DEL AMOR[1]

 

 

Al día siguiente, en el desayuno, sirvieron unas pastas muy sabrosas, cangrejos y croquetas de cordero. Mientras comían, subió Nikanor, el cocinero, para enterarse de qué se les ofrecía para comer a los invitados. El cocinero era un hombre de mediana estatura, con la cara hinchada y los ojos pequeños; estaba afeitado y parecía que en lugar de usar la cuchilla se hubiera depilado el bigote.

Aliojin explicó que la hermosa Pelagueya estaba enamorada del cocinero. Pero, como era un borracho y de costumbres bastante turbulentas, no se quería casar con él, aunque estaba conforme con vivir así. Él era muy devoto y sus convicciones religiosas no le permitían vivir de aquella manera; le exigía a ella que se casaran, pues de otro modo no quería continuar. Cuando estaba borracho la insultaba e incluso le pegaba. En esas borracheras, Pelagueya subía a las habitaciones de arriba y lloraba. Entonces Aliojin y toda la servidumbre no salían de casa, para defenderla en caso de necesidad.

Se pusieron a hablar del amor.

—¿Cómo nace el amor? —comentó Aliojin—. ¿Por qué Pelagueya no se enamoró de otra persona más acorde a sus cualidades espirituales y apariencia externa, y tuvo que elegir justamente a este Nikanor, a este morro —aquí todos lo llamamos morro—; en qué medida es en el amor importante la cuestión de la felicidad personal? No sabemos nada de eso, y sobre el tema hay opiniones para todos los gustos. Del amor, hasta ahora, solo se ha dicho una cosa indiscutible, que «es este un sacramento grande», y todo lo demás, todo lo que se ha escrito o dicho sobre el amor no ha dado respuestas sino solo planteado problemas, cuestiones que de todos modos han quedado sin resolver. La explicación que parece servir para un caso no sirve para otros diez, y en mi opinión lo mejor es explicar cada caso por separado, sin pretender generalizar. Como dicen los doctores, hay que estudiar cada caso por separado.

—Completamente cierto —dijo Burkin.

—Nosotros, que no somos gente llana, sentimos verdadera pasión por todos estos problemas que quedan sin resolver. Por lo común, del amor se escriben poemas, se lo adorna de rosas y ruiseñores, pero nosotros los rusos adornamos nuestro amor con estas fatídicas cuestiones y, además, elegimos entre ellas las menos interesantes. En Moscú, cuando aún era estudiante, tenía yo una amiga, una dama deliciosa que siempre que la estrechaba entre mis brazos pensaba en cuánto le iba a pasar yo aquel mes o cuánto valía entonces una libra de ternera. Del mismo modo, nosotros, cuando amamos, no paramos de hacernos preguntas: es honesto o no, es inteligente o estúpido lo que estamos haciendo, adónde nos llevará este amor, y así sucesivamente. Si esto es bueno o malo, no lo sé, pero sí sé que tal actitud es molesta, insatisfactoria e irritante.

Parecía que Aliojin quisiera contar algo. En el alma de los hombres que viven solos siempre hay algo que les gustaría contar. Los solterones de la ciudad van a los baños o a los restaurantes con la única intención de charlar un rato, y a veces cuentan a los bañeros o a los camareros unas historias muy interesantes, pero los que viven en el campo suelen desahogarse con sus huéspedes.

Por la ventana se veía un cielo gris y los árboles mojados por la lluvia; con un tiempo así no se podía ir a ninguna parte y no quedaba más remedio que contar o escuchar algo.

