EL ORIGEN DE TODO
EL «FINIS TERRAE»
Si la primera línea de un libro nunca es fácil, la dificultad en este caso se agrava porque debería responder a la cuestión que, en definitiva, es objeto del libro entero: ¿cuándo podemos empezar a hablar de una «historia de España»? Pregunta que un creyente en la realidad de las naciones tenderá a elevar al nivel de las esencias y convertir en desde cuándo existe España. Aquí nos limitaremos a abordarla en términos meramente referenciales, lo que sin duda aliviará el problema: ¿cuál es el momento en que los observadores —los historiadores, en especial— empiezan a pensar en el territorio y los habitantes de esta parte del mundo como un conjunto diferenciado de los demás y convierten, por tanto, en protagonista de sus páginas —o en personaje relevante, si se trata de una obra más general— a una colectividad a la que llaman «España»?
Por mucho que el narrador centrado en ese sujeto España desee proyectar hacia atrás su relato, deberá forzar mucho sus datos si pretende remontarlo a la prehistoria. Hubo, desde luego, homínidos en la península Ibérica hace más de un millón de años, como atestiguan los restos hallados en Atapuerca, y hubo grupos humanos en el Paleolítico que dejaron huellas culturales de primera importancia, como las pinturas de Altamira. Son representaciones mágico-religiosas o relacionadas con armas, actitudes o utensilios típicos de sociedades cazadoras, que solo una intención inequívoca de construir la nación permitiría interpretar como huellas de algún género de identidad específica, a la que pudiéramos llamar «española», con continuidad desde aquellos tiempos hasta hoy en esta parte del mundo.
La península recibió de los griegos un nombre global, «Iberia», relacionado, al parecer, con un río Iber —que no para todos los que lo mencionan es el Ebro actual—, mezclado a veces con «Hesperia», derivado, también según parece, de la estrella occidental Véspero. Los romanos lo convirtieron en «Hispania», que, a su vez, según Samuel Bochart, vendría del fenicio «i-sephan-im», reino o costa de los conejos, aunque esta interpretación ha sido muy discutida y también podría ser costa de los fundidores o costa septentrional[1]. Nombres, pues, existieron, y desde épocas muy remotas. Pero a esta constatación deben añadirse de inmediato un par de precisiones: la primera, que su significado era meramente geográfico, es decir, que no se refería a una unidad política ni a un conjunto humano con rasgos culturales o psicológicos que lo distinguieran de sus vecinos; se hablaba de Hispania como territorio —clima o geografía de Hispania, ir a Hispania o salir de ella—, pero no de «los hispanos» como un pueblo diferente a otros, ni de un «reino de Hispania», que no existió en la prehistoria ni en la Antigüedad clásica. Y la segunda advertencia es que ese término geográfico incluyó en todo momento lo que luego sería Portugal, es decir, que no se refería a la actual España, sino a la península Ibérica en su conjunto.
En cuanto a los pobladores del territorio, las fuentes más antiguas hablan de tartesios, turdetanos, carpetanos, vetones, vacceos y otros varios, incluyendo, como referencia a veces genérica y a veces específica, a los «iberos». Está asimismo demostrada la penetración de los celtas, provenientes del centro de Europa, que se asentaron principalmente en el cuadrante noroccidental de la península; y desde hace mucho tiempo se ha atribuido el nombre de celtíberos a los habitantes de las zonas centrales en que se mezclaron con los iberos.
Sobre la lengua, fue clásico —a partir de Estrabón— elucubrar sobre la posibilidad de que la vasca dominara en el conjunto de la península, o al menos en un área mucho más amplia que la actual, y de ahí se llegó a deducir que habría sido el origen de la española. Tal cosa es, sin embargo, con toda probabilidad un mito, como han demostrado en el siglo XX los estudios de Mitxelena, Tovar y Caro Baroja. La tesis «vascoiberista» apenas tiene actualmente defensores en el mundo académico. Por el contrario, los estudios apuntan hacia una pluralidad lingüística que es, por otra parte, lógica dada la dificultad de las comunicaciones en el mundo paleoibérico[2].
