CAPÍTULO VI

LA VISIÓN DESDE EL EXTERIOR

 

 

 

CONTRIBUCIÓN DE LOS HISTORIADORES A LA «LEYENDA NEGRA»

 

Hasta la llegada de las tropas de Gonzalo Fernández de Córdoba a Nápoles en el último decenio del siglo XV, el resto de Europa había prestado relativamente poca atención a la península Ibérica. Durante casi un milenio, forzados al principio por la situación y más tarde también por una intención expresa de no dejarse absorber por las redes del poder imperial, los reinos peninsulares se mantuvieron al margen de la gran política europea, protagonizada por el papado, la monarquía francesa y el imperio. Aparte de fugaces contactos castellanos o portugueses con Francia, Inglaterra o el Sacro Imperio, y de la conexión franconavarra, la gran excepción a esta norma fue la monarquía aragonesa de los siglos XIV y XV, que se lanzó a competir con franceses, bizantinos e italianos en el Mediterráneo.

Los contactos del resto de la cristiandad con la península se limitaron, en esos siglos, a los peregrinos a Santiago y algunos embajadores o viajeros aislados, cuyo objeto era una negociación específica, la mera curiosidad o el deseo de dar a conocer el propio nombre y el de su linaje o país. Respecto de Santiago, desde el siglo XI hay constancia de viajes de señores y príncipes escandinavos, húngaros, franceses, flamencos o austríacos y de aquellos peregrinajes han quedado huellas en las sagas escandinavas y en la poesía épica de los germanos. No todo eran impulsos místicos en aquellos periplos. También tenían su lado aventurero y dieron lugar a incidentes, amoríos y abandonos de hogar. Sobre la descripción de Compostela por los viajeros que dejaron testimonio de ello, es unánime el cuadro de una ciudad sucia y llena de mendigos y vagabundos que, más que cualquier comunión espiritual, buscaban lucrarse a costa del peregrino mercadeando a precios abusivos con conchas, cruces, dulces o figuras del santo. No por otras razones condenó Erasmo de Rotterdam los peregrinajes.

Otro motivo para visitar la península por parte del resto de los europeos podía ser participar en las guerras de los reinos cristianos contra los musulmanes. En las Navas de Tolosa actuó un ejército que hoy llamaríamos internacional; pisanos y genoveses cooperaron en la conquista de las Baleares, Almería y Tortosa; y la toma de Lisboa se produjo con la ayuda de los cruzados. Otros contactos militares fueron menos amistosos, como los desembarcos vikingos que asolaron las costas españolas y portuguesas entre los siglos IX y XII. Pero también se podía viajar al lejano sudoeste europeo para aprender las técnicas militares, el arte de la nigromancia o las lenguas y textos que manejaban los traductores de Toledo. A esta última ciudad acudieron sabios y estudiantes aislados de muy diversos puntos de Europa, como Gerardo de Cremona, que tradujo a Avicena y llevó a Italia el saber médico árabe-español; el obispo Gerberto, luego papa Silvestre II; Michael Scott, o Miguel Escoto, traductor del De Animalibus de Aristóteles e introductor del averroísmo en Italia y Francia; Alfred Anglicus, que trasladó del árabe al inglés textos clásicos, como las fábulas de Esopo; o Germannus Alemanus, Herman el Alemán, traductor igualmente de Aristóteles y estudioso de Averroes.

La imagen de país distante y bárbaro tiene mucho que ver con el carácter de antemurale, o frontera con el mundo musulmán, que tenía la península. Esa visión se difundió muy pronto, desde la derrota de Carlomagno en Roncesvalles a fines del siglo VIII, más tarde embellecida en la Chanson de Roland. Un poema este que, por cierto, manifestaba una estampa muy borrosa de España, como revela la confusión entre Zaragoza y Siracusa (dos ciudades, en definitiva, muy lejanas, en tierras musulmanas ambas). Del desconocimiento del país es también sintomático que el propio Dante, en su De Vulgari Eloquentia, desconociera que en la España cristiana se hablara lengua alguna que no fuera el «provençal».

Al finalizar la era medieval, en la segunda mitad del XV, y en especial durante el reinado de los Reyes Católicos, aumentaron los contactos y cambió el objetivo y el nivel social de los viajeros. Todavía en 1457 llegó a Castilla en busca de aventuras —y escribió un relato sobre su viaje— Georg Ehingen, caballero de Suabia que previamente había visitado los Santos Lugares y participado en la guerra contra los turcos. Muy otra fue la actitud del checo León de Rosmithal o Jaroslav Lev Rosmitala, interesado en conocer las costumbres y técnicas militares de otros países, y que también ha legado un Relación de su viaje, de 1465-1467, escrita por dos de sus acompañantes. Otros nombres dignos de mención fueron Eustache de la Fosse, cuyo Voyage en Espagne et en Portugal data de 1479-1480; Nicolaus von Poplau, o Nicolás de Popielovo, autor de una Relación de 1484-1485; y el médico y astrónomo alemán Hieronimus Münzer, cuyo Viaje por España y Portugal es de 1494-1495. Al comenzar el siglo siguiente, en 1501 y 1506, Antonio de Lalaing, señor de Montigny, escribió los dos Viajes de Felipe el Hermoso a España. Todos estos relatos nos son hoy conocidos gracias a las investigaciones de J. Liske, A. Morel-Fatio, A. Farinelli, R. Foulché-Delbosch, J. Sarrailh o J. García Mercadal[125]. Y no se pueden dejar de consignar aquí, por su gran influencia en la difusión de una imagen de España, dos descripciones italianas: el Opus Epistolarum del ya mencionado Pietro Martire d’Anghiera y, sobre todo, la Relación de España que Francesco Guicciardini escribió tras su embajada ante Fernando el Católico en 1512. En esta última se iniciaron algunos de los estereotipos sobre el «carácter español» destinados a perdurar: «los hombres de esta nación son de carácter sombrío y aspecto adusto, de color moreno y baja estatura; son orgullosos, y creen que ninguna nación puede compararse con la suya; […] agrádanles poco los forasteros y son con ellos harto desabridos; son inclinados a las armas, acaso más que ninguna otra nación cristiana. […] Son considerados como hombres sutiles y astutos y, sin embargo, no se distinguen en ninguna de las artes mecánicas o liberales; casi todos los artificios que hay en la corte del rey son franceses o de otras naciones. No se dedican al comercio, considerándolo vergonzoso, porque todos tienen en la cabeza ciertos humos de hidalgos...»[126].

