LA NUEVA DACHA[1]

 

 

I

 

A tres verstas de la aldea Obruchánovo, se construía un puente enorme. Desde la aldea, que se levantaba en lo alto de una orilla escarpada, se veía el enrejado de la armadura, y en los días de niebla, en las calladas jornadas de invierno, cuando los finos cabrios de hierro y todos los bosques de alrededor se cubrían de escarcha, el puente ofrecía un cuadro pintoresco, fantástico incluso. En ocasiones pasaba por el pueblo, montado en un carro ligero o en calesa, el ingeniero Kúcherov, el constructor del puente, un hombre grueso, ancho de hombros y con barba, cubierto de una visera blanda y arrugada, y a veces, en los días de fiesta, se presentaban los peones que trabajaban en el puente. Estos pedían caridad, se reían de las campesinas y en ocasiones se llevaban alguna cosa. Pero ocurría rara vez; por lo general los días se sucedían tranquilos y en paz, como si la obra no existiera, y solo por las noches, cuando junto al puente se encendían las hogueras, el viento traía apagadas las canciones de los peones. Y también durante el día, de vez en cuando, se oía el lastimero tañido metálico: don... don... don...

Una vez, la esposa del ingeniero Kúcherov vino a visitarlo. A la mujer le gustaron las orillas del río y la exuberante vista sobre el verde valle, con las aldeas, las iglesias, los rebaños, y le pidió a su esposo que comprara una pequeña parcela de tierra y construyera allí una dacha. El marido aceptó. Compraron veinte desiatinas de tierra y sobre la alta orilla, en un claro donde antes pacían las vacas del pueblo, construyeron una hermosa casa de dos pisos, con terraza, balcones, una torre y un mástil en el que los días de fiesta se izaba una bandera. La construyeron en unos tres meses, y todo el invierno plantaron grandes árboles, de modo que, cuando llegó la primavera y todo se cubrió de verde alrededor, la hacienda ya tenía avenidas. Un jardinero y dos obreros con delantales blancos cavaban la tierra junto a la casa, se alzaba el chorro de una fuentecilla y un globo de espejos brillaba tanto que hasta dolían los ojos al mirarlo. En la aldea incluso le habían puesto nombre a la hacienda: La nueva dacha.

Una mañana clara y templada, a finales de mayo, llevaron al herrero de Obruchánovo, Rodión Petrov, dos caballos a herrar. Eran de la nueva dacha. Los animales eran blancos como la nieve, esbeltos, bien alimentados y sorprendentemente parecidos el uno al otro.

—¡Puros cisnes! —dijo Rodión, mirándolos con veneración.

Su mujer, Stepanida, los hijos y los nietos salieron a la calle para contemplarlos. Poco a poco se reunió una multitud. Se acercaron los Lychkov, padre e hijo, ambos barbilampiños de nacimiento, con las caras hinchadas y sin gorro. También se presentó Kózov, un viejo alto y delgado con barba larga y fina y un palo con un gancho, que no paraba de guiñar sus ojos astutos y sonreír con sorna, como si supiera algo que los demás ignoraban.

—Blancos son, ¿y qué? ¿Qué les ves? —comentó—. Echa a los míos avena y se pondrán tan finos como estos. O engánchalos a un arado y dales látigo y verás...

El cochero lo miró con desdén, mas no dijo ni palabra. Pero luego en la herrería, mientras encendían el fuego, el hombre se puso a contar mientras fumaba. Los muzhiks se enteraron por él de muchos detalles: sus señores eran ricos; la señora, Yelena Ivánovna, antes de casarse, vivía pobremente en Moscú, de institutriz; era buena, caritativa y le gustaba ayudar a los pobres. En la nueva propiedad, contaba, no iban a arar ni a sembrar, solo se proponían vivir a placer, respirar aire puro. Cuando acabó y se llevó los caballos, lo siguió un tropel de chiquillos, los perros ladraban, y Kózov, viéndolo partir, seguía guiñando los ojos irónico:

—¡Mira, los señores! —dijo—. Se habrán hecho una casa y comprado caballos, pero a lo mejor no tienen ni para comer. ¡Señores, dicen!

