LAS PRIMERAS CRÓNICAS CRISTIANAS: EL EJE ASTUR-LEONÉS-CASTELLANO
EL CICLO DE ALFONSO III
Las primeras crónicas históricas elaboradas por cristianos tras la conquista musulmana son obra de mozárabes cordobeses o toledanos. La más temprana, del 741, narra el acontecimiento de treinta años antes de forma breve y aséptica, limitándose a constatar que el reino occidental de los godos, asentado en Hispania, fue atacado por un ejército al mando de Muza, que lo sometió y le impuso tributos («In Occidentis quoque partibus regnum Gothorum, antiqua solidiate firmatum apud Spanias, per ducem sui exercitus nomine Muza adgressus, edomuit, et regno abiecto uectigales facit»). En tono muy distinto, la crónica siguiente, del 754, está dominada por el catastrofismo y recurre a todos los ejemplos bíblicos e históricos (Troya, Jerusalén, Babilonia o Roma) para explicar lo ocurrido en la infelix Spania, antaño deliciosa y hoy miserable («quondam deliciosa et nunc misera effecta»). Habrá que esperar ciento treinta años más, hasta la década de 880, para encontrar otras crónicas cristianas, y estas emanan ya del núcleo rebelde asturiano[23].
Para comprender el significado de estas historias escritas en el principal de los focos norteños no sometidos al poder musulmán debe tenerse en cuenta que fueron obra de monjes u obispos muy ligados a la corte de Alfonso III (866-910), monarca que había consolidado y expandido el hasta entonces modesto reino asturiano por el valle del Duero. Era el momento de legitimar aquella pujante monarquía, y era también la ocasión para que el obispado de Oviedo reclamara la primacía frente a los todavía poderosos rivales mozárabes de Toledo y Córdoba (y frente a Iria Flavia, donde se había descubierto lo que se decía era tumba del apóstol Santiago, hecho que estas crónicas silencian y sobre el que volveremos). Son razones suficientes para que la corte de Alfonso III, apoyada por monjes y obispos, emprendiera lo que J. A. García de Cortázar llama una «tarea deliberada de creación de una memoria histórica»[24].
De las tres crónicas alfonsinas —una de ellas con dos versiones—, la más valiosa es la Crónica albeldense, que inserta el reino astur en una historia de proyección universal, con los monarcas asturianos siguiendo a los godos y estos a los emperadores romanos. El primero de los asturianos fue Pelayo, vencedor en una batalla, sin nombre aún en esta crónica, en la que «fue devuelta su libertad al pueblo cristiano y nació, por providencia divina, el reino de Asturias». Pero el mayor espacio se dedica a Alfonso II (791-842), verdadero fundador del reino, que hizo de Oviedo la capital, dejó de pagar tributos a Córdoba, adoptó el ceremonial godo en iglesias y palacios y aprovechó la querella «adopcionista» para romper con Toledo como cabeza de la Iglesia hispana (para lo cual se erigió en defensor de la ortodoxia papal, apoyando al Beato de Liébana frente a Elipando, obispo mozárabe de Toledo). Como el resto de los cronistas asturianos del momento, no llega, en todo caso, a hacer una historia de Hispania tan integradora como la de al-Razi. Sus ambiciones son más modestas. Lo que buscan todos ellos es la legitimación política del reino encabezado en ese momento por Alfonso III. Para ello, articulan su relato alrededor de dos ejes: el mito goticista y la protección providencial sobre la lucha iniciada por Pelayo en Covadonga[25].
El mito goticista significaba el entronque del reino asturiano con el visigodo de Toledo. Para lo cual los cronistas comenzaron por emparentar a don Pelayo con la casa real goda de diversas maneras: como simple spatarium de Witiza y Rodrigo, según una mención de la Rotense; como hijo del duque Favila, «de linaje real», según la Ovetense o Ad Sebastianum; como hijo de Bermudo y nieto de Rodrigo, para la Albeldense; e incluso como primo de don Opa, según otra mención de la Rotense, detalle este último desafortunado y destinado al olvido, por tratarse de la traidora familia de Witiza. La Albeldense también hizo de Alfonso I, yerno y segundo sucesor de Pelayo, hijo de un duque de Cantabria que descendía de Leovigildo y Recaredo. Se subrayaba así la legalidad sucesoria de los reyes asturianos, a lo que se añadió, según Barbero y Vigil, el traslado de toda la población cristiana de Toledo a Asturias a mediados del siglo VIII por Alfonso I[26]. Es probable que nada de esto fuera cierto pero, tratándose de un mito, no importa tanto que respondiera a una realidad como que fuera operativo; y, sin duda, lo era.
