CASTILLA. DE LAS «CRÓNICAS GENERALES» A LA ESCUELA JUDEOCONVERSA
LAS CRÓNICAS GENERALES
Un giro historiográfico al menos tan significativo como el asturiano del siglo IX se produjo en la Castilla de la primera mitad del siglo XIII. Entre 1219 y 1236 se escribieron los Annales Toletani, el Chronicon Mundi de Lucas de Tuy (el Tudense), y la Crónica latina de los reyes de Castilla, cuyo autor pudo ser Domingo, obispo de Plasencia. «Los reinados siguen facilitando los mejores hilos conductores de la narración histórica», como observa Emilio Mitre, es decir que siguen siendo series de crónicas regias —reinados descritos de forma cronisticobiográfica— y no la historia de un pueblo. Solo con la citada Crónica latina se apunta una especie de «historia de España», aunque muy centrada en Castilla. El Chronicon del Tudense intenta también superar la función del mero cronista real, para lo cual vuelve a la tradición isidoriana del orgullo hispano centrado en las excelencias de la tierra, los mitos bíblicos y grecolatinos y, sobre todo, el goticismo. Un goticismo aplicado solo a Castilla y León, hasta el punto de llamar a las tropas castellanoleonesas «gothorum exercitus». La versatilidad sigue siendo la norma, como puede comprobarse, en relación con los nombres: aunque una crónica se titule «de los Reyes de Castilla» se sigue centrando en los «godos»; solo a mediados de ese mismo siglo XIII comenzarán las historias de «España»[69].
En efecto, entre las décadas cuarta y quinta del siglo XIII dio un nuevo paso hacia una «historia de España» Rodrigo Jiménez de Rada (c. 1170-1247), todo un personaje. Erudito políglota y arzobispo de Toledo, fue también un hombre de Estado que continuó la política europea procedente de Alfonso VI y contribuyó a la preparación de las alianzas internacionales que condujeron a la crucial victoria de las Navas de Tolosa sobre los almohades (1212). Como historiador, el Toledano escribió una crónica de gran influencia posterior titulada Rerum in Hispania Gestarum Chronicon o De Rebus Hispaniae (1243), por expreso deseo, según dice, de su rey Fernando III, con la intención de que no se perdiera la memoria de lo antiguo. Su esquema reproduce el de san Isidoro: es decir, parte de una visión de conjunto de Hispania, o península Ibérica, e informa sobre los pueblos que se han establecido en ella a lo largo de los siglos, desgajando así la historia española del tronco universal. Divide su obra en capítulos dedicados a la historia de los diversos pueblos relacionados con Hispania: Historia Romanorum, Ostrogothorum Historia, Hunnorum, Vandalorum, etcétera, sin olvidar una excepcional Historia Arabum. Sistematiza y funde en sus nueve libros todos los mitos anteriores, sin el menor reparo hacia su verosimilitud: parte de Túbal, hijo de Jafet, incluye a Gerión, Hércules y la serie de reyes fabulosos que había asignado a España Jordanes, un historiador bizantino que había escrito Origen y gestas de los godos en el siglo VI. De entre los mitos que recoge, es especialmente significativo el gran papel que atribuye a Hércules —mucho más importante que Túbal—, inventor del nombre de Lusitania y fundador de diversas ciudades, como Barcelona, así como la reaparición de Hispalo o Hispano, sobrino y sucesor del héroe-dios, y a quien recuperará también Alfonso el Sabio. La monarquía astur-leonesa-castellana, que quiere ser Hispania, se está expandiendo por Andalucía y no es raro que pretenda engrandecer su pasado con antecedentes gaditanos, como Hispán o Hispalo. Una fábula más de las que el Toledano está dispuesto a recoger, carente siempre de cualquier espíritu crítico al manejar las fuentes, cuando trata de los orígenes de la entidad colectiva a la que quiere rendir tributo; una entidad, recordémoslo, más geográfica todavía que étnica[70].