Geográficamente, es importante recordar que Iberia o Hispania estaba situada en los confines de lo que durante milenios fue el mundo conocido. Basta imaginar un mapa de Eurasia y África, con sus bordes norte y sur confusos —como fue el de Tolomeo, gran referencia hasta los viajes de Colón—, para hacerse a la idea de hasta qué punto la península Ibérica era un apéndice localizado en el extremo occidental. Ello quiere decir que se hallaba muy distante de los grandes centros culturales mundiales anteriores a la era cristiana: Egipto, Mesopotamia, Grecia, India, China. Tampoco parece que produjera una gran cultura propia en esa época. En los textos bíblicos, fenicios y griegos hay referencias a Tartesos, reino situado alrededor del actual golfo de Cádiz, pero ni se ha encontrado la localización exacta de la urbe que sería el centro de esa cultura ni puede asegurarse que no tuviese un origen colonial, a juzgar por las fuertes influencias orientales que se detectan en los restos hallados. En todo caso, ninguna de las grandes civilizaciones humanas anteriores a la fenicia o la griega parece haber tenido contactos con las culturas o con los asentamientos humanos situados en lo que luego sería España. Ni un egipcio, ni un babilonio, ni mucho menos un indio o chino vinieron jamás a la península ni dejaron noticia alguna sobre ella. Esta condición marginal desapareció durante el medio milenio largo en que estuvo inserta en el Imperio romano, pero retornó en parte en los siglos medievales, cuando, además de seguir siendo Finis Terrae, se convirtió en zona de frontera entre el islam y la cristiandad. Aún en el siglo XII, al-Idrisi se refería al «mar Tenebroso», sus «profundas tinieblas, la altura de las olas, la frecuencia de las tempestades, los innumerables monstruos que lo pueblan»[3].
Aquella situación de excentricidad explica que Iberia fuese un escenario apropiado para los relatos mitológicos. Hasta aquel «fin del mundo» llevó la imaginación griega a Hércules, y situó en él varias de las hazañas del semidiós: en Tartesos venció a Gerión, hijo del rey ganadero Crisaor, y robó sus bueyes; en las Hespérides conoció a Atlas y sostuvo el cielo sobre sus espaldas mientras este recogía las manzanas de oro. En el curso de estos viajes erigió, a ambos lados del Estrecho, sus célebres columnas, que cerraban el Mediterráneo. Iberia era, pues, un lugar lejano y prodigioso, escenario de leyendas, umbral de aquella Atlántida naufragada que Platón, en el Timeo, sitúa en medio del océano. Y Cádiz, Gádir o Gades, marcaba el hito terminal del mundo.
En terrenos menos imaginarios, Iberia resultó atractiva a los comerciantes por sus minas, especialmente de plata y estaño. De ahí las colonizaciones fenicia y griega, iniciadas en los siglos IX y VIII a.C. Los fenicios se instalaron sobre todo en la costa andaluza y alicantina, mientras que los griegos concentraron sus establecimientos en Cataluña y Huelva. Con estos asentamientos, origen de las primeras ciudades, llegaron la moneda y otras influencias culturales destinadas a perdurar. No hay testimonio alguno de que, en reacción contra estos desembarcos de foráneos, surgiera nada semejante a una resistencia que, en términos modernos, pudiéramos llamar «nacional».
La primera referencia a Iberia por parte de alguien que demostraba conocer el territorio debe atribuirse, según García Mercadal, al poeta siciliano Estesicoro de Himera, que hacia finales del siglo VII a.C. describió el bajo Guadalquivir. Un siglo más tarde estuvo asimismo en la península Hecateo de Mileto, que escribió un Recorrido del mundo en el que incluyó Gades, donde dijo haber contemplado las columnas de Hércules, y Timeo de Tauromenia dejó testimonio de las expediciones de los fenicios y la colonización griega. Herodoto de Heraclea, ya en el siglo V a.C., describió los viajes y hazañas de Hércules, y Fileas narró un periplo por la península, algo que también hizo el astrónomo Euctemón. En el siglo IV a.C., siempre según la misma fuente, Piteas de Marsella costeó Iberia en su viaje hacia Britania y las islas Shetland[4].
ROMA
El contacto decisivo de la península Ibérica con una gran civilización se produjo al finalizar el siglo III a.C., momento en el que, tras el ataque cartaginés a Sagunto, las legiones romanas desembarcaron e iniciaron la segunda guerra púnica. Como tantos otros de la historia, este acontecimiento no fue producto de un plan humano, sino del azar, aunque solo la fuerza expansiva de Roma lo hiciera posible. Una vez derrotado Aníbal, la ocupación romana se convertiría en permanente y se extendería al interior. Dos siglos más tarde, en tiempos de Augusto, la conquista del conjunto del territorio peninsular podía darse por finalizada.
