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Juego a dos bandas

En 2003, los talibanes y Al Qaeda incrementaron el número de ataques relámpago a las fuerzas estadounidenses y aliadas. ¿De dónde venían los guerrilleros? Era vox populi: se habían reagrupado al otro lado de los más de 2.600 kilómetros de frontera entre Afganistán y Pakistán.

La mayoría se escondían en las remotas áreas tribales pastunes que habían resistido a la autoridad del gobierno de Islamabad y, previamente, a los virreyes coloniales británicos. Para los insurgentes era un refugio perfecto, protegido por montañas y desiertos. También estaba fuera del alcance de las tropas estadounidenses, que tenían prohibido cruzar a territorio soberano pakistaní.

Para las fuerzas estadounidenses apostadas en la frontera, las restricciones les ataban de pies y manos en un juego interminable del gato y el ratón. Pero había un problema más de fondo: ¿de qué lado estaban los pakistaníes?

La respuesta se hizo meridianamente clara el 25 de abril de 2003, un soleado día de primavera en que una docena de hombres armados hasta los dientes y vestidos de negro cruzaron el pueblo pakistaní de Angur Ada, a 2.200 metros de altitud. Los guerrilleros penetraron en el bajo pinar que empezaba en la cresta y que marcaba la entrada a territorio afgano. A unos seis kilómetros había un minúsculo puesto avanzado del Ejército llamado Shkin, una base de apoyo de fuego de artillería. El entonces capitán Gregory Trahan, comandante de compañía con la 82.ª División Aerotransportada, estaba leyendo un libro en el barracón.1

Estaba siendo un día tranquilo. Shkin llevaba ese nombre por un pueblo afgano cercano, localizado estratégicamente cerca de un punto de control fronterizo de la provincia de Paktika. La base de apoyo de fuego de artillería se cernía sobre una ladera para que los cerca de cien efectivos estadounidenses allí apostados pudieran vigilar a los talibanes que quisieran infiltrarse desde el Waziristán del Sur. La base era cuadrada y ocupaba una parcela de tierra equivalente a la mitad de un campo de fútbol. Había torres de vigilancia en las esquinas y el complejo estaba protegido por un terraplén de un metro de grosor hecho con barro seco. También tenía un alambre de espinos triple2y paredes de protección llenas de piedras, conocidas como barreras HESCO.

Trahan y sus soldados de la Compañía Bravo, 3.er Batallón, llevaban seis semanas en Shkin y solían salir a patrullar. Después de comer, un soldado se asomó a los aposentos de Trahan para avisarle de que lo llamaban del centro táctico de operaciones. El capitán dejó el libro y fue a ver qué sucedía.3

Desde lo alto, un dron Predator de la CIA había detectado a los hombres armados vestidos de negro.4Los analistas de inteligencia supusieron que eran agentes hostiles. Trahan dedujo que serían los mismos guerrilleros que, hacía varios días, habían lanzado cohetes de 107 mm contra Shkin desde una cumbre muy próxima al lado afgano de la frontera. Los cohetes habían pasado tan cerca que habían roto algunas ventanas. Por suerte, nadie había resultado herido. Sabían que sería difícil atrapar a los insurgentes, pero decidieron intentarlo de todas formas.

Trahan organizó una patrulla de unos veinte soldados estadounidenses y veinte combatientes aliados5de una milicia local afgana y salió en un convoy de Humvees y camiones. Fueron hasta el punto de control fronterizo y pararon en algunos hogares de la zona, pero ninguno de los locales dijo haber visto nada.

En una entrevista de historia oral con el Ejército, Trahan dijo: «Desde que salimos hasta que buscamos en esas casas, había pasado cerca de una hora y media. Estaba a punto de tirar la toalla; pensaba que era inútil».6El sol iba a ponerse pronto, pero decidió que la patrulla reconociera el terreno desde el que habían lanzado los cohetes los insurgentes la última vez: «El terreno era bastante abrupto, pero pudimos subir con los vehículos».