Por alguna razón, desde el primer momento Kózov odió tanto la nueva hacienda como los caballos blancos y hasta al orondo y hermoso cochero. El viejo vivía solo y era viudo: se aburría (le impedía trabajar cierta enfermedad que unas veces llamaba hernia y otras tenia), recibía dinero de un hijo que trabajaba en Járkov en una pastelería; se pasaba el día de la mañana a la noche recorriendo ocioso la orilla o la aldea, y si, por ejemplo, veía a un muzhik que llevaba un tronco o estaba pescando, decía: «El tronco ese es de tiempo seco, está podrido», o «Con un día así no te van a picar». En época de sequía comentaba que no iba a llover hasta que llegaran los fríos, y cuando no paraba de llover, decía que todo se iba a pudrir y a echarse a perder en el campo. Y al hablar no paraba de guiñar los ojos, como estuviera enterado de algo.

En la hacienda encendían por las noches bengalas y lanzaban cohetes, junto a Obruchánovo pasaba con las velas izadas una barca con farolillos rojos. Una mañana se presentó en la aldea la esposa del ingeniero, Yelena Ivánovna, con su hija pequeña, en un coche con ruedas amarillas tirado por dos ponis bayos oscuros. Ambas, madre e hija, llevaban sombreros de paja de ala ancha doblada hacia las orejas.

Era justamente época de estercolar, y el herrero Rodión, un viejo alto y escuálido, sin gorro y descalzo, con la horca al hombro, se encontraba junto a su carro sucio y repugnante, y miraba pasmado al poni, y por su cara se adivinaba que nunca antes había visto unos caballos tan pequeños.

—¡Ha llegado la Kucherija![2] —se oía murmurar alrededor—. ¡Mira, ha venido la Kucherija!

Yelena Ivánovna miraba las isbas como si buscara una. Finalmente detuvo los caballos junto a la más pobre, en cuyas ventanas se agolpaba un sinfín de cabecitas infantiles: rubias, morenas, pelirrojas. Stepanida, la mujer de Rodión, una vieja gruesa, salió corriendo de la isba, el pañuelo se le cayó de la cabeza canosa, miraba hacia el coche en contra del sol, y su cara sonreía y se arrugaba como si fuera una ciega.

—Eso es para tus niños —dijo Yelena Ivánovna y le entregó tres rublos.

Stepanida rompió de pronto a llorar e hizo una profunda reverencia hasta tocar el suelo. Rodión se postró también, mostrando su amplia calva marrón, y al doblarse casi engancha a su mujer con la horca. Yelena Ivánovna se turbó y se marchó.

 

 

II

 

Los Lychkov, padre e hijo, atraparon en su prado dos caballos de labor, un poni y un ternero cabezón de raza bávara, y junto con el pelirrojo Volodka, hijo del herrero Rodión, se los llevaron a la aldea. Llamaron al stárosta y fueron con unos testigos a comprobar los desperfectos causados por el ganado.

—¡Eso mismo! —decía Kózov guiñando los ojos—. ¡Eso! A ver cómo sale de esa nuestro ingeniero. ¿O cree que aquí no hay justicia? Ahora verá. Que venga el alguacil, ¡y que levante acta!

—¡Y que levante acta! —repitió Volodka.

—¡Esto no quedará así! —bramaba Lychkov-hijo, cada vez más alto, y parecía que su cara barbilampiña se hinchara cada vez más—. ¡Vaya moda que nos han traído! ¡Si no les paras los pies, esta gente nos va a hacer polvo todos los prados! ¿Qué pleno derecho tienen para ofender así al pueblo? ¡Ya se acabó la servidumbre!

—¡Se acabó la servidumbre! —repitió Volodka.

—Bien que hemos vivido sin el puente —añadió Lychkov-padre en tono siniestro—. Tampoco lo pedimos, ¿para qué? ¡No lo queremos!

—¡Hermanos, cristianos! ¡Esto no puede quedar así!

—¡Eso, eso! —seguía guiñando los ojos Kózov—. ¡A ver cómo salen de esta! ¡Mira los señores!

Regresaron a la aldea y, mientras caminaban, Lychkov-hijo no paró de golpearse el pecho con el puño y de gritar; también Volodka gritaba repitiendo las palabras del mayor. En la aldea junto al ternero de raza y los caballos se había arremolinado toda una muchedumbre. El ternero se veía cohibido y miraba con la frente caída, pero de pronto bajó la testa hacia el suelo y echó a correr soltando coces con los cuartos traseros. Kózov se asustó y agitó el bastón y todos se echaron a reír. Después encerraron al animal y se dispusieron a esperar.

