LA CIGARRA[1]

 

 

I

 

Todos los amigos y buenos conocidos de Olga Ivánovna estuvieron en su boda.

—Mírenlo: ¿verdad que tiene un no sé qué? —decía ella a sus amigos señalando a su marido, al parecer con el deseo de explicar por qué se había casado con ese hombre común, corriente y nada extraordinario.

Su marido, Ósip Stepánovich D´ymov, era médico y ostentaba el grado de consejero titulado. Trabajaba en dos hospitales: en uno como jefe de sala y en el otro como encargado de las autopsias. Cada día, desde las nueve de la mañana hasta el mediodía, pasaba la consulta y trabajaba en su sala, después tomaba el tranvía para dirigirse al otro hospital, donde practicaba las autopsias a los pacientes fallecidos. Su clientela privada era escasa, le daba unos quinientos rublos al año. Y ya está. ¿Qué más podríamos decir de él?

En cambio, Olga Ivánovna, como sus amigos y buenos conocidos, no era gente del todo corriente. Cada uno de ellos destacaba en algo, se le conocía un poco, o bien gozaba ya de un nombre y se consideraba una celebridad, o bien, aunque no fuera famoso, prometía serlo. Eran los siguientes: un actor dramático, artista de gran talento y reconocida fama, persona delicada, inteligente y modesta, maravilloso lector que enseñaba a recitar a Olga Ivánovna; un cantante de ópera, hombre regordete y bonachón que, intentaba entre suspiros convencer a Olga Ivánovna de que estaba echando a perder su talento, de que, si no fuera tan perezosa y se pusiera a trabajar en serio, saldría de ella una espléndida cantante. Luego varios pintores, y entre ellos ocupando el primer lugar el animalista, paisajista y pintor de género Riabovski: un joven rubio y muy guapo de unos veinticinco años, cuyas exposiciones gozaban de éxito; su último cuadro lo había vendido por quinientos rublos. Riabovski corregía los dibujos de Olga Ivánovna y le decía que probablemente de ella, tal vez, pudiera salir algo. Un violoncelista que cuando tocaba su instrumento parecía hacerlo; el músico reconocía sinceramente que entre todas las mujeres conocidas solo Olga Ivánovna sabía acompañarlo al piano. Un escritor joven pero ya conocido que escribía novelas, obras de teatro y relatos. ¿Quién más? Vasili Vasílich, un terrateniente que en sus ratos de ocio se dedicaba a hacer ilustraciones y viñetas, que sentía profundamente el arte ruso, así como el género histórico y el épico, y hacía verdaderas maravillas sobre papel, cerámica y platos ahumados.

En medio de este grupo de artistas, gente sin obligaciones y mimada por el destino, personas ciertamente delicadas y modestas, pero que solo recordaban la existencia de los médicos cuando se ponían enfermos y para quienes el nombre de D´ymov sonaba tan anodino como Sídorov o Tarásov, en medio de toda esa gente, el propio médico era un ser extraño, inútil e insignificante, a pesar de su estatura y corpulencia. Se diría que llevaba un frac prestado y tenía una barba de tendero. Aunque, si hubiera sido un escritor o un pintor, los demás hubieran dicho que con su barba les recordaba a Zola.

El actor le estaba diciendo a Olga Ivánovna que, con su cabello trigueño y su traje de novia, se parecía mucho a un esbelto cerezo cuando en primavera se cubre todo de delicadas flores blancas.

—¡No, quiero que me escuche! —le decía Olga Ivánovna, tomándolo de la mano—. ¿Cómo ha podido suceder algo así? Escuche, escúcheme usted... Ha de saber que mi padre trabajaba con D´ymov en el mismo hospital. Y, cuando mi pobre padre se puso enfermo, D´ymov se pasaba día y noche junto a él. ¡Cuánta abnegación y sacrificio! Escuche, Riabovski. Y a usted también, como escritor, le tiene que interesar. Acérquense más. ¡Cuánto sacrificio y cuánta sincera compasión! Yo por las noches tampoco dormía y las pasaba en vela junto a mi padre. ¡Y, miren por dónde, así, de pronto, conquisté al buen caballero andante! Mi D´ymov quedó prendado de mí hasta los tuétanos. Ciertamente el destino es caprichoso a veces. Después de morir mi padre, D´ymov venía alguna vez a verme o me lo encontraba por la calle... Pero una maravillosa tarde, de pronto, ¡zas!, se me declara, tan de improviso que fue como un relámpago... Pasé la noche entera llorando, me enamoré también terriblemente. Y ya lo ven, ahora soy su esposa. ¿No es cierto que hay en él algo fuerte, poderoso, como de oso? Ahora tiene la cara medio girada, hay poca luz, pero cuando se dé la vuelta fíjense en su frente. Riabovski, ¿qué me dice de esa frente? ¡D´ymov, estamos hablando de ti! —gritó en dirección a su marido—. Ven aquí, dale tu honrada mano a Riabovski... Muy bien. Que seáis buenos amigos.

D´ymov, con una sonrisa bondadosa e ingenua, alargó su mano a Riabovski y dijo:

—Mucho gusto. Conmigo acabó la carrera un Riabovski. ¿No será un familiar suyo?

 

 

II

 

Olga Ivánovna tenía veintidós años, D´ymov treinta y uno. Después de la boda su vida transcurría maravillosa. Olga Ivánovna llenó todas las paredes del salón con cuadros suyos y ajenos, enmarcados y sin enmarcar, y junto al piano y el aparador arregló un hermoso rincón amontonando sombrillas chinas, caballetes, trapos multicolores, puñales, pequeños bustos, fotografías. Empapeló el comedor con estampas multicolores, colgó unas lapti,[2] unas hoces, y en un rincón puso una guadaña y unos rastrillos que daban al comedor un aire muy ruso. En el dormitorio, para que pareciera una cueva, tapizó las paredes y el techo con paño oscuro, sobre las camas colgó un farol veneciano, y junto a la puerta puso un maniquí con alabarda. Y a todo el mundo le parecía que los jóvenes esposos tenían un nido muy simpático.

Todos los días Olga Ivánovna se levantaba hacia las once, tocaba el piano y, si hacía sol, pintaba algo al óleo. Luego, pasado el mediodía, se dirigía a casa de la modista. Como la pareja tenía más bien poco dinero, es decir el justo, para aparecer con frecuencia con vestidos nuevos y asombrar así a la concurrencia, tanto ella como su modista debían ingeniar toda suerte de triquiñuelas. Muy a menudo, de un vestido viejo y teñido, con cuatro trozos baratísimos de tul, puntillas, terciopelo y seda, salían verdaderas maravillas, algo encantador y más que un vestido un sueño. Por lo general, desde la casa de la modista, Olga Ivánovna se dirigía a la de alguna actriz amiga suya. Allí se enteraba de las novedades teatrales y, de paso, trataba de conseguir alguna entrada para el estreno de una nueva obra o para un espectáculo benéfico. De casa de la actriz había que ir al taller de algún pintor o a una exposición, luego a ver a alguno de los famosos: para invitarlo a casa, devolverle la visita o simplemente para charlar un rato. En todas partes la recibían con alegría y cariño, siempre le aseguraban que era muy buena, muy simpática y una mujer como pocas... Las personas a las que ella llamaba famosos o importantes la recibían como a uno de los suyos, de igual a igual, y, sin excepción, le aseguraban que con el talento, el gusto y la inteligencia que poseía, si no se abandonaba, tendría un brillante porvenir.