—Yo vivo en Sófino y me dedico a llevar la hacienda desde hace tiempo —comenzó a contar Aliojin—, desde que terminé la universidad. Por mi educación soy un señor, por mis inclinaciones, un hombre de despacho, pero, cuando llegué aquí, sobre la hacienda pesaban muchas deudas y, como las deudas de mi padre se debían en parte a los muchos gastos de mi educación, decidí que no me iría de aquí hasta que no se pagase con mi trabajo esa deuda. Así lo decidí y me puse a trabajar, tengo que confesar que no sin cierta repugnancia. Aquí la tierra no da mucho, y para que la agricultura sea algo productiva hay que emplear a siervos o jornaleros, que es casi lo mismo, o llevar la explotación a la manera campesina, es decir, trabajando el campo uno mismo con su familia. No hay término medio. Pero entonces yo no entraba en tales sutilezas. No dejaba tranquilo ni un pedazo de tierra, reunía a todos los campesinos de los alrededores. El trabajo hervía frenético. Yo también araba, sembraba, segaba, me aburría y me dedicaba a poner cara de asco igual que un gato de aldea cuando el hambre lo obliga a comer pepinos del huerto; me dolía todo el cuerpo y dormía sobre la marcha. En un principio pensé que podría conciliar esta vida de trabajo con mis costumbres cultas. Para eso basta, pensaba yo, con llevar una vida algo ordenada. Me instalé aquí arriba, en las habitaciones de los señores, y me organicé de manera que después de los desayunos y los almuerzos me sirvieran café y licores. Antes de ir a dormir, por las noches, leía las Noticias de Europa. Pero un día vino nuestro pope, el padre Iván, y liquidó de una sentada todos mis licores, y las Noticias de Europa fueron a parar a manos de las hijas del pope. En verano, particularmente durante la siega, ni siquiera tenía tiempo de llegar hasta mi cama y me dormía en el desván, en el trineo o en cualquier caseta del bosque. Así ¿quién iba a leer? Poco a poco me fui trasladando abajo, empecé a comer en la cocina, y del lujo de otros tiempos solo me quedó esta servidumbre, que ya estaba aquí con mi padre; por eso me duele echarla a la calle.

»En los primeros años me eligieron juez de paz honorífico. Algunas veces tenía que ir a la ciudad y asistir a las reuniones del consejo o del tribunal local. Eso me distraía. Cuando uno se pasa dos o tres meses sin moverse de aquí, especialmente en invierno, acaba por echar de menos la levita negra. Y en el tribunal local se veían levitas, guerreras y fracs. Todos los juristas son gente instruida; había con quién hablar. Después de dormir en los trineos y de frecuentar la cocina de la servidumbre, sentarse en un sillón con la ropa limpia, zapatos ligeros y una cadena en el pecho, ¡es todo un lujo!

»En la ciudad me recibían con simpatía y yo trababa de buen grado nuevas amistades. De todas ellas, la más sólida, y a decir verdad la que me resultó más agradable, fue la de Luganóvich, vicepresidente del tribunal. Ustedes lo conocen: una persona maravillosa. Esto ocurrió justamente después del asunto de los incendiarios; la vista duró dos días y estábamos agotados. Recuerdo que Luganóvich me miró y dijo:

»—¿Sabe? Vamos a comer a mi casa.

»Fue algo que no esperaba. A Luganóvich lo conocía poco, únicamente de manera oficial, y nunca había estado en su casa. Pasé solo un momento por mi habitación para cambiarme y me dirigí a la comida. Allí se me presentó la ocasión de conocer a Anna Alekséyevna, la mujer de Luganóvich. Entonces era muy joven, no tendría más de veintidós años y hacía medio año había tenido su primer hijo. Ha pasado tiempo de todo eso y ahora me sería difícil precisar qué es lo que exactamente tenía de extraordinario, qué es lo que tanto me gustaba de ella; en cambio entonces, durante la comida, para mí todo estaba perfectamente claro: veía a una mujer joven, maravillosa, buena, inteligente y encantadora, a una mujer como nunca había visto antes. Enseguida descubrí en ella a un ser próximo, ya conocido, como si ese rostro, esos ojos afables, inteligentes, los hubiera visto alguna vez en mi infancia, en el álbum que mi madre tenía en la cómoda.

»En el asunto de los incendiarios se acusó a cuatro judíos. Y condenaron a la banda, a mi parecer, de manera completamente infundada. Durante la comida me sentía muy inquieto y apesadumbrado. Ya no me acuerdo de lo que dije, pero Anna Alekséyevna movía la cabeza y le decía a su marido:

»—Dmitri, pero ¿cómo puede ser?

»Luganóvich es un trozo de pan, una de esas personas obedientes que se mantienen firmemente en la opinión de que si una persona cae en manos de la justicia eso significa que es culpable, y de que, si hay dudas sobre la corrección de un veredicto, estas solo se pueden expresar por el procedimiento legal, en el papel, y no durante la comida o en una conversación privada.

»—Usted y yo no hemos quemado nada —decía en tono suave—, y, como ve, a nosotros no nos están juzgando, no nos meten en la cárcel.