Para juzgar los pueblos que visitaban, la escala de valores dominante entre viajeros, embajadores y geógrafos incluía, en primer lugar, las «buenas maneras», cortesía y hospitalidad o, en el caso contrario, la tosquedad y «bajas costumbres» de sus gentes; en relación con España, es frecuente que destacaran la carencia de los modos refinados del norte de Europa. Valoraban, a continuación, la feracidad o infertilidad de la tierra, tema sobre el que, en el caso español, no había acuerdo. Por último, la magnificencia de los edificios y la importancia o virtualidad milagrosa de las reliquias en ellos guardados, así como la riqueza de los tesoros destinados al culto sagrado y la generosidad de las dotaciones señoriales o regias (expresión de la devoción del donante, y, por tanto, de su pueblo); el códice de Americ Picaud sobre el Camino de Santiago, por ejemplo, dedica páginas interminables a contar el número de reliquias de santos que hay a lo largo de su curso; y Jerónimo Münzer anota obsesivamente los milagros, la riqueza de los objetos de culto, la munificencia real. Es habitual también el afán, típico de todo viajero, por deslumbrar al lector con los prodigios y maravillas que le ha sido dado contemplar[127].

El término España o Hispania que utilizan los viajeros hasta finales del siglo XV sigue teniendo un contenido geográfico, referido en general a toda la península, aunque no hay unanimidad al respecto. Johann de Gorz no duda de que llega a España cuando sale de Francia y, una vez en ella, en Tortosa dice encontrarse en los dominios del rey sarraceno. Que Portugal se incluye dentro de España es claro para Münzer, que dice salir de Portugal y entrar en Galicia y pasar de esta a Castilla, todo dentro de España; Popielovo se traslada igualmente de Portugal a Castilla; para Rosmithal, la célebre «Batalha» de los portugueses fue, desde luego, contra los «castellanos», no contra los españoles; y Picaud, en el Codex Calixtinus, se refiere al «monte vasco» que es «la puerta de España». Sin embargo, para Ehingen España parece ser solo Castilla, pues dice que pasa de Navarra a Portugal por «España». Y el propio Rosmithal, al entrar en Portugal, anota que sale de España; y añade que cerca de Burgos «acaba la Vizcaya y empieza España»; en algún momento, este autor distingue «cuatro países: Francia, España, Navarra y Gascuña». Reina, por tanto, considerable imprecisión en cuanto al significado de los términos y no hay una sola identidad territorial o geográfica, sino varias, pero, al revés de lo que ocurrirá cuando domine la visión nacional, a nadie parece importarle esta confusión[128].

Lógicamente, los extranjeros tienden a la simplificación más que los nativos y hablan del «rey de España», siglos antes de que exista este título oficialmente. Ehingen recibe carta del emperador para el «rey de España» en 1457, antes incluso de la unión dinástica entre Castilla y Aragón. Para Jerónimo Münzer, Fernando es «rey de las Españas», o Rex Hispaniarum, y confiesa que «llena de admiración a los príncipes y demás nobles de Alemania el que los reinos de España, que […] casi parecían quebrantados, hundidos y destrozados, con tan feliz estrella y en tan corto tiempo hayan podido pasar de la suma discordia a tanta paz, tranquilidad y tan próspero estado». Para Pedro Mártir de Anglería, «reyes de España llamamos a Fernando e Isabel porque poseen el cuerpo de España; y no obsta, para que no los llamemos así, el que falta de este cuerpo dos dedillos, como son Navarra y Portugal». Cuando de estos dos «dedillos» se incorporó uno más, Navarra, en el extranjero, como observó Pierre Vilar, «ya no se dice más que el rey de España». Los diplomáticos y analistas políticos europeos, empezando por Guicciardini, hablaban sin reparos del «rey de España», al margen de su título oficial, y los literatos hicieron aparecer al personaje «España» en multitud de situaciones de ficción (lo cual, por cierto, fue aprovechado por los castellanos, apropiación de la que no dejaron de resentirse los aragoneses y, para sorpresa de quienes piensen en términos actuales, los portugueses, según constata el propio Mariana). Pero eso en ningún modo significa una visión nacional de la monarquía, que gira claramente alrededor del poder de ese rey o esa dinastía. El mismo Münzer exhorta a los Reyes Católicos a conquistar Jerusalén, «lo único que les falta» (para ser los más gloriosos reyes cristianos de la historia, se entiende); y no ve con recelo, sino como beneficiosa para la cristiandad, una expansión de la monarquía hispánica por África; cosa impensable —si no es en términos coloniales— en un alemán de la era de las naciones[129].

