CAPÍTULO III

EL ORIGEN DE LAS OTRAS LEGITIMIDADES IBÉRICAS

 

 

 

CRÓNICAS MUSULMANAS Y JUDÍAS

 

En el al-Andalus posterior al califato siguieron produciéndose aportaciones de interés para la construcción de ese sujeto historiográfico que acabaría llamándose «España». Un escritor merece ser mencionado especialmente: Alí Abenbasam, muerto en 1147, cuya Dajira («El tesoro de las bellas cualidades de la gente española») fue escrito, según Sánchez Alonso, como «queja de la importancia que aquí se daba a lo de afuera, con desdén de lo propio». Exalta en él las glorias de al-Andalus, en especial en el terreno de la poesía, y sus personajes son unos extranjeros llegados a estas tierras y unos afroasiáticos que nunca pasaron por ellas; incluso del Cid se siente orgulloso, pues, aunque cruel y desleal, fue «por su amor a la gloria, por la prudente firmeza de su carácter y por su valor heroico, uno de los milagros del Señor». La época almohade, entre mediados del siglo XII y mediados del XIII, produjo, según M. J. Viguera, tres historiadores menores, todos ellos de carácter cortesano y que orientaron sus escritos hacia la personalidad de los califas y los ideales propios de aquel imperio: expansión territorial, combate contra los infieles y realización de grandes construcciones. Pero la historiografía musulmana perdió sin duda fuerza en los reinos de taifas en comparación con el gran momento del califato cordobés. Mayor interés tuvo la geografía, que dio lugar en la era almorávide al gran al-Idrisi, granadino-ceutí que trabajó al servicio del rey normando de Sicilia y que utilizó entre otras fuentes a Paulo Orosio, aunque su magna Geografía pretende ser universal y no atribuye centralidad alguna a su patria nativa[47].

Algunas historias generales se escribieron aún en la España musulmana posterior al periodo almohade, como la Historia de al-Andalus de Abenalhaquim de Ronda (1261-1308), con referencia a dinastías, familias y personajes destacados y grandes hechos bélicos; el Albayano al-Mogrib, de Abenadarí, historiador marroquí del siglo XIII, dos de cuyos tres libros se dedican también a al-Andalus; o los sesenta libros de historia firmados por Abenaljatib (1313-1374), médico, filósofo y poeta de Loja, además de visir de Yusuf I, de los que solo se ha salvado la parte relacionada con los nazaríes y titulada Resplandor de la luna llena acerca de la dinastía nazarí, en la que, tras describir Granada y su conquista por los musulmanes, relata la historia de los soberanos anteriores a la dinastía nazarí y los de esta hasta 1363, dando también noticia de los reyes cristianos y musulmanes con los que aquellos se relacionaron. A estas historias deben añadirse, según Sánchez Alonso, las apologías y series biográficas, como el Ihata, del propio Abenaljatib, biografías de hombres ilustres que nacieron o estuvieron en Granada; o el Regalo de los espíritus y distintivo de los habitantes de España, de Abenhodsail (c. 1361), autor también de una colección de poesías españolas con biografías de sus autores y de un Parangón entre Málaga y Salé, en el que la ciudad andaluza es comparada muy favorablemente con la africana[48].

Una obra del siglo XIV que no puede quedar sin mención es la Historia de los árabes, persas, bereberes…, de Abderrahman Abenjaldún, o Ibn Jaldún (1332-1406), tunecino de origen andalusí. Su Muqddima o Introducción está considerada una especie de sociología histórica, que plantea problemas políticos como el origen y carácter cíclico de los imperios o la comparación entre el nomadismo y el sedentarismo, con los diferentes tipos de sociedades a los que dan lugar: belicosa, pero a la vez solidaria, la primera, y más pacífica y comercial, pero tendente a disolver los lazos comunitarios, la segunda. La calidad de la obra de Ibn Jaldún es muy superior a la de cualquiera de las hasta ahora citadas y domina en ellas una racionalidad que tardaría aún mucho tiempo en abrirse camino entre los historiadores cristianos, pero, al no estar centrada en al-Andalus, ni tomar a los «pueblos», ni mucho menos al andalusí, como los protagonistas de la narración, escapa al tema central de nuestro trabajo. Es una lástima que no aplicara su propio método a explicar la historia peninsular de los últimos siglos, pues es posible que hubiera detectado algún rasgo nómada en los cristianos septentrionales frente al sedentarismo de los andalusíes[49].