Mientras la patrulla enfilaba7el serpenteante camino ladera arriba, uno de los camiones se averió. Los otros tres vehículos siguieron avanzando hasta la cumbre. La patrulla salió y empezó a moverse lentamente en tres direcciones. Los arbustos y los hoyos del terreno les obstruían la visión. Liderando uno de los grupos, Trahan vislumbró los restos de un campamento con cantimploras, mochilas de arpillera y un alijo de cohetes de 107 mm.8De repente, se produjo una gran descarga de armas ligeras: «Parecía que estábamos completamente rodeados y no tenía ni idea de dónde venían los disparos».

Los estadounidenses y sus aliados afganos trataron de ponerse a cubierto mientras el enemigo los acorralaba desde varias direcciones con AK-47, granadas y al menos una ametralladora.9Trahan esquivó una granada, pero recibió el impacto de varias balas de AK-47: una en el casco rozándole el cráneo, dos en la pierna derecha y una en la pierna izquierda. Cuando le alcanzaron los proyectiles, sus compañeros vieron como le salía un chorro de sangre por la espalda.10

Las tropas estadounidenses solicitaron ayuda por radio11a la base de Shkin para que dispararan obuses y, así, intentar escapar de la emboscada. La situación era delicada porque los enemigos se habían acercado a menos de diez metros de los vehículos.

La ayuda de la artillería surtió efecto y obligó a los atacantes a retirarse, con lo que la patrulla logró reagruparse. Una vez a salvo, después de reunir a los caídos y bajar del cerro, vieron que siete estadounidenses habían resultado gravemente heridos.

Trahan sobrevivió, pero dos acabarían perdiendo la vida. Uno era el soldado Jerod Dennis, un chico de diecinueve años recién salido del instituto y natural de Antlers (Oklahoma), un villorrio con un solo semáforo. Y el otro era el aviador primero Raymond Losano, un controlador aéreo táctico de Del Rio (Texas) que acababa de celebrar los veinticuatro años en Shkin. Dejó atrás una esposa embarazada y una hija de dos años.

Los helicópteros evacuaron a Trahan y a los demás heridos de Shkin. Trahan tuvo que pasar por el quirófano varias veces, pero un penoso recuerdo de la emboscada se le quedó grabado durante mucho tiempo: el hostil papel que Pakistán había desempeñado extraoficialmente en la guerra.

Cuando se armó la de Troya en la cima de la colina, los guardias fronterizos pakistaníes apostados en el punto de control a menos de dos kilómetros se metieron en la escaramuza disparando con lanzacohetes. Trataron a los insurgentes como amigos y a las fuerzas estadounidenses como enemigos. Según Trahan: «En mi opinión, los pakistaníes pensaron que les estábamos disparando y empezaron a atacar a nuestra formación».12

¿De qué lado estaban los pakistaníes? Fue una duda que asedió a los estadounidenses durante dos décadas. Poco importaba cuántas tropas enviara el Pentágono a Afganistán o cuántas bases de fuego de apoyo construyera, el flujo de insurgentes y armas desde Pakistán a la zona de guerra no dejaba de aumentar. La frontera entre ambos países era tan larga como la distancia que separa Washington de Denver. Era imposible de sellar. El terreno era un paraíso para los contrabandistas, porque las montañas de Hindú Kush superaban en altitud a las Rocosas.

Y más allá de las complicaciones geográficas, a los analistas de las fuerzas armadas y de la CIA les costaba Dios y ayuda concretar las raíces de la insurgencia en Pakistán. No sabían quién era exactamente el que proporcionaba dinero, armas y formación a los talibanes. Pero la entrada de combatientes no cesó jamás y el gobierno pakistaní no pudo, o no quiso, pararlo.