A los visitantes les disgusta, en general, la excepcionalidad. Por ejemplo, que el trono pueda estar ocupado por una mujer. Popielovo se queja expresamente del «contrasentido de aquel reino, en que la reina es rey y el rey es su servidor»; también se refiere al «rey de España» y a la «reina de Castilla o España». Münzer ignora sistemáticamente a Isabel, y habla del «rey de España» y de su «castísima y devotísima esposa»; en el discurso que tiene ocasión de dirigirles, sin embargo, se cuida muy mucho de referirse a ellos en plural y por igual. Otra excepcionalidad que los extranjeros ven en términos negativos es la coexistencia de culturas y religiones (hasta seis dice Rosmithal que hay en España). La presencia de musulmanes y judíos, y el desagrado con que lo ve el viajero, es un rasgo constante en cualquier relato o descripción de la España bajomedieval. El antisemitismo es claro en Münzer, que anima a los Reyes Católicos a expulsar u obligar a convertirse a los judíos, o que anota con complacencia el derribo del barrio judío de Granada; aprueba igualmente la represión de los sarracenos y dedica un gran elogio al rey Fernando por haber hecho morir a cristianos renegados. Popielovo se queja de la tolerancia de la reina Isabel para con los hebreos y la llama «protectora de judíos». Y el mismo Guicciardini añade que, antes de las expulsiones de 1492 y 1502, una peculiaridad «repugnante y censurable» de este reino era que «estaba lleno de judíos y de herejes» y que, aún en 1512, la mayor parte de los españoles están «manchados de la infección judía»[130].

Hablando de excepcionalidad, y de temas que se convertirán en clásicos de la literatura de viajes a España, en Rosmithal se encuentran las que acaso sean primeras referencias extranjeras a la fiesta de toros; sin el menor tono crítico, desde luego, pues la interpreta como un ejercicio propio de nobles que necesitan agilidad y entrenamiento para el combate. El mismo Rosmithal es también el primero en referirse a las ejecuciones públicas, tema obligado más tarde en relación con el garrote vil. Y Johannes Dantiscus, poeta, humanista y embajador polaco en la corte de Carlos V entre 1519 y 1531, tuvo problemas con la Inquisición, que sospechó en él proclividades protestantes (aunque llama, en algún momento, «monstruo» a Lutero); anunciando futuras descripciones de la España de Felipe II, Dantiscus anota: «aquí no se permite ni nombrar a Lutero, porque inmediatamente acude Vulcano [la Inquisición] y te tapa la boca»[131].

El origen de esa mala imagen española, que en el siglo xx Julián Juderías llamaría «Leyenda Negra», se localiza —como estudió hace ya medio siglo Sverker Arnoldsson— en Italia. Comenzó con las sorprendentes victorias del Gran Capitán sobre los franceses en Nápoles en la década de 1490 y siguió con el Sacco di Roma por las tropas imperiales en 1527. A la floreciente sociedad italiana no le fue fácil aceptar el sometimiento político y militar a una potencia apenas conocida. Y a la superioridad militar de los tercios «españoles» (vistos desde Italia, no había distinción entre catalanes, aragoneses, valencianos o castellanos) opusieron los italianos su indiscutible superioridad cultural y recordaron que Roma, muchos siglos antes, ya había vivido una invasión de bárbaros similar. Lanzaron entonces la imagen del «español» como un hidalgo arrogante, inculto, cruel y de formas ridículamente solemnes. Sobre la crueldad, no parece que los datos conocidos avalen diferencias sustanciales entre el comportamiento de aquellos soldados y el de los vencedores en cualquier otra guerra del momento[132].

Pero eran también los años en que ocupaba la sede pontificia un papa de origen valenciano, Alejandro VI Borgia, célebre por su poco ejemplar conducta, orlada de amantes, asesinatos e incluso del intento de imponer a su hijo César como heredero papal. Pese a que se le pueda considerar un típico producto del Renacimiento italiano, el papa Borgia fue en cambio visto en Roma como un español, grupo humano cuyo «carácter» tenía muchos elementos de crueldad y sensualidad juzgados como «orientales», por la influencia judía y árabe. La España imaginada por los italianos del XVI fue una inventiva proyección hacia un culpable exterior de los propios problemas y un primer caso de «orientalismo» europeo; un insulto frecuente arrojado a los soldados españoles era el de «marrani» o judíos. Curioso principio este del estereotipo español, en las antípodas del que triunfaría cien años después, cuando «España» fuera el epítome de la intolerancia contra cualquier disidente o minoría políticoreligiosa, y en particular la judía.

Otro rasgo de este origen italiano de la «leyenda negra» es que se atribuyó el comienzo de la decadencia política, económica y cultural de lo que había sido floreciente cuna del Renacimiento en el XIV-XV a los efectos del dominio español en los dos siglos siguientes: a su absolutismo regio, sus abrumadores impuestos, su arbitrario sistema judicial o la asfixia de todo avance intelectual por culpa de la mordaza inquisitorial. Los historiadores económicos imputan hoy más bien esta decadencia al desplazamiento del comercio internacional desde el Mediterráneo hacia el Atlántico y el mar del Norte, como coinciden en que la tributación más gravosa en aquel imperio recayó sobre Castilla; la Inquisición, por otra parte, no fue una creación española, sino del papado y la monarquía francesa; y también es razonable argüir que los Habsburgo españoles, al defender el catolicismo frente al protestantismo, salvaguardaron en lo posible la preeminencia de Roma y protegieron, con su poderío naval, a los estados italianos contra los turcos.

