, el Ejército de EE. UU. y sus aliados podrían regresar a casa.
Año tras año, los líderes tranquilizaron al pueblo americano. Decían que el plan estaba funcionando y hablaban maravillas de las fuerzas afganas. En junio de 2004, el teniente general David Barno, comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, se jactó ante la prensa de que los talibanes y Al Qaeda tenían miedo de luchar con el Ejército afgano «porque, cuando lo hacen, los terroristas acaban mordiendo el polvo».
Al cabo de tres meses, el teniente general Walter Sharp testificó ante el Congreso. El director de planes estratégicos y políticas del Estado Mayor en el Pentágono dijo que el Ejército afgano estaba «desempeñándose de maravilla» y lo llamó la «columna vertebral» de la seguridad en el país. En una hoja informativa publicada en ese mismo momento, el Pentágono se jactó de que el Ejército afgano se había convertido en «una fuerza sumamente profesional y multiétnica».7
En realidad, el proyecto fue un fiasco desde el principio. Todos los intentos por hacerlo funcionar cayeron en saco roto. Washington minusvaloró muchísimo lo que costarían las fuerzas de seguridad afganas, cuánto tiempo haría falta para formarlas y cuántos soldados y agentes se necesitarían para combatir la creciente insurgencia del país.
La administración Bush agravó ese error de cálculo tardando demasiado en consolidar las fuerzas de seguridad afganas durante los primeros años de guerra, cuando los talibanes suponían una amenaza minúscula. Luego, cuando los talibanes revivieron, el gobierno de Estados Unidos intentó instruir a toda prisa a demasiados afganos.
En una entrevista de Lessons Learned, Douglas Lute, teniente general y zar de la guerra de los presidentes Bush y Obama para la guerra de Afganistán, dijo: «Tenemos las [fuerzas afganas] que nos merecemos».8Si el gobierno de Estados Unidos hubiera acelerado la instrucción «cuando los talibanes estaban débiles y desorganizados, las cosas podrían haber sido distintas. Pero en vez de eso, invadimos Irak. Si hubiéramos invertido con cabeza y antes, quizá habríamos logrado otro resultado».
El Pentágono también cometió un error fundamental diseñando el Ejército afgano a imagen y semejanza del estadounidense. Le obligó a adoptar las mismas normas, costumbres y estructuras, pese a las enormes diferencias de cultura y conocimientos.
Casi ningún recluta afgano había recibido educación básica durante las décadas de agitación que habían sacudido el país. Entre un 80 y un 90 % no sabía leer ni escribir. Algunos no sabían contar o no se sabían los colores. Aun así, los estadounidenses esperaban que hicieran presentaciones en PowerPoint y operaran complejos sistemas de armamento.
Hasta las comunicaciones más simples entrañaban un problema. Los instructores y asesores de combate estadounidenses necesitaban intérpretes que supieran traducir del inglés a tres lenguas afganas diferentes: darí, pastún y uzbeko. Cuando fallaban las palabras, las tropas se hacían entender con las manos o dibujando en el suelo.9
El mayor Bradd Schultz, que sirvió en la Task Force Phoenix en 2003 y 2004, recordó haber intentado explicar a los soldados afganos recién licenciados cómo era embarcar en un avión militar. En una entrevista de historia oral con el Ejército, Schultz narró cómo se había dirigido a ellos: «Cuando lleguéis allí, habrá una cosa llamada helicóptero. [...] Mirad, esto es un avión. Tocadlo».10
En otra entrevista de historia oral con el Ejército, el mayor Brian Doyle, un instructor de geografía de la Academia Militar de West Point, contó cómo había impartido clases a jóvenes oficiales afganos en Kabul. Al explicar la importancia de la marea alta y la marea baja durante el desembarco de Normandía, su intérprete, un médico instruido que Doyle describió como «un hombre muy espabilado», le interrumpió para decir: «¿Mareas? ¿Qué son las mareas?».11Sabiendo que Afganistán era un país sin acceso al mar, Doyle les explicó que era la subida y la bajada del nivel del mar. «Parecía que le acabara de decir que el mundo era redondo cuando él creía que era plano. Respondió: “¿Qué quieres decir con que el agua sube y baja?”.»