A partir de 1400 la decadencia de la historiografía en el mundo árabe peninsular es patente. De los noventa años siguientes apenas merecen mención más que una anónima historia de Marruecos, titulada La capa bordada, que trata de almorávides, almohades y benimerines, y una Margarita del compendio de las historias del tiempo, obra de el Xatibí (el de Játiva), que incluye desde la creación del mundo hasta Mahoma, a lo que se añade una relación de las dinastías musulmanas de Oriente y Occidente, incluidos los Omeyas andalusíes, hasta mediados del siglo XV. En la segunda mitad de este, la historiografía musulmana se puede considerar extinguida en la península, aunque todavía escribiría Hernando de Baeza, amigo e intérprete de Boabdil, sobre Las cosas que pasaron... en la corte granadina desde Juan II hasta casi el final del último reino hispanomusulmán[50].

Considerable importancia tuvo la historiografía judía en este periodo, que prestó especial atención a ese ente peninsular al que la cultura hebrea dio un nuevo nombre: Sefarad. En el siglo XII, Abraham Haleví ben David, toledano, escribió en hebreo El libro de la cábala, para Sánchez Alonso la principal producción historiográfica hispanojudía de toda la Edad Media. Su finalidad era religiosa, pero establecía la línea de sucesión talmúdica, desde Moisés hasta el rabinato español. Dejó constancia de la persecución sufrida por los judíos bajo los almohades, la razón por la cual, según él, abandonaron al-Andalus y buscaron refugio en el norte cristiano, donde se inició un brillante periodo cultural en la historia del pueblo de Israel, especialmente bajo la protección de Alfonso VII. Dentro del género inaugurado por El libro de la cábala, se escribiría, ya en el siglo XV, el Compendio del recuerdo del justo, de José ben Zaddic de Arévalo y el Libro de las genealogías, en hebreo, del polígrafo salmantino Abraham Zacut, ambos con referencias constantes a la historia de España. Más tarde, en los años finales de ese siglo, la despiadada expulsión generó un nuevo brote de historia hispanojudía. Salomón ben Verga, médico perteneciente a una familia oriunda quizá de Sevilla, trasladada a Castilla y en 1492 a Portugal, desde donde, tras sufrir nuevas persecuciones, pasaría a Italia y Turquía; escribió La vara de Judá, en el que narraba las diversas persecuciones sufridas por los judíos a lo largo de los siglos, con abundantes referencias a la historia de España. Abraham ben Salomón de Torrutiel, por último, escribió en 1510, ya desde Fez, otro Libro de la cábala, en el que dice: «mencionaré los monarcas que reinaron en España hasta el gobierno del rey Fernando (sean borrados su nombre y su memoria); las luchas que este sostuvo contra el reino de Granada; la época de nuestra expulsión de España; todas las aflicciones y violencias que padecieron en el reino de Fernando y en Portugal en los días del rey Manuel, por intriga de la apostasía de los prevaricadores de Israel; los beneficios que Dios (sea bendito y ensalzado) otorgó al resto de los evadidos supervivientes hoy en el reino de Fez...»[51].

 

 

NAVARRA

 

Entre las crónicas cristianas no procedentes de la monarquía astur-leonesa-castellana, sino de los diversos núcleos políticos de la ladera meridional de los Pirineos, es decir, situados en la órbita carolingia bajo el nombre de Marca Hispánica, las primeras en el tiempo fueron las de Navarra. Este enclave, que a comienzos del siglo IX pasó a llamarse reino —de Pamplona, no de Navarra aún—, fue más tarde un protectorado Omeya, unido por parentesco con los Banu Qasi de Zaragoza, y se vinculó con la dinastía astur por el matrimonio de Alfonso III con la princesa navarra Jimena. Más que crónicas del reino en sentido estricto, hasta el siglo XII no se encuentran sino notas genealógicas de los monarcas navarros. Hacia el año 1200 se escribió un Liber Regum, en lengua romance navarroaragonesa, en el que se historiaba desde el Génesis y los imperios persa y romano hasta los reyes aragoneses y franceses de la época, mencionando también otros reinos hispánicos. Este Liber Regum, llamado Cronicón villarense en su versión castellana, sirvió de fuente, entre otros, para Jiménez de Rada, pero la Historia gótica de este último autor, navarro de origen, apenas dedica espacio a los antepasados de Sancho el Mayor.