Un segundo foco inicial de la llamada «leyenda negra» se localizó, también según Arnoldsson, en Alemania y los Países Bajos. Pese a que Carlos V era flamenco (y no sentía, sobre todo al principio, especial simpatía por la cultura española), la reacción de esas regiones ante su dominio fue considerar que había habido una conspiración «española» para dominar el mundo imperial y borgoñón. A medida que el luteranismo fue ganando terreno, lanzó la imagen de Carlos V como un «extranjero», defensor del «papismo», lo que era igual a favorecedor de la Europa del sur y en especial de España. De especial importancia en este terreno fue la concentración en Frankfurt y Amsterdam de protestantes y judíos refugiados de las persecuciones en la monarquía católica. Eran ciudades de gran creatividad cultural y potencia impresora, y desde ellas irradió la literatura antiinquisitorial. Lo cual contradice los datos antes apuntados sobre la desfavorable impresión que había causado en los viajeros alemanes de siglos anteriores el hecho de que en España hubiera tanta tolerancia hacia judíos y musulmanes y el desprecio hacia los españoles por ser, como los turcos, de piel «oscura»[133].

La otra gran monarquía católica era Francia y en buena lógica debía ser, y lo fue, la principal rival de Fernando el Católico y luego de Carlos V. Las derrotas francesas en Nápoles en tiempos de Fernando y los renovados fracasos de Francisco I ante el emperador, uno de los cuales acabó llevándole a una temporada de prisión en Madrid, frustraron las ambiciones francesas en Italia. Si a esto se añade el resentimiento de los dirigentes galos ante la pretensión castellana de monopolizar el dominio político y económico del Nuevo Mundo y el hecho de que, al producirse las guerras de religión en Francia, Felipe II, viendo en ellas una fuente de debilidad para la monarquía rival, hizo lo posible por atizarlas, se comprende que París fuera otro centro natural para la emanación de propaganda «antiespañola».

Lo contrario de Francia era Inglaterra, aliada natural de los reinos peninsulares por su común oposición al poder francés. Las relaciones habían sido buenas con Enrique VIII y María Tudor, e incluso con Isabel en sus primeros años. Pero el avance de la Reforma inició los problemas. Tanto episcopalianos como presbiterianos tildaron a sus enemigos «papistas» de «pro-españoles» o infieles a la tradición inglesa. Los ingleses también rivalizaban con los españoles por el mercado americano, y fue muy popular, y alentada por Isabel, la actividad de corsarios como Francis Drake. Felipe II perdió, finalmente, la paciencia y optó por invadir la isla, enviando su Gran Armada con el desastroso resultado que se conoce. Desvanecido el terror ante la invasión, comenzarían las sátiras contra los españoles, representados ya por don Adriano de Armado, personaje de la obra shakesperiana Trabajos de amor perdidos.

La conquista de las Indias fue una última fuente importante de mala imagen para los españoles. Era el primer ejemplo del imperialismo europeo, y lo que allí ocurrió, con ser terrible, hubiera sido sin duda menos escandaloso para una mentalidad del siglo XIX. Tampoco fue muy distinto al exterminio de los «pieles rojas» en el norte anglosajón. Pero uno de los españoles, el franciscano Bartolomé de Las Casas, denunció las brutalidades a las que eran sometidos los indios con valiente y sincera indignación y desde el mundo rebelde al poder de los Habsburgo españoles se difundieron y magnificaron sus acusaciones.

Lo que nos interesa de todo esto es que en Europa comenzó a haber una demanda de historia de España. Dejando ya de lado las obras de Marineo Sículo o de Annio de Viterbo, entre la segunda mitad del XVI y finales del XVII aparecieron una decena de obras históricas en latín, italiano, francés o inglés cuyo sujeto principal era «España», un personaje histórico hasta entonces desatendido y cuya presencia aumentó de manera formidable. La primera, en 1587, la Histoire générale d’Espagne, XXVII livres, esquels se voient les origines et antiquités Espagnoles…, escrita por Louis de Mayerne Turquet. Le seguiría Joannes Baptista Lambertinus, que en 1620 publicó en Bruselas un Theatrum Regium, sive Regum Hispaniae Series et Compendiosa Narratio… En 1659 apareció en París un Abrégé d’histoire d’Espagne, firmado por le Sieur du Verdier (Gilbert Saulnier), basado en la obra de Garibay; tenía dos volúmenes en su primera edición pero se reeditaría varias veces y desde 1674 se añadiría un tercer volumen con los acontecimientos de 1646-1666. En 1664 apareció la primera historia de España en inglés, The Original and Growth of the Spanish Monarchy, de Thomas Philipot. Diez años después publicaría Bernardo Giustiniani una Historia generale della monarchia spagnuola antica e moderna, única sobre el tema en italiano antes del siglo XIX. Los tres volúmenes de un Abrégé nouveau d’histoire générale d’Espagne, anónimo pero escrito por Claude Vanel, vieron la luz en 1689. Y entre 1694 y 1696 lo hizo en Rotterdam una Histoire chronologique d’Espagne, igualmente anónima, pero cuya autoría se atribuye hoy a Anne de la Roche-Guilhem. Todo ello antes de terminar el siglo XVII y al margen de las traducciones de Mariana, de las que enseguida hablaremos. Cabría mencionar también, aunque de manera marginal, una obra de Antongiulio Brignole Sale que bajo el engañoso título de Della storia spagnuola… vio la luz en Génova y Venecia en 1640 y se reeditó varias veces en los decenios inmediatos; no era sino una novela amorosa, con caballeros toledanos y nobles moros granadinos, en una línea que revitalizaría el romanticismo mucho más tarde. No muy distinta fue la Histoire nouvelle de la cour d’Espagne, probablemente de Madame d’Aulnoy, que bajo la forma de novela de amoríos entre personajes nobles revelaba un buen conocimiento de la corte madrileña del momento; y no se puede olvidar, dada la importancia del personaje para la imagen del país, la Vita del catolico Re Filippo II monarca delle Spagne, de Gregorio Leti, impresa en 1679[134].