Según Robert Gates, posterior secretario de Defensa con Bush y Obama, durante los primeros años de guerra los objetivos con respecto a las fuerzas de seguridad afganas fueron «ridículamente modestos».12El Pentágono y el Departamento de Estado nunca acordaron una estrategia coherente. En una entrevista de historia oral en la Universidad de Virginia, Gates dijo: «Cambiábamos constantemente a los instructores. Y cada tío que venía modificaba el modo en que se formaba a las fuerzas afganas. Lo único que tenían todos en común era que estaban intentando instruir un ejército occidental, en vez de averiguar los puntos fuertes de los afganos como combatientes y partir de esa base».13
Al principio, el Pentágono dejó entrever sus pobres expectativas respecto al Ejército afgano intentando invertir poco dinero. En un copo de nieve de 2002, Rumsfeld tildó de «descabellada»14una petición del gobierno provisional afgano de 466 millones de dólares al año para formar y equipar a 200.000 soldados. Tres meses más tarde, envió una inflamada nota a Colin Powell al descubrir que el Departamento de Estado había prometido sufragar el 20 % de los gastos del Ejército afgano. Rumsfeld consideraba que tenían que pagarlo los aliados: «Estados Unidos gastó miles de millones de dólares en liberar Afganistán y dar seguridad. Estamos gastando una fortuna cada día. Nuestra posición debería ser la de no aportar ni un duro. Ya estamos haciendo más que nadie».15
Powell respondió en otra nota. Dijo que «obviamente empatizaba» con el argumento de Rumsfeld, pero no iba a retroceder: «Sabemos que seguramente los demás no afrontarán estos gastos a menos que Estados Unidos abra el camino. Por tanto, hemos prometido cumplir con nuestra justa obligación».16
A lo largo de las siguientes dos décadas, Washington fue enviando cada vez más ayudas al gobierno afgano en concepto de seguridad: más de 85.000 millones de dólares, el gasto más grande de todo el esperpento de construcción nacional.17
Durante la administración Bush, hubo un enconado debate sobre lo grandes que deberían ser las fuerzas de seguridad afganas y quién debería sufragarlas. En una entrevista de Lessons Learned, Marin Strmecki, un influyente consejero civil de Rumsfeld, dijo: «La forma en que se resuelve es la misma en que se resuelve todo en Washington: no resolviéndose».18
Zalmay Khalilzad, que trabajó en la Casa Blanca con Bush antes de ser embajador en Kabul de 2003 a 2005, dijo que el gobierno afgano rebajó su petición original e instó a Washington a pagar unas fuerzas de seguridad de entre 100.000 y 120.000 efectivos armados. Pero según confesó en una entrevista de Lessons Learned, Rumsfeld exigió más recortes y bloqueó el programa de instrucción hasta que los afganos aceptaron reducir el número hasta los cincuenta mil.19
Con los años, a medida que los talibanes se fueron afianzando, los estadounidenses y los afganos tuvieron que abrir el grifo una y otra vez para no perder la guerra. Al final, Estados Unidos pagó por instruir y mantener unas fuerzas de seguridad de 352.000 efectivos: unos 227.000 estaban adscritos al Ejército y 125.000, a la policía nacional. Aludiendo al tope de cincuenta mil impuesto por Rumsfeld, Khalilzad dijo: «En 2002 o 2003 estábamos luchando con esas cifras. Y ahora Dios sabe cuántos soldados hay, trescientos mil o así».20
Los tira y afloja sobre el tamaño de las fuerzas afganas se recrudecieron por culpa de otro error: el gobierno de Estados Unidos no tenía la destreza ni la capacidad para crear ejércitos extranjeros de la nada. Igual que había olvidado cómo combatir una insurgencia desde Vietnam, las fuerzas armadas no habían creado nada de la dimensión del Ejército afgano en décadas. Los boinas verdes estaban especializados en formar pequeñas unidades en otros países, no ejércitos enteros. El Pentágono intentó aprender sobre la marcha y la falta de preparación se hizo patente.