Para Trahan, «si íbamos a destruir o capturar restos del régimen talibán y de Al Qaeda, el mayor desafío era obtener información precisa a tiempo».13Y añadió que los informes de inteligencia del cuartel general «siempre señalaban que parecía haber una zona al otro lado de la frontera a la que regresaban esos tipos. Eso no pasa porque sí. Se les financia de algún modo, obtienen equipo de alguna parte, tienen que comer. Dicho de otra manera, es un sistema. ¿Cómo vamos a atacar ese sistema? No creo que encontremos jamás respuestas a esas preguntas».

En el caso del tiroteo de abril de 2003, en el que Trahan resultó herido y murieron dos soldados estadounidenses, las respuestas sobre quién había sido responsable tardaron casi una década en encontrarse. Y solo afloraron por casualidad.

En 2011, las autoridades italianas arrestaron a un refugiado de África del Norte con un pasado tornadizo que admitía ser agente de Al Qaeda. Ibrahim Suleiman Adnan Harun, de cuarenta años, había viajado a Afganistán antes del 11S y había pasado por una serie de campos de instrucción del grupo terrorista. Con la invasión estadounidense, cruzó la frontera y entró al Waziristán pakistaní. Allí se puso a las órdenes de Abdul Hadi al-Iraqi, un destacado esbirro de Bin Laden, y ayudó a dirigir la emboscada a las tropas estadounidenses cerca de Shkin. Harun quedó herido tras el ataque y huyó de nuevo a Pakistán. Pero se dejó un Corán de bolsillo y un diario en la colina.14Más tarde, los investigadores confirmaron que las huellas dactilares encontradas en el libro sagrado eran suyas.

Italia extraditó a Harun a Estados Unidos en 2012. En 2017 se le juzgó en un juicio federal en Nueva York. Gracias a eso se supieron nuevos detalles de cómo los primeros espadas de Al Qaeda se habían refugiado en Pakistán y habían reconstruido allí sus operaciones. Varios testigos narraron cómo los comandantes de Al Qaeda recompensaron a Harun por el éxito de la emboscada de Shkin concediéndole una misión más ambiciosa: crear una red de Al Qaeda en África Occidental y atacar la Embajada de EE. UU. en Nigeria. El plan para atacar la Embajada fracasó. Aun así, el jurado condenó a Harun por varios delitos relacionados con el terrorismo, incluida la conspiración para asesinar a americanos en Shkin. La sentencia fue de cadena perpetua.15

A lo largo de la frontera, las sospechas de la contribución de Pakistán a la insurgencia se acentuaron cuando la compañía de Trahan y otras unidades de la 82.ª División Aerotransportada acabaron su período de servicio en 2003 y fueron sustituidas por la 10.ª División de Montaña.

En agosto de 2003, dos soldados estadounidenses más murieron cerca de Shkin durante una reyerta con insurgentes que habían cruzado la frontera. En septiembre, otro soldado estadounidense murió durante un tiroteo de doce horas con decenas de guerrilleros talibanes y de Al Qaeda; otra vez, las fuerzas gubernamentales pakistaníes que protegían la frontera entraron en acción lanzando cohetes a los estadounidenses. En octubre, dos contratistas que trabajaban para la CIA murieron en una emboscada cerca de Shkin. Otro grupo de combatientes que había cruzado la frontera desde Pakistán...

El Ejército pakistaní y su potente agencia de espionaje, la Inter-
Services Intelligence (ISI), llevaban mucho tiempo apoyando a los insurgentes en Afganistán.

Durante los años ochenta, la ISI se alió con la CIA en una operación encubierta para proporcionar armas a los rebeldes afganos que luchaban contra el Ejército soviético. Cuando los rusos perdieron y se retiraron, la ISI siguió apoyando a muchos de esos guerrilleros durante la guerra civil afgana y ayudó a los talibanes a hacerse con el poder. Cuando se produjeron los secuestros del 11S, Pakistán era uno de los tres países que mantenían relaciones diplomáticas con el gobierno talibán de Kabul, junto con Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos.

Después de los atentados en Estados Unidos, Washington coaccionó al caudillo militar de Pakistán, el general Pervez Musharraf, para que cortara lazos con los talibanes. Y este, de puertas afuera, hizo una virtuosa pirueta y se convirtió en un aliado vital de la administración Bush.