Olga Ivánovna cantaba, tocaba el piano, pintaba, modelaba, actuaba en obras de aficionados; pero todo esto no lo hacía de cualquier manera, sino con talento. Tanto si hacía unos farolillos, como si se disfrazaba o anudaba a alguien la corbata, todo le salía con arte inusitado, con gracia y candor. Pero donde más brillaba su talento era en su facultad de trabar conocimiento y estrechar relaciones con gente célebre. Bastaba con que alguien alcanzara cierta fama y la gente empezara a hablar de él para que Olga Ivánovna lo conociera, se hiciera ese mismo día amigo de él y lo invitara a su casa. Toda nueva amistad era para ella una auténtica fiesta. Adoraba a los famosos, se sentía orgullosa de ellos y los veía cada noche en sueños. Tenía verdadera ansia de tales amistades, una sed que nunca podía aplacar. Las viejas relaciones pasaban al olvido y otras venían a reemplazarlas, pero también se acostumbraba a estas o simplemente se desilusionaba y se lanzaba ávida en busca de nuevas y nuevas lumbreras. Las encontraba y se lanzaba de nuevo en busca de más. ¿Para qué?

Pasadas las cuatro, comía con su marido en casa.

La sencillez de D´ymov, su sensatez y bondad sumían a la esposa en un estado de ternura y admiración. No paraba de alzarse de un salto, abrazar arrebatadamente la cabeza de su esposo y llenarlo de besos.

—D´ymov, eres un hombre inteligente y noble —le decía—. Solo tienes un grave defecto. No te interesa nada el arte. Reniegas de la música y de la pintura.

—No los entiendo —contestaba el marido con voz humilde—. He dedicado toda mi vida a las ciencias naturales y a la medicina; y no he tenido tiempo de interesarme por las artes.

—Pero ¡eso es espantoso, D´ymov!

—¿Por qué espantoso? Tus amistades desconocen las ciencias naturales y la medicina, y, sin embargo, tú no se lo echas en cara. A cada uno lo suyo. Yo no entiendo de óperas ni de paisajes, pero pienso esto: si gente inteligente le dedica toda su vida y otra gente, también inteligente, paga por ello enormes sumas de dinero, quiere decir que alguna falta hacen. Yo no lo entiendo, pero no entender no significa renegar de ello.

—¡Deja que estreche tu honrada mano!

Después de comer, Olga Ivánovna se marchaba a casa de algún conocido, luego se iba al teatro o a un concierto, para volver a casa pasada la medianoche. Y así todos los días.

Los miércoles organizaba veladas en su casa. Pero en esas tardes la dueña y los invitados no se dedicaban a jugar a las cartas o a bailar; se distraían practicando diversas artes. El actor dramático recitaba, el cantante cantaba, los pintores dibujaban en álbumes que Olga Ivánovna tenía en grandes cantidades, el violoncelista tocaba su instrumento y la propia dueña también dibujaba, moldeaba, cantaba o acompañaba al piano. Entre las lecturas, los cantos y la música, en los intervalos, se hablaba y discutía de literatura, teatro y pintura. No había damas, porque Olga Ivánovna, a excepción de las actrices y de su modista, consideraba a todas las demás aburridas y ordinarias. No pasaba una velada sin que la anfitriona, cada vez que sonaba el timbre, no se estremeciera y exclamara con expresión de triunfo: «¡Es él!», dando a entender con ese «él» la llegada de alguna celebridad. D´ymov no se encontraba en el salón, y nadie se acordaba de su existencia. Pero, justo a las once y media, se abría la puerta que daba al comedor, aparecía D´ymov, con su sonrisa humilde y bondadosa y, frotándose las manos, decía:

—Señores, pasen a tomar algo.

Todos se dirigían al comedor para asistir siempre al mismo cuadro: ostras, jamón o ternera, sardinas, queso, caviar, setas, vodka y dos jarras de vino.

—¡Mi querido maître d’hôtel! —exclamaba Olga Ivánovna llena de entusiasmo—. ¡Eres sencillamente encantador! ¡Señores, fíjense en su frente! D´ymov, ponte de perfil. Miren, señores: la cara de un tigre de Bengala, pero con la bondadosa y tierna expresión de un ciervo. ¡Ah, mi adorado D´ymov!

Los invitados, mientras comían, miraban a D´ymov y pensaban que «ciertamente era un buen hombre». Pero pronto se olvidaban de él, y seguían hablando de teatro, música o pintura.

Los jóvenes esposos eran felices y su vida transcurría a pedir de boca. Aunque la tercera semana de su luna de miel no fue del todo feliz, incluso más bien triste. D´ymov se contagió de erisipela en el hospital, pasó seis días en cama y tuvo que cortarse al rape sus hermosos cabellos negros. Olga Ivánovna, sentada a su lado, lloraba amargamente. Pero, cuando el enfermo se sintió mejor, enrolló su cabeza rapada con un pañuelo blanco y lo hizo posar de modelo para dibujar a un beduino. Los dos se sentían contentos. Tres días después de que, ya curado, volviera al hospital, le ocurrió de nuevo un contratiempo.

—¡Qué mala suerte, mamá! —le dijo un día mientras comían—. Hoy he tenido cuatro autopsias y me he cortado en dos dedos. Solo me he dado cuenta en casa.

Olga Ivánovna se asustó. Pero él sonrió, asegurando que se trataba de algo sin importancia y que eso de cortarse en una autopsia le ocurría a menudo.

—Me entusiasmo, mamá, y me vuelvo distraído.

Olga Ivánovna temía alarmada que su marido se infectara y por las noches rezaba a Dios para que eso no ocurriera, pero todo pasó, y la vida plácida, feliz, sin pesares ni alarmas retornó a su curso.

El presente era maravilloso y, por si fuera poco, se acercaba la primavera, que ya sonreía a lo lejos prometiendo mil alegrías. ¡La felicidad parecía no tener fin! Abril, mayo y junio los pasaría en la casa de campo, lejos de la ciudad, allí pasearía, pintaría, pescaría, escucharía el canto de los ruiseñores y después, a partir de julio hasta el otoño, marcharía de viaje con los pintores por el Volga. Como miembro indiscutible de la société artística, Olga Ivánovna participaría en la excursión. Ya se había hecho dos sencillos vestidos de viaje, había comprado pinturas, pinceles, lienzo y una paleta nueva.

Casi cada día venía a verla Riabovski, que comprobaba sus adelantos en la pintura. Cuando ella le mostraba sus cuadros, el pintor hundía profundamente sus manos en los bolsillos, apretaba con fuerza los labios, resoplaba y decía:

—Sí... Esta nube grita: no tiene la iluminación de un atardecer. El primer plano parece arrugado, hay algo que no funciona, ¿me comprende...? Y esta casita parece atragantada y chilla quejándose de algo... Este ángulo debe ser más oscuro. Pero en conjunto no está mal... La felicito.

Cuanto más confusas fueran las palabras del pintor, mejor lo comprendía Olga Ivánovna.

 

 

III

 

El segundo día de la Trinidad, después de comer, D´ymov compró unos fiambres, caramelos, y se dirigió a la casa de campo a ver a su mujer. Hacía dos semanas que no la veía y la echaba de menos. En el vagón y luego, cuando buscaba entre el bosque la casa, D´ymov se sentía hambriento y cansado, a la vez que pensaba feliz en cómo cenaría al aire libre con su mujer y luego se iría a dormir rendido. Se sentía alegre con su paquetito, en el que llevaba caviar, queso y salmón blanco.

