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Una estrategia incoherente

El veterano de la guerra fría se despertó cuando el reloj no marcaba ni las cinco de la madrugada.1Era 5 de noviembre de 2006, un domingo, y su misión clandestina estaba empezando. Robert Gates, el decano de la Universidad de Texas A&M, no había trabajado para el gobierno desde que fuera director de la CIA hacía trece años. Pero la Casa Blanca lo había pedido a él en persona y se sintió obligado a ayudar.

Gates era un hombre impenetrable del Medio Oeste doctorado en historia rusa y soviética. Tomando todas las precauciones posibles, salió de su casa de ladrillos en el campus de College Station sin llamar la atención. Condujo en dirección noroeste durante dos horas, cruzando el Texas profundo hasta llegar a McGregor, un pueblecito ordinario. Siguiendo las instrucciones que le habían dado, se detuvo en el aparcamiento de un supermercado de Brookshire Brothers. Su contacto estaba esperándole en un Dodge Durango blanco con las lunas tintadas.2Gates se subió al vehículo y ambos fueron en dirección norte otros 25 kilómetros hasta el rancho Prairie Chapel, donde se reunieron con el hombre que lo había llamado: el presidente Bush.

El Durango cruzó los diferentes puntos de control hasta llegar a un edificio bajo, alejado de la residencia principal del rancho. Gates se apeó. Bush quería esconderlo3de los demás invitados que estaban celebrando en el rancho el sesenta cumpleaños de su esposa. Faltaban dos días para las elecciones al Congreso de noviembre de 2006. Si se filtraba la presencia de Gates, el presidente temía que la gente dedujera su plan de revolucionar el gabinete. Los votantes podrían verlo como un reconocimiento de que las guerras iban mal.

En secreto, Bush había decidido cargarse a Donald Rumsfeld y necesitaba un nuevo secretario de Defensa. Rumsfeld había agotado la paciencia del Congreso y de los aliados de la OTAN con su pobre gestión en Irak y la gente estaba cansada de su agresividad. Bush tenía buenas referencias de Gates, que había trabajado para la administración de su padre, y quería oír qué ideas se le ocurrían para arreglar las guerras de Irak y Afganistán.

Charlaron durante una hora, sobre todo de Irak.4Gates se mostró a favor del plan oculto de Bush de enviar una hornada adicional de 25.000 o 40.000 efectivos a Irak, aunque la ampliación de la guerra chocaría con el deseo popular. Pero Gates también dijo al presidente que había intentado abarcar demasiado en Afganistán y que necesitaba una nueva estrategia.

En una entrevista de historia oral en la Universidad de Virginia, Gates confesó: «Para mí, nuestros objetivos en Afganistán eran demasiado ambiciosos, estábamos siendo negligentes y había que concretarlos».5Gates pensaba que las aspiraciones democráticas y el plan de construcción nacional de la administración Bush eran «una quimera» que tardaría generaciones en hacerse realidad.

Estaba a favor de una estrategia menos ambiciosa: «Aplastar a los talibanes, debilitarlos en la medida de lo posible, apuntalar las fuerzas de seguridad afganas para que puedan controlar o someter a los talibanes por sí mismas e impedir a nadie usar el país como plataforma desde la que atacarnos otra vez. Y punto».6

Al acabar, llevaron a Gates en coche de vuelta hasta el supermercado y él regresó solo a College Station. Esa misma tarde recibió una llamada de Joshua Bolten, el jefe de gabinete de Bush.7Le pedía que cogiera un avión hacia Washington. El presidente quería dar una conferencia de prensa el día después de las elecciones para presentar a Gates como el nuevo mandamás del Pentágono.

El taciturno ex jefe de espionaje fue una bocanada de aire fresco. Su personalidad era diferente de la de Rumsfeld, que era impetuoso y un foco de polarización. Pero a Gates le costó lo mismo sacar a las tropas de Afganistán. Incluso acabó mandando muchas más unidades a luchar y morir de las que Rumsfeld jamás hubiera ponderado.

A pesar de las palabras reconfortantes que ofrecían en público, Bush y su equipo de seguridad nacional sabían que su estrategia en Afganistán no estaba funcionando. Nadie tenía una idea clara de lo que estaban tratando de conseguir, y aún había más dudas sobre la agenda o los objetivos.