»Los dos, el marido y la mujer, se esforzaban para que yo comiera y bebiera más. A través de algunos detalles, por ejemplo, en la forma en que preparaban juntos el café y se entendían entre sí con medias palabras, pude deducir que vivían en armonía, bien, y que estaban contentos con el invitado. Acabada la comida, tocaron el piano a cuatro manos; más tarde oscureció y yo me fui a casa. Esto ocurría a principios de la primavera. Pasé aquel verano sin moverme de Sófino. Ni siquiera tenía tiempo para pensar en la ciudad, pero el recuerdo de aquella mujer esbelta y rubia no me abandonó ni un solo día; no es que pensara en ella, era más bien como una sombra que se había instalado en mi alma.

»A finales del otoño, en la ciudad se organizó un espectáculo benéfico. Entro yo en el palco del gobernador —me habían invitado en el entreacto—, miro y junto a la esposa del gobernador está Anna Alekséyevna. Y de nuevo me invadió esa impresión irresistible y arrolladora de belleza ante sus adorables y cálidos ojos, de nuevo esa sensación de proximidad.

»Estábamos sentados el uno al lado del otro. Más tarde fuimos al foyer.

»—Ha adelgazado usted —me dijo—. ¿Ha estado enfermo?

»—Sí, he tenido reuma en un hombro y los días de lluvia duermo mal.

»—Tiene usted un aire mustio. En primavera, cuando vino usted a comer, se le veía más joven, más animado. Aquel día estuvo usted inspirado y habló mucho; me pareció una persona muy interesante y he de reconocer que hasta me sentí algo atraída por usted. Durante el verano, no sé por qué, me venía usted a menudo a la cabeza, y hoy, cuando me disponía a venir al teatro, tuve la impresión de que lo vería.

»Y se echó a reír.

»—Pero hoy tiene usted un aire apagado —dijo—. Esto lo envejece.

»Al día siguiente, almorcé en casa de los Luganóvich. Después decidieron ir a la casa de campo a fin de disponerlo todo para el invierno, y yo fui con ellos. Les acompañé de regreso a la ciudad y a medianoche tomaba en su casa el té en un ambiente callado, familiar. Ardía el fuego en la chimenea, y la joven madre iba a cada rato a ver si su hijita dormía. Desde entonces, cada vez que iba a la ciudad acudía sin falta a casa de los Luganóvich. El matrimonio se acostumbró a mí y yo a ellos. Por lo general me presentaba sin avisar, como si fuera uno más de la casa.

»Se oía llegar de las habitaciones alejadas una voz lánguida que siempre me parecía tan maravillosa:

»—¿Quién es?

»—Pável Konstantínych —contestaban la criada o el aya.

»Anna Alekséyevna salía a recibirme con cara preocupada y siempre me preguntaba:

»—¿Cómo tanto tiempo sin venir por aquí? ¿Ha pasado algo?

»En cada ocasión su mirada, su mano exquisita y noble que siempre me tendía al entrar, su vestido de casa, el peinado, la voz, sus pasos, me producían la impresión de algo nuevo, extraordinario e importante en mi vida. Charlábamos largo rato, y también había espacios de silencio, en los que cada uno pensaba en sus cosas; o ella tocaba para mí al piano.

Si cuando llegaba no había nadie en casa, me quedaba charlando con el aya, jugaba con la niña, o me tendía en el diván del gabinete y leía el periódico. Cuando regresaba Anna Alekséyevna, yo iba a recibirla a la entrada, le cogía todos los paquetes de las compras y, no sé por qué, siempre que llevaba esos paquetes sentía tanto amor y tanto orgullo como si fuera un niño.

»Hay un proverbio que dice: “No le bastaba a la mujer trabajo, y se compró un cerdo”. No tenían los Luganóvich bastantes preocupaciones, así que se encariñaron conmigo. Si tardaba en volver a la ciudad, era que estaba enfermo o me había pasado algo, y los dos se preocupaban muchísimo. Les preocupaba que yo, una persona instruida, que sabía lenguas, en lugar de dedicarme a la ciencia o a la literatura viviera en un pueblo y me pasara los días como una ardilla dando vueltas en su rueda, trabajando mucho y siempre sin un céntimo. Creían que sufría, y que si hablaba, comía y reía era tan solo para disimular mis penas; incluso en los momentos alegres, cuando me encontraba a gusto, notaba clavadas en mí sus miradas escrutadoras. En las ocasiones en que realmente tenía dificultades, cuando me apretaba un acreedor o me faltaba dinero para un pago urgente, su actitud era particularmente conmovedora: los dos, el marido y la mujer, se ponían a cuchichear junto a la ventana. Después él se me acercaba con gesto serio y decía:

»—Pável Konstantínych, si en el presente tiene usted alguna dificultad económica, mi esposa y yo le rogamos que no tenga reparos y cuente con nosotros.