Ya se ponía el sol, cuando encontró la casa. La vieja sirvienta le dijo que la señora no estaba y que seguramente no tardaría en llegar. La casa, de aspecto desagradable, con techos bajos y cubiertos con papel de escribir, un suelo desigual y lleno de rendijas, solo tenía tres habitaciones. En una de ellas se encontraba la cama; en otra, sobre sillas y ventanas yacían tirados lienzos, pinceles, una hoja grasienta de papel, abrigos y sombreros de hombre. En la tercera habitación, D´ymov encontró a tres desconocidos. Dos eran morenos, con barba, y el tercero, bien afeitado y grueso, al parecer actor. Sobre la mesa hervía un samovar.

—¿Qué desea? —preguntó el actor con voz gruesa, observando ceñudo a D´ymov—. ¿Pregunta por Olga Ivánovna? Espere, que ahora volverá.

D´ymov se sentó a esperar a su mujer. Uno de los jóvenes morenos, que lo miraba con ojos soñolientos y apáticos, se sirvió una taza de té y preguntó:

—¿Puede que le apetezca un té?

D´ymov tenía hambre y sed, pero, para no estropearse el apetito, no quiso tomar nada. Pronto se oyeron pasos y unas risas conocidas, retumbó la puerta y Olga Ivánovna entró corriendo en la habitación. Iba cubierta de un sombrero de ala ancha y llevaba un cajón de pinturas en la mano. Tras ella, con una gran sombrilla y una silla plegable, entró Riabovski alegre y sonrosado.

—¡D´ymov! —exclamó Olga Ivánovna y su rostro se encendió de alegría—. ¡D´ymov! —volvió a decir, reclinando la cabeza y ambas manos sobre el pecho de su marido—. ¡Eres tú! ¿Por qué has tardado tanto en venir? ¿Por qué?

—Pero ¿cuándo, mamá? Estoy todo el día ocupado y si consigo algo de tiempo libre, resulta que el horario de los trenes no me viene bien.

—¡Qué contenta estoy de que hayas venido! He soñado contigo toda, toda la noche; tenía miedo de que te pusieras enfermo. ¡Ay, si supieras qué a tiempo has llegado! ¡Me vas a salvar de un aprieto! ¡Solo tú puedes hacerlo! Mañana celebrarán aquí una boda más que original —prosiguió entre risas y anudando la corbata a su marido—. Se casa un joven telegrafista de la estación, un tal Chikildéyev. Es un chico guapo y, bueno, nada tonto. Y tiene un rostro, ¿sabes?, algo con mucha fuerza, como de oso... Se puede hacer de él el retrato de un joven vikingo. Nosotros, los veraneantes, participamos en la boda y le hemos prometido asistir todos... Es un muchacho pobre, está solo y es algo tímido; comprenderás que no estaría bien negarse. Figúrate, después de la misa, vendrá la boda, luego iremos paseando hasta la casa de la novia... ¿Te lo imaginas? El bosque, los pájaros cantando, los trazos del sol sobre la hierba y todos nosotros como manchones multicolores sobre el fondo verde; es originalísimo, como en los impresionistas franceses... Pero, D´ymov, ¿con qué vestido voy a ir a la iglesia? —dijo Olga Ivánovna al borde del llanto—. ¡Aquí no tengo nada, lo que se dice nada! Ni vestido, ni flores, ni guantes... Tienes que salvarme. Tu llegada ha sido cosa del destino, que te envía para salvarme. Querido, toma las llaves, ve a casa y busca allí en el ropero mi vestido rosa. ¿Te acuerdas? Está colgado el primero... Luego, en el desván, verás a la derecha en el suelo dos cajas de cartón. Si abres la de arriba, verás que hay tul, tul y unos retalitos; pues debajo hay unas flores. Sácalas con cuidado, cariño, no sea que se te arruguen. Ya escogeré yo después... Y compra unos guantes.

—Bueno —dijo D´ymov—, iré mañana y te lo mando.

—¿Cómo que mañana? —preguntó Olga Ivánovna, y miró a su marido con cara de asombro—. ¿De dónde vas a sacar el tiempo? Mañana el primer tren sale a las nueve y la boda es a las once. ¡No, cariño, tiene que ser hoy sin falta! Si mañana no puedes venir, envía un recadero. Bien, en marcha... Ahora debe pasar un tren. No lo pierdas, cariño.

—Bueno.

—¡Oh, qué pena me da que te vayas! —dijo Olga Ivánovna, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Por qué he sido tan tonta en dar mi palabra a ese telegrafista?

D´ymov se bebió deprisa un vaso de té, tomó una rosquilla y, con su sonrisa humilde, se dirigió hacia la estación. El caviar, el queso y el salmón blanco se lo comieron los dos jóvenes morenos y el actor gordo.

 

 

IV

 

Una callada noche de luna de julio, Olga Ivánovna se encontraba sobre la cubierta de un vapor que recorría el Volga. Contemplaba los brillos del agua y las hermosas orillas iluminadas por la luz de la luna. Junto a ella se encontraba Riabovski, que le decía que las sombras oscuras del agua no eran sombras sino un sueño, que al ver estas aguas hechizadas, irisadas de brillos fantásticos, el cielo insondable y las orillas melancólicas y pensativas que parecían hablarnos sobre la vanidad de la vida o sobre la existencia de algo superior, eterno y bienaventurado, estaría bien perder el mundo de vista, morir, tornarse recuerdo. El pasado era vulgar y carente de interés; el futuro, nimio, y aquella noche milagrosa y única pronto acabaría, se fundiría con la eternidad. Entonces, ¿para qué vivir?

Olga Ivánovna, ora atenta a la voz de Riabovski, ora absorta en el silencio de la noche, pensaba que era inmortal y que nunca iba a morir. El fulgor turquesa del agua como nunca antes lo había visto, el cielo, las orillas, las sombras negras y una alegría desbordante colmaban su alma, y le decían que de ella saldría una gran pintora, que en alguna parte lejana, más allá de la noche de luna, en el espacio infinito, la esperaban el éxito, la gloria, el amor del pueblo... Cuando miraba sin pestañear largamente a lo lejos, creía ver una gran muchedumbre, luces, el resonar triunfal de músicas, gritos de entusiasmo, y a sí misma envuelta en un vestido blanco y flores que caían sobre ella de todas partes. Pensaba también que a su lado, acodado en la pasarela, se encontraba un hombre auténticamente grande, un genio, un elegido de los dioses... Todo lo que este pintor había creado hasta entonces era maravilloso, nuevo e inusitado, y lo que crearía con el tiempo, cuando con la edad se fortaleciera su raro talento, sería asombroso e infinitamente superior. Todo esto se reflejaba en su rostro, en la manera de expresarse, en su actitud hacia la naturaleza. El pintor hablaba de las sombras, de los tonos nocturnos, del brillo de la luna, de un modo extrañamente peculiar, en un lenguaje propio, de tal manera que se percibía sin querer el encanto de su poder sobre la naturaleza. Hasta su físico era hermoso, original; y su vida, libre, ajena a lo mundanal, se asemejaba a la de un pájaro.

—Hace un poco de frío —dijo Olga Ivánovna, y se estremeció.

Riabovski la envolvió en su capa y dijo con voz triste:

—Me siento en su poder. Soy su esclavo. ¿Por qué está usted hoy tan fascinadora?

La miraba sin apartar ni un momento los ojos de ella. La expresión de sus ojos daba miedo y la mujer no se atrevía a mirarlo.