Según Strmecki: «Uno no descubre cómo van las operaciones de infantería cuando la guerra ya ha empezado. Uno no descubre cómo funciona la artillería cuando la guerra ya ha empezado. Ahora mismo, todo se improvisa. No se sigue ninguna directriz ni ninguna ciencia. Todo se hace de forma muy irregular. Si creas fuerzas de seguridad para otra sociedad, será tu acto político más importante. Hay que darle muchísimas vueltas y pulirlo muy bien».21
Para dirigir la Task Force Phoenix, en 2003 el Pentágono empezó nombrando una brigada en servicio activo de la 10.ª División de Montaña. Pero cuando ya se estaba asentando, la administración Bush decidió declarar la guerra a Irak y tensó de inmediato la cuerda de todas las unidades desplegadas por el mundo. La brigada de la Task Force Phoenix se retiró y fue reemplazada por una abigarrada y parva amalgama de tropas de la Guardia Nacional y reservistas del Ejército. Como dijo Eikenberry: «Nuestra incapacidad para marcar una cadencia [...] empezó a ser un grave problema».22
Muchos no tenían experiencia en la formación de soldados extranjeros. Tampoco sabían qué debían hacer en Afganistán hasta que llegaban. El sargento primero Anton Berendsen dijo que, mientras se estaba preparando para ir a Irak en 2003, recibió instrucciones de última hora para desviarse a Afganistán y unirse a la Task Force Phoenix. En una entrevista de historia oral con el Ejército, admitió: «Estás en un país y de repente dices: “¿Ahora qué hacemos?”. Nos estaban creciendo los enanos».23
El mayor Rick Rabe, un ingeniero de la Guardia Nacional californiana, llegó al Centro de Instrucción Militar de Kabul en verano de 2004 para supervisar la formación básica. Presionado para producir más soldados afganos, triplicó la cifra de reclutas durante el programa de doce semanas. Pero entonces bajó el nivel. De hecho, era muy bajo en general. Los reclutas ya podían suspender los exámenes de certificación o esfumarse, que no los echaban del campamento.
«Era imposible suspender la formación básica», dijo Rabe en una entrevista de historia oral con el Ejército.24Las notas bajas empezaron a ser motivo de risa. «Mientras pudieran apretar el gatillo cincuenta veces, no importaba si le daban a algo. Mientras la bala fuera en la dirección correcta, todo bien.»
Incluso en condiciones ideales, las fuerzas armadas previeron que el Ejército afgano tardaría varios años en poder operar solo. En los combates, los batallones afganos iban de la mano de las tropas estadounidenses, pero estas hacían la mayor parte del trabajo. Asesores y mentores se incorporaron a las unidades afganas para brindar consejo, pero muchas veces descubrían que los afganos carecían de las habilidades básicas para el combate y necesitaban que se les recordara constantemente las cosas.
El mayor Christopher Plummer, un oficial de infantería, llegó al cuartel general de Kabul en 2005 para coordinar la formación y el licenciamiento del Ejército afgano. Tras oír constantes quejas sobre la pobre puntería de las tropas, visitó el Centro de Instrucción Militar para observar a los reclutas en el campo de tiro.
En una entrevista de historia oral con el Ejército, Plummer dijo: «Evidentemente, nadie se sorprendió cuando entregué mi informe. Dije que esos chicos no le darían a un granero de perfil ni estando a diez metros».25De los ochocientos reclutas que había en formación básica en ese momento, solo ocho pasaron la prueba de puntería, pero se les permitió a todos licenciarse de todas formas: «Simplemente quemaban etapas».
Al principio, el Pentágono proveyó al Ejército afgano de AK-47 de fabricación rusa: un fusil fácil de usar y casi indestructible. Muchos afganos ya conocían el arma, pero no apuntaban mucho. Usaban un método que los asesores militares estadounidenses llamaban despectivamente spray and pray («disparar al tuntún y rezar»). Según el mayor Gerd Schroeder, un instructor itinerante de armas de fuego que fue destinado a Afganistán en 2005, durante los tiroteos, los soldados afganos solían gastar toda la munición, pero no abatían a nadie.26Al final, las tropas estadounidenses tenían que sacarles las castañas del fuego.