Este conjunto de obras se divide, desde luego, en dos grupos antagónicos: las que tendieron a identificarse con la causa de la monarquía hispánica y ponerse a su servicio y las que se alinearon con su imagen negativa. Centraremos ahora nuestra atención en las segundas, que fueron, además, las de mayor importancia. Entre ellas destaca la más temprana, la de Mayerne Turquet, que gozó de considerable éxito, pues tuvo dos reediciones ampliadas en 1608 y 1635 y se vio traducida al inglés en 1612[135]. Este autor fue un hugonote moderado que apoyó, desde fuera de Francia, la causa de Enrique de Borbón en la última de las guerras de religión. Dedicó su obra a este monarca y en su dedicatoria defendía la utilidad del estudio de la historia de otra nación como muestra o ejemplo de lo que podía ocurrir en las demás, ya que «el mundo se representa entero en cada una de sus partes». La obra tenía mucho de propaganda moralizante calvinista, basada en la idea de que los pueblos deben someterse a las leyes divinas si quieren superar su estadio inicial de superstición y barbarie, pero que el mensaje divino tiende a verse corrompido por el clero, los reyes y los grandes señores, muy proclives a utilizar la religión en provecho propio.

Aplicado al caso español, Mayerne comenzaba su historia repitiendo la serie de reyes fabulosos inventada por Annio, pero le dedicaba muy breves páginas y no mostraba credibilidad ni interés por el tema. Tras esos reyes se iniciaba la historia documentada, con cartagineses y romanos, y bajo estos últimos, anotaba, entró en España la verdadera religión. Pero Mayerne se alejaba de la versión canónica al explicar que, al deshacerse el imperio romano, España tuvo la desgracia de caer bajo los bárbaros godos, mezcla de «paganos, arrianos y católicos mal instruidos», «sin ningún fundamento sólido en la palabra de Dios»; de su corrupción fue ejemplo destacado Witiza, cuya «impureza» «convirtió a toda España en un burdel y afeminó a todo el pueblo», atrayendo así la invasión agarena. Se inició de nuevo la liberación bajo la santa figura de Pelayo, que dirigió la lucha contra los paganos extranjeros. Tras él, y otros núcleos rebeldes surgidos en Navarra y Aragón —en la órbita de la monarquía francesa—, se sucedieron los reyes, que en algún caso fueron ejemplos morales y en otros no (como Alfonso el Sabio, «el rey astrólogo de Castilla», que se dio a «las condenables ciencias adivinatorias»). La clave, en resumen, de la marcha de la historia estaba para este autor en la dirección acertada o errónea de los grandes y los reyes, pues «la perversión del mundo» hace necesario el uso habitual de la fuerza, pero esto es algo que puede hacerse al servicio del bien y moderada por la razón o en provecho del gobernante y de forma tiránica. Ejemplo de mal rey, al que dedicaría sobre todo espacio en las reediciones del libro, era Felipe II, personaje riguroso y colérico que chocó con su virtuoso hijo don Carlos, a quien apoyaba su compasiva madrastra francesa Isabel de Valois. Siguiendo el dictamen de los inquisidores («sin cuyo consejo no se hace nada importante en España»), el rey finalmente decidió deshacerse tanto de su hijo como de su esposa[136].

Mayerne Turquet se hacía eco así de las acusaciones que se empezaban a esparcir contra Felipe II a partir de las denuncias de Reginaldo González Montano contra la Inquisición, de la de Antonio Pérez sobre el asesinato de Escobedo y de la Apología de Guillermo de Orange, en la que ya abiertamente se imputaban al rey español las muertes de su hijo y esposa. Ningún personaje europeo del momento se vio tan demonizado como este rey, presentado no solo como un «tirano» en la tradición clásica sino como peón de la Inquisición, según González Montano; instigador de asesinatos, para Antonio Pérez; incestuoso y parricida, en la versión de Guillermo de Orange; y ejemplo vivo del «crimen papista», para Oliver Cromwell. El mayor daño, en esta construcción maligna de su imagen, provino de la misteriosa muerte de su heredero el príncipe don Carlos, encerrado en El Escorial; una muerte que en realidad sigue hoy sin esclarecerse, y que pudo ser accidental, pero que vino precedida de un abierto enfrentamiento entre un adolescente rebelde, rayano en el desequilibrio mental, y un padre autoritario que no sentía gran aprecio por aquel hijo a quien no había visto crecer. Esa muerte, añadida a la de su joven esposa francesa —de la que también le culparían sus enemigos—, convirtió al hijo de Carlos V en un monstruo inhumano; un ángel de las tinieblas, en la cultura cristiana: el «Demonio del Sur»[137].

La figura del príncipe don Carlos como mártir fue muy explotada por los literatos a partir del siglo XVII. Pero fue a finales del XVIII cuando el gran poeta pre-romántico alemán Schiller escribió su inmensamente célebre Don Carlos, Infant von Spanien. Ein Dramatisches Gedicht. Uno de los personajes de la obra, el marqués de Poza, era el héroe por cuya boca Schiller defendía ideas de libertad y tolerancia propias del XVIII, e impensables en el XVI; y otro, el Inquisidor General, era el malvado perseguidor de Poza y de don Carlos. La tragedia, de gran belleza literaria, hizo célebre a su autor en toda Europa; y el éxito se relanzaría en el XIX cuando Verdi la convirtiese en una espléndida ópera. En conjunto, desde finales del XVI hasta finales del XIX, el tiránico Felipe II y la temible Inquisición española se convirtieron en ingredientes clásicos de la novela gótica y de la propaganda política. El periodismo sensacionalista norteamericano todavía usaría estos estereotipos en la guerra de 1898[138].