—La amo con locura... —balbuceaba él, lanzándole el aliento a la mejilla—. Una palabra suya, y dejaré de existir, abandonaré el arte —siguió su susurro preñado de emoción—. Ámeme.

—No diga eso —dijo Olga Ivánovna, cerrando los ojos—. Me da miedo. ¿Y D´ymov?

—¿Qué pasa con D´ymov? ¿Qué tiene que ver? ¿Qué me importa D´ymov? ¡Veo el Volga, la luna, la belleza, mi amor, mi pasión, eso sí, pero a ningún D´ymov...! ¡Oh, no sé nada de...! ¡Qué falta me hace el pasado; deme tan solo un instante! ¡Un instante!

El corazón de Olga Ivánovna latió con fuerza. Quiso pensar en su marido, pero todo su pasado, la boda, D´ymov, las veladas... todo le parecía nimio, ridículo y gris, inútil y lejano, muy lejano... Porque, en efecto ¿qué pasaba con D´ymov? ¿Qué tenía que ver aquí? ¿Qué le importaba D´ymov? Y por lo demás, ¿existía él en realidad o era solo un sueño?

«A un hombre simple y corriente como él le basta con la felicidad que ya ha recibido —pensaba la mujer, tapándose el rostro con las manos—. Que los demás me critiquen allí, que me maldigan. ¿Qué me importa? Por mucho que digan, iré y me perderé, sí, me dejaré llevar por la perdición. En esta vida hay que probarlo todo. ¡Dios mío, qué horror y qué maravilla!»

—Bueno ¿qué?, ¿qué? —balbuceaba el pintor, abrazándola y besando con avidez las manos con las que ella intentaba apartarlo débilmente de su lado—. ¿Me quieres? ¿Sí? ¿Sí? ¡Oh, qué noche! ¡Qué milagro de noche!

—¡Sí, qué noche! —susurró ella, mirándole a los ojos que brillaban húmedos de lágrimas.

Después miró furtivamente a ambos lados, lo abrazó y besó con fuerza sus labios.

—¡Llegamos a Kíneshma! —se oyó una voz al otro lado de la cubierta.

Sonaron unos pasos pesados. Era un camarero que pasaba.

—Oiga —se dirigió a él Olga Ivánovna, riendo y llorando de felicidad—, tráiganos vino.

El pintor, pálido de la emoción, se sentó en un banco, miró a Olga Ivánovna con ojos de veneración y agradecimiento, luego los cerró y dijo con una sonrisa lánguida:

—Estoy cansado.

Y reclinó su cabeza en la barandilla.

 

 

V

 

El dos de septiembre fue un día tibio, sereno, pero nublado. Por la mañana temprano flotaba sobre el Volga la neblina, y después de las nueve comenzaron a caer algunas gotas. No había esperanza de que el día aclarara. Durante el té, Riabovski le decía a Olga Ivánovna que la pintura era el arte más desagradecido y aburrido, que él no era pintor, que solo los imbéciles creían en su talento. Y, de pronto, agarró un cuchillo y rasgó uno de sus mejores esbozos. Después del té siguió sombrío, sentado junto a la ventana, mirando el Volga. Pero el río ya no brillaba, permanecía opaco, mate, de aspecto frío. Todo, todo hacía pensar en el otoño cada vez más próximo, triste y sombrío. Y parecía que la lujosa alfombra verde de las orillas, los reflejos diamantinos de los rayos, la lejanía transparente y azul, todo ese ropaje elegante y festivo se lo hubiera quitado la Naturaleza al Volga para guardarlo en un cofre hasta la primavera siguiente. Y los cuervos sobrevolaban el río y graznaban como riéndose de él a gritos: «¡En cueros, en cueros!» Riabovski oía los graznidos de los cuervos y pensaba que su arte se había agotado, que había perdido su talento, que todo en esta vida era relativo, relativo y estúpido, y que no debía haber intimado con esta mujer... En una palabra, estaba de mal humor, de muy mal humor.

Olga Ivánovna, sentada en la cama tras un biombo, hundiendo sus dedos en sus maravillosos cabellos trigueños, imaginaba encontrarse en la sala de su casa, en el dormitorio, en el despacho de su marido. La imaginación la llevaba al teatro, a casa de la modista o de sus amigos famosos. ¿Qué estarían haciendo ahora? ¿Se acordarían de ella? La temporada había comenzado y era hora de empezar a pensar en sus veladas. ¿Y D´ymov? ¡El bueno de D´ymov! ¡Con qué infantil y quejosa humildad le rogaba en sus cartas que regresara cuanto antes! Le mandaba cada mes setenta y cinco rublos e incluso cuando ella le escribió que había quedado a deber cien rublos a los pintores, también se los mandó. ¡Qué hombre tan bueno y generoso! El viaje había agotado a Olga Ivánovna, estaba aburrida, quería abandonar cuanto antes la compañía de estos hombretones, dejar atrás ese olor húmedo del río, quitarse de encima esa sensación de suciedad física que experimentaba todo el tiempo en su peregrinar por las isbas campesinas, de pueblo en pueblo. Si Riabovski no se hubiera comprometido con los pintores a quedarse aquí con ellos hasta el veinte de septiembre, ella se habría marchado hoy mismo. ¡Qué bien estaría eso!

—¡Dios mío! —gimió Riabovski—. ¿Cuándo asomará por fin el sol? ¡No puedo continuar un paisaje de sol sin sol!

—Tienes un estudio con el cielo nublado —dijo Olga Ivánovna apareciendo tras el biombo—. ¿Recuerdas? A la derecha se ve un bosque y a la izquierda unas vacas y gansos. Podrías acabarlo ahora.

—¡Ya! ¡Acabarlo ahora! —exclamó el pintor, arrugando la cara de asco—. ¿O cree usted que soy tan estúpido que no sé lo que debo hacer?

—¡Cómo has cambiado conmigo! —exclamó entre suspiros Olga Ivánovna.

—¡Bien, qué le vamos a hacer!

El rostro de Olga Ivánovna se contrajo. Se apartó de Riabovski y se echó a llorar junto a la estufa.

—Sí, llore ahora. Lo único que faltaba. ¡Basta ya! Yo tengo mil motivos para llorar y no lo hago.

—¡Mil motivos! —exclamó entre sollozos Olga Ivánovna—. Y el más importante es que soy un estorbo para usted. ¡Sí! Y ya para decirlo todo, le diré que se avergüenza usted de nuestro amor. Hace todo lo posible para que los pintores no se den cuenta de nada. Aunque sea imposible esconderlo y todos lo sepan ya desde hace tiempo.

—Olga, solo le pido una cosa —dijo el pintor con gesto implorante colocándose la mano en el pecho—, solo una cosa: ¡ o me torture! ¡No le pido nada más!

—Júreme que me sigue amando.

—¡Esto es un suplicio! —farfulló entre dientes el pintor y, levantándose de un salto, exclamó—: ¡Voy a acabar por tirarme al Volga, o por volverme loco del todo! ¡Déjeme en paz!

—¡Pues máteme, máteme de una vez! —gritó Olga Ivánovna—. ¡Máteme!

De nuevo rompió en sollozos y se marchó tras el biombo. Sobre el techo de paja de la isba resonó la lluvia. Riabovski se agarró la cabeza con las manos y echó a andar de un lado a otro del cuarto. Y luego, con una expresión decidida en el rostro, como si quisiera demostrar algo a alguien, se puso el gorro de visera, se echó al hombro la escopeta y salió de la isba.