Totalmente absorbido por Irak, en 2006 Estados Unidos instó a sus aliados de la OTAN a que aceptaran más responsabilidad en Afganistán. Los militares estadounidenses conservaron el control de las operaciones en el este, a lo largo de la frontera pakistaní, pero la OTAN aceptó tomar las riendas en el sur, donde los talibanes estaban afianzándose. Los británicos desplazaron fuerzas a los desiertos de la provincia de Helmand, los neerlandeses mandaron tropas a Uruzgán y los canadienses se apoderaron de Kandahar, la cuna de los talibanes.

En mayo, el teniente general británico David Richards llegó a Kabul para coger el timón de las fuerzas de la OTAN. Unos meses después, también asumió el mando de las tropas estadounidenses del este. Era la primera vez que los americanos y sus aliados de la OTAN peleaban bajo la misma bandera en Afganistán. Richards, veterano de conflictos tan variopintos y remotos como Sierra Leona, Timor Oriental e Irlanda del Norte, supervisaba una fuerza combinada de 35.000 soldados de 37 países, una presencia a priori formidable.

En público, Richards se mostraba enardecido con su papel de comandante de la primera misión de combate de la OTAN fuera de Europa. Pero, en privado, estaba pasmado por la falta de estrategia de la coalición y por su incapacidad para acordar las metas de la guerra.

En una entrevista de Lessons Learned, dijo: «No había una estrategia coherente a largo plazo. Intentábamos conseguir un único plan coherente a largo plazo, una estrategia como Dios manda, pero en vez de eso nos daban un rimero de tácticas».8

Richards, de cincuenta y cuatro años, quería probar una estrategia de contrainsurgencia para conseguir apoyo popular para el gobierno afgano. Con esa filosofía, la OTAN actuaría en distritos específicos, expulsaría a los guerrilleros y ayudaría a los afganos a estabilizar la zona con proyectos de reconstrucción. Pero todo resultó ser más difícil de lo esperado.

En septiembre de 2006, siguiendo órdenes de Richards, las fuerzas canadienses y aliadas iniciaron la operación Medusa, una ofensiva para hacerse con el control del distrito de Panjwai, una fortaleza talibán en la provincia de Kandahar. La operación naufragó enseguida.

El primer día, los talibanes tendieron una emboscada a los canadienses y les obligaron a retirarse. El día siguiente, un A-10 Warthog de las Fuerzas Aéreas de EE. UU., un avión de ataque de vuelo bajo con una temible dentadura pintada en el morro, ametralló por error a un pelotón canadiense con fuego de cañón. Según Richards, «les dieron un buen meneo».9Los canadienses quisieron cancelar la operación, pero Richards les dijo que sería una humillación para la OTAN y les convenció para seguir adelante.

Al cabo de dos semanas, la fuerza liderada por los canadienses se alzó al fin con la victoria y acabó con varios cientos de combatientes talibanes. Pero los aliados sufrieron un número de bajas más elevado de lo habitual: diecinueve efectivos canadienses y británicos murieron y muchos más resultaron heridos. Por si fuera poco, los aliados no lograron mantener la seguridad en Panjwai y los insurgentes regresaron poco a poco. Richards dijo que los canadienses «estaban agotados»10y tenían pocas fuerzas porque también tenían que proteger la ciudad de Kandahar, que era una prioridad mayor. Según Richards, «los canadienses libraron una batalla tremenda y casi perdieron, así que en general estaban exhaustos».11

Para que la estrategia de contrainsurgencia prosperara, Richards dijo que requería más tropas, más apoyo económico y más personal para la reconstrucción. Pero la alianza no aportó lo bastante de ninguna de esas cosas.

En su entrevista de Lessons Learned, Richards recordó un encuentro tenso con Rumsfeld durante la época de la debacle de Panjwai. Sin tacto alguno, el jefe del Pentágono preguntó por qué la guerra se estaba recrudeciendo en el sur. Richards contestó que no tenía suficiente dinero ni personal: «Rummy me preguntó qué quería decir y le respondí: “No tenemos tropas ni recursos suficientes y hemos generado expectativas”. Y me dijo: “General, no estoy de acuerdo. Proceda”».12

Washington se llevó muchas decepciones de sus aliados. Cada miembro de la OTAN imponía restricciones diferentes a sus tropas como condición para unirse a la coalición en Afganistán. Algunas rayaban en lo ridículo.

Alemania no permitía a sus soldados formar parte de misiones de combate, patrullar de noche ni abandonar el norte de Afganistán, donde reinaba bastante la paz. Lo que sí les permitía era tomar ingentes cantidades de alcohol.13Durante 2007, el gobierno alemán envió 990.000 litros de cerveza casera y 69.000 litros de vino para sus 3.500 efectivos.