Lo más importante del Liber Regum es que fue el difusor, si no el creador, de la leyenda de los llamados «fueros de Sobrarbe», presentados como el origen de las libertades navarras, y más tarde aragonesas. Según este texto, tras derrumbarse el reino visigodo se refugiaron en las montañas de Aínsa y Sobrarbe unos cuantos ermitaños y unos trescientos caballeros que, careciendo —a diferencia de Asturias— de un príncipe godo, pusieron por escrito sus libertades o fueros y, tras hacérselos jurar, eligieron a uno de ellos —se supone que Íñigo Arista— como rey. Esto ocurrió, en principio, en el siglo VIII. Pero las primeras noticias sobre tales hechos provienen, como decimos, de comienzos del XIII y son, con toda probabilidad, inventadas. Los fueros seguían siendo locales, por entonces, y solo en 1247, bajo Jaime I el Conquistador, se promulgó una compilación general de los fueros de Aragón —corona a la que para entonces ya estaba incorporado el territorio de Sobrarbe—, elaborada por un pariente del monarca, el obispo de Huesca Vidal de Canellas o Cañellas. En el siglo XIV, el foralista aragonés Martín de Sagarra siguió cultivando la leyenda de las libertades aragonesas, añadiendo que, a partir de Sobrarbe, aquella monarquía era electiva y que los caballeros de ese reino solo juraban a su monarca a condición de que este designara a un justicia mayor encargado de vigilar la observancia de los fueros por parte del rey y facultado para destituir a este último en caso de que los infringiera. Aunque no se conoce ningún caso de juramento regio efectivo bajo una fórmula de este tipo, la leyenda continuó y fue desarrollada a lo largo del siglo XV, en que hubo varias compilaciones de fueros aragoneses, entre ellas la de Ximénez de Cerdán, justicia mayor, cuyos Fueros y observancias de Aragón incluían el supuesto texto de Sobrarbe[52].

Fue también en ese siglo XV cuando surgieron historias del reino de Navarra en sentido estricto. Este fue el caso de García López de Roncesvalles, autor de una historia de Navarra que abarcaba desde la introducción del cristianismo hasta Carlos III, que comenzó a reinar en 1387. Unas décadas más tarde se escribió una breve Genealogia Regum Navarrae, desde García Sancho Abarca hasta los primeros años del siglo XV. Otros sumarios navarros de finales de ese siglo y comienzos del siguiente fueron la Relación de la descendencia de los reyes de Navarra y de las demás cosas principales de dicho reyno, de Juan de Jaso, padre de san Francisco Javier; las Genealogías y descendencia de los reyes de Navarra y duques de Cantabria, de Sancho de Alvear; la lista cronológica anónima Navarrae Regum Epilogus; y la Suma de las crónicas de Navarra, que termina con un loor de Navarra, cuya excelencia es mayor a las de «las tres naciones de España», por haber sido cuna de los otros reinos y haberse adherido antes a la fe cristiana[53].

Más importante que ninguno de estos textos fue la Crónica de los reyes de Navarra, del desafortunado Carlos de Aragón, príncipe de Viana (1420-1461). Según los datos de Sánchez Alonso, empezaba con una loa a la antigüedad del reino y las hazañas de sus soberanos y una mención de sus fuentes, entre las que incluía el Génesis, Orosio, Isidoro y el Tudense, para referir, a continuación, los orígenes a partir de Túbal, al que atribuía la fundación de Tafalla y de Huesca. Los dislates continuaban con la conquista de España por los tebanos al mando de Hércules, así como por los troyanos dirigidos por Pirro; la población de Pamplona por los «albimunozes», procedentes de Caldea; el origen del vascuence con la llegada de los alanos; la entrada de los godos en España al mando del emperador Teodosio; y la evangelización de Navarra en el año 22, «con mucha anterioridad al resto de España». Tras la invasión musulmana, el relato se centraba en Aragón y empezaba la historia de Navarra con la elección de Íñigo Arista en 885, para concluir con la coronación de Carlos III en 1390. De esta Crónica escribiría una continuación, ya el siglo XVI, Diego Ramírez de Ávalos de la Piscina[54].

En resumen, en el momento en que Fernando el Católico se preparaba para absorber la corona navarra, predominaban todavía en ese reino las genealogías regias, dentro del contexto de la historia hispánica general. Pero se iba creando, a la vez, alrededor del imaginario fuero de Sobrarbe, una mitología sobre la «libertad originaria» de los navarros, y más tarde aragoneses, que tendría gran futuro y que la primera generación liberal, muchos siglos más tarde, acabaría extendiendo a todos los españoles.