Las guerras celtibéricas y lusitanas fueron narradas por Posidonio de Apameia, viajero y autor de unas Historias de mediados del siglo II a.C., donde describe también las mareas oceánicas que observó en Cádiz o las técnicas de forja de las espadas ibéricas. Finalizaba ese siglo cuando Artemidoro de Éfeso visitó la Turdetania. Y había empezado ya el primero cuando Diodoro Sículo, en su Biblioteca histórica, transmitió muchos datos sobre los diversos pueblos hispanos, sus tácticas militares, su dominio del caballo, su apoyo a los cartagineses, su crueldad con los malhechores, su hospitalidad con los forasteros, sus explotaciones mineras, y el régimen colectivista entre los vacceos. Otros romanos o viajeros que en época romana visitaron Hispania y escribieron sobre ella fueron Hiparco, Eratóstenes, Trogo Pompeyo, Dionisio de Halicarnaso o Labieno. Algunos más, como Floro, Plutarco, Polieno, Salustio, Pausanias, Asino Polión o Suetonio, escribieron sobre ella sin visitarla. Apiano de Alejandría dejó una Historia romana, en griego, que incluía un libro, titulado Iberiké, sobre diversos episodios bélicos ocurridos en Hispania, como la segunda guerra púnica, Viriato, Numancia y las guerras civiles romanas. Plinio el Joven, que vivió en la Bética, describió Hispania en el tomo tercero de su Historia natural. Y Rufo Festo Avieno, a finales del siglo IV d.C., se refirió a ella en su poema Ora maritima, en el que menciona nombres de pueblos y ciudades hoy desconocidos[5].
Mención especial merecen Polibio y Estrabón. El primero llegó en el séquito de Escipión Emiliano y recorrió la península en el siglo II a.C., asistiendo a la caída de Numancia; en su viaje incluyó la Turdetania, con Cádiz (la antigua Tartesos, para él). Sus noticias se hallaban incluidas en su libro 34, hoy perdido, por lo que solo conocemos las referencias que de ellas dan Tito Livio y Plutarco. Destacó la belicosidad de los hispanos, rasgo en el que insistieron Livio, quien los consideraba «gentes nacidas para suscitar guerras», y Trogo Pompeyo, que escribió que preferían la guerra al descanso y que cuando no tenían enemigo exterior lo buscaban en su propia casa[6].
En la época de César llegó a Hispania otro griego, Estrabón, autor de una Geografía que no sería superada en siglos. Eran tiempos en que Roma encargaba ya estudios sobre los territorios de su imperio, para conocerlos y dominarlos mejor. Estrabón también destaca el valor y la crueldad de los vetones y cántabros, dotados de «cierta especie de furor propio de las fieras». Como los anteriores, se refiere a la península como una unidad, a la que llama Hesperia, Iberia o Hispania. Pese a que en algún momento la denomine «natio», da a este término un claro significado geográfico: dice que en su mayor parte no ofrece morada muy agradable, porque llueve poco y es rocosa, selvática o con llanuras de tierra muy delgada o ligera; y que la parte norte es fría, montañosa, incómoda y sin comercio con otras naciones. Aspectos sobre los que, por cierto, Pomponio Mela y Justino opinaban lo contrario, pues para ellos no había territorio comparable en Europa por la riqueza del suelo, la abundancia de metales y la dulzura del clima[7].
El propio Julio César visitó la península tres veces, primero como pretor y luego en el curso de la guerra con Pompeyo. Solo sus minerales preciosos parecieron interesarle, aunque también le hizo reflexionar el hecho de hallarse en los límites del mundo conocido. «Más quisiera ser primero en esta tierra infeliz que segundo en Roma», es una frase que se le atribuye, lo que deja pocas dudas sobre el carácter apartado y salvaje, en su opinión, del lugar. Sometió el país, recaudó todos los impuestos y la plata que pudo e hizo un detallado relato en sus Comentarios, completado más tarde por Aulo Hircio Pausa, que venía en su séquito[8].
Entre los autores hasta ahora citados, Trogo Pompeyo, cuyas Historiae Philippicae conocemos solo a través del resumen de Justino, se refiere a la existencia pretérita de un rey Hispalo, o Hispano, de quien se habría derivado el nombre de la península[9]. Es una de tantas referencias a un héroe-fundador, como Rómulo o Eneas, carente de fundamento histórico, aunque de ningún modo irrelevante para la creación de una identidad. El mito no halló ecos inmediatos, pero mucho más tarde lo retomarían san Isidoro, Jiménez de Rada o Alfonso X, que hicieron de Hispalo sobrino de Hércules, a quien este habría legado el trono de Hispania; y se convirtió en referencia habitual tras su inclusión en la lista de reyes legendarios que inventaría Annio de Viterbo.