» De la turbación, las orejas se le ponían rojas. Sucedía también que, después de iguales cuchicheos junto a la ventana, él se acercaba a mí con las orejas rojas y me decía:

»—Mi esposa y yo le rogamos encarecidamente que acepte este obsequio.

»Y me regalaban unos gemelos, una cigarrera o una lámpara. A cambio yo les enviaba del pueblo algún ave de caza, mantequilla o flores. Los dos, por cierto, eran personas acomodadas. En una primera época, yo pedía a menudo prestado y no era demasiado escrupuloso ese aspecto, lo tomaba de donde podía, pero, eso sí, no hubo fuerza capaz de hacerme aceptar dinero de los Luganóvich. ¡Vamos, ni hablar!

»Me sentía desgraciado. En casa, en el campo, en el pajar, en todas partes pensaba en ella y me esforzaba por comprender el secreto de aquella mujer joven, hermosa e inteligente, que se había casado con un hombre gris, casi un viejo —el marido tenía más de cuarenta años—, y tenía hijos de él. Comprender el misterio de aquel hombre gris, bondadoso y simplón que razonaba con una sensatez tan aburrida, que en los bailes y banquetes conversaba con personas respetables, y tenía un aire apagado, inútil, apático, como si lo hubieran traído a la fuerza, pero que se creía con derecho a ser feliz, a tener hijos de ella. Constantemente me esforzaba en comprender por qué ella le había tocado en suerte a él y no a mí, y cómo en nuestra vida se había producido un error tan monstruoso.

»Cada vez que llegaba a la ciudad veía en sus ojos la espera; ella misma reconocía que desde la mañana tenía una sensación rara, adivinaba mi llegada. Hablábamos largo rato, después callábamos, no nos confesábamos nuestro amor, lo escondíamos tímida y celosamente. Teníamos miedo de todo lo que pudiera hacernos evidente el secreto.

»Yo la amaba con ternura, con un amor profundo, pero pensaba y me preguntaba a mí mismo: “¿Adónde nos podía llevar este amor si no teníamos suficientes fuerzas para luchar contra él?” Me parecía imposible que este amor silencioso y triste destrozara de pronto la vida feliz de su marido, de sus hijos, de toda aquella casa en la que tanto me querían y creían tanto en mí. ¿Era eso honesto? Ella me seguiría, pero ¿adónde? ¿Adónde podía llevarla? Todo sería distinto si mi vida fuera atractiva, interesante; si, por ejemplo, fuera un luchador revolucionario, un científico, un artista o un pintor famoso, pero lo cierto es que a cambio de una vida común y ordinaria la arrastraría a otra igual o todavía más ordinaria. ¿Y cuánto tiempo duraría nuestra felicidad? ¿Qué sería de ella en caso de que enfermara, me muriera yo o, sencillamente, dejáramos de amarnos?

»Es probable que ella pensara algo parecido. Pensaba en su marido, en los hijos, en su madre, que quería a su yerno igual que a un hijo. De haberse entregado a sus sentimientos, se vería obligada a mentir o a decir toda la verdad, y en su situación ambas salidas eran igualmente terribles y embarazosas. La atormentaba una duda: ¿su amor me haría feliz, no convertiría mi vida en más difícil todavía, cuando ya de por sí era dura y estaba llena de todo tipo de desgracias? Le parecía que no era bastante joven para mí, ni lo suficiente enérgica y laboriosa para empezar una nueva vida. A menudo le decía a su marido que yo me tenía que casar con una muchacha inteligente y digna, una buena ama de casa que me ayudara, pero al instante añadía que esa muchacha difícilmente se podría encontrar en la ciudad.

»Entretanto pasaban los años, y Anna Alekséyevna tenía ya dos hijos. Cuando me presentaba en casa de los Luganóvich, la sirvienta me sonreía afable, los chicos gritaban que había llegado Pável Konstantínych y se me colgaban del cuello. Todos se alegraban. No se enteraban de lo que pasaba por mi alma y creían que también yo estaba contento. Todos veían en mí a un ser noble. Grandes y pequeños notaban que por la habitación pasaba un ser noble y generoso, y ello daba cierto candor especial a su trato, como si con mi presencia su vida fuera más limpia y bella.