En cambio, las tropas estadounidenses eran las principales encargadas de hacer la guerra y apenas bebían. La orden general número uno, la regla de oro de las fuerzas armadas, era que no se podía consumir alcohol en las bases para no ofender a los musulmanes abstemios de Afganistán.

En una entrevista de Lessons Learned, Nicholas Burns, el embajador de Estados Unidos en la OTAN con Bush, dijo: «Teníamos la sensación de estar dándolo todo y no siempre teníamos la misma impresión con algunos de nuestros aliados. Era un asunto espinoso para la OTAN».14

La coalición liderada por la OTAN, formalmente llamada ISAF (siglas en inglés de Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad), tenía la sede en un gran edificio amarillo adyacente a la Embajada de EE. UU., en el barrio Wazir Akbar Khan de Kabul. El complejo de la ISAF se alzaba tras unos altos muros de hormigón a prueba de explosiones y, en la capital, sobresalía como un encantador oasis con un jardín bien cuidado.

Pero dentro del cuartel general, la coalición adolecía de pugnas burocráticas. Los representantes de los 37 países tenían que coordinar sus operaciones, tomar decisiones en materia de personal y limar asperezas de índole política. Los cambios constantes de su composición dificultaban las cosas. Los miembros de la coalición limitaban los períodos de servicio de sus efectivos, que normalmente duraban allí entre tres y seis meses. Para cuando los recién llegados se ponían al día, tenían que instruir a alguien que les reemplazara.

El mayor Brian Patterson, un piloto de cazas estadounidense, estuvo cuatro meses en el cuartel general de la ISAF en 2007 dirigiendo el centro de operaciones de apoyo aéreo por la noche. Podía activar Harrier británicos, F-16 neerlandeses, Mirage y Rafale franceses, además de cazas y bombarderos estadounidenses. Pero manejar ese mejunje de capacidades y restricciones exigía valor y paciencia. Un cazabombardero Tornado alemán, por ejemplo, solo se podía utilizar en ciertas emergencias.

Patterson comparó el cuartel general con «una organización Frankenstein»15que anteponía la inclusión a la eficiencia. En una entrevista de historia oral con el Ejército, confesó: «Nos gustan las líneas rectas, pero si entras en un cuartel de la OTAN, las líneas son como espaguetis. Todo está enroscado. Parece un jardín de infancia: todo el mundo puede jugar y todos hablan al unísono». (Aunque trabajar para la OTAN tenía un lado bueno: los americanos podían beber. Patterson reconoció que «había varios bares en la base; eso era bastante agradable».)

Mientras los americanos se quejaban de la coalición, y con razón, los demás socios abrigaban sus propios resentimientos contra Estados Unidos. Tras el 11S, Canadá y los países europeos de la OTAN enviaron tropas a Afganistán como muestra de solidaridad. Pero los miembros de la alianza pensaban que Washington no los valoraba lo suficiente y menospreciaba sus contribuciones, en especial porque la guerra se iba alargando sin final a la vista y el Pentágono se empezaba a preocupar más de Irak.

En diciembre de 2006, el secretario de Defensa británico Desmond Browne envió una carta a Rumsfeld en la que subrayaba la ausencia de una estrategia bélica y pedía una reunión de los ministros aliados «para perfilar mejor políticamente»16la misión militar. Rumsfeld, que seguía ocupando el cargo a la espera de ser sustituido, dijo que era una idea «loable»,17pero que la dejaría en manos de Gates, no confirmado aún por el Senado. Los ministros de la OTAN se reunieron dos meses más tarde, pero no cambió nada. Como recordó luego Gates, él tenía tres prioridades: «Irak, Irak e Irak». Sin el liderazgo de Estados Unidos, la misión afgana se atascó. En una entrevista de Lessons Learned, un representante no identificado de la OTAN dijo que «no había centro. No daba la sensación de que hubiera un propósito común. En realidad, la estrategia no se trataba con urgencia».18

En 2007, los líderes estadounidenses esperaban un año difícil. Sabían que sería complicado contener la galopante insurgencia. Escaseaban los refuerzos. Los aliados de la OTAN habían denegado las peticiones para enviar más tropas y el Pentágono estaba seco por culpa de Irak. Según dijo Gates en su entrevista de historia oral: «Como se solía decir en ese momento en el ejército, estaba desvalijado. No tenía nada más que enviar».19