Además de asentar la legitimidad de los reyes astures sobre su conexión hereditaria con la monarquía visigoda, era preciso subrayar la de esta última en sí misma, frente al carácter «intruso» del régimen musulmán. De ahí que esos cronistas que hablan en términos tan negativos de la «ocupación» o «invasión» musulmana del 711 se refieran candorosamente a la «entrada» o «emigración» de los visigodos trescientos años antes. Este planteamiento tenía un evidente propósito político y tendió a ser aceptado por todos los núcleos cristianos del norte. Pues ello no solo justificaba su existencia —y creaba, les gustara o no, un lazo común entre ellos—, sino que legitimaba su lucha, cuyo fin era «restaurar» el dominio godo y por tanto no se detendría hasta que toda Hispania, todo el territorio peninsular, se viera libre de los «invasores» agarenos. No se utiliza aún el término «Reconquista», sobre cuya aparición volveremos, pero la idea está presente desde estas crónicas de finales del siglo VIII[27].
Puesto que lo fundamental era entroncarse con el reino godo, era lógico que las crónicas se llamaran «Gothorum», no «Hispanorum» o «Hispaniarum»; la Albeldense tiene incluso un epígrafe titulado Serie de los reyes godos de Oviedo («Ordo Gothorum Obetensium Regum»). Pero lo que se había hundido con la invasión sarracena no era solo el reino godo. La misma Albeldense pone en boca de Pelayo la intención de devolver la libertad al pueblo «cristiano» y en otros momentos se habla, en la Rotense y la Ad Sebastianum, de «la Iglesia del Señor» o de la «restauración de la Iglesia, del pueblo y del reino». También se habla de la «pérdida de Hispania» y don Pelayo dice, en su diálogo con el obispo traidor Opa, que esa montaña de Covadonga será la «salvación de España y la reparación del ejército del pueblo godo» («per istum modicum monticulum quem conspicis sit Spanie salus et Gotorum gentis exercitus reparatus»). Un tema este, el de la «pérdida de España», que con el transcurso del tiempo habría de convertirse en eje central del discurso. En ese momento, por tanto, el sujeto principal, cuya identidad había sido injustamente destruida y se estaba intentando restablecer, era ambiguo: lo godo, ante todo; lo cristiano, casi al mismo nivel; y solo en un tercer escalafón, un tanto retórico, lo «hispano»[28].
Al defender el goticismo, los cronistas eclesiásticos revelaban una segunda intención política: el deseo de la Iglesia católica de recuperar la privilegiada participación en el sistema de poder de que había disfrutado tras pactar con Recaredo. Porque, a partir de aquel momento (589 d.C.), se había instaurado una organización cercana al teocratismo, con un monarca elegido en los concilios de Toledo que, al ser consagrado por la Iglesia, regía en nombre de Dios, según explicó san Leandro. Pedir, por tanto, que se restaurara la monarquía goda era una forma de pedir que la Iglesia recuperara su poder perdido. Aquella alianza entre la Iglesia y el Estado se estaba reconstruyendo ya en el nuevo reino astur, a juzgar por las noticias de la Albeldense de que Ramiro I (842-850) «terminó con los magos», es decir, que combatió los cultos paganos, y que bajo Alfonso III «ecclesia crescit et regnum ampliatur». La nostalgia por recuperar la situación de los últimos decenios godos había sido expresada ya en el siglo VIII por Eulogio de Córdoba, en un Memoriale Sanctorum en el que recriminaba al obispo mozárabe de su ciudad que conservara el culto católico «en beneficio de la gente infiel a cuyo poder pasó, por nuestros pecados, el cetro de Hispania tras la ruina y destrucción del reino de los godos, que un día destacó por el felicísimo culto de la fe cristiana». «Felicísimo» era, sin duda, el adjetivo que merecía aquel periodo, único hasta el momento en que Hispania había estado sometida a un solo poder monárquico, independiente y, además, católico. Eso explicaría su larga permanencia en la historiografía nacionalista, especialmente conservadora, para la que el hito fundacional, o momento del «nacimiento de España» (como «nación católica») sería el reino visigodo tras el III Concilio de Toledo. Ramiro de Maeztu, por ejemplo, escribió que «España empieza a ser al convertirse Recaredo a la religión católica». Lo que significaba elevar la alianza entre la monarquía goda y los obispos católicos a leyenda fundacional y eje vertebrador de la identidad española[29].