 

 

CATALUÑA Y ARAGÓN

 

La otra parte de la Marca Hispánica, vinculada también a la monarquía aragonesa, produjo crónicas que no solo fueron posteriores a las astures y a las navarras sino que dejaban traslucir, como constatan J. A. García de Cortázar y J. A. Sesma, un «sentimiento de vinculación política con el pasado godo […] mucho menos intenso». A comienzos del segundo milenio, los textos catalanes tendían a comenzar con la cronología de los emperadores carolingios; es decir, que Cataluña, como dice Sánchez Alonso, «ponía sus raíces en el comienzo de la Reconquista», a diferencia de Castilla. Las primeras crónicas catalanas de importancia son las Gesta Comitum Barcinonensium et Regum Aragonum, redactadas en el monasterio de Ripoll en diversas fases entre la segunda mitad del siglo XII (aunque pudo haber una redacción original, según Coll Alentorn, de 1128) y principios del XIV. Es característico de estos relatos, y lo será en general de los medievales catalanes, prescindir de la Hispania prerromana y romana, e incluso dejar en un segundo plano la visigoda[55]. La restauración de esta última, o la inicial «liberación» de las tierras catalanas de los musulmanes, habría corrido a cargo de Carlomagno y sus descendientes. La propia dinastía de los condes de Barcelona, en vez de intentar emparentar con el linaje godo, hacía descender su sangre de la imperial de los carolingios. Hasta el siglo XIV las crónicas catalanas destacaban —llenas de orgullo— la intervención personal de Carlomagno, con una supuesta expedición el 785 que arrebató Gerona a los musulmanes, y de su hijo Luis el Piadoso, conquistador de Barcelona y fundador del condado de ese nombre, que reservó para sí, lo que explicaba su primacía sobre el resto de los condados catalanes. Pero el acontecimiento fundacional, para las Gesta, sería la obtención de manos de Carlos el Calvo del dominio hereditario sobre el condado de Barcelona por parte de Wifredo el Velloso (Guifré el Pilòs). Alrededor de la heroica muerte de este último, en lucha con los musulmanes, inventaría Pere Antoni Beuter, entrado ya el siglo XVI, la leyenda de las cuatro barras, dibujadas por el propio emperador francés con la sangre del Pilòs sobre su escudo de oro[56].

Los historiadores actuales tienden a aceptar que el Pilòs fue el fundador de la dinastía condal hereditaria, pero sitúan el paso decisivo en el surgimiento de Cataluña como unidad política emancipada de la tutela francesa a finales del siglo X, al recuperar Borrell II —sin apoyo francés— Barcelona, tras la invasión de Almanzor; lo cual, añadido a la coyuntura política que se vivía al norte de los Pirineos, con la sustitución de los Carolingios por los Capetos, le permitió dejar de rendir vasallaje a aquellos monarcas. Subrayar este hecho sería muy útil a la larga para defender la tesis de la «autoliberación» —y la autoentrega condicionada— de los catalanes, pero en la baja Edad Media lo importante era la vinculación de la sangre de la dinastía condal con la imperial carolingia.

En el siglo XIII, en el que Castilla conoció sus primeras crónicas generales, la expresión más elaborada de la historiografía catalana fueron las grandes crónicas de los reinados del periodo. En la primera de ellas, el Llibre dels fets del rei en Jacme, pudo tener alguna autoría el propio monarca, a juzgar por sus contenidos autobiográficos; sus abundantes castellanismos son achacados a su redactor, quizá Jaime Sarroca, obispo de Huesca y canciller y quizá hijo ilegítimo del propio don Jaime. La segunda, la del reinado de Pedro III, es atribuida a Bernat Desclot, un noble del siglo XIII, y está escrita con notable imparcialidad; se titula Cronica del rei Pere e dels seus antecessors passats y, aunque centrada en Pedro el Grande, abundan en ella también los datos sobre Castilla. Del siglo XIV proceden la Crónica de Ramón Muntaner (1265-1336), uno de los participantes en la expedición de los almogávares, que narró por extenso los principales hechos políticos desde el nacimiento de Jaime I hasta la coronación de Alfonso IV, es decir, durante la gran etapa catalano-aragonesa comprendida entre 1204 y 1327. Destaca asimismo la Crónica de Pedro IV (1336-1387), un texto dirigido por el propio monarca, también parcialmente autobiográfico y en cuya redacción intervino Bernat Dezcoll o Descoll. Otros sumarios de la corona de Aragón, escritos en latín o en catalán, que prescindieron tanto del resto de la península como de la etapa anterior a la invasión musulmana fueron el manuscrito de 1400 titulado Llibre dels nobles fets d’armes e de conquestes, referido a los reyes posteriores a la unión de Cataluña y Aragón; la Genealogia Comitum Barcinonae necnon et Aragoniae Regum, que llegaba hasta Berenguer IV; y la Genealogia dels reis d’Aragó e de Navarra e comptes de Barchinona, texto catalán con notas en latín, que cubría hasta Juan I. De todos estos personajes regios que protagonizan las crónicas, el más destacado fue sin duda Jaime I, cuya fama fue tal que estuvo cercano a verse ungido con la santidad. Ramón Muntaner lo había llamado «sanctus rex» y Pere Miquel Carbonell y Jeroni Pau le añadirían en el siglo XV que en varias batallas sant Jordi se había visto combatiendo a su lado. Pere Antoni Beuter escribió que «las maravillas que en su nacimiento y criança acontecieron […] olían y sabían a milagros». En el siglo XVII se harían esfuerzos por canonizarlo formalmente, pero sin alcanzar el éxito que coronó los que en esa misma época se hicieron en favor de su coetáneo Fernando III de Castilla[57].

