Prólogo
Dos semanas después del 11S, mientras Estados Unidos se pertrechaba para la guerra en Afganistán, un periodista le hizo al secretario de Defensa Donald Rumsfeld una pregunta muy directa: ¿los dignatarios estadounidenses iban a mentir a los medios sobre las operaciones militares para confundir al enemigo?
Rumsfeld ocupaba el atril de la sala de prensa del Pentágono. El edificio todavía apestaba a humo y a combustible de avión de cuando el vuelo 77 de American Airlines se había estrellado contra la fachada oeste y se había cobrado 189 vidas. En su respuesta, el secretario de Defensa optó por empezar parafraseando al ex primer ministro británico Winston Churchill: «En la guerra, la verdad es tan preciosa que siempre hay que protegerla con un cortejo de mentiras». Rumsfeld explicó que, antes del Día D, los aliados llevaron a cabo una campaña de desinformación llamada operación Bodyguard (Guardaespaldas) para confundir a los alemanes sobre el momento y el lugar en que iban a invadir Europa occidental en 1944.
Rumsfeld parecía estar justificando la práctica de propagar falsedades durante la guerra. Sin embargo, corrigió el rumbo y recalcó que él nunca haría nada parecido: «La respuesta a su pregunta es que no, no puedo imaginar que eso sucediera. No recuerdo haberle mentido jamás a la prensa. No tengo intención de hacerlo y tengo la impresión de que no habrá motivos para hacerlo. Hay docenas de mecanismos para no verse obligado a mentir. Y yo no miento».
Al preguntársele si cabía esperar lo mismo de los demás integrantes del Departamento de Estado, Rumsfeld calló y esbozó una leve sonrisa.
«¿Me tomas el pelo?», dijo.
Los periodistas acreditados del Pentágono soltaron una carcajada. Era Rumsfeld en todo su esplendor: inteligente y convincente. Una persona que no necesitaba guion, que desarmaba. En Princeton había sido un as de la lucha libre y era un experto en evitar el nocaut.
Doce días más tarde, el 7 de octubre de 2001, las fuerzas armadas empezaron a bombardear Afganistán. Entonces, nadie pensaba que terminaría siendo la guerra más prolongada de la historia estadounidense: más larga que la primera guerra mundial, la segunda guerra mundial y la guerra de Vietnam juntas.
A diferencia de la guerra de Vietnam, o de la que estallaría en Irak en 2003, la decisión de actuar militarmente contra Afganistán tenía un apoyo casi unánime de la población. Conmovidos y furiosos por los tremendos atentados de Al Qaeda, los estadounidenses esperaban que sus líderes defendieran la nación con el mismo tesón del que habían hecho alarde tras el ataque japonés a Pearl Harbor. Tres días después del 11S, el Congreso aprobó la ley que permitía a la administración Bush declarar la guerra a Al Qaeda y a cualquier país que cobijara a la red terrorista.
Por primera vez, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) invocó el artículo 5, el compromiso colectivo de la alianza para defender a uno de sus Estados miembros. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas condenó de forma unánime los «horripilantes ataques terroristas» e hizo un llamamiento a todos los países para impartir justicia. Incluso potencias hostiles expresaron su solidaridad con Estados Unidos. En Irán, miles de personas se congregaron con velas y, por primera vez en veintidós años, los más radicales dejaron de gritar «Que muera Estados Unidos» en las plegarias semanales. Con un apoyo tan sólido, no había necesidad de mentir o manipular para justificar la guerra. Y, aun así, los líderes de la Casa Blanca, el Pentágono y el Departamento de Estado empezaron a dar falsas esperanzas y a disimular los reveses en el campo de batalla. A medida que pasaban los meses y los años, el encubrimiento empeoró. Los comandantes militares y los agentes diplomáticos se las veían y deseaban para reconocer los errores y ofrecer análisis agudos y honestos en público.
Nadie quería admitir que la guerra nacida como una causa justa había degenerado hasta convertirse en una causa perdida. De Washington a Kabul surgió una conjura para encubrir la verdad. Las omisiones dieron pie de modo inexorable a los engaños y acabaron transformándose en completos absurdos. El gobierno de Estados Unidos anunció hasta en dos ocasiones, en 2003 y 2014, el fin de las operaciones de combate. Fueron muestras de infantil optimismo que no guardaban nexo alguno con la realidad.