 

 

LOS HISTORIADORES FAVORABLES A LA MONARQUÍA HISPÁNICA

 

Quienes lanzaron aquella imagen negativa fueron, en general, exiliados políticos o religiosos, como Antonio Pérez o González Montano, pero también juristas o teólogos nada ajenos al sistema de poder de la monarquía hispánica, como Las Casas o los salmantinos que discutieron sobre la legitimidad de la conquista de las Indias; ni unos ni otros, sentían, en principio, animadversión hacia la identidad colectiva «española» sino que ponían objeciones a unas políticas que acabaron, en definitiva, en el fracaso que ellos pronosticaban. En algún caso, como el de Antonio Pérez, dominaba sin duda su resentimiento personal contra el monarca que le había destituido y perseguido, aunque, como aragonés, extendía sus críticas a los «castellanos» en general, «pueblo maligno y perverso», «lleno de orgullo, arrogancia, tiranía e infidelidad». Pero de Felipe II y de los castellanos se pasó a «los españoles», convertidos en paradigma del orgullo, la intolerancia, la codicia, la crueldad y la barbarie[139].

De nada serviría observar —porque los mitos son impermeables a la crítica racional— que el hecho mismo de que varios de aquellos cargos hubieran surgido en los medios españoles mostraba cierta vitalidad cultural y posibilidad de debate en aquel sistema de poder y probaba, sobre todo, que la causa de los males no era una «forma de ser» colectiva y homogénea. Tampoco serviría de nada observar el maniqueísmo y la inexactitud histórica del planteamiento de Schiller, Verdi y los novelistas góticos que escribieron sobre don Carlos y su padre: pues nadie en el siglo XVI defendía la libertad de conciencia, como se atribuía a don Carlos o al marqués de Poza; ni don Carlos fue jamás inculpado por la Inquisición; y el personaje literario de Felipe II es una caricatura de la crueldad y el fanatismo. Esto último, sobre todo, carecía de importancia, porque individuos monstruosos que habían ocupado tronos no eran excepcionales —difícilmente podría superarse a Enrique VIII o a algunos de sus antecesores retratados por Shakespeare—. Lo esencial era que ese monarca sintetizaba los rasgos psicológicos y morales de todo un pueblo. Felipe II —que, puestos a simplificar, era hijo de flamenco y portuguesa— pasó a ser el paradigma del «carácter español», una forma de ser colectiva fácil de comprender y rechazar en términos maniqueos.

Hay que entender que esta leyenda sobre la forma de ser colectiva de los españoles surgió en el contexto de los debates político-intelectuales relacionados con la Reforma protestante, los primeros que se produjeron después de la invención de la imprenta. Era el momento en que aparecía el panfleto como arma didácticoinformativa y la figura del libelista o publicista profesional que, al servicio de una causa política interna o internacional, utilizaba técnicas de persuasión emocional —distorsión, exageración, manipulación, utilización de imágenes gráficas—, bien conocidas a partir de entonces. Martín Lutero, como Guillermo de Orange o Cromwell más tarde, fueron formidables panfletarios o propagandistas. Las guerras de religión francesas, como la guerra de los Treinta Años o la Revolución inglesa en el siglo siguiente, se vieron acompañadas por una verdadera oleada de libros, panfletos y hojas de propaganda. En aquel combate dialéctico desempeñaron un papel crucial las grandes ciudades protestantes, como Amsterdam, Frankfurt o Londres, pero también algunas católicas, como Venecia o París, justamente las de máxima potencia intelectual y propagandística de los años 1560-1650, opuestas todas ellas al poder de los Habsburgo españoles, y en muchos casos centros de judíos y disidentes religiosos expulsados de España. Las posiciones reformistas fueron hábilmente presentadas como propias de las identidades culturales heredadas en los países rebeldes: ser «papista», por ejemplo, equivalía, en la Inglaterra del XVII, a no ser un buen inglés, a renunciar a la tradición del free-born Englishman, a ser extranjerizante, «proespañol». Y «español» significaba algo que no estaba ya relacionado necesariamente con las actitudes políticas o religiosas a las que se combatía, sino que era un carácter, una forma de ser, carente de punto alguno de bondad. Como se escribía en un Manifeste de la France, citado por García Cárcel, de la época de las guerras de religión, frente al «francés», que era de naturaleza «liberal, fiel, bueno, magnánimo, cortés y amante de la sencillez», «el español es soberbio, avaro, cruel, envidioso, receloso, insolente, presuntuoso, jactancioso, incurable»[140].

Lógicamente, esta imagen tan desfavorable no quedó sin respuesta por parte de los filósofos morales o teóricos políticos españoles. Son conocidas las obras de Quevedo o Gracián, que tampoco eran mancos como polemistas. Otros folletos en esa línea fueron el anónimo Francia engañada, Francia respondida, de 1635, en el que se acusaba a los ingratos franceses de ser gentes «ligeras, fáciles y vanísimas» y se consideraba una «desgracia geográfica» tenerles de vecinos. O un España, vencedora contra los franceses (1638), que contraponía el león español al gallo francés, una imagen que se repetirá mucho durante el siglo XVII. En cuanto a los historiadores, no hay que olvidar que el lema que ilustra la crónica de Florián de Ocampo es Hispania Vincit[141].

