EL PROTAGONISMO EUROPEO
LOS REYES CATÓLICOS
Que el matrimonio y reinado conjunto de Isabel y Fernando de Trastámara abren una nueva época es un tópico mil veces repetido, pero de muy difícil refutación. Como observó Guicciardini en 1512, la unión de Castilla y Aragón, el fin del dominio musulmán sobre la península, la anexión de Navarra, la toma del Rosellón a Francia, la conquista del reino de Nápoles, la de plazas africanas como Orán y el descubrimiento de esos territorios oceánicos de los que llegaban metales preciosos, eran acontecimientos que «en nuestros tiempos, han centrado en cierto modo la luz en España, la han sacado de su oscuridad natural», como escribió Guicciardini. Todo ello constituía, en efecto, una alteración del orden europeo de los últimos siglos, vivido por sus contemporáneos, especialmente desde Italia, como «natural». Pero el asombro ante tan espectaculares cambios también se detecta en los reinos peninsulares[95].
El primer sentimiento que domina entre los cronistas es el de un entusiasmo generalizado ante lo que Andrés Bernáldez llamó la «reintegratio Hispaniae». «Hispania tota sibi restituta est», sentencia Nebrija. No es solo que se haya producido una unión o agrupación de territorios antes separados. Eso ha ocurrido, desde luego, como le recuerda a Fernando fray Íñigo de Mendoza, franciscano que se dirige a él como «tú, que en tus santas alturas, / soldaste las quebraduras / de nuestros reinos de España», declarándole, por tanto, «el que de Dios es ungido / para mandar las Españas». Es, obsérvese, más que una mera unión: es una «soldadura» o reparación de algo que estaba «quebrado», que vivía una rotura antinatural. Ese algo que se «restaura», esa rotura que se suelda, es la unidad perdida tras la invasión musulmana, 780 años antes, el momento en que, como había dicho López de Ayala, «se perdió España de mar a mar». Ahora, en cambio, en palabras de Nebrija, «los miembros e pedazos de España, que estavan por muchas partes derramados, se redujeron e ajuntaron en un cuerpo e unidad de Reino, la forma e travazón del cual assí está ordenada que muchos siglos, injuria e tiempos no lo podrán romper ni desatar». Así lo describen también los cronistas aragoneses, como puede deducirse de la dedicatoria del Paralipomenon de Margarit a los Reyes Católicos que en su momento citamos y en la que se hacía referencia a la pérdida de la unidad de la Hispania romana a consecuencia de la invasión árabe y su recomposición gracias a la fusión de la Hispania Citerior y Ulterior con Fernando e Isabel[96].
Aquellos hechos tan extraordinarios y logrados en tan breve plazo de tiempo inundaron las crónicas de componentes providencialistas, típicos de la historia medieval, que derivaban fácilmente en el mesianismo y el profetismo. Frente al racionalismo de un Maquiavelo, que en aquel momento estaba ya reflexionando sobre la fortuna, la virtù y la necessità como factores del acontecer humano, historiadores y cronistas peninsulares seguían anclados en el providencialismo: Dios era el agente de la historia y todo acontecimiento llevaba su autoría; no había fortuna, en el sentido de azar o casualidad, como no había virtù en el de habilidad política, porque todo era producto de la voluntad divina, aunque sus razones fueran con frecuencia ocultas o secretas, es decir, inaccesibles a la mente humana. Como explica al rey Fernando el doctor Palacios Rubios, hablando de la conquista de Navarra: «por estas razones […] solo a Él reservadas, ha decretado Dios quitar su reino a los reyes de Navarra y otorgarlo a Vuestra Majestad. Porque es Dios quien, en castigo de las iniquidades, transfiere los reinos de gente en gente, como dice la Sagrada Escritura»[97].
El providencialismo lleva, lógicamente, al profetismo. Si lo ocurrido en el pasado ha sido producto de la voluntad divina, es posible deducir en qué dirección avanzará el futuro. Tanto en la Anacephaleosis de Alonso de Cartagena como en la Compendiosa historia de Sánchez de Arévalo se constata la protección divina sobre la monarquía castellana, lo que prueba que está destinada a llevar a cabo una grandiosa misión, aún inconclusa. Para empezar, se ve en el horizonte la unión completa de España —la península— con la absorción de Portugal. Eso quiere decir el aragonés Fabricio de Vagad, cuando le escribe al rey Fernando que le estaban «esperando los reynos de España», o el bachiller Palma cuando augura que con el heredero de Isabel y Fernando «todos los reynos d’España en un reyno veverán». Diego de Valera le asegura igualmente a Fernando que «es profetizado de muchos siglos acá que no solamente seréis señor de estos reynos de Castilla y de Aragón, que por todo derecho vos pertenecen, mas avréis la monarchia de todas las Españas e reformareys la silla imperial de la ynclita sangre de los godos donde venís»[98].
Al haberse manifestado el favor divino de manera tan obvia sobre las cabezas de Fernando e Isabel era indudable que se estaba entrando en una nueva era en la historia del mundo. Había surgido un nuevo imperio, comparable al persa o al romano. Tanto Margarit como Nebrija o Marineo Sículo ven las actividades de los Reyes Católicos en el contexto de la historia imperial romana. Para los más entusiastas, había llegado la monarquía universal, la culminación de la historia, con una previsible conquista de Jerusalén que preludiaría la entrega de la corona terrenal a un Cristo esplendoroso que descendería sobre el monte de los Olivos. Los imperios, observaron estos profetas con una lógica aparentemente impecable, se movían de Levante a Poniente, de acuerdo con el curso del sol: nacidos en Asiria y Persia, y encarnados de manera sucesiva en Grecia y Roma, culminaban ahora en España, un Finis Terrae que sería también el Finis Historiae. Pedro de Cartagena le explicaba a la reina Isabel que, de las letras de su nombre, «la I denota Imperio, / la S señorear / toda la tierra y la mar». Y, al llegar a la R de Regina, disparaba la profecía hasta la culminación de los tiempos: «Dios querrá, sin que se yerre, / que rematéis vos la R / en el nombre de Granada. / No estaréis contenta bien / hasta que en Jerusalén / pinten las armas reales»[99].