El presidente Barack Obama había prometido poner fin a la guerra y retirar todas las tropas, pero en 2016 se acercaba el final de su segundo mandato y aún no lo había conseguido. Los americanos ya estaban hartos de los interminables conflictos en el extranjero. Desilusionados, muchos dejaron de prestar atención.
Por aquel entonces yo llevaba casi siete años trabajando para The Washington Post como periodista especializado en el Pentágono y el Ejército. Había informado durante las etapas de cuatro secretarios de Defensa y cinco comandantes militares. Había viajado muchas veces con altos miembros de las fuerzas armadas, tanto a Afganistán como a la región limítrofe. Antes de eso, había trabajado durante seis años como corresponsal en el extranjero para el Post, escribiendo sobre Al Qaeda y sus filiales terroristas en Afganistán, Pakistán, Oriente Medio, África del Norte y Europa.
Como muchos periodistas, sabía que Afganistán era un caos. Ya no me tomaba en serio las declaraciones vacuas de los militares, que repetían como un mantra que se estaban haciendo progresos y que se iba por el buen camino. The Washington Post y otras agencias de noticias llevaban años sacando a la luz problemas sistémicos con la guerra. Varios libros y memorias habían revelado los entresijos de las batallas cruciales en Afganistán y de los pulsos políticos en Washington. Pero yo me preguntaba si alguien se había parado a observar los hechos con perspectiva.
¿Qué había pasado para que la guerra se atascara y no hubiera posibilidades realistas de alcanzar una victoria permanente? En 2001, Estados Unidos y sus aliados habían aplastado a los talibanes y a Al Qaeda. ¿Qué se torció? Nadie había rendido cuentas íntegramente por los batacazos estratégicos, ni había explicado con pelos y señales por qué había fracasado la campaña.
De momento no ha habido una versión afgana de la Comisión del 11S, que responsabilizó al gobierno por no haber impedido el peor atentado de la historia en suelo americano. El Congreso tampoco ha tenido a bien organizar una versión afgana de las vistas Fulbright, en las que los senadores cuestionaron y atacaron la guerra de Vietnam. Han sido tantos los errores de miembros de ambos partidos que pocos líderes políticos han querido achacar o aceptar la culpa.
En verano de 2016 me llegó un soplo. Una opaca agencia federal, la Oficina del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR, por sus siglas en inglés), había entrevistado a cientos de personas que habían participado en la guerra. Al parecer, muchas de ellas habían expresado una frustración contenida. La SIGAR había hecho sus pesquisas en el marco de un proyecto denominado Lessons Learned (Lecciones aprendidas), que quería diagnosticar qué políticas implementadas en Afganistán habían fracasado. Así, Estados Unidos aprendería para no repetir los errores en el futuro.
En septiembre, la SIGAR empezó a publicar una serie de informes del proyecto que subrayaban los problemas de Afganistán. Pero todos estaban cargados de una plúmbea prosa gubernamental y omitían las duras críticas y las acusaciones directas que yo había oído en las entrevistas.
La misión en la vida de un periodista de investigación es descubrir qué verdades está ocultando el gobierno y divulgarlas. Por eso presenté solicitudes a la SIGAR amparándome en la Ley de Libertad de Información. Quería las transcripciones, notas y grabaciones de las entrevistas realizadas por el Proyecto Lessons Learned. Según mi argumentación, el público tenía derecho a conocer las críticas internas del gobierno respecto a la guerra: la verdad sin paños calientes.
La SIGAR retrasó y rechazó cada solicitud, lo cual es irónico teniendo en cuenta que se trataba de una agencia creada por el Congreso, para rendir cuentas por las ingentes sumas de dinero de los contribuyentes que se habían gastado en la guerra. El Post, como llamamos en el gremio a The Washington Post, tuvo que interponer dos demandas federales para obligarla a publicar los documentos de Lessons Learned. Tras tres años de brega judicial, la SIGAR acabó publicando más de 2.000 páginas de material inédito. Eran notas de entrevistas con 428 personas que habían participado directamente en la guerra, desde generales y agentes diplomáticos a cooperantes y representantes afganos.