Todo es, sin embargo, relativamente introductorio hasta que llega a los godos, centro de su relato (y de ahí el nombre con que también se conoce su obra, Historia Gothica). Como en Isidoro de Sevilla, las glorias de los godos se equiparan a las excelencias geográficas de España. Añade a continuación el lamento por la «pérdida de España» de la Crónica mozárabe de 754, justificando la caída de la monarquía visigoda —aparte de reseñar la deshonra de la hija del conde don Julián por el rey don Rodrigo— con un excursus sobre la caducidad de todo lo humano. Su fuerza literaria justifica una larga cita, a partir de una traducción al castellano de finales del XVIII:
Quedó la tierra casi desierta de pueblos y gentes, regada con lágrimas y sangre, llena de lamentos y clamores. […] Aquella tierra que antiguamente fue destrozada por los Romanos y después curada por los Godos, es ahora nuevamente vulnerada en sus hijos. Acabáronse sus alegrías; olvidáronse sus cánticos; trocose su locuela y habla ya idioma peregrino. […] Los moros enemigos espantan por su negrura. […] Cayó la majestad goda más prontamente de lo que pueda decirse. […] Llora España a sus hijos, y no puede consolarse porque ya no existen. Su habitación ha quedado desierta, confundida su gloria. Perecieron sus hijos al filo de la cuchilla y sus nobles están en cautiverio. Sus príncipes son el oprobio del mundo, y […] quedaron esclavos los que eran libres. […] Son estrellados contra el suelo los niños, degollados los jóvenes, muertos en campaña los varones, atropellados los ancianos y las mujeres guardadas para más afrenta. […] ¿Quién dará lágrimas a mis ojos para derramar fuentes de dolor en el exterminio de la patria y la gente goda? Calla la religión de los sacerdotes. […] Perece la doctrina de la fe; los santuarios son destruidos, demolidas las iglesias. […] Mófase de nosotros la gente de Mahoma. […] Robaron los bienes de las iglesias y los haberes de los pueblos, excepto lo que los obispos pudieron salvar en Asturias […][71]
A partir del comienzo de la resistencia cristiana, su objetivo principal pasa a ser la monarquía castellanoleonesa, pero, como observa Sánchez Alonso, su conocimiento de la historiografía arábiga es muy superior a lo habitual e inserta oportunamente las genealogías de los demás reyes cristianos de la península. Conoce la mayoría de las crónicas medievales y las incorpora a su relato, que llega hasta 1243. Pese a su empecinada defensa de la primacía de la sede eclesiástica de la antigua capital goda, incorpora a su historia la aparición de Santiago en Clavijo, tomado de la Compostelana, y no le escatima importancia: «Se cuenta que en esta batalla apareció Santiago sobre un caballo blanco haciendo tremolar un estandarte blanco. Entonces el rey Ramiro se apoderó de Albelda, Clavijo, Calahorra y otros muchos lugares que agregó a su reino. Desde aquel día, según se cuenta, se utilizó esta invocación: “¡Dios, ayuda y Santiago!”. También entonces se ofrendaron a Santiago exvotos y regalos»[72].
Como historiador, el sucesor del Toledano es el rey Alfonso X (1252-1284), llamado el Sabio, que hizo redactar una Estoria de Espanna, transformada por Florián de Ocampo en Crónica de España y elevada por Menéndez Pidal, en su primera edición impresa, al rango de Primera crónica general de España. De la participación personal del monarca en la empresa guardamos la precisa descripción que él mismo ofrece: «el rey faze un libro non por que él escriva con sus manos mas porque compone las razones d’el e las enmienda et yegua e endereça e muestra la manera de cómo se deven fazer, e desí escrívelas qui él manda». La principal novedad de su Estoria es estar escrita en lengua romance, pues es poco más que una traducción libre de la Historia Gothica de Jiménez de Rada, ampliada con el Tudense y alguna otra fuente antigua, como Orosio y Lucano. Su objetivo es contar los «fechos de España», que consisten en la sucesión de «imperios» que han gobernado la península[73].
La obra empieza con el Génesis y, tras hablar de la población de Europa por diversos pueblos dirigidos por los hijos de Jafet, se centra en «Espanna», cuyos primeros ocupantes llegaron al mando de uno de ellos, llamado Túbal. No se omiten fábulas como la de Hércules, que hizo señor de este reino a su sobrino, Espán, y son los miembros de este linaje quienes hoy tienen el imperium sobre él. Se detiene en la dominación púnica y, sobre todo, en el Imperio romano, en el que destaca cualquier detalle que puede considerar «espannol». Como observaron Paul Aebischer y Américo Castro, este término, «español», es un galicismo importado por Alfonso X en esta traducción, pues del «hispanus» de Jiménez de Rada, dentro de la lógica lingüística en que iba desarrollándose el castellano, deberían haberse derivado gentilicios como «hispano», «espanido», «españón» o «espanense», pero un adjetivo terminado en «ol» es una formación propia del francés occitano (y en la Occitania se usaba desde el siglo XI, para referirse a los cristianos del sur de los Pirineos). En cualquier caso, la Estoria de Alfonso X pasa de los romanos a los vándalos y los godos, «que fueron ende sennores después aca todauia, como quier que ouieron y los moros yaquanto tiempo algun sennorio». Al llegar a Leovigildo intercala el nacimiento y los hechos de «Mahomat», así como sus descendientes y los reinados sucesivos. En el periodo de Witiza y Rodrigo explica sus luchas e incluye todas las tradiciones que explicaban la invasión y caída de la monarquía goda. Tras esta, añade el habitual capítulo «Del loor de Espanna como es complida de todos bienes»[74].