Más discutible es que estos cantos proféticos dirigidos a los monarcas —o a su dinastía— fueran necesariamente el preludio de una visión «nacional», en el sentido de exaltación de una nación, un grupo humano, soberano sobre su territorio y destinado a protagonizar empresas colectivas. Así se enseñó mucho después, en los textos históricos de orientación nacionalista (los Reyes Católicos realizaron o consiguieron la «unidad nacional»). No era esa, sin embargo, la orientación de los cronistas de la época, que, lejos de justificar una estructura política limitada a una «nación», seguían pensando en una dinastía o linaje —cabeza de un pueblo, sí, elegido, preferido por Dios y superior a los demás— que ampliaba sus dominios para convertirse en un imperio, mundial si era posible. El escudo de los Reyes Católicos, tan reproducido y con frecuencia llamado «escudo nacional», es un excelente ejemplo de la representación de una realidad muy ajena a la nación: en lugar de ser simple, reducido a una figura o color o a una combinación sencilla de ambos, expresando así la homogeneidad ideal de la nación, es una abigarrada y creciente acumulación de figuras y símbolos, como corresponde a un gran poder feudal que acapara tan gran número de reinos y señoríos como le es posible.
Pero también es cierto que se ven forzados a derivar en esa dirección porque, al llegar a Italia las tropas del Gran Capitán, a quien se insulta es a «los españoles». Y que la polémica entre los humanistas versa sobre la antigüedad de la monarquía española o de los españoles como pueblo. Es decir, que se oscila entre la mera glorificación del monarca o de su dinastía, que es la tendencia inicial de los textos, y el ensalzamiento de una identidad colectiva, «los españoles», base del nacionalismo futuro. A esto último es a lo que obliga la salida al escenario exterior. Porque desde el extranjero no era fácil percibir las complejidades políticas y culturales de la península. Ya desde los concilios medievales se habían acostumbrado a clasificar a los «hispani», que incluía por supuesto a los portugueses, como una de las cinco «nationes» de la cristiandad. Ahora, con las radicales transformaciones llevadas a cabo por Fernando e Isabel, parecía confirmarse aquella unidad y se veía con más claridad que aquel territorio, Hispania o España, estaba unido políticamente, o destinado a estarlo pronto, y no se llamaba a Fernando rey de Aragón, Castilla, Navarra, Granada, etcétera, sino que se hablaba con naturalidad del «Rex Hispaniae» o «Hispaniarum Rex», como le llamó el Papa —por muy valenciano que fuera— Alejandro VI.
Una consecuencia de la nueva situación, y del inevitable giro de la legitimidad política, fue la transformación del relato histórico —nuestro tema—, que consistió fundamentalmente en la búsqueda de antecedentes prerromanos, e incluso pregriegos. Ya el taller historiográfico de los Santa María había sostenido que el primer rey de España no había sido Hércules, ni su sobrino o protegido Hispano, impuestos por un extranjero, sino el oponente de Hércules, Gerión, el héroe «ibericus». También el catalán Margarit o el aragonés Fabricio de Vagad le negaban a Hércules la calidad de «español». Es decir, que disminuyó la importancia del mito grecorromano, a partir del momento en que las tropas de Fernando desembarcaron en Italia, a la vez que se tendió a prescindir de la del gótico desde que los musulmanes fueran expulsados de Granada. En aquel momento, los historiadores italianos retomaron la idea clásica de la incivilidad del «furor teutonicus» que les estaba derrotando. Y los españoles (o italianos al servicio de la corona castellanoaragonesa) plantearon entonces la rivalidad con los romanos como se hacía en aquella época: buscándose una antigüedad propia, superior a la del oponente, a la de esa Italia que recibía a las tropas españolas refiriéndose a la «barbarie hispanica».
Para este objetivo hacían falta estrategias, aparentemente, contradictorias. La primera, que las crónicas de España se hicieran en latín. Su finalidad era defender la importancia de la cultura «española», pero, para ganar dignidad cultural y, sobre todo, para lograr impacto entre el público europeo, había que hacerlo en la lengua internacional. Nebrija, que ha pasado a la historia como el autor de la primera gramática de la lengua castellana, se consideraba sin embargo el «primero en abrir tienda en lengua latina»[100]. Es una tendencia que se mantendría viva durante un siglo, hasta Mariana, y que demuestra que lo que primaba no era la afirmación de una cultura nacional sino la exaltación de una monarquía o un imperio; una monarquía imperial que con Carlos V no era propiamente «española». Pese a todo, en términos cuantitativos la producción impresa en lengua «vulgar» —castellana— iría ganando terreno a la latina —incluso sobre temas históricos— durante este periodo.
Pero no bastó con escribir en latín. Hubo que contratar a italianos, algo nada difícil una vez que las tropas de Fernando se asentaron en Sicilia y Nápoles. El más célebre de aquellos italianos fue Giovanni Nanni, o Annio de Viterbo (1432-1502), dominico de la corte romana de Alejandro Borgia y agregado al embajador castellano en Roma, conocido por una obra impresa en Roma en 1498 titulada Commentaria Super Opera Diversorum, a veces editada como De Comentariis Antiquitatum, que no por azar estaba dedicada a los Reyes Católicos. En ella incluía una antología de textos, según él de auctores vetustissimi, pero en realidad escritos por él mismo. Uno de los objetivos, quién sabe si el principal, de este «pícaro fraile», como le llamó Bartolomé J. Gallardo, era probar que Viterbo, su ciudad, tenía una antigüedad muy superior a la de Roma por haber sido capital de los etruscos; para ello había hecho esculpir una losa y la había enterrado en una viña que sabía próxima a ser cavada. En sus Comentarios reprodujo ahora este supuesto hallazgo, pero se atrevió a algo más, para halagar sin duda al papa valenciano al que servía y a los Reyes Católicos, a los que dedicaba su libro XII. En ese libro incluía una reseña de la España primitiva («De primis temporibus & quatuor ac viginti regibus primis Hispaniae & eius antiquitate») en la que, apoyándose en textos —inventados— de un sacerdote caldeo —auténtico— del siglo III a.C. llamado Beroso, enumeraba los reyes babilónicos, asirios y también los «reyes antiguos de España». Esta última era una serie de reyes fabulosos iniciada, como venía siendo habitual desde Josefo y san Jerónimo, por Túbal, quinto hijo de Jafet, que introdujo en España las letras, la música y la filosofía moral; la novedad era que tras Túbal la lista se alargaba hasta 24 nombres, producto casi todos de la imaginación de Annio y anteriores en 600 años a la fundación de Troya: Túbal, Iberus, Iubelda, Brygus, Tagus, Betus, Gerion, Hispalus, Hispanus, Hesperus, Habis... De repente, Annio de Viterbo abría perspectivas de inesperada antigüedad a una monarquía que era «española» porque había dominado la totalidad de la península Ibérica[101].