Pero, en público, los líderes estadounidenses expresaban una confianza ciega en el plan. En febrero de 2007, en un discurso al American Enterprise Institute, el laboratorio de ideas conservador, Bush comunicó que su administración había hecho «un análisis minucioso» de su estrategia y anunció una nueva «estrategia de éxito». Con todo, más allá del compromiso de aumentar el tamaño del ejército y la policía afganos, la nueva estrategia era más de lo mismo. Bush no dio ningún indicio de haber seguido el consejo que Gates le había dado en el rancho tres meses antes: truncar los objetivos de la guerra. Lo que hizo fue declarar que su ambicioso objetivo no era solo «derrotar a los terroristas», sino transformar Afganistán en «un Estado estable, moderado y democrático» que respetara los derechos de la ciudadanía. Como dijo Bush: «Para algunos, eso puede parecer un imposible. Pero no es imposible. En los últimos cinco años, hemos hecho auténticos avances». Pero incluso al nuevo comandante militar le costó lo indecible comprender esa presunta «estrategia de éxito».

El canoso general Dan McNeill llegó a Kabul para hacerse cargo de las fuerzas estadounidenses y de la OTAN unos días después del discurso de Bush. Era el segundo período de mando en Afganistán para el militar del este de Carolina del Norte. Igual que Richards, su predecesor británico, McNeill vio enseguida que Estados Unidos y la OTAN no seguían una estrategia de guerra coherente. El conflicto había entrado en barrena y avanzaba sin mapa ni destino. En una entrevista de Lessons Learned, McNeill confesó: «En 2007 no había ningún plan de campaña de la OTAN. Hablaban y metían fajina, pero no había plan. Las instrucciones eran acabar con terroristas y crear el Ejército [afgano]. Y también no quebrar la alianza. Pero eso era todo».20

Seis años después de iniciarse el conflicto, seguía sin haber consenso sobre las metas. Algunos dignatarios pensaban que los objetivos debían ser luchar contra la pobreza y la mortalidad infantil. Otros, como Bush, hablaban de libertad y democracia. El moralismo y la falta de claridad dejaron anonadado al general de cuatro estrellas: «Intenté que alguien me especificara qué significaba ganar, incluso antes de ir, pero nadie supo cómo hacerlo».21

Los soldados rasos movilizados también tenían la sensación de que la estrategia brillaba por su ausencia. Según decían, la misión extraoficial era echar un velo sobre Afganistán e impedir que las cosas se salieran de madre mientras se invadía Irak. En 2007 el teniente coronel Richard Phillips dirigía un hospital de campaña en el este de Afganistán. Según confesó en una entrevista de historia oral con el Ejército: «Irak absorbía todos los recursos, todo el tiempo y toda la atención. Afganistán no pintaba nada. [...] Era un proyecto secundario para todo el mundo».22

El mayor Stephen Boesen, un oficial de la Guardia Nacional de Iowa, fue consejero de combate de las fuerzas de infantería afganas en 2007. Boesen dijo del plan bélico de Estados Unidos que era «como Juan y Manuela» y que no había «ningún tipo de estrategia».23Los altos mandos, dijo, no articulaban expectativas ni objetivos de referencia.

Cuando volvió a casa, predijo con acierto que la guerra seguiría sin rumbo durante años. A los historiadores del Ejército, Boesen les confesó: «Me duele decirlo, pero si no acordamos un plan, creo que, cuando tengan la edad para ello, seguramente mis hijos repetirán mi misión».24

En primavera de 2007, la Casa Blanca reconoció que necesitaba un mejor asesoramiento estratégico. El consejero de Seguridad Nacional Stephen Hadley convenció a Bush para que nombrara un zar de la guerra de la Casa Blanca que coordinara la estrategia y la política para Irak y Afganistán. Bush eligió al teniente general Douglas Lute, director de operaciones del Estado Mayor Conjunto en el Pentágono. Era un hombre procedente de Indiana y licenciado en West Point que había luchado en Kosovo y en la primera guerra de Irak.

Reflexionando sobre las prioridades de la administración Bush, Lute estimó que había dedicado el 85 % del tiempo en su nuevo cargo a Irak y solo un 15 % a Afganistán.25En su vista de confirmación en el Senado, los representantes políticos le hicieron una única pregunta sobre la guerra en Afganistán, relativa a las guaridas talibanas en Pakistán. Pese a las proclamas públicas de Bush referentes a su «estrategia de éxito», Lute reparó en que pocos miembros de la Casa Blanca habían meditado realmente sobre la estrategia en Afganistán.