»Anna Alekséyevna y yo íbamos al teatro juntos, y siempre a pie. Nos sentábamos juntos, nuestros hombros se tocaban. Yo cogía de sus manos en silencio los gemelos y sentía que en aquel momento ella estaba muy cerca de mí, que era mía, que el uno sin el otro no podíamos vivir; pero, no sé por qué razón, cuando salíamos del teatro siempre nos despedíamos y nos separábamos como dos extraños. En la ciudad empezaron a correr rumores de toda especie, pero en todo lo que se decía no había ni una sola palabra de verdad.

»Anna Alekséyevna, en los últimos años, iba más a menudo a visitar a su madre o a su hermana. Empezó a tener épocas de un humor sombrío, y se debía a la evidencia de una vida insatisfecha, desperdiciada. En esos momentos, no quería ver a su marido ni a sus hijos. Empezó a curarse de los nervios.

»A solas callábamos, seguíamos callando. En presencia de extraños ella experimentaba hacia mí una rara irritación. Dijera yo lo que dijera, no estaba de acuerdo, y, si me ponía a discutir con alguien, siempre se manifestaba a favor del otro. Si se me caía algo, decía con aspereza:

»—Le felicito.

»Cuando íbamos al teatro, si olvidaba coger los gemelos, me increpaba:

»—Estaba segura de que se los iba a dejar.

»Pero, por suerte o por desgracia, en nuestra vida, tarde o temprano, todo se acaba. Y llegó el momento de separarnos. A Luganóvich lo destinaron de presidente a una de las provincias occidentales. Vendieron los muebles, los caballos y la casa de campo. Cuando fuimos allí, echamos una última mirada al jardín, al techo verdoso. Todos estábamos tristes, y entonces comprendí que ya era hora de despedirse no solo de la casa de campo. Se acordó de que a finales de agosto acompañaríamos a Anna Alekséyevna cuando fuera a Crimea, adonde la enviaban los médicos. Algo después se marcharía a su provincia occidental Luganóvich con los chicos.

»Fuimos toda una multitud a despedir a Anna Alekséyevna. Cuando ya se había despedido de su esposo y los hijos, y faltaba solo un instante para la tercera señal, entré yo en el compartimiento para llevarle una cesta que casi olvida. Y, bueno, había que decirse adiós. Cuando allí, en el compartimiento, se encontraron nuestras miradas, la fuerza que agarrotaba nuestros sentimientos nos abandonó. Yo la abracé, ella apretó su rostro contra mi pecho y de sus ojos corrieron las lágrimas.

»¡Qué desgraciados éramos los dos! Sin dejar de besar su cara, sus hombros, sus manos bañados en lágrimas, le confesé mi amor, y entonces, con un dolor candente en mi corazón, comprendí qué inútil, qué mezquino y falso había sido todo lo que entorpecía nuestro amor. Comprendí que cuando uno ama y piensa en ese amor, tiene que partir de algo más elevado, más importante que la felicidad o la desgracia, más importante que el pecado y la virtud en su sentido más vulgar; o, mejor, que no hay que pensar en absoluto.

»La besé por última vez, le estreché la mano y nos despedimos para siempre. El tren ya estaba en marcha; me senté en el compartimiento de al lado —estaba vacío—, y hasta la siguiente estación me quedé ahí llorando. Después fui a Sófino a pie...

Mientras Aliojin contaba su historia, pasó la lluvia y apareció el sol. Burkin e Iván Ivánovich salieron al balcón, desde donde se abría una vista maravillosa sobre el jardín y el agua, que ahora, con el sol, brillaba como un espejo. Contemplaban el paisaje y al mismo tiempo sentían lástima de aquel hombre de ojos bondadosos e inteligentes que les había hablado con tanta sinceridad, lamentaban que siguiera allí, en aquella propiedad, dando vueltas como una ardilla en su noria, y que no se dedicara a la ciencia o a alguna otra cosa que hiciera su vida más agradable. Y pensaban en la cara de dolor de aquella joven dama cuando él se despedía de ella en el tren y besaba su cara y sus hombros.

Los dos la habían visto en la ciudad. Burkin, que incluso la conocía, la encontraba hermosa.