A partir del siglo XIV se advierte en las crónicas catalanas una tendencia a prestar mayor atención al pasado peninsular común. Así ocurre, para empezar, con la refundición latina de las Gesta Comitum Barcinonensium, impulsada por Pedro IV en 1303-1314, a cuyo frente se incorporó el prólogo de la Historia Gothica de Jiménez de Rada (cambiando «Hispaniae» por «Barchinonensium principium»). Pero fue sobre todo la Crónica de San Juan de la Peña o Crónica pinatense, cuyo texto original pudo redactarse en latín o en catalán hacia 1360, la que, apartándose de la habitual pauta que marginaba la España anterior a 711, comenzó por Túbal, Hércules e Ispán (a los que atribuía la fundación de ciudades catalanas como Urgel, Vich o Barcelona) y continuó por romanos y godos para llegar a la invasión árabe. Aunque mencionaba ocasionalmente el reino de Asturias, su eje central eran los condes y reyes de Navarra y Aragón, hasta terminar con la muerte en 1336 de Alfonso IV, padre del patrocinador de la crónica. Habría que referirse también al Flos Mundi, crónica universal con referencias a España, y sobre todo al reino de Aragón, escrita en catalán —pese al título— y que llega hasta 1283; y las Memorias historiales de Cataluña, de 1418, que comienzan con los descendientes de Noé y la llegada de Túbal a Hispania, aunque tomen luego como eje los avatares del «condado catalán» hasta que Wifredo pide auxilio al rey de Francia contra los musulmanes[58].

La historiografía catalano-aragonesa del siglo XV dio importantes avances para completar el ciclo legendario sobre los orígenes de Cataluña. La principal contribución a esta tarea corrió a cargo de Pere Tomich Cauller, autor de unas Histories e conquestes dels reys d’Aragó e comtes de Barcinona (1438) que obtuvieron una copiosa difusión manuscrita, quizá por las noticias que daban de los personajes y sus familias, y acabaron traducidas al castellano y al italiano en los siglos XVII y XVIII. Empezaban con la creación del mundo para centrarse luego en la monarquía catalano-aragonesa hasta llegar al reinado de Alfonso V; aunque no fueran su eje principal, no prescindían de Castilla, León, Portugal o Navarra, y hasta se ocupaban de Mahoma y el mundo musulmán. Pero lo importante no era eso, sino el giro que imprimieron a la búsqueda de antecedentes ilustres para Cataluña. Tomich fue, según parece, el inventor de Otger Cataló, mito alternativo o complementario al de la liberación carolingia de Cataluña. Otger habría sido el único noble cristiano que había sobrevivido a la invasión sarracena; malherido y refugiado en los Pirineos, logró reponerse gracias a un perro fiel que le lamía diariamente las heridas y a una cabra que le alimentaba; tras recobrar la salud, convocó con su cuerno a todo el que quisiera seguirle en la lucha contra el invasor; nueve fueron los que juraron, ante la «Virgen negra», luchar a su lado: los nueve «Barons de la Fama», o «Cavallers de la Terra», de donde procedían las más nobles familias catalanas —al revés que el cobarde campesinado que se sometió al invasor, lo que justificaba su situación servil—; estos guerreros emprendieron el combate y a partir de ellos se realizó la división de Cataluña en «novenarios» (nueve obispados, condados, etc.). Tomich hizo compatible esta historia con la de las expediciones de los monarcas carolingios. E incluso reservó un lugar para el Papa en su relato, pues habría participado personalmente en la conquista de Barcelona —lo que justificaba, a su vez, el pago de los diezmos[59].

La obra de Tomich sería muy criticada a finales del siglo XV por Pere Miquel Carbonell, archivero de Barcelona formado en Italia. Leyendas como la de Otger Cataló sería «rises per homens letrats»; y Tomich era un historiador «moderno» (es decir, indigno de crédito), que utilizaba fuentes «apócrifas y de poca fe». Este Pere Miquel Carbonell contribuiría, sin embargo, a la creación de otras leyendas, como la ya mencionada aparición de sant Jordi combatiendo al lado del rey Jaime I[60].