Al anochecer, el ingeniero mandó a la aldea cinco rublos por los desperfectos, y los dos caballos, el poni y el ternero, sin haber comido ni bebido, se dirigieron a casa con las cabezas gachas, como si se sintieran culpables y los fueran a castigar.

Tras recibir los cinco rublos, los Lychkov padre e hijo, el stárosta y Volodka atravesaron en barca el río y se dirigieron a la otra orilla, a la aldea Kriákovo, donde había una taberna, y lo celebraron largo rato. Se oía que cantaban y los gritos del joven Lychkov. En la aldea las mujeres, preocupadas, no durmieron en toda la noche. Rodión tampoco pudo dormir.

—Mal asunto —decía, dándose vuelta de un costado a otro y suspirando—. Se va a enojar el señor, y luego litiga con él... Lo hemos ofendido... Oh, sí que lo hemos ofendido, y no está bien...

Cierto día los muzhiks, junto con Rodión, fueron a su bosque para repartir la siega y, cuando regresaban a casa, se encontraron con el ingeniero. Llevaba una camisa de un rojo encendido y botas altas; le seguía los pasos, sacando su larga lengua, un perro de muestra.

—¡Se les saluda, buena gente! —dijo.

Los muzhiks se detuvieron y se quitaron uno tras otro los gorros.

—Hace ya tiempo que quiero hablar con vosotros —prosiguió—. El asunto es este. Desde que comenzó la primavera vuestro rebaño anda cada día por mi jardín y mi bosque. Lo han destrozado con sus pezuñas, los cerdos han despanzurrado el prado y echado a perder el huerto, y en el bosque se han esfumado todos los retoños. Con vuestros pastores no hay modo de llegar a nada, uno les habla y ellos responden con insultos. No pasa un día sin un trozo de tierra pisoteado, y sin embargo, ¿yo os he dicho algo? Ni os he multado ni me he quejado, y vosotros en cambio os habéis llevado mis caballos y el ternero, y me habéis hecho pagar cinco rublos. ¿Os parece bien? ¿Así se portan los buenos vecinos? —proseguía y su voz era suave, convincente, y la mirada, nada severa—. ¿Es así como se porta la gente de bien? Hará una semana alguno de los vuestros me ha talado dos encinas. Habéis arado el camino de Yerésnevo, y ahora he de dar una vuelta de tres verstas. ¿Por qué razón me importunáis a cada paso? ¿Qué os he hecho yo de malo, decidme, por el amor de Dios? Mi mujer y yo hacemos lo imposible por vivir con vosotros en paz y buena vecindad, ayudamos a los campesinos como podemos. Mi esposa es una buena mujer, una mujer de corazón, nunca niega a nadie su ayuda, su mayor ilusión es ser para vosotros y vuestros pequeños una ayuda. ¿Y vosotros qué? A sus bondades respondéis con maldad. No sois justos, hermanos. Pensad en eso. Os lo ruego encarecidamente, reflexionad. Nosotros os tratamos con humanidad, pagadnos pues con la misma moneda.

Se dio la vuelta y se marchó. Los muzhiks se quedaron aún cierto rato, se pusieron los gorros y echaron a andar. Rodión, que no entendía lo que le decían en su sentido sino siempre de otro modo y a su manera, suspiró y dijo:

—Hay que pagar. Pagadnos, dice, hermanos, con moneda...

Llegaron a la aldea en silencio. Ya en su casa, Rodión rezó, se descalzó y se sentó en el banco junto a su mujer. Él y Stepanida se sentaban siempre el uno junto al otro cuando estaban en casa, y hasta por la calle iban juntos, comían, bebían y dormían siempre juntos, y cuanto más viejos eran más se querían el uno al otro. En su isba había poco espacio y hacía calor, en todas partes había niños: en el suelo, en las ventanas, sobre la estufa... Stepanida, a pesar de su avanzada edad, aún paría, y mirando el montón de críos costaba distinguir cuáles eran los de Rodión y cuáles los de Volodka. La mujer de Volodka, Lukeria, una mujer joven y fea, con ojos saltones y una nariz de pájaro, amasaba pan, y Volodka se sentaba en la estufa con los pies colgando.