Una vez, Schroeder llevó a un batallón afgano a un campo de tiro cerca de Kandahar para tratar de corregir la situación. Como creía en la enseñanza a través del ejemplo, clavó una sandía sobre un largo poste y lo hincó en el suelo. En una entrevista de historia oral con el Ejército, Schroeder dijo: «Les pedías: “Venga, soldadito, dispara a la sandía”, y te disparaban desde la cadera».27Ni siquiera la rozaban.
Luego, Schroeder le pidió a un soldado estadounidense que hiciera una demostración: «Y te atravesaba de medio a medio la sandía. Primera ronda». Poco a poco las lecciones fueron calando: «Antes de eso no tenían ni la más remota idea de apuntar. Lo único que hacían era disparar tantas rondas como podían, a ver si le daban a algo».28
Algunos soldados afganos eran veteranos que se sabían manejar en el campo de batalla. Pero según el teniente coronel Michael Slusher, un oficial de la Guardia Nacional de Kansas incorporado a una unidad afgana, cuando empezaban a volar las balas, muchos afganos quedaban petrificados y olvidaban lo aprendido.29En una entrevista de historia oral con el Ejército, Slusher dijo: «Salen disparados hacia donde suenan los tiros. Es un poco alucinante. [Los enemigos] se quedan tan tranquilos en sus posiciones defensivas y esperan a que vayan corriendo hacia ellos. Les persiguen subiendo la ladera de la montaña, sin dejar de disparar y de gritar. Son muchachos muy valientes, pero esa no es forma de hacer las cosas».30
El mayor John Bates, otro miembro de la Guardia Nacional e instructor de una unidad, elogió a su compañía afgana. Dijo que era una «unidad de primera»31que había luchado cohesionada durante tres años. Pero algunos conceptos básicos eran difíciles de aprender. Bates dijo que los asesores estadounidenses tuvieron que enseñar a los afganos el concepto de cuidar de su propia arma, en vez de coger la primera que vieran. En una entrevista de historia oral con el Ejército, explicó: «Llegamos a escribirles los nombres en las armas para que cada sargento pudiera recorrer la fila y ver si ese era su nombre en el arma».32Otra revelación para los afganos fue que había uniformes de diferentes tallas, y que el zapato izquierdo tenía una forma diferente del derecho: «Nos enviaron un cargamento de botas. Nunca les habían medido los pies y no sabían qué talla de bota necesitaban». Aunque tampoco importaba mucho, porque solían darles calzado defectuoso. Según Bates: «El primer día, a mitad de la misión, la suela de las botas estaba completamente despegada».33
Enseñar a los afganos a conducir vehículos militares fue otra aventura. Según el comandante sargento mayor Jeff Janke, instructor de la Guardia Nacional de Wisconsin: «O pisaban el acelerador a fondo o frenaban al máximo. Una cosa o la otra. Si tenían algún accidente, no había consecuencias. Pensaban: “Bueno, [los instructores] ya traerán un vehículo nuevo, porque este está estropeado”».34
Durante la primavera de 2004, el mayor Dan Williamson, instructor de la Task Force Phoenix, tuvo que enseñar a los soldados afganos a conducir un camión de dos toneladas y media de capacidad y transmisión manual de seis marchas. Para que no pudieran llevarse nada por delante, buscó un lugar apartado en una base militar cerca de Kabul. Primero, los afganos intentaron aprender a conducir en línea recta, tanto hacia delante como hacia atrás, mientras los instructores estadounidenses ocupaban el asiento del copiloto y los intérpretes se colocaban en la parte de atrás. Luego practicaron los giros en una pista ovalada de tierra.35
En una entrevista de historia oral con el Ejército, Williamson dijo que los afganos eran una amenaza para la sociedad: «Soltaban el volante, agarraban la palanca de cambios con las dos manos y miraban la marcha que llevaban puesta, en vez de mirar a la carretera. Les costaba mucho meter una marcha y los camiones arrasaban con todo».36Los intérpretes, que iban montados en la parte de atrás, necesitaban «agallas».