La agencia había redactado fragmentos de los documentos y había ocultado la identidad de la mayoría de los entrevistados. Aun así, las entrevistas plasmaban que, en privado, muchos altos dirigentes veían la guerra como un desastre con todas las de la ley, cosa que contradecía el rosario de optimistas declaraciones públicas de representantes de la Casa Blanca, el Pentágono y el Departamento de Estado, que año tras año habían asegurado a los ciudadanos que se estaban haciendo progresos.
Creyendo que sus observaciones no se harían públicas, los funcionarios habían hablado sin tapujos. Habían confesado a la SIGAR que los planes bélicos acusaban defectos fatales y que Washington había dilapidado miles de millones de dólares en intentar convertir Afganistán en una nación moderna. Las entrevistas también reflejaban los chapuceros intentos del gobierno de Estados Unidos por poner coto a la desbocada corrupción, crear unas fuerzas armadas y policiales afganas competentes, y hacer mella en el suculento comercio del opio en Afganistán.
Muchos de los entrevistados hablaban de los esfuerzos explícitos y continuados del gobierno de Estados Unidos por engañar a la gente. Afirmaban que en los cuarteles de Kabul y en la Casa Blanca se tergiversaban constantemente las estadísticas para que pareciera que Estados Unidos estaba ganando la guerra, cuando no era ni mucho menos el caso.
Lo más fascinante es que los generales al mando reconocían que habían tratado de ganar la guerra sin una estrategia apropiada. El general del Ejército Dan McNeill, dos veces comandante de EE. UU. durante la administración Bush, se había quejado así: «No había ningún plan de campaña. Es que no lo había».1
«No había una estrategia coherente a largo plazo», dijo el general británico David Richards, que lideró las fuerzas de EE. UU. y la OTAN de 2006 a 2007: «Intentábamos conseguir un único plan coherente a largo plazo, una estrategia como Dios manda, pero en vez de eso nos daban un rimero de tácticas».2
Otros decían que la guerra librada por EE. UU. había sido un chasco desde el principio. Fueron descuidos que se sumaron a errores de cálculo y, además, a errores de juicio. Según Richard Boucher, el máximo responsable de la diplomacia de la administración Bush para Asia Meridional y Central, «no sabíamos lo que estábamos haciendo».3
«No teníamos ni la más remota idea de dónde nos estábamos metiendo»,4dijo también el teniente general del Ejército Douglas Lute, zar de la guerra de los presidentes Bush y Obama.
Lute lamentó que hubieran perdido la vida tantos soldados de Estados Unidos. Y luego se salió aún más del guion. Pese a ser un general de tres estrellas, fue más allá y sugirió que el gobierno había sacrificado en vano esas vidas: «Si el pueblo americano conociera la magnitud del descalabro... 2.400 vidas perdidas. ¿Quién se atreverá a decir que fue en vano?».5
En más de dos décadas, se enviaron más de 775.000 efectivos militares a Afganistán. De esos, murieron más de 2.300 y 21.000 resultaron heridos. El gobierno de Estados Unidos no ha calculado con exactitud el total de lo que gastó en el esfuerzo bélico, pero la mayoría de las estimaciones superan el billón de dólares.
Las entrevistas de Lessons Learned presentan vívidas descripciones de cómo Estados Unidos se vio inmerso en una guerra remota y el gobierno hizo denodados esfuerzos por ocultárselas al público. En ese sentido, las entrevistas guardan un gran parecido con los Papeles del Pentágono, la historia supersecreta del Departamento de Estado con la guerra de Vietnam. Cuando se filtraron en 1971, los Papeles del Pentágono tuvieron una gran repercusión. Revelaron que el gobierno llevaba mucho tiempo mintiendo a la gente sobre cómo el país se había visto envuelto en Vietnam. Dividido en cuarenta y siete volúmenes, el estudio de 7.000 páginas se basaba íntegramente en documentos internos del gobierno: cables diplomáticos, informes para la toma de decisiones e informes de inteligencia. Para preservar la confidencialidad, el secretario de Defensa Robert McNamara aprobó una orden para prohibir a los autores entrevistar a nadie.