—Por el camino, junto al campo de Nikita, nos hemos encontrado con ese... con el ingeniero y su perro —empezó a decir Rodión, después de descansar, rascándose los costados y los codos—. Hay que pagar, dice... Con moneda, dice... Con moneda o no, pero que de diez kópeks por casa no nos salvamos... Lo tenemos muy ofendido, al señor. Lástima me da.

—Hemos vivido sin el puente —dijo Volodka sin mirar a nadie— y tampoco lo queremos.

—¿A qué viene eso? Si el puente es del Estado.

—Que no lo queremos.

—A ti te van a preguntar. ¡No sabes lo que dices!

—«Te van a preguntar» —repitió burlón Volodka—. No hemos de ir a ninguna parte, ¿para qué queremos el puente? Y si hay necesidad, se hace en barca.

Alguien de la calle golpeó la ventana con tanta fuerza que pareció que toda la isba se ponía a temblar.

—¿Volodka está en casa? —se oyó la voz de Lychkovhijo—. ¡Volodka sal, vamos!

—No vayas, Volodka —dijo Rodión sin convencimiento—. No vayas con ellos, hijo. Que eres muy tonto, hijo, como un niño pequeño, y estos no te enseñarán nada bueno. ¡No vayas!

—¡No vayas, hijo! —le rogó Stepanida, y le parpadearon los ojos, a punto de echarse a llorar—. Seguro que vais a la taberna.

—«A la taberna»... —repitió burlón Volodka.

—¡Otra vez volverás borracho, perro de Herodes! —intervino Lukeria, mirándolo con odio—. ¡Ve, ve, a ver si te quemas con tu vodka, Satanás!

—¡Eh, tú a callar! —gritó Volodka.

—Mira que darme a este cretino por marido, mi pobre vida echada a perder, por este borracho pelirrojo... —lanzó a voz en grito Lukeria, frotándose la cara con la mano cubierta de masa—. ¡Que mis ojos no te vean nunca más!

Volodka le soltó un bofetón en una oreja y salió a la calle.

 

 

III

 

Yelena Ivánovna y su hija pequeña llegaron a la aldea a pie. Iban dando un paseo. Era justamente domingo y las mujeres y las jóvenes salían a la calle ataviadas con sus vestidos más vistosos. Rodión y Stepanida, que se sentaban en el porche el uno junto al otro, saludaron entre reverencias y sonrisas a Yelena Ivánovna y a su hija como a unas conocidas. Y de las ventanas las miraban más de una decena de niños; sus rostros reflejaban sorpresa y curiosidad, y se oía un susurro:

—¡Ha venido la Kucherija! ¡La Kucherija!

—Buenos días —dijo Yelena Ivánovna y se detuvo; se quedó callada un rato para luego preguntar—: ¿Cómo va la vida?

—Pues como siempre, a Dios gracias —dijo Rodión de una tirada—. Ya lo ve.

—¡Ya ve qué vida la nuestra! —añadió burlona Stepanida—. ¡Ya lo ve, señora, mi cielo, en la pobreza! Somos catorce de familia en total, y solo dos pares de brazos que trabajen. Y de herreros solo tenemos el nombre; pues si nos traen un caballo a herrar resulta que no tenemos carbón, porque no hay con qué comprarlo. ¡Un tormento, señora —prosiguió la anciana y se echó a reír—; en las últimas estamos!

Yelena Ivánovna se sentó en el porche y, abrazando a su pequeña, quedó pensativa, y también por la cabeza de la niña, a juzgar por su cara, rondaban unos pensamientos poco felices, y en su cavilar la chica jugaba con el elegante paraguas de encajes que había tomado de manos de su madre.

—¡Miseria! —dijo Rodión—. Y es mucho lo que hay que atender, trabajamos sin verle el fin a tanto quehacer. Además, ya ve, el Señor no nos trae lluvia. No vivimos como debe ser, ni que decir tiene.

—Esta vida os resulta penosa —dijo Yelena Ivánovna—. En cambio, en la otra seréis felices.