Las falsificaciones de Annio no fueron conocidas por Michel Riccio, que publicó muy poco después, según Georges Cirot, un breve De Regibus Hispaniae Libri III, en el que incluía a Gargoris, Habis y Gerión, aun advirtiendo que no creería en ellos de no ser por la autoridad de Trogo Pompeyo. Hubo compañeros de orden de Annio, como Rafaello Volterrano y en España más tarde Melchor Cano, y otros ajenos a la orden de predicadores, como Luis Vives o Francisco Suárez, que expresaron su escepticismo ante aquellos textos y, al finalizar el siglo XVI las invenciones de Annio serían demolidas sin piedad por Scalígero. Pero, de momento, en la monarquía de Fernando e Isabel resultaron muy útiles, porque probaban que los españoles poseían mayor antigüedad que los romanos. En ese sentido las aceptaron y utilizaron figuras de primera categoría, como Antonio de Nebrija o Lebrija (c. 1444-1522), cronista oficial de los Reyes Católicos. Nebrija era un humanista que, entre otras cosas, escribió en latín una crónica del reinado, a partir de la escrita por Hernando del Pulgar. Pero estaba preocupado por la etimología de los nombres y dedicó también a Fernando e Isabel una Muestra de la historia de las antigüedades de España, en la que se remontaba a los tiempos más primitivos, apostando, como ha escrito Fernández Albaladejo, por un indigenismo hispano, frente al «imperialismo cultural e historiográfico romano». Subrayaba lo sorprendente de que «una nación tan bien dotada haya padecido tantas dominaciones», aunque, al fin, se hubiera convertido en un imperio dominador. No es de extrañar que se dejara seducir por los inventos del de Viterbo[102].
Otro italiano que se puso al servicio de la España de los Reyes Católicos fue Pietro Martire d’Anghiera (c. 1455-1526), humanista lombardo educado en Roma y que pasó en España los últimos treinta años de su vida bajo el nombre de Pedro Mártir de Anglería, con cargos de muy alto nivel, como capellán de Isabel la Católica, deán de Granada, protonotario de Aragón, catedrático en Salamanca, cronista real de Castilla y miembro del Consejo de Indias. Historió el reinado de los Reyes Católicos en su Opus Epistolarum (812 cartas, de los años 1488 a 1525, en las que relató a importantes corresponsales, como los pontífices, los sucesos de los que fue testigo) o en sus Décadas de Orbe Novo, datadas el año de su muerte. Pedro Mártir de Anglería demostró su perspicacia orientando su interés hacia los acontecimientos americanos, pero no dejó de cultivar el género de las antiquitates Hispaniae que la Corona esperaba de él[103].
Si Mártir de Anglería fue capellán de Isabel y cronista real de Castilla, capellán de Fernando y cronista real de Aragón fue otro italiano, Lucio Marineo Sículo (1460-1533), que también acabó pasando la mayor parte de su vida en Salamanca, donde fue ayudante de Nebrija y le sucedió en la cátedra. Marineo fue, como observa Georges Cirot, «el primer extranjero que publicó una historia de España», en el sentido en que hemos entendido este término hasta el momento. Su Opus de Rebus Hispaniae Memorabilibus (1530) compila diferentes textos suyos, entre los que se incluye una descripción de España que procede de su De Hispaniae Laudibus (c. 1497), un relato legendario de la España primitiva basado en el de Annio y una historia de los diversos reinos (Castilla, Portugal y Aragón, en especial este último). Fue una obra de gran éxito, traducida muy pronto al castellano. Trataba en ella también de los Reyes Católicos hasta la toma de Granada e incluía una reseña «de imperatoribus quos Hispania Romae et Constantinopoli dedit» y otra sobre «españoles ilustres», en la que procuraba fijar las raíces romanas de las grandes familias españolas. Publicó también un De Aragoniae Regibus, traducido como Crónica d’Aragón, en el que reivindicaba la importancia de la historia aragonesa, indebidamente desatendida pese a que los reyes aragoneses también descendían de los godos y habían contribuido como todos los peninsulares a la misión providencial de expulsar a los musulmanes del país. Marineo Sículo tenía sobrada razón en esta queja, pues es obvio que durante el reinado de Fernando e Isabel aumentó el castellanismo y la historia de los demás reinos tendió a eclipsarse[104].
Hablando de historiadores aragoneses, es el momento de mencionar a Gauberto Fabricio de Vagad, también cronista del reino de la época de Fernando el Católico, que ya había protestado contra la atribución habitual de comenzar la historia de la monarquía española con Hércules, siendo Héspero, Atlas, Gárgoris y Habis más antiguos que él (y, en el caso del último de ellos, su infancia más maravillosa aún que las de Ciro, Rómulo, Remo y el propio Moisés). Como ha escrito Robert Tate, Vagad se inventó, «como rey indígena», a un Hesperio, hijo de Atlas, que precedió a Hércules, padre de Hispano, «el delincuente descendiente de un infame pirata»[105].