Esta idealización de la situación política anterior al 711 planteaba, sin embargo, para historiadores que se movían dentro de un universo mental dominado por el providencialismo, un grave problema lógico: cómo explicar el colapso godo. ¿Por qué permitió la divina providencia el desmoronamiento de aquella «felicísima» situación? No era fácil entender el enojo divino con aquella monarquía cuando, tras doscientos años de empecinamiento en el «error arriano», había abjurado al fin de la herejía y se había alineado con los defensores de la verdadera fe. Pero aquellos clérigos pensaban en términos bíblicos y lo ocurrido solo podía explicarse como un castigo providencial, al igual que las derrotas del Pueblo Elegido ante sus vecinos gentiles cuando caía en la idolatría o se apartaba del camino recto. Así habían resuelto los historiadores cristianos, a partir de una idea de Agustín de Hipona, el cataclismo del Imperio romano, que planteaba un problema similar: por los vicios de los últimos emperadores, pese a haberse convertido al cristianismo. Y es lo que repiten las crónicas alfonsinas de finales del siglo IX. En la Chronica Prophetica se lee que Dios había abandonado a los godos «porque no hicieron una penitencia digna de sus pecados y porque desoyeron los preceptos del Señor y lo establecido en los sagrados cánones»; se referían sobre todo a los pecados de Witiza, rey que rompió, según se deduce de estos textos, el pacto con la jerarquía eclesiástica, pues no solo se le acusa de haber tenido varias esposas y concubinas sino de haber disuelto el sistema de concilios e incluso intentado imponer el matrimonio a los clérigos[30].
Un mal reinado parece un motivo nimio si se piensa en la magnitud del castigo (liquidación definitiva de la monarquía goda y sometimiento de Hispania al yugo infiel durante ocho siglos). Pero en la imaginación de aquellos cronistas no cabían otras causas. Con el paso de los siglos se le añadiría algún otro reinado poco ejemplar e incluso se generalizaría la degradación hasta convertirse en tópica la «molicie» visigoda, pero eso lo veremos en su momento. En el siglo IX, lo sustancial habían sido los pecados de uno o dos reyes, si bien como detonante o pretexto inmediato se añadió el estupro de la Cava, la hija del conde don Julián, cometido por el rey Rodrigo (o el propio Witiza, según las versiones), lo que hizo que el conde traidor marchara a tierra infiel y solicitara la ayuda de Tarik y Muza, o que los hijos de Witiza se pasaran al enemigo en plena batalla de Guadalete.
Un problema que debe considerarse en relación con el mito goticista es el que plantearon hace años Abilio Barbero y Marcelo Vigil: que era ilógica la adopción de «la tradición gótica como ideología oficial» en un núcleo de poder que surgía «en unas regiones no dominadas por los visigodos, ni asimiladas dentro de las estructuras del reino de Toledo». Porque el goticismo de los cronistas del siglo IX suponía negar la situación de marginalidad respecto del resto de la península vivida por la región montañosa cántabro-astur bajo romanos y visigodos y negar, sobre todo, cualquier continuidad entre esa marginalidad y la emergencia de un núcleo rebelde frente a los musulmanes. Al revés que los historiadores godos, que habían anclado la legitimidad de su monarquía en la del Imperio romano o la del bizantino, e incluso al revés que los cronistas de los califas cordobeses, que también añadieron los nombres de sus soberanos a las dos listas anteriores, los clérigos que rodeaban a Alfonso III apenas buscaron antecesores a este nuevo poder más allá de los visigodos. Atribuyeron, así, a este núcleo insumiso el título de sucesor oficial de un reino toledano y de una cultura en los que, en realidad, no había estado integrado, como demostraban su independencia política práctica y la persistencia de cultos precristianos y estructuras sociales gentilicias[31].