Después de su partida, Olga Ivánovna estuvo llorando largo rato echada sobre la cama. Al principio se le ocurrió que estaría bien envenenarse, para que cuando él volviera la encontrara muerta, pero acto seguido sus pensamientos volaron al salón de su casa, al despacho de su marido, y se imaginó sentada inmóvil junto a D´ymov, gozando de una sensación de paz y de limpieza; se vio en el teatro escuchando a Mazini. Y una añoranza por la civilización, por el bullicio de la ciudad, el deseo de ver a sus conocidos famosos oprimió su corazón.

Entró en la isba una campesina, que se puso a encender con calma la estufa para preparar la comida. El aire se llenó de olor a quemado y se tornó azul del humo. Llegaron unos pintores con sus botas altas sucias y las caras mojadas por la lluvia. Se pusieron a examinar sus trabajos, mientras decían para consolarse que hasta con mal tiempo el Volga tiene su encanto. Un reloj barato de pared hacía tic-tic-tic... Las moscas, ateridas de frío, se agolpaban entre zumbidos en el rincón de los iconos; se oía bullir bajo los bancos, entre los gordos álbumes de los pintores, las cucarachas...

Riabovski regresó a casa cuando empezaba a ponerse el sol. Arrojó sobre la mesa su gorra y, con una cara pálida y fatigada, sin quitarse las sucias botas, se dejó caer sobre un banco y cerró los ojos.

—Estoy cansado... —dijo, y movió las cejas en un esfuerzo por abrir los ojos.

Para demostrarle cariñosamente que no estaba enfadada con él, Olga Ivánovna se acercó, lo besó en silencio. Y le pasó el peine por la rubia cabellera. Se le ocurrió peinarlo.

—¿Qué pasa? —preguntó el pintor y se estremeció, abriendo los ojos como si algo frío lo hubiera tocado—. ¿Qué pasa? Déjeme en paz, se lo ruego.

La apartó con las manos, se alejó, y a ella le pareció que su rostro reflejaba repugnancia y contrariedad. Pasó entonces la campesina, que llevaba con cuidado, sujetándolo con ambas manos, un plato de sopa para el pintor, y Olga Ivánovna vio los pulgares de la mujer sumergidos en la sopa. La sucia campesina con el vientre inflado, la sopa de col que comía con avidez Riabovski, la isba y toda esa vida que al principio tanto le gustaba por su sencillez y ese desorden propio de los artistas le parecieron horrendos. De pronto se sintió ofendida y dijo en tono frío:

—Debemos separarnos por un tiempo, porque si no, el aburrimiento puede hacernos reñir seriamente. Estoy harta de esto. Me iré hoy mismo.

—¿Cómo? ¿Montada en una escoba?

—Hoy es jueves, de modo que a las nueve y media pasa un vapor.

—¿Eh? Claro, claro... Qué le vamos a hacer, vete pues —dijo en tono suave Riabovski, secándose, en lugar de con la servilleta, con una toalla—. Aquí te aburres, y no hay nada que hacer. Tendría que ser muy egoísta para retenerte. Regresa a casa y después del veinte nos vemos.

Olga Ivánovna, recogía alegre sus cosas. Hasta las mejillas se le encendieron de satisfacción. ¿Será posible —se preguntaba— que pronto se encontrara pintando en su salón, durmiendo en el dormitorio y comiendo en una mesa con mantel? Se sintió más calmada y se le pasó el enfado con Riabovski.

—Riabusha te dejo las pinturas y los pinceles —le decía—. Lo que quede lo traes... Y a ver si no haces el vago en mi ausencia, no te dejes llevar por el mal humor y trabaja. Eres un buen tipo, Riabusha.

A las nueve, Riabovski se despidió de ella y le dio un beso —la besó en la casa para no hacerlo en el barco, pensó ella, delante de los demás pintores—, y la acompañó al muelle. Pronto llegó el vapor y se la llevó.

A los dos días y medio de viaje llegó a casa. Sin quitarse el sombrero ni el abrigo, con la respiración agitada por la emoción, entró en la sala y pasó al comedor. D´ymov, sin chaqueta, con el chaleco desabrochado, estaba sentado a la mesa y se disponía a comerse una perdiz. Mientras entraba en su casa, Olga Ivánovna estaba convencida de que debía ocultar lo sucedido a su marido y de que tendría para ello suficientes fuerzas y habilidad. Pero, en aquel momento, al ver su sonrisa amplia, humilde y feliz, sus ojos brillantes de alegría, sintió que engañar a un hombre como aquel sería un acto vil, repugnante, imposible y superior a sus fuerzas, como lo hubiera sido calumniar, robar o matar a alguien. Y al instante decidió contárselo todo. Dejándose besar y abrazar por su marido, se arrodilló acto seguido a sus pies y se tapó la cara.

—¿Qué pasa? ¿Qué te pasa, mamá? —dijo él en tono delicado—. ¿Me has echado de menos?

Olga Ivánovna alzó su rostro, lleno de vergüenza y lo miró con ojos culpables e implorantes, pero el miedo y la vergüenza le impidieron contar la verdad.

—Nada... —balbució—. No es nada...

—Sentémonos —dijo él y la alzó para sentarla a la mesa—. Eso es... Cómete la perdiz. Tendrás hambre, pobrecita mía.

Olga lvánovna inspiraba con avidez el aire de su querido hogar, comía la perdiz, mientras él la miraba con ternura y sonreía de alegría.

 

 

VI

 

Al parecer, mediado el invierno D´ymov empezó a darse cuenta del engaño. El hombre producía la impresión de no tener la conciencia limpia, no podía mirar a su esposa a los ojos, no sonreía alegre al verla. Y, para no quedarse a solas con ella, invitaba a comer con frecuencia a un colega suyo, Korosteliov, un hombre pequeño de pelo corto y rostro ajado que cuando se dirigía a Olga Ivánovna, se sentía tan cohibido que se desabrochaba y abrochaba la chaqueta y comenzaba a tironear con la mano derecha el lado izquierdo de su bigote. Mientras comían, los dos médicos hablaban de sus cosas: que en casos de diafragma alto se dan a veces arritmias cardíacas, o que en los últimos tiempos son muy frecuentes los casos más diversos de neuritis, o que el día anterior, D´ymov, al hacer la autopsia de un cadáver con diagnóstico de «anemia maligna», se encontró con un cáncer de páncreas. Todo parecía indicar que hablaban de medicina con el único propósito de que Olga Ivánovna tuviera la oportunidad de callar, es decir, de no mentir. Acabada la comida, Korosteliov se sentaba al piano y D´ymov le decía con un suspiro:

—¡Ya ves, mi buen amigo! ¡Qué le vamos a hacer! Toca algo triste.

Alzando los hombros y separando mucho los dedos, Korosteliov lanzaba unos acordes y se ponía a cantar con voz de tenor: «Muéstrame el hogar donde no llore el campesino ruso». Y D´ymov suspiraba de nuevo y, tras apoyar la cabeza sobre un puño, quedaba pensativo.