Por su carácter precursor, merece párrafo aparte la obra de Juan Luis Vives (1492-1540), que publicó en 1531 su De Disciplinis, conjunto de ensayos en el que se refería repetidamente a la historia. Sabía de lo que hablaba, pues observaba que «un mal entendido amor a la propia patria o religión llena de falsedades las historias, ya exponiendo hechos que no existieron, ya amañándolos en el modo de presentarlos». Censuraba asimismo la mala calidad de las fuentes y el abuso de los elogios. El conocimiento del pasado era la principal enseñanza, para él, y por eso la historia debía atender no solo a las guerras (historia «externa»), sino a todos los aspectos de la vida (historia «interna»): religión, legislación, economía, ciencias, usos y costumbres, etcétera. Para no exaltar las guerras, que son siempre civiles y alimentan los instintos crueles y vengativos del ser humano, debía reducirse la atención que se les prestaba en el relato. La historia universal era, además, mucho más digna de ser conocida que las historias particulares. Para educar al lector, debía cuidarse el estilo. Y podían incluirse fábulas, aunque solo si servían para transmitir enseñanzas morales. Todo muy sensato, pero Vives se adelantaba demasiado a su época. Incluso hoy sus recomendaciones encontrarían obstáculos para ser aplicadas en serio[106].
Este apartado no puede terminar sin una mención sumaria de los cronistas más conocidos y clásicos de la época de los Reyes Católicos, ausentes de las páginas anteriores. Destaca entre ellos Hernando del Pulgar, autor de una Relación de los reyes moros de Granada, encargada por la propia reina Isabel tras la derrota de Boabdil y que se remonta hasta la invasión musulmana, centrándose a partir de ella en las guerras y relaciones de parentesco entre musulmanes y cristianos. Del Pulgar historió también los reinados de Enrique IV y de los Reyes Católicos, aunque solo se conserva la segunda de estas crónicas, de estilo humanístico pero escrita en castellano y que no pasa de 1490. Más importante fue su obra Claros varones de Castilla, o de España, de 1486, en el que traza la semblanza de 24 personajes de su época, empezando por Enrique IV; insiste «sobre el valor de los españoles, a los que solo ha faltado quienes supieran sublimarlos, como los romanos hicieron con los suyos»[107]; seguía con esta obra la senda del género biográfico colectivo de sus propios contemporáneos, iniciada con su magistral Generaciones y semblanzas por Fernán Pérez de Guzmán, sobrino de Pérez de Ayala y del marqués de Santillana[108].
Entre los de importancia menor destaca Andrés Bernáldez, cura de la villa sevillana de Los Palacios y capellán del arzobispo de su diócesis, que casi completó su crónica del reinado de Fernando e Isabel, pues llegó hasta 1513; fue uno de los primeros en incluir noticias del descubrimiento de América, aparte de interesantes datos no políticos, como inundaciones y cosechas. También Gonzalo de Ayora, tratadista militar formado en Italia, fue cronista de los Reyes Católicos desde 1501; más tarde participaría en la guerra de las Comunidades y acabaría por pasar a Portugal para huir de una condena a muerte. Lorenzo Galíndez de Carvajal, profesor de derecho en Salamanca, recibió de los Reyes Católicos y Carlos V el encargo de ordenar sus crónicas y nos han llegado de él unos Anales de los Reyes Católicos, que sobrepasan en dos años la muerte de Fernando. Lorenzo de Padilla, antequerano y arcediano de Ronda, fue autor de una Crónica de Felipe I, que, pese a su título, comprende desde la entrada de Fernando e Isabel en Granada hasta la muerte del primero de ellos; también escribiría este Padilla un Libro de las antigüedades de España, no impreso hasta mucho más tarde. Por último, avanzado ya el siglo XVI, el célebre cosmógrafo Alonso de Santa Cruz compuso una inédita Crónica de los Reyes Católicos, cuyo principal valor reside en historiar los últimos años de este reinado, continuando las de Pulgar, Valera y Palencia hasta 1516; en su interesante prólogo justificó la falta de relatos históricos en España por las muchas contiendas que en ella había habido, lo que había obligado a dedicar más tiempo a guerrear que a historiar las guerras[109].
En cuanto a Aragón, Gauberto Fabricio de Vagad, fraile de un monasterio cercano a Zaragoza y «chronista mayor» de Juan II y Fernando el Católico, es el autor de una Crónica de Aragón, escrita en castellano y primera que apareció impresa, en 1499; abarca desde Íñigo Arista hasta Alfonso V y contiene loas hiperbólicas a España, cuya «cabeza» es, según él, Zaragoza; pone en boca de sus personajes discursos, a la manera de Tito Livio, que imitará también Mariana. Pere Miquel Carbonell, archivero de la corona de Aragón nombrado por Juan II, compuso unas Chròniques d’Espanya fins aci no divulgades (1513), en las que presentaba como pobladores iniciales de España a los descendientes de Noé (aunque niega que Túbal fuese el primer rey), los griegos mandados por Hércules, los celtas y celtíberos, Amílcar Barca (fundador de Barcelona, según él, en vez de Hércules), los romanos y los godos, precedente común a todos los reinos de España. Se centraba en los reyes de Navarra, de Aragón y los condes de Barcelona, hasta la muerte de Juan II, aunque incluía, como «compilada» por él, la Crónica de Pedro IV antes mencionada, inédita hasta aquel momento. Sobre Aragón escribió también el eclesiástico de origen converso Gonzalo García de Santa María, a quien ya conocemos, autor, a petición de Fernando el Católico, de una biografía de su padre, Joannis Secundi Aragonum Regis Vita, escrita con gran elegancia clásica y respeto a la toponimia antigua (Juan es «Cantabriae rex»); trata a su biografiado con cierta distancia y censura sus devaneos amorosos, dejando constancia de los nombres de sus bastardos[110].