La tesis de Barbero y Vigil causó un gran impacto en su momento, aunque más tarde haya tendido a verse desmentida por parte de autores como Armando Besga, que subrayan la existencia de importantes pruebas de la romanización e integración en el poder visigodo entre los pueblos del norte, e incluso por la fuerte emigración y refugio de parte de la nobleza y la jerarquía eclesiástica visigoda tras el 711 detectada por Yves Bonnaz. Tampoco parece lógico que, siendo el reino asturiano un mero continuador de la marginalidad de aquella zona norteña, mostrara tan decidido empeño en expandirse y conquistar los terrenos del sur[32].
LA PROTECCIÓN DIVINA, DE COVADONGA A SANTIAGO
Un segundo elemento legitimador que las crónicas asturianas añadirían al goticismo —a la larga, mucho más importante que este— fue la protección divina. Todo comenzó con el anuncio de la Chronica Prophetica, incrustada en la Albeldense, que preveía la expulsión de los agarenos de la península para el año 884, el siguiente al de la crónica, en el que se cumplirían ciento setenta años de la batalla de Guadalete, que el cronista situaba en el 714; se basaba para ello en las líneas bíblicas que anunciaban que el «pueblo de Gog» (los godos, para él) habría de resarcirse del «ismaelita» (musulmanes) transcurridos «ciento setenta tiempos» después de su derrota. «Cristo es nuestra esperanza —decía la crónica—, porque, completos en tan próximo tiempo los ciento setenta años, será aniquilada la audacia de nuestros enemigos y devuelta la paz de Cristo a su Iglesia. Hasta los mismos sarracenos predicen, mediante ciertos prodigios y señales de los astros, la proximidad de su fin, y la restauración del reino de los godos sobre toda la península por este nuestro glorioso príncipe Alfonso, lo que también anuncian por revelaciones y apariciones muchos cristianos.» Pero las expectativas que pudo levantar aquel augurio se olvidaron en cuanto pasó la fecha para el gran suceso sin que ocurriera nada[33].
Mucho más duradera fue la leyenda sobre Covadonga, que también procede de las crónicas alfonsinas de finales del IX. Pelayo, según estas, no era solo de sangre real, sino que ganó una primera y gran batalla sobre los infieles con manifiesto auxilio de la Virgen María, a la que invocó antes de iniciar su desigual combate. Lo cual demostraba que tanto él como sus sucesores, defensores de la verdadera fe, disfrutaban de la protección divina; porque habían restablecido la alianza con Dios rota por los últimos monarcas godos.
Para describir aquel primer enfrentamiento bélico con los musulmanes, los cronistas —que escribían, recordemos, casi dos siglos más tarde— recurrieron a los modelos narrativos bíblicos y a los de la Antigüedad clásica, únicos cánones que tenían a su disposición. De esta última tomaron, según Guillermo García Pérez, una conocida leyenda, procedente de las guerras médicas: el año 480 a.C., un ejército de varios cientos de miles de hombres enviado por Jerjes había invadido Grecia y devastado ciudades hasta que se encontró ante el santuario de Apolo en la montaña de Delfos; los pocos centenares de defensores griegos en él refugiados consultaron al oráculo sobre la protección de los tesoros sagrados y el dios les respondió que él mismo se bastaba para protegerlos; en efecto, al comenzar la batalla salieron del santuario rayos y se desprendieron de la montaña peñascos que se precipitaron sobre los despavoridos soldados persas; en medio de la confusión, estos comenzaron a darse muerte unos a otros; finalmente, los pocos miles de supervivientes que huían aterrorizados perecieron, víctimas de un fuerte temblor de tierra y el desbordamiento de un río. El relato de Covadonga reproducía este esquema casi al pie de la letra[34].