La compilación alfonsina sigue la tradición isidoriana, pero se distingue de esta, según Sánchez Alonso, en que se desprende de su tendencia a identificar lo español con lo visigodo, con lo que «toda la época precedente de la vida hispánica quedaba escondida entre la historia universal, como indotada aún de personalidad propia». El interés principal de los cronicones anteriores era conectar con los godos. Alfonso, influido entre otros por al-Razi, es «el primero que concibe la historia de España como una unidad desde la edad primitiva y que da a lo pregodo, sobre todo al periodo romano, la importancia que le corresponde». Una vez más, habrá que matizar que no es «el primero», pero sí que pone un jalón más en el avance hacia una historia prenacional. Historia que, en su caso, aunque intercale en sus genealogías regias las de Navarra y Aragón, toma el reino astur-leonés-castellano como «eje y centro» de la actuación político-militar y guardián de la memoria histórica de toda España[75].
Durante la vida del rey Sabio no pudo terminarse la segunda parte de esta crónica (de Pelayo a Fernando III), que se siguió escribiendo bajo el reinado de su hijo Sancho IV. En esta parte se utilizaría mayor abundancia de fuentes populares (Fernán González, infantes de Lara, derrota de Almanzor, hazañas del Cid). Los manuscritos conservados de la obra difieren unos de otros, como es habitual en los textos medievales, aunque desde el principio parece que existieron dos versiones, una «vulgar» y otra oficial o «regia», cuyas diversas copias se diferencian en aspectos decisivos. Menéndez Pidal, en la única edición impresa del siglo xx, no solo cambió el título de la obra (de Estoria de Espanna a Primera crónica general de España) sino que optó por algunos textos que tienden a no ser aceptados hoy como los genuinos[76].
A esta Estoria de Espanna añadió Alfonso X una Grande e general estoria, más universal, que pudo ser redactada en un momento simultáneo o intercalado al de la anterior. Combinando la historia bíblica y la pagana, se dedica a los distintos pueblos que poseyeron el «sennorio» (imperium) del mundo. Basa su redacción en fuentes mucho más variadas y heterogéneas que la Estoria de Espanna, especialmente los Cánones cronológicos de Eusebio de Cesarea, actualizados por san Jerónimo, junto con otros varios materiales de origen grecolatino. La intención del rey Sabio era probablemente insertarse en la línea de los reyes bíblicos y los de la Antigüedad clásica, pasando por los godos, lo que justificaría sus pretensiones al título imperial, a ser posible romanogermánico, y si no, al menos, al de un nominal imperator Hispaniae. Pero la obra quedó incompleta, sin pasar del alumbramiento de la Virgen María. Es interesante la referencia a las formas de perder el imperium, por los yerros contra los mandatos divinos, donde compara a los judíos, que perdieron su tierra por haber provocado la ira de Jehová, con los visigodos, a quienes ocurrió otro tanto por una causa análoga[77].
LOS CRONISTAS OFICIALES DEL REINO
En el siglo XV cambió sustancialmente la manera de hacer historia en la península. Continuaron predominando las crónicas regias, desde luego, pero incluso estas adquirieron otro carácter, al formalizarse y ser más sistemáticas y surgir la figura del cronista oficial del reino, personaje pagado por la corte para consignar los acontecimientos que no se quería que cayeran en el olvido: el primero, Fernâo Lopes en Portugal (1419); el segundo, Juan de Mena en Castilla (1450); el tercero, Gauberto Fabricio de Vagad en el Aragón de Juan II. Fue un fenómeno muy novedoso, al que ha dedicado un penetrante estudio reciente Richard Kagan[78]. El significado de este ascenso de rango no fue nimio: por un lado, el nombre del cronista salió del anonimato; por otro, se formalizó y profesionalizó, tendiendo a ser un erudito con cierta formación libresca, lo cual significó un avance hacia la laicización de la cultura, al perder los eclesiásticos su anterior monopolio como guardianes de la memoria. A cambio de todas estas ventajas, las historias pasaron a depender del poder de forma más directa, en perjuicio de la independencia del historiador; tanto fue así que los cronistas oficiales optaron, con frecuencia, por la estrategia de dejar sus obras inconclusas, evitando llegar a tiempos recientes, para que su cargo no corriera riesgos; como el padre Mariana explicaría mucho más tarde, al referirse a la clausura de su historia con la muerte de don Fernando el Católico, «no me atreví a pasar más adelante y relatar las cosas más modernas por no lastimar a algunos si se decía la verdad ni faltar al deber si la disimulaba»[79].