No por estas crónicas, sino por todo lo explicado en las páginas anteriores, la época de los Reyes Católicos significó un nuevo avance en la creación de una imagen histórica colectiva. Escalones previos habían sido las crónicas generales de la época de Alfonso X, un rey que coincidía con Fernando e Isabel en la voluntad de hacer política europea; el ciclo de Alfonso III, que respondía a la necesidad de legitimar un núcleo de poder en proceso de afirmación; e Isidoro de Sevilla, quien representaba la conciencia de la monarquía visigoda en su etapa católica.
LOS HABSBURGO: LA PLENITUD IMPERIAL
Las ocho décadas regidas por el emperador Carlos V y su hijo el rey Felipe II fueron y son exaltadas por la historiografía nacionalista como la cima o plenitud de la época imperial española. No es este, sin embargo, un periodo en el que se produzca un avance sustancial en la historia de ese ente colectivo al que se llama «España». La razón acaso sea que pierde importancia el impulso motor de las creaciones anteriores, que había sido la búsqueda de legitimidad política. Si hay algo que a Carlos V le sobra es precisamente legitimidad. Él sabe que es, por encima de cualquier otra cosa, Caesar Imperator (aunque también se proclame Hispaniarum Rex, Siciliarum Rex o tantos otros títulos, según el lugar en que se encuentre) y no necesita encargar a nadie que explique la importancia de suceder a Octavio Augusto y a Carlomagno. La visión que sus colaboradores e ideólogos tienen de su autoridad se encuentra anclada, según estudió José Antonio Maravall hace años, en el legado medieval del imperio (de cuya jurisdicción, precisamente, se habían proclamado los reinos peninsulares durante siglos «exentos»)[111]. Un imperio que, en los primeros años del periodo carolino, se moduló alrededor de un ideal erasmista, muy propio de aquel renacentismo mundano y optimista que tomaba como referencia a la Antigüedad clásica, lo que de ningún modo quería decir que se opusiera al cristianismo sino que, al revés, se sentía legitimado incluso para convocar un concilio y reformar la Iglesia. Esta visión erasmista iría evolucionando, especialmente por el enquistamiento de la porfía luterana, hacia una concepción más pesimista y militarizada (más moderna, en definitiva) del imperio, expuesta en los escritos de un Ginés de Sepúlveda, como la utópicorenacentista del periodo anterior había sido formulada por Alfonso de Valdés o Antonio de Guevara.
A partir de tal visión, parece lógico que Carlos V no comprendiera ni sintiera simpatía por los particularismos de sus diferentes reinos. En el caso castellano, lo demostró, desde el primer día y de forma tajante, en el conflicto comunero. Las tradiciones, sin embargo, no se pierden fácilmente y los historiadores peninsulares hicieron lo posible por insertar en ellas al emperador y así, en cierto modo, apropiárselo. Fernández de Enciso, por ejemplo, le explicaba, repitiendo discursos heredados, que su trono no procedía de los godos, sino de los hispanos, que eran mejores, pues habían ganado lo que aquellos perdieron. Ginés de Sepúlveda, en cambio, le buscó antecedentes en la historia imperial romana, negando que España pudiera ser ajena a la comunidad imperial, y un Pedro Mexía se remontó a la Historia Sagrada, pues como aspirante a la monarquía universal veía en él al descendiente de los reyes de Israel que rigieron el Pueblo Elegido por voluntad divina directa. Todavía su hijo Felipe, que ya no era emperador pero sí pretendiente a la monarquía universal, ordenaría colocar en el patio principal de El Escorial las estatuas de los reyes bíblicos, con Salomón y David en el centro, revelando así la imagen que de sí mismo tenía como vicario del Dios único y guardián del templo por excelencia. El resto de la decoración de aquel palacio-monasterio, corte y símbolo supremo de la monarquía, soslayaba toda referencia a la historia de España o a sus héroes míticos, incluidos aquellos visigodos cuya idealización había justificado la lucha antimusulmana. La legitimidad de la monarquía universal que se fundía con el término «España» comenzaba con su padre, el emperador, primer morador de aquel panteón.
Por otro lado, los indiscutibles éxitos diplomáticos y militares de Fernando e Isabel, junto con los descubrimientos iniciados por Colón y con la inesperada transmisión de la formidable herencia Trastámara a la casa de Habsburgo, hicieron que la expresión «monarquía española» ampliara desmesuradamente su contenido. La expansión de una unidad política, o más bien la fusión de varias, había dado lugar a uno de los cambios de escenario más espectaculares que registra la historia. Y no era fácil definir la naturaleza de aquel nuevo conglomerado, tan inmenso y dispar. La «monarquía católica», según su nombre oficial, o «española», según el lenguaje diario de la diplomacia internacional, no se limitaba ya a la península, sino que era mucho más, un imperio europeo e incluso planetario. Durante el periodo carolino, aquella compleja y difusa estructura de poder, que aspiraba a regir, o al menos a tutelar, a toda la cristianitas, ni siquiera tuvo un centro geográfico y político definido. No era fácil, por tanto, que los historiadores identificaran al protagonista colectivo de sus narraciones.
Quien sí tenía su personalidad bien definida era el rey, o emperador, y su dinastía, y de ahí que los relatos históricos se construyeran alrededor de ellos. Los cronistas regios ganaron importancia y pasaron a ser una institución oficial, nombrados por las Cortes. No, claro es, las Cortes, porque no había un organismo único que representara a la monarquía o al imperio, sino las diferentes cortes de cada uno de los reinos. Las de Castilla nombraron cronista oficial a Florián de Ocampo en 1538; las de Aragón hicieron lo propio con Jerónimo Zurita en 1547; más de un siglo después, las de Navarra nombrarían a José Moret. El de Indias sería creado en 1572, aunque existieron precedentes, como veremos. Este último campo historiográfico, el indiano, dio lugar a tan formidable plantel de historiadores que recibirá tratamiento en un capítulo aparte.