La coincidencia con relatos bíblicos es también sugestiva. Como ha señalado Javier Zabalo, tanto la Rotense como la Ad Sebastianum cifran en el número exacto de 187.000 los muertos musulmanes (a los que llaman «paganos» o «caldeos», para mayor sabor bíblico), que exagera solo levemente el de los asirios aniquilados por el Ángel del Señor cuando el rey Senaquerib quiso atacar Jerusalén (185.000). De esos 187.000, dos tercios —124.000— murieron en la batalla principal, en el intento de asalto a la gruta de Covadonga, una cifra que es, de nuevo, casi coincidente con la de los 120.000 madianitas que perecieron ante Gedeón, los 120.000 infantes enviados contra Judea por Nabucodonosor bajo el mando de Holofernes, igualmente aniquilados, o los 120.000 enemigos a los que derrotó Judas Macabeo con solo 6.000 hombres. El resto, 63.000, son los que perecieron en la huida, al derrumbarse un monte o desbordarse enfurecidamente el río Deva, según las versiones. De esa forma, concluye Zabalo, don Pelayo quedaba implícitamente equiparado a Gedeón y Judas Macabeo y los hispanogodos se ponían al nivel del Pueblo Elegido en cuanto a protección divina[35].
La legitimación divina, sin embargo, no alcanzaría su punto culminante en la batalla de Covadonga, sino bastante más tarde y gracias al descubrimiento de una reliquia realmente extraordinaria: el cuerpo entero de un apóstol de Jesucristo, Santiago el Mayor, en el lejano Finis Terrae gallego. La aparición de esta tumba, ocurrida durante el reinado de Alfonso II, en el segundo decenio del siglo IX, es el gran acontecimiento religioso del final del primer milenio en la península Ibérica, pero tardó en ser aceptado por los propios círculos eclesiásticos. La curiosa ausencia de toda alusión al mismo en las crónicas compuestas setenta años más tarde no puede deberse sino a que los monjes y obispos ovetenses decidieron condenar al silencio tan notable hecho porque no les seducía la perspectiva de perder ante Iria Flavia la primacía eclesiástica por la que tanto estaban pugnando con Toledo. Como escribe Juan Gil Fernández, «la clerecía ovetense debió de ver con enorme recelo los balbuceos del culto jacobeo», considerado al principio «simple y aberrante superstición del campesinado inculto», porque «Iria/Compostela, enaltecida con las reliquias del apóstol, podía aspirar a convertirse, como de hecho lo hizo, en cabeza de la cristiandad hispana»[36].
Sobre la tumba de Santiago, desde el punto de vista histórico es inevitable comenzar por observar el alto grado de inverosimilitud que tiene el hecho de que hasta la península mediterránea más alejada de Tierra Santa viajara un apóstol de Cristo que, además, fue el primero en morir. Más raro aún es que, tras esa muerte, ordenada por Herodes Agripa el 44 d.C., y ejecutada en Jerusalén, su cuerpo se encuentre enterrado en Galicia. No es, por tanto, ilógico que las historias eclesiásticas anteriores al siglo VII no contengan ninguna referencia a la presencia de este apóstol en Hispania. Hasta ese momento, la evangelización peninsular se atribuía a siete obispos enviados por los apóstoles desde Roma, cuyo primer éxito habría tenido lugar en Acci (Guadix), donde se presentaron en el momento en que se celebraba una fiesta pagana y, expulsados y acosados por los iracundos celebrantes, huyeron de la ciudad por un puente que a continuación se hundió al paso de sus perseguidores. Tras esta señal divina, se habría producido una conversión masiva en la zona, a partir de la cual los siete enviados se dispersaron y fundaron iglesias en toda la península[37].
La primera noticia sobre Santiago en España aparece en el Breviarium Apostolorum del año 600, en el que es presentado predicando «en España y Occidente». Veinte años más tarde, sin embargo, escribe Isidoro de Sevilla (otro santo que, por cierto, rivalizará con Santiago en el futuro, pues se aparecerá en las batallas de Baeza y Ciudad Rodrigo) y sigue sin mencionarlo. El Beato de Liébana, en cambio, ya en el siglo VIII, sí se refiere a la presencia del apóstol en España. Y a finales de esa centuria se detecta un ambiente prosantiaguista, añadiéndose además su momento de desfallecimiento en Zaragoza, donde se le supone reconfortado por la propia Virgen María, que se le apareció sobre un pilar. En ese ambiente, comenzado ya el siglo IX, se descubrió una tumba tardorromana sobre la que lucían cada noche milagrosas estrellas que admiraban a los pastores. El monarca reinante, Alfonso II, muy necesitado de apoyo divino, favoreció la creencia de que era la tumba de Santiago y ordenó construir una primera basílica en Iria Flavia, que comenzó a llamarse «Campus Stellae» o «Compostela». Alfonso III siguió su ejemplo y erigió una segunda, más grande y lujosa, que sería la destruida por Almanzor. Pero el rey Magno no dejó de mantener el patrocinio regio sobre Oviedo, a cuya iglesia de San Salvador regaló la «Cruz de los Ángeles». Compostela, de momento, no ganaba la batalla a Oviedo. Tendrían que pasar tres siglos y cambiar mucho las circunstancias políticas para que la tumba fuese reconocida como del apóstol y este apareciera a caballo y espada en mano en batallas decisivas contra los musulmanes, acabando por convertirse en patrón de España[38].