A medida que el Ejército afgano se fue haciendo más grande, Estados Unidos se obsesionó por construir bases y barracones para sus colaboradores. Los proyectos cumplían las especificaciones americanas, pero los diseños occidentales solían dejar boquiabiertos a los afganos. Un oficial militar explicó en una entrevista de Lessons Learned que los afganos confundían los urinarios con fuentes de agua.37
Los inodoros eran otra peligrosa novedad. Según confesó en una entrevista el mayor Kevin Lovell, oficial del Cuerpo de Ingenieros: «[Nos] dimos cuenta de que se estaban rompiendo los retretes porque los soldados intentaban sentarse en cuclillas encima, como hacen normalmente. Y había soldados que se hacían daño porque resbalaban y se daban con la rodilla en la pared».38
Los toalleros tampoco duraron mucho. Los afganos ataban y enroscaban la ropa húmeda en la barra para exprimir el agua y acababan arrancando el toallero de la pared. Cubrían las estufas con prendas mojadas y provocaban cortocircuitos. Según Lovell, esos problemas se podrían haber evitado: «Si hubiéramos pecado un poco menos de soberbia, habríamos pensado en cómo suele vivir esa gente y habríamos construido edificios adaptados».39
Las cocinas y cantinas de diseño americano tampoco calaron. Los afganos preferían cocinar juntos en una gran olla, hirviendo arroz, carne y otros ingredientes en un solo guisado. En una entrevista de historia oral con el Ejército, el mayor Matthew Little, otro oficial del Cuerpo de Ingenieros, dijo: «Van descalzos y remueven el arroz con un cucharón enorme».40
En una base, los cocineros afganos cambiaron de sitio los fogones y los alejaron de los conductos del aire instalados por el contratista porque no sabían para qué servían. Según Little: «Toda la cocina se llenó de humo. Se colaba hasta el comedor y las paredes de color beis se fueron tiñendo de negro. Si entrabas allí, después tenías que lavar el uniforme».41
En otra ocasión, aseguró que un líder del Ejército afgano había pedido que se cavara una pequeña zanja en la cocina para que los cocineros pudieran arrojar dentro los desperdicios y el agua se los llevara hacia el sistema de desagüe: «Como un río, supongo, o como un riachuelo como los que debía de haber antaño en Occidente».42
Sobre la cuestión más importante, la predisposición a luchar, los asesores e instructores estadounidenses hablaban de los soldados afganos de forma ambivalente. Algunos elogiaban su dedicación y determinación, mientras que otros se quejaban de pereza y apatía. Pero, aunque la estrategia bélica de Estados Unidos dependía del rendimiento del Ejército afgano, es curioso que el Pentágono se preocupara tan poco de si los afganos estaban dispuestos a morir por su gobierno.
El absentismo era un problema crónico. Después del entrenamiento, normalmente los soldados tenían varios días de permiso antes de volver a presentarse al servicio en otro sitio. Muchos cobraban el primer sueldo y se esfumaban. Otros se presentaban, pero lo hacían sin el uniforme, el equipo o el arma porque los habían vendido. Un sinnúmero de soldados se presentaba solo de Pascuas a Ramos, o tarde. Ningún batallón afgano se acercaba siquiera al pleno potencial. Y eso no hacía más que elevar la presión para reclutar y formar sustitutos.
El mayor Charles Abeyawardena era un oficial de planificación estratégica del Centro Militar para el Proyecto Lessons Learned en Fort Leavenworth (Kansas). Llegó a Afganistán en 2005 para entrevistar a asesores de combate estadounidenses y altos cargos afganos acerca de sus experiencias. Aparte de sus funciones, decidió preguntar a soldados rasos por qué se habían alistado.43Sus respuestas se asemejaban a las que solían dar las tropas estadounidenses: es un sueldo fijo, quiero proteger a mi país, es una oportunidad para hacer algo nuevo...