Aunque no es nuestro propósito ofrecer una lista de cronistas e historiadores, sino seguir los avatares de lo que en el futuro se convertiría en la «historia de España», cuando se trata del reino de Castilla, que tiende cada vez más a asumir el protagonismo de nuestro relato, es obligado citar algunos nombres. Jofré de Loaysa, por ejemplo, arcediano de Toledo y abad de Santander, autor de una Crónica de los reyes de Castilla de la segunda mitad del siglo XIII. Don Juan Manuel, sobrino de Alfonso X, primero que se atrevió a ofrecer un arreglo de la versión «regia» de la Crónica del reinado de su tío, que tituló Crónica abreviada (1320). Y, sobre todo, Pero López de Ayala (1332-1407), canciller mayor de Enrique III, traductor parcial de las Décadas de Tito Livio y autor de las Crónicas de los cuatro reyes contemporáneos de Castilla: Pedro I, Enrique II, Juan I y los primeros años de Enrique III, con lo que cubrió casi toda la segunda mitad del siglo XIV; este político e historiador no solo conocía de primera mano los entresijos del poder de la época sino que era un gran creador de semblanzas y prestó atención a temas antes ignorados, como los sociales y administrativos, con lo que dio un paso sustancial hacia la forma moderna de escribir la historia[80].
Entre las anónimas mencionaremos, telegráficamente, la Crónica de 1344, también llamada Segunda crónica general, primera refundición y añadido de la Estoria alfonsina, a la que prolonga durante casi un siglo, incluyendo por primera vez en castellano la Crónica del moro Rasis. En ese mismo siglo XIV fueron compuestas, por mandato de Alfonso XI y tras un prólogo común, las llamadas Tres crónicas, referidas a los reinados de Alfonso X, Sancho IV y Fernando IV, atribuidas a Fernán Sánchez de Valladolid. Este pudo ser también el autor de otra Crónica de Alfonso XI, basada en el Poema de ese rey. Aunque Menéndez Pidal la dató en 1360, bastante anterior debió de ser la Crónica de veinte reyes, que comprende trescientos años, desde Fruela II hasta Fernando III, siempre dentro del eje astur-leonés-castellano. De 1370 aproximadamente es la Crónica de los reyes de Castilla, que abarca los reinados de Fernando I a Fernando III y que fue llamada por fray Alonso de Espina Crónica del Cid, por la atención que dedica a este personaje[81]. Diez años después se hizo una versión gallega de esta obra, utilizando también parte de la Crónica general alfonsina, con lo que cubría cuatro siglos, entre Ramiro I y Fernando III. En lengua aragonesa escribió Juan Fernández de Heredia La grant e verdadera historia de Espanya o Grant cronica de Espanya, que abarca desde Túbal hasta la toma de Algeciras por Alfonso XI. Fray García de Euguí, obispo de Bayona y confesor de Carlos III de Navarra, ofreció una Crónica de los fechos subcedidos en España desde sus primeros señores hasta el rey Alfonso XI, que seguía el modelo isidoriano-alfonsino, pues se iniciaba con la creación del mundo y las seis edades establecidas por la tradición cristiana, a lo que, tras infinidad de fábulas e invenciones, añadía una historia de Navarra desde sus orígenes hasta la muerte de Carlos II el Malo en 1387. Una Tercera crónica general, por último, refundió de nuevo la alfonsina para prolongarla hasta 1390; alcanzó mayor difusión que sus predecesoras y Ocampo la acabaría imprimiendo, muy enmendada, en 1541[82].