También tendría consecuencias duraderas una observación de Tito Livio: que Hispania había sido la primera tierra no italiana que pisaron las legiones romanas y la última que dominaron. La frase sería repetida mil veces y daría lugar a una leyenda muy del gusto nacionalista sobre la excepcional resistencia «española» frente a toda opresión extranjera. Plantear las luchas armadas de la época en esos términos revela una alarmante carencia de sentido histórico. Viriato, los numantinos, los cántabros o los lusitanos, combatieron a quienes venían de fuera de sus comarcas e intentaban dominarles, al margen de que los consideraran o no «españoles» —concepto que difícilmente podían comprender—. En cuanto a la larga duración de la conquista de Hispania, hay que recordar que en un primer momento la expansión imperial no formaba parte de los planes romanos y que el objetivo de sus tropas era únicamente combatir a los cartagineses. La conquista del territorio se emprendió más tarde, en diversas etapas y sin continuidad, aunque no hay duda de que topó con graves dificultades. Cuando se acometió en serio, en la segunda mitad del siglo I a.C., se completó en unos veinte o treinta años, salvo la cornisa cantábrica, región pobre y poco poblada, de escaso interés para Roma. En cualquier caso, las luchas de Viriato y la resistencia de Numancia frente a los romanos, unidas a la de Sagunto —colonia griega, por cierto, y no ciudad ibera— frente a los cartagineses, se convertirían en pilares fundamentales de la historiografía nacionalista para construir la leyenda de la belicosidad y obstinada oposición de los «españoles» frente a toda invasión «extranjera».
Contradice, desde luego, esta imagen de enfrentamiento contra los ocupantes el hecho de que la romanización fuera rápida y profunda. Hay indicios de que, al finalizar el siglo I d.C., el latín ya se había convertido en lingua franca peninsular. Los hispani, por otra parte, se integraron desde el principio en el ejército romano, como tantas otras poblaciones sometidas —posiblemente más, dada su reconocida belicosidad—. En los cinco siglos siguientes, de paz y prosperidad excepcionales, quedó fundada la práctica totalidad de las ciudades españolas y portuguesas actuales (con raras excepciones, como Madrid o Bilbao), con sus foros, templos, anfiteatros y circos. Se construyeron varios miles de kilómetros de calzadas, que habrían de ser las principales vías de comunicación de la península durante al menos todo el milenio posterior al desplome del Imperio de Occidente. Desde el edicto de Caracalla en 212 d.C., los hispanos fueron ciudadanos romanos. Y hubo ilustres hispanos, nacidos casi todos en la Bética, que desempeñaron papeles de primera importancia en Roma antes y después de esa fecha, como Trajano, Adriano, Teodosio, Columela, Marcial o Séneca.
En ninguno de los escritos o testimonios de estos personajes, u otros notables locales de la época, se encuentran rastros de identidad «hispana» ni expresiones de orgullo patrio diferente al romano provincial. Las menciones a los hispani deben entenderse como referidas a los habitantes de la península, no como una gens o pueblo único. En este último sentido, las fuentes romanas siguen citando a celtas, iberos, lusitanos o cántabros. Tampoco el hecho de que Hispania entrara en los libros de historia, sobre todo por haber sido escenario de las vidas de Pompeyo, César y el propio Octavio, hizo que se escribiera ninguna historia sobre esta tierra ni menos sobre este «pueblo». Las referencias a Hispania durante el imperio se diluyen dentro de las historias de este. Como se diluyeron, tras la expansión del cristianismo —cuyo carácter temprano o tardío es todavía objeto de debate—, dentro de una visión universal, basada en las Escrituras, con cronologías procedentes del Antiguo Testamento.
VISIGODOS. MITO Y REALIDAD
Fue la desarticulación progresiva del Imperio romano la que dio paso, ahora ya sí, a historias particulares de los pueblos invasores. Lo observó en su día Menéndez Pidal y lo repitió, con agudas e importantes rectificaciones, Diego Catalán. Como explican estos autores, unas primeras expresiones de identidad y orgullo hispanos se pueden detectar en Orosio e Hidacio, ambos del siglo V d.C., o en san Isidoro, a comienzos del siglo VII[10].