A Ocampo, como cronista de Castilla, le sucederían Morales y Garibay. Y a Zurita, en Aragón, Jerónimo de Blancas, Costa y Beltrán, Martel, los Argensola… El nombramiento de cronista oficial se convirtió en un asunto político, y el designado no solo hubo de combinar su mayor o menor afición a la verdad con el halago a quien estaba en el poder sino que a menudo recibió el cargo en premio a otros servicios, o lo combinó con ellos, lo que rebajó su profesionalización. Los cronistas eran algunas veces archiveros, pero las más eclesiásticos, juristas, secretarios del rey, antiguos políticos y ayos o mentores de los príncipes herederos. Como a lo largo del XVI se acabó aplicando el estatuto de limpieza de sangre a los «letrados reales», grupo dentro del cual caían los cronistas, se excluyó de este cargo a los conversos, que tan eficaces habían sido en la construcción del canon historiográfico del siglo anterior. De desagradecidos está hecha la historia española —como cualquier otra historia humana—.
Pese a que su relación con nuestro tema sea solo tangencial, es obligado recordar aquí los nombres de los principales biógrafos regios[112]. El primero, Antonio de Guevara, no escribió exactamente una biografía de Carlos V ni una crónica sino unas Epístolas familiares a partir de las noticias recibidas de sus corresponsales. Gonzalo Fernández de Oviedo, más conocido como cronista de Indias, fue también autor de un inédito Catálogo real de Castilla y de todos los reyes de España (1532), en el que se extendía sobre el entronque de los reyes españoles con las familias reales europeas, convergiendo todo en la figura de Carlos V. Juan Ginés de Sepúlveda, humanista cordobés que estudió en Alcalá y Bolonia, fue cronista, además de capellán, del emperador y en el primer libro de sus De Rebus Gestis Caroli Quinti... hizo un recorrido retrospectivo desde los romanos hasta la llegada de Carlos en el que recogió, aunque con algún escepticismo, las fantasías de Annio de Viterbo. A Sepúlveda, en realidad, le importaban menos esas antigüedades que el presente imperial, equiparable según él con el romano; para ello convirtió a España en la discípula más aventajada de Roma, como certificaba el caso de Trajano, y hasta relató la guerra de las Comunidades al modo de las civiles romanas, llamando a ciudades y cargos por sus nombres latinos. Francisco López de Gómara, otro destacado historiador de Indias, fue también biógrafo carolino, con unos inéditos Anales de Carlos V que cubrían hasta la muerte del emperador. Alonso de Santa Cruz escribió otra Crónica de Carlos V en la que, para no oscurecer su figura, hubo de rehacer su anterior relato sobre el reinado de sus abuelos. Prudencio de Sandoval, autor igualmente de una Historia de Carlos V, dedicó atención especial a la guerra de las Comunidades, aceptando la justicia inicial de los descontentos, aunque reprobando el rumbo posterior de la revuelta. Alfonso Ulloa escribió en italiano una Vida del emperador Carlos V, reeditada varias veces. Y Pedro Mexía, por no prolongar esta lista, dio a la imprenta en 1545 su Historia imperial y cesárea, que llegaba hasta Maximiliano I y más tarde amplió para incluir a Carlos V[113].
Sobre Felipe II hay que mencionar de nuevo a Juan Ginés de Sepúlveda, que relató los años iniciales de su reinado. Antonio de Herrera y Tordesillas, secretario del virrey de Nápoles, fue cronista de Castilla y las Indias y dejó una Historia general del mundo del tiempo de Felipe II, publicada entre 1601 y 1612, que tiene como eje la historia de España y en especial el periodo que empieza con el matrimonio de Felipe con María Tudor y acaba con la muerte del rey en 1598. Luis Cabrera de Córdoba, por último, servidor de varios nobles y de la casa real, escribió una biografía titulada Felipe II, rey de España, cuya primera parte se imprimió en vida del autor[114].
Además de los biógrafos de Carlos V y Felipe II, hubo, como hemos dicho, cronistas de los distintos reinos, que en muchos casos tendieron a continuar la historia general de España, lo que constituye justamente el objeto de nuestro interés. Tal cosa ocurrió sobre todo en Castilla, pero también en Aragón con Zurita. Con lo que en el «enorme patrimonio historiográfico» del siglo XVI, como lo llama Baltasar Cuart, se distinguen, aparte de los biógrafos regios, dos grandes líneas: la «cronística tradicional heredera de la tradición medieval» y «aquellas obras que se propusieron historiar el conjunto de la antigua Hispania», siguiendo la senda iniciada por Jiménez de Rada y Alfonso X y continuada por Alonso de Cartagena, Sánchez de Arévalo o Joan Margarit. En este segundo grupo detecta Cuart una acusada preferencia por el uso de la lengua latina, al revés que en los cronistas de los reinos, y también los ve habitualmente vinculados a la cultura italiana. Ambos rasgos son aplicables a Mariana, en la etapa siguiente[115]. Observemos, de todos modos, que entre los historiadores recién citados de finales del siglo XV y los Ocampo, Morales, Garibay o Zurita transcurrió medio siglo, casi coincidente con la vida del emperador, sin historiadores generales de España.
Florián de Ocampo o Docampo, sobre cuyas fechas de nacimiento y muerte hay muchas dudas pero deben aproximarse a 1495 y 1560, fue un zamorano culto, discípulo de Nebrija, secretario del obispo Acuña y comunero exaltado, como él, pero que, a diferencia suya, obtuvo el perdón de Carlos V. Fue nombrado cronista oficial del reino de Castilla en las Cortes de 1538, según quedó dicho, pero su obra, de 1553, se titularía Crónica general de España. Bien acogida y reeditada varias veces, bebía sin mesura de las aguas quiméricas de Annio de Viterbo, engrandecidas por el propio Ocampo, con lo que enlazaba los orígenes de España, en palabras de Sánchez Alonso, «con las naciones de progenie más ilustre». Pese a que proclamaba constantemente su espíritu crítico, utilizaba, sin la menor discriminación, todo tipo de testimonios, desde los más o menos fidedignos hasta los abiertamente apócrifos. Con lo que, en conjunto, lo que ofreció fue una imponente mitología sobre España acomodada, en expresión de Tate, «al ego hinchado del presente». No solo la península era la tierra más fértil del mundo, sino que los españoles fueron los primeros en acceder a la ciencia o en sentir gusto por la música, educados como estuvieron en ambos terrenos por el sabio Túbal; Osiris y otros dioses egipcios visitaron la península; Hércules vino a vengar la muerte de su padre Osiris… La fantasía de Ocampo es tal que llega a inventarse un álter ego, un tal Juliano, diácono toledano de origen griego que «recapitula sumariamente muchas antigüedades españolas, donde se muestra leído y muy ejercitado en letras y ciencia de su gente griega»; de este Juliano dice tomar datos que en realidad inventa con insólita desenvoltura[116].