Un rasgo interesante de la historiografía aragonesa de mediados del siglo XV, y que preludiaba lo que ocurririría en la castellana tras la unión, fue la importación de humanistas italianos, lógica en tiempos del italianizado Alfonso V (1416-1458). Este fue el caso de Lorenzo Valla, romano, que escribió un Historiarum Ferdinandi Regis Aragoniae Libri Tres (1446), crónica sobre el padre de su mecenas en la cual el primer libro trata de la actuación de Fernando en Castilla y el segundo, en Aragón, «la otra España». También Antonio Beccadelli, más conocido por el Panormita, por ser nacido en Palermo, hizo una crónica de Alfonso V; y Bartolomé Fazio historió igualmente a Alfonso V como rey de Nápoles[61].

Pero sobre todos ellos destacaría, poco después, alguien que no era italiano, aunque merecía plenamente el calificativo de humanista: Joan Margarit i Pau, el Gerundense (1421-1484), obispo de Gerona, cardenal desde 1483, canciller bajo Alfonso V y Juan II de Aragón e influyente diplomático en Roma. Según Robert Tate, que ha estudiado con esmero la obra de Margarit, su obra no solo representó el giro más importante de la historiografía catalana del siglo XV, sino que fue el primer historiador hispano que, influido por los humanistas italianos, se apartó del plan de crónica peninsular trazado por el Toledano. Su título más célebre, Paralipomenon Hispaniae Libri X, se iniciaba con una dedicatoria a los Reyes Católicos en la que hacía referencia a la unión de Castilla y Aragón en los términos clásicos de Hispania Citerior y Ulterior, remontando la pérdida de aquella unidad a la invasión árabe. Pasaba, tras ella, a describir la geografía y la etnografía peninsulares, para desplegar a partir de ahí una historia general. Basándose en fuentes clásicas grecorromanas, describía la estancia de los griegos en la península desde Hércules (a quien pinta como jefe de una banda sedienta de botín, que mató a Gerión y Caco por mero interés); la de los cartagineses y las guerras púnicas, la guerra de Numancia y la lucha entre Mario y Sila o entre César y Pompeyo, y finalmente la llegada de Augusto a España y la convocatoria del censo general de los súbditos del imperio. Con ello concluía el relato. Pese a su ambición inicial, en definitiva Margarit acabó por no superar el mundo antiguo[62].

Lo cual no le resta importancia, según Tate, pues esta se deriva de su posición independiente, como intelectual moderno, capaz de hacer investigación propia en vez de refundir o compendiar fuentes previas. Margarit intentó depurar la historia primitiva y, aunque recogió muchas fábulas, fue cuidadoso con las épocas en que podía contar con fuentes históricas fiables. Desde nuestro punto de vista, destaca porque, frente al relegamiento del mito gótico habitual entre los catalanoaragoneses, defendió la herencia gótica e incluso la anterior, en especial la romana. Su desprecio hacia la historiografía medieval previa era tal que reducía sus predecesores a tres «laudabiles» (Trogo Pompeyo, Orosio e Isidoro) y uno «tolerabilis» (Jiménez de Rada); el resto era, para él, una «horda ignorante, propagadores de sueños y profecías» (Tate). Como se consideraba investigador de lo «olvidado», concedía gran importancia a la etimología toponímica, yuxtaponiendo de manera sistemática los nombres clásicos a los modernos, y discutía ampliamente los sucesivos pobladores de la península: cetubales, igletas, sicanos, iberos (a los que se mezclaron los celtas «post multa secula»), griegos, cartaginenses, romanos, godos y moros. Con buen criterio, diferenció a los iberos de Oriente de los de España y apuntó la procedencia gala de los celtas. Pero consideraba arios a los iberos, llegados según él de Irlanda, y establecía arbitrarios parentescos entre el idioma celta y el vascuence. «A pesar del carácter general de la obra —escribe Tate—, se puede percibir una preocupación natural por Cataluña», por ejemplo en el capítulo entero que dedica «a probar que el Rosellón se halla dentro de los límites de España»; pero su objetivo fundamental era «proporcionar a España un renombre igual al exigido para Italia por los historiadores humanistas a través de la resurrección de la historia clásica». Como concluye Jesús Villanueva, Margarit mezcló mitología catalana y castellana y con ello lanzó el goticismo en Cataluña. Margarit sostenía que el nombre de «catalanes» procede de «gothalanos», mezcla de godos y alanos; y que Barcelona fue la primera capital goda, antes que Toledo[63].