En los últimos tiempos, Olga Ivánovna se comportaba de manera en extremo imprudente. Cada mañana despertaba con el peor de los humores y con la idea de que ya no quería a Riabovski y de que, gracias a Dios, todo había terminado. Pero, después de tomar su café, se daba cuenta de que por Riabovski había perdido a su marido, y de que ahora se había quedado sin él y sin Riabovski. Más tarde se acordaba de que sus conocidos decían que Riabovski preparaba una obra asombrosa para la exposición: una mezcla de paisaje y cuadro costumbrista al estilo de Polénov, ante la cual todos los que visitaban el taller quedaban embelesados. Pero lo cierto era, pensaba, que la obra era fruto de su influjo y que, en definitiva, gracias a ella Riabovski había ido más lejos. Su influjo era tan benéfico y sustantivo que, si ella lo dejaba, no sería extraño que Riabovski se hundiera. Recordaba que la última vez que él la visitó llevaba una chaqueta gris moteada y una corbata nueva. En aquella ocasión, el pintor le preguntó con voz lánguida: «¿Estoy guapo?». Y en efecto, con su aspecto elegante, con sus largos rizos y sus ojos azules, se le veía muy guapo (o al menos eso le pareció a ella), y estuvo cariñoso con Olga Ivánovna.

Después de recordar y meditar muchas cosas, Olga Ivánovna se vestía y, presa de gran agitación, se dirigía al taller de Riabovski. Lo encontraba alegre y entusiasmado con su cuadro, que, en efecto, era fantástico. El hombre daba saltos, hacía el tonto, y contestaba a las preguntas serias con bromas. Olga Ivánovna tenía celos del cuadro, lo odiaba, pero, por respeto, se quedaba en silencio unos cinco minutos ante el cuadro y, después de un suspiro propio de la veneración de una santa, decía en voz queda:

—Sí, nunca has pintado nada semejante. Hasta da miedo, ¿sabes?

Después empezaba a suplicarle que la amara, que no la abandonara, que tuviera piedad de ella, una pobre y desdichada mujer. Lloraba, le besaba las manos, exigía juramentos de amor e intentaba demostrarle que sin su benéfico influjo, se perdería y ese sería su fin. Después de amargarle el buen humor y sintiéndose humillada, se marchaba a casa de la modista o de alguna actriz, para tratar de conseguir unas entradas.

Si no encontraba a Riabovski en su taller, le dejaba una nota donde le juraba que si él no iba a verla aquel mismo día se envenenaría sin remedio. El hombre, asustado, iba a verla y se quedaba a comer. Sin avergonzarse de la presencia del marido, Riabovski le decía insolencias y ella le respondía con la misma moneda. Ambos se daban cuenta de que se ataban el uno al otro, de que se comportaban como dos déspotas enemigos. Se enfadaban y su enojo les impedía ver lo desvergonzado de su conducta y que hasta Korosteliov, con su cabeza pelada, lo entendía todo. Acabado el almuerzo, Riabovski se apresuraba a despedirse y se iba.

—¿Adónde va usted? —le preguntaba Olga Ivánovna en el recibidor, con mirada de odio.

El pintor, haciendo muecas y entornando los ojos, daba el nombre de alguna dama que ambos conocían; era evidente que se burlaba de sus celos y quería herirla. Olga Ivánovna se marchaba al dormitorio y se echaba en la cama. Los celos, la rabia, la humillación y la vergüenza la obligaban a morder la almohada entre sonoros sollozos. D´ymov dejaba a Korosteliov en el salón, se dirigía al dormitorio y, sin saber qué hacer, le decía en voz baja y tímida:

—No llores tan alto, mamá... ¿Para qué? Es mejor callar esas cosas... Hay que saber no demostrarlas. Lo hecho, hecho está, ¿sabes?, y no hay modo de arreglarlo.

Sin saber cómo aplacar los insoportables celos que hasta le hacían retumbar las sienes y pensando que la cosa aún se podía arreglar, ella se levantaba, se empolvaba la cara hinchada por las lágrimas y corría a casa de la dama conocida. Si no encontraba allí a Riabovski, iba a ver a otra y luego a una tercera. Al principio se avergonzaba de estas visitas, pero al fin se acostumbró y llegaba a suceder que en una tarde recorriera en busca de Riabovski las casas de todas sus conocidas. Todas estaban al tanto del asunto.

En cierta ocasión, hablando de su marido, le dijo a Riabovski:

—¡Este hombre me agobia con su magnanimidad!

La frase le gustó tanto que, cuando se encontraba con los pintores que sabían de sus amores con Riabovski, no paraba de exclamar con gesto enérgico, refiriéndose a su marido:

—¡Este hombre me agobia con su magnanimidad!

Su régimen de vida era el mismo que el del año anterior. Los miércoles había velada. El actor recitaba, los pintores pintaban, el violoncelista tocaba su instrumento, el cantor cantaba, e infaliblemente a las once y media se abría la puerta que daba al comedor y aparecía D´ymov, que decía sonriendo:

—Señores, pasen a tomar algo.

Como antes, Olga Ivánovna andaba a la caza de hombres famosos, los encontraba y, no satisfecha, se lanzaba en busca de nuevos y nuevos prohombres. Como antes, todos los días regresaba tarde por la noche. Pero D´ymov ya no estaba dormido como el año anterior, sino que se encontraba en su despacho trabajando. Se acostaba hacia las tres y se levantaba a las ocho.

Una tarde, cuando su mujer estaba arreglándose ante el espejo para ir al teatro, entró en el dormitorio D´ymov, llevaba frac y corbata blanca. Sonreía con expresión humilde y, como antes, la miraba directamente a los ojos. Su rostro resplandecía.

—Vengo de leer mi tesis doctoral —dijo, sentándose y alisando con las manos las rodillas.

—¿Y te doctoraste? —preguntó Olga Ivánovna.

—¡Ajá! —pronunció y, echándose a reír, estiró el cuello para ver por el espejo el rostro de su mujer, que seguía de espaldas a él arreglándose el peinado—. ¡Ajá! —volvió a decir—. ¿Sabes? Es muy posible que me ofrezcan la cátedra de patología general. Por ahí van los tiros...

Por la expresión beatífica de su iluminado rostro se podía pensar que si en aquel momento Olga Ivánovna hubiera compartido su alborozo, él lo hubiera perdonado todo, presente y futuro, lo hubiera olvidado todo. Pero ella no comprendía lo que quería decir cátedra ni patología general; por lo demás, temía llegar tarde al teatro, y no dijo nada.

Él quedó allí sentado un par de minutos y salió del cuarto con sonrisa culpable.

 

 

VII

 

Aquel fue un día muy agitado.

A D´ymov le dolía mucho la cabeza. Por la mañana no se tomó el té, no fue al hospital y seguía echado en la cama turca de su despacho. Olga Ivánovna, como de costumbre, se dirigió pasadas las doce al taller de Riabovski para mostrarle una nature morte y preguntarle de paso por qué no había acudido el día anterior. El cuadro le parecía una nimiedad, lo había pintado tan solo como pretexto para ver al pintor.

En el taller entró sin llamar y, cuando se estaba quitando los chanclos en el recibidor, le pareció oír unos pasos rápidos y quedos de mujer y el roce de unas faldas. Cuando se apresuró a mirar hacia el interior, solo vio el extremo de una falda marrón, que desapareció al instante tras un gran cuadro, con el caballete tapado por una gran cortina negra hasta el suelo. No había duda alguna: allí se escondía una mujer. ¡Cuántas veces había hallado ella misma refugio tras ese cuadro! Riabovski, al parecer muy turbado, simuló asombro ante su llegada. Le alargó ambas manos y dijo con sonrisa forzada:

—¡A-a-a-a! Mucho gusto en verla. ¿Qué cuenta de nuevo?

Los ojos de Olga Ivánovna se llenaron de lágrimas. Se sentía llena de vergüenza y amargura. Por nada del mundo aceptaría hablar en presencia de una extraña, de una rival, de una mentirosa, que seguramente ahora se estaría riendo tras el cuadro de ella.