Lo más interesante de la obra de Ocampo es el prólogo, en el que explica su plan o idea general, a partir del símil entre la historia de los españoles y la de un organismo vivo. La primera época de ese grupo humano fue la niñez y se caracterizó por la «inocencia y simplicidad», que tanto contrastaba con la astucia y avidez de los fenicios y demás invasores sucesivos, atraídos por la riqueza mineral de su tierra. Pasaron de ahí los españoles a la mocedad, durante la que estuvieron sujetos a la «obediencia y administración de otras gentes [romanos y godos], como ayos adiestradores suyos», formándose bajo ellos como guerreros indomables. Y desde esta accedieron a la mancebía, en la que se liberaron ya de toda sujeción ajena y no solo expulsaron a los musulmanes, sino que emprendieron la expansión exterior, con conquistas «famosas y señaladas», en África, Italia y las Indias. De esta «historia de España», sin embargo, únicamente pudo escribir in extenso la primera parte, dividida en cinco libros y que acababa con la muerte de los Escipiones. Como justamente para esa época primitiva apenas había testimonios históricos, todo lo que hizo Ocampo fue acumular leyendas. En palabras de Sánchez Alonso, su obra «no era propiamente historia, sino un tejido admirablemente compuesto de fantasías, asentadas sobre levísimas bases». Cuando en el siglo XVIII comenzara la historiografía crítica con las fuentes, Mayans le consideraría, de forma menos sutil, un «mentiroso»[117].
Casi simultánea a la obra de Ocampo fue la de Juan Vaseo, flamenco que llegó a España como bibliotecario de Hernando Colón y más tarde se dedicó a la enseñanza en Salamanca, Braga y Évora, para retornar finalmente a Salamanca. En la dedicatoria de su Rerum Memorabilium Hispaniae (1552) a su mecenas portugués, el cardenal infante don Enrique, justificó la necesidad de su obra por el desconocimiento que de la historia de España había en el extranjero. Aunque rechazó las fantasías de Ocampo en el periodo cartaginés, sí aceptó la lista de reyes primitivos elaborada por Annio. Su obra, de tipo erudito, comienza por un listado de emperadores, cónsules, reyes y obispos, para continuar con una exposición cronológica de los reinados y sucesos desde Jesucristo hasta la unión de los reinos de León y Castilla con Fernando I a comienzos del siglo XI. Al tratar del Imperio romano muestra especial preferencia por los «españoles» ilustres y los hechos religiosos. Desde la Reconquista, el reino de Asturias-León-Castilla constituye el eje de la obra, aunque no deja de tener presente la existencia de otros dos reinos de similar importancia, Portugal y Aragón. Su intención, y su mayor interés para nosotros, era hacer una historia general de lo que desde antiguo se había llamado Hispania, con lo que se inserta en la línea que en el siglo XV habían establecido Alonso de Cartagena, Sánchez de Arévalo o Margarit[118].
El sucesor de Ocampo como cronista de Castilla, en 1563, fue Ambrosio de Morales, sacerdote cordobés nacido medio siglo antes. Según parece, creyó que iba a continuar una obra que se hallaba muy avanzada, por lo que Ocampo había propalado, y sintió una gran decepción al comprobar que apenas terminaba el siglo III a.C. Lo que sí pudo aprovechar fue la documentación recopilada por su antecesor, especialmente fuentes latinas y crónicas medievales, y a partir de ella presentó once años más tarde su Continuación de la crónica general de España. Para Fernández Albaladejo, el suyo sería el «segundo gran fresco del pasado español, retomándolo donde lo había dejado su colega y amigo y llevándolo hasta comienzos del siglo XI». Aunque era menos proclive a las fábulas sobre las épocas primitivas, dio por bueno lo escrito por Ocampo sobre aquel periodo e incluso siguió la enumeración de libros dada por este, por lo que empezó su Crónica en el libro sexto. El objetivo declarado de Morales era «socorrer a esta necesidad de mi nación» que es la falta de «noticia[s] de nuestras cosas antiguas, que sin vergüenza pudiéramos mostrarlas delante todos los extranjeros […] y volver por la honra y autoridad de nuestra España». No hace falta añadir que para Morales «España» seguía significando la península Ibérica y abarcaba, por tanto, a todos los reinos peninsulares, entre los que incluía explícitamente a Portugal, pese a no haber sido aún anexionado por Felipe II[119].
Morales era buen conocedor de las fuentes latinas y continuó la historia peninsular durante la época romana, aunque siempre partió de la existencia de unos españoles primitivos antes de que los romanos la «conquistaron» y «señorearon». Como los cartagineses antes, los romanos oprimieron a los «españoles»; y fue con el episodio de Numancia donde la «historia de España» alcanzó «lo más alto de gloria y fama». El historiador incluso se identifica con los resistentes utilizando la primera persona del plural: «las batallas que les vencimos, los capitanes que les matamos…» Encuentra poco que alabar en el Imperio romano, salvo las «glorias» que los españoles aportaron, como Séneca, Trajano y sobre todo Teodosio, emperador que unía a su condición de «español» la de católico. Por el contrario, cuando entraron (no invadieron ni conquistaron) los godos, la sangre española se vio reafirmada y ennoblecida; todos los hechos protagonizados por los godos, que liquidaron un imperio vicioso y decadente, debían considerarse «como cosas propias de nuestra nación». Un momento culminante de la monarquía «española» fue la conversión de Recaredo[120].