Paulo Orosio, el primero de ellos, fue un obispo de la Gallaecia —que no es la Galicia actual, pues su sede era Braga— que el año 418 d.C. escribió unas Historiae Adversus Paganos en siete libros. Discípulo de san Agustín, Orosio interpretó el mundo que le tocó vivir en el marco cristiano universalista de su maestro, pero restringiendo sensiblemente más su horizonte a Hispania, en incluso a su Gallaecia. Aún no había desaparecido el imperio, pero el giro en la manera de ver a los romanos es sensible: Orosio les presenta como conquistadores y opresores de los antiguos habitantes de las provincias y se identifica con la resistencia de esos pueblos («maiores nostri») ante Roma: a nuestros antepasados («a parentibus nostris»), dice, no les fueron los romanos más tolerables que a nosotros los godos («quam nobis Gothos»); tampoco le agradan, pues, los germanos recién llegados. En alguna otra línea se detecta cierto orgullo hispano («fortis fide ac viribus semper Hispania cum optimos invictissimos reges reipublicae dederit») y habla de Trajano y Teodosio como grandes hispanos que repararon la república romana. Pero niega explícitamente todo localismo: su patria está donde estén su ley y su religión («ubique patria, ubique lex et religio mea est»)[11].
Otro «gallego», Hidacio, obispo también, continuó cincuenta años después el De Viris Illustribus de san Jerónimo con un Chronicon centrado en sucesos y personajes de Hispania, tanto civiles como eclesiásticos, y fue el primero en emplear la cronología de la «era hispánica» (que se iniciaba el 38 a.C.). Da muchas noticias sobre suevos y visigodos, así como sobre el priscilianismo, y se refiere por primera vez a «Portucale», o Puerto de los Galos[12].
Cien años más tarde, Iohannes Biclarensis —Juan de Biclara o de Valclara—, primer escritor visigodo en lengua latina, volvió a dar especial relevancia a las noticias sobre Hispania. Pese a ser obispo católico de Gerona, perseguido en su día por Leovigildo, exalta en sus páginas los éxitos militares de este rey arriano, gracias a los cuales toda Hispania se ha convertido en provincia Gothorum. El Biclarense llega incluso a condenar la rebelión del príncipe Hermenegildo como «tiránica», al igual que la condenará Isidoro de Sevilla más tarde; lo que indica que estos obispos valoraban más la unidad y el orden del reino que la defensa de la ortodoxia romana[13].
Es legítimo hablar, por tanto, de cierto sentimiento de identidad y de orgullo «provincial» en estos autores de los siglos V a VII, que a medida que pasan los años se va definiendo específicamente como godo. Todos ellos son obispos y todos están preocupados con el problema de la decadencia del Imperio romano, en cuyo sistema de poder se sienten, en principio, engranados; en la aparición de ese nuevo sujeto protagonista que son los visigodos encuentran la base para una nueva construcción identitaria que, sin desligarse totalmente del imperio, puede distanciarse de él como opresor y presentar unas nuevas virtudes bélicas y rudas que ayuden a superar la corrupción romana. Dentro de esta línea, el mayor salto cualitativo se produjo con Isidoro de Sevilla, un siglo después del Biclarense, que desgajó del planteamiento universal de sus Etimologías una Historia Regum Gothorum, Wandalorum et Suevorum, centrada en los godos y que cubre el siglo VI y los primeros veinte años del VII. Menéndez Pidal la consideró nada menos que la «primera historia nacional de un pueblo de la Edad Media»[14]. Difícilmente puede considerarse «nacional» un escrito que no toma como sujeto un pueblo, un territorio y una estructura política fundidos. Pero es cierto que Isidoro es consciente de que el Imperio romano ha concluido y que hay una realidad nueva en la península, con la que se identifica. Su libro es sobre una gens, los godos, cuya antigüedad presenta como superior a la de los romanos, pues la remonta a los escitas o al pueblo de Magog, y que ha viajado desde Oriente hasta Hispania dejando una secuela de batallas victoriosas, entre las que se incluye la toma de Roma por Alarico (episodio en el que el obispo se deleita). Al mismo tiempo, quiere escribir la historia de ese territorio, Hispania, cuyo primer poblador, a partir de los datos de san Jerónimo —tomados a su vez de las Antigüedades judaicas, de Flavio Josefo—, parece haber sido Túbal, nieto de Noé, un mito que tendría larga vida; lo cual no evita que vuelva a referirse a Hispalus como primer rey y epónimo de Hispania y a otro Hesperus, epónimo a su vez de Hesperia. Muy significativo, y merecidamente célebre, es su Laus Hispaniae inicial, en el que, con suprema elegancia literaria, describe a Hispania en términos femeninos, como tierra de gran belleza, ubérrima, floreciente, digna del violento rapto amoroso de un pueblo de noble historial guerrero, como el godo. El texto, inicio de una tradición que perduraría hasta el siglo XIX, merece una larga cita: Pulcherrima es, o sacra semperque felix principum gentiumque Mater Spania…