—Le he traído este estudio —dijo con voz tímida y aflautada; los labios le temblaron—, una nature morte.

—¡A-a-a-a! ¡Un cuadrito!

El pintor tomó en sus manos el cuadro y, observándolo, pasó como sin darse cuenta a otra habitación.

Olga Ivánovna le siguió sumisa.

Nature morte... —murmuró jugando con las palabras—: carte... porte... norte...

De la otra habitación llegó el ruido de unos pasos presurosos y el frufrú de una falda. «La otra se ha ido», pensó Olga Ivánovna. Le entraron ganas de gritar con todas sus fuerzas, de darle al pintor en la cabeza con algo pesado y marcharse. Pero con los ojos inundados de lágrimas, no veía nada. Aniquilada por la vergüenza, ya no se sentía ni Olga Ivánovna ni pintora, sino un mísero insecto.

—Estoy cansado... —exclamó lánguido el pintor, mirando el cuadro y meneando la cabeza para despojarse de la modorra—. Tiene su gracia, claro. Pero, mire usted, hoy me trae un estudio, el año pasado me mostraba lo mismo, y dentro de un mes otro tanto... ¿No le aburre? Yo en su lugar dejaría la pintura y me dedicaría en serio a la música o a otra cosa. Porque usted no es pintora, sino música. Vaya, qué cansado estoy. Ahora mismo mando que nos traigan un té. ¿Eh?

Riabovski salió de la habitación y Olga Ivánovna oyó cómo le decía algo al criado. Para no despedirse ni tener que dar explicaciones y, lo principal, no echarse a llorar, corrió hacia el recibidor, antes de que él volviera, se calzó los chanclos y salió a la calle. Ya fuera, respiró aliviada y se sintió liberada para siempre, tanto de Riabovski y de la pintura como de la angustiante vergüenza que la oprimía en el taller. ¡Todo había terminado!

Se dirigió a casa de la modista, luego visitó a Barnay, que había llegado la víspera, y de allí se fue a una casa de música. Y en todo ese tiempo no dejó de pensar en lo que le iba a escribir a Riabovski, una carta fría, dura y llena de dignidad. Pensaba que en primavera o en verano se iría con D´ymov a Crimea. Allí se liberaría definitivamente de su pasado y comenzaría una nueva vida.

Al regresar a casa tarde por la noche, se sentó sin cambiarse de ropa en el salón y se puso a escribir la carta. Riabovski le había dicho que no servía para pintora. Pues bien, ella se vengaría ahora escribiéndole que cada año pintaba lo mismo y cada día decía lo mismo, que se había estancado y no daría más de lo que ya había dado. Quería escribirle también lo mucho que él debía a su benéfico influjo, y que, si se portaba mal con ella, era porque su influjo se veía desbaratado por elementos de naturaleza equívoca como el que hoy se escondía tras el cuadro.

—¡Mamá! —sonó la voz de D´ymov tras la puerta cerrada del despacho—. ¡Mamá!

—¿Qué quieres?

—Mamá, no entres aquí. Solo quiero que te acerques a la puerta. Mira... Hará tres días que me he contagiado de difteria en el hospital, y ahora... no me encuentro bien. Manda llamar a Korosteliov lo antes posible.

Olga Ivánovna llamaba a su marido, al igual que a todos los hombres que conocía, por el apellido y no por el nombre, que además, en el caso de su marido —que se llamaba Ósip—, no le gustaba por recordarle al Ósip de Gógol y un juego de palabras muy chabacano. Pero en aquella ocasión exclamó:

—¡Ósip, no puede ser!

—¡Por favor, manda llamarlo! No me encuentro bien... —dijo tras la puerta D´ymov, y se oyeron sus pasos acercarse al diván en el que se acostó—. Manda llamarlo —se oyó su voz sorda.

«Pero ¿qué está pasando? —pensó Olga Ivánovna anonadada por el espanto—. ¡Si es muy peligroso!»

Sin necesidad alguna, tomó una vela y se dirigió a su dormitorio. Allí, pensando en lo que debía hacer, se miró por casualidad en el espejo. Su rostro pálido, asustado, la blusa de mangas altas, los volantes amarillos en el pecho, la extraña inclinación de las rayas de su falda, toda ella se pareció pavorosa y repugnante. Y de pronto sintió una dolorosa compasión por D´ymov, se apiadó de su ilimitado amor hacia ella, de su joven vida y hasta de la cama abandonada en la que hacía mucho que no dormía. Se acordó de su habitual sonrisa humilde y dócil. Se echó a llorar amargamente y escribió una nota implorante a Korosteliov. Eran las dos de la madrugada.

 

 

VIII

 

Cuando pasadas las siete de la mañana, Olga Ivánovna, con la cabeza pesada por la noche en blanco, despeinada, fea y con expresión culpable, salió del dormitorio, pasó a su lado, dirigiéndose hacia el recibidor, un señor de barba negra, al parecer médico. Olía a medicinas. Junto a la puerta del despacho se encontraba Korosteliov, que con su mano derecha daba vueltas al extremo izquierdo de su bigote.

—Perdón, pero no permitiré que pase a verle —se dirigió taciturno a Olga Ivánovna—. Puede usted contagiarse. Y, además, en una palabra, ¿qué falta le hace? De todos modos, está delirando.

—¿Es de verdad difteria lo que tiene?

—A los que ponen su cabeza bajo el hacha, en una palabra, habría que darlos a juicio —murmuró Korosteliov, sin responder a la pregunta de Olga Ivánovna—. ¿Sabe cómo se ha contagiado? Fue el martes, le estuvo sacando unas placas diftéricas a un chico. ¿Para qué?, me pregunto. Qué estúpido. Así fue, por una estupidez...

—¿Hay peligro? ¿Mucho? —preguntó Olga Ivánovna.

—Sí, dicen que es maligna. Habría que mandar llamar a Shrek, en una palabra.

Vino un hombre pequeño, pelirrojo, de larga nariz y acento judío; luego un tipo alto, cargado de hombros y con el pelo enmarañado, parecía un archidiácono; después un hombre joven, muy grueso, de rostro colorado y con gafas. Eran médicos que se quedaban a velar a su colega. Cumplido su turno, Korosteliov no se marchaba a casa, se quedaba allí y deambulaba como una sombra por las habitaciones. La criada servía té a los médicos y a menudo corría a la farmacia, y no había nadie para recoger la casa. El ambiente era silencioso y mustio.

Olga Ivánovna, sentada en su dormitorio, pensaba que Dios la estaba castigando por haber engañado a su marido. Ese hombre silencioso, resignado, incomprendido y, de tan manso, carente de personalidad y de carácter, ese ser débil por demasiado bueno, sufría allá lejos en su diván, sufría en silencio y sin queja alguna. Y, en caso de que se hubiera quejado, aunque fuera en medio del delirio, los médicos que lo cuidaban se hubieran enterado de que no todo se debía a la difteria. Si no, que le preguntaran a Korosteliov, él lo sabía todo, y no en vano miraba a la esposa de su amigo con unos ojos que parecían decir justamente que ella era la principal y verdadera causa maligna de su padecer, y la difteria, solo su cómplice. Olga Ivánovna había olvidado ya la tarde de luna en el Volga, las declaraciones de amor y la vida poética en la isba, solo le venía a la cabeza la idea de que por un capricho vano, por divertirse, había hundido manos y pies en algo sucio, pegajoso, algo que ya nunca más lograría lavar de su cuerpo.