El Proyecto de Lessons Learned no sufrió estas restricciones. La SIGAR realizó esas entrevistas entre 2014 y 2018, sobre todo a personas que habían ocupado un cargo público durante los mandatos de Bush y Obama. A diferencia de los Papeles del Pentágono, ninguno de los documentos del Proyecto Lessons Learned se clasificó en primera instancia como secreto de Estado. Sin embargo, cuando The Washington Post presionó para que se publicaran, otras agencias federales intervinieron y clasificaron parte del material.
En las entrevistas se revelaba poco sobre operaciones militares. Pero sí abundaban los reproches que refutaban la narrativa oficial de la guerra, desde los primeros compases hasta el inicio de la administración Trump.
Para complementar las entrevistas de Lessons Learned, me hice con cientos de memorandos previamente clasificados sobre la guerra de Afganistán, ordenados o recibidos por Rumsfeld entre 2001 y 2006. Rumsfeld y su equipo llamaban a estos memorandos snowflakes, en español «copos de nieve». Se trataba de instrucciones o comentarios concisos que el jefe del Pentágono dictaba a sus subordinados, a menudo varias veces al día.
Rumsfeld hizo públicos algunos de sus copos de nieve en 2011, publicándolos en internet junto con sus memorias, Known and Unknown. Pero la mayor parte de la colección, una ventisca de papeleo compuesta de unas 59.000 páginas, siguió siendo confidencial.
En 2017, el Archivo de Seguridad Nacional, un instituto de investigación sin ánimo de lucro con sede en la Universidad George Washington, interpuso una demanda amparándose en la Ley de Libertad de Información (FOIA, por sus siglas en inglés). Como respuesta, el Departamento de Defensa empezó a publicar el resto de los copos de nieve de Rumsfeld de forma escalonada. Y el Archivo los compartió conmigo.
Los copos de nieve estaban redactados en el brusco estilo de Rumsfeld. Muchos anticipaban problemas que seguirían hostigando a las tropas estadounidenses más de una década después. En un memorando para su jefe de inteligencia escrito tras casi dos años de guerra, Rumsfeld se quejó diciendo: «No sé quiénes son los malos en Afganistán».6
También conseguí varias entrevistas de historia oral que la Asociación para los Estudios y la Formación Diplomáticos (Association for Diplomatic Studies and Training) realizó a funcionarios que trabajaron en la Embajada estadounidense de Kabul. Las entrevistas expresaban de forma diáfana la opinión de representantes del Servicio de Exteriores, que lamentaban la ignorancia indeleble de Washington respecto a Afganistán y su pobre gestión de la guerra.
A medida que me impregnaba de todas las entrevistas y los memorandos, veía claramente que constituían una historia secreta de la guerra, un reflejo impávido del conflicto interminable. Los documentos también demostraban que nuestros líderes habían mentido en repetidas ocasiones sobre lo que estaba sucediendo en Afganistán, como habían hecho en Vietnam.
Aprovechando los dones de una pila de redactores, The Washington Post publicó una serie de artículos sobre los documentos en diciembre de 2019. Millones de personas leyeron los artículos, que incluían una base de datos de las entrevistas y los copos de nieve, que el Post publicó en la red como servicio público.
El Congreso, que llevaba años prácticamente ignorando la guerra, celebró muchas vistas para comentar los hallazgos. En sus declaraciones, generales, diplomáticos y otros funcionarios reconocieron que el gobierno no había sido honesto. Políticos de todas las ideologías expresaron su rabia y frustración.
Según el representante demócrata por Nueva York Eliot Engel, presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara: «Es una prueba irrefutable. Demuestra que no ha habido un diálogo público y transparente entre el pueblo americano y sus líderes sobre lo que estábamos haciendo en Afganistán». El senador republicano por Kentucky, Rand Paul, tachó la serie del Post de «muy inquietante. Plasma un esfuerzo bélico sobredimensionado, con una ausencia total de objetivos claros y abarcables».
Las revelaciones tocaron una fibra. Muchos estadounidenses habían sospechado desde el principio que el gobierno les había mentido en cuanto a la guerra. El público estaba sediento de pruebas; quería saber lo que había pasado de verdad.