Esta visión positiva del periodo visigótico fue reafirmada, en aquellos mismos años, por el burgalés Julián del Castillo, que sería más tarde cronista de Felipe III, autor de una Historia de los reyes godos (1582), cuyas hazañas creía «tan importantes que ni las de Roma las aventajan». Según observa Albaladejo, Castillo vio en los godos el ideal del «noble salvaje», que no solo derrotó a Roma sino que «refundó» España al conectar con el régimen monárquico interrrumpido un milenio y medio antes con la muerte del rey Habidis. A partir de entonces, desde Ataúlfo, la monarquía se sucedía sin interrupción hasta Felipe II. La pieza fundamental de la conexión era don Pelayo y por eso Castillo llegaba a decir que con él se alcanzó «la cumbre de los reyes godos y España en virtudes y armas». Y la larga hazaña que había que historiar en el milenio que transcurría entre los godos y Felipe II era la guerra contra los musulmanes, amparada por la protección divina desde su inicio mismo en Covadonga y finalizada felizmente con la «restauración» de España en 1492. El interés de Morales y de Julián del Castillo por los godos tampoco fue un fenómeno aislado; a ellos se había sumado más de medio siglo antes Diego López de Zúñiga, que había escrito en Roma un Hispanicarum historiarum breviarium (1524) centrado también en los godos, a cada uno de cuyos reyes dedicaba un capítulo; fue «la corrupción de los godos», según este autor, la que provocó el castigo de Dios y la «pérdida de España»[121].
El sucesor de Morales como cronista oficial fue Esteban de Garibay y Zamalloa (Mondragón, c. 1532-1599), helenista y latinista que había estudiado en Oñate. Sus cuarenta libros del Compendio historial… de todos los reynos de España, que empezó a escribir en 1556, pasaron a la imprenta en Amberes quince años más tarde. Felipe II le encargó a continuación una genealogía real y acabó nombrándole cronista en 1592. El Compendio abarca desde los tiempos primitivos hasta la muerte de Fernando el Católico, con lo que tiene un carácter más general y completo que cualquier obra anterior («el compendio más universal que hasta aquí se ha publicado», reconoció el entonces cronista oficial Páez de Castro). En vez de comenzar con «nuestro patriarca Túbal», su «general y universal chronica de España» se abre con la creación del mundo, dado su deseo de establecer «la santa y bendita línea masculina» que, desde Adán —es decir, previa a Túbal—, acababa conduciendo a Felipe II. A partir de esta intención de remontar el linaje español hasta Adán, no hará falta aclarar que su obra daba cabida a toda clase de fábulas, empezando por las de Annio y Ocampo, y que el propio Garibay se sintió obligado a pedir disculpas en los casos en que tales fuentes le obligaban a relatar un mismo suceso de forma contradictoria[122].
Aunque Garibay dedicó a Castilla la mitad de los libros de su obra, los demás «reinos de España» recibieron también atención individualizada: Navarra, Aragón-Cataluña, Portugal hasta el rey don Sebastián e incluso los reinos musulmanes de Córdoba, Toledo y Granada; Italia y las Indias quedaron, significativamente, excluidas. Como ha escrito Baltasar Cuart, «el Compendio de Garibay fue, realmente, la primera historia general de España, no solo por su extensión sino por[que], a pesar de ser una yuxtaposición de historias particulares, su propósito era unitario y generalista». Su idea era superar el castellanismo habitual y escribir una historia de «España» entendiendo este término como haz de reinos[123]. Esos reinos tenían, sí, un origen común. Pero, como veremos, ese origen estaba en la periferia. Y este detalle significaría el inicio de una mitología convertida mucho más tarde, ya en tiempos del nacionalismo, en alternativa a la española. Su importancia es suficiente para que le dediquemos de nuevo atención en un capítulo posterior.
El diagnóstico, en resumen, de Robert Tate sobre el «ego hinchado» de los historiadores de la monarquía hispánica del XVI parece más que justificado. No contentos con los 24 reyes inventados por Annio de Viterbo, alargaron la lista con otros cuantos. No contentos con los falsos documentos atribuidos a Beroso, se inventaron un Juliano de Toledo o unos supuestos Déxtero («varón clarísimo» de los tiempos del emperador Teodosio) y Máximo (obispo de Zaragoza del siglo VI), autores de crónicas apócrifas y cuyos nombres se convirtieron a continuación en autoridades citadas por todos. Un ejemplo de este tipo de literatura fue el Libro de grandezas y cosas memorables de España, del religioso y cosmógrafo Pedro de Medina, publicado en 1548 y denunciado por Morales como plagio de la Crónica de Ocampo. Poco importaba a quien plagiara —parece que era más bien a Beuter—, pero la obra era una compilación de datos fabulosos de escasa originalidad, expresiva, como dice con ingenuidad Sánchez Alonso, del «entusiasmo patrio de nuestro periodo de plenitud». No muy distinto fue Juan de Rihuerga, fraile paulista, autor de una Crónica de las antigüedades de España (c. 1525) que cubre desde el comienzo del mundo hasta la llegada de los godos y aumenta la cifra de reyes enumerados por Annio de Viterbo de 24 a 36. O el dominico Juan de la Puente, que en su Conveniencia de las dos monarquías… rechazó el goticismo para idealizar de nuevo a los habitantes de las montañas cántabras, los «asturianos, vizcaínos y vascones», que habían mantenido pura la sangre de Túbal «sin mezcla de otras naciones»; como «archivos de la fe y verdadera religión», habían sido la semilla de la que provenía la «gente católica» que poblaba España. Pero De la Puente iba más lejos: analizando la profecía de Isaías, concluía que esta no era sino «un divino pronóstico de las cosas de España» así como una excelente fuente para conocer «gran parte de las antigüedades de España». España era, pues, la nueva Israel[124].