En el exterior también hubo importantes sectores de las élites europeas de finales del XVI y comienzos del XVII fuertemente atraídas por la cultura española del momento. En Francia, sobre todo, se leyeron novelas de caballería («les fantastiques élévations espagnoles et pétrarchistes», decía Montaigne), novelas picarescas, literatura mística (fray Luis de Granada fue traducido al inglés una decena de veces antes del final del siglo XVII) y se publicaron muchos diccionarios y gramáticas españolas. Don Quijote fue traducido a varias lenguas europeas e impreso repetidas veces durante el XVII. Menos interés sintieron los intelectuales europeos por las obras teológicas, el teatro clásico o la literatura satírica (como la de Quevedo), por no mencionar los campos filosófico o científico, en que la producción española quedó desconectada de Europa desde los célebres decretos de Felipe II[142].

Hubo también escritores políticos que sirvieron a, o se identificaron con, las posiciones de los Habsburgo españoles. Un ejemplo fue Charles de Saint-Évremond, enemigo de Mazarino y refugiado político en Holanda e Inglaterra, gran admirador de la literatura española, especialmente del Quijote. Otro fue el célebre cardenal de Retz, Jean-François de Gondi, rival también de Mazarino y autor en 1654 de un gran libro de Memorias que incluía un viaje a España, descrita en términos incondicionalmente favorables. Pero el más interesante de todos los admiradores de la monarquía española, desde el punto de vista político, fue Tommaso Campanella, fraile calabrés y filósofo hermético conocido sobre todo por su importante utopía política, La città del sole, iniciada en 1602 y reescrita constantemente desde entonces hasta su muerte en 1639. Campanella creía que el papel unificador del mundo cristiano que en su día intentó desempeñar Carlomagno correspondía ahora a la monarquía española, dado que Roma se hallaba en decadencia, que los españoles habían demostrado, en cambio, una profunda religiosidad en su lucha secular contra los musulmanes y en la conquista del Nuevo Mundo y que las profecías decían que el último imperio estaría situado en Occidente, como los primeros lo estuvieron en el Oriente. Así lo creía también el jesuita piamontés Giovanni Botero, demógrafo, economista y filósofo político para quien ninguna monarquía anterior había estado tan cerca como la española de alcanzar el sueño de la unidad y el dominio político del mundo.

Entre los historiadores, tanto en Italia como en Francia surgieron también obras alineadas con la causa «española». Ya mencionamos previamente los nombres de Joannes Lambertinus, Gilbert Saulnier, Bernardo Giustiniani, Claude Vanel y Anne de La Roche-Guilhem. De sus obras, las dos que más se asemejan son las de Lambertino y Giustiniani. Pese a que entre la fecha de publicación de una y otra (1620 y 1674) transcurrió medio siglo crítico para la hegemonía de la monarquía católica, ambas seguían el mismo modelo, incondicionalmente favorable a ella. También habían pasado varias décadas desde que Mayerne Turquet o Mariana pusieran en duda, o restaran importancia, a los reyes fabulosos del falso Beroso, pero los dos autores italianos los repiten y se expanden sobre ellos con detalle y fruición, dando el año exacto en que cada cual reinó a partir de la creación del mundo. Túbal reinó durante 155 años (del 1799 al 1954), Gárgoris 77 (del 2763 al 2840); de Iberus se derivó Iberia; de Betus, Bética. Tras ellos, España estuvo durante cuarenta años sin príncipe y sufrió una terrible sequía (ficcità), lo que hizo que «la Gente Spagnuola» se refugiara en las montañas del norte. Acabado este periodo, y atraídos por la abundancia de minas de oro, llegaron los fenicios, los griegos y, finalmente, «i poderossi Romani», que derrotaron y expulsaron a los cartagineses. Tanto uno como otro autor evitan mencionar cualquier enfrentamiento entre romanos y nativos; ni Numancia ni Viriato merecen una mención. Por el contrario, todo son elogios a la integración española en el imperio y a sus valiosas aportaciones. La habilidad de los españoles para combatir a caballo —observa Giustiniani— hizo que fuesen llamados «caballeros» y que se creara en Roma la «orden ecuestre», para designar a la nobleza. Los godos no les merecen un interés especial, aunque consignan cuidadosamente la lista de sus reyes, con detalles sobre cada uno de ellos. Recaredo «purgó» a España de la herejía y desde entonces «la fe católica se ha mantenido en España sin vacilación ni mancha». Ese orden moral decayó, sin embargo, con Witiza, liberal y clemente en sus primeros años pero que sucumbió a las adulaciones y, además de hacer abatir los muros de las ciudades, revocó los edictos contra los judíos, con lo que «multiplicó su perversidad». Don Rodrigo, «vir durus bello, sed infortunatus», siguió este mal ejemplo en su episodio con la Cava, que ofendió e indujo a traición al conde don Julián. Tras describir con detalle la batalla de Guadalete, muy engrandecida (180.000 hombres de Muza contra 130.000 de don Rodrigo, según Giustiniani), ambos reproducen la supuesta lápida latina que cubre la tumba del último rey godo en Viseo. Don Pelayo, «llamado por Dios para liberar a España», derrotó pocos años después a un innumerable ejército sarraceno e inició la recuperación del territorio perdido.