Yo sabía que el Ejército de EE. UU. había realizado algunas entrevistas de historia oral con soldados que habían luchado en Afganistán y que había publicado algunas monografías académicas. Pero enseguida descubrí que el Ejército tenía una mina interminable de esos documentos.
Entre 2005 y 2015, el Proyecto Operational Leadership Experience (Experiencia de Liderazgo Operativo) del Ejército, parte del Instituto de Estudios de Combate en Fort Leavenworth (Kansas), entrevistó a más de 3.000 soldados que habían luchado en la guerra global contra el terrorismo en el extranjero. La mayoría habían peleado en Irak, pero muchos habían sido destinados a Afganistán.
Estuve semanas escudriñando entrevistas no clasificadas transcritas literalmente. Encontré más de seiscientas con veteranos de Afganistán. Las historias orales del Ejército contenían relatos vívidos y en primera persona, sobre todo de oficiales de bajo rango. También accedí a un número menor de entrevistas que había realizado el Centro de Historia Militar del Ejército de EE. UU. en Washington D. C.
Como el Ejército autorizó las entrevistas por su interés histórico, muchos de los combatientes eran más sinceros con sus vivencias de lo que seguramente habrían sido con un periodista en busca de una historia que contar. En su conjunto, brindaban una imagen cruda y honesta de los errores en la guerra, la cara B de la fotografía difundida por los gerifaltes del Pentágono.
Encontré otro alijo de documentos reveladores en la Universidad de Virginia. Desde 2009, el Centro Miller, un instituto imparcial e independiente de la universidad especializado en historia política, ha dirigido un proyecto de historia oral sobre la presidencia de George W. Bush. El Centro Miller entrevistó a unas cien personas que trabajaron para esa administración, incluidos altos cargos, asesores externos, representantes políticos y líderes extranjeros.
La mayoría accedió a las entrevistas con la condición de que las transcripciones se mantuvieran en secreto durante muchos años, o hasta después de su muerte. A partir de noviembre de 2019, el Centro Miller abrió al público extractos de su archivo sobre George W. Bush. Para mí, no podían haber elegido un momento mejor. Obtuve una docena de transcripciones de entrevistas de historia oral con comandantes militares, miembros de gabinete y otros cargos importantes que gestionaron la guerra en Afganistán.
Las entrevistas de historia oral de la Universidad de Virginia también exudaban un peculiar grado de franqueza. El general de la Marina Peter Pace, que fue presidente y vicepresidente del Estado Mayor Conjunto con Bush, dijo estar arrepentido por no haber podido ser del todo honesto con la gente respecto a la posible duración de las guerras en Afganistán e Irak.
«Tendría que haberle dicho al pueblo americano que no era cuestión de meses o años; era cuestión de décadas», dijo Pace. «Como no lo hice, como el presidente Bush no lo hizo, que yo sepa, creo que el pueblo americano se imaginaba que sería llegar y besar el santo.»7
Este libro no quiere ser una crónica exhaustiva de la guerra de Estados Unidos en Afganistán. Tampoco es una historia militar que ponga énfasis en las operaciones de combate. Es más bien un intento de explicar qué hicieron mal y cómo mintieron tres presidentes consecutivos y sus administraciones.
Recapitulando, Los papeles de Afganistán se basa en entrevistas con más de mil personas que desempeñaron un papel directo en la guerra. Las entrevistas de Lessons Learned, las historias orales y los copos de nieve de Rumsfeld suman más de 10.000 páginas de documentación. Esos documentos no están editados ni filtrados y revelan la opinión de personas, desde aquellas que marcaban el compás político en Washington a las que combatían en las montañas y los desiertos afganos, que sabían que la versión oficial de la guerra que se estaba ofreciendo al pueblo americano era falsa, o cuando menos muy edulcorada.
Ahora bien, casi ningún representante del gobierno tuvo el coraje de admitir en público que Estados Unidos estaba perdiendo poco a poco una guerra que, en su día, el pueblo había apoyado casi sin fisuras. Con su silencio cómplice, los líderes militares y políticos evitaron que nadie rindiera cuentas y se reevaluara la situación. Tal vez eso habría cambiado el resultado o habría acortado el conflicto. En vez de eso, optaron por esconder sus errores y dejaron que la guerra siguiera su curso sin nadie al volante.