Tú eres, ¡oh, Hispania!, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras que se extienden desde el Occidente hasta la India. Por derecho, eres tú ahora la reina de todas las provincias, de quien reciben prestadas sus luces no solo el Ocaso, sino también el Oriente. Tú eres el honor y ornamento del orbe y la más ilustre porción de la tierra, en la que grandemente se goza y espléndidamente florece la gloriosa fecundidad de la nación goda. Con justicia te enriqueció y fue contigo indulgente la Naturaleza con la abundancia de todas las cosas creadas. Tú eres rica en frutos, en uvas copiosas, en cosechas alegre; te vistes de mieses, te sombreas de olivos, te coronas de vides. Tú eres olorosa en tus campos, frondosa en tus montes, abundosa en peces en tus costas. Tú te hallas situada en la región más grata del mundo: ni te abrasas por el ardor del sol tropical ni te entumecen rigores glaciales, sino que, ceñida por la templada zona del cielo, te nutres de felices y blandos céfiros. […] Tú eres feracísima por tus caudalosos ríos, tú amarilleas en torrentes que arrastran pepitas de oro, tú tienes la fuente engendradora de los buenos caballos. [...] Eres, además, rica en hijos, en piedras preciosas y púrpura y, al mismo tiempo, fertilísima en talentos y regidores de imperios, y así eres tan opulenta para realzar príncipes como dichosa en parirlos. Por ello, con razón, hace tiempo que la Roma áurea te deseó y, aunque el mismo poder romano ya te ha poseído, al fin, sin embargo, la floreciente nación de los godos, después de innumerables victorias en todo el orbe, con empeño te conquistó y te amó y hasta ahora te goza segura entre ínfulas regias y copiosísimos tesoros en seguridad y felicidad de imperio.[15]
La era visigoda produjo también crónicas regias, historias religiosas, secuencias de hombres ilustres (obispos, en general) e historias de sucesos particulares, pero nada de esto afecta directamente al tema de nuestra indagación. La verdadera importancia de la etapa en la construcción de la identidad nacional no pudo, por otra parte, ser intuida en su momento. Fue un periodo relativamente breve (en especial si se piensa en el reino godo dominador de toda la península y reconciliado con la Iglesia católica, cuya duración apenas alcanzó los cien años), marcado siempre por la fragilidad política y que, en definitiva, dejó un legado modesto, tanto en el terreno artístico como en el lingüístico. Del escaso celo por la identidad propia entre los visigodos sería indicio el hecho de que sus divisiones políticas derivaron frecuentemente en apelaciones a la intervención de los vecinos (la última de las cuales, entre los familiares o seguidores de Witiza y los de Rodrigo, trajo a Tarik y Muza), y de su debilidad militar el que fueran derrotados en una sola batalla y que el resto del reino se abriera al invasor con sorprendente facilidad. Ninguna fuente menciona casos de resistencia numantina ante los sarracenos.
AL-ANDALUS, «LO QUE LOS ANTIGUOS LLAMABAN HISPANIA»
Antes de pasar a los cronicones cristianos que mitificaron aquella etapa visigoda debemos dirigir nuestra mirada a la España musulmana. Sobre esta, es preciso destacar, para empezar, la escasez de estudios, debido sobre todo al desinterés de las corrientes historiográficas tradicionales, volcadas en la defensa de una identidad monolíticamente cristiana. No hace falta remontarse al siglo XIX, en que un Pascual de Gayangos investigaba en solitario sobre la España musulmana; todavía en la década de 1930, cuando Menéndez Pidal quiso buscar a un especialista que escribiese la parte relativa a la época musulmana en su Historia de España, tuvo que recurrir a Évariste Lévi-Provençal, hecho excepcional, pues ningún otro volumen de los dirigidos por el fundador de esta monumental obra está escrito por un extranjero. Solo desde finales del franquismo comenzó a cambiar esta situación y en los últimos decenios se ha desarrollado una pujante escuela arabista. Desgraciadamente, sin embargo, las fuentes siguen siendo escasas. Aparte de la irreparable quema de documentos granadinos ordenada por el cardenal Cisneros, no parece que las crónicas históricas abundaran en el mundo musulmán antes del siglo X, en que el califato de Córdoba vivió su momento de esplendor. Las primeras narraciones de la conquista proceden de los círculos malikíes egipcios y los relatos históricos se derivaron de los ajbar que, versando inicialmente sobre la vida del Profeta, acabaron reseñando tradiciones y cualquier hecho que creyeran digno de ser recordado. Pero siempre les faltó, en términos de Pedro Chalmeta, el «afán cronológico», esa necesidad de situar los acontecimientos en el espacio y el tiempo que los historiadores occidentales habían ido desarrollando desde Tucídides[16].