Entre los reyes españoles, Lambertino compara a los más grandes —en especial Fernando III y los Reyes Católicos— con Alejandro, Marco Aurelio o Trajano. Al llegar al césar Carlos, le llama Hispaniarum Rex y evita mencionar el «Saco de Roma». Lambertino termina la primera y principal parte de la obra con Felipe II, a la que siguen otras tres dedicadas a Aragón, Cataluña, Navarra y Portugal (hasta el rey don Sebastián; al morir este, dice, don Felipe, su más próximo heredero, heredó este trono y «logró así la unidad de España para su hijo invictísimo»). Giustiniani añade unas veinte páginas finales sobre el siglo XVII, del cual solo las dos últimas corresponden a Carlos II, reinante en el momento en que escribe su obra. En ambos autores destaca el cuidado por las listas de reyes y las fechas de reinados, que Giustiniani extiende a lo largo de páginas interminables sobre sus títulos, escudos, hijos —matrimoniales y extra-matrimoniales— y sobre los virreyes, nobles y personajes notables de cada periodo[143].

Pero incluso historiadores que eran favorables a la monarquía hispánica hicieron recaer sobre Felipe II las muertes de su hijo y esposa. Un primer ejemplo fue el señor de Verdier, que en su Abrégé de 1659 se declaraba gran admirador del poder «español» y justificaba incluso la Inquisición, cuyo fin era «impedir que los judíos y los moros convertidos retornaran a sus antiguas supersticiones»; tampoco dudaba en condenar a Lutero «y sus escritos contra la Santa Sede»; pero, al llegar al punto que aquí interesa, narraba cómo Felipe II hizo morir a su propio hijo —en la misma torre en que había estado encerrado el rey Francisco I, añadía, para mayor regodeo del lector francés—, aunque había dudas sobre si envenenado o estrangulado, y poco después hizo envenenar a la reina Isabel, su propia esposa, así como al marqués de Poza, quien se decía que era su amante. Veinte años más tarde, Gregorio Leti, en su biografía de Felipe II, se deshacía en elogios hacia su figura («il politico con tutti, il prudente ne suoi interessi, il zelante có suo popoli, i’infatigabile nel gabinetto...»), pero le reconocía «severo col suo sangue» y narraba cómo, al lidiar con la «cattiva volontà» de su príncipe heredero, tras escuchar el dictamen de los teólogos, se había visto obligado a anteponer la salud de su pueblo al amor hacia su hijo y lo había entregado a la Inquisición; fue una acción «antinatural» de aquel monarca, pero inevitable ante un hijo «naturalmente obstinado, fiero, caprichoso, incorregible» y simpatizante con las ideas de Lutero y Calvino[144].

Otros veinte años después, Claude Vanel, un historiador nada dado a los juicios políticos sino centrado en fechas, dinastías y batallas, que en definitiva celebraban las glorias de una monarquía victoriosa como la hispánica, no dejaba sin embargo de consignar la historia macabra del príncipe don Carlos: este habría mostrado su simpatía hacia los diputados holandeses que visitaron Madrid y planeado una alianza con Isabel de Inglaterra y los hugonotes franceses, pero a través de don Juan de Austria se enteró de todo ello su padre el rey —«que solo buscaba un pretexto para perder a don Carlos»—, y ordenó encerrarle en su propio cuarto, clavar puertas y ventanas y ahogarle con perfumes; su muerte fue seguida por la de la reina, también acompañada de «sospechas de veneno». Finalizando ya el siglo, Anne de la Roche-Guilhem, otra indudable partidaria de la causa española, se creyó también obligada a aceptar que don Carlos, «poco considerado por su padre» y acusado de «debauches» por sus enemigos, murió en El Escorial, «envenenado según unos y estrangulado según otros»; su belle-mère Isabel de Francia murió poco después, al dar a luz un tercer hijo antes de llegar a término, y también se rumoreó que envenenada por haber despertado las sospechas inquisitoriales. Y, ya en el XVIII, cuando el jesuita Buffier escriba su Abrégé de historia de España, que más tarde traduciría Manuel Juan de la Parra, pese a su tono favorable a la monarquía hispánica, dibujará el personaje de don Carlos como partidario de los rebeldes flamencos y conspirador contra su padre, por lo que este le hizo arrestar y murió en prisión; «no se sabe cómo, mas la opinión común es que descabezado»[145].

En definitiva, pues, la España de los Habsburgo resultó derrotada en la batalla propagandística. Los Campanella o Di Retz fueron las excepciones entre la intelectualidad europea y obras como las de Giustiniani o Lambertino no tuvieron la calidad ni alcanzaron la difusión de la de Mayerne Turquet. Lo que en Europa se aireó sobre España no fueron tanto sus logros culturales como las brutalidades de sus soldados. Se convirtió, a la postre, en un imperio satanizado. Y se impuso así de forma muy duradera aquella «leyenda negra» sintetizada en un catálogo de «españoles» que representaban valores odiosos y propios de épocas pasadas: el soldado de los tercios de Flandes, al mando del duque de Alba, encarnación de la crueldad más despiadada; el inquisidor, fanático y brutal por definición; el conquistador de las Indias, genocida solo guiado por la codicia y el sadismo; el hidalgo ocioso, imagen de la arrogancia y la vanidad; el papa Alejandro Borgia, epítome de la sensualidad y la depravación; el jesuita hipócrita que solo aparentaba religiosidad para acaparar poder; y un rey, Felipe II, paradigma de la crueldad fría y la carencia de sentimientos familiares. La guerra por la imagen se perdió, por tanto, y esa derrota, como observó Francisco Ayala, demostró que en lo que decían sus enemigos había algo de verdad: que el método de gobierno de la España de los Austrias era anticuado, que no se basaba en la opinión sino en la coacción; que se habían preocupado, al viejo estilo, por formar soldados y conquistar territorios, pero no habían prestado la debida atención al trabajo propagandístico, clave de bóveda de las guerras modernas[146].