En el siglo XV castellano, Sánchez Alonso se refiere a un Sumario de los reyes de España, desde Pelayo a Enrique III, escrito por el despensero de la esposa de Juan I. La Crónica de 1404, anónima pero obra de un portugués, y que abarca desde la creación del mundo según la Biblia hasta poco antes de la muerte de Enrique III. Hay también una Chronica general de España desde el año de 721 hasta el de 1415, un compendio basado en la de 1344, que empieza con Pelayo y da mucha importancia a los linajes, proporcionando una lista alfabética de reyes y otra de apellidos. A lo que debe añadirse una llamada Cuarta crónica general, de autoría polémica, que alcanza hasta 1455, tras la muerte de Juan II; entre sus fuentes figuran una traducción de la Crónica del Toledano, una versión abreviada de la Primera crónica y la de 1344. Hacia 1430 Pedro del Corral escribió una especie de «novela histórica» o libro de caballerías, titulada Genealogía de los godos con la destruycion de España, influida por la Crónica del moro Rasis e impresa varias veces con el nombre de Crónica del rey don Rodrigo o Crónica sarracina. Otro sumario histórico titulado Atalaya de las chronicas, que da cuenta de los hechos principales hasta 1454, fue obra de Alfonso Martínez de Toledo, arcipreste de Talavera y autor del Corbacho. Cuatro años antes se había hecho una Refundición de la tercera crónica general, que cubría desde la invasión de los vándalos, alanos y suevos hasta la muerte de Bermudo II. Garci Sánchez, jurado de Sevilla, compuso unos Anales, que comienzan el año 617, en que sitúa el comienzo del islam, siguen con la «pérdida de España» y llegan hasta 1469, con datos muy dispersos sobre la historia castellana, y en especial los reinados de Pedro I y Juan II, y algunos sobre las cruzadas. Pedro de Escávias, consejero de Enrique IV, hizo un Repertorio de príncipes de España, especie de sumario universal que empieza con la creación del mundo y termina con la muerte de Enrique IV; aunque dedica alguna atención a la historia antigua, detalla sobre todo los reinados de Juan II y Enrique IV[83].
Algunos de estos cronistas fueron también políticos activos, como el canciller López de Ayala. Fue una novedad de la época, como lo fue también la aparición de biografías de personajes contemporáneos que no eran necesariamente de sangre real ni altos cargos de la Iglesia, como don Álvaro de Luna o el condestable Miguel Lucas de Iranzo; y se empezaron a reseñar hechos particulares carentes de relación con el poder. En conjunto, como escribió Robert Tate, «en la historiografía medieval de la península Ibérica no hay ningún siglo que pueda competir con el XV en la variedad de formas y en las diversas maneras de abordar temas históricos», pese a lo cual «no produjo un solo historiador que se destacase por su brillantez u originalidad. Exceptuando posiblemente a Fernâo Lopes, ninguno llega al nivel de Jiménez de Rada». Hubo un variado conjunto de producciones que tendió a sustituir a esas crónicas de reinados, o series de reinados, a veces incluso de un territorio llamado «España», insertas siempre en una historia bíblicouniversal, que habían sido típicas del periodo anterior. Desde nuestro punto de vista, el de la formación embrionaria de una «historia de España», los avances no fueron, en efecto, comparables a lo que significó Jiménez de Rada. Pero sí tuvieron algún interés inesperado, como veremos[84].
Para completar debidamente este apartado deberíamos citar aún otras cuantas docenas de crónicas o de escritos menores. Renunciaremos, sin embargo, a ofrecer una lista necesariamente árida e incompleta, pues, como le dice Cipión a Berganza en el cervantino Coloquio de los perrros, «temo que, al paso que llevas, no llegarás a la mitad de tu historia». Lo único de verdad significativo en la reorganización del relato histórico en el siglo XV, principalmente —pero no solo— a cargo de castellanos, fue el cambio de legitimidad de la monarquía, que tendió a desplazarse de los godos a un periodo anterior: en el caso de Margarit, a los romanos; en el de Vagad o la escuela historiográfica ligada al judeoconverso Pablo de Santa María, a un pasado incluso más lejano. A esta última escuela dedicaremos las próximas páginas.
LA ESCUELA HISTORIOGRÁFICA JUDEOCONVERSA
Hablemos, pues de Pablo de Santa María, o García de Santamaría, también conocido como Pablo de Cartagena (1350-1435), figura crucial en esta búsqueda historiográfica de una nueva base para la legitimidad política. Este personaje había sido bien conocido en el Burgos del siglo XIV, como rabino mayor de la ciudad, bajo el nombre de Selemoh-Ha Leví. A sus cuarenta años de edad, bajo la presión de los sangrientos pogromos de 1390-1391, optó por bautizarse y bajo su nuevo nombre rehízo, de forma sorprendente, su carrera clerical en el mundo cristiano. Doctorado en teología por París, regresó a Burgos y se integró con tal éxito en los medios eclesiásticos peninsulares que llegó a ser obispo de la ciudad —de la misma de la que había sido rabino mayor—, logrando también colocar en distintos obispados a sus dos hijos, habidos en su anterior matrimonio judío con una esposa a la que repudió por no aceptar convertirse. Como historiador, escribió Las siete edades del mundo o Edades trovadas, poema en octavas reales que narra la historia del mundo desde la creación, y una Suma de crónicas de España, que inicia con Hércules y su sobrino Hispán, el primer «rey de España» y llega hasta la coronación de Fernando I de Aragón en 1412; muy breve en su parte cartaginesa y romana, exceptuado el episodio de Numancia, se extiende más a partir de los godos y, sobre todo, de las guerras con los musulmanes. Su hermano, Alvar García de Santa María, también convertido en 1390, fue autor de buena parte de la Crónica de Juan II, continuada luego por el también converso Juan de Mena y por Carrillo de Albornoz[85].