Pero después, cuando les preguntaba si permanecerían en el Ejército afgano tras la retirada de Estados Unidos, las respuestas lo dejaron asombrado: «La mayoría, casi todos los que hablaron conmigo, dijeron que no. Volverían a cultivar opio o marihuana o algo por el estilo, porque era lo que daba dinero. Me dejó totalmente descolocado».44
Y si formar al Ejército afgano ya costó, los intentos por crear una fuerza de policía nacional fueron una debacle aún mayor. Alemania aceptó supervisar la instrucción a principios de 2002, pero enseguida se vio abrumada. El gobierno alemán invirtió bastante en el programa, pero tuvo problemas para encontrar agentes que quisieran ir a Afganistán a instruir reclutas. Y a los que encontró, los confinó en una zona pacífica al norte. Al final, Estados Unidos intervino y asumió el grueso de la responsabilidad.
De 2002 a 2006, Estados Unidos gastó diez veces más en formación policial que Alemania, pero no consiguió mucho más. El Departamento de Estado externalizó el programa a contratistas privados que cobraban un dineral, pero conseguían pobres resultados. La formación de reclutas para la policía era breve, apenas de dos o tres semanas, y el salario era paupérrimo.
Los bajos honorarios explican, en parte, por qué muchos agentes de policía se convirtieron en grandes corruptos. Extorsionaban a la gente a la que supuestamente debían proteger. En una entrevista de historia oral con el Ejército, el mayor Del Saam, un miembro de la Guardia Nacional que trabajaba con las fuerzas de seguridad afganas, dijo que eran «tan corruptos que si te entran a robar en casa y llamas a la policía, [...] la policía vendrá y te robará otra vez».45
Los líderes del Pentágono protestaron porque el lamentable programa de formación policial del Departamento de Estado estaba menoscabando la estrategia de guerra. En febrero de 2005, Rumsfeld envió un informe confidencial a la secretaria de Estado Condoleezza Rice sobre la Policía Nacional Afgana (ANP, por sus siglas en inglés). El informe se titulaba «ANP Horror Stories»46(«Cuentos de terror de la PNA») y describía a la mayoría de los agentes como analfabetos, faltos de equipo y de preparación.
En un copo de nieve adjunto al informe, Rumsfeld escribió: «Echad un vistazo. Esta es la situación en la Policía Nacional Afgana. El problema es gordo. Y tengo la impresión de que estas dos páginas se han escrito con la máxima elegancia y benevolencia posible».47
En verano de 2005, las fuerzas armadas asumieron casi toda la responsabilidad de instruir a la policía. Aunque el Pentágono tenía más recursos y efectivos que el Departamento de Estado para tratar de reconducir el problema, no pudo deshacer el nudo de expectativas que había creado Washington.
Por una parte, Estados Unidos y sus aliados querían imponer un sistema de fuerzas de seguridad occidentalizado para mantener la estabilidad y el orden. Pero el Pentágono quería que la policía afgana combatiera a los insurgentes, casi como hacía el ejército, y la formó como a una fuerza paramilitar. De cualquier modo, la idea de que un agente uniformado con placa y arma hiciera cumplir las leyes del Estado era un concepto ajeno para la mayoría de los afganos, sobre todo en las áreas rurales.
El mayor Del Saam, de la Guardia Nacional, dijo que los afganos estaban acostumbrados a resolver las disputas de otra manera: «Si tienes un problema, no vas a la policía. Vas a ver al anciano del pueblo. Él se inventa las reglas sobre la marcha. No hay Estado de derecho. Si le caes bien, te dirá: “Oh, muy bien”. Y si le caes mal, te dirá que le entregues algunas cabras u ovejas o te ejecutará allí mismo».48En esas situaciones, los códigos tribales o religiosos de conducta que llevaban generaciones implantados solían determinar el veredicto. Añadir agentes de policía a la ecuación avivaba el conflicto y era problemático. Según Del Saam: «Les cuesta mucho ver lo que estamos intentando hacer con las fuerzas de policía. No entienden cómo encaja eso con su cultura. Los americanos queremos imponerles algo que nosotros entendemos, pero que ellos no consiguen ver».49
Y ese fue un error que Estados Unidos repetiría sin cesar.