Musharraf permitió a las fuerzas militares estadounidenses usar los puertos marítimos, las rutas terrestres y el espacio aéreo pakistaníes para llegar a Afganistán. Bajo su mando, la ISI trabajó codo con codo con la CIA para atrapar a varios líderes de Al Qaeda en Pakistán, incluidos los autores intelectuales del 11S Ramzi Binalshibh y Khalid Sheikh Mohammed. A cambio de las recompensas estadounidenses, Pakistán también detuvo y entregó a cientos de sospechosos talibanes. Aunque a muchos los habían detenido por razones dudosas, los americanos los transportaron en masa a la base naval de Guantánamo (Cuba).

Los estadounidenses sabían que Musharraf estaba recibiendo presiones en su país para dejar de cooperar tanto, pero pensaron que podían comprarle con dinero. El 25 de junio de 2002, Rumsfeld escribió un copo de nieve para Doug Feith, el responsable de política del Pentágono, para decirle: «Si queremos que los “pakis” combatan en la guerra contra el terrorismo donde se está librando realmente, que es en su país, ¿no crees que deberíamos ofrecerles un dineral para que Musharraf se decida a dar el paso? Así abandonaría su postura actual y le tendríamos donde queremos».16

Para deleite de Islamabad, el pago resultó ser generoso: unos diez mil millones de dólares en ayudas durante seis años, buena parte en forma de asistencia militar y antiterrorista.

Pero la administración Bush tardó en percatarse de que Musharraf y la ISI jugaban a dos bandas. En entrevistas de Lessons Learned, algunos dignatarios confesaron que Bush había confiado demasiado en Musharraf como persona, y que quitaban importancia a los abrumadores indicios de que el Ejército pakistaní seguía respaldando a los talibanes, usando los mismos canales y tácticas encubiertos que había ideado para ayudar a los guerrilleros antisoviéticos durante los años ochenta.

Pakistán no quería enemistar a Washington, pero sus cuadros militares estaban decididos a influir en Afganistán a largo plazo. Y considerando la política regional y los factores étnicos, veían a los talibanes como el mejor medio para ejercer el control.

Los talibanes se componían sobre todo de pastunes afganos que tenían vínculos culturales, religiosos y económicos con los veintiocho millones de pastunes que vivían en las áreas tribales de Pakistán. En cambio, Islamabad desconfiaba de los señores de la guerra uzbekos, tayikos y hazaras que formaban la Alianza del Norte afgana por su estrecha relación con el archienemigo: India.

En una entrevista de Lessons Learned, Marin Strmecki, consejero civil de Rumsfeld, dijo: «Por culpa de la confianza depositada en Musharraf y por sus continuas diligencias para detener a combatientes de Al Qaeda en Pakistán, no detectamos el doble juego que empezó a practicar a finales de 2002 y principios de 2003. De repente ves que empiezan a dispararse los problemas de seguridad en sitios teóricamente seguros. Creo que los afganos y el propio Karzai lo mencionan constantemente ya a principios de 2002. Pero nadie quiso escucharlos porque creíamos que Pakistán nos estaba ayudando mucho con Al Qaeda».17

Otros líderes admitieron haber ignorado las intenciones pakistaníes porque asumieron erróneamente que ya se había derrotado del todo a los talibanes. James Dobbins, el diplomático que ayudó a organizar la cumbre de Bonn en 2001, dijo: «Eso resultó ser falso, básicamente porque no se tuvo en cuenta la probabilidad de que Pakistán siguiera considerando a los talibanes un activo útil y, en esencia, ayudara a resucitar el movimiento. Me parece que nadie lo vio venir en ese momento. En Washington tardaron siete u ocho años en reconocer de verdad el papel de Pakistán».18

Según los pakistaníes, estaban haciendo grandes sacrificios para Washington y, con eso, estaban arriesgando la estabilidad de su país. En diciembre de 2003, Musharraf sobrevivió a dos intentos de asesinato que Pakistán achacó a Al Qaeda. Más o menos por esa época, y cediendo a las presiones de Estados Unidos, envió 80.000 efectivos a las áreas tribales para proteger la frontera. Cientos de soldados pakistaníes perecieron en reyertas con las milicias, cosa que provocó una tormenta política en su propio país. Los sacrificios y desafíos de Musharraf eran reales, pero también hacían que fuera fácil para él y sus líderes militares negar las acusaciones de que estaban siendo hipócritas o no estaban ayudando lo suficiente a Estados Unidos.