Pablo de Santa María se convirtió en un hombre poderoso en el mundo eclesiástico y jurídico, y no solo castellano sino también —lo que hace su caso más asombroso aún— aragonés. Para su hijo Gonzalo logró los obispados sucesivos de Gerona, Astorga, Plasencia y Sigüenza, aparte de ser embajador de Alfonso V de Aragón en el Concilio de Constanza. Más deslumbrante aún fue la carrera de su segundo hijo, Alfonso García de Santa María, más conocido como Alonso de Cartagena, que, además de suceder a su padre en el obispado de Burgos, fue también embajador, pero de otro rey, Juan II de Castilla, y ante otro concilio, el de Basilea. En su vida diplomática, Cartagena conoció al gran humanista Eneas Silvio Piccolomini, futuro papa Pío II, que le llamó «deliciae hispanorum decus praelatorum non minus eloquentia quam doctrina preclarus, inter omnes consilio et facundia praestans». Como historiador, Alonso de Cartagena fue el autor de una compilación, muy dependiente de la Crónica de 1344, titulada Anacephaleosis («Recapitulación») o Rerum in Hispania Gestarum Chronicon, que alcanza hasta el año de su muerte (1456). Su principal novedad formal —aparte de volver al empleo del latín, abandonado desde el Toledano— es la de consignar, paralelamente a la de los reyes españoles, la cronología de otros soberanos, como papas, emperadores, reyes franceses y, desde luego, obispos burgaleses. Como subrayó Robert Tate, lo importante de la obra era que, tras recorrer con rapidez los reyes primitivos y etapas intermedias, se centraba en los godos (cuyo arrianismo colectivo, por ejemplo, negaba: los godos no fueron herejes salvo «algunos infeccionados de la heregía arriana») y, a partir de ellos, en los reyes astur-leoneses-castellanos, cuya línea sucesoria con los godos era, según el autor, ininterrumpida. Aunque daba cuenta de los linajes de los otros reinos peninsulares, y reconocía que se llamaba «reino de España» a cualquiera de los de la península, dejaba claramente establecido que el rey de Castilla era el monarca «más importante», el único «heredero legítimo» del reino visigodo y al que correspondía el título de «Rex Hispaniae», habitualmente empleado por poderes extranjeros. Como observó Américo Castro, para Cartagena el rey de Castilla estaba, además, revestido por un «impulso mesiánico», por su misión sagrada de llevar adelante la guerra santa, la Reconquista, que se hundía o florecía según que el vicio o la virtud prevaleciera entre los castellanos[86].
En la escuela que fundó Alonso de Cartagena en Burgos, tras volver de Roma, se formaron Rodrigo —Ruy— Sánchez de Arévalo y Alfonso de Palencia, entre otros. El primero (1404-1470), titular nominal de diversas sedes episcopales, entre ellas Palencia, fue en la práctica un diplomático que desarrolló su carrera en la curia romana. Allí escribió una copiosa obra latina, que incluía una Compendiosa historia hispanica, en la línea del Toledano, con el tradicional elogio a España como tierra privilegiada y la lista de los reyes fabulosos y las dominaciones griega, cartaginesa y romana, para detenerse en especial en los godos. De la historia primitiva es interesante observar que Hércules deja de aparecer como fundador del reino de España; le sustituye, en cambio, Gerión, jefe de los hispani que se enfrentaron al semidiós griego, al igual que los numantinos o Viriato se enfrentarían, más tarde, a los romanos, crueles y despiadados según Sánchez de Arévalo. Más importante aún, los romanos introdujeron en Hispania costumbres sofisticadas y afeminadas que constrastaban vivamente con las rudas virtudes morales de los hispani. Una Hispania heroica, autosuficiente, como vio Robert Tate, se esbozaba así aun antes de los godos, pero se encarnaba inmediatamente en estos en cuanto hacían su aparición. Es una operación mitificadora muy semejante a la que estaban llevando a cabo los historiadores franceses de la época en torno a los galos. Sánchez de Arévalo pasaba a continuación a la formación de los diferentes reinos peninsulares, incluidos los de Portugal y Granada, pero con especial preferencia por el astur-leonés-castellano, con cuyo rey, Enrique IV, al que dedicó su obra, terminaba el relato. Como ha observado Baltasar Cuart, Sánchez de Arévalo proclamaba, al igual que Cartagena (lo que prueba una vez más su dependencia de la escuela), la primacía del reino castellanoleonés sobre el resto de los ibéricos: era «primero y principal reino de España», «centro de España», único de origen godo y, por tanto, «tronco originario» del que derivaban los demás reinos, lo que le confería una especie de mayorazgo. Les aventajaba, además, «no solo por la situación, sino por la población», pues comprendía cuatro de las «seis provincias que contiene España […]: la Cartaginense, la Lusitania, la Bética y la Galaecia». Distanciándose en esto de su maestro Cartagena, Arévalo pensaba que el rey de Castilla era el único que podía utilizar legalmente el título de «rey de España», mientras que los demás empleaban los nombres de sus reinos particulares[87].