Rodión no comprendió sus palabras y en respuesta solo tosió, tapándose la boca con un puño. En cambio, Stepanida replicó:

—Señora, mi cielo, al rico aun en el otro mundo la vida le sonríe. El rico le pone velas a la Virgen, encarga misas, da limosnas a los mendigos, en cambio el muzhik, ¿qué? No tiene tiempo ni para santiguarse, vive hundido en la miseria, ya ve qué salvación le espera. Además la pobreza trae muchos pecados, y todo es fruto de la desgracia, nos tratamos como perros, ni una palabra buena decimos, y de otros males, que son muchos, buena señora, ¡ni le cuento! O sea que ni en este ni en el otro mundo nos espera la dicha. Toda la felicidad va a parar a los ricos.

Hablaba con aire alegre. Al parecer hacía tiempo que se había acostumbrado a hablar de su penosa vida. También Rodión sonreía; le resultaba agradable ver lo lista y elocuente que era su vieja.

—Eso es lo que creen, eso de que los ricos lo pasan mejor —replicó Yelena Ivánovna—. Cada uno lleva su desdicha. Por ejemplo, a mi marido y a mí, no nos falta de nada, tenemos medios, pero ¿cree que somos felices? Yo aún soy joven, pero tengo ya cuatro hijos. Los niños siempre andan enfermos, yo también lo estoy, siempre curándome.

—¿Y qué enfermedad tienes? —preguntó Rodión.

—Cosas de mujeres. No puedo dormir; los dolores de cabeza no me dejan en paz. Ahora estoy aquí charlando, pero no me siento bien de la cabeza, una debilidad en todo el cuerpo, hasta aceptaría el más duro de los trabajos con tal de no encontrarme así. El alma también la tengo intranquila. No paras de preocuparte por los niños, por el marido. Cada familia tiene su desgracia, la nuestra también. Yo no soy noble. Mi abuelo fue un simple campesino, mi padre, también un hombre sencillo, se dedicaba al comercio en Moscú. En cambio los padres de mi marido son gente de renombre y rica. Ellos no querían que se casara conmigo, pero mi marido no los obedeció. Se peleó con ellos y hasta el día de hoy no nos han perdonado. Esta situación preocupa a mi marido, lo mantiene en un estado de constante desasosiego, y quiere a su madre, la quiere mucho. Y yo tampoco estoy tranquila. Me duele el alma.

Junto a la isba de Rodión se reunió un grupo de muzhiks y mujeres y escuchaban. También se acercó Kózov y se detuvo, sacudiendo su larga y estrecha barba. También llegaron los Lychkov padre e hijo.

—Por lo demás, uno no puede sentirse feliz y satisfecho si no siente que ocupa su lugar —prosiguió Yelena Ivánovna—. Cada uno de vosotros tiene su trozo de tierra, cada uno trabaja y sabe para qué trabaja; mi marido construye puentes, en una palabra cada uno tiene su lugar. ¿Y yo, en cambio? No hago otra cosa que ir de un lado a otro. No tengo mi propio pedazo de tierra, no trabajo y me siento fuera de lugar. Os digo todo esto para que no juzguéis solo por el aspecto externo; que una persona vaya bien vestida y disponga de medios, eso no quiere decir que esté satisfecha de su vida.

Se levantó con la intención de partir y tomó de la mano a su hija.

—Me gusta mucho vuestro lugar —dijo y sonrió.

Y en aquella débil y tímida sonrisa se podía leer que en efecto estaba enferma, se veía lo joven y guapa que aún era; tenía una cara pálida, escuálida, con cejas oscuras y cabellos claros. La niña era igual que su madre, delgada, rubia y fina. Olían a perfume.

—Me gusta el río, el bosque, la aldea... —prosiguió Yelena Ivánovna—. Podría quedarme aquí el resto de mi vida, y hasta me parece que aquí me curaría y encontraría mi lugar. Me gustaría mucho, me encantaría poderos ayudar, seros útil y daros mi afecto. Conozco vuestras privaciones y lo que no sé lo siento, lo adivino con el corazón. Estoy enferma, me siento débil y seguramente me será imposible cambiar mi vida como quisiera. Pero tengo hijos y haré todo lo posible por educarlos de modo que se acostumbren a vosotros y que os quieran. No pararé de inculcarles que su vida no les pertenece a ellos sino a vosotros. Pero lo único que os pido encarecidamente, os imploro, es que confiéis en nosotros, vivamos en paz y amistad. Mi marido es una buena persona, un hombre bondadoso. No lo atosiguéis, no le irritéis. Es una persona sensible a cualquier pequeñez. Por ejemplo, ayer vuestro rebaño entró en nuestro huerto y alguno de vosotros tiró la valla de nuestro colmenar; este trato le resulta sencillamente desesperante. Por favor, os lo ruego —prosiguió en tono implorante y con las manos dobladas sobre el pecho—, tratadnos como a buenos vecinos, ¡vivamos en paz! Como se dice, más vale una mala paz que una buena pelea, y no compres tierras sino un buen vecino. Os lo repito, mi marido es una buena persona, un buen hombre. Si todo va bien, entonces, os lo prometo, haremos todo cuanto esté en nuestras manos: arreglaremos los caminos, construiremos una escuela para vuestros hijos. Os lo prometo.