Todo el mundo tenía una teoría sobre quién era el responsable de la insurgencia transfronteriza.19El general de división Eric Olson sirvió en Afganistán de 2004 a 2005 como general comandante de la 25.ª División de Infantería. En una entrevista de historia oral con el Ejército, explicó que había dos «escuelas de pensamiento». Una, decía, «argüía que todos los problemas de Afganistán estaban relacionados con Pakistán y con su incapacidad para controlar las provincias fronterizas. La otra defendía que todos los problemas en Pakistán tenían su origen en los talibanes que dejamos salir de Afganistán».

El mayor Stuart Farris, un oficial de Fuerzas Especiales que cumplió tres períodos de servicio en Afganistán durante los años dos mil, asistía con regularidad a cumbres a tres bandas con oficiales de los Ejércitos estadounidense, afgano y pakistaní para hablar de los problemas de seguridad en la frontera: «La percepción de los estadounidenses y los afganos era que los pakistaníes no estaban haciendo todo lo posible en su país para perseguir y atacar a esos terroristas, los talibanes y miembros de Al Qaeda que, en nuestra opinión, están ahí. Los pakistaníes respondían: “No se esconden en nuestro país. Se esconden en Afganistán”. Tengo la impresión de que todos sabemos la verdad. Era una provocación».20

Los comandantes pakistaníes eran militares curtidos, hombres cuyo porte y ademán profesional les confería un aura de credibilidad. Muchos habían realizado programas militares de intercambio en Estados Unidos y hablaban un inglés con acento británico que, para los americanos que lo oían, sonaba distinguido y sofisticado. En ese sentido, distaban mucho de los oficiales afganos que carecían de educación y experiencia y colaboraban con los americanos a diario.

Según Farris: «Los generales pakistaníes eran leídos, iban bien vestidos y eran elocuentes. Y luego estaban sus homólogos [afganos], que llevaban un uniforme tres tallas demasiado grande, un par de botas que les quedaban holgadas y unos guantes que no les cabían. [...] Nos reuníamos una vez al mes. Daba la sensación de que todos éramos muy buenos amigos. Nos dábamos palmaditas en la espalda y nos decíamos los unos a los otros que lo conseguiríamos. Pero cuando todo el mundo se había ido, se reasentaba el statu quo y no cambiaba nada. Terminé con la impresión de que todo el proceso era una pérdida de tiempo. Mucho ruido y pocas nueces».21

Pese a las dudas de las tropas en activo, en público los altos comandantes de EE. UU. colmaban de elogios a los pakistaníes. En junio de 2004, el general Barno, comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, comentó a los periodistas: «Quisiera alabar especialmente los denodados y continuos esfuerzos del gobierno y el Ejército pakistaní para erradicar los santuarios terroristas».

Siete meses después, en una entrevista con la National Public Radio, Barno aseguró que era poco plausible que Bin Laden estuviera escondido en Pakistán, y menos aún que el gobierno de ese país pudiera estar protegiéndolo: «Creo que decir que está ahí sería especular mucho. Lo que puedo asegurar es que el gobierno pakistaní ha demostrado ser un gran aliado».22

Rumsfeld era aún más efusivo. En un discurso en Phoenix de agosto de 2004, el secretario de Defensa encomió a Musharraf y tildó al dictador de «valiente», «atento» y «un aliado soberbio en la guerra global contra el terrorismo». Dijo que en Washington tenían «mucha suerte» y estaban «muy contentos» con que Musharraf estuviera al mando, añadiendo: «Tiene sin duda una de las obligaciones más difíciles de cualquier líder estatal que se me ocurra».