LAS PUGNAS DE LOS CRONICONES. GELMÍREZ
Desde finales del siglo IX, en que se escribieron las crónicas alfonsinas, la escasez de fuentes obliga a dar un salto de cien años hasta finales del X, época en la que se datan el Chronicon Sampiri, el Iriense y, poco después, la crónica mozárabe Pseudo-Isidoriana; y otro siglo más habrá de transcurrir para que, a finales del XI y comienzos del XII, aparezcan el Chronicon Complutense (1065), el Ovetense o de Pelayo (c. 1109) y el Silense (1115-1118). Todos ellos son textos de menor importancia que los alfonsinos desde el punto de vista que aquí interesa, que es la construcción de una historia protagonizada por «España». Tienden a ser relatos de reinos y batallas, y dan por supuesta la conexión góticoasturiana. La más ambiciosa de estas obras, pero también la de fecha más insegura, es la Pseudo-Isidoriana —escrita quizá por un muladí toledano o mozárabe arabizado—, que repite el planteamiento global sobre Hispania, con una descripción geográfica inicial, los nombres del territorio, la enumeración de sus pueblos, sus héroes fundadores (Túbal), los emperadores romanos, bizantinos y reyes visigodos, para terminar con el reinado de Tarik en Toledo. Otros aprovechan para hacer ajustes de cuentas menores, como la Ovetense, que atribuye a Bermudo II la responsabilidad por las derrotas ante Almanzor, y no incluyen acontecimientos que destacarían en historias posteriores, como la existencia del Cid Campeador (a quien la Ovetense, pese a narrar con detalle el reinado de Alfonso VI, no menciona). Ocasionalmente surgen temas de más enjundia, como la espinosa cuestión, planteada por la Silense, de los agravios godos contra Dios que pudieron provocar la invasión árabe[39].
A mediados del siglo XII destacan la Historia compostelana, ordenada hacia el final de su vida por el obispo Diego Gelmírez (1059-1139), la Chronica Adephonsi Imperatoris (c. 1147) y la Crónica najerense (c. 1160). De las tres, la de mayor relevancia es la Compostelana, obra probablemente de Pedro Marcio, canónigo de la catedral de Santiago. En ella se revela el programa político del arzobispo Gelmírez, a cuyo servicio se hallaba el scriptorium compostelano, origen de falsificaciones notorias, entre las que destacan el diploma de Alfonso II que declara a Santiago «patrono y señor de toda España». La Historia compostelana incluía un diploma de Ramiro I en el que este rey contaba la victoria obtenida en Clavijo gracias a la ayuda milagrosa del apóstol Santiago[40].
Diego Gelmírez destacó en inteligencia y ambición política sobre cualquier otro obispo medieval. Y supo aprovechar una situación que en nada se parecía a la de trescientos años antes, cuando Oviedo era la capital del reino. El centro se había trasladado de esa ciudad a León, y más tarde a Castilla, y Compostela iba atrayendo a un número creciente de peregrinos. Pero eso no bastaba para que el cuerpo del apóstol fuese reconocido como tal por la Iglesia. La cristiandad medieval era muy dada a la credulidad, pero el mercado de reliquias era también extremadamente competitivo. Hasta el menor de los centros urbanos tenía su reliquia milagrosa y todos tendían a mirar con ojos críticos los prodigios que se atribuían a la del vecino. Lo fundamental para que Santiago acabara ganando la batalla y fuese reconocido por Roma fue el cambio en la política de alianzas, la buena relación de Alfonso VI con los franceses, la superación del aislamiento peninsular y la apuesta por actores con futuro ganador en el escenario europeo.