 

 

PORTUGAL

 

El comienzo de la historiografía portuguesa no difirió en nada de la del resto de la península: fueron crónicas regias y anales en latín, producidos en ámbitos eclesiásticos, que anclaban la legitimidad de la dinastía en su procedencia de los godos. Lo más antiguo que conocemos es un Chronicon Complutense, llamado así por haberse encontrado en Alcalá, pero dedicado casi en exclusiva a noticias portuguesas, hasta la muerte de Fernando I (1065), y los tres Chronicones Conimbricenses, que lo continúan. El Chronicon Lamecense, muy breve, llega hasta 1169. Y el llamado Chronicon Lusitanum, o Chronica Ghotorum, que empieza por el éxodo de los godos desde su país de origen hasta Hispania, sigue con los reyes asturianos y finalmente los portugueses, centrándose en su primer monarca, Afonso Henriques, cuya actuación quiere legitimar; es el primero en manifestar un fuerte sentimiento anticastellanista o particularista portugués. Aparte de las crónicas regias, hay muchos Livros de Linhagens, dedicados a resaltar los grandes hechos de las familias nobles. Los historiadores portugueses bajomedievales tendieron al particularismo: la vida de un rey, de una familia noble o un convento. Como es propio de la época, predominaban en estos escritos los datos legendarios, nunca sometidos a un tamiz crítico. Nada de ello tiene sustancial interés para nuestro relato[64].

Más importante es la temprana traducción al portugués de la Crónica do Mouro Rasis, en 1315, hoy desaparecida; o la versión portuguesa de la Cronica Geral de Espanha, de 1344, ambas auspiciadas por el rey don Dinis, que no en vano era nieto del Sabio. Hubo también una Crónica de 1404, en gallego, que refundió fuentes como Jiménez de Rada o el Liber Regum. Estos textos narran la historia de los reyes visigodos, y luego asturianos y leoneses, a partir de los cuales surge el reino de Portugal, con referencias a Bernardo del Carpio, Fernâo Gonçalves, los infantes de Lara o el Poema de Mio Cid. Es decir, que los historiadores portugueses del bajo medievo tendían a insertarse dentro del ámbito ibérico —o veían a Portugal como uno de los reinos de «Espanha»— de manera más natural que los de los núcleos del entorno de la Marca Hispánica. Lo cual de ningún modo quiere decir que en la exaltación de Portugal no se percibiera una hostilidad manifiesta hacia la dinastía castellana, sobre todo a partir de la batalla de Aljubarrota (1385), que cerró la serie de guerras con Castilla y sentó en el trono portugués a la dinastía de Avis. Como hemos visto, fue Juan I, el primero de los Avis, quien decidió la significativa sustitución del apóstol Santiago por san Jorge —patrón de Inglaterra, aliada de los Avis en la guerra con Castilla— como santo protector de Portugal y grito de guerra en las batallas[65].

En el siglo XV, iniciado ya el gran ciclo de los descubrimientos, se establecieron los archivos reales en Lisboa, a cargo de un archivero que era a la vez notario público y cronista oficial. Esta posición fue ocupada por Fernâo Lopes (1378-1459), excelente observador y prosista, que recibió el encargo de escribir una historia de la monarquía portuguesa desde sus orígenes. Elevándose por encima de los esquemas caballerescos de la época, Lopes interpretó la amenaza de la invasión castellana a la luz de las persecuciones sufridas por el pueblo de Israel. No solo menospreció la ayuda inglesa, que consideraba interesada y destructiva, sino que idealizó la intervención de los «pequenos», del pueblo llano, a favor de Maestre de Avis, cuya victoria anunciaba la llegada de la séptima época bíblica. Aunque buena parte de la obra de Lopes se haya perdido, se conservan sus crónicas de los reyes Pedro I, Fernando I y la gran Crónica de el-rey D. Joâo I, y muchos de los documentos por él transcritos siguen siendo hoy fuente histórica fundamental sobre la Edad Media portuguesa. Pero lo esencial para nuestra comprensión de la emergencia de los sujetos históricos colectivos es que, en el caso portugués, ese sujeto sigue siendo el «reino de Portugal», identificado en muchas de las crónicas, como ha subrayado Vasconcelos e Sousa, con la institución monárquica en sí o con los hechos gloriosos personales de los reyes cuya vida se narra[66].

 

 

DEMASIADOS «NOSOTROS»

 