En una entrevista de Lessons Learned, Lute evocó estos pensamientos: «No entendíamos nada de Afganistán, no sabíamos lo que estábamos haciendo. ¿Qué estábamos intentando conseguir? No teníamos ni la más remota idea de qué misión nos habíamos propuesto».26Lute recalcó que no estaba exagerando: «Lo digo en serio: es mucho peor de lo que te esperas. Llegamos ya a la guerra con una falta de comprensión importante, con objetivos inalcanzables, con una dependencia excesiva del ejército y sin conocer los recursos que serían necesarios».27

A medida que se acercó el fin de 2007, las noticias desde el frente empeoraron. Las muertes de soldados estadounidenses marcaron un nuevo máximo anual. Las bajas civiles por atentados suicidas aumentaron un 50 %. La producción de opio batió récords y Afganistán llegó a generar cerca del 90 % del opio del mundo.

Pero los políticos, la Casa Blanca, los periodistas y otros americanos estaban obcecados con Irak, así que la guerra en Afganistán siguió cayendo en espiral sin que nadie le prestara demasiada atención. Cuando Afganistán sí era noticia, los comandantes militares quitaban hierro a la resurgencia talibana hasta casi ridiculizarla.

En una comparecencia televisiva de diciembre de 2007 en la cadena pública PBS, el general McNeill rescató el viejo mantra de que la violencia no estaba empeorando porque los talibanes se estuvieran haciendo más fuertes, sino porque las fuerzas estadounidenses y de la OTAN estaban acosando al enemigo: «Simplemente nos dijimos: se acabó, no les esperaremos más; vamos a ir tras ellos».

La entrevistadora de PBS, Gwen Ifill, se mostró escéptica: «Pero en su momento, o eso nos dijeron, los talibanes habían desaparecido, se les había erradicado. ¿Ahora resulta que están vivos?».28

McNeill contestó que él no se había pronunciado en ese sentido: «Se habían dispersado en algunas zonas fuera de nuestro alcance. Y ahora estamos entrando en esas zonas».29

 

 

Aunque la guerra en Irak había consumido las fuerzas disponibles, en enero de 2008 el Pentágono se las ingenió para encontrar algunas más. Anunció que enviaría 3.000 efectivos más a Afganistán, con lo que el total llegaría a los 28.000 soldados.

En una conferencia de prensa de febrero, McNeill tergiversó las sombrías noticias que llegaban del frente. Dijo a los periodistas del Pentágono que la decisión de mandar más tropas demostraba que Estados Unidos y la OTAN estaban ganando, no perdiendo: «Hay un dicho básico en el ejército que dice que tienes que reforzar tu posición cuando estás teniendo un cierto éxito. Y esperamos prolongar ese éxito en 2008». Recalcó que la insurgencia se había estancado, aunque todos los cálculos de inteligencia militar indicaban que estaba metastatizando.

El comandante en jefe recalcó el mensaje en un discurso político dos días más tarde. Ante la Conservative Political Action Conference, Bush volvió a burlarse de los críticos que decían que Afganistán había caído en un atolladero: «Nos mantuvimos firmes y hemos visto los resultados. Los talibanes, Al Qaeda y sus aliados están huyendo».

Pero, en privado, Bush se mostraba preocupado. Aunque quedaba menos de un año para que acabara su segundo mandato, decidió que era hora de volver a valorar la estrategia de guerra. Lute, su zar de la guerra, y un equipo de asistentes viajaron a Afganistán en mayo de 2008 para realizar un estudio para la Casa Blanca. Entretanto, el Departamento de Estado y el Estado Mayor Conjunto en el Pentágono analizaron la estrategia por su cuenta.

Ninguna de las agencias pensaba que las fuerzas armadas estuvieran a punto de caer derrotadas. Los talibanes se estaban lamiendo las heridas, pero seguían siendo demasiado débiles para conquistar una gran ciudad o marchar sobre Kabul. Aun así, Lute creía que las condiciones no eran favorables a Estados Unidos. Las cosas estaban empeorando. La escala de los ataques insurgentes, su dispersión geográfica y los niveles generales de violencia llevaban tres años consecutivos en alza.

En un informe redactado después del viaje, Lute atribuyó muchos de los defectos al solapamiento de las cadenas de mando entre los aliados.30En una diapositiva de PowerPoint mostró lo que él llamaba «el problema de las diez guerras». El equipo de Lute había visitado Kandahar, un feudo talibán, y había encontrado un pilón de fuerzas de coalición diferentes que trabajaban sin entenderse: tropas convencionales de Estados Unidos y de la OTAN, la CIA, fuerzas de Operaciones Especiales, fuerzas militares y policiales afganas, asesores e instructores de combate y varias personas más.