Si se tiene en cuenta que tampoco por parte cristiana existen apenas fuentes entre comienzos del siglo VIII y finales del IX, hay una larga etapa que constituye, como dice Eduardo Manzano, «uno de los periodos de mayor escasez de fuentes de nuestra era». En esos doscientos años brumosos ocurrieron hechos de importancia decisiva para la mitología nacionalista posterior, como la invasión musulmana, el inicio de la resistencia por don Pelayo en Covadonga o el descubrimiento de la tumba del apóstol Santiago en el Campus Stellae. Sobre todo ello tenemos que manejarnos con fuentes muy posteriores, que lo relatan en términos legendarios y casi indescifrables[17].
Ni siquiera podemos asegurar que la «conquista» musulmana tuviera un carácter esencialmente militar o que fuera más bien un sometimiento basado en pactos y alianzas con las élites locales, que aceptaron la legitimidad de los nuevos señores, e incluso se convirtieron al islam, a cambio de mantener sus propiedades y cierta autonomía. Ambas versiones tienen, probablemente, parte de realidad; hasta el alto clero católico sobrevivió y mantuvo sus cargos en el mundo musulmán, lo que indica la amplitud de los pactos; y la arabización lingüística de la parte meridional de la península —no así su islamización religiosa— parece que se produjo con cierta rapidez. Pero las certezas en relación con un hecho tan trascendental en la historia peninsular son muy escasas y las interpretaciones difieren de forma sustancial. Por mencionar un caso pintoresco, hace medio siglo se publicó un libro, firmado por Ignacio Olagüe, elogiado por Ferdinand Braudel y que alcanzó cierto éxito en Francia, titulado Les arabes n’ont jamais envahie l’Espagne. Nunca existió, según este autor, una batalla en Guadalete ni otra en Covadonga; lo que hubo fue una penetración pacífica de misioneros musulmanes que provocó conversiones masivas en una población habituada a un monoteísmo autóctono, ajeno al catolicismo romano. Olagüe, historiador aficionado, defendía de esta forma una doble tesis política: la eliminación de cualquier idea de derrota en la historia de España y la singularidad de una cultura española distanciada del catolicismo. Además de no ser sometida nunca por un pueblo extranjero, España habría mantenido una religión monoteísta propia, que al principio se llamó arrianismo y más tarde «andalucismo». Para colmar el enredo, este autor atrabiliario, compañero de armas de Ramiro Ledesma en su juventud, ha sido reivindicado recientemente por el nacionalismo andaluz, tan interesado en sublimar el Andalus musulmán como el españolismo tradicional lo estuvo en denigrarlo[18].
Pero volvamos a la historiografía digna de tal nombre, en este caso musulmana. En el siglo X, aquel caudal de informaciones orales y deslavazadas guardado por ancianos y narradores de noticias acabó siendo aprovechado por los al-Razi, familia de historiadores ligada a la corte cordobesa de los Omeya. Era el momento en que surgía una cultura escrita, asentada en pujantes centros urbanos. Y, con la asunción del título califal por Abd al-Rahman III, había interés por legitimar el nuevo poder, así como se quería subrayar el «dominio eminente» sobre el territorio por parte del poder central, derivado de su conquista militar inicial, lo que con arreglo al derecho musulmán convertía el territorio en botín indivisible en manos de la comunidad musulmana, representada por el califa. Se quería negar, por tanto, que hubiese habido pactos con los ocupados. Pero ello tampoco significaba que se quisiera fundir el mundo ibérico con el conjunto del islam, dominado por dinastías ajenas.
El segundo de los al-Razi, Ahmad ibn Muhammad al-Razi, el moro Rasis, escribió una Historia de los reyes de al-Andalus, que no tomaba ya como eje de su narración a una dinastía o sucesión de dinastías, sino un área geográfica, al-Andalus o Hispania, entendida, según Matesanz Gascón, «en el sentido de nación o de patria». El «concepto geográfico de patria, que en la historiografía peninsular [cristiana] solo empezará a corporeizarse durante el siglo XIII, está presente con mucha mayor fuerza en la narración de Ahmad al-Razi», insiste este autor, que concluye con contundencia que «la primera historia general de la península Ibérica que merece tal nombre» fue escrita por «un musulmán de época califal». De nuevo, creemos excesivo aplicar el concepto de «nación» a aquella época, porque, aunque la palabra «natio» se usaba, no tenía el contenido moderno que la asocia con soberanía colectiva; sí es, en cambio, aceptable la referencia al «concepto geográfico de patria», pues lo que interesaba a Ahmad al-Razi era una identidad territorial y cultural específica, de la que se sentía orgulloso, distinta, desde luego, a la Europa cristiana, pero también al resto del islam[19].