—Eso, claro, está muy bien, mi señora, y se lo agradecemos profundamente —intervino Lychkov-padre mirando al suelo—. Son ustedes gente instruida y sabrán mejor lo que se dicen. Pero mire una cosa, en Yerésnevo Vóronov, un muzhik rico nos prometió construir una escuela y también nos decía: os daré tal, os daré cual, pero luego solo puso los troncos y si te he visto no me acuerdo; luego a los demás les obligaron a poner el techo, de modo que para acabar la cosa se fueron mil rublos. El Vóronov ese, como si tal cosa, rascándose la barriga, mientras los muzhiks, en cambio, se dieron por engañados.

—Aquel era un cuervo y esto no es más que un grajo —dijo Kózov y guiñó un ojo.

Se oyeron risas.

—No queremos la escuela —soltó Volodka huraño—. Nuestros críos van a Petróvskoye, pues que sigan yendo. No la queremos.

Yelena Ivánovna pareció asustarse. Palideció, se encogió temerosa, como si la hubieran tocado con algo sucio, y echó a andar sin decir palabra. Andaba cada vez más deprisa, sin mirar atrás.

—¡Señora! —la llamó Rodión siguiéndola—. Señora, espera, mira lo que te quiero decir.

Marchaba tras ella con la cabeza descubierta y hablaba en voz baja como quien pide limosna:

—Señora, espera, escucha lo que te quiero decir.

Salieron del pueblo y Yelena Ivánovna se detuvo bajo la sombra de un serbal, junto a un carro.

—No te ofendas, señora —dijo Rodión—. ¡Para qué! Aguanta. Aguanta un par de años. Y luego, con un poco de paciencia, todo se arreglará. Nuestra gente es buena, pacífica... No es mala gente, te lo digo con la verdad en la mano. A este Kózov y a los Lychkov ni los mires, olvídate de mi Volodka, que es bobo el pobre; no hace más que repetir lo primero que oye. Pero el resto es gente de paz, callada... A alguno hasta le encantaría decir algo en conciencia, para defenderte o sea, pero no le sale. Son gente con alma, con conciencia, pero sin lengua. No te ofendas... Aguanta un poco... ¡Ya verás!

Yelena Ivánovna miraba hacia el ancho y calmoso río, pensaba en algo, y las lágrimas corrían por sus mejillas. Rodión se sentía cohibido por aquellas lágrimas, hasta él mismo estaba a punto de romper a llorar.

—Déjalo ya... —balbuceó el viejo—. Aguanta un poco, dos añitos. Y luego ya vendrá la escuela, y los caminos, pero no de pronto... Tú quieres, por ejemplo, sembrar trigo en este alto. Entonces lo primero que has de hacer es arrancar las raíces, limpiar todas las piedras, y ya después aras el campo, y luego lo haces las veces que quieras... Con la gente, o sea, es mismamente así... Los tratas mil veces hasta que los dominas.

De la isba de Rodión se separó un grupo y echó a andar por la calle hacia el serbal. La gente entonó una canción, sonó un acordeón. El grupo se acercaba más y más.

—¡Mamá, vayámonos de aquí! —dijo la niña pálida, apretujándose contra su madre y temblando de pies a cabeza—. ¡Vayámonos, mamá!

—¿Adónde?

—A Moscú... ¡Lejos de aquí, mamá!

La niña se puso a llorar. Rodión se turbó por completo, la cara se le cubrió de copioso sudor. El viejo sacó del bolsillo un pepino, un gancho pequeño y torcido, como una media luna, cubierto de migas de pan, y quiso ponerlo en las manos de la niña.