Desde el punto de vista de la construcción de un relato histórico sobre un sujeto colectivo llamado «España», para la etapa que acabamos de narrar parece razonable concluir, con Eduardo Manzano, que «en la península Ibérica, durante la Edad Media, hay demasiados nosotros». Lo cual de ninguna manera contradice el hecho de que se mantenga el término «España» como referencia común, en sentido, sobre todo, geográfico, tema al que J. A. Maravall dedicó hace ya mucho tiempo un libro exhaustivo. Como hemos visto, desde el propio siglo IX la crónica Rotense atribuía a Pelayo, entre otras misiones, la de la «salvación de España». Y cierta idea de unidad peninsular nunca desapareció e hizo que algún rey se llamara «de España», o pretendiera ser incluso «emperador» de España. Esto fue sobre todo propio de los castellanos, pero no solo de ellos, pues el primero que se proclamó «imperator Hispaniae […] de Zamora usque in Barcinona», fue el navarrro Sancho III el Mayor, a comienzos del siglo XI. Alfonso VI, su nieto, se declaró «Hispaniae Rex» y más tarde «imperator» («Ego Adefonsius imperator totius Hispaniae»). Tal título no llevaba aparejado ningún poder concreto, ni suponía exigir vínculos de vasallaje a los otros reyes cristianos o musulmanes, sino que aludía al hecho de dominar la mayor parte de la península y de aspirar a restaurar el reino godo en Toledo. El Cronicón compostelano dice también, refiriéndose a Alfonso VI de Castilla, «rex Adefonsus cum comitibus et principibus Hispaniae […] totum Hispaniarum regnum suo juri subjugavit». Alfonso VII, su nieto, no solo utilizó más veces que nadie el título de «imperator totius Hispaniae», sino que fue coronado como tal en la catedral de León, recibiendo, entre otros, el homenaje de su cuñado Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona; otras veces fue llamado «rey de las Españas», pero este título, según Maravall, desapareció tras él. Respecto a la persistencia del nombre de «España» como unidad peninsular global, pueden recordarse otras muchas expresiones, como las del navarro Jiménez de Rada, que se refiere a Diego López, señor de Vizcaya, como «el principal de todos los nobles de España», o dice que al morir Alfonso VI «el duelo y la aflicción se abatían sobre España», como la muerte de Alfonso VIII, el vencedor de los almohades en las Navas de Tolosa, «empapó de lágrimas a toda España». Ese mismo Alfonso VIII, antes de comenzar esta batalla, se apartó con los soldados «de Aragón e portogaleses et gallegos et asturianos» y les dijo: «amigos, todos somos espannoles et entraronnos los moros la tierra por fuerza». No parece que esta utilización del término fuera conflictiva en el momento, principalmente porque no tenía consecuencias políticas ni jurídicas (aunque sí religiosas: no todos los cristianos eran españoles, en este caso, pues los había que venían de Francia o Alemania; pero todos los «españoles» eran cristianos, pues los musulmanes no cabían dentro del gentilicio). Se aceptaba de manera normal que Hispania o Espanna era una sola tierra común a todos, sobre la que existían diversos señoríos y reinos, incluido desde luego el de Portugal. Pluralidad y comunidad convivían de una forma que dejaría de ser fácil en tiempos posteriores, cuando se impusiera la rigidez del principio nacional[67].

Desde el lado catalano-aragonés, el término «Espanya» es igualmente muy utilizado, aunque con flexibilidad, pues se aplica, según las ocasiones, a los dominios aragoneses, a los cristianos en general o a la península entera, incluidos los islámicos. El Llibre dels fets del rei en Jacme presenta a su padre, Pedro II, como «lo pus franch rey que anch fos en Espanya» y dice del noble catalán Guillem de Cervera que era «dels pus savis homens d’Espanya». Se refiere a los «regnes d’Espanya» y a la pugna que existía «entre los sarrains e els chrestians en Espanya». Afirma que Cataluña, parte de la corona de Aragón, es «la pus honrada terra d’Espanya», «lo meylor regne d’Espanya»; y que el rey Jaime actúa «per salvar Espanya». Bernat Desclot, cuando habla del rey de Aragón y conde de Barcelona, dice: «yo son chomte d’Espanya que apela hom lo chomte de Barcelona», o alude a los «cavalers d’Espanya, de la terra de Catalunya». Ramón Muntaner presenta la fortaleza de Orihuela como «un dels pus forts castells e dels pus reials es d’Espanya» y del noble aragonés Jaume de Xérica, «fo dels mellors barons e dels pus honrats d’Espanya»; Muntaner no solo se refiere a los «regnes d’Espanya», sino que dice que los «quatre reis que ell nomená d’Espanya […] son una carn e una sang» y si «se tenguessem ensems, poc dubtaren e prearen tot l’altre poder del mon». La Crónica de San Juan de la Peña, al referirse a Alfonso II de Aragón, dice que «huvo guerra con todos los reyes de Cristianos, es asaber de Espanya, e toda begada ovo vitoria e honor». En épocas más tardías, Pere Tomich hablará de «tots los Reys de Hispania» o de «los Reys moros de Espanya». Y Pere Miquel Carbonell utilizará el título global Chròniques d’Espanya, para su historia del reino de Aragón, en la que hay múltiples referencias a España como territorio peninsular[68].