Alfonso de Palencia (1423-1492), el segundo de los grandes discípulos de Cartagena, provenía también de familia judeoconversa y desarrolló gran parte de su carrera, igualmente, en Roma. A su regreso a España, fue secretario «de latín» de Enrique IV y cronista real a partir de 1456, cargo en el que sucedió al también converso Juan de Mena. Partidario de Fernando e Isabel en la pugna por la sucesión del rey Enrique, ayudó a la pareja a arreglar, entre otros lances, su accidentada boda —quién sabe si no fue él quien falsificó la bula papal que permitió casarse a los dos primos—, y pasó luego a ser cronista oficial de la reina. Su principal obra fue la monumental Gesta Hispaniensia ex Annalibus Suorum Diebus Colligentis, conocida como Décadas por estar organizada al estilo de Tito Livio, que cubre desde el reinado de Juan II hasta la consolidación de los Reyes Católicos. También escribió unos anales de la guerra de Granada, aparte de obras literarias y de estrategia militar y de ser el traductor de las Vidas paralelas de Plutarco y de Las guerras judaicas de Flavio Josefo[88].
En la historiografía castellana de los siglos XIV y XV se registra, por tanto, una revitalización del goticismo, muy ligado ahora a la corona de Castilla. Pero las circunstancias habían variado mucho desde aquel siglo IX en que el mito había nacido en las crónicas alfonsinas. El enfrentamiento principal no era ya con los musulmanes sino, curiosamente, con los italianos. Porque en los últimos siglos medievales, y en especial en los concilios de Constanza y Basilea, se había desatado un debate sobre la primacía dentro de las naciones cristianas, como ha estudiado Fernández Albaladejo, que cuestionaba la hasta entonces indiscutible de Roma. Ahora era Escandinavia la vagina gentium, según la expresión del bizantino Jordanes (traducida por Jiménez de Rada como el «paridero de naciones») y de ese norte brumoso procedían los godos. No hace falta añadir que frente a esta idea reaccionaron los humanistas italianos: liderados por Flavio Biondo, recordaron que los godos eran «bárbaros» y que el saqueo de Roma del 410 certificaba el «furor teutonico». Desde Germania llegaron entonces las respuestas, describiendo las altas virtudes militares y valores morales de los pueblos góticos, que si habían destrozado Roma no había sido sino en cumplimiento de los designios divinos, como castigo a su degradación moral. Eso explica la toma de posición tan radicalmente progótica de Sánchez de Arévalo y Alonso de Cartagena. Este último, por cierto, fue quien defendió ante los padres reunidos en el Concilio de Basilea el derecho preferente de la corona castellana sobre la inglesa[89]. Sus argumentos, a los que dedicó atención Américo Castro, merecen un párrafo aparte.
Además de basarse en la herencia goda como eje vertebrador de la historia hispana, Cartagena arguyó en Basilea, frente a la alegación inglesa de que su tierra era más rica y productiva, que «los castellanos no a costumbraron tener en mucho las riquezas, mas la virtud; nin miden la honor por la quantidat del dinero, mas por la qualidad de las obras fermosas; por ende las riquezas no son de alegar en esta materia, ca si por las riquezas mediésemos los asentamientos [las precedencias], Cosme de Médicis, u otro muy rico mercadero, precedería por ventura a algún duque». A lo que añadió que «los reyes de España, entre los quales el principal e primero e mayor, el rey de Castilla e de León, nunca fueron subjectos al Emperador […] nin a otro alguno, mas ganaron e alçaron los regnos de los dientes de los enemigos». Y un tercer argumento: el señor rey de Inglaterra «faze la guerra, pero non es aquella guerra divinal […] ca nin es contra los infieles nin por ensalçamiento de la fe catholica, nin por estension de los términos de la cristiandat, mas fazese por otras cabsas». Es decir, la lucha contra el infiel, junto con la descendencia goda, la no sumisión al Sacro Imperio Romano y el desdén nobiliario por las actividades mercantiles —rasgo tan típico de la sociedad española de los siglos inmediatos— fundamentaban la pretensión del rey de Castilla a preceder al de Inglaterra. A lo que Cartagena añadió, para terminar, la riqueza —que acababa de decir era algo secundario para los castellanos— de la legación enviada al concilio: «non traeré otro testigo si non esta embajada que vedes, ca non suelen de regno pobre tales embaxadores salir». Ganó, en resumen, la votación. Y el representante del rey de Castilla ocupó un sitial preferente respecto del de Inglaterra[90].