—Bueno, bueno... —farfulló arrugando la cara con gesto severo—. Toma el pepinillo, come... No hay que llorar, que mamá te dará una... Se quejará a padre... Bueno, bueno...

Ambas echaron a andar, y él las siguió con la intención de decirles algo cariñoso y convincente. Pero al ver que las señoras estaban sumidas en sus pensamientos y en sus penas y ni siquiera se daban cuenta de su presencia, se detuvo y, tapándose los ojos del sol, se quedó mirando cómo se alejaban durante largo rato, hasta que desaparecieron en su bosque.

 

 

IV

 

El ingeniero se volvió, al parecer, más irritable y quisquilloso, en cada nimiedad veía las huellas de un robo o de una afrenta. Mantenía los portones de la casa cerrados con llave incluso durante el día, y toda la noche andaban por el jardín dos guardas, que daban golpes con una tabla. Ya no se arrendaba de jornaleros a nadie de Obruchánovo. Como adrede, alguien (un muzhik o alguien de la obra, no se sabe) le quitó al carro las ruedas nuevas y las cambió por unas viejas; luego, al cabo de un tiempo, se llevaron unas riendas y unas tenazas, y hasta en la aldea se levantó un rumor de protesta. Se dijo que había que registrar las casas de los Lychkov y a Volodka, y entonces las riendas con las tenazas aparecieron en el jardín del ingeniero, junto a la verja, alguien las había tirado.

En cierta ocasión los del pueblo regresaban del bosque y de nuevo se encontraron en el camino al ingeniero. El hombre se detuvo y, sin saludar, mirando enfadado a unos y a otros, soltó:

—Os he dicho que no recojáis setas en mi parque ni junto a la casa, para dejarlos a mi mujer y los niños, pero vuestras muchachas vienen aquí al alba y no dejan ni una seta. Que os lo pida o no, da lo mismo. Los ruegos y las buenas palabras, como veo, no sirven de nada.

Detuvo su mirada contrariada en Rodión y prosiguió:

—Mi mujer y yo os hemos tratado como a personas, como iguales, ¿y vosotros, en cambio, qué? Más vale ni hablar. La cosa seguramente acabará en que empezaremos a despreciaros. ¡No queda otra salida!

Y, con un esfuerzo para contenerse, dominando su ira para no decir más de la cuenta, dio media vuelta y siguió su camino.

Al llegar a casa, Rodión rezó, se descalzó y se sentó en el banco junto a su mujer.

—Sí... —empezó a decir tras descansar un rato—. Íbamos ahora por el camino y en eso que vemos al señor Kúcherov que viene a nuestro encuentro... Eso... Dice que ha visto al alba a las muchachas... ¿Por qué no nos traen, dice, setas... para mi mujer y las niñas?, dice. Y luego se me queda mirando y dice: yo y mi mujer, dice, te vamos a despreciar. Quise postrarme a sus pies, pero no tuve valor... Que el Señor les dé salud... Que Dios los bendiga...

Stepanida se santiguó y lanzó un suspiro.

—Los señores son buenos, sencillos... —prosiguió Rodión—. «Te vamos a despreciar...», y lo dijo delante de todos. A mis años... y eso que no le he hecho... Yo que rezaría por ellos... Que la Reina del Cielo los...

Por el día de la Santa Cruz, el catorce de septiembre, se celebró una fiesta religiosa. Los Lychkov, padre e hijo, fueron ya de buena mañana a la otra orilla y regresaron hacia la hora de comer borrachos; se pasearon largo rato por la aldea unas veces cantando, otras blasfemando y maldiciendo, luego se pelearon y se dirigieron a la hacienda para quejarse. Primero entró en el patio Lychkov-padre con una larga vara de pobo en la mano; el hombre se detuvo indeciso y se quitó el gorro. Justamente en aquel momento el ingeniero y su familia se hallaban en la terraza y tomaban el té.

—¿Qué quieres? —gritó el ingeniero.

—Excelencia, señorito... —empezó Lychkov y se echó a llorar—. Se lo imploro, tenga la bondad, defiéndame... Este hijo no me deja vivir... Me ha arruinado, me pega... Excelencia...

Entró Lychkov-hijo con la cabeza descubierta y también con una vara. El hombre se detuvo y clavó su mirada borracha y turbia en la terraza.