En privado, los consejeros de Rumsfeld le advirtieron que no fuera tan crédulo. En junio de 2006, el secretario de Defensa recibió un memorando de un general retirado del Ejército de Tierra, Barry McCaffrey, que acababa de regresar de un viaje a Afganistán y Pakistán. Había ido a recabar información. McCaffrey afirmaba que había mucha especulación sobre los verdaderos motivos de Islamabad: «La gran duda parece ser si los pakistaníes están cometiendo una estafa mayúscula. Es decir, si están recibiendo mil millones de dólares al año de Estados Unidos por fingir apoyar los objetivos de nuestro país en crear un Afganistán estable, a la vez que apoyan las operaciones transfronterizas de los talibanes (que ellos mismos crearon)».23

El general no respondía categóricamente a su propia pregunta, pero decía sentirse obligado a conceder el beneficio de la duda a Musharraf. Añadía: «Cuesta discernir entre la telaraña de paranoia e insinuaciones a ambos lados de la frontera. Aun así, no creo que el presidente Musharaff [sic] esté jugando adrede con dos barajas».24

Otros discrepaban.25Dos meses después del informe de McCaffrey, Rumsfeld recibió otro memorando clasificado de cuarenta páginas de Strmecki, que acababa de volver de su visita al país para evaluar la situación de la guerra. En su texto, Strmecki no se andaba con medias tintas: «Estratégicamente, el presidente Pervez Musharraf ha decidido no cooperar al cien por cien con Estados Unidos y Afganistán para acabar con los talibanes. Desde 2002, los talibanes han tenido un remanso de paz en Pakistán con el que han podido reclutar, instruir, financiar, equipar e infiltrar combatientes. La ISI pakistaní presta cierto apoyo operativo a los talibanes, aunque no está claro hasta qué punto el gobierno permite esa asistencia».26

En la mayoría de los encuentros oficiales, Pakistán siguió negando la complicidad con los talibanes. Pero, a veces, a algunos pakistaníes se les vio el plumero.

Ryan Crocker, que había sido embajador en Afganistán brevemente en 2002, regresó a la región al cabo de dos años para ser embajador en Pakistán. En una entrevista de Lessons Learned,27dijo que sus interlocutores pakistaníes solían quejarse de que Washington hubiera abandonado la región con la retirada soviética de Afganistán en 1989, con lo que Islamabad había tenido que gestionar la guerra civil que estalló a sus puertas. Según le comentaban a Crocker, ese era el motivo por el que Pakistán había apoyado a los talibanes previamente, aunque le aseguraban que eso era agua pasada.

No obstante, en una ocasión Crocker mantuvo una conversación peculiarmente honesta con el jefe de la ISI: el teniente general Ashfaq Kayani. Kayani fumaba como un carretero. Tenía los ojos oscuros y las cejas caídas y solía hablar entre dientes. El jefe del espionaje pakistaní era un viejo conocido de los estadounidenses. Había estado en la escuela de infantería del Ejército de EE. UU. en Fort Benning (Georgia) y en la academia militar de Fort Leavenworth (Kansas) como oficial de intercambio.

Crocker solía animar a sus interlocutores a que tomaran represalias contra los líderes talibanes que, según se creía, estaban refugiados en Pakistán. Un día se acercó a Kayani. En lugar de negar su presencia, por una vez el espía pakistaní respondió con sinceridad: «A ver, ya sé que pensáis que nos estamos cubriendo las espaldas. Y no os equivocáis. Llegará un día en que os volveréis a ir y en Afganistán pasará lo mismo que la otra vez. Os hartaréis de nosotros, pero nosotros seguiremos aquí. No podemos mover el país. Y con todos los problemas que ya tenemos, lo último que queremos es convertir a los talibanes en un enemigo mortal. O sea que sí, nos estamos cubriendo las espaldas».28