Tras dos largos y poderosos reinados, los de Sancho el Mayor de Navarra y su hijo Fernando I de Castilla y León, que cubrieron los primeros dos tercios del siglo XI y expandieron los dominios cristianos por toda la mitad norte peninsular excepto la taifa de Zaragoza, el hijo de Fernando, Alfonso VI, emprendió una política de alianzas con la casa ducal borgoñona y sus protegidos, los monjes cluniacenses, empeñados entonces en una pugna con Roma para reformar la cristiandad y la laxitud de la vida monástica. Alfonso duplicó la prestación anual a la orden de Cluny, establecida por primera vez por su padre, hasta situarla por encima de la cantidad aportada por el propio emperador germánico; algún historiador ha hablado del «enamoramiento cluniacense» de Alfonso VI, correspondido por la orden con unas suntuosas exequias en el momento de su muerte. Uno de sus colaboradores en esta política fue Diego Gelmírez, estrechamente relacionado con Cluny y secretario de Raimundo de Borgoña, uno de los dos yernos franceses del rey Alfonso y herederos de este tras la muerte de su único hijo varón en la batalla de Uclés. Los cluniacenses comprendieron que el cuerpo que se veneraba en Galicia y se atribuía a Santiago el Mayor podía ser un excelente instrumento para, por un lado, reforzar la guerra contra el islam en la península Ibérica con un importante componente religioso y rebajar, por otro, las ínfulas papales por ser los guardianes del único cuerpo completo de un discípulo directo de Cristo[41].
Gelmírez fue nombrado obispo de Santiago al iniciarse el siglo XII, como los franceses Bernardo de Cluny y Raimundo de Borgoña lo fueron, sucesivamente, para la recién reconquistada Toledo. En París se construyó la iglesia de Saint Jacques y se bautizó como rue Saint Jacques la calle que recorría la ciudad en dirección a España. Allí iniciaban la mayoría de los peregrinos su caminata, siguiendo una ruta festoneada de monasterios cluniacenses donde recibían acogida y alimento (en la península apenas había habido monacato benedictino hasta ese momento): Nájera, Peñafiel, Sahagún, San Salvador de Villafría, San Isidoro de Dueñas, San Vicente de Pombeiro... Fue un Papa borgoñón, Calixto II, quien estableció, ya en 1122, los años jacobeos y sancionó el Liber Sancti Jacobi o Codex Calixtinus, resumen de la vida y milagros del santo que incluía una especie de itinerario o guía para los peregrinos, con consejos prácticos e incentivos espirituales. La ruta se llamó, por eso, «el camino francés»; y las ciudades por ella atravesadas se llenaron de primorosas iglesias románicas, construidas por maestros de obra traídos por los cluniacences, así como de calles y barrios llamados «de los francos». Las canciones de peregrinos que se conservan, cuando no están escritas en latín, lo están en occitano o en el francés parisino. En el momento de su muerte, muy avanzado ya el siglo XII, Gelmírez había conseguido ver su sede convertida en arzobispado, tenía concluido un magnífico templo románico en torno a la tumba del apóstol y competía con Toledo por la primacía de la Iglesia hispana[42].
No solo aceptó Roma que aquella tumba tardorromana era la de Santiago el Mayor, sino que este aparecía personalmente en batallas decisivas, como la de Clavijo narrada por la Historia compostelana, entre las nubes, sobre un caballo blanco y con una espada en la mano, cortando cabezas de musulmanes. Era una transformación pasmosa respecto de la imagen del pacífico pescador galileo que ofrecen los Evangelios.