—No es asunto mío meterme en vuestras cosas —dijo el ingeniero—. Ve a ver al alguacil o al inspector.

—He estado en todas partes... He hecho todas las instancias —logró decir Lychkov-padre y rompió en sollozos—. ¿Y ahora adónde voy? ¿O sea que ahora hasta me puede matar si quiere? ¿O sea que nada se lo impide? ¿Y eso a su padre? ¡A su padre!

El viejo levantó la vara y golpeó con ella la cabeza del hijo. Este levantó a su vez su palo y le sacudió al viejo en toda la calva, de manera que la vara rebotó en su cabeza. Lychkov ni siquiera se tambaleó y volvió a darle un bastonazo a su hijo y de nuevo en la cabeza. Y así estuvieron dándose golpes sin parar el uno al otro en la cabeza, de modo que aquello ni siquiera parecía una pelea, sino un juego. Tras el portón se agolpó un grupo de muzhiks y de mujeres que miraban en silencio, con caras serias, lo que ocurría en el patio. Habían venido para felicitar a los señores la festividad, pero al ver a los Lychkov no se atrevieron a hacerlo y no entraron en el patio.

Al día siguiente por la mañana, Yelena Ivánovna se marchó con los niños a Moscú. Y corrió el rumor de que el ingeniero vendía su hacienda.

 

 

V

 

Hace tiempo que en la aldea se han acostumbrado al puente y hasta es difícil imaginarse el río en aquel lugar sin el puente. Los montones de escombros que habían quedado después de la obra hace tiempo que se han cubierto de hierba. En la aldea se han olvidado de los obreros, y en lugar de la Dubínushka[3] ahora se oye casi cada hora el ruido del tren.

La nueva dacha hace mucho que la han vendido. Ahora pertenece a cierto funcionario que viene con la familia de la ciudad en los días de fiesta, toma el té en la terraza y marcha de regreso a la ciudad. Lleva una escarapela en la visera, habla y tose como un funcionario muy importante, aunque no es más que un secretario colegiado, y, cuando los muzhiks le hacen una reverencia, el hombre ni responde.

En Obruchánovo todos han envejecido. Kózov ha muerto, en la isba de Rodión hay aún más críos, a Volodka le ha crecido una larga barba pelirroja. Viven como antes, pobremente.

Al llegar la primavera, los campesinos de Obruchánovo sierran troncos junto a la estación. Y ahora después del trabajo se dirigen a casa, marchan sin prisas, uno tras otro; las anchas sierras se doblan en sus hombros, iluminadas por el sol. Entre los arbustos, junto a la orilla cantan los ruiseñores y en el cielo se desgañitan las alondras. En La nueva dacha todo está en silencio, no hay ni un alma, y solo las palomas doradas, que parecen de oro por la luz del sol, sobrevuelan la casa. Y todos —Rodión, los Lychkov y Volodka— recuerdan los caballos blancos, los pequeños ponis, los fuegos artificiales, la barca con los farolillos, recuerdan cómo la esposa del ingeniero, una mujer hermosa y elegante, venía a la aldea y les hablaba con ternura. Y se diría que todo eso nunca había pasado. Como si se hubiera tratado de un sueño, o de un cuento.

Así avanzan uno tras los pasos del otro, agotados, y piensan...

En su aldea, creen ellos, la gente es buena, pacífica, temerosa de Dios, y Yelena Ivánovna también era buena, humilde y pacífica; daba tanta lástima mirarla. Pero ¿por qué no lograron congeniar como buenos vecinos y se separaron como enemigos? ¿Qué era esa niebla que cubría a la vista lo más importante y dejaba ver tan solo los campos pisoteados, las riendas y las tenazas, todas esas pequeñeces que ahora en el recuerdo aún parecen más nimias? ¿Por qué viven en paz con el nuevo propietario y con el ingeniero no?

Y sin saber qué contestarse a estas preguntas, todos callan, y solo Volodka no para de rezongar.

—¿Qué te pica? —pregunta Rodión.

—Hemos vivido sin el puente... —dice Volodka con aire tenebroso—. Hemos vivido sin él y tampoco lo hemos pedido... Ni falta que nos hace.

Nadie le contesta, y los hombres siguen su camino en silencio, con las cabezas gachas.