En una entrevista de historia oral en la Universidad de Virginia, Lute señaló: «En total eran diez y el problema era que nadie hablaba con el resto. La mano izquierda no hablaba con la derecha».31

Como ejemplo, citó el hecho de que los comandos de los Navy SEAL o la Delta Force del Ejército podían «llegar una noche, hacer una redada en un complejo y el Ejército convencional ni siquiera sabía que iban a venir. Salía el sol y se encontraban un complejo en llamas. Entonces una unidad de infantería convencional tenía que ir y averiguar qué había pasado, hacer las paces con los locales, etc. Y así iba siempre la cosa».32

En términos más generales, las revisiones de la estrategia de guerra de 2008 llegaron a muchas de las mismas conclusiones a las que habían llegado otras revisiones en 2003, 2006 y 2007. Todas descubrieron que se había olvidado el conflicto por culpa de Irak y recomendaban al gobierno de Estados Unidos invertir más tiempo, dinero y otros recursos en Afganistán.

Mientras se revisaba la estrategia, los generales siguieron lanzando mensajes esperanzadores. En junio de 2008, cuando su período de servicio de dieciséis meses como comandante de guerra terminó, McNeill se mostró muy optimista con todo lo que habían logrado Estados Unidos y la OTAN bajo su mando. Citó «muchos signos de progreso visible»: nuevas carreteras, una mejor atención sanitaria y escuelas mejores y más grandes.

En una conferencia de prensa de despedida en el Pentágono, dijo: «Solo intento afirmar que ha habido un progreso. Y en materia de seguridad, lo ha habido sin duda. Ha habido progreso en la reconstrucción. O sea que, repito, me parece que todas las proyecciones son buenas y que el progreso va a continuar».

Pero los meses fueron pasando y la estrategia de guerra siguió igual de indefinida. El contraste entre la euforia de los generales y la cruda realidad sobre el terreno era cada vez más difícil de ignorar.

En verano de 2008, los comandantes estadounidenses movilizados decidieron que los 3.000 efectivos adicionales que habían llegado ese mismo año eran insuficientes. Pidieron al Pentágono más refuerzos. Como se acercaban las elecciones a la presidencia, la administración Bush optó por dejar la decisión en manos del siguiente inquilino de la Casa Blanca.

Pero ningún general quería admitir que no podía derrotar a los talibanes.

En septiembre, el general de división del Ejército de Tierra Jeffrey Schloesser, comandante de las fuerzas estadounidenses en el este de Afganistán, dio una conferencia de prensa para subrayar el «progreso constante» que estaban haciendo sus tropas. Eligiendo las palabras con tiento, dijo que necesitaba más soldados «para seguir progresando bien e inexorablemente».

Cuando un periodista le preguntó a bocajarro si estaba ganando la guerra, Schloesser vaciló: «Ejem, bueno... la verdad es que, creo... que estamos progresando poco a poco. Será una victoria lenta, supongo».

Ese mes, el secretario de Defensa Gates visitó Kabul y se reunió con el general David McKiernan, el comandante de las fuerzas estadounidenses y de la OTAN, de cincuenta y siete años. Procedente de Georgia, McKiernan había sido el comandante de las fuerzas terrestres estadounidenses durante la invasión de Irak cinco años antes. También él se sumó a la petición de más tropas para Afganistán.

En una conferencia de prensa, McKiernan dijo que los talibanes eran incapaces de ganar la guerra. Pero con una franqueza inusual, dijo que Estados Unidos tampoco tenía garantizada la victoria: «No estamos perdiendo, pero en algunas zonas estamos ganando más lentamente que en otras».

En cuestión de semanas, sus manifestaciones públicas se volvieron aún más pesimistas. Durante una visita a Washington en octubre, dijo a los periodistas que «en grandes porciones de Afganistán no estamos viendo progreso. No voy a decir que todo va viento en popa. [...] Estamos en una dura pugna. Por tanto, la idea de que pueda empeorar antes de mejorar es indudablemente una posibilidad».

El cambio de tono de McKiernan fue muy revelador. Por primera vez, un comandante militar en Afganistán había ofrecido al pueblo una versión franca y honesta de cómo había cambiado el rumbo de la batalla.

No duraría mucho en el cargo.