Esta es igualmente la opinión de F. González Muñoz, para quien este historiador musulmán no estaba interesado en una serie de reinados ni de episodios políticos, sino en el «territorio peninsular en su conjunto», «una región del orbe singularizada por ciertos rasgos geográficos y climáticos específicos, en el que se han establecido diferentes pueblos». El libro de al-Razi —del que solo se conserva una traducción castellana de un texto portugués, perdido hoy, al igual que el original árabe— se abría, en efecto, con una descripción geográfica muy detallada de la península Ibérica y narraba su historia desde el diluvio, aceptando las fábulas relacionadas con la llegada de los descendientes de Noé así como las de Hércules (y su sucesor el rey Hispán, Espán o Isbán, el viejo Hispalo o Hispano) hasta la conquista musulmana, pasando por las guerras púnicas, Viriato y los numantinos, el dominio romano y el visigodo, para culminar, naturalmente, en el califato. En la Crónica del moro Rasis se detecta, por tanto, una innegable conciencia de identidad de al-Andalus, diferenciada dentro del mundo musulmán y alimentada por mitos griegos y cristianos, fuentes latinas y visigodas[20].
Además de los al-Razi, destacaron entre los historiadores andalusíes de la época califal Ibn al-Qutiya, el «hijo de la goda» (Sara, nieta de Witiza), que relató entre otras historias la conquista musulmana de la península; Ibn al-Faradi, que escribió una serie de biografías de los sabios de al-Andalus a comienzos del siglo XI; Ibn Hazm, que legó unas genealogías de familias de notables; Ibn Abi al-Fayad, también del XI, que narró igualmente la conquista y los primeros tiempos musulmanes de al-Andalus; y, sobre todo, Ibn Hayyan, polígrafo cordobés autor de un Muqtabis en diez volúmenes del que solo se conservan fragmentos. Estos últimos fueron contemporáneos de la crisis del califato, que vivieron con el pavor y el partidismo imaginables. En conjunto, se puede decir, con Emilio Mitre, que el califato de al-Andalus conoció, hasta su desintegración, «una brillante pléyade de historiadores […] situación que contrasta abruptamente con la modestia de los aportes de los estados cristianos del norte peninsular». La característica común de estas obras, y lo importante para nosotros, es la construcción de su relato alrededor de un sujeto central, que es el territorio peninsular, al-Andalus, «al que los antiguos llamaban Hispania». De todos modos, salvo excepciones como al-Razi, las crónicas musulmanas se ordenan en forma de anales, alrededor de datos dinásticos, y tienden a concentrarse prioritariamente en los actos del soberano; porque, en definitiva, la cultura medieval musulmana, como ha observado M. J. Viguera, fue, al igual que la cristiana, una cultura cortesana y de mecenazgo[21].
Sobre la etimología y el significado del nuevo nombre, al-Andalus, no hay acuerdo entre los historiadores arabistas. Reinhart Dozy lanzó la idea, que C. F. Seybold y E. Lévy-Provençal hicieron suya, de que procedía de «Vandalicia», nombre supuesto de la Bética, pero Vallvé Bermejo lo relaciona más bien con «yazirat al-Andalus», isla del Atlántico o Atlántida, lo que reforzaría la pervivencia de los mitos grecolatinos en el mundo islámico. Sobre el contenido del término, las fuentes musulmanas lo aplican con preferencia a la zona por ellos dominada (cuya extensión se va reduciendo con el paso de los siglos), mientras que el norte cristiano es visto, por el contrario, como territorio Franchi; si bien al principio apenas dedican atención a esta zona de conflicto, al revés que en las crónicas cristianas, cuyo tema central es su relación bélica con los musulmanes. Las fuentes cristianas, por su parte, tienden a mantener el nombre latino —evolucionado ya por entonces hacia «Spania»— para la península entera, lo cual incluye tanto las zonas cristianas como las musulmanas, si bien Reinhart Dozy sostuvo que en los primeros siglos de la ocupación árabe el término se reservaba únicamente para al-Andalus, excluyendo el reino astur y sus sucesores cristianos del norte[22].