«¡Cómo le he engañado! ¡Qué horror! —pensaba recordando sus turbulentos amores con Riabovski—. ¡Maldito sea...»

A las cuatro comió con Korosteliov. Él no probaba bocado, solo bebía vino tinto y fruncía el ceño. Tampoco ella comió nada. Unas veces rezaba en silencio y prometía a Dios que si D´ymov sanaba lo amaría de nuevo y sería su fiel esposa. Otras, olvidándose de todo, miraba a Korosteliov y pensaba: «¡Qué aburrido debe de ser un hombre tan simple, sin nada destacable, un ser desconocido y además con este rostro ajado y estos modales tan vulgares!». Otras, le parecía que Dios la iba a fulminar al instante porque, ante el temor de contagiarse, no había entrado ni una sola vez en el despacho donde yacía su marido. En general experimentaba una sensación sorda y angustiosa, y estaba convencida de que la vida se había echado a perder y ya no había modo de arreglarla...

Acabada la comida comenzó a oscurecer. Cuando Olga Ivánovna entró en el salón, Korosteliov dormía en el sofá apoyada la cabeza sobre un almohadón de seda bordado en oro. Roncaba: «kji-pua... kji-pua...».

Tampoco los doctores que venían y se marchaban después de velar al enfermo se daban cuenta del desorden que reinaba en la casa. Que una persona extraña durmiera en el salón y roncara, los cuadros en la pared, la curiosa decoración y que la dueña de la casa estuviera despeinada y vestida de cualquier manera, no suscitaba el más mínimo interés. Uno de los médicos rió sin querer de algo, y su risa sonó tan extraña y apocada, que hasta sonó pavorosa.

Cuando en otra ocasión Olga Ivánovna entró en el salón, Korosteliov ya no dormía, estaba sentado fumando.

—Tiene difteria nasal —dijo a media voz—. El corazón ya le empieza a fallar. En resumen, las cosas van mal.

—Mande usted llamar a Shrek —dijo Olga Ivánovna.

—Ya estuvo aquí. Fue él quien notó que la difteria había pasado a la nariz. ¿Y quién es Shrek? En una palabra, no se puede hacer nada. Él es Shrek, yo soy Korosteliov, y eso es todo.

El tiempo corría con una lentitud exasperante. Olga Ivánovna estaba echada vestida sobre la cama, que no se había arreglado desde la mañana, y dormitaba. Tenía la impresión de que todo el piso, del techo al suelo, estaba ocupado por un enorme trozo de hierro y que bastaba con sacar el hierro para que retornara la alegría y la tranquilidad. Pero, al despertar, se acordó de que no se trataba de un pedazo de hierro sino de la enfermedad de D´ymov...

«Nature morte, corte...», dejaba vagar su mente cayendo en un estado de sopor, «deporte, norte... ¿Y Shrek? Shrek, crec, grec... tuareg... ¿Dónde estarán ahora mis amigos? ¿Sabrán de nuestra desgracia? ¡Dios mío, ayúdame... sálvalo! Shrek, grec...».

De nuevo, la imagen del trozo de hierro. El tiempo fluía lento, el reloj del piso inferior sonaba con frecuencia. No paraba de sonar el timbre. Venían médicos... Entró la criada con un vaso vacío en una bandeja y preguntó:

—Señora, ¿quiere que haga la cama?

Y salió sin recibir respuesta. Sonaron las campanas del reloj; Olga Ivánovna soñó con un día de lluvia sobre el Volga; de nuevo entró alguien en el dormitorio, al parecer un extraño. Olga Ivánovna se levantó y reconoció a Korosteliov.

—¿Qué hora es? —preguntó ella.

—Cerca de las tres.

—¿Y?

—¡Pues qué va a ser! Vengo a decirle que se acaba...

El hombre lanzó un sollozo, se sentó en la cama junto a ella y se secó las lágrimas con la manga. Al principio ella no pareció entender, pero quedó helada y comenzó a santiguarse lentamente.

—Se está muriendo... —dijo con voz aflautada Korosteliov, y lanzó un nuevo sollozo—. Se muere porque ha sacrificado su vida... ¡Qué pérdida para la ciencia! —exclamó con amargura—. ¡Comparado con todos nosotros, era un hombre extraordinario! ¡Qué dotes! ¡Qué esperanzas fundábamos en él! —prosiguió estrujándose las manos—. ¡Dios mío, hubiera sido un sabio de esos que ahora no se encuentran ni con lupa! ¡Oska D´ymov, Oska D´ymov, qué es lo que has hecho! ¡Ay-ay-ay, Dios mío!

Korosteliov se tapó desesperado la cara con ambas manos y agitó la cabeza:

—¡Qué fuerza moral la suya! —siguió diciendo con la voz cada vez más airada—. ¡Un alma buena, pura, llena de amor; no era un hombre sino puro cristal! Ha servido a la ciencia y ha muerto por ella. Trabajaba día y noche, como un burro, y nadie tuvo piedad de él. ¡Un joven sabio, un futuro profesor, y debía hacerse con una clientela y traducir de noche para pagar estos... estos miserables trapos!

Korosteliov miró con odio a Olga Ivánovna, agarró una sábana con ambas manos y le dio airado un fuerte tirón como si esta tuviera la culpa.

—¡Ni él tuvo piedad de sí mismo, ni nadie la tuvo de él! ¿Qué más se puede decir, en una palabra?

—¡Sí, un hombre como pocos! —dijo alguien en el salón.

A Olga Ivánovna le vino a la memoria toda su vida junto a su marido, de principio a fin, con todos los detalles, y de pronto comprendió que se trataba de un ser extraordinario, de un hombre como pocos y, comparado con sus conocidos, una gran persona. Al recordar cómo lo trataba su difunto padre y todos sus colegas médicos, comprendió que todos veían en él a un futuro genio. Y entonces las paredes, el techo, la lámpara y las alfombras temblaron burlones como queriendo decir: «¡Se te ha escapado! ¡Se te ha escapado!». Y, rompiendo en sollozos, la mujer se lanzó por las habitaciones, pasó junto a un extraño y entró corriendo en el despacho donde yacía su marido. Este se hallaba inmóvil sobre la cama turca, cubierto hasta la cintura con una manta. Su cara se veía horriblemente demacrada, escuálida, de un color gris amarillento que nunca tienen los vivos. Solo por la frente, las negras cejas y su familiar sonrisa se podía reconocer en él a D´ymov. Olga Ivánovna palpó presurosa su pecho, frente y manos. El pecho aún despedía calor, pero la frente y las manos estaban desagradablemente frías. Los ojos semiabiertos no miraban a Olga Ivánovna sino a la manta.

—¡D´ymov! —lo llamó a gritos—. ¡D´ymov!

Quiso explicarle que todo había sido un error, que no todo estaba perdido, que la vida aún podía ser maravillosa y feliz, que él era un hombre como pocos, un ser extraordinario y grande, que iba a venerarlo el resto de su vida, rezar por él y a ser una esposa temerosa...

—¡D´ymov! —lo llamaba sacudiéndolo por el hombro, sin poder creer que ya nunca despertaría—. ¡D´ymov!

Entretanto, en el salón, Korosteliov le decía a la sirvienta:

—¡Qué pregunta! Vaya usted a la garita contigua a la iglesia y pregunte allí por las hospicianas. Ellas lo lavarán, lo arreglarán y harán lo que sea preciso.