Contribuyó a la polémica sobre la antigüedad de la monarquía española Diego de Valera (c. 1412-1488), consejero de Juan II, Enrique IV y los Reyes Católicos, autor de una Crónica de España a la que el propio autor llamó Crónica abreviada, que no pasaba de transcribir la Crónica de 1344, la Crónica de Castilla y la Cuarta, con una única parte original al final de la obra, sobre el reinado de Juan II. Con toda probabilidad, Valera era también de familia conversa. Otras obras históricas suyas fueron un Memorial de diversas hazañas, sobre el reinado de Enrique IV y otra Crónica dedicada al de los Reyes Católicos, que solo llega hasta el año 1488, en la que trata con cierto detalle la guerra contra Portugal y el comienzo de la de Granada. La obra de Valera no se distingue por su capacidad de seleccionar lo verdaderamente importante entre los datos que consigna, pero interesa aquí por su aceptación acrítica de antecedentes fantasiosos. Se atrevió a precisar que, al venir de Hércules y Gerión —al que llama Gedeón—, la monarquía española había vivido 2648 años exactamente, lo que la convertía en la más antigua del mundo, mucho más que la romana, que solo tenía unos 2200, y desde luego que la francesa, que rondaba el milenio, pues solo había comenzado en el siglo V d.C.[91]
Familiar de Alonso de Cartagena fue Diego Rodríguez de Almela, capellán de Isabel la Católica y cronista real, autor de un Compendio historial o Compilación de las crónicas et estorias de España, que abarca desde el diluvio hasta el reinado de Enrique IV. Su obra más célebre fue Valerio de las historias, una colección de anécdotas moralizadoras, cuyo título hace referencia a Valerio Máximo, donde predomina la historia española y en especial la de Castilla[92].
En conjunto, y para terminar, el rasgo peculiar de este grupo de historiadores fue la búsqueda de una antigüedad propia, remontando los orígenes de Hispania no ya a los godos sino a un pasado anterior al clasicismo grecorromano, (identificado con la superioridad cultural de Italia, como observa Tate refiriéndose a Vagad), y anterior también, por tanto, a la era cristiana. Esto último, tan propio del humanismo renacentista, significaba cierta laicización, pues disminuía la importancia de Santiago y de Covadonga. En esa línea estaban también historiadores ajenos al grupo, como Joan Margarit o Diego de Valera, lo que significa que era un signo de los tiempos. Pero era especialmente propio, como observó Américo Castro, de intelectuales de origen judío, que no se sentían a gusto con el paradigma dominante de un Imperio romano (culpable de la destrucción de Jerusalén y la diáspora) como madre de toda civilización y optaron por una Sefarad que rivalizara en antigüedad con Roma y a la que, por cierto, alguno atribuía el hebreo como lengua originaria. La polémica sobre la primacía entre las naciones cristianas, traída a la península por estos autores, respondía ya a la nueva necesidad de Castilla de ser reconocida como figura de primer rango en el trato internacional. Son ellos también quienes empiezan a delinear el mito de la nación indomable, a la que ninguno de sus sucesivos invasores había podido someter[93].
En el interior, sin embargo, el objetivo inmediato del goticismo seguía siendo legitimar la guerra contra el último reino musulmán. Los propios Reyes Católicos, en una carta dirigida al sultán de Egipto —y citada por Suárez Fernández— en respuesta a su petición de que cesen las hostilidades contra el reino de Granada, le explican que «las Españas en los tiempos antiguos fueron poseídas por los reyes sus progenitores; e que si los moros poseían agora en España aquella tierra del reino de Granada, aquella posesión era tiranía, e non juridicia. E por escusar esta tiranía, los reyes sus progenitores de Castilla y de León siempre pugnaron por lo restituir a su señorío, segund antes lo avía sido». Que nadie, en el momento, llamara al asedio y rendición del reino de Boabdil la «reconquista de Granada» parece indicar que aquello era más recurso literario y ardid jurídico que interpretación diaria de la realidad[94].