Américo Castro subrayó que la aparición del Santiago guerrero, que hacía de la «restauración» del antiguo reino godo una guerra santa, fue la respuesta cristiana a la yihad musulmana. El cristianismo, doctrina originariamente pacifista, que planteó graves obstáculos morales a sus primeros prosélitos para servir en las legiones romanas, había ido suavizando su posición en ese terreno desde el momento en que se convirtió en religión oficial del Imperio romano y empezó a tolerar la participación de los cristianos en las guerras contra los enemigos del imperio. A partir de san Agustín, se fue elaborando el concepto de «guerra justa» y cuando, en el alto medievo, la Iglesia se convirtió en un importante poder temporal, los conflictos que tuvo que dirimir con sus enemigos pasaron a ser considerados «guerras santas». No obstante, la actividad militar seguía siendo considerada, en general, moralmente condenable. El cambio radical llegó al tener que responder a la espectacular expansión del islam y culminó cuando, a finales del siglo XI, el papa Urbano VI predicó la «cruzada», especie de peregrinación armada por la liberación de la Tierra Santa que convertía a sus guerreros en «soldados de Cristo», con la promesa de la salvación eterna para todo el que perdiera su vida en combate. No solo rivalizaba de esta manera el cristianismo con la idea mahometana de guerra santa, sino que hizo intervenir directamente a Santiago en los combates, de forma muy semejante a como Mahoma lo hacía en el lado enemigo. La idea de Américo Castro es, como tantas otras suyas, muy atractiva. Pero no se pueden olvidar, en el caso español, los tres siglos anteriores de luchas, dirigidos a la recuperación del reino visigodo (guerra, por tanto, «justa») y amparados por la protección divina mostrada en Covadonga (guerra «santa»). Naturalmente, los ideales de cruzada del siglo XI reforzaron el ingrediente belicoso en el cristianismo peninsular[43].
Poco importa aquí, en realidad, la polémica sobre la relación entre la aceptación de Santiago y el ideal de cruzada. Como tampoco importa que predicara o no Santiago en España o que su cuerpo sea o no el enterrado en Galicia. Lo que interesa es que el apóstol se convirtió, no solo en furioso jinete descabezador de moros, sino en el símbolo de España, como san Jorge lo sería de Inglaterra después de las cruzadas. Santiago mataba moros, pero lo hacía además por «España», por esa España que pasó a considerarle su patrón o intercesor celestial. Los reyes de Castilla y León, tempranos aspirantes a la primacía peninsular, se proclamaron «alféreces de Santiago». A finales del siglo XII, se creó la Orden de Santiago, versión hispana de la del Temple, dedicada como esta a administrar los enormes recursos que reyes y fieles destinaban a la guerra contra el infiel. Su nombre fue utilizado como grito de unión y ataque de los españoles durante la Edad Media y más tarde, en la conquista de América, como demostró Pizarro al gritar, en el momento decisivo ante Atahualpa, «¡Santiago y a ellos!»[44]. En América precisamente pervivió el apóstol en las diversas y muy importantes ciudades fundadas con su nombre. Y siguió siendo invocado en coyunturas bélicas muy posteriores, como la de 1808-1814 en la que nació el sentimiento nacional moderno, como garantía de triunfo frente a los franceses, curiosamente los descendientes de aquellos que, tantos siglos atrás, habían avalado la tumba del apóstol y lanzado al mundo la ruta jacobea[45]. Este segundo aspecto de Santiago como «patrón de España» interesa especialmente en este libro dedicado a indagar la aparición de esa identidad colectiva que es España a través de los libros de historia.
Cuando decimos «España», hay que entender, como siempre en el periodo del que estamos hablando, «Hispania» o «la península Ibérica». Pues Santiago no solo apareció también en la conquista de Coimbra, por ejemplo, sino que fue el patrón inicial de la mayoría de los reinos cristianos del norte peninsular, incluido Portugal. Solo durante el siglo XIV fue sustituido, en este último, por san Jorge, soldado romano del siglo III que había comenzado a ser venerado, como vencedor de un dragón, en la época de las cruzadas. Su conversión en santo patrón de Portugal, como Sâo Jorge, ocurrió con la llegada al trono de la dinastía de Avis, tras la batalla de Aljubarrota (1385), cuando los aliados ingleses se acogieron a la protección de Saint George, frente al Santiago invocado por los castellanos; el resultado de aquella batalla convenció a los portugueses de que el santo invocado por los ingleses era más eficaz que el protector de los castellanos. Los reinos de la corona de Aragón, que giraban en la órbita francesa, tendieron a invocar a sant Martí, pero entre los siglos XII y XIV se abrió paso el sant Jordi vencedor del dragón y acabó convirtiéndose en patrón de Cataluña bajo Pedro IV el Ceremonioso, creador de la Confraria de Cavallers de Sant Jordi. Su representación iconográfica fue, como en Portugal, muy similar a la del saint George que, en la misma época, se convertía en patrón de la Inglaterra de Eduardo III (1327-1377)[46].